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Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulos 01 al 02
Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulo 01
Cuatro jamonas maduras con el culo en pompa. Las cuatro con la cara aplastada sobre la cama y las manitas atrás, abriendo bien las nalgas. Los cuatro ojetes sonrosados y húmedos, perfectamente depilados y pidiendo polla a gritos. Las cuatro vulvas chorreando, después de la intensa sesión previa. Y, preparadas para entrar en acción, las pollas tiesas de diez jóvenes a punto de entrar a matar. Había llegado el momento decisivo. La prueba definitiva para el galardón de puerca del mes estaba a punto de comenzar. La suerte estaba echada.
Luci, de 48 años, Pepi, la mayor, con 56, Jacinta, la más joven de 46 y la gran favorita para el galardón de este semestre, Marta de 54 años, finalista por cuarta vez y, en esta ocasión, dispuesta a dar el todo por el todo para obtener el trofeo, un obelisco de bronce de unos 30 cm. con dos esferas a los lados. Sí, parece una polla y dos huevos, pero es la forma estilizada que había diseñado el creador del galardón para que las puercas pudieran lucir el trofeo en sus domicilios sin que los pobres cornudos de sus esposos tuvieran idea de qué aquel nuevo elemento decorativo que había aparecido en el comedor de la vivienda era, en realidad, el ejemplo de que la esposa que tenían por recatada ama de casa, no era más que una puerca desatada. Lo que las mujeres les contasen a los pobres infelices que representaba el trofeo (que sí un galardón de la parroquia para la más devota o el premio del club de lectura para la que se había leído más veces “Guerra y paz”, o la estupidez más peregrina que se les ocurriese) quedaba a su criterio. Lo único cierto era que, en bastantes casas del vecindario, algunas maduras, jamonas y cachondas amas de casa, exhibían sin demasiado pudor, el galardón que las acreditaba como unas puercas redomadas.
Pero, precisamente para aquella a la que hacía más ilusión tener aquel premio y, para su amante que, al contrario que la mayoría de los machos que se follaban a las jamonas, sí vivía en el mismo domicilio, era una afrenta no haber podido obtener el galardón, y, eso que se había esforzado a base de bien. Practicaba, noche y día, las mamadas, el sexo anal y todo tipo de cerdadas, pero, por H o por B, siempre había alguna que le superaba. Estaba claro que en aquella pequeña ciudad, el porcentaje de putas era bastante más elevado de lo que delataban las estadísticas.
Aunque aquel día Marta, por fin, estaba convencida de que iba a obtener la victoria. Y eso que la competencia era feroz, Luci se comía las pollas dobladas con una facilidad pasmosa, Pepi encajaba sin pestañear las trancas más duras y robustas por el ojete, siempre con una sonrisa y Jacinta, la benjamina, no tenía ni prejuicios, ni reparos, a la hora de practicar cualquiera de las cerdadas que le propusieran los jóvenes que se la follaban, lamía ojetes como una campeona y se tragaba las pollas hasta la campanilla sin vomitar, un portento, vamos. Pero Marta, estaba convencida de ser la más completa, reunía las virtudes de las demás y hoy, el día en el que se decidía la ganadora, estaba dispuesta a echar el resto y sorprender a los jueces con un plus de morbo.
Cerca de las puercas, en la tribuna, estaba Marcos, el hijo y amante de Marta, que a sus 28 años, se preparaba, bastante tranquilo y convencido de las opciones de su puta madre, para contemplar, junto a los otros tres jóvenes machos de las aspirantes, el triunfo de su progenitora. A fin de cuentas, la idea del concurso había sido idea de ambos, y era un poco vergonzoso que la buena de Marta nunca hubiera sido una de las ganadoras. A ver si esta vez los jueces eran justos. Los diez chicos, amantes de las diez eliminadas previamente, estaban en la fase de calentamiento, con el grupo de mamporreras, compuesto por las jamonas eliminadas previamente, que mamaban o pajeaban las pollas de los chicos para prepararles para el rejoneo de los ojetes de las finalistas.
Era la última prueba. La primera, el polvo convencional y que cada una afrontó a su estilo (cabalgando sobre la polla, en plan misionero, a cuatro patas, de pie, a horcajadas sobre el macho) se había saldado con la victoria de Marta, que hizo correrse a cinco de los chicos mientras estaban sentados en una silla, haciendo sentadillas sobre sus pollas. En la segunda, la mamada, el triunfo fue más clamoroso si cabe. Se llevó siete raciones de leche que degustó con bastante placer. Su especialidad de lamer bien el culo y los huevos y esperar, pajeando la tranca, hasta que estaba a punto de soltar la leche a borbotones, resultó un acierto. Y ahora, llegaba la última prueba, la del sexo anal, que se le daba la mar de bien (qué lejos quedaba aquel día en el que el bueno de Marcos le propuso que le dejase follar el culo, metiendo un dedo, y recibió un grito, un guantazo y una rotunda negativa). De hecho, disfrutaba como una cerda cuando la empalaban y más de una vez se había corrido casi espontáneamente al notar la leche de algún chico calentándole los intestinos. Y Marta, ambiciosa, no solo quería ganar. Quería arrasar y demostrar que era la mejor con diferencia. Quería que Marcos estuviera orgulloso y llegar a casa y plantar el trofeo en el recibidor, para que lo viera todo el mundo. Ya pensaría algo para cuando le preguntasen de qué iba aquella estatuilla…
Marcos, mientras observaba los preparativos en la grada del local que habían alquilado para celebrar la final, una casita bastante espaciosa en la que habían montado todo un escenario, empezó a recordar cómo empezó todo.
Con cierta nostalgia, su mente viajó a aquel día, tres años atrás en el que, tras una tremenda discusión con su mujer, ésta le puso de patitas en la calle después de haberlo pescado follándose a su suegra en la cama matrimonial. Marcos siempre culpó a la mala suerte y a la maldita huelga de transportes que hizo perder el tren a su mujer, que volvió a casa a por las llaves del coche. Si no llega a ser por eso, todavía podría estar disfrutando de su ex esposa (que estaba bien buena, todo hay que decirlo), de su suegra (una guarra de cuidado, más buenorra y más puta que la hija, de lejos) y de bastantes amigas de su mujer que estaban de buen ver.
Pero no servía de nada lamentarse y, como no hay mal que por bien no venga, muy poco después le encontró sustituta. Y dónde menos se lo espera uno…
Marcos volvió a casa de sus padres con el rabo entre las piernas y bastante desmoralizado. Al menos, tuvo la suerte de que, ni a su ex, ni a su suegra, les interesaba difundir lo que había pasado, bastante humillante para ambas, de modo que, la versión oficial de la separación, era aquello tan socorrido de la incompatibilidad de caracteres.
La casa, que era dónde se había criado, todavía mantenía su antigua habitación, ahora, como habitación de invitados, decorada de otro modo, pero perfecta para instalarse. Sus padres lo aceptaron un poco a regañadientes, más su madre que su padre, acostumbrada como estaba a llevar una intensa vida social con sus amigas, con las que jugaba al golf, iba al cine, acudía al club de lectura, hacia excursiones y un largo etcétera. Marta, que acababa de cumplir los cincuenta años, estaba disfrutando de la vida, ahora que, como ama de casa con los hijos ya emancipados, podía disponer de mucho tiempo libre y su marido, Jaime, con 60 años cumplidos, todavía no estaba jubilado, de hecho, no lo estaría hasta los 67, porque le faltaban algunos años de cotización. Jaime, que así se llamaba el hombre, no paraba mucho en casa, era ingeniero de la compañía de transporte público y, a veces tenía horarios raros, nocturnos o incluso de fines de semana, o en ocasiones o le tocaba madrugar mucho, por lo que se acostaba pronto. Algo que no molestaba en absoluto a Marta, que hacía la vida que le gustaba.
