Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulos 01 al 02

heranlu

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Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulos 01 al 02

Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulo 01

Cuatro jamonas maduras con el culo en pompa. Las cuatro con la cara aplastada sobre la cama y las manitas atrás, abriendo bien las nalgas. Los cuatro ojetes sonrosados y húmedos, perfectamente depilados y pidiendo polla a gritos. Las cuatro vulvas chorreando, después de la intensa sesión previa. Y, preparadas para entrar en acción, las pollas tiesas de diez jóvenes a punto de entrar a matar. Había llegado el momento decisivo. La prueba definitiva para el galardón de puerca del mes estaba a punto de comenzar. La suerte estaba echada.

Luci, de 48 años, Pepi, la mayor, con 56, Jacinta, la más joven de 46 y la gran favorita para el galardón de este semestre, Marta de 54 años, finalista por cuarta vez y, en esta ocasión, dispuesta a dar el todo por el todo para obtener el trofeo, un obelisco de bronce de unos 30 cm. con dos esferas a los lados. Sí, parece una polla y dos huevos, pero es la forma estilizada que había diseñado el creador del galardón para que las puercas pudieran lucir el trofeo en sus domicilios sin que los pobres cornudos de sus esposos tuvieran idea de qué aquel nuevo elemento decorativo que había aparecido en el comedor de la vivienda era, en realidad, el ejemplo de que la esposa que tenían por recatada ama de casa, no era más que una puerca desatada. Lo que las mujeres les contasen a los pobres infelices que representaba el trofeo (que sí un galardón de la parroquia para la más devota o el premio del club de lectura para la que se había leído más veces “Guerra y paz”, o la estupidez más peregrina que se les ocurriese) quedaba a su criterio. Lo único cierto era que, en bastantes casas del vecindario, algunas maduras, jamonas y cachondas amas de casa, exhibían sin demasiado pudor, el galardón que las acreditaba como unas puercas redomadas.

Pero, precisamente para aquella a la que hacía más ilusión tener aquel premio y, para su amante que, al contrario que la mayoría de los machos que se follaban a las jamonas, sí vivía en el mismo domicilio, era una afrenta no haber podido obtener el galardón, y, eso que se había esforzado a base de bien. Practicaba, noche y día, las mamadas, el sexo anal y todo tipo de cerdadas, pero, por H o por B, siempre había alguna que le superaba. Estaba claro que en aquella pequeña ciudad, el porcentaje de putas era bastante más elevado de lo que delataban las estadísticas.

Aunque aquel día Marta, por fin, estaba convencida de que iba a obtener la victoria. Y eso que la competencia era feroz, Luci se comía las pollas dobladas con una facilidad pasmosa, Pepi encajaba sin pestañear las trancas más duras y robustas por el ojete, siempre con una sonrisa y Jacinta, la benjamina, no tenía ni prejuicios, ni reparos, a la hora de practicar cualquiera de las cerdadas que le propusieran los jóvenes que se la follaban, lamía ojetes como una campeona y se tragaba las pollas hasta la campanilla sin vomitar, un portento, vamos. Pero Marta, estaba convencida de ser la más completa, reunía las virtudes de las demás y hoy, el día en el que se decidía la ganadora, estaba dispuesta a echar el resto y sorprender a los jueces con un plus de morbo.

Cerca de las puercas, en la tribuna, estaba Marcos, el hijo y amante de Marta, que a sus 28 años, se preparaba, bastante tranquilo y convencido de las opciones de su puta madre, para contemplar, junto a los otros tres jóvenes machos de las aspirantes, el triunfo de su progenitora. A fin de cuentas, la idea del concurso había sido idea de ambos, y era un poco vergonzoso que la buena de Marta nunca hubiera sido una de las ganadoras. A ver si esta vez los jueces eran justos. Los diez chicos, amantes de las diez eliminadas previamente, estaban en la fase de calentamiento, con el grupo de mamporreras, compuesto por las jamonas eliminadas previamente, que mamaban o pajeaban las pollas de los chicos para prepararles para el rejoneo de los ojetes de las finalistas.

Era la última prueba. La primera, el polvo convencional y que cada una afrontó a su estilo (cabalgando sobre la polla, en plan misionero, a cuatro patas, de pie, a horcajadas sobre el macho) se había saldado con la victoria de Marta, que hizo correrse a cinco de los chicos mientras estaban sentados en una silla, haciendo sentadillas sobre sus pollas. En la segunda, la mamada, el triunfo fue más clamoroso si cabe. Se llevó siete raciones de leche que degustó con bastante placer. Su especialidad de lamer bien el culo y los huevos y esperar, pajeando la tranca, hasta que estaba a punto de soltar la leche a borbotones, resultó un acierto. Y ahora, llegaba la última prueba, la del sexo anal, que se le daba la mar de bien (qué lejos quedaba aquel día en el que el bueno de Marcos le propuso que le dejase follar el culo, metiendo un dedo, y recibió un grito, un guantazo y una rotunda negativa). De hecho, disfrutaba como una cerda cuando la empalaban y más de una vez se había corrido casi espontáneamente al notar la leche de algún chico calentándole los intestinos. Y Marta, ambiciosa, no solo quería ganar. Quería arrasar y demostrar que era la mejor con diferencia. Quería que Marcos estuviera orgulloso y llegar a casa y plantar el trofeo en el recibidor, para que lo viera todo el mundo. Ya pensaría algo para cuando le preguntasen de qué iba aquella estatuilla…

Marcos, mientras observaba los preparativos en la grada del local que habían alquilado para celebrar la final, una casita bastante espaciosa en la que habían montado todo un escenario, empezó a recordar cómo empezó todo.

Con cierta nostalgia, su mente viajó a aquel día, tres años atrás en el que, tras una tremenda discusión con su mujer, ésta le puso de patitas en la calle después de haberlo pescado follándose a su suegra en la cama matrimonial. Marcos siempre culpó a la mala suerte y a la maldita huelga de transportes que hizo perder el tren a su mujer, que volvió a casa a por las llaves del coche. Si no llega a ser por eso, todavía podría estar disfrutando de su ex esposa (que estaba bien buena, todo hay que decirlo), de su suegra (una guarra de cuidado, más buenorra y más puta que la hija, de lejos) y de bastantes amigas de su mujer que estaban de buen ver.

Pero no servía de nada lamentarse y, como no hay mal que por bien no venga, muy poco después le encontró sustituta. Y dónde menos se lo espera uno…

Marcos volvió a casa de sus padres con el rabo entre las piernas y bastante desmoralizado. Al menos, tuvo la suerte de que, ni a su ex, ni a su suegra, les interesaba difundir lo que había pasado, bastante humillante para ambas, de modo que, la versión oficial de la separación, era aquello tan socorrido de la incompatibilidad de caracteres.

