Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulos 001 al 06

heranlu

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 001


Aunque Noel supiese que su hija era una ninfómana, y que, por tanto, no era responsable del todo de lo que hacía, no hubiese cambiado de opinión. Después de todo, él sólo necesitaba saber una cosa: su hija era una zorra que se follaba a la mitad de los chicos de su instituto. No era una mera sospecha, puesto que él era profesor de matemáticas en ese mismo instituto y conocía a unos cuantos testigos, incluido él mismo.

Incluso cuando sólo era una sospecha sin confirmar había intentado castigar a su hija sin salir, pero ésta, que se había convertido en una golfa, y eso estaba más que confirmado –sólo había que ver cómo vestía–, había hecho caso omiso de los gritos de su padre y había salido de todos modos, para luego llegar a casa incluso más tarde de lo habitual. Noel no sabía que hacer. Para colmo, su mujer no hacía más que excusarla; que si todavía era joven y no tenía conciencia de las cosas, que ya cambiaría, que tampoco era para tanto, que no había que hacer caso de los rumores... Noel había aceptado toda esta palabrería hasta cierto punto, hasta que llegó la gota que colmó el vaso.

Hacía tres días, el martes, durante el recreo, Noel caminaba junto a algunos profesores en dirección al bar que solían frecuentar. Estaban pasando al lado del parque Adrián Alonso cuando don Alfredo, que daba clases de literatura y cuyos alumnos le conocían como "Cabeza Cuadrada" por motivos evidentes, le dijo:

–Noel, ¿aquella no es su hija? –algo en su tono le hizo sospechar a Noel que no iba a ver nada agradable. Y así fue.

Miró en la dirección que señalaba Alfredo y el corazón le dio un vuelco. Deseó que se le llevaran todos los demonios al infierno o a dónde fuese con tal de no tener que sufrir la presente conmoción y futura humillación que hincaba e hincaría los colmillos en su estómago.

Aquella chica de pelo rubio, abundante y ondulado, cortado a media melena, vestida con un ceñido top negro dos tallas menor de lo que debiera –o eso parecía, al menos– que resaltaba unos senos grandes y esbeltos y una microfalda, también negra, que milagrosamente le tapaba el culo y poco más, era, sin lugar a dudas y para su vergüenza, su hija de dieciséis años, la chica que ostentaba el título de "la zorra más guarra del instituto", o eso le había oído decir a unos chicos cierta vez. Allí estaba su hija, su querida hija, aquella dulce niña que hacía siglos había pronunciado "Pa-pá" y se había echado a reír de un modo tan enternecedor que Noel había llorado. Allí estaba, sentada en un columpio, inclinada hacia delante lo suficiente para poder meterse en la boca la polla del chico que hundía sus dedos en su cabello y ponía cara de placer. Allí estaba, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás como una verdadera puta.

Desde el exterior del parque sólo se podía ver la escena a través del fragmento de valla tipo red que no estaba cubierta con planta trepadora, pero de todos modos, y a pesar de que a aquella hora el parque estaría medio vacío, era seguro que alguien más los tenía que haber visto.

–No –contestó Noel, en un tono curiosamente monótono–. No es mi hija.

Dicho lo cual se adelantó a sus colegas, que lo miraron con una mezcla de curiosidad y compasión.

En casa, Noel se lo contó a su mujer. Ella le preguntó si estaba completamente seguro de que se trataba de su hija. El modo en que lo dijo exasperó a Noel. Casi parecía que lo estaba culpando a él por sospechar. Naturalmente que era ella. Tenía la imagen grabada en fuego en su mente.

El viernes por la tarde, mientras Susana se acicalaba para salir esa noche, maquillándose y vistiéndose un vestido muy ceñido que apenas le cubría las bragas y perfilaba sus pechos a la perfección, Noel, su padre, le dijo:

–Esta noche no vas a salir.

Susana le miró, sorprendida.

–¿Cómo que no? –replicó–. ¿Qué he hecho ahora?

–¿Que qué has hecho? –estalló su padre, que llevaba aquellos tres días conteniéndose a duras penas–. ¿Te parece poco chupársela a un golfo en un parque a la vista de todos? ¡Pero qué coño te pasa! ¿Cómo se te ocurre? ¿Es que no tienes ni un mínimo de noción de lo que es la decencia?

–Pero que...

–¡Calla! Mi propia hija comportándose como una... como una fulana –casi escupió la palabra–. Esta noche no saldrás como que soy tu padre, ni tampoco este fin de semana. No saldrás de este piso hasta el lunes, quieras o no. Si luego quieres fugarte con alguno de esos imbéciles con quienes te acuestas es asunto tuyo, pero ten en cuenta que todo lo que hagas tiene sus consecuencias. Piensa en lo que harás de tu vida estos días.

–¡No puedes hacerme esto! –gritó Susana, todavía tratando de asimilar lo que su padre le decía.

–¿Qué no? Tienes dieciséis años y ante la ley y ante Dios, estás bajo mi protección. Espera dos años y podrás hacer de tu vida lo que quieras. Pero mientras vivas bajo mi techo, tendrás que ser decente, aunque sea por la fuerza.

Dicho esto, Noel cerró la puerta del dormitorio de su hija y giró la llave que previamente había introducido en su cerradura. Le dio dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. Susana comenzó a golpear la puerta con los puños al tiempo que lanzaba insultos a gritos dedicados a su padre:

–¡Cabrón! ¡Hijo de puta, no puedes hacerme esto! ¡No entiendes nada, viejo imbécil! ¡Abre de una puta vez!

Noel entró en la sala, donde estaban su mujer y su hijo pequeño, de catorce años. Ambos ofrecían una expresión algo alarmada debido a los gritos de Susana.

–¿No será excesivo? –sugirió Lucía con un hilo de voz.

–Así tiene que ser –sentenció Noel–. Y ni si os ocurra abrirle esa puerta hasta que yo lo diga. Mi hija no saldrá de este piso durante este fin de semana ni aunque llegue el día del juicio final.

Ni Lucía ni Héctor dijeron nada, pero en sus miradas estaba claro que la actitud del hombre de la casa estaba cerca de atemorizarles. Noel estaba totalmente decidido, y cuando eso ocurría, mejor era no interponerse en su camino. Ellos, desde luego, no pensaban hacerlo. Susana tendría que aguantarse sin salir aquel fin de semana. Más le valdría calmarse hasta que Noel se ablandase.

Quién pensase que Noel había actuado presa de un súbito impulso irracional estaría equivocado. Ya había tomado aquella decisión desde poco después de descubrir a su hija haciéndole una felación a un desconocido en público, y lo tenía todo pensado. No era su propósito dejar a su hija encerrada en su cuarto durante aquellos días, pero sí en el piso. Impediría como fuese que Susana saliese del piso, porque de lo contrario no volvería hasta el lunes, si es que volvía. De modo que, habiendo previsto aquello, Noel había comprado una cerradura nueva para la puerta del piso, a sabiendas de que su hija tenía una llave de la anterior, y una vez se hubieron calmado los histéricos exabruptos de Susana y hubo una relativa calma en el interior del piso, procedió a cambiar la cerradura de la puerta. Se trataba de una tarea sencilla, de modo que tardó poco en hacerlo.

–Ahora sólo yo tengo la llave del piso –informó a su mujer y a su hijo–. Y así será hasta que termine el fin de semana. Luego pondré de nuevo la anterior y que pase lo que Dios quiera.

Lucía y Héctor no hicieron comentarios.

A la hora de la cena, Lucía abrió la puerta de su hija. Ésta se encontraba tumbada en la cama vestida únicamente con unas bragas negras, exhibiendo de ese modo su voluptuoso cuerpo. Tenía los auriculares del walkman puestos y movía un pie al ritmo de lo que estuviese escuchando. Parecía haber llorado, pero en sus ojos sólo brillaba el rencor. Lucía se acercó a ella y le tocó el hombro desnudo con una mano.

–Cariño –la llamó.

Susana dirigió sus ojos cobrizos cargadas de rabia hacia su madre, apagó el walkman y se arrancó los auriculares de las orejas con brusquedad.

–¿Qué? –preguntó, ásperamente–. ¿Ya estoy libre?

–Ven a cenar –contestó Lucía, evitando entrar en detalles.

–¿Tengo que comer con ése?

–Cariño, no hables así. –Su madre, siempre conciliadora, siempre pasiva, siempre obediente; a Susana la sacaba de quicio–. Tienes que comprender a tu padre –continuó Lucía–. Le sentó muy mal lo que... lo que vio... aquel día.

–¿Qué? –repuso Susana con desdén–. ¿El día que se la chupé a un tío? ¿Y qué? ¿Por qué no me comprende él a mí?

Lucía la miró con expresión escandalizada.

–Entonces..., ¿es cierto? ¿Realmente... eras tú? –murmuró, sorprendida.

–Pues claro que era yo. ¿De qué te sorprendes? ¿Es que tú nunca hiciste algo así o qué?

–Cla-claro que no. –A su madre le parecía una idea inconcebible. Jamás se le había ocurrido... bueno, tal vez sí se le había ocurrido, pero jamás lo había hecho. Su experiencia sexual no pasaba del misionero que su marido le hacía de vez en cuando, y nunca se le había pasado por la cabeza (¿seguro?) hacer algo diferente. Era... indecente.

Susana se encogió de hombros, con indiferencia.

–Tú te lo pierdes –se limitó a decir.

Lucía parecía un poco abstraída, como si no pudiese aceptar aquellas revelaciones, de modo que apenas fue consciente de cómo Susana se levantaba de la cama y se vestía una bata azul.

–Bueno –le dijo a su madre–. Vamos a comer de una vez.

Durante la cena Noel puso al corriente a su hija de la reciente situación. Durante todo el fin de semana, su hija no saldría de casa, y para evitar insubordinaciones había cambiado la cerradura, de la cual él poseía la única llave.

–Vaya –había dicho Susana, con desdén–. Ahora estoy presa en mi propia casa.

Ése fue su único comentario a todo el sermón que le soltó su padre.

Pero luego, cuando se acostó en su cama, con el walkman puesto, escuchando a Bon Jovi entonar It’s my life, le dedicó a su padre un prolijo y variado surtido de insultos que le chilló mentalmente. No obstante, no tardó mucho en deslizar su mano bajo las bragas para estimularse el clítoris; cuando tuvo la vagina lo suficiente húmeda como para traspasar la tela de las bragas, flexionó las bellas piernas, las separó todo lo que pudo y se introdujo dos dedos que metía y sacaba con fuerza. De vez en cuando sacaba los dedos empapados de líquidos vaginales para metérselos en la boca y chuparlos con devoción, y así dejarlos aún más empapados, y de nuevo continuaba masturbándose, ahora con tres dedos, luego con cuatro; entretanto, con la otra mano se frotaba el clítoris. Alzó las caderas al tiempo que trataba de reprimir los gemidos que pugnaban por salir, conformándose con emitir suspiros y jadeos. Por fin llegó el orgasmo, y esta vez tuvo que morder la almohada para no ahogar el quejido de placer que subió por su garganta.

Y mientras reposaba, todavía con cuatro dedos metidos en su vagina, pensó en todo el tiempo que le quedaba sin poder practicar sexo. El imbécil de su padre no era capaz de comprender que ella necesitaba follar para evitar volverse loca. Masturbarse había dejado de ser suficiente desde los once años, cuando aquel chico dos años mayor que ella había desgarrado su himen. Desde entonces, el sexo era su droga, y su adicción a ella era demasiado poderosa como para pensar en superarla, especialmente porque no tenía pensado renunciar a ese placer. Tanto daba lo que su padre insistiese, no podría vencer a su ninfomanía. Lo único que conseguiría era que el lunes, cuando volviera a estar libre, follaría el triple para compensar el tiempo perdido.

A la mañana siguiente, los padres de Susana salieron a las diez de la mañana para visitar a la madre de Noel, cuyos huesos apenas podían sostenerla desde hacía unas cuantas semanas, por lo tanto, el sábado se había convertido en día de visita a la abuela de Susana. Por lo general, Susana y Héctor no solían librarse de la visita, que incluía almorzar con sus abuelos y escuchar dos horas de charla carente de interés para ellos. Pero no era este un sábado cualquiera. Noel había dicho que su hija no saldría, y no saldría bajo ningún concepto. Y sobre Héctor cayó la tarea de vigilar a su hermana, cosa que a él le pareció genial, aunque se esforzó en aparentar lo contrario. Ni que decir tiene, la puerta del piso había quedado cerrada a cal y canto, de modo que ambos jóvenes quedaron cautivos en su propio hogar.

–¿Y si hay un incendio? –había preguntado Héctor con tono aparentemente inocente. En realidad, el hermano menor no tragaba a su padre.

–Pues ya se encargarán los bomberos de abrir la puerta, no te preocupes –fue la brusca respuesta de su padre.

De modo que Héctor y su hermana estaban obligados a estar encerrados hasta que sus padres regresasen, lo que no sería hasta las cinco de la tarde como mínimo. Afortunadamente tenían comida y bebida de sobras en la nevera. En realidad Héctor no tenía problema al respecto ya que él, gracias a su sagrada Dreamcast podía pasar varias horas entretenido.

En cuanto a su hermana, ella no estaba tan entretenida. Tumbada en su cama, vestida con una minifalda blanca y un top naranja viejo que usaba para estar en casa y que dejaba su plano vientre al desnudo y moldeaba sus generosos senos (que debían de ser herencia de su madre, que aún los tenía más grandes), sentía que las palpitaciones de su vagina le subían hasta el cerebro, tan fuertes y rápidas como las de su corazón. Un latido triple y constante, infinito y enloquecedor. Pensaba que podría soportar aquel cautiverio sin demasiado problema, pero incluso a ella le sorprendía lo mucho que dependía del sexo. Comenzó a frotarse el clítoris por encima de las bragas, pero aquello lo único que hacía era aumentar su calentura. Necesitaba follar; necesitaba una o dos pollas penetrando su cuerpo, o una lengua voraz devorándole el coño, u otro coño restregándose contra el suyo o contra su cara (hacerlo con chicas también la satisfacía), pero por culpa del maldito cerdo de su padre, ese jodido gilipollas cerrado de mollera, tenía que sufrir aquella ansia que la estaba corroyendo por dentro. Tenía que hacer algo, maldita sea, antes de que le estallase la cabeza. Y mientras pensaba en ello, se quitó las bragas, se subió la minifalda y se puso a frotarse los labios vaginales, que estaban completamente empapados, y a pellizcarse el clítoris, sabiendo y sintiendo que aquello sólo estaba elevando su entrepierna a temperaturas extremas, pero incapaz de detenerse; se metió cuatro dedos de golpe y apenas los sintió; se penetró a sí misma con fuerza, buscando con desesperación el orgasmo que aliviara su ansiedad durante un rato. Su otra mano apretujaba sus senos por debajo del top, exprimía sus pezones hinchados. Se mordía el labio inferior, ahogando los gemidos lo mejor que podía, al tiempo que imaginaba a todos los tíos de su clase, a todos los profesores, dirigiendo sus pollas enormes, repletas de venas hinchadas, hacia su cuerpo, buscando un hueco por donde penetrarla. Su mente alterada por la lujuria imaginaba dos o tres pollas metidas en su coño, otras dos en su culo, otro par en su boca, un millar de manos estrujando sus pechos, sus nalgas, sus muslos. Sabía lo buena que estaba y sabía que cualquier tío querría follársela, sabía que en aquellos momentos algún tío estaría empalmado pensando en ella, y mientras, ella tenía que estar allí metida, sin poder disfrutar esas pollas que tanta falta le hacían.

Tenía la mano entumecida por los líquidos vaginales, pero el orgasmo parecía lejos de ser alcanzado. Entonces se fijó en los pies de su cama. Las dos patas posteriores, de aproximadamente setenta centímetros de altura, estaban coronadas por unas bolas de madera, sólidas y relucientes por el barniz, del tamaño de una pelota de tenis. Su imaginación se puso en marcha. Se levantó de la cama, sin apartar la mirada de la esfera de madera. Debajo de la bola aún había unos cuantos centímetros de madera cilíndrica antes de llegar a la tabla que unía ambas patas. Pudo oír la música de los videojuegos de su hermano, que estaba en la sala, situada en la habitación contigua. Bien, así no oiría nada. Se situó delante de la pata de la cama, mirando hacia delante; se levantó la minifalda y, con las piernas separadas, comenzó a flexionarlas, echando el culo hacia atrás como si se fuese a sentar. Con ambas manos se separó los labios vaginales, y siguió descendiendo hasta que sintió el frío contacto de la bola en su coño. Se pasó la lengua por los labios y sonrió con lascivia. Continuó descendiendo, muy despacio, disfrutando de la sensación que le otorgaba sentir aquella dura esfera entrando en su coño; se le escapó un breve quejido. Aquello era mucho mejor que meterse dedos; muchísimo mejor. Empezó a jadear con fuerza. La minifalda cubría su entrepierna, como una cortina que censurara la inusual penetración. Se inclinó hacia delante un poco, apoyando las manos en las rodillas, y comenzó a moverse hacia arriba y hacia abajo, todo lo rápido que podía, que no era mucho; jadeaba con la boca abierta, los ojos entrecerrados, la saliva deslizándose por la comisura de sus labios hacia la barbilla. Ascendía hasta que la bola estaba casi fuera de su vagina, y luego bajaba de sopetón hasta que su nalga izquierda chocaba contra la tabla. Le daba la sensación de que la bola le llegaba hasta el estómago, y le encantaba. Aquel nuevo método de masturbación la dejaba casi sin respiración, de modo que aunque quisiera gemir, no podría hacer otra cosa que jadear. Lo radical del método la ponía aún más caliente. "Jódete, papá, jódete, cabrón de mierda", pensaba, haciendo que la bola la penetrase con más fuerza, hasta que casi le dolía. El sudor no tardó en cubrir todo su rostro, y formaba pequeños charquitos en el suelo, junto con su saliva, que no se molestaba en limpiarse. El orgasmo estaba a punto de llegar..., oh, sí, ahora... ahora...

Y justo en ese momento, alguien tocó en la puerta. Susana alzó la mirada con los ojos abiertos como platos.

–Susana, ¿puedo pasar? –preguntó su hermano. Y, tal como hacía siempre, Héctor abrió la puerta antes de obtener respuesta. La sorpresa en su rostro al ver a su hermana con el rostro enrojecido, los ojos húmedos, la tez recubierta de sudor y la saliva colgándole de la barbilla, era totalmente comprensible.

Por su parte, Susana estaba petrificada; su mente se quedó completamente en blanco.

"¿Qué hago?", fue lo primero que se preguntó. Pero no había nada que hacer. Su hermano la había pillado con las manos en la masa; o mejor dicho, con el coño en la masa.

Por fin, Héctor dijo algo:

–Hermana, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Durante unos cuantos segundos, Susana se quedó completamente perpleja, sin entender a qué venía aquella pregunta tan fuera de contexto. Entonces comprendió que su hermano, lejos de sospechar la verdad, creía que ella estaba llorando. Tuvo que reprimir la risa.

"Menuda cara debo de tener si cree que estuve llorando", pensó.

De pronto se sintió dueña de la situación. Gracias a la minifalda, su hermano pensaba que, sencillamente, su hermana estaba sentada en la esquina de los pies de la cama. Se enjugó la saliva y el sudor con el dorso de la mano y compuso una sonrisa.