Como pareja su relación era bastante básica. Follaban poco y mal, aunque a Marta, que nunca había probado otra cosa, era algo que no le molestaba especialmente, ni tan siquiera echaba de menos algo mejor, salvo cuando, hablando con alguna de sus amigas, esta le contaba sus peripecias con amantes más jóvenes, lo que le provocaba una cierta desazón que pronto dejaba de lado. Jaime, bastante aburrido, tampoco consideraba el sexo una de sus prioridades, y se conformaba con esos polvos de conejo en los que era difícil saber que era peor, si la escasa duración o la falta de rigidez de su polla, pero con una esposa como Marta, tan poco exigente en ese sentido, el pobre hombre, de talante conformista, era feliz.
Fue en ese mundo cerrado y ordenado en el que irrumpió Marcos, el hijo mayor del matrimonio, tenía una hermana un par de años más joven que vivía con su novio en otra ciudad. Fue aceptado a regañadientes por su madre que era, a fin de cuentas, la que estaba más en casa. Su padre se alegró superficialmente, como con casi todas las cosas.
Los primeros días fueron tranquilos y extraños. Hacía muchos años que Marcos vivía fuera de casa, desde que a los 18 se fue a estudiar fuera a la universidad, y la relación con su madre empezó siendo algo tensa. Hasta que el joven fue aceptando las normas de la casa, un piso bastante más pequeño que el suyo, con tres habitaciones, la de matrimonio de sus padres, algo mayor que las otras, y las de los hijos más pequeñas, un solo cuarto de baño, la cocina, el salón y un pequeño balcón. Un espacio reducido en el que era inevitable encontrarse.
Marcos trabajaba por las tardes y, lógicamente, coincidía con su madre en el piso todas las mañanas ya que la mayoría de las actividades que ella realizaba, eran también en horario de tarde. Por lo tanto, pasaban muchas horas juntos.
Marcos, acostumbrado a follar con bastante frecuencia, se encontró, de golpe, necesitado de machacarse la polla con asiduidad para rebajar la ansiedad. Se masturbaba dos o tres veces cada mañana. En su habitación, mirando porno por el móvil, en el lavabo e incluso en alguna ocasión lo hizo en el salón, cuando su madre había salido a comprar. Con el paso de los días, fue siendo cada vez más descuidado y los manchurrones de esperma se empezaron a notar en las sábanas y en las toallas del baño (no le gustaba limpiarse con papel higiénico, porque se le pegaban trocitos a la polla húmeda, de modo que acabó usando las toallas del secamanos: una auténtica guarrada). Su madre, por supuesto, se dio cuenta del tema, pero, avergonzada, se hizo la tonta.
Un día, después de hacerse el consabido pajote en el baño, antes de ducharse, Marcos abrió el cubo de la ropa sucia para echar su ropa interior dentro. Allí, hechas un gurruño, vio unas bragas blancas de su madre. Unas bragas funcionales, de ama de casa, que su madre debía haber dejado allí aquella misma mañana. No pudo resistirlo y las cogió. Con cuidado las desenredó, notando la humedad de las mismas. Observó bien la zona, húmeda y amarillenta en la que la tela había estado en contacto con el coño, incluso había algún pelillo adherido, y, sin poder resistirlo se las acercó a la nariz. Aquel intenso olor a hembra le impactó y le puso la polla de nuevo como un garrote. Y eso que acababa de correrse. Cayó una segunda paja que, esta vez, acabó con su cargamento de leche en las mismas bragas.
Aquel momento fue un punto de inflexión. Empezó a mirar a su madre de otro modo. Se dio cuenta del tipo de hembra que era. Tetuda, culona y maciza. No muy guapa, pero con un buen polvo y una cara morbosa con labios de chupapollas (de chupapollas potencial, porque no había catado una tranca ni en sueños, claro). Las pajas fueron cayendo diariamente en la ropa interior de la jamona que, como es lógico, se dio cuenta de los manchurrones amarillentos y muchas veces todavía húmedos y calientes, que decoraban su ropa interior cada vez que la metía en la lavadora. Su reacción inicial fue de rabia y asco, pero la vergüenza le impidió decirle nada a su hijo. Eran temas de los que nunca había hablado con él. Ni con nadie, la verdad. A su marido, por supuesto no le dijo tampoco ni pío. De modo que sufrió en silencio el hecho de ser objeto del deseo de Marcos y trató de no darle demasiada importancia, pensando que era una etapa temporal y que se le pasaría enseguida. Sobre todo si encontraba una chica.
Pero Marcos no estaba por la labor. Le gustaban los retos difíciles y, después de haberse podido follar a su antigua suegra, le había tomado el gusto a las maduras tirando a jamonas, mujeres insatisfechas y agradecidas, dispuestas a aprenderlo todo y hacerlo todo, con tal de poder disfrutar de una polla joven y dura. De modo que se planteó follarse a su madre. Así, sin más.
Empezó a hacerse el pegajoso y el zalamero con ella, dándole besitos y achuchándola como de broma. Marta, al principio se sorprendió mucho y lo rehuyó, pero, después, pensó que quizá así, el chico dejaría de pajearse como un mono con su ropa interior y la vería como lo que era: su madre. Así que se dejaba querer y le acabó encontrando el gusto a sus caricias que veía totalmente carentes de intención sexual.
Hasta que, un día, mientras cocinaba, se acercó por detrás y, levantándola, le dio un par de sonoros besos en el cuello, al tiempo que la sujetaba por debajo de las tetas. Nada fuera de lo normal que hacía últimamente y que hizo dibujarse una sonrisa en el rostro de la mujer. Claro que, al notar en su culo la dureza de la polla del joven, la sonrisa se quedó helada y Marta, por primera vez en su vida, notó como se le encharcaba el coño. ¡Ahora sí que su hijo iba a tener unas bragas perfectas para pajearse! Muerta de vergüenza se revolvió entre risitas falsas y Marcos se alejó marcando un duro bulto en el pantalón.
Marcos, consciente de la impresión que había dejado en su madre, que le miró confusa y roja como un tomate mientras se alejaba, se sintió más excitado aún y, en el cuarto de baño, se cascó un pajote espectacular dejando las bragas que su madre había dejado en el cubo de la ropa sucia hacía un rato empapadas con espesos y grumosos goterones de esperma. En esta ocasión, ni tan siquiera cerró la puerta con pestillo, con la secreta esperanza de que su madre, curiosa, se asomara en el cuartito y viera lo que le estaba esperando. Pero todavía era pronto para eso. La fruta estaba madurando, pero no en su punto. De momento.
Marta, desde la cocina, observó como su hijo entraba en el lavabo y, minutos después, salía con una sonrisa de satisfacción y prepotencia antes de dirigirse a su habitación. La mujer era perfectamente consciente de lo que acababa de hacer en el baño. Sabía que, más tarde, al poner la lavadora, se encontraría su ropa interior manchada de esperma reseco. Y, lo más triste del asunto para ella, es que, ni tan siquiera le pareció mal. De hecho, la humedad de su entrepierna que había notado minutos antes cuando Marcos frotó su cebolleta entre sus nalgas, lejos de apaciguarse, aumentaba en intensidad .
Así que, ni corta ni perezosa, en cuanto el chico cerró la puerta de su habitación, se acercó al lavabo. Cerró el pestillo y, con una cierta urgencia y algo de ansiedad, recogió la prenda que se había quitado aquella mañana. Unas braguitas blancas que, encima del todo, lucían todavía vistosas gotas de esperma reluciente. Nerviosa no pudo evitar acercar las braguitas a su cara. El intenso olor la puso más cachonda todavía. Sin poder evitarlo, bajó la manita y la introduzco debajo de los elásticos pantalones de estar por casa que llevaba, unos leggins viejos que usaba para hacer las tareas domésticas. Se asustó al notar la intensa humedad de su coño y hurgando entre los pelillos de su pubis, llegó a la vulva y al clítoris en un instante. Un gemido ahogado escapó de su boca. Estaba a punto de correrse. Le bastaron dos meneos para, temblando, allí de pie, tener uno de los orgasmos más intensos de su vida. Sin pensar en nada, mientras se corría, se acercó las húmedas braguitas a la boca y lamió lo que pudo del semen de su hijo. El sabor salado y agrio de la leche de macho llenaba su boca cuando se corrió. Un sabor que, durante mucho tiempo, iba a asociar con sus orgasmos, como un reflejo condicionado. De hecho, todavía hoy, varios años después, cada vez que alguien eyaculaba en su boca, le bastaba palparse levemente el coño para correrse como una cerda.