La casa, que era dónde se había criado, todavía mantenía su antigua habitación, ahora, como habitación de invitados, decorada de otro modo, pero perfecta para instalarse. Sus padres lo aceptaron un poco a regañadientes, más su madre que su padre, acostumbrada como estaba a llevar una intensa vida social con sus amigas, con las que jugaba al golf, iba al cine, acudía al club de lectura, hacia excursiones y un largo etcétera. Marta, que acababa de cumplir los cincuenta años, estaba disfrutando de la vida, ahora que, como ama de casa con los hijos ya emancipados, podía disponer de mucho tiempo libre y su marido, Jaime, con 60 años cumplidos, todavía no estaba jubilado, de hecho, no lo estaría hasta los 67, porque le faltaban algunos años de cotización. Jaime, que así se llamaba el hombre, no paraba mucho en casa, era ingeniero de la compañía de transporte público y, a veces tenía horarios raros, nocturnos o incluso de fines de semana, o en ocasiones o le tocaba madrugar mucho, por lo que se acostaba pronto. Algo que no molestaba en absoluto a Marta, que hacía la vida que le gustaba.

Como pareja su relación era bastante básica. Follaban poco y mal, aunque a Marta, que nunca había probado otra cosa, era algo que no le molestaba especialmente, ni tan siquiera echaba de menos algo mejor, salvo cuando, hablando con alguna de sus amigas, esta le contaba sus peripecias con amantes más jóvenes, lo que le provocaba una cierta desazón que pronto dejaba de lado. Jaime, bastante aburrido, tampoco consideraba el sexo una de sus prioridades, y se conformaba con esos polvos de conejo en los que era difícil saber que era peor, si la escasa duración o la falta de rigidez de su polla, pero con una esposa como Marta, tan poco exigente en ese sentido, el pobre hombre, de talante conformista, era feliz.

Fue en ese mundo cerrado y ordenado en el que irrumpió Marcos, el hijo mayor del matrimonio, tenía una hermana un par de años más joven que vivía con su novio en otra ciudad. Fue aceptado a regañadientes por su madre que era, a fin de cuentas, la que estaba más en casa. Su padre se alegró superficialmente, como con casi todas las cosas.

Los primeros días fueron tranquilos y extraños. Hacía muchos años que Marcos vivía fuera de casa, desde que a los 18 se fue a estudiar fuera a la universidad, y la relación con su madre empezó siendo algo tensa. Hasta que el joven fue aceptando las normas de la casa, un piso bastante más pequeño que el suyo, con tres habitaciones, la de matrimonio de sus padres, algo mayor que las otras, y las de los hijos más pequeñas, un solo cuarto de baño, la cocina, el salón y un pequeño balcón. Un espacio reducido en el que era inevitable encontrarse.

Marcos trabajaba por las tardes y, lógicamente, coincidía con su madre en el piso todas las mañanas ya que la mayoría de las actividades que ella realizaba, eran también en horario de tarde. Por lo tanto, pasaban muchas horas juntos.

Marcos, acostumbrado a follar con bastante frecuencia, se encontró, de golpe, necesitado de machacarse la polla con asiduidad para rebajar la ansiedad. Se masturbaba dos o tres veces cada mañana. En su habitación, mirando porno por el móvil, en el lavabo e incluso en alguna ocasión lo hizo en el salón, cuando su madre había salido a comprar. Con el paso de los días, fue siendo cada vez más descuidado y los manchurrones de esperma se empezaron a notar en las sábanas y en las toallas del baño (no le gustaba limpiarse con papel higiénico, porque se le pegaban trocitos a la polla húmeda, de modo que acabó usando las toallas del secamanos: una auténtica guarrada). Su madre, por supuesto, se dio cuenta del tema, pero, avergonzada, se hizo la tonta.

Un día, después de hacerse el consabido pajote en el baño, antes de ducharse, Marcos abrió el cubo de la ropa sucia para echar su ropa interior dentro. Allí, hechas un gurruño, vio unas bragas blancas de su madre. Unas bragas funcionales, de ama de casa, que su madre debía haber dejado allí aquella misma mañana. No pudo resistirlo y las cogió. Con cuidado las desenredó, notando la humedad de las mismas. Observó bien la zona, húmeda y amarillenta en la que la tela había estado en contacto con el coño, incluso había algún pelillo adherido, y, sin poder resistirlo se las acercó a la nariz. Aquel intenso olor a hembra le impactó y le puso la polla de nuevo como un garrote. Y eso que acababa de correrse. Cayó una segunda paja que, esta vez, acabó con su cargamento de leche en las mismas bragas.

Aquel momento fue un punto de inflexión. Empezó a mirar a su madre de otro modo. Se dio cuenta del tipo de hembra que era. Tetuda, culona y maciza. No muy guapa, pero con un buen polvo y una cara morbosa con labios de chupapollas (de chupapollas potencial, porque no había catado una tranca ni en sueños, claro). Las pajas fueron cayendo diariamente en la ropa interior de la jamona que, como es lógico, se dio cuenta de los manchurrones amarillentos y muchas veces todavía húmedos y calientes, que decoraban su ropa interior cada vez que la metía en la lavadora. Su reacción inicial fue de rabia y asco, pero la vergüenza le impidió decirle nada a su hijo. Eran temas de los que nunca había hablado con él. Ni con nadie, la verdad. A su marido, por supuesto no le dijo tampoco ni pío. De modo que sufrió en silencio el hecho de ser objeto del deseo de Marcos y trató de no darle demasiada importancia, pensando que era una etapa temporal y que se le pasaría enseguida. Sobre todo si encontraba una chica.

Pero Marcos no estaba por la labor. Le gustaban los retos difíciles y, después de haberse podido follar a su antigua suegra, le había tomado el gusto a las maduras tirando a jamonas, mujeres insatisfechas y agradecidas, dispuestas a aprenderlo todo y hacerlo todo, con tal de poder disfrutar de una polla joven y dura. De modo que se planteó follarse a su madre. Así, sin más.

Empezó a hacerse el pegajoso y el zalamero con ella, dándole besitos y achuchándola como de broma. Marta, al principio se sorprendió mucho y lo rehuyó, pero, después, pensó que quizá así, el chico dejaría de pajearse como un mono con su ropa interior y la vería como lo que era: su madre. Así que se dejaba querer y le acabó encontrando el gusto a sus caricias que veía totalmente carentes de intención sexual.