–No me pasa nada –contestó, con relativa normalidad, aunque continuaba bastante sofocada y su rostro continuaba teñido de rubor. Y es que no se podía olvidar que la bola de madera continuaba encajada en el interior de su vagina.

Cruzó los tobillos con movimientos lentos e hizo una mueca de dolor y placer cuando su nalga se apoyó en la tabla horizontal y la bola se introdujo todo lo que podía. Entreabrió los labios húmedos de sudor y saliva para jadear lo más suavemente posible. Parecía increíble, pero el hecho de tener que fingir que no pasaba nada ante su hermano allí presente la excitaba aún más. Tuvo que retorcerse los dedos a fin de que evitar el impulso de sobarse los pechos. Tenía los pezones a punto de reventar y su coño parecía un globo con sobrecarga de aire. Sus ojos entrecerrados exhibían un brillo febril y estaban fijos en su hermano.

–¿Estabas preocupado por mí, hermanito? –le salió un tono más coqueto del que pretendía, pero no le importó.

Héctor se sonrojó y apartó la mirada.

–Bueno... –dijo, algo cohibido–. Venía a preguntarte si querías jugar a la consola conmigo, porque..., pensé que estarías aburrida aquí.

Susana descruzó y volvió a cruzas los tobillos. Aquel simple movimiento le envió una oleada de placer exquisito que la hizo estremecer. El orgasmo parecía haberse detenido justo antes de estallar y le estaba provocando temblores por todo el cuerpo. Mediante una enorme fuerza de voluntad evitó el deseo de seguir con su mete-y-saca para poder correrse de una vez, pero no podía, todavía no. Además, de pronto la presencia de su hermano allí, y en aquellas circunstancias, ya no le resultaba tan incómoda.

–Eres una dulzura, hermanito –dijo, mirando fijamente a su hermano–. ¿Te importaría acercarte un momento y ayudarme a levantar? Es que me siento... eh... cansada.

Héctor notaba algo extraño en su hermana. Aunque al principio creyó que se debía a que había estado llorando, ahora ya no estaba tan seguro. Más bien parecía tener fiebre. A lo mejor era eso lo que ocurría. De todos modos, eso no explicaba del todo que hubiese algo raro en la forma en que estaba sentada, aunque no sabría decir por qué. Y un detalle más en el que no quería fijarse, pero que no pudo evitar, era el hecho de que su hermana parecía tener..., ¿cómo decirlo?, los pechos más grandes. Héctor jamás se había fijado en los senos de Susana, pero en aquellos momentos fue incapaz de no hacerlo: parecían más grandes, o quizá más duros.

–¿Vienes? –le preguntó Susana. Héctor captó en su voz un leve tono de invitación que no supo descifrar.

Mientras se acercaba a ella, Héctor pudo fijarse en que la piel de su hermana estaba cubierta por una leve capa de sudor: por las piernas (que parecían temblorosas), por el vientre desnudo, por los brazos, por el cuello y por el rostro. Una capa de humedad brillante que no le resultó del todo desagradable; más bien al contrario, pero no quiso profundizar en lo que pasaba por su mente.

–Me parece que tienes fiebre –le dijo cuando estuvo frente a ella.

–Ah, ¿sí? –contestó ella, con esa leve sonrisa distante que mostraba desde hacía varios segundos–. Es posible. ¿Puedes tocarme la frente a ver?

Héctor, nervioso sin saber por qué, se situó al lado de su hermana, y posó la mano en su frente al tiempo que sus ojos se fijaban en los labios de Susana. Era como si se los mirase por primera vez. Sintió una especia de vacío en el estómago cuya causa tampoco pudo descubrir.

–¿Qué te parece? –le preguntó su hermana.

–No noto nada –contestó él, apartando la mano. Apenas la hubo separado dos centímetros de la frente de Susana cuando ella se la agarró por la muñeca con una fuerza inusual–. ¿Pero qué...?

–Tienes unos dedos muy suaves, hermanito –dijo ella.

Susana alargó la otra mano, la posó en la nuca de Héctor y atrajo su rostro hacia el de ella. Acto seguido, pegó su boca a la de él con fuerza. Héctor se quedó paralizado. No se podía decir lo mismo de su hermana que comenzó a chupetear los labios de su hermano con pasión desbocada; no tardó en abrirse paso en el interior de su boca con la lengua y a enroscarla en la de su hermano. Al mismo tiempo, Susana movía las caderas circularmente y frotaba la mano de Héctor contra uno de sus hermosos senos. Y entonces, por fin lo alcanzó. El orgasmo se presentó como un maremoto de placer. Susana separó su boca de la de su hermano y lo abrazó por el cuello con ambos brazos con la fuerza del éxtasis, emitiendo un agudo y prolongado gemido de placer que retumbó en cada habitación del piso. Luego, aún abrazado a su hermano, con la mandíbula contra su hombro, jadeó sin parar hasta que, pasados algunos minutos, se fue recuperando. Se separó de Héctor y le dio un beso en los labios.

–Gracias, guapetón –le dijo–. Me has ayudado a correrme. Mira.

Y Héctor, que todavía estaba lejos de la absoluta comprensión de lo que había ocurrido, miró como su hermana se levantaba la minifalda, mostrándole un coño depilado al que empezaba a notársele la sombra del vello púbico. No comprendió que había algo en el interior de la vagina hasta que Susana empezó a ascender el tramo de poste que sostenía la bola de madera, dejando un rastro de líquidos vaginales. Cuando salió por fin del coño de su hermana, ésta emitió un gemido ahogado y de su vagina llegó un sonido que sonó como una especie de chap, que por alguna razón, impresionó a Héctor más que todo lo demás.

–¡Oooh! –se quejó Susana tumbándose en la cama con la minifalda subida y los muslos separados–. Necesito un poco de descanso.

Héctor pudo ver aquellos labios vaginales completamente abiertos y empapados, pudo ver parte del interior de la vagina; también percibió el intenso olor que desprendía.

–Caramba, hermanito –le dijo Susana–. Vaya cosita que tienes ahí.

Héctor bajó la mirada para encontrarse con el bulto que formaba su pene erecto bajo el pantalón de chándal, y de pronto todo aquello se le hizo demasiado para su cerebro. Todo aquello era inconcebible, quebraba todos sus esquemas de vida normal. Giró sobre sus talones y salió corriendo del dormitorio de su hermana.

Por su parte, Susana sonreía triunfal. No sólo no sentía el más mínimo remordimiento por lo sucedido –cosa que la sorprendía a ella misma– sino que estaba dispuesta a conseguir la polla de su hermano. De ese modo, además de satisfacer sus apetitos sexuales en su propia casa (¿cómo no se le había ocurrido nunca?), se vengaría de su padre que con su estupidez había hecho más amplio el círculo vicioso de su amoral hija.

Héctor estaba desesperado, en su mente no cesaban de repetirse los acontecimientos de hacía un momento, repitiéndose a mayor o menor velocidad, una y otra vez, sin pausa, sin reposo: los cálidos y húmedos y suaves labios de su hermana contra los suyos, su lengua moviéndose por su boca, su mano apretada contra uno de aquellos hermosos senos carnosos, exuberantes y redondos, el sonido líquido que había provocado el coño de su hermana al separarlo de la bola de madera, los labios vaginales completamente mojados y abiertos, sus esculturales y voluptuosas piernas, sus labios entreabiertos, sus ojos febriles cargados de insinuación, si no provocación. Y lo peor era que cuanto más pensaba en ello, más excitado se sentía. Tenía la polla más dura que una roca, no recordaba haberla sentido nunca igual de dura. Ni el miedo ni la culpabilidad lograban ablandarla. Sentía unas ganas enormes de tocársela y meneársela, pero no quería, no podía hacer tal cosa mientras tuviese aquellas imágenes de su hermana en su memoria. Imaginaba las caras de sus padres si se enteraran de aquello, sus caras llenas de horror y vergüenza, y los remordimientos se clavaban más hondos en su pecho. Pero no había sido culpa suya, ¿verdad? Había sido su hermana, que prácticamente le había forzado a besarle. ¿Qué culpa tenía él de que su hermana estuviese mal de la cabeza?

Pero había algo más. Sí, su hermana le había forzado a besarle, le había cogido desprevenido. Sin embargo, a él le había gustado. Sí, le había gustado sentir los labios y la lengua de su hermana, y le había gustado mirar su coño empapado y abierto, no sólo le había gustado, sino que había sentido algo que se parecía mucho a lo que sentía cuando tenía ante sus ojos una comida que le gustaba mucho: un apetito voraz. Pero no era un pervertido, maldita sea, no lo era. Su hermana era una chica, una chica que estaba muy buena, dicho sea de paso, y durante un momento muy corto su cuerpo se había olvidado de que aquella chica era su hermana, y eso era todo. ¿De qué valía comerse el coco? No había sido culpa suya y no podía estar toda la vida atormentándose, de modo que mejor sería que dejara de preocuparse.

Claro que una cosa era decirlo y otra hacerlo. Todavía persistía aquel miedo irracional a que se enteraran sus padres de lo ocurrido. Pero si su hermana no decía nada, y dudaba muchísimo que dijera algo, no había nada que temer. Por su parte, estaría más que encantado de olvidar todo aquello y hacer como si no hubiese ocurrido. Lo recortaría como quien corta un trozo de cinta de película, y todo volvería a ser normal. Su hermana había tenido un momento de locura, pero no creía que lo repitiera, eso sería demasiado descabellado incluso para ella, así que mejor sería pasar a otra cosa e iniciar el proceso de amnesia.

Y sólo había una cosa que podría vaciar la mente de Héctor: su Dreamcast. Así que se puso a jugar como un loco, poniendo los cinco sentidos en ello, y en caso de que tuviera un sexto sentido, también estaba puesto en el juego. Se olvidó de todo y de todos, ya podía estar en la sala de su piso o en el puto infierno, él seguiría jugando mientras hubiese electricidad, consola y juegos. Y así estuvo, perdido para el mundo... al menos hasta que escuchó algo. De pronto regresó a la realidad tan bruscamente que se sintió mareado. Prestó atención y entonces supo qué le había sacado de su desesperada concentración.

Un gemido; seguido de otro, y otro, y otro... Gemidos suaves, melódicos, lascivos: gemidos de placer, de autosatisfacción.

La curiosidad llamó a las puertas de Héctor y éste las abrió. Se puso en pie y una voz alterada que se parecía un poco a la de su madre resonó en su mente: ¡No vayas! Ya sabes lo que es, sabes que acabarás arrepintiéndote, así que ¡no vayas!


Héctor dudó el tiempo suficiente para poder oír cuatro gemidos más y sus pies se pusieron en movimiento. La voz no volvió a oírse, lo que significaba que su propio cerebro sabía que era inútil protestar. Héctor necesitaba acercarse y mirar, mirar con sus propios ojos qué estaba haciendo su hermana. Esperaba encontrársela clavada en la cabecera de la cama, igual que antes, pero lo que vio le dejó estupefacto.

Susana estaba sobre la cama, boca abajo, con las rodillas clavadas en el colchón, el culo desnudo alzado y la cara pegada a la almohada. Desde su perspectiva, Héctor sólo podía verle el culo, y fue más que suficiente. Una mano de su hermana pasaba por entre sus muslos y tenía tres dedos alojados dentro de su coño; la otra mano asomaba por encima del culo y dos dedos se movían en el interior de su ano. Aquella visión obscena y lujuriosa pasó de los ojos de Héctor a su cerebro con la fuerza de un torbellino, convirtiendo todos sus valores morales en astillas. Tenía los ojos clavados en las sensuales y provocativas nalgas de su hermana y los dedos penetrando en sus dos orificios, su coño tan chorreante que los líquidos vaginales se deslizaban por la muñeca de Susana.

La polla de Héctor se alzó con la misma intensidad que antes, pero no se dio cuenta, del mismo modo que tampoco se percató de que su mano se había cerrado en torno a su polla por encima del pantalón, y se movía hacia arriba y hacia abajo muy despacio.

–Héctor –dijo Susana entre gemidos–. Héctor, ¿estás ahí?

Héctor despertó de su absorción y se apresuró a apartar la mano de su polla. De nuevo se sentía asustado, sin saber qué hacer. Pensó en no contestar y salir corriendo de allí, encerrarse en su cuarto y darse unos cuantos cabezazos contra la pared. En lugar de eso, contestó:

–Sí.

–¿Puedes acercarte un momento, hermanito?

Héctor obedeció. Mientras se acercaba a su hermana, ella se sacó los dedos del ano y la vagina y se puso boca arriba, mirando a su hermano con una leve sonrisa maliciosa. Héctor se detuvo a su lado, fijándose en que Susana se había subido el top por encima de los senos. ¡Dios mío, qué pechos tenía! ¡Su hermana parecía sacada de una página de Playboy! Era increíble, impresionante.

–Pareces que llevas un rato mirándome, ¿eh? –dijo ella fijándose en el bulto que su hermano exhibía en el pantalón.

Héctor cayó en la cuenta y se echó atrás con el rostro ruborizado. Susana se echó a reír. Luego se puso en pie, y allí, delante de su hermano, se quitó las únicas dos prendas que llevaba; el top y la minifalda cayeron en el suelo. Héctor, con el rostro de sus padres horrorizados grabados en la mente, se echó atrás hasta pegar la espalda a la pared. Susana, sonriendo con confianza, avanzó hacia él al tiempo que se pasaba la lengua sobre los dientes superiores, como un lobo hambriento que tiene a su merced un corderito.

–Vamos, hermanito –dijo ella, pegando su cuerpo al de él, los senos contra su pecho, su coño palpitante contra el falo endurecido de su hermano; a pesar de la diferencia de edad, tenían casi la misma estatura (ella era un poco más alta)–. ¿De qué te sirve resistirte? –continuó Susana–. Lo estás deseando, y yo también. ¿Cuántos de tus amigos desearían tenerme como me tienes tú ahora?

Héctor sabía la respuesta: todos. Dios, cuánto le gustaría poder controlar su maldita polla y su lívido. ¡Estaba a punto de reventar! El leve roce de su polla contra la vagina de Susana acabaría por hacerle llegar al orgasmo.

–¿Te das cuenta de la suerte que tienes? –siguió ella, con aquel tono sensual que se deslizaba como una corriente de agua templada por los oídos de su hermano–. Soy guapa, tengo un cuerpo envidiable y estoy completamente dispuesta a follar contigo de todos los modos posibles. Y no sólo eso, sino que tienes la fortuna de tener como hermana a una perra en celo que te dará todo el placer que quieras y más. De hecho, tendrás más placer del que hayas soñado nunca en tu vida. Seré tu puta, tu zorra, tu eterna concubina. Podrás sobarme las tetas, el culo, todo mi cuerpo; podrás meterme tu polla en la boca, en el culo, en el coño; podrás bañarme con tu esperma, ver como me lo trago.

Héctor sudaba por todos los poros de su piel; las palabras de su hermana y aquellos pechos perfectos ante sus mismas narices estaban barriendo lo que quedaba de su moral. Únicamente quedaba el miedo a las consecuencias, al horror que sufrirían sus padres si se enteraban. Pero incluso eso empezaba a quebrarse. "Si se enteraban", pensó. Pero aquel "si" condicional era la clave. ¿Por qué habrían de enterarse?

–Únicamente tienes que decir una palabra, cariño –continuaba Susana, acariciando el cabello negro de su hermano (herencia de su madre)–. Di sí. Sólo di que sí y tu vida se convertirá en un sueño. Vamos, querido hermano, hazte feliz. Piensa en lo que disfrutarás gracias a mí, piensa en que una tía buena como yo, que vive bajo tu mismo techo, está deseando destrozar tu polla a polvos –Susana lamió la mejilla de Héctor al tiempo que presionó más los senos contra su pecho–. Vamos, cielo –le susurró al oído–. Dilo de una vez, di que sí y fóllame, porque yo estoy ansiosa por follarte y tú también lo estás por follarme a mí, así que no lo pienses más. Dilo, cariño, dilo, vamos, dilo, dilo, dilo...

...dilodilodilodilodilodilodilo resonaba en el cerebro embotado por el deseo, las dudas y el miedo de Héctor, que finalmente tuvo que hacer sonar su garganta para salir de aquel atolladero, fuese como fuese, y al infierno con las consecuencias.

–Sí –dijo–. Sí, sí, sí.

Susana amplió su sonrisa, que ahora era triunfal.

–Por fin te decides –dijo, y le besó en los labios con fuerza. Él le devolvió el beso, juntaron sus lenguas, las entrelazaron. Cuando separaron las bocas, Susana le cogió de la mano y empezó a retroceder, llevándole con ella–. Ven –le dijo–. No te defraudaré.

Y no le defraudó. Susana se sentó en el borde de la cama, situando a Héctor frente a ella, de pie. Le bajó el pantalón y los calzoncillos hasta las rodillas, liberando su pene erecto. Héctor aún tuvo tiempo de sentir un nuevo acceso de vergüenza y culpabilidad antes de que su hermana se metiera el pene en la boca, al tiempo que le masajeaba los testículos; luego dejó que el placer se llevara cualquier pensamiento. A partir de ese momento se dedicó a sentir.

Susana demostró su amplia experiencia en cuanto a sexo. La felación que le hizo a Héctor fue como sacada de la mejor película porno. Recorrió toda su polla con la lengua, se la metió entera en la boca, le chupeteó el glande; succionó los testículos, primero uno, luego el otro, luego ambos; dejó que la saliva mezclada con el líquido preseminal colgase de su barbilla, lo que aumentaba el morbo del acto. Así estuvo hasta que Héctor se corrió, lanzando una erupción de semen en la boca de su hermana, expulsó más semen del que recordaba haber segregado nunca; Susana tragó lo que pudo y el resto dejó que se deslizase por la barbilla y las mejillas. A Héctor le temblaban las piernas, pero no por eso Susana iba a darle descanso. El precio por darle placer era obtenerlo ella también, y con creces. Se tumbó en la cama con las piernas abiertas y le dijo a su hermano:

–Quiero que me comas el coño.

Él la miró un momento, confuso, agotado y con un leve atisbo de vergüenza en el fondo de su mente, pero la visión de aquella vagina húmeda, abierta para él, volvió a eclipsar su raciocinio; se arrodilló en el suelo e inclinó el cuerpo para saborear el coño de su hermana. Chupó y lamió durante largo rato, mientras Susana le alborotaba el cabello y gemía de gozo, y cuando Héctor comenzó a usar los dedos, ella le dijo que no parara hasta meterle la mano entera, y él obedeció. Continuó metiendo un dedo tras otro hasta que tuvo el puño dentro, que no dejó de mover hacia delante y hacia detrás, hipnotizado por la surreal morbosidad que flotaba en el ambiente; luego decidió chupar el clítoris mientras la penetraba con el puño, y con la mano libre sobaba muslos y nalgas. Susana emitía gemidos agudos y se apretujaba los pechos con fuerza. Tuvo un orgasmo, pero no le dijo a Héctor que parase; con la vagina hipersensible, no tardó en tener otro al poco. Entonces sí, le dijo a su hermano que sacase su puño, que se desnudase y que se tumbase en la cama. Mientras él lo hacía –ni que decir tiene, ya estaba excitado de nuevo–, ella sacó un condón de la mesita de noche. Se tumbó junto a Héctor y, tal como le había enseñado cierta vez una mujer de treinta años junto a la cual realizó un trío con el marido de ésta, hacía unos meses, le colocó el preservativo con la boca y le chupó la polla varias veces en el proceso. Luego se situó sobre él a horcajadas, dirigió el pene al interior de su coño y comenzó a cabalgar sobre él. Sus pechos botaban cada vez que subía y bajaba, y aquella visión dejaba absorto a Héctor, cuyas manos sobaban las firmes nalgas de su lujuriosa hermana mayor. Antes de que pudiera llegar al orgasmo, Susana quiso cambiar de postura, de modo que se puso a cuatro patas para probar el estilo perruno. A Héctor, que cada vez le gustaba más el cuerpo de Susana, o mejor dicho, que cada vez tenía menos reparo en desear el cuerpo de su hermana, le gustó la idea. Aquel culo era maravilloso, el mejor que había visto nunca. Le pareció increíble no haber caído nunca en la cuenta de ello. Asió ambas manos a las caderas de Susana y perforó de nuevo su coño. Así hasta que llegó al orgasmo y el condón se llenó de esperma.