Después, claro está, le invadió un terrible sentimiento de culpa. Un sentimiento que iba a ser el principal escollo que Marcos tendría que superar para que la puerca de su madre acabara comiendo en su mano.
Lo que ocurrió aquel día se acabó convirtiendo en una especie de rutina, cada vez más atrevida. Marcos, cuando le parecía oportuno, se acercaba a su madre cuando estaba por casa y, aprovechaba para meterle mano, de una manera cada vez más atrevida, pero sin superar algunas barreras: le palpaba el culo, los muslos e incluso las tetas, pero nunca llegaba al coño o a los pezones. Le daba besitos en el cuello, las mejillas, e incluso algún chupetón, pero siempre esquivaba sus labios. Después, tras cerciorarse de que la cerda se daba cuenta de la dureza de su rabo, se iba a descargar una buena dosis de leche en las bragas frescas de su madre. Ella siempre esperaba que el muchacho cerrase la puerta de su habitación antes de acudir a lamer la leche del chico y pajearse como una puerca. Después, lo de siempre, un bajón y un sentimiento de estar haciendo algo prohibido que la atormentaba. Pero no podía evitarlo.
Marta, además, se encontraba ante un asunto del que era incapaz de hablar con nadie. Su pobre esposo, evidentemente estaba descartado. A su hija le daría un síncope si oyese lo que estaba sucediendo. Y en cuanto a sus amigas, algunas eran lo suficientemente sanas y puritanas como para que un asunto de ese calibre (incluso si eludiese el asunto de la relación familiar) les sentase como una bomba. Otras, las más liberales no entenderían nada, sobre todo por tratarse de Marcos, quizá menos por la relación familiar que por la proximidad entre el posible amante y el cornudo. ¿Ambos en la misma casas? ¡Qué locura!
Lo curioso del asunto con sus amigas es que, tiempo después, cuando su hijo la hizo ingresar en el grupo de puercas maduras en el que ahora estaba integrada se llevó la sorpresa de su vida cuando se encontró allí también a su mejor amiga, Pepi, de la que nunca hubiera podido esperar que le pusiera los cuernos a su esposo, era del ala conservadora y ultracatólica, por así decirlo, ni que fuera una puta tan experimentada. De hecho, fue ella la que la convenció de practicar el sexo anal que ahora le encantaba. Pepi había acabado en el club gracias a su relación con Moha, un joven magrebí de apenas veinte años, repartidor del supermercado, que se había convertido en su amante y la trataba con una dureza inusual cuando practicaban el sexo. Algo, que, por cierto, le encantaba a la jamona y de cuyas virtudes convenció a Marta, que se acabó aficionando también al sexo duro y las orgías. Pero nos estamos adelantando demasiado.
Como decíamos, después de aquel día en el que Marta comenzó a masturbarse mientras saboreaba el esperma fresco con que su hijo había mojado sus bragas, la situación se fue enrareciendo cada vez más. Marcos, rutinariamente, se iba atreviendo, cada vez con más osadía, a sobetear a su progenitora, como si de un juego entre el gato y el ratón se tratase. En este caso, el gato era Marcos y la ratita, ¿o sería más acertado decir la zorrita?, era Marta, que disimulaba como buenamente podía la excitación que le producían los toqueteos de su hijo y, a veces, se hacía la indignada e intentaba frenarlo con un poco convincente: «¡Ay, Marcos, hijo, para ya! ¡Qué pesado!»… A lo que Marcos, mentalmente, replicaba: «Sí, sí, qué pesado, pero el coño chorreando… ¡Menuda puta hipócrita!»
Al final, Marcos, cuando la cosa se fue prolongando camino de las dos semanas, sin ver que la tensión fuera a remitir de ningún modo, decidió forzar la situación. Una mañana, después de calentar a la cerda y antes de cascársela en el lavabo, usó un destornillador para aflojar los tornillos del pestillo de la puerta. Después, como de costumbre, regó a base de bien las bragas que la cerda, como cada mañana, le había dejado bien preparaditas en el cubo de la ropa sucia. Al salir, tras echar un vistazo a la cocina, donde su madre, disimuladamente controlaba sus pasos, se dirigió a su habitación y dejó la puerta entornada para escuchar el momento en que la guarra acudiera a su cita con el orgasmo matutino. Esperó, unos minutos y ¡bingo!
Se acercó al cuarto de baño, escuchó tras la puerta los gemidos ahogados de su madre y, a continuación, abrió la puerta con la suficiente fuerza como para desencajar el pestillo. El cuadro le dejó de piedra. Bueno, mejor dicho, dejó de piedra su polla, nuevamente.
La jamona, sorprendida in fraganti, estaba con la boca abierta y la lengua fuera, como si fuera una vaca, lamiendo a fondo la leche que impregnaba las bragas. Estaba sentada en la taza, con los leggins a media pierna y, con su mano libre, acariciaba furiosamente el peludo y enrojecido coño. Por un instante paralizada, enseguida se levantó, soltando las bragas y, tapándose la cara con la mano, intentó grotescamente subirse los leggins para evitar que viese el coño. En un momento dado, gimoteando y lanzando unos grititos, que precedían a una especie de sollozo, se giró avergonzada para tratar de que no se le viera el coño, lo que facilitó una perfecta visión del hermoso culazo de la mujer que excitó más si cabe al joven. De hecho, hubo un breve instante en el que, haciendo esfuerzos por subirse los leggins se agachó un poco y ofreció una perfecta panorámica de un bonito y apetecible agujerito marrón.
Marcos, babeando ante la situación, sopesó la forma de afrontar la humillación de su madre. Siempre con la idea de aprovecharse de ella. En primer lugar pensó en regodearse y avergonzarla un poquito más:
—¡Pero, pero…! ¿Qué es esto? —le gritó con fingida indignación— ¿Qué coño estás haciendo mamá? ¿No te da vergüenza?
Observó como la mujer, con los ojos bajos, lloriqueando y con la cara roja como un tomate, sudaba la gota gorda tratando de buscar alguna explicación plausible a la monumental pillada en la que se encontraba. No la había. Aunque, claro, tampoco se trataba de reconocer los hechos. De modo, que empezó un llanto silencioso y, poco a poco, trató de avanzar hacia la salida, bloqueada por Marcos que no pensaba dejar escapar a su presa tan fácilmente.
—Bueno, bueno, mamá. No hace falta que te pongas así. No llores mujer —empezó a consolarla el chico, que aprovechó para abrazarla.
Ahora llegaba la fase del poli bueno. Si la jugada salía bien, la guarra iba a comer en su mano en breve. O, mejor dicho, de su polla.
Marta, viéndose perdida, se dejó abrazar y, llorando como una Magdalena, se pegó al cuerpo de su hijo enterrando su cara en el pecho del joven. Cualquier cosa por no hablar, lo que sea por no soportar su mirada acusatoria. De modo que Marcos, echó toda la carne en el asador y, apretándola con fuerza, dejó que la mujer notara la dureza de su polla. Esta vez directamente sobre su vientre. Al mismo tiempo, su hijo bajó bien las manos para sobarle el culo a fondo. Incluso metió las manos en el interior de los leggins para acariciar el culo a pelo. Le encantó su blandura y suavidad. Notó incluso como la mujer, poco a poco, se iba apaciguando.
—Venga, venga, mamá, ya está. Ya ha pasado… —la tranquilizó. Después soltó la carga de profundidad que tenía preparada—. Venga, va, si te portas bien, no le diré nada a papá. ¿Vale?
Marcos apretó con fuerza el culo. Dejó una de las manos abajo buscando el ojete de la golfa y subió la otra para levantar su cara y forzarla a que le mirase. Vio sus ojos llorosos, arrasados por las lágrimas, su carita y sus labios húmedos e hinchados, que minutos antes estaban pegados a aquellas bragas que rezumaban esperma, y acercó la boca para darle un pico.