Hasta que, un día, mientras cocinaba, se acercó por detrás y, levantándola, le dio un par de sonoros besos en el cuello, al tiempo que la sujetaba por debajo de las tetas. Nada fuera de lo normal que hacía últimamente y que hizo dibujarse una sonrisa en el rostro de la mujer. Claro que, al notar en su culo la dureza de la polla del joven, la sonrisa se quedó helada y Marta, por primera vez en su vida, notó como se le encharcaba el coño. ¡Ahora sí que su hijo iba a tener unas bragas perfectas para pajearse! Muerta de vergüenza se revolvió entre risitas falsas y Marcos se alejó marcando un duro bulto en el pantalón.

Marcos, consciente de la impresión que había dejado en su madre, que le miró confusa y roja como un tomate mientras se alejaba, se sintió más excitado aún y, en el cuarto de baño, se cascó un pajote espectacular dejando las bragas que su madre había dejado en el cubo de la ropa sucia hacía un rato empapadas con espesos y grumosos goterones de esperma. En esta ocasión, ni tan siquiera cerró la puerta con pestillo, con la secreta esperanza de que su madre, curiosa, se asomara en el cuartito y viera lo que le estaba esperando. Pero todavía era pronto para eso. La fruta estaba madurando, pero no en su punto. De momento.

Marta, desde la cocina, observó como su hijo entraba en el lavabo y, minutos después, salía con una sonrisa de satisfacción y prepotencia antes de dirigirse a su habitación. La mujer era perfectamente consciente de lo que acababa de hacer en el baño. Sabía que, más tarde, al poner la lavadora, se encontraría su ropa interior manchada de esperma reseco. Y, lo más triste del asunto para ella, es que, ni tan siquiera le pareció mal. De hecho, la humedad de su entrepierna que había notado minutos antes cuando Marcos frotó su cebolleta entre sus nalgas, lejos de apaciguarse, aumentaba en intensidad .

Así que, ni corta ni perezosa, en cuanto el chico cerró la puerta de su habitación, se acercó al lavabo. Cerró el pestillo y, con una cierta urgencia y algo de ansiedad, recogió la prenda que se había quitado aquella mañana. Unas braguitas blancas que, encima del todo, lucían todavía vistosas gotas de esperma reluciente. Nerviosa no pudo evitar acercar las braguitas a su cara. El intenso olor la puso más cachonda todavía. Sin poder evitarlo, bajó la manita y la introduzco debajo de los elásticos pantalones de estar por casa que llevaba, unos leggins viejos que usaba para hacer las tareas domésticas. Se asustó al notar la intensa humedad de su coño y hurgando entre los pelillos de su pubis, llegó a la vulva y al clítoris en un instante. Un gemido ahogado escapó de su boca. Estaba a punto de correrse. Le bastaron dos meneos para, temblando, allí de pie, tener uno de los orgasmos más intensos de su vida. Sin pensar en nada, mientras se corría, se acercó las húmedas braguitas a la boca y lamió lo que pudo del semen de su hijo. El sabor salado y agrio de la leche de macho llenaba su boca cuando se corrió. Un sabor que, durante mucho tiempo, iba a asociar con sus orgasmos, como un reflejo condicionado. De hecho, todavía hoy, varios años después, cada vez que alguien eyaculaba en su boca, le bastaba palparse levemente el coño para correrse como una cerda.

Después, claro está, le invadió un terrible sentimiento de culpa. Un sentimiento que iba a ser el principal escollo que Marcos tendría que superar para que la puerca de su madre acabara comiendo en su mano.

Lo que ocurrió aquel día se acabó convirtiendo en una especie de rutina, cada vez más atrevida. Marcos, cuando le parecía oportuno, se acercaba a su madre cuando estaba por casa y, aprovechaba para meterle mano, de una manera cada vez más atrevida, pero sin superar algunas barreras: le palpaba el culo, los muslos e incluso las tetas, pero nunca llegaba al coño o a los pezones. Le daba besitos en el cuello, las mejillas, e incluso algún chupetón, pero siempre esquivaba sus labios. Después, tras cerciorarse de que la cerda se daba cuenta de la dureza de su rabo, se iba a descargar una buena dosis de leche en las bragas frescas de su madre. Ella siempre esperaba que el muchacho cerrase la puerta de su habitación antes de acudir a lamer la leche del chico y pajearse como una puerca. Después, lo de siempre, un bajón y un sentimiento de estar haciendo algo prohibido que la atormentaba. Pero no podía evitarlo.

Marta, además, se encontraba ante un asunto del que era incapaz de hablar con nadie. Su pobre esposo, evidentemente estaba descartado. A su hija le daría un síncope si oyese lo que estaba sucediendo. Y en cuanto a sus amigas, algunas eran lo suficientemente sanas y puritanas como para que un asunto de ese calibre (incluso si eludiese el asunto de la relación familiar) les sentase como una bomba. Otras, las más liberales no entenderían nada, sobre todo por tratarse de Marcos, quizá menos por la relación familiar que por la proximidad entre el posible amante y el cornudo. ¿Ambos en la misma casas? ¡Qué locura!

Lo curioso del asunto con sus amigas es que, tiempo después, cuando su hijo la hizo ingresar en el grupo de puercas maduras en el que ahora estaba integrada se llevó la sorpresa de su vida cuando se encontró allí también a su mejor amiga, Pepi, de la que nunca hubiera podido esperar que le pusiera los cuernos a su esposo, era del ala conservadora y ultracatólica, por así decirlo, ni que fuera una puta tan experimentada. De hecho, fue ella la que la convenció de practicar el sexo anal que ahora le encantaba. Pepi había acabado en el club gracias a su relación con Moha, un joven magrebí de apenas veinte años, repartidor del supermercado, que se había convertido en su amante y la trataba con una dureza inusual cuando practicaban el sexo. Algo, que, por cierto, le encantaba a la jamona y de cuyas virtudes convenció a Marta, que se acabó aficionando también al sexo duro y las orgías. Pero nos estamos adelantando demasiado.

Como decíamos, después de aquel día en el que Marta comenzó a masturbarse mientras saboreaba el esperma fresco con que su hijo había mojado sus bragas, la situación se fue enrareciendo cada vez más. Marcos, rutinariamente, se iba atreviendo, cada vez con más osadía, a sobetear a su progenitora, como si de un juego entre el gato y el ratón se tratase. En este caso, el gato era Marcos y la ratita, ¿o sería más acertado decir la zorrita?, era Marta, que disimulaba como buenamente podía la excitación que le producían los toqueteos de su hijo y, a veces, se hacía la indignada e intentaba frenarlo con un poco convincente: «¡Ay, Marcos, hijo, para ya! ¡Qué pesado!»… A lo que Marcos, mentalmente, replicaba: «Sí, sí, qué pesado, pero el coño chorreando… ¡Menuda puta hipócrita!»