Héctor, extenuado por aquella frenética primera vez, se tumbó al lado de su hermana, jadeando con fuerza y con el cuerpo empapado en sudor. Susana, también cansada, pero no tanto, le quitó el preservativo y vació su contenido dentro de su boca, tragándose todo el semen.

–Me encanta tu leche, hermanito –dijo Susana, sonriéndole.

Héctor se despejó un poco ante aquella escena. Susana se inclinó para besarle los labios; él notó cierto gusto salado que, supuso, era su semen.

–Por ahora puedes descansar, cariño –le dijo ella–. Ya seguiremos en otro momento. Me ha encantado hacerlo contigo.

Héctor vaciló un momento antes de contestar:

–A mí... también.

Ella le volvió a besar.

–Ahora descansa, ¿vale?

Susana se levantó y envolvió el condón en un kleenex que luego tiraría al inodoro. Se vistió y se fue al baño para lavarse.

Héctor la observó alejarse y salir del cuarto, fijándose en el movimiento de sus caderas. La deseaba; deseaba abrazarla a cada momento, acariciarla, besarla, sobarla, follarla. Se preguntó si podría vivir con aquello lo que le quedaba de vida y llegó a la conclusión de que sí, de que los prejuicios y remordimientos ya habían sido superados. Cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño del cansancio.​


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heranlu

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 002


En pocos días, Susana convirtió a su hermano pequeño en su esclavo sexual. La misma noche del sábado, cuando sus padres dormían, Susana entró en el dormitorio de Héctor, cerrando la puerta tras de sí, vestida únicamente con unas bragas violetas, húmedas por la excitación que la invadía de nuevo. Despertó a su hermano con unas suaves caricias en el miembro que no tardó en alzarse, después de bajarle los calzoncillos. Luego se quitó las bragas y se colocó sobre él en posición opuesta, situando su coño, que emanaba calor, sobre la cara de él. Héctor, tras sobreponerse a la impresión que suponía aquel giro radical en su vida, utilizó por segunda vez la lengua en la vagina de su hermana. Ella, por su parte, se inclinó hacia delante y aplicó lengua y labios en la todavía inexperta polla de su hermano. Cuando Héctor llegó al orgasmo, llenando de semen la boca de Susana, ésta apenas se interrumpió y continuó chupando y lamiendo los genitales de él al tiempo que presionaba su vagina empapada contra la cara de su hermano para que éste no parara de darle placer. Héctor se estremecía; su polla, sensibilizada a causa del orgasmo, era más vulnerable a la expeditiva felación de Susana. Le encantaba sentir como su hermana succionaba sus testículos, a veces con tanta fuerza que le dolía un poco, pero ni por un segundo se le ocurrió quejarse. Aquello era el paraíso. A veces le venían momentos de culpabilidad, pero eran cada vez más efímeros y breves. ¿Cómo podía ser malo algo que le proporcionaba semejante placer? Asiendo las nalgas de Susana con ambas manos, continuó pasando la lengua por toda su vagina, para decantarse enseguida por chupetear sin descanso el clítoris, con lo cual ambos tardaron poco en alcanzar el éxtasis, él por segunda vez. Ella se tragó todo el semen que se deslizaba por su cara, utilizando los dedos para arrastrarlo hasta su boca. Luego besó a su hermano en los labios, se puso las bragas de nuevo y salió de allí. Héctor estaba tan agotado que se durmió antes de que Susana llegase al pasillo.

Susana miró hacia la puerta del dormitorio de sus padres antes de entrar en su cuarto. Pudo oír los ronquidos de su padre. Una sonrisa cargada de intenciones, no precisamente buenas, se dibujó en su rostro. Aquel cabrón había querido privarla de libertad para recibir sus necesarias dosis de sexo, y con su tozudez sólo había conseguido unirla de un modo muy especial a su hermano. Lo cierto es que casi podía darle las gracias. De no ser por la estupidez de su padre, ella nunca habría conocido aquel nuevo placer. No era sólo que tenía una polla para satisfacerla en su propia casa, sino que se trataba de su hermano pequeño, y ese hecho le daba una nueva perspectiva al simple hecho de follar; había sentido algo especial cuando tuvo en su poder la polla de su hermano por primera vez. Aunque siempre disfrutaba con el sexo, después de tanto tiempo practicándolo había perdido buena parte de su encanto inicial, pero follar con su hermano había sido casi como hacerlo por primera vez. No era más que un crío de catorce años, y sin embargo, sólo por el hecho de ser su hermano, aquello se había convertido en el mejor polvo que recordase. El morbo, el haber cruzado un umbral prohibido durante generaciones, había supuesto una nueva experiencia. Una experiencia que no pensaba dejar de repetir.

Durante los siguientes días, Susana sorprendió a su padre comportándose de un modo bastante ejemplar desde no se sabía cuánto tiempo. Aunque en realidad, lo único que había cambiado eran los horarios de Susana: ahora nunca llegaba a casa más tarde de las ocho, y eso fue así incluso el siguiente fin de semana.

Como cada sábado, los padres de Susana y Héctor salieron por la mañana para visitar a la madre de Noel, y para sorpresa de ambos adultos, cuando regresaron al piso a las seis de la tarde, descubrieron que su hija, que por norma general los sábados salía de casa a las tres de la tarde y volvía a las cuatro de la madrugada, no había salido. Tanto Noel como Lucía quedaron gratamente sorprendidos por la mejora en la conducta de su hija. Por supuesto, ninguno de los dos tenía ni idea de que, mientras ellos estuvieron ausentes, Susana había pasado la mayor parte de ese tiempo follando con su hermano, y si echaran un vistazo al fondo de la papelera que había en el baño, verían, envueltos en papel higiénico, los cuatro preservativos que habían utilizado, y la cara que pondrían si les hubieran sorprendido juntos en la bañera manoseándose mutuamente para acabar practicando el sexo anal no hubiese tenido desperdicio. Por no hablar del sesenta y nueve que hicieron bien entrada la noche, tan sólo una hora después de que Noel le comentase a su esposa lo bien que se estaba comportando su hija últimamente.

La madrugada del lunes, cuatro horas antes de que sonase el despertador, Noel estaba teniendo un sueño que solía repetírsele desde hacía tiempo. El sueño no tenía nada de particular, y posiblemente lo tuvieran muchos profesores que, como él, eran considerados estrictos por los alumnos. En el sueño él estaba dando clases, escribiendo fórmulas en el encerado, y mientras lo hacía sentía movimientos de los alumnos detrás de él y le parecía escuchar leves risitas burlonas, entonces se volvía rápidamente y veía a toda la clase en silencio, atenta a lo que él decía, obligado a pensar que se estaba volviendo paranoico, de modo que continuaba con sus explicaciones en el encerado, y de nuevo ocurría lo mismo, sensación de movimiento a su espalda y risitas, y otra vez ocurría lo mismo, se volvía y todo estaba en aparente orden, pero esta vez parecía haber un brillo malicioso en los ojos de sus alumnos, como si estuviesen tramando algo, algo contra él, y les llamaba la atención, y ellos, pequeños zorritos del infierno, ponían cara de no saber nada, alguno incluso le miraba como si estuviese loco, y así continuaba el sueño –o la pesadilla–, hasta que Noel se despertaba con los nervios alterados y los latidos del corazón taladrándole el cerebro. Sin embargo, esta vez fue diferente, esta vez en el sueño ocurrió algo que nunca había ocurrido antes; en esta ocasión, cuando Noel se volvió por tercera vez para encararse hacia los alumnos conspiradores, se encontró con una de sus alumnas a dos centímetros de él. Se trataba de Diana, una alumna suya de dieciséis años, morena con mechones teñidos de rubio, de cabello liso y largo, ojos verdes y curvas sensuales que ella se encargaba de hacer notar con ropas ceñidas y sugerentes. "¿Qué quieres?", le preguntaba él, pero Diana se limitaba a sonreír. Llevaba un top ceñido y escotado que cubría parte de sus senos y poco más y un pantalón igualmente ceñido de lycra. Los labios, carnosos, pintados de fucsia, le resultaron repentinamente tentadores... bueno, lo que se dice repentinamente, no, ya que siempre le habían gustado y había fantaseado con poder besarlos y mordisquearlo en más de una ocasión, pero jamás lo habría admitido, ni siquiera a sí mismo. Entonces Diana se agachó ante él, sin dejar de mirarle con aquellos ojos en los que siempre brillaba la lascivia. De pronto Noel se dio cuenta de que ya no tenía los pantalones puestos, ni tampoco los calzoncillos. Su pene, completamente erecto, se mostraba impúdico y desnudo. Acto seguido, Diana se encargó de que el pene dejase de estar al descubierto metiéndoselo en la boca. Noel miró al resto de la clase, y se quedó patidifuso al ver que no había nadie. Estaban solos, él y Diana. Un millón de dudas derivadas de unos ideales alimentados y fortalecidos durante años se abrían paso en el caos de su cerebro, pero todo se estaba yendo a pique, y ello se debía a la sencilla razón de que el placer que estaba experimentando superaba con creces cualquier experiencia real o imaginaria de su pasado. Aquello era fabuloso, y pronto se dejó llevar por el deleite, olvidándolo todo, concentrándose únicamente en los labios carnosos y calientes de Diana recorriendo su polla por completo, a veces succionando su glande como si fuese un chupachups, otras deslizando al interior de su boca sus testículos, y de nuevo estimulaba su polla, que estaba a punto de reventar. Los labios y la lengua de Diana fundiéndose con su miembro constituían la única razón de vivir de Noel.

–Oh, Diana –gimió entre jadeos al tiempo que posaba ambas manos en la cabellera suave y sedosa de la causa de su placer. Y justo en ese momento, llegó al orgasmo, eyaculando en la boca de su alumna mientras la sujetaba por la cabeza con fuerza, dejándose llevar por la lujuria. Le pareció que el orgasmo duraba horas. Por fin todo su cuerpo se relajó, apartó las manos de la cabeza de Diana y se dejó caer hacia atrás, exhausto...

...abrió los ojos y sólo vio oscuridad. Durante un momento no comprendió. Jadeante y sudoroso, se esforzó por entender dónde estaba. Aquello no era su clase. No, claro que no –recordó–, era su dormitorio. De un modo lejano y difuso pudo escuchar la respiración regular de su esposa, que dormía a su lado, el sonido del viento moviendo la persiana... y también otro sonido que no supo descifrar, pero que le hizo ponerse alerta. Aguzó los oídos durante un rato, pero todo continuó igual. Se relajó de nuevo. Con una mano se palpó los genitales. Estaba destapado y tenía los calzoncillos bajados y el pene y los testículos mojados, de semen, naturalmente. Había sido un sueño, claro. ¿Qué si no? ¿Cómo le iba a ocurrir a él semejante cosa? Sin embargo, no recordaba haber tenido nunca un sueño tan vívido. Había sido fabuloso, impresionante. Nunca había tenido un sueño semejante, pero no le importaría tenerlo cada noche. Todavía era capaz de recordar el tacto de los labios de la Diana de su sueño con total nitidez; de hecho, tenía la sensación de sentirlos todavía recorriendo su miembro. Era increíble.

Estaba cansado y no tardó en volver a dormirse, con la esperanza de que el sueño volviese a repetirse.

Susana se acomodó en su cama, con una sonrisa triunfal en la cara. Le encantaba sentir el sabor del semen de su padre en la boca. Y no sólo eso: el riesgo constante de ser descubierta, tanto por su padre como por su madre, mientras se la chupaba, la había hecho sentir de lo más cachonda. Todavía le latía el clítoris, a pesar de que se había masturbado hasta correrse. Comenzó a frotarse el clítoris y los labios vaginales de nuevo mientras pensaba. Sonrió al recordar cómo su padre la había sujetado por la cabeza con fuerza, manteniendo toda la polla dentro de su boca, al tiempo que eyaculaba en su garganta un segundo después de gemir el nombre de Diana. Supo al momento en qué Diana estaba pensando. Una chica de otra clase que, por lo que había oído, era tan amante del sexo como ella. Nunca había hablado con ella, pero alguna vez que habían coincidido, se habían lanzado miradas significativas, reconociendo una especie de rivalidad amistosa entre ella, casi diría que deportiva. De modo que a su decente y estricto papaíto le iban las chicas calentorras. No tenía mal gusto, el cabroncete.

Susana se estaba introduciendo cuatro dedos de una mano, mientras con la otra se frotaba el clítoris, excitada por los planes que su lujurioso cerebro iba trazando. Diana sería el siguiente paso.

–Mmm... Diana... –gimió, imaginando el coño chorreante de Diana restregándose contra su coño. Oh, joder, estaba demasiado caliente para conformarse con usar los dedos. Necesitaba follar.

Se levantó, y desnuda como estaba se dirigió al dormitorio de su hermano, dispuesta a interrumpir su plácido sueño de un modo muy... húmedo.

Al día siguiente, no había en la mente de Noel nada más lejos que el sueño erótico que había tenido la noche anterior. Atacado por unos remordimientos agudos ante tal debilidad por su parte, algo que jamás le había ocurrido, había decidido desterrar ese recuerdo de su mente con la esperanza de no volver a experimentar nada parecido nunca más. Él era un hombre con una reputación, recto, decente y de principios inquebrantables: un estúpido sueño con una alumna no debía convertirse en algo trascendental. Había sufrido un breve momento de debilidad, pero no volvería a ocurrir.

En esos momentos salía de la cafetería a la que siempre iba con sus colegas durante el recreo, cuando no tenía trabajo atrasado, cosa que no solía suceder prácticamente nunca. Acababa de salir de dicha cafetería para regresar al instituto, enfrascado en una conversación con don Antonio, profesor de literatura, sobre el futuro de la enseñanza, cuando alguien chocó contra él, impactando de lleno contra su pecho, aunque sin mucha fuerza. Buscó con la mirada al responsable, esperando encontrarse con la sonrisa burlona de algún gamberro, y se quedó petrificado cuando sus ojos localizaron unos ojos verdes seductores y pícaros que le miraban con intensidad; una sonrisa de las mismas características acompañaba a los ojos. Durante dos o tres segundos su mirada se paseó por aquel cabello oscuro, largo y liso, surcado por mechones rubios, el cuello blanco y liso, el generoso escote de una blusa roja, y por fin fue consciente de que la chica que tenía frente a él era ni más ni menos que Diana, la chica que le había hecho una (fabulosa) felación en sueños.

Diana le lanzó una última mirada antes de darse la vuelta y echar a caminar dirección al instituto, es decir, en dirección opuesta a la que iba cuando chocó contra Noel, dejando bien claro que el incidente no había sido casualidad. Noel se encontraba paralizado, como si aquella chica hubiese penetrado en lo más profundo de su cerebro para sacar a la luz todos sus secretos más inconfesables. Inconscientemente su mirada se desvió un instante hacia el voluptuoso y provocativo culo de Diana, apresado en un ceñido vaquero, y en ese momento se dio cuenta de que Diana no iba sola: a su lado caminaba otra chica, y lo primero que vio de ella fue el bamboleo de una minifalda negra que perfilaba unas sensuales caderas, lo segundo, unos muslos carnosos y bien torneados enfundados en medias negras, lo tercero, su cabello... El corazón le dio un vuelco. ¡Era su hija! ¡Oh, Dios, durante un segundo había mirado a su hija con deseo!

Y justo cuando ese pensamiento se formó en su cerebro, Susana le miró sonriendo por encima del hombro, como si adivinara lo que pasaba por su mente con la misma facilidad que si lo llevara escrito encima con luces de neón.

–Noel, ¿estás bien? –le preguntó don Antonio.

Noel le miró como si le viera por primera vez, pestañeó varias veces y forzó una sonrisa.

–Sí, claro que sí –y soltó una carcajada que le resultó inquietante por lo poco natural que sonó.

Cuando terminaron las clases, Noel se quedó en la sala de profesores hasta más tarde de lo habitual, corrigiendo exámenes y fumando un cigarro tras otro, a pesar de que había dejado el tabaco hacía más de un año. Lamentaba no tener más trabajo pendiente. Necesitaba mantener la mente ocupada, lejos de pensamientos peligrosos que le hicieran atormentarse. A cada momento recordaba los sensuales encantos de Diana, lo cual ya no le preocupaba como antes, incluso lo disfrutaba. ¿Qué tenía de malo alegrar la vista? Nada, por supuesto. Pero entonces su mente se empeñaba en restregarle por las narices las imágenes del culo de su hija, moviéndose bajo la minifalda, y de los muslos de su hija apretados en una finas medias negras cuyo sonido siseante al rozar imaginaba con tal claridad que le ensordecía, y eso sí era preocupante. El hecho de haberse fijado en aquellos encantos antes de saber que se trataba de su hija no le servía de ningún consuelo. Él tendría que haber sabido, como padre que era, que se trataba de su hija. ¿Cómo había podido caer tan bajo? Y de nuevo intentaba concentrarse en los encantos de Diana, aquel escote, aquellos hermosos y rellenos senos cuyo nacimiento era visible, aquellas nalgas firmes y voluptuosas, aquellos labios carnosos y sensuales; todo esto había sido lo que había despertado cierto deseo en él, y no los hermosos muslos de su hija, ni el contoneo de sus caderas. No, no, no, no, de ninguna manera. Y el caso es que sabía que esta era la verdad, que él no sentía ningún tipo de sentimiento lascivo hacia su hija. La había visto mil veces vestida de modo parecido y nunca había sentido nada. Sabía que aquel deseo, que en realidad era más confusión que otra cosa, lo había provocado Diana, y más exactamente, la Diana de su sueño. Lo sabía, maldita sea, pero su mente se empeñaba en dudar, en dudar, en dudar. Y era esa duda lo que le atormentaba.

Llegó a su piso casi a las diez, agotado mentalmente, sin apetito y con ganas de dormir una eternidad.

–Ah, hola querido –le saludó su esposa cuando pasaba por delante de la puerta de la sala–. Como tardabas tanto ya hemos empezado a cenar sin ti. Como no respondías al móvil...

–No importa...

Los ojos de Noel se abrieron como platos. Sentada entre su mujer y su hija, Diana le miraba con la misma sonrisa maliciosa y seductora de aquella mañana.

–Ésta es Diana –presentó Lucía–. Susana me llamó antes para preguntarme si podía cenar con nosotros, que era una buena amiga suya. Es la primera vez que trae a una amiga a casa desde el colegio y me pareció bien que viniera.

–Buenas noches, profesor –saludó Diana, toda amabilidad.