—¿Vale? —repitió.
—Sssí, sí, hijo…—contestó finalmente la mujer.
En ese momento, el índice de Marcos alcanzó el objetivo y se posó sobre el ojete de su madre, presionándolo con suavidad. Lo que hizo gemir a la mujer. Marcos aprovechó la boca abierta para besarla otra vez. Pero esta vez con un beso en condiciones, dándole un repaso por toda la boca con la lengua a base de bien y babeando su cara. Ella, contra todo pronóstico, no sólo se dejó hacer, sino que respondió con bastante entusiasmo, para ser una novata en estas lides.
El resto fue coser y cantar. Cinco minutos después, el que estaba sentado sobre la taza del WC era Marcos, los leggins estaban tirados en una esquina del lavabo, al igual que la camiseta y el sujetador de la cerda que permanecía ensartada en el rabo de su hijo (un rabo bastante más duro y contundente que el del pobre Jaime) dando botes como una loca, mientras éste le comía las tetas y le masajeaba el ojete con el dedo.
Aquel día follaron dos veces más. Una después de comer, antes de que Marcos se fuera al trabajo. Un polvo rápido, de pie, con su madre apoyada en la mesa y Marcos vaciando la tranca sin quitarse el pantalón. Y, el segundo polvo, fue por la noche, después de que el viejo se fuera a dormir, poco después de las once, en el salón de la vivienda. Un polvo silencioso, en el que la jamona que seguía todavía cachonda se lo curró todo ella: pajeó al joven e intentó un mediocre intento de mamada que, por su inocencia y falta de pericia, emocionó a Marcos y le hizo follársela con ganas, a cuatro patas y tratando de insertarle sin éxito el pulgar en el culo, al tiempo que le indicaba: «¡Joder, guarrilla, te voy a tener que dar un buen cursillo de mamadora! Te queda tanto por aprender…»
Consumado el adulterio, para Marta se había roto la confianza con Jaime y su relación con él se fue enfriando. De modo que, los pocos polvos que echaban, escasos y mediocre, desaparecieron en cuestión de unas semanas. Un día era el dolor de cabeza, otro el sueño, otro tal y otro cual, hasta que el pobre hombre, que tampoco era muy avispado en el tema sexual, decidió desistir, pensando que su mujer se había vuelto frígida. ¡Menudo genio!
Marcos adiestró a Marta, virgen en muchos sentidos, para convertirla en lo que él creía que debía ser una buena amante. Le hizo depilarse el coño y el ojete. La guarra se resistió un poco e incluso amagó con negarse. Bastó un día sin follar para que, al día siguiente, le mostrase su chocho mondo y lirondo, suave como la piel de un bebé. Le hizo comprarse ropa interior adecuada para una amante cachonda. Contra esto la mujer no se resistió. Le encantaba lucirla cuando estaban solos en casa y tiró todas las bragas y sostenes anticuados, sustituyéndolos por un arsenal de tangas y lencería erótica (más pornográfica que erótica) que disfrutaba a la menor ocasión. A la mujer le ponía especialmente cachonda, llevar esa ropa interior, cuando acudía a las reuniones con las mojigatas de sus amigas. Se cambió el peinado por uno más juvenil y cambió su indumentaria en la misma tesitura, pero siempre dentro de la decencia y moderación del ambiente en el que se movía. Todo el mundo notó el cambio, hasta Jaime que, sorprendido, le preguntó por su nueva imagen. La respuesta convencional de su esposa, «renovarse o morir», no le resultó demasiado convincente, pero, lo tomó como chorradas menopáusicas y dejó pasar el asunto. El pobre, bastante tenía con soportar la cornamenta que empezaba a presionarle las neuronas. Y la cosa acababa de empezar.
La casa rezumaba sexo tanto por las mañanas, cuando el pobre Jaime estaba currando, como por las noches, cuando se iba a la piltra. Por las mañanas, con más libertad, la jamona se movía siempre en ropa interior y tenía al muchacho con la polla empalmada casi constantemente. Y, el día que no era así, se la levantaba con una buena mamada. No le costó mucho aprender. Se nota que tenía madera de puta. Por las noches, la pareja perdía en libertad ya que no se podía montar una escandalera, no se fuese a despertar el cornudo, pero se ganaba en morbo y excitación. Lo de follar, casi en silencio, con el pobre cabroncete aplastado por el peso de los cuernos en la habitación de al lado, les ponía muy cachondos a los dos.
Marcos, además, había adiestrado a la guarra para que combinase las mamadas con unas buenas comidas de huevos con lamida de ojete incluida. Cosa que le gustaba hacer por las noches, mientras miraba la televisión en el sofá y el viejo roncaba en la habitación de al lado. Después, regaba la jeta de la cerda de leche y la mandaba a la cama sin dejar que se limpiase la cara.
Lo único que Marcos no había podido conseguir era reventarle el culo a su madre. Se resistía como gato panza arriba. Se dejaba meter los dedos, e incluso un pequeño plug que le había regalado para ver si se animaba a recibir su polla, pero nada más. La muy guarra, se hacía la estrecha en ese sentido. Decía que no, que con esa tranca la iba a destrozar. Por mucho que Maros le insistía diciendo que después de la primera vez le iba a encantar, no había manera.
Así estuvieron unos meses hasta que Marcos un día en el trabajo, hablando con un compañero joven de tías y esas cosas, éste le contó que él no tenía exactamente novia, sino una folla amiga. Una folla amiga casada, de unos cincuenta años, con hijos ya mayores y que había conocido en el gimnasio. Según el chico, la relación era una maravilla. Tan solo, sexo, sexo duro, contundente, sin remordimientos y sin complicaciones. Sólo tenían que estar atentos a que no los pescase el cornudo del marido. Algo fácil, porque era camionero y no estaba mucho en casa. Y también, claro está, mantener un poquito la discreción.
A Marcos se le hizo la boca agua y estuvo a punto de contarle que él también tenía una amante en las mismas circunstancias, pero el otro se adelantó completando la historia con una noticia que le hizo activar el radar al bueno de Marcos.
—Además, nos hemos apuntado a una especie de club de parejas, para intercambios y eso. Pero es un club muy especial. Una cosa medio clandestina que ha montado un chaval de un pueblo de la comarca de al lado. Se trata de un club para tías maduras que tienen amantes jóvenes. O para tíos jóvenes que tienen amantes maduras, como prefieras. Como todas, o casi todas, están casadas no les interesa que se divulgue el asunto. Esas tías ni quieren divorciarse, ni nada de nada… Si se divorcian, a ver quién va a pagar los polvos… ja, ja, ja… El caso es que hay como catorce o quince parejas. Las tías van desde los cuarenta y tantos a los cincuenta y tantos. Creo que la mayor tiene cincuenta y cuatro o cinco. No sé.
—¿Están buenas…? —preguntó Marcos empezando a salivar.
—A ver, sí. Para mí, sí. Si te gustan de ese tipo. Así tetudas, jamonas, alguna con algún kilo de más. Pero no hay obesas, ojo. Están jamonas, vamos. Tengo algunas fotos en el móvil.
–A ver, a ver…
Ahora sí que a Marcos se le caía la baba. Era lo que tenía en casa, pero multiplicado por diez, con todas las variaciones posibles: rubias, morenas, altas, bajas, más tetonas, más culonas y, por lo que pudo ver en algunas de las fotos de su amigo, dispuestas a todo. Se veían mamadas, polvos en todas las posturas y, enculadas, claro. Le faltó un segundo para preguntar:
—¡Joder, tío! ¿Qué hay que hacer para apuntarse?
—Pues aportar una tía, claro. Por lo demás, nada. Nos reunimos fijo, una vez a la semana. Aunque sólo van los que pueden. Puedes ir todas las semanas, una vez al mes o cuando te vaya bien. ¿Te paso el número?