Al final, Marcos, cuando la cosa se fue prolongando camino de las dos semanas, sin ver que la tensión fuera a remitir de ningún modo, decidió forzar la situación. Una mañana, después de calentar a la cerda y antes de cascársela en el lavabo, usó un destornillador para aflojar los tornillos del pestillo de la puerta. Después, como de costumbre, regó a base de bien las bragas que la cerda, como cada mañana, le había dejado bien preparaditas en el cubo de la ropa sucia. Al salir, tras echar un vistazo a la cocina, donde su madre, disimuladamente controlaba sus pasos, se dirigió a su habitación y dejó la puerta entornada para escuchar el momento en que la guarra acudiera a su cita con el orgasmo matutino. Esperó, unos minutos y ¡bingo!

Se acercó al cuarto de baño, escuchó tras la puerta los gemidos ahogados de su madre y, a continuación, abrió la puerta con la suficiente fuerza como para desencajar el pestillo. El cuadro le dejó de piedra. Bueno, mejor dicho, dejó de piedra su polla, nuevamente.

La jamona, sorprendida in fraganti, estaba con la boca abierta y la lengua fuera, como si fuera una vaca, lamiendo a fondo la leche que impregnaba las bragas. Estaba sentada en la taza, con los leggins a media pierna y, con su mano libre, acariciaba furiosamente el peludo y enrojecido coño. Por un instante paralizada, enseguida se levantó, soltando las bragas y, tapándose la cara con la mano, intentó grotescamente subirse los leggins para evitar que viese el coño. En un momento dado, gimoteando y lanzando unos grititos, que precedían a una especie de sollozo, se giró avergonzada para tratar de que no se le viera el coño, lo que facilitó una perfecta visión del hermoso culazo de la mujer que excitó más si cabe al joven. De hecho, hubo un breve instante en el que, haciendo esfuerzos por subirse los leggins se agachó un poco y ofreció una perfecta panorámica de un bonito y apetecible agujerito marrón.

Marcos, babeando ante la situación, sopesó la forma de afrontar la humillación de su madre. Siempre con la idea de aprovecharse de ella. En primer lugar pensó en regodearse y avergonzarla un poquito más:

—¡Pero, pero…! ¿Qué es esto? —le gritó con fingida indignación— ¿Qué coño estás haciendo mamá? ¿No te da vergüenza?

Observó como la mujer, con los ojos bajos, lloriqueando y con la cara roja como un tomate, sudaba la gota gorda tratando de buscar alguna explicación plausible a la monumental pillada en la que se encontraba. No la había. Aunque, claro, tampoco se trataba de reconocer los hechos. De modo, que empezó un llanto silencioso y, poco a poco, trató de avanzar hacia la salida, bloqueada por Marcos que no pensaba dejar escapar a su presa tan fácilmente.

—Bueno, bueno, mamá. No hace falta que te pongas así. No llores mujer —empezó a consolarla el chico, que aprovechó para abrazarla.

Ahora llegaba la fase del poli bueno. Si la jugada salía bien, la guarra iba a comer en su mano en breve. O, mejor dicho, de su polla.

Marta, viéndose perdida, se dejó abrazar y, llorando como una Magdalena, se pegó al cuerpo de su hijo enterrando su cara en el pecho del joven. Cualquier cosa por no hablar, lo que sea por no soportar su mirada acusatoria. De modo que Marcos, echó toda la carne en el asador y, apretándola con fuerza, dejó que la mujer notara la dureza de su polla. Esta vez directamente sobre su vientre. Al mismo tiempo, su hijo bajó bien las manos para sobarle el culo a fondo. Incluso metió las manos en el interior de los leggins para acariciar el culo a pelo. Le encantó su blandura y suavidad. Notó incluso como la mujer, poco a poco, se iba apaciguando.

—Venga, venga, mamá, ya está. Ya ha pasado… —la tranquilizó. Después soltó la carga de profundidad que tenía preparada—. Venga, va, si te portas bien, no le diré nada a papá. ¿Vale?

Marcos apretó con fuerza el culo. Dejó una de las manos abajo buscando el ojete de la golfa y subió la otra para levantar su cara y forzarla a que le mirase. Vio sus ojos llorosos, arrasados por las lágrimas, su carita y sus labios húmedos e hinchados, que minutos antes estaban pegados a aquellas bragas que rezumaban esperma, y acercó la boca para darle un pico.

—¿Vale? —repitió.

—Sssí, sí, hijo…—contestó finalmente la mujer.

En ese momento, el índice de Marcos alcanzó el objetivo y se posó sobre el ojete de su madre, presionándolo con suavidad. Lo que hizo gemir a la mujer. Marcos aprovechó la boca abierta para besarla otra vez. Pero esta vez con un beso en condiciones, dándole un repaso por toda la boca con la lengua a base de bien y babeando su cara. Ella, contra todo pronóstico, no sólo se dejó hacer, sino que respondió con bastante entusiasmo, para ser una novata en estas lides.

El resto fue coser y cantar. Cinco minutos después, el que estaba sentado sobre la taza del WC era Marcos, los leggins estaban tirados en una esquina del lavabo, al igual que la camiseta y el sujetador de la cerda que permanecía ensartada en el rabo de su hijo (un rabo bastante más duro y contundente que el del pobre Jaime) dando botes como una loca, mientras éste le comía las tetas y le masajeaba el ojete con el dedo.

Aquel día follaron dos veces más. Una después de comer, antes de que Marcos se fuera al trabajo. Un polvo rápido, de pie, con su madre apoyada en la mesa y Marcos vaciando la tranca sin quitarse el pantalón. Y, el segundo polvo, fue por la noche, después de que el viejo se fuera a dormir, poco después de las once, en el salón de la vivienda. Un polvo silencioso, en el que la jamona que seguía todavía cachonda se lo curró todo ella: pajeó al joven e intentó un mediocre intento de mamada que, por su inocencia y falta de pericia, emocionó a Marcos y le hizo follársela con ganas, a cuatro patas y tratando de insertarle sin éxito el pulgar en el culo, al tiempo que le indicaba: «¡Joder, guarrilla, te voy a tener que dar un buen cursillo de mamadora! Te queda tanto por aprender…»

Consumado el adulterio, para Marta se había roto la confianza con Jaime y su relación con él se fue enfriando. De modo que, los pocos polvos que echaban, escasos y mediocre, desaparecieron en cuestión de unas semanas. Un día era el dolor de cabeza, otro el sueño, otro tal y otro cual, hasta que el pobre hombre, que tampoco era muy avispado en el tema sexual, decidió desistir, pensando que su mujer se había vuelto frígida. ¡Menudo genio!