–Ah, ¿ya os conocéis? –preguntó Lucía.

–Sí, es mi profesor de matemáticas.

–Vaya, ¿cómo no me lo dijiste antes? Supongo que será muy estricto.

–Papá es todo un personaje en el insti –intervino Susana, que llevaba una camiseta de tirantes verde algo vieja, cuyo escote se había aflojado con el tiempo, mostrando una porción mayor de sus senos, libres de sujetador–. Algunos le llaman El Sargento de Hierro. Y no es ninguna exageración.

Todos salvo Noel rieron. Dado que las tres mujeres poseían unos pechos de tamaño, digamos interesante, sus senos se bambolearon de igual manera con la risa, y semejante detalle no pasó desapercibido a los ojos de Noel, aunque su atención se centró en Diana, que llevaba la misma blusa roja. Hacía tiempo que estaba ciego a los evidentes encantos de su mujer (cosas del matrimonio), y por otro lado, desde que había entrado y había visto el atuendo de su hija, se esforzaba conscientemente en no mirarla, o hacerlo lo menos posible, lo cual era lamentable, pero necesario debido a su actual crisis moral. (Su hijo Héctor, mucho menos preocupado por estos temas desde que Susana le había seducido, no tenía inconveniente en nutrir su cerebro de lujuriosas fantasías al tiempo que no perdía detalle de los encantos pectorales de su hermana y su maciza amiga; no obstante, su madre seguía siendo su madre y ni una sola vez había tenido hacia ella un solo pensamiento impuro, por tanto, Lucía era la única cuyas sensuales curvas nada desdeñables, todo lo contrario, no eran apreciadas.)

–Yo... Yo no voy a cenar –balbuceó Noel–. Estoy cansado. Me voy a la cama.

–¿Sin comer nada? –se sorprendió Lucía–. Mira, he hecho filete con patatas fritas, que tanto te gusta.

–Ya comí un bocadillo. Lo siento, tengo sueño.

Dicho esto, Noel se retiró a su dormitorio, con la mente embotada y la vaga esperanza de haber olvidado toda aquella pesadilla al día siguiente.

Una hora más tarde, Susana acompañó a su nueva amiga hasta el portal. En cuanto entraron en el ascensor, Susana le dijo:

–¿Has visto qué cara tenía mi padre? Diría que tu presencia le afecta un poco.

–¿Un poco? El pobre hombre parece que vaya a sufrir un infarto de un momento a otro. Casi podía sentir el tacto de sus ojos en mis tetas, y eso que se notaba que intentaba no mirar.

–La verdad es que no pensé que le fuera a afectar tanto, y tan deprisa –Susana se encogió de hombros–. Pero bueno, así será más divertido.

–¿De verdad quieres que le haga esto a tu padre? A mí casi me da pena.

–Claro que quiero. –Susana le sonrió con gesto travieso–. ¿O es que no estás segura de hacer caer a mi padre en tus redes?

–Por supuesto que sí. No hay ningún hombre al que me haya propuesto follar que me rechazase... ni ninguna mujer –añadió Diana, guiñándole el ojo a Susana.

–Ah, ¿no? –Susana la miró con lujuria, sus pezones erectos se perfilaban bajo la camiseta–. Pues espero que un día me enseñes todo lo que has aprendido. Veremos quién se corre antes.

–Por mi no hay problema.

El ascensor se detuvo, pero ninguna de las dos salió. Se miraban fijamente a los ojos, con una mezcla de deseo, respeto y rivalidad. Entonces Diana se acercó a ella, atrajo la cabeza de Susana poniéndole una mano en la nuca y pegó los labios a los de ella. Se besaron con ardor, devorándose los labios y trenzando las húmedas lenguas. Diana restregaba sus pechos contras los de su amiga mientras ésta deslizaba ambas manos bajo el vaquero para manosearle las deliciosas nalgas que su padre había admirado aquella mañana. Notó que Diana llevaba tanga, de modo que pudo sobar la suave piel de su culo sin problema. Sin dejar de besarse, con la saliva deslizándose por sus barbillas, Diana introdujo sus cálidas manos bajo la camiseta de Susana para estrujarle los senos, y ésta se dedicó a sacar la tira del tanga que pasaba por entre las nalgas de su lugar para deslizar sus dedos por aquel estrecho valle, acariciando primero el ano y luego los mojados y calientes labios vaginales, que empezó a frotar como pudo.

Separaron las bocas y varios hilillos de saliva colgaron de sus labios y cayeron al suelo.

–Eres una pedazo de zorra increíble –le dijo Diana.

–Tú no te quedas atrás –le contestó Susana.

Ninguna de las dos había dejado de trabajar con sus manos las respectivas zonas donde se encontraban. El pequeño habitáculo comenzaba a oler a sexo y la temperatura había ascendido perceptiblemente.

–Será mejor que lo dejemos antes de que alguien llame al ascensor, ¿no te parece? –sugirió Diana.

–Supongo que tienes razón.

Pero continuaron sobándose, con sus entrepiernas bien pegadas, y acabaron por morrearse de nuevo, con la misma pasión que antes aunque durante menos tiempo. Luego sacaron las manos del cuerpo de la otra, se colocaron la ropa y salieron al recibidor del edificio. Justo en ese momento alguien llamó al ascensor desde algún piso superior. Las dos se miraron y se echaron a reír.

–Me parece que seremos buenas amigas –dijo Diana–. Formamos un buen equipo.

–Sí, yo también lo creo –coincidió Susana.

Abrieron la puerta del portal y se miraron, sonriendo.

–Bueno –dijo Susana–. Mañana nos veremos.

–¿Sabes qué? Creo que tu padre ya no me da pena –dijo Diana–. Con una hija como tú, debería sentirse afortunado. Si mis padres vivieran...

Los padres de Diana habían muerto en un accidente aéreo hacía ocho años y ahora vivía con sus abuelos.

–Por ejemplo –continuó Diana–, a tu hermano se le nota feliz de tenerte.

–Ah, has notado cómo me miraba.

–Como nos miraba. Me pregunto que secretos inconfesables guardas tú.

–Seguro que los tuyos no tienen ningún desperdicio –respondió Susana.

–Ya hablaremos sobre ello en profundidad un día de estos. Bueno, será mejor que me vaya.

–Hasta mañana.

Un viejo salió del ascensor, obviamente el que lo había llamado, y lanzó un par de miradas libidinosas a las dos chicas. Cuando se alejó lo suficiente, Susana comentó:

–Menos mal que no nos vio ese viejo verde. Le habría dado un infarto.

Rieron nuevamente y volvieron a despedirse. Diana dio unos pasos y de pronto miró a Susana por encima del hombro.

–¿Sabes en qué me he fijado?

Susana meneó la cabeza en sentido negativo.

–En que tienes una madre muy maciza.

–Pues... nunca me había fijado –comentó Susana, un tanto sorprendida.

–¿Ah, no? Pues no me importaría follármela. Ya me gustará estar así de buena a su edad. Buenas noches, cariño.

Susana observó alejarse aquel maravilloso culo que acababa de sobar mientras pensaba en las palabras de Diana. De pronto, una sonrisa que parecía la de un compositor al que le viene una inspiración divina curvó sus labios.​

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 003


Domingo por la tarde. Noel había salido después de comer para reunirse con otros profesores (últimamente cualquier excusa le valía para estar lo menos posible en casa). Héctor también había salido para encontrarse con unos amigos, aunque él hubiera preferido quedarse con su hermana y follar toda la tarde con ella si fuera posible, pero la presencia de su madre impedía esa opción. Lucía y su hija se encontraban en la sala, sentadas una al lado de la otra en el sofá, viendo una película de Disney de alto grado moral y dudosa calidad. Ambas bostezaban continuamente y Susana pensaba que si en la película los dos niños protagonistas se follaran a su ricachona madre hasta dejarla medio muerta, todos serían más felices.

Susana miró a su madre y se percató de que se había dormido. La expresión ya de por sí amable y solícita de Lucía se veía ahora acrecentada hasta alcanzar una apariencia de juventud sorprendente en una mujer de casi cuarenta años. Tenía la cabeza ladeada, algunos mechones de su cabello negro sobre la mejilla y los labios entreabiertos de un modo muy sensual. Susana observó aquellos labios atentamente, relamiéndose los suyos y sintiendo el abrasador y casi incontenible impulso de darle un morreo antológico a su madre. Desde que Diana le hizo notar lo maciza que estaba su madre ya no pudo verla de la misma manera que hasta ahora. Realmente, su madre tenía un cuerpo fabuloso y le sorprendía no haber caído en la cuenta antes. Tal vez el hecho de que su madre fuera tan amable y solícita, en cierto modo, ingenua, ocultase la voluptuosidad de su cuerpo. Lo cierto era que Lucía parecía la sumisión y la bondad personificadas, y por eso mismo a Susana le excitaba tanto imaginar su húmedo coño restregándose por aquellas exuberantes tetas de las que ella se había alimentado hacía dieciséis años.

Lucía vestía ese día un vestido azul pálido que le llegaba hasta las rodillas y cuyo escote era casi inexistente, pero que se ceñía suavemente a sus sensuales formas, perfilando la curva de sus caderas y sobre todo, los enormes pechos, aquellos dos perfectos globos de carne; sobre el vestido, llevaba una rebeca blanca con un único botón abrochado, el primero empezando por arriba, de modo que ambos lados de la prenda enmarcaban y resaltaban los senos. Susana recordó que su madre siempre parecía tener problemas a la hora de ponerse prendas de botones, porque sus desarrollados pectorales estiraban los ojales de los botones de un modo un tanto llamativo, como si éstos fuesen a saltar de un momento a otro. Sólo pensar en esto hizo que la excitación de Susana aumentase todavía más; le resultaba incomprensible no haberse dado cuenta de los encantos de su madre hasta ese momento. Deslizó la mano bajo la minifalda y comenzó a frotarse el clítoris sobre las bragas sin dejar de devorar a su madre con los ojos, deseando estrujar y chupar y morder aquellos suculentos pechos, deseando tener la cara entre los muslos de la mujer que la había traído al mundo y saborear el túnel por el que una vez salió. Pero sabía que debía reprimirse, que no podía hacer aquello que cada vez deseaba con más fuerza. Introdujo la mano bajo las bragas y se metió dos dedos en el coño; le supo a poco, de modo que no tardó en penetrarse con cuatro dedos, los metía y sacaba con violencia y rapidez, reclinada en el sofá con las piernas totalmente abiertas, los ojos humedecidos por el placer, la boca abierta, emitiendo suspiros rápidos y entrecortados, procurando que los gemidos que tenía atragantados en la garganta no pasasen de ahí; la frenética masturbación producía un sonido de chapoteo perfectamente audible, aunque no lo suficiente como para interrumpir la siesta de Lucía.

Masturbarse al lado de su madre... Era una locura, pero el hecho en sí lo hacía más excitante todavía, máxime teniendo en cuenta que le motivo de su calentura era su propia madre. Se apretujó los senos por encima del top, para enseguida hacerlo por debajo. Con los hermosos ojos azules entrecerrados, miraba a su madre entre la bruma del placer, y se imaginó a sí misma desgarrando aquel vestido, dispuesta a disfrutar de aquellos maravillosos atributos por la fuerza si era necesario. Le ardía todo el cuerpo, se parecía que de un momento a otro saldría humo por los poros de su piel. La idea de violar a su madre era cada vez más tentadora, necesitaba controlarse, controlarse, controlarse... Convirtió su mano en un puño y se lo introdujo de golpe en la vagina, emitió un gemido ahogado y se vio convulsionada hacia delante al tiempo que un intenso orgasmo explosionaba en su coño y se expandía por todo su cuerpo privándola de todas sus fuerzas. Volvió a apoyar la espalda en el respaldo del sofá y se quedó desmadejada, jadeante y sudorosa, con el puño aún metido en su vagina, sacudida por leves temblores que la hacían sonreír. Se sentía tan débil y tan a gusto que si en ese momento su madre se despertase o entrase alguien en el piso, no se movería ni un milímetro, sin importarle que la vieran en su actual pose: las piernas separadas, las bragas medio bajadas, una mano metida en su coño y la otra bajo el top, sobre un pecho. Afortunadamente, ni Lucía se despertó (el televisor ayudaba), ni nadie llegó; a decir verdad, habrían pasado diez minutos como mucho desde que Susana había empezado a masturbarse.

Tras unos minutos de descanso, Susana recuperó parte de sus fuerzas y sacó el puño de su vagina. La mano estaba totalmente mojada, unos hilillos gelatinosos colgaban de sus dedos; iba a chupárselos, pero de pronto se le ocurrió una idea cuyo morbo excitó de nuevo su ahora hipersensible coño. Antes de que ninguno de los hilillos se separase de sus dedos, desplazó la mano y dejó que cayesen sobre la mejilla y los labios de su madre. Lucía frunció levemente el ceño y volvió la cabeza hacia el otro lado, sin llegar a despertarse. Susana, ahora sí, se chupó los dedos, degustando el sabor de su coño como si fuese una golosina. Luego se levantó, y se colocó bien las bragas y el top. Se inclinó para observar bien el rostro de su madre; ver sus propios fluidos vaginales humedeciendo parte de aquellos carnosos y sensuales labios fue más de lo que pudo soportar y se atrevió a besarlos, eso sí, con suma suavidad, resistiendo el impulso de saborear aquella boquita como se merecía. No obstante, Lucía comenzó a despertarse y Susana se apresuró a salir de la sala.

Lucía, medio dormida, se tocó los labios notando la extraña sensación de que alguien la había besado; supuso que lo habría soñado. También notó la humedad en su mejilla y ligero sabor salado en sus labios al pasar la lengua por ellos, pero no le dio importancia, imaginando que la humedad era saliva que se había deslizado de su boca mientras dormía, y el sabor salado era debido al sudor, aunque ahora no sudaba. Lógicamente, no podía adivinar la verdad.

Noel se sentía acosado, física y psíquicamente. Ya no se trataba sólo de que era incapaz de mirar a su hija sin ser consciente de sus encantos, sino que desde la noche que Diana había ido a su piso a cenar, ésta se dedicaba a perseguirle sin tregua, provocándole, tentándole, empujándole al borde de la locura. Se la encontraba en todas partes, y la actitud de Diana hacia él era decididamente de carácter sexual: resultaba casi imposible caminar por cualquier pasillo del instituto sin tropezar con ella, en una ocasión que el pasillo estaba repleto de alumnos, se percató de que Diana había acabado justo delante de él, y además, presionaba sin ningún tipo de pudor el trasero, cubierto por una mínima falda, contra su entrepierna, incluso le miró por encima del hombro, sonriéndole con malicia; para cuando Noel logró apartarse de ella, su miembro abultaba la bragueta del pantalón de un modo escandaloso, hecho que disimuló cubriéndose la entrepierna con el maletín; la cosa no cambiaba mucho cuando tenía que dar clase en el aula de Diana, para empezar, estaba en la primera fila, por lo que cuando llevaba minifalda (o sea, casi siempre), sus hermosas piernas eran perfectamente visibles; esto, ya de por sí, y teniendo en cuanta su actual estado de ánimo, era un calvario, pero si además se añadía el toque personal de Diana, que consistía en mantener los muslos separados durante más de media clase, permitiendo una más que sugerente visión de su lugar más íntimo, aunque dada su promiscua actitud, más bien parecía zona de libre uso, eso sin contar las constantes miradas y sonrisas insinuantes, el modo en que se pasaba la lengua por los labios o cómo chupaba el extremo del bolígrafo que estuviese usando. Para cuando terminaba la clase, Noel tenía el cuerpo empapado en sudor. Luego llegaba a casa y se encontraba a su hija con aquellas camisetas y minifaldas ceñidas y sus continuos contoneos, y los conflictos internos que se tenían lugar en su cerebro a cada minuto llegaban a su punto álgido, y sólo era capaz de relajarse un poco después de tres o cuatro aspirinas. Lo único bueno que sacaba de toda esta situación era que al final del día acababa tan agotado que cinco minutos después de acostarse en la cama, se quedaba dormido como un lirón.

Ese domingo había dicho a su mujer que se iba a reunir con otros profesores, pero eso había sido tan sólo una excusa para no estar en casa y tener que ver a su hija. ¿Quién le diría que acabaría en semejante situación? Desde aquel día que, accidentalmente, había admirado el trasero de Susana sin saber que se trataba de ella, la idea de que su hija no le era indiferente como mujer se había deslizado hasta lo más hondo de su cerebro. Si aquel día no le hubiese dado importancia a algo que realmente no la tenía, ahora no estaría soportando aquella carga psicológica. Él seguiría siendo el de siempre y ni siquiera le afectarían las acciones lascivas de Diana. Pero nada de eso tenía remedio ahora. En las dos horas que dedicó a dar vueltas sin rumbo por la ciudad, su mente no había cesado de darle vueltas al asunto, y sólo se le había ocurrido una cosa: divorciarse de su mujer y trasladarse a cualquier otra parte. Era una solución radical, pero se debía a una situación extrema. Después de todo, ¿hasta qué punto quería a su mujer? No estaba seguro. Reconocía que era atractiva, muy atractiva, pero de un tiempo a esta parte ya no sentía por ella lo que antaño; ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía que no hacían el amor.

Pensaba en todo esto mientras se dirigía a su coche, que había dejado aparcado al lado de la estación de autobuses. Al ser domingo, esa zona, ya de por sí poco transitada, estaba muy silenciosa; seguramente por eso mismo le gustaba tanto a Noel. Soledad era lo que más necesitaba últimamente.

No obstante, ni siquiera eso se le iba a conceder por lo que veía. Había alguien junto a su coche, y más concretamente, sentado sobre el capó. Aún estaba demasiado lejos para distinguirlo bien, pero probablemente fuese uno de esos golfos. La idea no le hacía mucha gracia, pero se sentía lo suficiente agobiado como para verse capaz de enfrentarse a quien fuese. No le importaría que enviasen una temporada al hospital; allí estaría tranquilo. Era un valor nacido de la desesperación que, en cuanto se acercó, se evaporó por completo, y no porque se hubiese acobardado de pronto, sino porque la persona que había sentada sobre el capó de su Opel era Diana. No tuvo más que ver aquellos mechones rubios para saberlo. El corazón se le detuvo durante un momento, seguramente para coger carrerilla porque seguidamente se puso a galopar como loco. Quería echar a correr, huir de aquella pérfida adolescente que le atormentaba con sus encantos, pero sus piernas no le obedecían y continuaron su avance hacia aquella criatura infernal. Diana estaba sentada de espaldas a él. Su delgada cintura y sus hombros estaban al descubierto gracias a que llevaba un ajustado y pequeño top cobrizo que cubría poco más que un sujetador; una minifalda de tubo negra y unas botas altas completaban su atuendo. Desde su perspectiva, Noel podía ver parte de su muslo derecho y se sorprendió imaginándose a sí mismo pasando la lengua sobre aquella suave y cálida piel, en dirección ascendente. Se sacudió la cabeza para apartar aquellas insensateces de su mente, aunque su mente estaba a rebosar de incoherencias últimamente.

Cuando estaba a un metro escaso del coche, Diana volvió la cabeza, le miró y sonrió como si se alegrara muchísimo de verle (debía ser así, de lo contrario no le estaría esperando). La visión de aquellos pechos cuya mitad superior sobresalían del ceñido top le golpeó en las retinas justo cuando pensaba preguntarle qué demonios estaba haciendo ella allí. Descubrir lo mucho que aquella zorra le afectaba casi le hizo sentir ganas de llorar.