—¡Buffffff! Ya estás tardando…
Continuará
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Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulos 01 al 02
Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulo 01
Cuatro jamonas maduras con el culo en pompa. Las cuatro con la cara aplastada sobre la cama y las manitas atrás, abriendo bien las nalgas. Los cuatro ojetes sonrosados y húmedos, perfectamente depilados y pidiendo polla a gritos. Las cuatro vulvas chorreando, después de la intensa sesión previa. Y, preparadas para entrar en acción, las pollas tiesas de diez jóvenes a punto de entrar a matar. Había llegado el momento decisivo. La prueba definitiva para el galardón de puerca del mes estaba a punto de comenzar. La suerte estaba echada.
Luci, de 48 años, Pepi, la mayor, con 56, Jacinta, la más joven de 46 y la gran favorita para el galardón de este semestre, Marta de 54 años, finalista por cuarta vez y, en esta ocasión, dispuesta a dar el todo por el todo para obtener el trofeo, un obelisco de bronce de unos 30 cm. con dos esferas a los lados. Sí, parece una polla y dos huevos, pero es la forma estilizada que había diseñado el creador del galardón para que las puercas pudieran lucir el trofeo en sus domicilios sin que los pobres cornudos de sus esposos tuvieran idea de qué aquel nuevo elemento decorativo que había aparecido en el comedor de la vivienda era, en realidad, el ejemplo de que la esposa que tenían por recatada ama de casa, no era más que una puerca desatada. Lo que las mujeres les contasen a los pobres infelices que representaba el trofeo (que sí un galardón de la parroquia para la más devota o el premio del club de lectura para la que se había leído más veces “Guerra y paz”, o la estupidez más peregrina que se les ocurriese) quedaba a su criterio. Lo único cierto era que, en bastantes casas del vecindario, algunas maduras, jamonas y cachondas amas de casa, exhibían sin demasiado pudor, el galardón que las acreditaba como unas puercas redomadas.
Pero, precisamente para aquella a la que hacía más ilusión tener aquel premio y, para su amante que, al contrario que la mayoría de los machos que se follaban a las jamonas, sí vivía en el mismo domicilio, era una afrenta no haber podido obtener el galardón, y, eso que se había esforzado a base de bien. Practicaba, noche y día, las mamadas, el sexo anal y todo tipo de cerdadas, pero, por H o por B, siempre había alguna que le superaba. Estaba claro que en aquella pequeña ciudad, el porcentaje de putas era bastante más elevado de lo que delataban las estadísticas.
Aunque aquel día Marta, por fin, estaba convencida de que iba a obtener la victoria. Y eso que la competencia era feroz, Luci se comía las pollas dobladas con una facilidad pasmosa, Pepi encajaba sin pestañear las trancas más duras y robustas por el ojete, siempre con una sonrisa y Jacinta, la benjamina, no tenía ni prejuicios, ni reparos, a la hora de practicar cualquiera de las cerdadas que le propusieran los jóvenes que se la follaban, lamía ojetes como una campeona y se tragaba las pollas hasta la campanilla sin vomitar, un portento, vamos. Pero Marta, estaba convencida de ser la más completa, reunía las virtudes de las demás y hoy, el día en el que se decidía la ganadora, estaba dispuesta a echar el resto y sorprender a los jueces con un plus de morbo.
Cerca de las puercas, en la tribuna, estaba Marcos, el hijo y amante de Marta, que a sus 28 años, se preparaba, bastante tranquilo y convencido de las opciones de su puta madre, para contemplar, junto a los otros tres jóvenes machos de las aspirantes, el triunfo de su progenitora. A fin de cuentas, la idea del concurso había sido idea de ambos, y era un poco vergonzoso que la buena de Marta nunca hubiera sido una de las ganadoras. A ver si esta vez los jueces eran justos. Los diez chicos, amantes de las diez eliminadas previamente, estaban en la fase de calentamiento, con el grupo de mamporreras, compuesto por las jamonas eliminadas previamente, que mamaban o pajeaban las pollas de los chicos para prepararles para el rejoneo de los ojetes de las finalistas.
Era la última prueba. La primera, el polvo convencional y que cada una afrontó a su estilo (cabalgando sobre la polla, en plan misionero, a cuatro patas, de pie, a horcajadas sobre el macho) se había saldado con la victoria de Marta, que hizo correrse a cinco de los chicos mientras estaban sentados en una silla, haciendo sentadillas sobre sus pollas. En la segunda, la mamada, el triunfo fue más clamoroso si cabe. Se llevó siete raciones de leche que degustó con bastante placer. Su especialidad de lamer bien el culo y los huevos y esperar, pajeando la tranca, hasta que estaba a punto de soltar la leche a borbotones, resultó un acierto. Y ahora, llegaba la última prueba, la del sexo anal, que se le daba la mar de bien (qué lejos quedaba aquel día en el que el bueno de Marcos le propuso que le dejase follar el culo, metiendo un dedo, y recibió un grito, un guantazo y una rotunda negativa). De hecho, disfrutaba como una cerda cuando la empalaban y más de una vez se había corrido casi espontáneamente al notar la leche de algún chico calentándole los intestinos. Y Marta, ambiciosa, no solo quería ganar. Quería arrasar y demostrar que era la mejor con diferencia. Quería que Marcos estuviera orgulloso y llegar a casa y plantar el trofeo en el recibidor, para que lo viera todo el mundo. Ya pensaría algo para cuando le preguntasen de qué iba aquella estatuilla…
Marcos, mientras observaba los preparativos en la grada del local que habían alquilado para celebrar la final, una casita bastante espaciosa en la que habían montado todo un escenario, empezó a recordar cómo empezó todo.
Con cierta nostalgia, su mente viajó a aquel día, tres años atrás en el que, tras una tremenda discusión con su mujer, ésta le puso de patitas en la calle después de haberlo pescado follándose a su suegra en la cama matrimonial. Marcos siempre culpó a la mala suerte y a la maldita huelga de transportes que hizo perder el tren a su mujer, que volvió a casa a por las llaves del coche. Si no llega a ser por eso, todavía podría estar disfrutando de su ex esposa (que estaba bien buena, todo hay que decirlo), de su suegra (una guarra de cuidado, más buenorra y más puta que la hija, de lejos) y de bastantes amigas de su mujer que estaban de buen ver.
Pero no servía de nada lamentarse y, como no hay mal que por bien no venga, muy poco después le encontró sustituta. Y dónde menos se lo espera uno…
Marcos volvió a casa de sus padres con el rabo entre las piernas y bastante desmoralizado. Al menos, tuvo la suerte de que, ni a su ex, ni a su suegra, les interesaba difundir lo que había pasado, bastante humillante para ambas, de modo que, la versión oficial de la separación, era aquello tan socorrido de la incompatibilidad de caracteres.
La casa, que era dónde se había criado, todavía mantenía su antigua habitación, ahora, como habitación de invitados, decorada de otro modo, pero perfecta para instalarse. Sus padres lo aceptaron un poco a regañadientes, más su madre que su padre, acostumbrada como estaba a llevar una intensa vida social con sus amigas, con las que jugaba al golf, iba al cine, acudía al club de lectura, hacia excursiones y un largo etcétera. Marta, que acababa de cumplir los cincuenta años, estaba disfrutando de la vida, ahora que, como ama de casa con los hijos ya emancipados, podía disponer de mucho tiempo libre y su marido, Jaime, con 60 años cumplidos, todavía no estaba jubilado, de hecho, no lo estaría hasta los 67, porque le faltaban algunos años de cotización. Jaime, que así se llamaba el hombre, no paraba mucho en casa, era ingeniero de la compañía de transporte público y, a veces tenía horarios raros, nocturnos o incluso de fines de semana, o en ocasiones o le tocaba madrugar mucho, por lo que se acostaba pronto. Algo que no molestaba en absoluto a Marta, que hacía la vida que le gustaba.