Marcos adiestró a Marta, virgen en muchos sentidos, para convertirla en lo que él creía que debía ser una buena amante. Le hizo depilarse el coño y el ojete. La guarra se resistió un poco e incluso amagó con negarse. Bastó un día sin follar para que, al día siguiente, le mostrase su chocho mondo y lirondo, suave como la piel de un bebé. Le hizo comprarse ropa interior adecuada para una amante cachonda. Contra esto la mujer no se resistió. Le encantaba lucirla cuando estaban solos en casa y tiró todas las bragas y sostenes anticuados, sustituyéndolos por un arsenal de tangas y lencería erótica (más pornográfica que erótica) que disfrutaba a la menor ocasión. A la mujer le ponía especialmente cachonda, llevar esa ropa interior, cuando acudía a las reuniones con las mojigatas de sus amigas. Se cambió el peinado por uno más juvenil y cambió su indumentaria en la misma tesitura, pero siempre dentro de la decencia y moderación del ambiente en el que se movía. Todo el mundo notó el cambio, hasta Jaime que, sorprendido, le preguntó por su nueva imagen. La respuesta convencional de su esposa, «renovarse o morir», no le resultó demasiado convincente, pero, lo tomó como chorradas menopáusicas y dejó pasar el asunto. El pobre, bastante tenía con soportar la cornamenta que empezaba a presionarle las neuronas. Y la cosa acababa de empezar.

La casa rezumaba sexo tanto por las mañanas, cuando el pobre Jaime estaba currando, como por las noches, cuando se iba a la piltra. Por las mañanas, con más libertad, la jamona se movía siempre en ropa interior y tenía al muchacho con la polla empalmada casi constantemente. Y, el día que no era así, se la levantaba con una buena mamada. No le costó mucho aprender. Se nota que tenía madera de puta. Por las noches, la pareja perdía en libertad ya que no se podía montar una escandalera, no se fuese a despertar el cornudo, pero se ganaba en morbo y excitación. Lo de follar, casi en silencio, con el pobre cabroncete aplastado por el peso de los cuernos en la habitación de al lado, les ponía muy cachondos a los dos.

Marcos, además, había adiestrado a la guarra para que combinase las mamadas con unas buenas comidas de huevos con lamida de ojete incluida. Cosa que le gustaba hacer por las noches, mientras miraba la televisión en el sofá y el viejo roncaba en la habitación de al lado. Después, regaba la jeta de la cerda de leche y la mandaba a la cama sin dejar que se limpiase la cara.

Lo único que Marcos no había podido conseguir era reventarle el culo a su madre. Se resistía como gato panza arriba. Se dejaba meter los dedos, e incluso un pequeño plug que le había regalado para ver si se animaba a recibir su polla, pero nada más. La muy guarra, se hacía la estrecha en ese sentido. Decía que no, que con esa tranca la iba a destrozar. Por mucho que Maros le insistía diciendo que después de la primera vez le iba a encantar, no había manera.

Así estuvieron unos meses hasta que Marcos un día en el trabajo, hablando con un compañero joven de tías y esas cosas, éste le contó que él no tenía exactamente novia, sino una folla amiga. Una folla amiga casada, de unos cincuenta años, con hijos ya mayores y que había conocido en el gimnasio. Según el chico, la relación era una maravilla. Tan solo, sexo, sexo duro, contundente, sin remordimientos y sin complicaciones. Sólo tenían que estar atentos a que no los pescase el cornudo del marido. Algo fácil, porque era camionero y no estaba mucho en casa. Y también, claro está, mantener un poquito la discreción.

A Marcos se le hizo la boca agua y estuvo a punto de contarle que él también tenía una amante en las mismas circunstancias, pero el otro se adelantó completando la historia con una noticia que le hizo activar el radar al bueno de Marcos.

—Además, nos hemos apuntado a una especie de club de parejas, para intercambios y eso. Pero es un club muy especial. Una cosa medio clandestina que ha montado un chaval de un pueblo de la comarca de al lado. Se trata de un club para tías maduras que tienen amantes jóvenes. O para tíos jóvenes que tienen amantes maduras, como prefieras. Como todas, o casi todas, están casadas no les interesa que se divulgue el asunto. Esas tías ni quieren divorciarse, ni nada de nada… Si se divorcian, a ver quién va a pagar los polvos… ja, ja, ja… El caso es que hay como catorce o quince parejas. Las tías van desde los cuarenta y tantos a los cincuenta y tantos. Creo que la mayor tiene cincuenta y cuatro o cinco. No sé.

—¿Están buenas…? —preguntó Marcos empezando a salivar.

—A ver, sí. Para mí, sí. Si te gustan de ese tipo. Así tetudas, jamonas, alguna con algún kilo de más. Pero no hay obesas, ojo. Están jamonas, vamos. Tengo algunas fotos en el móvil.

–A ver, a ver…

Ahora sí que a Marcos se le caía la baba. Era lo que tenía en casa, pero multiplicado por diez, con todas las variaciones posibles: rubias, morenas, altas, bajas, más tetonas, más culonas y, por lo que pudo ver en algunas de las fotos de su amigo, dispuestas a todo. Se veían mamadas, polvos en todas las posturas y, enculadas, claro. Le faltó un segundo para preguntar:

—¡Joder, tío! ¿Qué hay que hacer para apuntarse?

—Pues aportar una tía, claro. Por lo demás, nada. Nos reunimos fijo, una vez a la semana. Aunque sólo van los que pueden. Puedes ir todas las semanas, una vez al mes o cuando te vaya bien. ¿Te paso el número?

—¡Buffffff! Ya estás tardando…


Continuará
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Mi Madre ha Ganado el Trofeo – Capítulo 02

En contra de lo que pensaba, no le costó nada convencer a su madre para participar en aquella especie de club de corneadoras del que le había hablado su compañero. Seguramente estaba ya preparada para nuevas experiencias.

Además, así podría estrenar alguna de esas prendas levanta-pollas que le había ido comprando Marcos y que no había tenido ocasión de usar.