–Hola, querido profe –saludó Diana con toda la normalidad del mundo–. Hace un rato que te espero.

Y como si fuese lo más normal del mundo, como si cualquiera tuviese que esperarse aquello como algo rutinario, Diana se levantó del capó, se dirigió hacia él y le besó la mejilla con una ternura sorprendente. Noel se quedó petrificado. Ella le sonrió con picardía y apoyó sus bonitas nalgas en el coche, adoptando una pose sensual. Noel reaccionó por fin y miró a su alrededor, temiendo que alguien los viese. Luego clavó una mirada desesperada en Diana sin dejar de fijarse en que la minifalda, de ser dos centímetros más corta, mostraría las bragas... si es que las llevaba.

–¿Qué... Qué coño haces? –le preguntó, con un tono algo chillón–. ¿Estás loca o qué?

–No me hable así, jo –contestó ella, mimosa, haciendo un delicioso mohín con el labio inferior y pasándose un dedo índice por el nacimiento de los senos–. Lo que estoy es coladita por usted, ¿acaso no se ha dado cuenta?

Noel abrió los ojos como platos. Volvió a quedarse sin habla. Todo le parecía demasiado surreal, tenía que estar soñando. Sí, eso debía ser, hacía unos días se había dado algún golpe en la cabeza que no recordaba y ahora estaba en coma, soñando toda aquella locura, tenía que ser eso, maldita sea.

–¿No me diga que no siente nada por mí con todo lo que me he esforzado? –siguió Diana, con el mismo tono de voz mimoso, al tiempo que deslizaba el dedo índice entre sus dos apretujados senos y tiraba del top hacia abajo hasta liberar una porción más de aquella voluptuosa carne. Ahora hasta se podía ver las aureolas rosadas que rodeaban a los pezones.

Automáticamente, y sin que pudiese hacer nada por evitarlo, los ojos de Noel sucumbieron a aquella provocación. Todos aquellos días de continuo acoso y sus propias paranoias con respecto a su hija y Diana habían debilitado sus defensas emocionales hasta tal punto que ahora era incapaz de resistir sus instintos más básico. Sus ojos no fueron los únicos que sucumbieron, porque seguidamente, un aterrado Noel comenzó a sentir como su miembro se endurecía poco a poco, en pos de una admirable erección. Esto le hizo reaccionar y se apresuró a ir hasta la puerta del conductor.

–Profe, ¿es que va a rechazarme? –preguntó ella, con voz de niña desvalida.

–¡Déjame en paz, zorra! –exclamó él al borde de un ataque de nervios. Sacó las llaves del coche a toda y prisa y se le cayeron al suelo. Las recogió y desconectó la alarma con el mando.

–Me encanta que me llames cosas guarras –casi gimió Diana, acariciándose un dedo con el labio inferior.

Noel se quedó paralizado de nuevo, sin poder apartar la mirada de los sensuales gestos y curvas de Diana y de nuevo se impuso lo que le quedaba de cordura –que no era gran cosa– a duras penas. Entró a toda prisa en el coche, cerrando de un portazo. Su miembro, completamente erecto, quizá con la erección más fuerte que había tenido nunca, le sobresaltó estremeciéndose al rozar con la tela del calzoncillo. Jamás había sido tan hipersensible. ¿Qué coño estaba pasando? Daba igual, tenía que largarse de allí ya, quizá largarse de la ciudad, de la provincia, de la comunidad, joder, puede que hasta del puto país, a cualquier lugar donde poder evitar volverse loco del todo, aunque ese lugar fuese el infierno.

Trató de meter la llave en el contacto, falló cuatro veces, a la quinta se le cayeron las llaves, las recogió, volvió a intentarlo, lo consiguió, y en ese momento se dio cuenta de que Diana estaba sentada en el asiento del copiloto, sonriéndole. No la había oído entrar. Noel sudaba a mares y estaba pálido como un cadáver. Diana sabía perfectamente que ella era la causa; en su amplia experiencia sexual se había encontrado con tipos así, cuya moral era un muro demasiado pesado que, una vez derruido, acababa sepultándolos. Varias veces no había conseguido nada de ellos, salvo la satisfacción que le suponía verlos perder el control de aquella manera. Se preguntó quién vencería en la batalla mental del profesor, su deseo o su moral; en cualquier caso, tanto una cosa como la otra se llevarían parte de su alma, y eso era lo más divertido para ella.

–¿Qué pasa, profesor? –le dijo Diana–. ¿Va a dejarme aquí tirada? No sea maleducado, por favor. Con lo bien que me porto con usted..., y lo bien que me podría portar. –Al decir esto, pasó la mano sobre la entrepiernas de Noel, percibiendo la erección, y puso cara de sorpresa–. ¡Uaaauh, qué dura está!

Noel, que sufrió un estremecimiento de placer que casi le nubló la vista, apartó aquella mano de un manotazo.

–¡No me toques! –chilló, con voz temblorosa, pero era incapaz de apartar la mirada de los senos de Diana, que sobresalían por encima del top, y cuando lo conseguía, era para fijarse en los hermosos y voluptuosos muslos, y en aquella minifalda que apenas tapaba nada. Su cerebro estaba sobrecargado de emociones, de deseos, de dudas...

–Cariño, si lo estás deseando –dijo Diana, cambiando el tono por otro más profundo, suave, pero lleno de convicción. No parecía la voz de una chica de dieciséis años–. Estás babeando mirándome las tetas. Hace días que babeas por mí y rechazándome sólo consigues perjudicarte. –Diana situó las manos bajo sus pechos y los alzó, realzándolos aún más–. Mírame bien –dijo, echando la cabeza hacia atrás en un gesto sensual y emitiendo un seductor ronroneo; sin mover las manos de donde estaban, arqueó la espalda hacia atrás, tensando los músculos del abdomen, separando los muslos aún más, de modo que la minifalda se deslizó por la suave piel de sus muslos, subiéndose hasta mostrar parte de la tela roja que cubría la vagina. Diana continuó hablando, con el mismo tono de antes–: Mírame y pregúntate de qué te vale resistirte. ¿Cuándo volverás a tener la oportunidad de follar a un cuerpo como el mío? Piensa en mí como un hermoso cuerpo con el que puedes hacer lo que quieras, todo lo que quieras. Absolutamente todo. ¿No crees que si pierdes esta oportunidad te arrepentirás el resto de tu vida, cariño?

Noel ya estaba totalmente hipnotizado. El aislamiento que otorgaba el estar en un lugar solitario, encerrados en el coche, unido a la visión de aquel joven cuerpo lleno de pasión y la suave y cosquilleante voz de Diana habían dado una fuerza colosal al deseo que llevaba anidando desde hacía días. De pronto se encontró con una mano sobre el muslo de Diana, y ¡Dios!, aquel tacto cálido y aterciopelado le encantó. Un hermoso cuerpo con el que puedes hacer lo que quieras. Aquellas palabras se convirtieron en el eje central de su cerebro y de sus actos. Todo lo que quieras.


–Todo lo que quiera –murmuró, acariciando el muslo.

Diana le cogió la mano con ambas manos, la alzó y comenzó a chuparle los cuatro dedos como si fuese su miembro, al tiempo que presionaba los senos contra su antebrazo. Separó la boca de los dedos y se pasó la lengua por los labios con lascivia.

–Todo lo que quieras –confirmó Diana–. Soy tuya. Fóllame de una vez.

A partir de aquí, Noel perdió toda noción de cuanto le rodeaba. Una idea se le había metido en la cabeza: si poseía a Diana, toda la paranoia que le había atormentado durante todos aquellos días se evaporaría. Tan sólo tendría que entregarse al placer con Diana. Ella sería su chivo expiatorio, su confesionario carnal, por así llamarlo. Tal pensamiento animó e incluso justificó (según su punto de vista) sus actos, y ya no pensó más durante un buen rato. Comenzó a sobar todo el cuerpo de Diana, sus senos, su vientre su espalda, sus hombros, sus nalgas, sus muslos. Diana se quitó el top y la minifalda, mostrando el tanga rojo que llevaba, ante la mirada extasiada de Noel. A continuación, manoseó el miembro de Noel por encima del pantalón mientras se besaban con ardor y mucho intercambio de saliva en la boca, entrelazando las lenguas. Luego, Diana le desabrochó el pantalón, se lo bajó, apartó el elástico de los calzoncillos y admiró el buen tamaño de aquel pene antes de metérselo en la boca y chuparlo con absoluta devoción al tiempo que con la mano masajeaba los testículos, así durante largo rato, succionando, lamiendo, mordisqueando; luego desplazó los húmedos y calientes labios hacia los testículos y los chupó con igual apasionamiento, saboreándolos y sorbiéndolos como si de unas jugosas frutas se tratasen, después, sin darle tregua a Noel, deslizó su lengua hasta el ano y estimuló aquel orificio, provocando constantes gemidos y estremecimientos en el profesor, que jamás había sentido nada parecido; cuando Diana supuso que el hombre próximo al orgasmo, pasó su lengua en toda su extensión por los testículos alzándolos, y volvió a meterla la polla en la boca, chupando y succionando hasta que Noel se estremeció de pies a cabeza y comenzó a eyacular a borbotones en la boca de Diana, aguantando la cabeza de ésta con fuerza, obligándola tragar gran parte del semen si no quería atragantarse, tal como había hecho en aquel sueño (y tal como el había hecho a Susana, cosa que Diana ya sabía, por lo que no la cogió por sorpresa). Noel terminó de correrse por fin y liberó la cabeza de su alumna, que la alzó, jadeante y con el semen chorreando de su boca y barbilla. Sonreía.

–Eres una bestia –dijo–. Me encantas. Pero esto no ha terminado.

Para Noel tampoco, por lo visto, ya que su pene continuaba alzado, y aunque jadeaba con fuerza, en sus ojos todavía brillaba con fuerza el deseo. Diana comenzó a desabotonarle la camisa, descubriendo su pecho cubierto de abundante pelo, y comenzó a ascender con su lengua desde el ombligo pasando por su vientre, por su pecho, entreteniéndose en los pezones, luego pasando al cuello, y por último terminaron dándose un morreo que casi se podría calificar de salvaje, donde no faltaron los dientes apresando labios o lenguas que, además de explorar el interior de la boca, llenaban de saliva toda la cara del otro, sin que el semen que Diana tenía en la cara fuese un inconveniente a tener en cuenta. Mientras, Diana la mano se deslizaba perfectamente por los genitales de Noel gracias a los restos de semen que había por allí.

Noel buscó con una mano la palanca que había al lado del asiento y lo echó para atrás, señal inequívoca de que quería hacer espacio para dos. Diana lo captó sin problema, faltaba más. Se sacó el tanga y se puso sobre él a horcajadas, dirigió el pene al interior de su coño y, sin más preámbulos, comenzó a botar sobre su polla sin piedad, rodeando su cuello con los brazos con fuerza y frotando los senos contra su pecho, sin dejar de gemir de placer. Entretanto, Noel se dedicaba a manosear con desenfreno las nalgas de Diana, pellizcándolas con la misma falta de compasión que ella al galopar sobre él. Sus dedos se acercaban paulatinamente al centro de las nalgas, hasta que por fin alcanzaron el ano, que empezó a acariciar con un dedo, que no tardó mucho en introducir por aquel orificio que era de todo menos virgen. Aún así, a Diana le encantó y hasta la sorprendió. Noel había caído completamente a merced de sus encantos. Había sido una victoria completa.

Noel acabó por penetrarla sin ningún tipo de ternura con dos dedos, el corazón de cada mano; al poco, con cuatro, el índice y el corazón de cada mano, agrandando cada vez más el ano de Diana y otorgándole a ésta un placer añadido.

–Te gusta el culo de la nena, ¿eh? –dijo, entre jadeos. Entonces alzó las caderas hasta sacarse el pene del coño y con la mano dirigió el hinchado glande a la entrada del ano–. Pues fóllalo, cabrón, fóllalo hasta reventarlo.

Ni que decir tiene que Noel no se hizo de rogar e introdujo brutalmente la polla en el ano hasta los testículos. Diana soltó un grito de dolor y placer, los ojos le lloraron, pero eso no impidió que dos segundos después siguiera botando sobre su polla, disfrutando de cómo Noel taladraba su culo al tiempo que se masajeaba el clítoris. El rostro de ambos ofrecía la máxima expresión del vicio, desencajados, sudorosos y con el pelo revuelto, sin preocuparse de estar haciendo aquello a la luz del día. La suerte les acompañó, pues nadie pasó por allí en los minutos que duró la sesión de sexo, de lo contrario, los movimientos del coche y, sobre todo, los gritos de placer de Diana llamarían la atención de cualquiera. Unos minutos después, Noel se corrió, llenando de semen el ano de Diana. Luego se quedaron varios minutos más abrazados, exhaustos, jadeantes.

Diana tardó menos en recuperarse. Se vistió y se arregló el cabello con los dedos frente al espejo retrovisor. Luego besó con ternura los labios de Noel y le susurró al oído:

–Ha sido uno de los mejores polvos de mi vida, pero esto no ha terminado. Lo volveremos a repetir más veces. No me falles, cariño.

Dicho esto, que Noel sólo escuchó a medias, Diana dejó algo en su mano y salió del coche. Suspiró, sonrió satisfecha, y se alejó de allí.

Noel estuvo varios minutos más con los ojos cerrados. Su cerebro era un torbellino, pero el sonido de sus pensamientos era demasiado lejano para enterarse de nada.

Cuando se despejó lo suficiente como para ser más o menos dueño de sus actos, se incorporó y movió el asiento hacia delante. En ese momento se fijó en lo que Diana había dejado en su mano: era su tanga. Lo miró largo rato, lo acarició con le pulgar y lo dejó sobre el asiento del copiloto. Se puso los calzoncillos y el pantalón, se abrochó la camisa y puso el coche en marcha. Abrió la ventanilla y arrancó. Estuvo conduciendo durante más de una hora, hasta que en el interior del coche apenas se notaba el olor a sexo.

Noel llegó a su piso a las ocho y media pasadas de la noche y lo primero que vio al traspasar la puerta fue a su hija en el pasillo hablando por teléfono. Iba vestida con una minifalda y un top que tapaba poco más que el de Diana. Paseó la mirada por aquella piernas perfectas y por los senos perfectamente perfilados. No sintió nada ni pensó nada, ni siquiera alivio.

–Hola, papá –le saludó Susana, y al auricular–: Nada, es mi padre, que ya ha llegado. –Susana miró a su padre y le sonrió de un modo extraño–. Diana te envía saludos, papá. Dice que hoy te la encontraste y que fuiste muy amable con ella.

Noel se quedó de piedra y miró a su hija con una expresión a medio camino entre la sorpresa y el pánico, pero Susana continuaba hablando de temas triviales sin hacerle caso. Noel entró en la sala y se dejó caer en el sofá (en el mismo sitio donde su hija se había masturbado mirando a su madre dormida). El corazón le iba a cien por hora.

Lucía vino de la cocina para saludarle, pero al ver que él la ignoraba, sonrió confusa y regresó, suponiendo que su marido tenía cosas importantes en las que pensar. No se equivocaba. Noel tenía mucho en lo que pensar. No obstante, un único pensamiento flotaba en su cerebro en esos momentos. Un pensamiento repetitivo, constante, intermitente, acosador y acusador.

¿Qué he hecho?

Y cada vez que la pregunta se repetía, una ola de culpabilidad chocaba contra su pecho con más fuerza, erosionándolo.​
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heranlu

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 004



Susana observaba a su padre, que estaba sentado en el sofá, con expresión ausente, incluso abatida, desde el marco de la puerta de la sala, y pensó: "Así que detrás de ese tipo aburrido y reprimido, hay una bestia que disfruta del sexo como el que más. Quién lo diría."

Cierto que le resultaba sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que ella albergaba dudas sobre la eficacia del plan de seducción de Diana, a pesar de la voluptuosidad que ésta exhalaba por todos sus poros y de su maravilloso cuerpo. Pero lo cierto era que le costaba imaginarse a su padre vencido ante los encantos de una jovencita, dado su marcado carácter estricto plagado de prejuicios. Pero ahí estaba, ese hombre que tanto despotricaba contra la juventud actual y la promiscuidad, se había follado a una chica que podría ser su hija, y no de un modo muy tierno precisamente. A Susana aún le duraba la excitación de cuando Diana le había descrito cómo Noel la había penetrado por el culo y como se había corrido en su boca. "Creo que si cuando empezamos le hubiera dicho que lo dejáramos, me habría violado", le había dicho Diana, excitada, y excitando a su amiga. Así que a su papaíto le iba el sexo duro. Quién lo diría viéndole ahora, decaído y cabizbajo, presa de los remordimientos. Disimuladamente, Susana se pellizcó las nalgas, lo cual sólo aumentó su excitación. Le entraron unas ganas tremendas de entrar en la sala, sacarse las bragas delante de su padre y decirle que podía hacer todo lo que le viniese en gana con su culo y su coño, que no se atormentase más y la follase como había hecho con Diana. Pero claro, no podía hacer eso; primero, porque su madre estaba en la cocina, y segundo, porque su padre aún no estaba preparado para semejante paso. De modo que Susana tendría que tener paciencia y esperar. Mierda, ¿por qué sus padres no eran tan viciosos como ella? Así todo sería más fácil.

Susana decidió darse un baño, momento que aprovechó para masturbarse utilizando un bote de champú de tamaño mediano mientras imaginaba que su hermano y su padre la follaban al mismo tiempo por el coño mientras ella devoraba la vagina de su madre. Oh, qué feliz sería si esta fantasía se cumpliese.

Noel no tardó mucho en darse cuenta de que su descenso a los infiernos no había hecho más que empezar. Si en algún momento creyó que sus problemas estarían resueltos sólo por fornicar con Diana, es que era de lo más ingenuo. Para empezar, durante la noche apenas había descansado, asaltado a cada momento por múltiples escenas de sexo desenfrenado donde los gemidos agudos y lascivos de Diana hacían vibrar sus tímpanos; ni que decir tiene que su pene se mantuvo erecto toda la noche. Tras superar una ridícula vergüenza (teniendo en cuenta lo que había hecho con Diana), se masturbó sin molestarse en evitar pensar en su alumna mientras se daba placer; no tardó mucho en alcanzar el orgasmo. De todas formas, aún tuvo que esperar varios minutos antes de que su miembro encogiese. Luego se levantó de la cama, sintiéndose como si hubiese estado una semana sin dormir. Sin preocuparse por la amplia mancha de humedad que había en la entrepierna de su pijama, se dirigió al cuarto de baño, con los ojos entrecerrados, encendió la luz y se encaró al retrete. Los ojos se le abrieron de golpe, al máximo, y su cerebro se despejó por completo.

Allí, sentada en el urinario, con el tanga negro en los tobillos, el vello púbico rubio asomando entre las ingles y los voluptuosos pechos apretados entre los bíceps, se encontraba Susana, con la inocencia plasmada en sus ojos cobrizos y los labios entreabiertos en una leve y fingida expresión de sorpresa. Noel se quedó paralizado y, a pesar suyo, sus ojos se posaron sobre aquellos hermosos senos, exuberantes, rellenos, apetitosos. Cerró los ojos con fuerza y se dio la vuelta, pero sin salir del baño todavía.