Como pareja su relación era bastante básica. Follaban poco y mal, aunque a Marta, que nunca había probado otra cosa, era algo que no le molestaba especialmente, ni tan siquiera echaba de menos algo mejor, salvo cuando, hablando con alguna de sus amigas, esta le contaba sus peripecias con amantes más jóvenes, lo que le provocaba una cierta desazón que pronto dejaba de lado. Jaime, bastante aburrido, tampoco consideraba el sexo una de sus prioridades, y se conformaba con esos polvos de conejo en los que era difícil saber que era peor, si la escasa duración o la falta de rigidez de su polla, pero con una esposa como Marta, tan poco exigente en ese sentido, el pobre hombre, de talante conformista, era feliz.
Fue en ese mundo cerrado y ordenado en el que irrumpió Marcos, el hijo mayor del matrimonio, tenía una hermana un par de años más joven que vivía con su novio en otra ciudad. Fue aceptado a regañadientes por su madre que era, a fin de cuentas, la que estaba más en casa. Su padre se alegró superficialmente, como con casi todas las cosas.
Los primeros días fueron tranquilos y extraños. Hacía muchos años que Marcos vivía fuera de casa, desde que a los 18 se fue a estudiar fuera a la universidad, y la relación con su madre empezó siendo algo tensa. Hasta que el joven fue aceptando las normas de la casa, un piso bastante más pequeño que el suyo, con tres habitaciones, la de matrimonio de sus padres, algo mayor que las otras, y las de los hijos más pequeñas, un solo cuarto de baño, la cocina, el salón y un pequeño balcón. Un espacio reducido en el que era inevitable encontrarse.
Marcos trabajaba por las tardes y, lógicamente, coincidía con su madre en el piso todas las mañanas ya que la mayoría de las actividades que ella realizaba, eran también en horario de tarde. Por lo tanto, pasaban muchas horas juntos.
Marcos, acostumbrado a follar con bastante frecuencia, se encontró, de golpe, necesitado de machacarse la polla con asiduidad para rebajar la ansiedad. Se masturbaba dos o tres veces cada mañana. En su habitación, mirando porno por el móvil, en el lavabo e incluso en alguna ocasión lo hizo en el salón, cuando su madre había salido a comprar. Con el paso de los días, fue siendo cada vez más descuidado y los manchurrones de esperma se empezaron a notar en las sábanas y en las toallas del baño (no le gustaba limpiarse con papel higiénico, porque se le pegaban trocitos a la polla húmeda, de modo que acabó usando las toallas del secamanos: una auténtica guarrada). Su madre, por supuesto, se dio cuenta del tema, pero, avergonzada, se hizo la tonta.
Un día, después de hacerse el consabido pajote en el baño, antes de ducharse, Marcos abrió el cubo de la ropa sucia para echar su ropa interior dentro. Allí, hechas un gurruño, vio unas bragas blancas de su madre. Unas bragas funcionales, de ama de casa, que su madre debía haber dejado allí aquella misma mañana. No pudo resistirlo y las cogió. Con cuidado las desenredó, notando la humedad de las mismas. Observó bien la zona, húmeda y amarillenta en la que la tela había estado en contacto con el coño, incluso había algún pelillo adherido, y, sin poder resistirlo se las acercó a la nariz. Aquel intenso olor a hembra le impactó y le puso la polla de nuevo como un garrote. Y eso que acababa de correrse. Cayó una segunda paja que, esta vez, acabó con su cargamento de leche en las mismas bragas.
Aquel momento fue un punto de inflexión. Empezó a mirar a su madre de otro modo. Se dio cuenta del tipo de hembra que era. Tetuda, culona y maciza. No muy guapa, pero con un buen polvo y una cara morbosa con labios de chupapollas (de chupapollas potencial, porque no había catado una tranca ni en sueños, claro). Las pajas fueron cayendo diariamente en la ropa interior de la jamona que, como es lógico, se dio cuenta de los manchurrones amarillentos y muchas veces todavía húmedos y calientes, que decoraban su ropa interior cada vez que la metía en la lavadora. Su reacción inicial fue de rabia y asco, pero la vergüenza le impidió decirle nada a su hijo. Eran temas de los que nunca había hablado con él. Ni con nadie, la verdad. A su marido, por supuesto no le dijo tampoco ni pío. De modo que sufrió en silencio el hecho de ser objeto del deseo de Marcos y trató de no darle demasiada importancia, pensando que era una etapa temporal y que se le pasaría enseguida. Sobre todo si encontraba una chica.
Pero Marcos no estaba por la labor. Le gustaban los retos difíciles y, después de haberse podido follar a su antigua suegra, le había tomado el gusto a las maduras tirando a jamonas, mujeres insatisfechas y agradecidas, dispuestas a aprenderlo todo y hacerlo todo, con tal de poder disfrutar de una polla joven y dura. De modo que se planteó follarse a su madre. Así, sin más.
Empezó a hacerse el pegajoso y el zalamero con ella, dándole besitos y achuchándola como de broma. Marta, al principio se sorprendió mucho y lo rehuyó, pero, después, pensó que quizá así, el chico dejaría de pajearse como un mono con su ropa interior y la vería como lo que era: su madre. Así que se dejaba querer y le acabó encontrando el gusto a sus caricias que veía totalmente carentes de intención sexual.
Hasta que, un día, mientras cocinaba, se acercó por detrás y, levantándola, le dio un par de sonoros besos en el cuello, al tiempo que la sujetaba por debajo de las tetas. Nada fuera de lo normal que hacía últimamente y que hizo dibujarse una sonrisa en el rostro de la mujer. Claro que, al notar en su culo la dureza de la polla del joven, la sonrisa se quedó helada y Marta, por primera vez en su vida, notó como se le encharcaba el coño. ¡Ahora sí que su hijo iba a tener unas bragas perfectas para pajearse! Muerta de vergüenza se revolvió entre risitas falsas y Marcos se alejó marcando un duro bulto en el pantalón.
Marcos, consciente de la impresión que había dejado en su madre, que le miró confusa y roja como un tomate mientras se alejaba, se sintió más excitado aún y, en el cuarto de baño, se cascó un pajote espectacular dejando las bragas que su madre había dejado en el cubo de la ropa sucia hacía un rato empapadas con espesos y grumosos goterones de esperma. En esta ocasión, ni tan siquiera cerró la puerta con pestillo, con la secreta esperanza de que su madre, curiosa, se asomara en el cuartito y viera lo que le estaba esperando. Pero todavía era pronto para eso. La fruta estaba madurando, pero no en su punto. De momento.
Marta, desde la cocina, observó como su hijo entraba en el lavabo y, minutos después, salía con una sonrisa de satisfacción y prepotencia antes de dirigirse a su habitación. La mujer era perfectamente consciente de lo que acababa de hacer en el baño. Sabía que, más tarde, al poner la lavadora, se encontraría su ropa interior manchada de esperma reseco. Y, lo más triste del asunto para ella, es que, ni tan siquiera le pareció mal. De hecho, la humedad de su entrepierna que había notado minutos antes cuando Marcos frotó su cebolleta entre sus nalgas, lejos de apaciguarse, aumentaba en intensidad .
Así que, ni corta ni perezosa, en cuanto el chico cerró la puerta de su habitación, se acercó al lavabo. Cerró el pestillo y, con una cierta urgencia y algo de ansiedad, recogió la prenda que se había quitado aquella mañana. Unas braguitas blancas que, encima del todo, lucían todavía vistosas gotas de esperma reluciente. Nerviosa no pudo evitar acercar las braguitas a su cara. El intenso olor la puso más cachonda todavía. Sin poder evitarlo, bajó la manita y la introduzco debajo de los elásticos pantalones de estar por casa que llevaba, unos leggins viejos que usaba para hacer las tareas domésticas. Se asustó al notar la intensa humedad de su coño y hurgando entre los pelillos de su pubis, llegó a la vulva y al clítoris en un instante. Un gemido ahogado escapó de su boca. Estaba a punto de correrse. Le bastaron dos meneos para, temblando, allí de pie, tener uno de los orgasmos más intensos de su vida. Sin pensar en nada, mientras se corría, se acercó las húmedas braguitas a la boca y lamió lo que pudo del semen de su hijo. El sabor salado y agrio de la leche de macho llenaba su boca cuando se corrió. Un sabor que, durante mucho tiempo, iba a asociar con sus orgasmos, como un reflejo condicionado. De hecho, todavía hoy, varios años después, cada vez que alguien eyaculaba en su boca, le bastaba palparse levemente el coño para correrse como una cerda.