La primera cita en le club la concertaron para un sábado por la tarde. La guarrilla, bastante imaginativa, le contó al cornudo que había quedado con sus amigas para ir al teatro y luego a cenar. El viejo se lo tragó, claro, ¿por qué habría de sospechar algo? Marcos, por su parte, solía salir todos los sábados, así que no tuvo que dar ninguna excusa. Se limitó a esperar a la cerdita en el parking del edificio.

Cuando Marta bajó, con un abrigo largo, tan sólo se veían sus zapatos de tacón. Unos zapatos rojos. Antes de entrar en el coche, Marcos le pidió que se abriese el abrigo, para ver cómo era el conjunto que había elegido. Vestía un ajustado mono de licra de color rojo oscuro que le marcaba hasta las huellas dactilares. Las enormes tetazas, con un escote de vértigo, suponían un balcón perfecto al que asomarse. Estaba muy empitonada, el vestido era muy fino y hacía algo de fresquito. ¡Ideal, vamos! El culazo, en el que estaba enterrado el hilito del tanga, parecía que lo llevaba al aire y el coño se marcaba en la licra pidiendo guerra. Muy maquillada, Marta parecía una puta o una actriz porno.

—¡Estás deslumbrante! Los vas a impresionar.

—¡Gracias, hijo!

Marcos tuvo que contenerse para no parar por el camino y follársela o que le hiciera una mamada de las suyas. Pero valió la pena.

Media hora después llegaron a un chalet de las afueras. Era un chalet grande, moderno, con jardín y piscina, aunque el tiempo no acompañaba para estar en exteriores. Al parecer la sede no era siempre la misma. Se alquilaban a empresas de alquiler turístico tipo Airbnb o a particulares para celebrar las reuniones en función de la cantidad de parejas que iban a acudir. El dinero, cómo no, salía de las cuentas de los cornudos que las jamonas iban saqueando para sus vicios con las excusas más peregrinas: obras de beneficencia, matrículas para cursos, entradas al cine o conciertos, etc.

Al llegar, fueron recibidos por Andrés, el anfitrión y fundador del grupo que los saludo efusivamente. Era un tipo joven, de unos treinta años, con aspecto atlético y que después supieron que era policía. Junto a él, estaba su amante. Una señora bien vestida, elegante con un ajustado vestido de fiesta que, a pesar de que le resultaba imposible ocultar sus curvas, era un poco más discreto que el del resto de las jamonas que pululaban por el amplio salón comiendo canapés y charlando distendidamente con los machos. La mujer, de unos cuarenta y tantos años, se mostró amable y cordial y, brevemente, les contó que se llamaba Lucía, Luci, y que era profesora universitaria de economía. Había conocido a Andrés en un máster que estaba realizando como alumno sobre blanqueo de dinero. En fin, una romántica historia de amor que se inició de un modo fulgurante con violentas empotradas de la jaca en el coche del chico y culminó con estas apacibles reuniones en las que podían disfrutar de su pasión con un grupo que les comprendía perfectamente. También les contó que estaba casada y tenía dos hijas adolescentes, bastante insoportables, que, por supuesto, ignoraban todo de la segunda vida de su madre.

Marcos, por supuesto, presentó a Marta como una vecina. Le pareció excesivo contar lo de su parentesco, aunque el plan se vino abajo un poco después, como veremos.

Ya en el salón, Andrés empezó con las presentaciones, una serie de nombres que olvidaron casi al instante.

Por una parte las jamonas que, vestidas como furcias y con un aspecto de fulanas que tiraba para atrás, saludaron con dos besitos a ambos. Cinco mujeres que seguían los cánones que le gustaban a Marcos, bien hechas, con un buen culo y tetas grandes, alguna de ellas operadas (algo que tampoco parecía molestar especialmente a nadie), activas y en forma. Rondaban todas la cuarentena o tal vez más, en lo de calcular edades no era Marcos ningún experto. Alguna lucía un piercing y, un par de ellas tenían tatuajes discretos en partes no visibles habitualmente, los omoplatos o los muslos. Con el tiempo iría descubriendo algunos más, así como una regla no escrita que imponía una depilación integral a las jamonas.

En cuanto a los chicos, eran más o menos de su edad, salvo uno, Mohamed, de origen magrebí que parecía más joven, rondaba los veinte años. Se sorprendió al ver que eran seis los chicos, por lo que dedujo que o sobraba un muchacho o faltaba una de las putillas.

Pronto salió de dudas cuando vio que por la escalera que daba a la segunda planta del chalet, bajaba un hermoso par de piernas, embutidas en unas medias negras de rejilla y que, a la altura del muslo, tenían sendas coronas de espinas tatuadas rodeando los muslos. Una minifalda mínima de cuero, dejaba casi a la vista el coño de la marrana que pronto se dejó ver de cuerpo entero. Completaba su atuendo con una blusa blanca, casi transparente, con una perfecta visión de un sujetador de encaje negro que soportaba el peso de sus dos enormes domingas. Era guapa, aunque se notaba la edad, rubia de bote y con una sonrisa de oreja a oreja, lanzó un «¡Holaaaaa!» con una voz cursi que hizo girarse a todo el mundo.

Fue entonces cuando, tanto Marta como Marcos, se quedaron paralizados. Y la mujer también en cuanto los vio. Como buenamente pudieron disimularon un poco, aunque más de una de las personas de la sala se dio cuenta de que algo extraño había sucedido.

Después de las presentaciones oficiales, cuando la mujer y la nueva pareja integrante del club pudieron hablar a solas, se aclaró algo la cosa. Marta, sin medir bien sus palabras, le comentó a la mujer en un tono algo tenso:

—Pero Pepi, ¿qué estás haciendo aquí? —la pregunta le salió más agresiva de lo que hubiera deseado y la respuesta, seca y cortante de Pepi, pero sin perder la sonrisa no se hizo esperar.

—¡Pues lo mismo que tú, guapa! He venido a follar y a que me follen bien follada. Pero por lo menos yo no me he traído a mi hijo.

El golpe, inesperado, dejó cortados tanto a Marta como a Marcos, que callaron un momento y celebraron que no hubiera nadie más atento a las palabras de Pepi.

Conviene aclarar que Pepi, que tenía ya 54 años cuando sucedió aquel encuentro, era la mejor amiga de Marta. Se conocían desde antes de casarse y ambas formaban parte del mismo círculo de amistades, participaban en las mismas actividades benéficas y sociales e iban frecuentemente a cenar, al teatro o al cine juntas. Para redondear la jugada, Pepi, que tenía dos hijas ya casadas y un nieto, era la madrina de Marcos y éste había pasado algunas temporadas en su casa cuando, siendo niño, sus padres de iban de vacaciones en verano. El marido de Pepi era un industrial podrido de pasta que, a sus setenta años, seguía dirigiendo sus negocios con mano de hierro. Un tipo bastante borde y desagradable, no le extrañaba, ni a Marcos, ni a su madre, que la pobre Pepi le pusiera los cuernos. Justicia poética.