–Perdóname, hija –dijo, con voz temblorosa–. No sabía que estabas aquí.

–No te preocupes, papá –respondió Susana, que sabía muy bien que su padre era siempre el primero en levantarse–. Es culpa mía por no haber encendido la luz. Es que me molestaba...

–No pasa nada, no pasa nada –atajó su padre, sin darse cuenta de que todavía seguía dentro del cuarto de baño, tan trastornado le había dejado la escena.

Susana se levantó, se limpió entre las piernas con papel higiénico y se subió el tanga sin dejar de mirar a su padre, que continuaba dándole la espalda. Sonrió con malicia y tiró de la cisterna. Al pasar al lado de su padre para salir, se cuidó de restregar los pechos contra su brazo de un modo nada disimulado. Del sobresalto, Noel casi tocó el techo con la cabeza. Miró a su hija con una expresión cercana al terror, abrazándose a sí mismo como si tuviese frío, con la mente bloqueada por el cansancio y las constantes presiones. A Susana casi le dio pena, pero también –y sobre todo– la excitó.

–Perdona, papá –le dijo, con franca coquetería–. Ya puedes hacer tus cositas. –Tras lo cual, salió del baño contoneando sus atractivas nalgas, suponiendo, con acierto, que su padre les echaría un buen vistazo.

Como un sonámbulo, Noel cerró la puerta del baño con el pestillo. El cuerpo desnudo de su hija parpadeaba en su mente incesante, insistente, reclamando toda su atención: sus pechos, sus muslos, el vello de su pubis, sus nalgas; recordó el cuerpo desnudo de Diana, el placer que sintió al penetrarla por delante y por detrás, y cuando se corrió dentro de su boca.

Tenía el pene erecto. Se lo miró con expresión ausente, y, con movimientos mecánicos, faltos de emoción, se bajó el elástico del calzoncillo como si fuese a mear y comenzó a masturbarse sin siquiera disfrutar del acto, únicamente por inercia, como una reacción a la presión que aplastaba su cerebro. Lágrimas brotaban de sus inexpresivos ojos cuando alcanzó el orgasmo.

Susana se encontró con Diana en el vestíbulo del instituto. La primera iba vestida con un pantalón de lycra blanco que se ceñía deliciosamente a su trasero y a sus muslos y una blusa del mismo color que le dejaba los hombros al descubierto y enseñaba el inicio del nacimiento de los senos; y la segunda llevaba unos vaqueros negros ajustados y una camiseta de tirantes roja que amenazaba con dejar escapar alguno de los dos pechos cada vez que caminaba y éstos se bamboleaban provocativamente. Como era de suponer, sus presencias eran un reclamo para las miradas masculinas, pero ellas no prestaban atención a eso. Tenían cosas más importantes de que hablar.

–Mi padre está que ya no puede más –le dijo Susana a su amiga–. Esta mañana me vio desnuda... Bueno, casi desnuda, y se notaba a la legua que me devoraba con los ojos.

–Sí, a mí ya me ha dejado claro que es una bestia. ¡Vaya forma de follarme el culo! Todavía lo tengo algo dolorido, pero no me importaría hacerlo otra vez.

–Eres una zorra –se quejó Susana–. Si sigues dándome tanto detalle me vas a volver loca.

Las dos se echaron a reír.

–Bueno, a lo que vamos –dijo Diana–. No sé si lo sabes, pero este viernes va a haber huelga.

–Algo he oído.

–Bueno, lo importante es que eso significa que no va haber clase. Y lo más importante, este viernes mis abuelos se van por la mañana con unos tíos míos a visitar a no sé qué familiares que viven en Santander. Es decir, que mi piso va a estar libre todo el día.

–Es decir... –A Susana le brillaban los ojos con intensidad. No pudo evitar estrujarse un pezón por encima de la blusa, fingiendo que se rascaba.

–Es decir, que voy a destrozar a tu padre a polvos estos días, y espero conseguir sin dificultad que el viernes se presente en mi piso para follar toda la mañana conmigo. –Diana miraba a Susana a los ojos con expresión ansiosa, parecía que se quisieran devorar... cosa que no estaba tan lejos de la realidad. Diana añadió–: Lo que el pobre padre de familia no sabe es que va a tener dos putas para él en vez de una.

Susana se mordió el labio sensualmente. Un chico que la estaba observando en ese momento sufrió una leve erección al ver el gesto.

–Pobre papá –dijo–. Lo vamos a violar.

Se sonrieron con complicidad, conteniendo a duras penas la excitación.

–Diana.

–¿Qué?

–¿Te gustaría que fuéramos a servicio y así me comes el coño un rato?

–Sólo si tú luego me haces lo mismo.

–Yo, lo que voy a hacer es comerte el culo. Estoy deseando probar el agujerito por donde mi padre te folló.

Diana se pasó la lengua por el labio superior con lascivia.

–Con eso me conformo –dijo.

Ya no había más que hablar, de modo que se dirigieron al servicio de chicas, se encerraron en un cubículo y se entregaron al placer oral. Ni que decir tiene, llegaron tarde a clase.

Sonó el timbre que anunciaba el recreo y todos los alumnos se apresuraron a salir de las aulas, nada dispuestos a desperdiciar aquellos preciosos minutos de descanso. Noel continuaba sentado en su silla, con los codos apoyados en la mesa y expresión meditabunda. Apenas era consciente de que los alumnos que salían le miraban extrañados. Era lógico, jamás había estado tan distraído durante una clase. Se había equivocado en los ejercicios que exponía en la pizarra en diversas ocasiones, y ni siquiera sintió vergüenza cuando un alumno más bien mediocre le corrigió dos veces, la segunda mostrando una sonrisa de desesperante suficiencia que Noel no estaba en condiciones de tener en cuenta.

No podía dejar de pensar en Diana. Diana, Diana, Diana... Un hermoso cuerpo con el que puedes hacer todo lo que quieras, le había dicho en el aparcamiento, y esa frase barrió todo rastro de pensamiento racional, reavivando una lujuria sin límite de la que nunca tuvo conocimiento. Ni siquiera las –pocas– veces que había hecho el amor con su mujer le había ocurrido algo semejante. Si esto ya de por sí le parecía grave, el hecho de tener que reprimir con todas sus fuerzas la erección que pugnaba por aparecer cada vez que recordaba a su hija sentada en el retrete, desnuda, con el tanga en los tobillos, le hacía sentir que había cruzado el punto sin retorno. De hecho, ya lo había cruzado desde el momento en que no pudo resistirse a Diana. Además, no podía olvidar que esa misma mañana se había masturbado justo después de ver a su hija desnuda, y su capacidad de autoengaño no lograba disimular ese acto. Se había masturbado pensando en su hija, su propia hija, y nada podría borrar ese recuerdo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Adónde le llevaría toda aquella situación demencial? ¿Realmente le estaba ocurriendo todo aquello a él? No lo sabía. No tenía ni la más remota idea.

La puerta del aula se cerró y Noel, sobresaltado, volvió la cabeza en esa dirección. Diana le observaba con una leve sonrisa maliciosa; en el brillo de sus ojos pudo ver en qué posición estaba con respecto a ella y sintió miedo, pero al mismo tiempo, algo de aquella lujuria que le había poseído el día anterior latió en su interior.

–Hola, cariño –le saludó Diana, avanzando hacia él; uno de los tirantes de la camiseta se había deslizado por su hombro hasta el bíceps, mostrando una mayor porción del seno de ese lado–. ¿Me echaste de menos?

Noel no dijo nada. Su mirada estaba clavada en aquel pecho a medio descubrir y ni siquiera se molestó en intentar resistirse. A esas alturas, ya todo le daba igual.

–Ya veo que sí –dijo ella, inclinándose hacia él para besarle en la boca. Luego se subió la camiseta hasta desnudar los pechos, cuyos pezones estaban erectos–. ¿Quieres comerlas un poquito?

Sin pronunciar palabra, Noel llevó una mano hasta los hermosos pechos y empezó a acariciar la suave y tersa piel. Diana emitió un débil gemido. Noel pasó la lengua por un pezón, luego por el otro, a continuación los chupeteó y succionó, deleitándose con su sabor. Aquello era hermoso, oh, sí, muy hermoso; tal vez valiese la pena perder la cordura por ello.

Mientras Noel devoraba sus senos, ahora estrujándolos con las manos, Diana alargó las manos para abrir la bragueta de su pantalón y sobar el erecto pene por encima del calzoncillo. Noel, a esas alturas dominado por la excitación, se reclinó en la silla, separando más los muslos. Diana sonrió, captando el mensaje a la perfección y satisfecha de confirmar que Noel estaba dominado. Tiró del elástico del calzoncillo hacia abajo, liberando la endurecida polla e inició una concienzuda felación que arrancó gemidos de placer a Noel, que echaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos, concentrado únicamente en aquellos labios y aquella lengua recorriendo todo su miembro. Por esto, no vio cómo se abría la puerta del aula ni a su hija entrar sigilosamente. Susana cerró la puerta tras de sí, con sumo cuidado, y apoyó el trasero en la pared para contemplar el espectáculo.

Diana, que sabía que Susana aparecería, aunque no la había oído, supo que Noel estaba próximo al orgasmo en cuanto sintió sus manos rodeando su cabeza, sus dedos penetrando en su cabello. Succionó con fuerza y en ese momento, fiel a su costumbre, Noel sujetó la cabeza de su joven amante y manteniendo todo el pene dentro de su boca, se corrió en la garganta de Diana. Cuando por fin la liberó, ella se apartó tosiendo, con el semen colgándole desde el labio inferior. Le gustaba aquel hombre, cómo la usaba como un mero objeto sexual. Era fabuloso. Diana sonrió, mostrando los dientes cubiertos de semen.

–Me encanta cómo lo haces, papá –dijo Susana, con voz sensual.

Si hubiera visto aparecer un cadáver de bajo las baldosas, la expresión de Noel no habría sido muy diferente de la que mostraba en esos momentos. Estaba pálido como el papel, la boca abierta en lo que podría ser el inicio de un grito mudo de horror, los ojos abiertos como platos. Estaba paralizado, con los ojos clavados en su hija.

Susana le miraba sonriente, divertida por la cara de su padre, y sobre todo, excitada por lo que acababa de ver. Con las manos se estrujaba los pechos por encima de la blusa. Diana caminó hasta ella, le cogió el rostro con las manos y, metiéndole dos dedos entre los labios, le indicó que abriera la boca. Susana lo hizo. Noel pudo ver con toda claridad como Diana filtraba el semen –su semen– que guardaba en la boca por entre sus labios para depositarlo en el interior de la boca de su hija; luego fue Susana quien hizo descender el caliente líquido viscoso hasta la lengua de su amiga, y seguidamente se dieron un apasionado beso, entrelazando las lenguas cubiertas de semen y con los senos de una apretujados contra los de la otra. La escena era como un viento estival en pleno Polo Sur, y por supuesto, Noel no fue insensible a lo que estaba viendo, tal como demostraba la nueva erección que ostentaba.

Susana y Diana separaron las bocas, varios hilillos de semen unían sus labios que pronto desaparecieron.

–Eh, mira a tu papi –dijo Diana, sonriendo ampliamente, con restos de semen en los labios–. Parece que le gusta vernos dándonos besitos.

–Pues mostrémosle lo que quiere ver –contestó Susana, con otra sonrisa maliciosa, pasándose la lengua por los labios.

Y así lo hicieron, se dieron un morreo muy largo y húmedo, moviendo labios y lengua despacio, para que el patidifuso espectador no perdiese detalle, mientras apretaban sus pechos y se sobaban las nalgas por encima del pantalón.

Noel era incapaz de apartar la mirada; las devoraba con los ojos, se mordía los labios. Cuando se quiso dar cuenta, ya tenía la diestra masturbando su miembro. Apartó la mano, sobresaltado, y clavó las uñas de ambas manos en el apoyabrazos. No quería sentir lo que estaba sintiendo, ni disfrutar con lo que estaba disfrutando. Pero era inevitable. Allí estaba, sentado en su propia aula, con los pantalones bajados, la polla levantada y observando a su hija montándoselo con su amiga, la misma chica que él había poseído el día anterior. ¿Quién coño podría creérselo? Aquello tenía que ser un delirio fruto de sabe Dios qué enfermedad, o droga, o virus, o lo que fuese. El hecho era que estaba deseando ayudar a Diana a manosear a su hija. De pronto pensó en su mujer, en su benevolente y sumisa esposa, pensó en la cara que pondría si supiese aquello. Desesperadamente, se aferró a este pensamiento, el más decente que había tenido desde hacía tiempo.

–Bueno, cariño –dijo Diana, que ya había separado los labios de los de Susana, aunque seguía pegada a ella–. Nos vamos ya, que casi ha terminado el recreo. Y no queremos que nadie nos vea así, ¿verdad? Mejor será que tapes esa maravillosa polla.

Noel se levantó de un salto y se subió los calzoncillos y el pantalón a toda prisa. Susana y Diana se dirigieron al pasillo. Antes de cerrar la puerta tras de sí, Susana le miró por encima del hombro con una sonrisa cómplice, y le dijo:

–Tu leche es deliciosa –y le envió un beso.

La puerta se cerró.

Noel estaba petrificado, el rostro completamente ruborizado como un adolescente al que la chica más popular de la clase le envía un piropo. La escena se repitió en su mente a cámara lenta: su hija vuelve la cabeza, su cabello rubio y ondulado se agita levemente, sus ojos grandes y cobrizos están semicerrados sensualmente, de entre sus labios carnosos y lujuriosos surgen unas palabras, tu leche es deliciosa, y seguidamente, los bellos labios de su hija le envían un beso que es todo, menos fraternal. Su hija estaba preciosa en esos momentos.

Los días siguientes fueron una auténtica sucesión de demenciales secuencias que para Noel poco o nada tenían que ver con la realidad. Él parecía formar parte de un reparto en una obra de teatro lasciva e incoherente.

Para empezar, la misma tarde del lunes, en cuanto llegó a casa, se encontró con que Diana estaba allí, en la sala, con Susana y Lucía, hablando animadamente. También estaba Héctor, sentado en un sillón y observando a las dos macizas adolescentes, pero Noel no se fijó en él para nada. Le saludaron con buen humor, y Susana, además, le dio un abrazo y le besó en la mejilla, restregando los senos contra su pecho. Noel, con una erección en proceso de crecimiento, se fue al baño donde no le quedó otro remedio que masturbarse. Cenaron juntos, Diana sentada al lado de Noel, de modo que a cada poco, éste sentía la mano de la chica sobándole la entrepierna. Aunque no era la única mano traviesa que se movía bajo la mesa: Susana prácticamente estaba masturbando a su hermano y éste tuvo que hacer verdaderos esfuerzos, disimulando con la comida, para que no se notase el momento en que llegó al orgasmo. Aun así, su madre le preguntó si estaba bien, a lo que él respondió que se había atragantado, y fingió un poco de tos. Susana se echó a reír mientras se chupaba los dedos.

El martes, durante el recreo, Diana interceptó a Noel cuando caminaba por el pasillo, lo arrastró a una de las aulas que ninguno de los dos había pisado antes y allí hizo que él le comiese el coño hasta el orgasmo; luego fue ella quien le hizo una felación hasta que Noel se corrió en su boca. De nuevo, Diana se quedó a cenar en el piso de la familia de Noel, y de nuevo Susana le recibió con un abrazo y un beso, aunque esta vez el susodicho beso se acercó peligrosamente a los labios. Además, mientras Lucía y Susana fregaban (Susana frotándose contra su madre a la mínima oportunidad), y Héctor metido en su cuarto, supuestamente haciendo los deberes, pero en realidad mirando un cómic erótico que le había prestado un amigo, Diana acompañaba a Noel en la sala, sentados uno al lado del otro en el sofá, y ella no tardó en buscar los labios de su profesor para darle un ardoroso beso mientras su mano frotaba el ya erecto pene por encima del pantalón; él trataba de controlarse lo máximo posible, pero acabó alargando un brazo para manosear aquel jugoso trasero que cada día deseaba con más ansia penetrar de nuevo. Alcanzó el orgasmo poco antes de que Susana y su madre volviesen de la cocina.

El miércoles Noel ya esperaba a Diana en la aula donde acababa de dar clase, deseando otra sesión de sexo oral, y al mismo tiempo, deseando que alguien les descubriese para que así le metieran en la cárcel y se acabase aquella situación de locos. Diana apareció, con su minifalda, sus hermosas piernas desnudas y su top que permitía ver su ombligo. Esta vez reservaba algo mejor para Noel; en su mano sostenía un preservativo aún sin abrir. Noel no perdió tiempo, se puso el condón, y unos instantes después tenía a Diana contra la pared, con las bragas en un tobillo, la minifalda subida, una pierna rodeando su cintura y la polla penetrándola salvajemente. En casa, Diana no estaba, para variar, pero sí Susana, que iba vestida con unos mínimos pantaloncitos cortos y una camiseta de tirantes. Lucía estaba duchándose y Héctor en su cuarto, así que Susana no pudo resistir la tentación de dar un paso más. Esta vez, al recibirle con un abrazo, pasó lascivamente su lengua por toda la mejilla de su padre, y viendo que éste no reaccionaba, cogió sus manos y las llevó hasta sus nalgas. Noel no las quitó de allí.

–Te amo, papi –le dijo Susana, y comenzó a besar sus labios, a pesar de que Noel no respondía, aunque tampoco se apartaba.

Susana estaba un poco decepcionada, pero al menos su padre no la había rechazado. El pobre estaba bloqueado, parecía en estado de shock. Continuaba con las manos en las nalgas de su hija, como un maniquí. Susana se apartó de él, consciente de aquel no era el momento de seguir adelante, aunque estaba segura de que de continuar con su ataque, su padre la follaría irremediablemente, pero todavía no era el momento ni el lugar. Cuando Susana se fue a su dormitorio, Noel se encaminó al suyo y, moviéndose como un autómata, se tumbó en la cama. Todavía sentía la lengua de su hija recorriendo su mejilla, sus labios besándole, sus manos posadas en aquel hermoso culito. Se dio cuenta de que tenía una erección, pero eso ya no le parecía ninguna novedad. Tampoco suponía una sorpresa significativa el convencimiento de que estaba condenado, de que ya no había salvación para él.

El jueves volvió a follar con Diana, esta vez con él sentado en su pupitre y ella cabalgando sobre su falo. Después del orgasmo, la perversa chica le dijo que al día siguiente, que había huelga, fuese hasta su piso, ya que estaría sola. Le apuntó la dirección en un trozo de papel y le dijo que le esperaba a las diez de la mañana, que entonces tendrían la intimidad necesaria para que él hiciese con ella lo que le viniese en gana. A Noel se le hizo la boca agua.