Después, claro está, le invadió un terrible sentimiento de culpa. Un sentimiento que iba a ser el principal escollo que Marcos tendría que superar para que la puerca de su madre acabara comiendo en su mano.
Lo que ocurrió aquel día se acabó convirtiendo en una especie de rutina, cada vez más atrevida. Marcos, cuando le parecía oportuno, se acercaba a su madre cuando estaba por casa y, aprovechaba para meterle mano, de una manera cada vez más atrevida, pero sin superar algunas barreras: le palpaba el culo, los muslos e incluso las tetas, pero nunca llegaba al coño o a los pezones. Le daba besitos en el cuello, las mejillas, e incluso algún chupetón, pero siempre esquivaba sus labios. Después, tras cerciorarse de que la cerda se daba cuenta de la dureza de su rabo, se iba a descargar una buena dosis de leche en las bragas frescas de su madre. Ella siempre esperaba que el muchacho cerrase la puerta de su habitación antes de acudir a lamer la leche del chico y pajearse como una puerca. Después, lo de siempre, un bajón y un sentimiento de estar haciendo algo prohibido que la atormentaba. Pero no podía evitarlo.
Marta, además, se encontraba ante un asunto del que era incapaz de hablar con nadie. Su pobre esposo, evidentemente estaba descartado. A su hija le daría un síncope si oyese lo que estaba sucediendo. Y en cuanto a sus amigas, algunas eran lo suficientemente sanas y puritanas como para que un asunto de ese calibre (incluso si eludiese el asunto de la relación familiar) les sentase como una bomba. Otras, las más liberales no entenderían nada, sobre todo por tratarse de Marcos, quizá menos por la relación familiar que por la proximidad entre el posible amante y el cornudo. ¿Ambos en la misma casas? ¡Qué locura!
Lo curioso del asunto con sus amigas es que, tiempo después, cuando su hijo la hizo ingresar en el grupo de puercas maduras en el que ahora estaba integrada se llevó la sorpresa de su vida cuando se encontró allí también a su mejor amiga, Pepi, de la que nunca hubiera podido esperar que le pusiera los cuernos a su esposo, era del ala conservadora y ultracatólica, por así decirlo, ni que fuera una puta tan experimentada. De hecho, fue ella la que la convenció de practicar el sexo anal que ahora le encantaba. Pepi había acabado en el club gracias a su relación con Moha, un joven magrebí de apenas veinte años, repartidor del supermercado, que se había convertido en su amante y la trataba con una dureza inusual cuando practicaban el sexo. Algo, que, por cierto, le encantaba a la jamona y de cuyas virtudes convenció a Marta, que se acabó aficionando también al sexo duro y las orgías. Pero nos estamos adelantando demasiado.
Como decíamos, después de aquel día en el que Marta comenzó a masturbarse mientras saboreaba el esperma fresco con que su hijo había mojado sus bragas, la situación se fue enrareciendo cada vez más. Marcos, rutinariamente, se iba atreviendo, cada vez con más osadía, a sobetear a su progenitora, como si de un juego entre el gato y el ratón se tratase. En este caso, el gato era Marcos y la ratita, ¿o sería más acertado decir la zorrita?, era Marta, que disimulaba como buenamente podía la excitación que le producían los toqueteos de su hijo y, a veces, se hacía la indignada e intentaba frenarlo con un poco convincente: «¡Ay, Marcos, hijo, para ya! ¡Qué pesado!»… A lo que Marcos, mentalmente, replicaba: «Sí, sí, qué pesado, pero el coño chorreando… ¡Menuda puta hipócrita!»
Al final, Marcos, cuando la cosa se fue prolongando camino de las dos semanas, sin ver que la tensión fuera a remitir de ningún modo, decidió forzar la situación. Una mañana, después de calentar a la cerda y antes de cascársela en el lavabo, usó un destornillador para aflojar los tornillos del pestillo de la puerta. Después, como de costumbre, regó a base de bien las bragas que la cerda, como cada mañana, le había dejado bien preparaditas en el cubo de la ropa sucia. Al salir, tras echar un vistazo a la cocina, donde su madre, disimuladamente controlaba sus pasos, se dirigió a su habitación y dejó la puerta entornada para escuchar el momento en que la guarra acudiera a su cita con el orgasmo matutino. Esperó, unos minutos y ¡bingo!
Se acercó al cuarto de baño, escuchó tras la puerta los gemidos ahogados de su madre y, a continuación, abrió la puerta con la suficiente fuerza como para desencajar el pestillo. El cuadro le dejó de piedra. Bueno, mejor dicho, dejó de piedra su polla, nuevamente.
La jamona, sorprendida in fraganti, estaba con la boca abierta y la lengua fuera, como si fuera una vaca, lamiendo a fondo la leche que impregnaba las bragas. Estaba sentada en la taza, con los leggins a media pierna y, con su mano libre, acariciaba furiosamente el peludo y enrojecido coño. Por un instante paralizada, enseguida se levantó, soltando las bragas y, tapándose la cara con la mano, intentó grotescamente subirse los leggins para evitar que viese el coño. En un momento dado, gimoteando y lanzando unos grititos, que precedían a una especie de sollozo, se giró avergonzada para tratar de que no se le viera el coño, lo que facilitó una perfecta visión del hermoso culazo de la mujer que excitó más si cabe al joven. De hecho, hubo un breve instante en el que, haciendo esfuerzos por subirse los leggins se agachó un poco y ofreció una perfecta panorámica de un bonito y apetecible agujerito marrón.
Marcos, babeando ante la situación, sopesó la forma de afrontar la humillación de su madre. Siempre con la idea de aprovecharse de ella. En primer lugar pensó en regodearse y avergonzarla un poquito más:
—¡Pero, pero…! ¿Qué es esto? —le gritó con fingida indignación— ¿Qué coño estás haciendo mamá? ¿No te da vergüenza?
Observó como la mujer, con los ojos bajos, lloriqueando y con la cara roja como un tomate, sudaba la gota gorda tratando de buscar alguna explicación plausible a la monumental pillada en la que se encontraba. No la había. Aunque, claro, tampoco se trataba de reconocer los hechos. De modo, que empezó un llanto silencioso y, poco a poco, trató de avanzar hacia la salida, bloqueada por Marcos que no pensaba dejar escapar a su presa tan fácilmente.
—Bueno, bueno, mamá. No hace falta que te pongas así. No llores mujer —empezó a consolarla el chico, que aprovechó para abrazarla.
Ahora llegaba la fase del poli bueno. Si la jugada salía bien, la guarra iba a comer en su mano en breve. O, mejor dicho, de su polla.
Marta, viéndose perdida, se dejó abrazar y, llorando como una Magdalena, se pegó al cuerpo de su hijo enterrando su cara en el pecho del joven. Cualquier cosa por no hablar, lo que sea por no soportar su mirada acusatoria. De modo que Marcos, echó toda la carne en el asador y, apretándola con fuerza, dejó que la mujer notara la dureza de su polla. Esta vez directamente sobre su vientre. Al mismo tiempo, su hijo bajó bien las manos para sobarle el culo a fondo. Incluso metió las manos en el interior de los leggins para acariciar el culo a pelo. Le encantó su blandura y suavidad. Notó incluso como la mujer, poco a poco, se iba apaciguando.
—Venga, venga, mamá, ya está. Ya ha pasado… —la tranquilizó. Después soltó la carga de profundidad que tenía preparada—. Venga, va, si te portas bien, no le diré nada a papá. ¿Vale?
Marcos apretó con fuerza el culo. Dejó una de las manos abajo buscando el ojete de la golfa y subió la otra para levantar su cara y forzarla a que le mirase. Vio sus ojos llorosos, arrasados por las lágrimas, su carita y sus labios húmedos e hinchados, que minutos antes estaban pegados a aquellas bragas que rezumaban esperma, y acercó la boca para darle un pico.