El caso es que, después de aquel breve encontronazo inicial, Marta se disculpó y Pepi, generosa, abrazó a su amiga empezando todo de cero. A Marcos, con su mente retorcida habitual, ver a las dos jamonas abrazadas le puso la polla dura y pensó por un instante en que sería genial disponer de dos jacas así en la cama para ir alternando sus orificios hasta regar sus caras de esperma…

Pepi les presentó a su ligue, que resultó ser el más joven de los chicos, el tal Moha, un tipo simpático y no muy espabilado que, por otra parte, tal y como les contó Pepi, bastante orgullosa, tenía una tranca de caballo. Una polla que, cuando le petaba el culo, le hacía disfrutar de lo lindo.

La alusión al sexo anal, incomodó brevemente a Marta. Sobre todo, al ver la mirada de halcón que puso su hijo que andaba detrás de ese asunto desde tiempos inmemoriales.

—Y ahora, ¿qué es lo que se hace? —preguntó Marta inocentemente, mientras devoraba un canapé.

—Follar, claro —respondió Pepi con una sonrisa.

—Ya, lo supongo…

—Mira, te explico, aquí las parejas van hablando y pueden pasar varias cosas: que haya un intercambio de parejas, que haya cuartetos, sextetos, tríos o lo que sea o, por último, si no hay nada que te convenza, que cada oveja acabe con su pareja y follen juntos en alguna de las habitaciones. Aunque eso no es lo más común. Para eso no hace falta venir aquí, ¿no?

—No, claro que no —respondió Marcos empezando a salivar por las perspectivas que se abrían.

Poco a poco, fueron llegando las conexiones entre los invitados y los grupos que se iban formando desaparecían en las múltiples habitaciones de que disponía la casa. Allí quedaron los cuatro, con Marcos y su madre algo cortados, hasta que Mohamed dijo:

—¿Pues vamos nosotros juntos, no?

Y allá que fueron.

La habitación, era grande y tenía un cuarto de baño contiguo. Un gran ventanal la presidía. La luz de la tarde inundaba la habitación y enseguida, Moha, que llevaba la voz cantante, les dijo a las damas:

—Venga, Pepi, enróllate con tu amiga y le enseñas lo que sabes hacer.

Pepi, ni corta ni perezosa, empezó a desnudar a Marta. Su hijo, se quitó la ropa, imitando a Mohamed y se acomodó en el cabecero de la cama, una cama enorme de dos por dos metros. Pronto la polla se le empezó a poner dura, viendo como Pepi le iba quitando la ropa a su madre que, quedó como Dios la trajo al mundo, mientras su amiga le iba dando besitos en los pezones y le iba acariciando el coño. Después la boca de Pepi, subió hacia el cuello de Marta para acabar fundiéndose en su boca con un baboso morreo que puso a los jóvenes como auténticos verracos.

Marta seguía algo cortada, aunque la humedad de su coño y la pericia de Pepi mostraban que no era indiferente a aquel repaso lésbico que le estaban pegando. Pepi seguía completamente vestida, hasta que le pidió a su amiga que le quitase la ropa.

Marta le desabrochó la falda, dejándola caer al suelo y mostrando un mini tanga que casi no le tapaba el coño. Pepi, aunque maciza, casi no tenía barriga. Se nota que hacía ejercicio. Varios tatuajes más adornaban su cuerpo, dando un plus de morbo a la mujer. Algunas letras en árabe, y dibujos de mariposas que salían de su culo y se perdían por la espalda. Y algunos detalles más de dudoso gusto, como una polla que luego supimos que era una copia de una foto de la tranca de Moha que lucía desafiante y enhiesta en un costado.

La blusa y el sujetados corrieron la misma suerte que la falda y, pronto, las dos jamonas se estaban fundiendo en un abrazo, metiéndose mano a saco, mientras sus machos contemplaban el espectáculo con las pollas como piedras.

Después, Pepi que llevaba la voz cantante, subió a la cama a cuatro patas y gateando llegó junto a Moha y empezó a hacer una comida de ojete a su amante que levantó bien las piernas para facilitar el trabajo de la puerca, preludio de una posterior mamada. Proceso que Marta trató de imitar mirando de reojo. De momento, eso no suponía ningún reto para ella. Después sí. Cuando Pepi, con la polla de Moha perfectamente ensalivada, se colocó acuclillada sobre la misma y se la ensartó en el culo de un solo golpe. Ahí, Marta se quedó sin aliento, incapaz de asimilar que su amiga fuera capaz de tragar por el culo una polla de ese tamaño. Claro que, viendo su cara, sus grititos y la paja que se estaba haciendo, no sólo no le pesaba lo más mínimo el asunto, sino que, sin duda, estaba disfrutando como una loca. Tras correrse, en escasos minutos, se giró sacándose el rabo del ojete y continuó limpiando bien el pringoso rabo y retomando la tremenda mamada para culminar con una corrida del joven que lo dejó casi catatónico. Durante todo el polvo, Marta y Marcos observaron la actuación como hipnotizados. Sin hacer nada. Tuvo que ser la propia Pepi la que les sacase de su ensoñación.

—¡Eh, espabilad, coño! ¡Que hemos venido a pasarlo bien!

—Ha sido asombroso… —musitó Marcos, antes de añadir—: madrina.

—Pruébalo, Marta, que te va a gustar… Que te lo digo yo que soy tu amiga. Y el próximo día dejo que Moha te lo haga también —comentó Pepi dirigiéndose a una paralizada Marta.

—Es que no sé…

—¡Venga, que yo te ayudo! —Y, ni corta ni perezosa, la puso mirando a Cuenca y empezó a comerle el ojete reblandeciéndolo y penetrándola con un dedo primero, dos y luego tres, dilatando el esfínter.

Cuando consideró oportuno, llamó a Marcos, que seguía la operación con la polla a punto de reventar y sin atreverse a tocarla para no correrse, y le dijo que entrase a rematar la faena.

Marta, a cuatro patas, con la cara aplastada sobre la almohada, los ojos cerrados, el culo en pompa, y encantada con el masaje de Pepi, ignoraba los gestos de su amiga que, echándose a un lado, había dejado paso a la tranca de Marcos, bastante más gruesa que sus tres dedos, pero que se abrió paso en el ojete de su madre con sorprendente facilidad. Marta, tranquila y relajada, no opuso resistencia y ronroneando, lo dejó hacer. Sobre todo cuando notó como la cabeza de Pepi, lograba introducirse debajo de sus piernas y, con una panorámica perfecta de los huevos de su ahijado, empezó a comerle el coño a su amiga para hacerle más agradable el trámite de su desfloración anal.