A la una y media de la madrugada del viernes, Noel continuaba despierto, incapaz de pensar en otra cosa que no fuese el cuerpo desnudo y sudoroso de Diana retorciéndose de placer mientras su polla entra y sale de aquella cueva húmeda y ardiente que abrasaba sus sesos. Se levantó de la cama, sudando, y miró un momento a su mujer. Lucía dormía de lado, dándole la espalda; mechones del largo cabello negro se extendían sobre la almohada. Noel sintió una súbita tristeza. Hacía años que Lucía y él se habían distanciado, y era consciente de que la culpa era únicamente suya. Era una mujer hermosa, y no entendía cómo podía ser tan indiferente ante sus encantos, pero así era, incluso ahora. Ni siquiera sabía si aún la quería, pero sí era capaz de notar una especie de sensación de pérdida al mirarla. O tal vez era el saber lo mal que ella se sentiría si supiera lo que le estaba pasando a su, hasta entonces, firme y estricto marido. Dejó de pensar en ello y salió al pasillo. En el cuarto de baño, orinó, aprovechando que su erección había menguado, y se lavó la cara. Cuando volvía a su cuarto, oyó algo que provenía del dormitorio de Héctor, y al volver la cabeza en esa dirección, observó que la puerta del cuarto de su hijo estaba entreabierta. Volvió a escuchar el sonido. Esta vez, al estar atento, pudo constatar que se trataba de un gemido, o algo parecido. Lo primero que pensó fue que su hijo estaba teniendo una pesadilla o que se estaba masturbando. Pero cuando escuchó también un sonido líquido, como de chapoteo, muy débil, empezó a sospechar algo que no hubiera sospechado hacía unos días. Entonces vio que la puerta del dormitorio de su hija también estaba entreabierta. Movido por la curiosidad y una esperanza apenas existente de que no estuviera ocurriendo lo que temía, asomó la cabeza por la puerta. Escuchó jadeos, el suave crujir del somier, sonido de piel con piel, besos, susurros ininteligibles, algún que otro gemido mal disimulado; sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio lo que sabía que era la forma de su hija moviéndose sobre su hijo. Se echó hacia atrás, con el corazón desbocado. No podía ser, sus dos hijos mantenían relaciones sexuales, y no le cupo duda de que había sido Susana quien había provocado la situación. Pero, ¿cómo pudo engendrar una hija tan falta de escrúpulos, que no tenía el más mínimo inconveniente en hacerlo con cualquier chico del instituto, en incluso con chicas, en insinuarse abiertamente a su propio padre o follar con su hermano? ¿Era posible que una chica de tan sólo dieciséis años pudiese ser tan amoral?

Noel entró en su cuarto, cerrando la puerta. Se tumbó en la cama y pensó en su hija cuando era pequeña, tan dulce, tan inocente... Luego pensó en la Susana de ahora, promiscua, provocadora, perversa. Recordó la noche en que soñó que Diana le hacía una felación y cómo al despertar descubrió que tenía el calzoncillo bajado y restos de semen. En aquel momento pensó que se había masturbado en sueños, pero eso nunca le había pasado, y ahora sabía la verdad. Su propia hija lo había hecho, o quizá algo peor, quizá había utilizado la boca. Y tal vez él había dicho el nombre de Diana mientras soñaba, y Susana... Era una teoría demencial, pero la verdad es que sólo lo era si se tenían en cuenta restricciones morales, restricciones que Susana ya había quebrantado hacía tiempo; eso significaba que todo lo que vino después, el creciente acoso por parte de Diana, había sido, desde el principio, obra de su hija.

Noel se dio cuenta de que volvía a tener una erección, y esta vez no había duda de que había sido a causa de pensar en Susana. Ya no le era posible autoengañarse: su hija quería fornicar con él. Y a él, su propio padre, le excitaba la idea. Sin embargo, aún le quedaban algunos vestigios de moralidad en lo más profundo de su mente, y esos vestigios le decían que todavía tenía elección. Podía elegir entre dejarse llevar por la corriente de lujuria que había abordado su vida, o bien, cortar todo vínculo con su familia, divorciándose de su mujer y yéndose a vivir a cualquier sitio lejos de allí. La decisión era suya, y lo sabía.

A las diez y cinco de la mañana, Noel se detuvo frente al portal del edificio donde vivía Diana. Había dejado el coche aparcado cerca del instituto. Suspiró. Allí estaba, dispuesto a condenarse para siempre. Estaba cayendo en picado en el mismo centro del infierno. ¿Era eso lo que quería? No tenía ni idea.

Pulsó el botón del portero correspondiente al piso de Diana. Ésta tardó poco en abrir la puerta, sin decir nada. Noel subió en el ascensor. Diana le esperaba con la puerta abierta con una amplia sonrisa; no parecía haber dudado ni por un instante que Noel iría. Vestía una camiseta sin mangas blanca y naranja por los hombros que permitía ver una porción de su liso abdomen, una minifalda a cuadros escoceses donde predominaba el verde oscuro, y unos calcetines que le llegaban por debajo de las rodillas, a rayas de colores verde oscuro, rojos y negros; no llevaba calzado. Noel admiró aquellos bellos muslos que él ya había manoseada varias veces, y luego observó su cuerpo entero. Era una belleza nacida para el pecado. Tal vez fuese una compensación razonable.

–Adelante, cariño –le invitó Diana.

Se besaron en la boca después de que ella cerrase la puerta.

–Sígueme –dijo ella, precediéndole.

Noel fue tras ella con la mirada fija en el vaivén de la minifalda, que se bamboleaba al ritmo del contoneo de las caderas. Estaba deseando volver a penetrar aquel voluptuoso culito. El trayecto fue corto, ya que la sala de estar estaba frente a la entrada, tras un corto tramo de pasillo. Era una sala grande, que olía a limpio, amueblada con buen gusto. Había un sofá, dos sillones, una amplia alfombra entre estos y una mesita de nogal, con superficie de cristal, otra mesa para comer, rectangular, con un jarrón con flores y seis sillas a su alrededor, una ventanal cubierto por una cortina rosa pálido, un televisor de treinta pulgadas frente al sofá, dentro de un gran mueble que también contenía una minicadena musical, y múltiples fotos y figuritas de animales; un par de cuadros de paisajes colgaban de las paredes. Pero Noel no se fijó en nada de todo esto, porque sentada en el sofá se encontraba Susana, sonriéndole como si su presencia allí fuese lo más natural.

Diana se sentó junto a Susana y la besó en la mejilla.

–Espero que no te importe que haya invitado también a tu hermosa hijita –dijo, con naturalidad–. Después de todo, ella conoce nuestro secreto.

"Y yo el suyo", pensó Noel recordando la noche anterior, cuando descubrió a sus dos hijos fornicando. Tras el sobresalto inicial, consideró lógica la presencia de Susana allí; después de todo, ella era la que había empezado todo aquello.

Susana vestía una camiseta de manga larga negra con un 6 en el pecho –bien moldeado– de color verde, unos ceñidos vaqueros con una cinturón plateado ancho y calcetines negros.

–Hola, papá –le saludó.

Noel no dijo nada.

–Siéntate, cariño –le dijo Diana–. No estés ahí de pie.

Aquel era el momento crucial: si Noel salía en aquel mismo instante del piso, salvaría lo poco que quedase de su alma, en cambio, si se quedaba, ya no habría vuelta atrás.

Dudó.

Unos segundos después, se sentó en uno de los sillones, que quedaba perpendicular al sofá, un poco separado de éste. Ya estaba. Había tomado su elección.

–¿Quieres tomar algo? –le preguntó Diana–. Tengo champán, para celebrar la ocasión –añadió, enviándole un guiño pícaro a Noel.

–De acuerdo –contestó él.

Diana salió de la sala. Noel miró a su hija; se dio cuenta de que no la estaba mirando con deseo, sino como siempre, como a su hija. De pronto, su mente le hizo creer que estaban en su casa, que todo había vuelto a la normalidad. La realidad no tardó en hacer acto de presencia, bajo la sensual forma de Diana, que llevaba en una mano una botella de champán y en la otra tres copas alargadas. Dejó las copas sobre la mesita del centro y extendió la botella a Noel.

–Ábrela tú, porfa, que tienes más fuerza.

Noel lo hizo, sin mayor dificultad. Sentía un pronunciado ambiente surreal, como si estuviese en un sueño. Su mente parecía flotar y percibirlo todo ralentizado.

Diana llenó las copas y entregó una a cada uno. Tras beber todos unos cuantos tragos en silencio, la anfitriona volvió a salir sin decir nada, y regresó con dos tazones de desayuno, que apoyó sobre la mesa, junto al champán; también dejó una moneda de cincuenta céntimos. A continuación, conectó la minicadena; empezó a sonar música pop.

–Bueno –dijo Diana, situándose frente a Noel–. Ahora que ya está todo preparado, voy a explicarte las reglas del juego que Susana y yo hemos ideado para la ocasión.

–¿Juego? –repitió Noel, confuso. Los niveles de surrealismo aumentaban y disminuían a cada momento. Se sentía en manos de aquellas dos chicas, y la sensación le gustaba. Era todo un descubrimiento para él, que siempre le había gustado tener el control de todo. Dejarse llevar era mucho más satisfactorio.

–Sí –contestó Diana–. Ya verás que bien lo pasamos. Es muy sencillo. Verás –Diana cogió la moneda de cincuenta céntimos–. Tú cogerás esta moneda, la lanzarás al aire para sacar cara o cruz. Si sale cara, cogerás uno de los papeles que hay en este tazón –señaló el tazón de color blanco–, en el cual habrá una orden escrita, que habrá que cumplir. ¿Lo has entendido?

Noel asintió. Se sintió como un adolescente jugando con las chicas más guapas del instituto –cosa que jamás hizo en su juventud–, y esa sensación también le gustó, incluso le excitó.

–Bien –continuó Diana–. En caso de que salga cruz, significará que una de las dos tendrá que quitarle una prenda de ropa a la otra; en ese caso, tendrás que lanzar de nuevo la moneda para ver quién de las dos lo hará. Hemos decidido que yo seré cara y Susana, cruz. ¿Lo has entendido, cariño?

Por supuesto que lo había entendido, y también le había excitado. Se estaba prestando a un juego erótico en el que participaría su hija y la idea, además de asustarle un poco, le había provocado una erección tremenda. Miró a su hija, que sonreía con entusiasmo y cuyos ojos brillaban de excitación. Le turbó un poco el hecho de seguir viéndola como hija y no como mujer. Eso le hizo preguntarse si sería capaz de cumplir su elección. A pesar suyo, sintió una leve esperanza. Si esto fuese cierto, significaría que no era un degenerado, tal como pensaba; tal vez hubiese salvación para él. Decidió que aquello sería algo más que un juego para él: sería la prueba que determinaría cual era su lugar.

–¿Cariño? –preguntó Diana.

–Sí, lo he entendido –contestó él.

–Entonces, ¿estás preparado para empezar?

–Sí.

–¿Y tú? –Diana se dirigió a Susana.

–Desde luego –contestó la aludida, mirando a su padre con franco deseo.

–Perfecto.

Diana le entregó la moneda a Noel y arrastró la mesita con los tazones y el champán para acercarlo lo más posible al padre de su amiga, avanzando de espaldas de modo que su trasero quedase hacia Noel. Cuando sus pantorrillas dieron contra las piernas del hombre, se sentó sobre su entrepierna y notó la dureza.

–Mmmm –ronroneó, restregando las nalgas contra el endurecido pene–. Dan ganas de saltarse el juego.

–¡Ven aquí, calentorra! –exigió Susana, riendo.

–Voy, voy. –Diana se volvió hacia Noel y le besó los labios–. Disfruta con nosotras, cariño –dijo, y se fue a junto de Susana.

Noel observó la moneda. Aquella moneda determinaría su destino.

Noel impulsó la moneda hacia arriba con el pulgar. Lo moneda giró una veintena de veces antes de caer sobre la palma de su mano.

–¿Qué ha salido? –preguntó Diana, con sonrisa alegre.

–Cruz –contestó Noel.

–Eso significa que una de las dos tiene que quitarle una prenda de ropa a la otra –dijo Susana, sonrojada por la excitación.

–Ahora tira otra vez la moneda para saber cuál de las dos tiene que hacerlo –dijo Diana.

Noel lanzó la moneda de nuevo.

–Cara.

Diana miró a Susana con malicia.

–O sea, que tengo que quitarte una prendita –dijo.

Susana asintió, sonriendo.

–Bueno, ¿haces el favor de ponerte en pie, por favor?

Susana lo hizo. Diana, sentada en el sofá, le desabrochó el cinturón, luego, los botones del vaquero.

–¿Ya empiezas por ahí? –preguntó Susana, en absoluto molesta.

–Claro. Vas muy modosita. ¿Qué pensará tu papá?

Susana, que estaba de espaldas a su padre, le miró por encima del hombro mientras su amiga le bajaba el pantalón. Noel no la miraba, es decir, no la miraba a la cara, pero sí de cintura para abajo, siguiendo el descenso del vaquero. Observó aquel hermoso culo, voluptuoso, grande, pero bien proporcionado, perfilado por una bonitas bragas negras, con bordes violetas; luego vio que su hija no llevaba calcetines, sino unas medias negras que le llegaban hasta medio muslo y que la favorecían mucho. Deseó acariciar aquellas piernas y aquellas nalgas. La moneda no había tardado mucho en mostrarle su verdadera naturaleza. Estaba mirando a su hija con deseo, pero una parte de él todavía se resistía.

Diana, tras dejar el pantalón a un lado, en el suelo, y como si leyese los pensamientos de Noel, acarició las piernas de Susana, ascendiendo con sus manos hasta el trasero, que manoseó sin reparo.

–Qué buenorra estás, amor –dijo, como en éxtasis.

–Pero, ¿quieres parar? –se quejó Susana, sin apartarse–. No te adelantes.

–Lo siento, lo siento. Me cuesta resistirme –contestó Diana, apartando las mano de Susana, que volvió a sentarse, con los muslos algo separados.

Noel clavó la mirada entre los muslos de su hija, pero al instante la apartó, hecho que le hizo fijarse en el segundo tazón que había traído Diana, el de color amarillo, y del cual nadie le había dicho nada. También tenía papeles dentro.

–¿Y eso? –preguntó, señalándolo, más que nada para intentar pensar en otra cosa.

–¿Eso? –contestó Diana–. Eso es para cuando estemos desnudas –se pasó la lengua por los labios–. Es para la segunda fase del juego.

Noel tragó saliva.

–Venga, tira de nuevo la moneda –dijo Diana.

Noel obedeció.

–Cara.

–Entonces, coge un papelito y lee lo que pone.

Noel cogió uno de los papeles doblados del tazón blanco. Los desdobló y vio que ponía: Masaje pectoral de 1 minuto (S y D). Imaginándose lo que significaba, lo leyó en voz alta.

–Eso significa que una de las dos le hará un masaje en las tetas a la otra durante un minuto, que tú tendrás que cronometrar –explicó Diana–. Pero antes hay que saber cuál lo hará. Ya sabes, tira de nuevo la moneda.

Noel lanzó la moneda. Salió cruz. Eso quería decir que Susana le haría el masaje a Diana.

Susana hizo tumbarse en el sofá a Diana y se puso a horcajadas sobre ella, para lo cual Diana tuvo que separar las piernas y mostrar las bragas a rayas de diferentes tonalidades de rosa que llevaba. Susana situó una mano en cada pecho de su amiga, por encima de la camiseta.

–Cuenta hasta sesenta, papi –dijo Susana, y comenzó estrujar los senos de su amiga y a manosearlos moviendo las manos en círculo, o hacia arriba y hacia abajo, o pellizcaba los pezones sin mucha delicadeza, con lo cual quedó claro que Diana, bajo la camiseta, no llevaba sujetador. Diana al principio decía cosas como "Qué bien lo haces, cariño", o "Me está subiendo la temperatura cosa mala". Pero a partir del minuto treinta y seis, dejó de hablar para limitarse a gemir por lo bajo, con los ojos cerrados y la boca entreabierta; empezó a mover todo el cuerpo como una serpiente, meneado el torno y las caderas, alzando de vez en cuando la pelvis. Noel estaba más que excitado. Sencillamente, deseaba estar en el lugar de su hija y follar a Diana por todos sus agujeritos. Pero todavía no era el momento, y la presencia de Susana seguía echándole un poco para atrás. De todos modos, ver a su hija sobando los pechos de su amiga de aquel modo era un espectáculo digno de ver, y también el modo en que movía el culo, de aquella manera tan sensual. Noel se imaginó a sí mismo penetrando el culo de su hija, pero apartó ese pensamiento de inmediato.

–Ya está –dijo, con voz ronca, cuando llegó hasta sesenta.

Susana se echó hacia atrás, suspirando y algo sudorosa, sentándose sobre sus tobillos sobre el cojinete del sofá. Diana jadeaba, con los pezones perfectamente moldeados por la camiseta de lo duros que estaban. Cogió aire, como haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, y se incorporó, quedando sentada.

–Eso ha sido... increíble –dijo, suspirando varias veces.

–Sí, ya veo que estás acalorada –rió Susana. Las dos estaban sonrojadas por la excitación, y poseían un brillo febril en sus pupilas.

–Venga, guapo –le dijo Diana a Noel–. No perdamos tiempo y lanza la moneda de una vez.

Noel lo hizo. Salió cara. Eso significaba un papel del tazón. Noel cogió uno y leyó: Noel da un masaje pectoral de un minuto. A Noel casi le da algo, pero el tren del vicio estaba en marcha desde hacía tiempo y ahora ya sólo podía aumentar de velocidad. El siguiente paso era saber a quién se lo daría. Conteniendo la respiración, Noel lanzó otra vez la moneda: cara. Es decir, Diana. Noel se sintió aliviado, aunque una parte de él quedó decepcionada.

–¿Otra vez? –dijo Diana yendo a junto de él–. Me van a estallar las tetas.

–No te quejes, que yo me tengo que quedar mirando –se quejó Susana.

Noel hizo como que no oyó esas palabras. Diana se sentó sobre uno de sus muslos, como si estuviese montando una moto. Noel pudo sentir claramente el calor que emanaba del coño de Diana.

–Vamos allá, campeón –dijo Diana, lívida.

Noel no tardó gran cosa en decidirse. Llevaba ya un rato largo deseando ponerle las manos encima a Diana. De modo que puso sus dos manos sobre los pechos de su joven amante y comenzó a manosearlos con deseo; pensar que hacía un momento había sido su hija quien había hecho aquello le animaba aún más (no quiso profundizar en el significado de esto). Diana, que estaba excitada por el masaje de Susana, no tardó mucho en ponerse a restregar el coño contra el muslo, moviendo la pelvis hacia delante y hacia atrás, concentrándose en darle gusto al clítoris. Tanto ella como Noel tenían que hacer verdaderos esfuerzos para no pasar a mayores, sabedores de que si lo hicieran, el juego perdería su gracia. No obstante, Diana empezó a frotarse con más fuerza contra el muslo de Noel y éste a estrujar los senos con mayor ansia, pellizcando de cuando en cuando los pezones. Susana no podía observar esto impasible, de modo que se acariciaba el clítoris mientras contaba los segundos.

–¡Se acabó! –dijo cuando llegó a sesenta.

–Es... Espera –gimió Diana, y siguió gimiendo y jadeando y suspirando unos segundos más hasta alcanzar el orgasmo que ya era imposible retener.

Se quedó abrazada a Noel, agotada y jadeante.

–Eres una zorra, te has corrido demasiado pronto –se quejó Susana, con buen humor.

Diana se recuperó un poco, besó a Noel en los labios y se levantó, suspirando. Regresó a sofá.

–No te preocupes –le dijo a su amiga–. Nadie se va a quedar con las ganas. Además, dos masajes en las tetas eran demasiado para mí. –Se dejó caer en el sofá y miró a Noel–. Bueno, cariño, toca volver a tirar la moneda.