—¿Vale? —repitió.
—Sssí, sí, hijo…—contestó finalmente la mujer.
En ese momento, el índice de Marcos alcanzó el objetivo y se posó sobre el ojete de su madre, presionándolo con suavidad. Lo que hizo gemir a la mujer. Marcos aprovechó la boca abierta para besarla otra vez. Pero esta vez con un beso en condiciones, dándole un repaso por toda la boca con la lengua a base de bien y babeando su cara. Ella, contra todo pronóstico, no sólo se dejó hacer, sino que respondió con bastante entusiasmo, para ser una novata en estas lides.
El resto fue coser y cantar. Cinco minutos después, el que estaba sentado sobre la taza del WC era Marcos, los leggins estaban tirados en una esquina del lavabo, al igual que la camiseta y el sujetador de la cerda que permanecía ensartada en el rabo de su hijo (un rabo bastante más duro y contundente que el del pobre Jaime) dando botes como una loca, mientras éste le comía las tetas y le masajeaba el ojete con el dedo.
Aquel día follaron dos veces más. Una después de comer, antes de que Marcos se fuera al trabajo. Un polvo rápido, de pie, con su madre apoyada en la mesa y Marcos vaciando la tranca sin quitarse el pantalón. Y, el segundo polvo, fue por la noche, después de que el viejo se fuera a dormir, poco después de las once, en el salón de la vivienda. Un polvo silencioso, en el que la jamona que seguía todavía cachonda se lo curró todo ella: pajeó al joven e intentó un mediocre intento de mamada que, por su inocencia y falta de pericia, emocionó a Marcos y le hizo follársela con ganas, a cuatro patas y tratando de insertarle sin éxito el pulgar en el culo, al tiempo que le indicaba: «¡Joder, guarrilla, te voy a tener que dar un buen cursillo de mamadora! Te queda tanto por aprender…»
Consumado el adulterio, para Marta se había roto la confianza con Jaime y su relación con él se fue enfriando. De modo que, los pocos polvos que echaban, escasos y mediocre, desaparecieron en cuestión de unas semanas. Un día era el dolor de cabeza, otro el sueño, otro tal y otro cual, hasta que el pobre hombre, que tampoco era muy avispado en el tema sexual, decidió desistir, pensando que su mujer se había vuelto frígida. ¡Menudo genio!
Marcos adiestró a Marta, virgen en muchos sentidos, para convertirla en lo que él creía que debía ser una buena amante. Le hizo depilarse el coño y el ojete. La guarra se resistió un poco e incluso amagó con negarse. Bastó un día sin follar para que, al día siguiente, le mostrase su chocho mondo y lirondo, suave como la piel de un bebé. Le hizo comprarse ropa interior adecuada para una amante cachonda. Contra esto la mujer no se resistió. Le encantaba lucirla cuando estaban solos en casa y tiró todas las bragas y sostenes anticuados, sustituyéndolos por un arsenal de tangas y lencería erótica (más pornográfica que erótica) que disfrutaba a la menor ocasión. A la mujer le ponía especialmente cachonda, llevar esa ropa interior, cuando acudía a las reuniones con las mojigatas de sus amigas. Se cambió el peinado por uno más juvenil y cambió su indumentaria en la misma tesitura, pero siempre dentro de la decencia y moderación del ambiente en el que se movía. Todo el mundo notó el cambio, hasta Jaime que, sorprendido, le preguntó por su nueva imagen. La respuesta convencional de su esposa, «renovarse o morir», no le resultó demasiado convincente, pero, lo tomó como chorradas menopáusicas y dejó pasar el asunto. El pobre, bastante tenía con soportar la cornamenta que empezaba a presionarle las neuronas. Y la cosa acababa de empezar.
La casa rezumaba sexo tanto por las mañanas, cuando el pobre Jaime estaba currando, como por las noches, cuando se iba a la piltra. Por las mañanas, con más libertad, la jamona se movía siempre en ropa interior y tenía al muchacho con la polla empalmada casi constantemente. Y, el día que no era así, se la levantaba con una buena mamada. No le costó mucho aprender. Se nota que tenía madera de puta. Por las noches, la pareja perdía en libertad ya que no se podía montar una escandalera, no se fuese a despertar el cornudo, pero se ganaba en morbo y excitación. Lo de follar, casi en silencio, con el pobre cabroncete aplastado por el peso de los cuernos en la habitación de al lado, les ponía muy cachondos a los dos.
Marcos, además, había adiestrado a la guarra para que combinase las mamadas con unas buenas comidas de huevos con lamida de ojete incluida. Cosa que le gustaba hacer por las noches, mientras miraba la televisión en el sofá y el viejo roncaba en la habitación de al lado. Después, regaba la jeta de la cerda de leche y la mandaba a la cama sin dejar que se limpiase la cara.
Lo único que Marcos no había podido conseguir era reventarle el culo a su madre. Se resistía como gato panza arriba. Se dejaba meter los dedos, e incluso un pequeño plug que le había regalado para ver si se animaba a recibir su polla, pero nada más. La muy guarra, se hacía la estrecha en ese sentido. Decía que no, que con esa tranca la iba a destrozar. Por mucho que Maros le insistía diciendo que después de la primera vez le iba a encantar, no había manera.
Así estuvieron unos meses hasta que Marcos un día en el trabajo, hablando con un compañero joven de tías y esas cosas, éste le contó que él no tenía exactamente novia, sino una folla amiga. Una folla amiga casada, de unos cincuenta años, con hijos ya mayores y que había conocido en el gimnasio. Según el chico, la relación era una maravilla. Tan solo, sexo, sexo duro, contundente, sin remordimientos y sin complicaciones. Sólo tenían que estar atentos a que no los pescase el cornudo del marido. Algo fácil, porque era camionero y no estaba mucho en casa. Y también, claro está, mantener un poquito la discreción.
A Marcos se le hizo la boca agua y estuvo a punto de contarle que él también tenía una amante en las mismas circunstancias, pero el otro se adelantó completando la historia con una noticia que le hizo activar el radar al bueno de Marcos.
—Además, nos hemos apuntado a una especie de club de parejas, para intercambios y eso. Pero es un club muy especial. Una cosa medio clandestina que ha montado un chaval de un pueblo de la comarca de al lado. Se trata de un club para tías maduras que tienen amantes jóvenes. O para tíos jóvenes que tienen amantes maduras, como prefieras. Como todas, o casi todas, están casadas no les interesa que se divulgue el asunto. Esas tías ni quieren divorciarse, ni nada de nada… Si se divorcian, a ver quién va a pagar los polvos… ja, ja, ja… El caso es que hay como catorce o quince parejas. Las tías van desde los cuarenta y tantos a los cincuenta y tantos. Creo que la mayor tiene cincuenta y cuatro o cinco. No sé.
—¿Están buenas…? —preguntó Marcos empezando a salivar.
—A ver, sí. Para mí, sí. Si te gustan de ese tipo. Así tetudas, jamonas, alguna con algún kilo de más. Pero no hay obesas, ojo. Están jamonas, vamos. Tengo algunas fotos en el móvil.
–A ver, a ver…
Ahora sí que a Marcos se le caía la baba. Era lo que tenía en casa, pero multiplicado por diez, con todas las variaciones posibles: rubias, morenas, altas, bajas, más tetonas, más culonas y, por lo que pudo ver en algunas de las fotos de su amigo, dispuestas a todo. Se veían mamadas, polvos en todas las posturas y, enculadas, claro. Le faltó un segundo para preguntar:
—¡Joder, tío! ¿Qué hay que hacer para apuntarse?
—Pues aportar una tía, claro. Por lo demás, nada. Nos reunimos fijo, una vez a la semana. Aunque sólo van los que pueden. Puedes ir todas las semanas, una vez al mes o cuando te vaya bien. ¿Te paso el número?
—¡Buffffff! Ya estás tardando…
Continuará
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