El pobre Marcos, que tanto había esperado este momento, apenas si pudo aguantar un par de minutos y soltó un tremendo chorro de leche que, curiosamente, no derivó en un pérdida de rigidez de su miembro, que siguió como un palote. Es más, facilitó la lubricación y permitió que continuase el bombeo hasta una nueva corrida que, esta vez sí, coincidió con el orgasmo de su madre. Vamos, que el polvo resultó glorioso.

A partir de aquel momento, Marta, la antigua detractora del sexo anal, se convirtió en su principal defensora. Ese mismo día, pudo disfrutar en su culo la polla de Moha, al tiempo que Marcos se follaba a Pepi. Y saboreó las pollas de ambos chicos, justo después de salir de su ojete o del de su amiga. Sin pizca de asco, ni nada parecido.

Aquello fue el principio. Ahora, tres años después, llegaba la culminación de los esfuerzos de Marta como putón diplomado. El trofeo que tanto se le había resistido estaba a punto de ser suyo. Tan solo faltaba la prueba de la enculada. Y estaba convencida de que iba a ganar. Su única preocupación era el papel que podía desempeñar su amiga Pepi, ganadora los dos últimos certámenes y que era capaz de ordeñar la polla más resistente con su esfínter sin despeinarse.

Los chicos fueron pasando, tres o cuatro emboladas cada uno y cambio de culo, así hasta que, en el ojete en el que se sintieran más cómodos, soltar la lechada. Las dos primeras candidatas Luci y Jacinta, pronto quedaron eliminadas. La cama se redujo a dos culazos, el de Pepi, la jaca que con 56 años era un puntal y emblema en el club, y la candidata llamada a sucederla, Marta, que a sus 54 años y con algo menos de experiencia puteril, compensaba esa carencia con imaginación y entrega. Y eso sería lo que decidiría el concurso.

Nada decían las normas de que la prueba hubiera que llevarla a cabo a cuatro patas. De modo que Marta, haciendo caso de su instinto, se giró en un momento dado y, boca arriba, levantó bien las piernas poniendo el ojete a disposición de los machos, de tal modo que ellos pudieran ver su cara mientras la enculaban. Sabía que eso iba a incrementar el morbo de la prueba al cien por cien. Cómo así fue. Gradualmente, los chicos fueron haciendo una especie de precalentamiento en el culo de Pepi, para rematar la jugada en el de Marta que, además, aprovechaba para pedir caña y exigir mano dura. Su cara ansiosa, sudada con la boca abierta pidiendo que le escupieran y la insultaran resultaba demasiado tentadora para los chicos que acabaron decantando la balanza a favor de la candidata.

Marcos que, como macho de la candidata no pudo ejercer como jurado, se limitó a contemplar como los jueces se iban corriendo, uno tras otro, en el ojete materno. Después, orgulloso de su madre, pudo contemplar en la entrega de trofeos, hecha en caliente, como les gustaba en el club, como Pepi, la vigente campeona hasta ese momento, le entregaba el trofeo de Golfa de Oro a su amiga, antes de fundirse en un abrazo y lamerle la cara a fondo, llena de saliva de los escupitajos de los chicos y sudor por el esfuerzo. Aprovechó también para recoger algo del semen que salía del culo de Marta para llevárselo a la boca y compartirlo con ella. Un detalle que enardeció a la concurrencia.

Aquella noche, al llegar a casa con el trofeo, todavía no sabía qué le iba a decir Marta al cornudo acerca de aquel premio tan curioso. Marcos, que entró con ella en el piso le dejó el marrón de la explicación a su madre, más que nada para ver como salvaba el asunto, solo por divertirse un poco. Si veía que la cosa se aturullaba tenía el plan B de decir que el trofeo era suyo de un torneo de dardos.

No fue preciso. Marta entró como una reina (aunque vestida con discreción eso sí, llevaba un chándal, se había cambiado en el coche antes de subir) y, orgullosa, le mostró a su esposo, que apenas apartó la vista de la pantalla un instante, el obelisco con las dos bolas con el texto abajo: VI Trofeo GOLF(a).

—¿Eso tan feo qué es?

—Un trofeo, Jaime, lo he ganado.

—¿Dónde? ¿De qué es?

—Aquí lo pone de GOLF.

—¿Desde cuándo juegas al golf?

—¡Huy, desde hace unos meses! Estoy en categoría A —«A de anal», estuvo a punto de añadir Marcos que contemplaba la escena divertido. Pero se contuvo.

—¿Y eso es mucho? —insistió el cornudo.

—Hombre, la más alta. Mira —añadió —, lo voy a poner aquí —lo colocó en el centro de la estantería del salón, en una zona bien visible—. La semana que viene, vendrán a comer Pepi y su marido y me gustaría que lo vieran bien expuesto. Pepi ha quedado segunda.

—Ah —repuso Jaime, perdiendo el interés por el asunto—. ¿También en categoría A?

—Sí, sí, la misma. Era la campeona… ¡Hala, te dejo! Me voy a duchar y a ver si como algo y me voy a la cama, que estoy rendida.

—Vale, vale, ahora me iré a la cama yo también. Que mañana madrugo.

Un par de horas más tarde, con el cornudo sobando como una marmota. Marta aprovechó los ronquidos para escapar a la habitación de su hijo. Este, todavía despierto, la felicitó de nuevo por el triunfo y se rio a mandíbula batiente de lo bien que había salvado el tema del trofeo con el cornudo.

—Gracias, hijo, ahora me toca celebrarlo contigo. Que hoy ha sido un día muy intenso.

—Pues nada, cuando quieras…

Y Marta, reptando por la cama, se quedó frente a su polla y le dijo:

—Me vas a disculpar, pero hoy no estoy para que me folles el culo…

—¡Ja, ja, ja, lo supongo! Tranquila, mamá, me basta una de tus mamadas.

—Eso está hecho…

Y así terminó aquel día glorioso para Marta, con una buena dosis de leche en la boca y una cariñosa frase de su hijo: «Sabía que ganarías, eres la más puta de todas. Y con diferencia. Estoy tan orgulloso de ti». Marta se tragó la leche y, emocionada, con una lagrimilla a punto de salir, le dio un pico a su hijo y volvió a descansar. Mañana sería otro día y había que mantener el nivel. Ahora era la campeona.
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