Noel, que por primera vez en su vida estaba próximo al orgasmo sin necesidad de tocarse ni de que le tocaran el miembro, lanzó la moneda con una mano temblorosa. Esta vez salió cruz: una de las chicas tenía que dejarse quitar una prenda. Lanzó de nuevo la moneda: cara. De nuevo, Diana le quitaría una prenda a Susana.

–Parece que serás la primera en quedar desnuda –dijo Diana mientras le sacaba una media, manoseando la escultural pierna en el proceso.

–Pues en ese caso, espero que no os lancéis a mí antes de tiempo –contestó Susana, incluyendo a Noel, detalle que éste no pasó por alto.

Volvió a salir cruz cuando Noel lanzó la moneda, pero esta vez, por fin, sería Susana quien le sacase una prenda a Diana. Susana le dijo a su amiga que se pusiese en pie, deslizó ambas manos bajo la minifalda y le bajó las bragas.

–¡Guau, están empapadas! –dijo Susana, y pasó un dedo por el coño de Diana, oculto a los ojos de Noel–. Y no es lo único empapado –añadió, mostrando el dedo húmedo de líquidos vaginales.

–Ya me gustaría ver tu coño, a ver cómo está –dijo Diana, sentándose.

–A todo llegaremos. –Susana se lamió el dedo que había deslizado por la vagina de Diana, y luego se lo chupó.

A estas alturas, la mente de Noel era un horno que le derretía las neuronas. Ya no sabía si estaba en el infierno o en el paraíso. Volvió a tirar la moneda y tocó coger papel. En el papel que leyó Noel ponía: Noel pierde una prenda.


–Eso significa que una de las dos te quitará una prenda –explicó Diana–. Tendrás que tirar la moneda para ver quién lo hará.

Noel, a punto de sufrir un infarto, lanzó la moneda, esperando que no sucediese lo que temía. Pero sucedió, salió cruz, y eso quería decir que tenía que ser Susana la que le quitase una prenda.

Susana se puso en pie sin mayor demora y caminó hacia su padre, que se distrajo un momento mirando el contoneo de sus caderas y el relieve de su vagina bajo las bragas.

–Ah, se me olvidaba –dijo Diana, con su sonrisa pícara–. Los zapatos no cuentan, así que ya te los estás quitando.

Noel tardó un momento en reaccionar, pero obedeció sin rechistar. Susana se detuvo ante él, se inclinó hacia delante y llevó las manos al cinturón de su padre. Noel estaba a punto de quejarse, de levantarse, de impedir que aquella perversión siguiese adelante..., pero lo único que hizo fue clavar los dedos en los apoyabrazos del sillón. Susana le desabrochó el pantalón y comenzó a tirar de él. Noel alzó un poco las nalgas para ayudarla.

–¡Vaya con mi papá! –exclamó Susana al ver el bulto bajo los calzoncillos grises de su padre. Y terminó de sacarle el pantalón.

Tras observar un rato más la erección de Noel, regresó al sofá.

Noel lanzó la moneda de nuevo, sin que nadie le dijese nada, sin importarle la tremenda erección que mostraba ante su hija. Su mente era incapaz de procesar tanta confusión. Salió cara: tenía que coger un papel. Lo hizo. Leyó: Noel pierde una prenda.


–Sí –dijo Diana–. Hay tres papeles de esos iguales. Para darle más gracia a la cosa, ya sabes.

Noel no sabía ni le importaba. Decidió que no pensar era lo mejor. Lanzó de nuevo la moneda; le tocó a Diana sacarle una prenda. Ésta estuvo a punto de quitarle el calzoncillo, pero prefirió alargar el erotismo de la situación y lo que le quitó fue la camisa, bajo la cual llevaba una camiseta de tirantes blanca.

Noel sacó cara por tercera vez consecutiva. En el papel que cogió ponía: S y D bailan juntas 1 minuto. No hacía falta ser un genio para entender qué significaba. Susana y Diana se pusieron en pie. En aquellos momentos sonaba en la minicadena Suerte de Shakira y las dos chicas comenzaron a moverse al ritmo de la canción, que era bastante movida. Agitaban sus cabezas, sus pechos, y sobre todo, meneaban las caderas de un modo agresivo y claramente sexual, y mientras hacían todo esto, reían, sacaban sus lenguas y las entrelazaban, Diana serpenteó hasta quedar acuclillada, agarró las nalgas y pegó la cara entre las piernas de Susana, volvió a alzarse, y ahora fue Susana quien se acuclilló, introdujo la cabeza bajo la minifalda, lamió el coño desnudo, Diana lanzó una gemido al techo, siguieron bailando, restregaron sus cuerpos... Era un espectáculo lujurioso y bello a la vez. Noel se enamoró de ellas, de las dos, deseó que se restregaran contra su cuerpo como lo hacían la una contra la otra. La canción terminó.

–Me parece que el minuto pasó hace rato –dijo Diana, jadeando.

–Sí. –Susana miró a su padre–. Has hecho trampa, papi, pero te lo perdonamos porque seguro que te ha encantado mirarnos, ¿a que sí?

Noel no respondió, pero desde luego, la respuesta era sí.

Lanzó la moneda; salió cruz. Tocaba quitar prenda de ropa. Un nuevo lanzamiento de moneda hizo que fuese Susana la que le sacase una prenda a Diana. Le quitó un calcetín, de paso recorrió su pierna con las manos hasta la ingle.

Dos lanzamientos de moneda indicaron que esta vez Diana le sacaría una prenda a Susana; le quitó la otra media. Noel lanzó la moneda otras dos veces y tocó exactamente lo mismo que antes. Esta vez, Diana le sacó la camiseta, con lo cual Susana quedó con sus exuberantes senos al desnudo, ya que no llevaba sujetador.

–Ya tenía yo ganas de verte las tetas –dijo Diana.

–Pronto te tocará a ti.

Noel deseó pasar la lengua por aquellos preciosos senos; tenían un aspecto tan delicioso... Lanzó la moneda; salió cruz. Lanzó de nuevo; cruz otra vez.

–Nos hemos estancado con las cruces –dijo Susana, mientras le quitaba el otro calcetín a Diana.

Debía ser cierto, porque una vez más, salieron dos cruces.

–Te dije que te tocaría pronto –dijo Susana, quitándole la camiseta a Diana.

Ahora a las dos sólo les quedaba una prenda para quedar desnudas. A Susana las bragas, y a Diana, la minifalda. Noel las observó, allí sentadas, tan juntas, tan hermosas, tan dulcemente perversas. Miró a su hija y decidió que era preciosa, y la deseaba tanto como a Diana. Su elección ya estaba tomada; por poseer a aquellas dos diablesas adolescentes valía la pena ser condenado para siempre. Su alma tenía precio, y éste estaba justo ante él.

Por fin salió cara. Noel cogió un papel, en el que ponía que Susana y Diana debían intercambiar champán de boca a boca. Susana se llenó la boca de champán y luego dejó que saliese de entre sus labios para que fuese a parar al interior de la boca de Diana; luego fue Diana quien lo hizo en la boca de Susana, para seguidamente darse un morreo extrahúmedo, en el que el champán se deslizó por sus barbillas para acabar mojando sus respectivos senos. Mientras se besaban, Susana desabotonó la minifalda de su amiga, dejando que cayese a sus tobillos.

–Hey –dijo Diana, separando los labios de Susana–. Aún no tocaba.

–¿No crees que ya está bien? –respondió la rubia–. Estoy con un calentón tremendo, y esto se me está haciendo eterno. Quiero pasar a la segunda fase ya.

–Vale, estoy de acuerdo. ¿Y tú, Noel?

Noel asintió.

–Pues pasemos a la segunda fase, pero antes...

Diana deslizó los dedos bajo el elástico de las bragas de Susana y se las bajó, desnudándola del todo. Noel comprendió a su hijo; era difícil resistirse a un cuerpo como aquel. El coño de su hija era bonito, muy bonito; parecía hecho para chuparlo, para follarlo...

–La segunda fase del juego es de lo más simple –explicó Diana–. Una de nosotras sacará un papel, y si la ocasión lo requiere, echaremos a cara o cruz cuál de las dos hará lo que haya que hacer.

–Será muy interesante –comentó Susana.

Noel no lo dudaba.

–Bien, allá vamos.

Diana metió una mano en el tazón amarillo y sacó un papel.

–"69 con Noel" –leyó.

Noel se quedó boquiabierto. Las dos chicas le miraron, sonrientes, con expresiones voraces.

–No sabemos cuál de las dos tendrá el honor... –insinuó Diana.

Noel captó la indirecta y lanzó la moneda. Salió cara. Diana tendría el honor. Refunfuñando, Susana se sentó en el sofá.

–Bueno, cariño –dijo Diana–. Puedes desnudarte del todo y tumbarte en la alfombra. No sabes lo caliente que estoy, y eso que hace poco que me corrí.

Noel apartó la mesita a un lado, totalmente dispuesto a cooperar. Se desnudó, mostrando su pene empalmado.

–¡Joder, papá, pedazo polla! –exclamó Susana, viendo que la tenía más hinchada que cuando le había hecho la felación mientras dormía.

Noel se tumbó en la alfombra, y luego lo hizo Diana sobre él, en posición opuesta. No perdieron tiempo, estaban demasiado excitados; Noel la sujetó con ambas manos por las nalgas y comenzó a hundir la lengua en aquel coño empapado y a chupar y mordisquear el clítoris, y Diana se tragó toda la polla a la primera, empezó a moverse, ascendiendo con los labios hasta el glande para luego bajar de golpe hasta que su nariz chocaba contra sus testículos. Diana tardó poco en sufrir un orgasmo, pero continuaron sin parar un momento hasta que Noel eyaculó gran cantidad de semen en la boca de Diana, que tragó lo que pudo y el resto dejó que se deslizase por la barbilla. Continuó chupando un rato más el miembro, que seguía erecto, y luego se puso en pie. Susana prácticamente se lanzó a ella y lamió el semen de su cara; a continuación, se dieron un apasionado beso. Noel continuaba en la alfombra, jadeante, aunque sin que su pene disminuyese de tamaño. Susana cogió otro papel del tazón amarillo.

–"Noel come coñito" –leyó–. Vaya, papá, te va a dar un empacho.

–Tiraré yo la moneda, que tu papi no parece estar para cosas sutiles –dijo Diana, lanzando la moneda al aire. Salió cara.

–Jooooo, no es justo –se quejó una vez más Susana–. Siempre te toca a ti, qué suerte tienes.

–El azar es el azar, cariño, ¿qué quieres que le haga?

Dicho lo cual, Diana se sentó sobre la cara de Noel, que no tardó en continuar lo que estaba haciendo antes, alzando los brazos para manosear las caderas y las nalgas de la chica que gemía de placer sobre él. Susana, que no estaba dispuesta a seguir mirando sin hacer nada, se puso a besar los labios de Diana con deseo mientras estrujaba sus pechos entre sus dedos. Así estuvieron hasta que Diana alcanzó el orgasmo, acompañado de un agudo quejido.

Los tres jadeaban, tenían los rostros colorados y sus ojos brillaban de pura excitación. Noel ya había perdido el sentido de la realidad; lo único que quería era follar a aquellas deliciosas golfas, y le importaba muy poco que una fuese su hija; lo mismo deseaban ellas dos, pero de todos modos, continuaron con el juego. Diana cogió un papel en el que ponía: S y D le hacen una mamada a Noel. No perdieron tiempo. Hicieron que Noel se sentase de nuevo en el sillón y ellas dos se arrodillaron muy juntas entre sus piernas; Susana se metió el pene en la boca, empezó a succionarlo, a chupetearlo como si de una piruleta se tratase, entretanto, Diana lamía y chupaba los testículos con ansiosa glotonería; luego las dos aplicaron sus cálidos y suaves labios en la polla de Noel, que no cesaba de gemir, en pleno éxtasis, mientras acariciaba las cabelleras de las dos chicas, que de vez en cuando se besaban, compartiendo saliva mezclada con líquido preseminal. Noel alcanzó un segundo orgasmo, lanzando chorros de esperma sobre los rostros de su hija y Diana, que luego se lamieron mutuamente la cara, tragándose el semen que recogían.

Siguiente papel: S y D hacen un 69. Perfecto. Así ellas disfrutarían mientras Noel se recuperaba. Se tumbaron en la alfombra, una sobre la otra, en posición opuesta, Diana debajo y Susana encima, y comenzaron a devorarse el coño. Cuando llevaban así unos minutos, totalmente concentradas en la tarea de lamer y chupar la vagina de la otra, Noel, con la polla endurecida de nuevo, se arrodilló al lado de la cara de Diana, deslizó una mano entre las nalgas de su hija e introdujo dos dedos bruscamente en su coño, unos segundos después ya la penetraba con cuatro dedos. Susana gemía y movía el culo lascivamente.

–¡Papá... fóllame de una vez! –gimió, entre jadeos y suspiros.

Noel no se hizo de rogar y la penetró con fuerza; la sujetó por la cintura y empezó a embestir a su hija sin misericordia, haciendo que los pechos de Susana se tambaleasen hacia delante y hacia atrás y arrancándole gemidos agudos.

–Y aquí se termina nuestro juego y empieza lo bueno –dijo Diana, pero ni el padre ni la hija la escucharon. Susana se había olvidado del coño de su amiga, tan ocupada estaba en el placer que le estaba proporcionando su padre. A Diana no le importaba, le encantaba la visión que tenía de la penetración; era algo increíble.

Noel, sin variar el ritmo de las embestidas, se lamió dos dedos de la mano derecha y se puso a acariciar el ano de su hija hasta que consiguió introducir un dedo. Cuando ese dedo ya entraba con facilidad, introdujo otro, al tiempo que dejaba caer saliva en el agujerito en proceso de dilatación. Seguidamente, sacó el pene, empapado de fluidos vaginales, y comenzó la penetración del ano de Susana; no fue precisamente delicado, todo lo contrario, se puso a follar el culo de su hija todo lo salvajemente que fue capaz, tan sólo obsesionado en la búsqueda de su placer, aunque desde luego, le estaba procurando un placer exquisito a Susana, que emitía gritos medio sofocados, con los pechos restregándose contra los muslos de Diana a causa de las embestidas y la cara pegada a la alfombra. Jamás había disfrutado tanto del sexo anal, y su mente casi se deshace por completo cuando Diana empezó a chupar, succionar y mordisquear su clítoris. Tuvo un orgasmo, dos, tres... incluso un cuarto mientras Noel eyaculaba dentro de su culo. Cuando se desahogó del todo, se echó hacia atrás, sacando el miembro del dilatado ano, y se tumbó de espaldas, exhausto. Susana también se dejó caer de lado, igualmente agotada, con todo el cuerpo cubierto de sudor y los ojos llorosos. Diana separó las nalgas de su amiga y bañó su lengua en esperma al meterla en el ano, tragando todo lo que pudo sin importarle –ni siquiera lo pensó– lo poco higiénico que resultase. Vio que Noel se había dormido. Susana también parecía estar a punto. Se abrazó a ella, le dio un breve beso en los labios y también se dejó llevar por el cansancio.

Noel se despertó una hora después. Todavía se sentía algo cansado y notaba cierto dolor en el miembro, pero nada importante. Se incorporó y miró a las dos adolescentes, abrazadas y dormidas; sobre todo se fijó en su hija, en aquel voluptuoso culo que él había penetrado hacía poco. La deseó de nuevo, la deseó aún más que a Diana. Quería poseerla cada día, a todas horas, escuchar sus gemidos de placer, sentir la humedad de su excitación. Tal vez amase a su hija. Pero en aquel momento, eso carecía de importancia. Había quedado muy claro cuál era su naturaleza. Ni siquiera podía culpar a las circunstancias o a algún acceso de locura. Había sido su elección. Él había elegido, sabiendo lo que le esperaba y cuales eran las consecuencias. E iba a demostrar que podía hacer frente a dichas consecuencias. Al menos, nadie le reprocharía eso.

Con cuidado de no despertarlas, se vistió y salió del piso, no sin antes lanzar una última mirada a Diana y a su hija.

"Valió la pena", pensó.

Lágrimas brotaban de sus ojos cuando salía del edificio.

Unos cuarenta minutos después de que Noel se marchase, Diana y Susana se despertaron. Diana fue la primera en darse cuenta de que Noel no estaba.

–Tu padre se ha marchado –dijo.

–Ah, ya –dijo Susana, medio dormida–. Le habrán venido los acostumbrados remordimientos. Ya haré que se le pasen.

–Desde luego, menuda manera de follarte. –Diana acarició el trasero de su amiga–. Fue algo fabuloso.

–Sí, todavía me duele el culo, pero la verdad es que ha sido mi mejor polvo, al menos que recuerde.

–Pues ya sabes, no lo dejes escapar.

–Claro que no, al final acabaré follándome a toda mi familia. Bueno, ya sólo queda mi madre.

Diana ya sabía que Susana lo hacía con su hermano.

–Un día tienes que dejarme probar a tu hermanito –dijo.

–Cuando quieras. Sólo hay que ver cómo te mira para saber que no te costará mucho seducirle.

Diana la besó en los labios y le preguntó:

–¿Nos duchamos juntas?

–Sí. Nadie me lava tan bien como tú.

Susana llegó a su piso a las siete de la tarde. Héctor aún no había llegado de jugar con sus amigos y su madre estaba viendo la televisión, sentada en el sofá donde Susana le había esparcido por la cara sus fluidos vaginales. La saludó efusivamente, besándola en la mejilla y apretujando sus senos contra los de su madre de un modo nada disimulado, aunque Lucía no pareció sospechar nada.

–¿Y papá?

–Después de comer se encerró en el cuarto. La verdad es que tenía mala cara, creo que porque no durmió bien anoche. Desde luego, parecía cansado.

"Claro, después de la sesión de hoy, no me extraña", pensó Susana, que se dirigió al cuarto de su padre estamparle un buen morreo y de paso decirle que dejase de comerse el coco, que lo iban a pasar muy, pero que muy bien de ahora en adelante.

Abrió la puerta del dormitorio con cuidado. Suponía que su padre estaría dormido y prefería despertarlo con sus labios. La persiana estaba bajada y el cuarto estaba bañado en la penumbra. Abrió la puerta del todo, de manera que la luz del pasillo entrase en la habitación. Susana notó algo extraño, algo que su mente no acababa de procesar. Alzó un poco la mirada, y gritó. Y siguió gritando, y gritando, se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y quedó sentada en el suelo.

–¿Qué pasa? –preguntó su madre, acercándose a ella con cara preocupada.

Susana señaló al interior del dormitorio de sus padres. Lucía miró, y también gritó.​
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heranlu

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 005


Madrugada del lunes. En la penumbra del dormitorio de Héctor, éste, situado a horcajadas sobre el cuerpo desnudo de su hermana, estruja, chupa, lame, muerde los hermosos senos. Susana jadea por lo bajo mientras acaricia el cabello de su hermano, que también está desnudo, y frota el pubis contra su miembro erecto.

–¿Puedo ponerla entre tus tetas? –pregunta Héctor, entre jadeos.

–Sí, fóllame las tetas, pero luego me comes el coño, ¿eh? Necesito correrme.

–Con gusto.

Héctor acercó el pene a los senos de su hermana, colocando las rodillas contra sus axilas, hasta situarlo en medio de éstos. Susana se apretó los pechos con las manos, aprisionando el miembro de Héctor, que comenzó a moverlo hacia delante y hacia atrás; gracias a su propia saliva, el pene se deslizaba que daba gusto. Alcanzó el orgasmo y lanzó varios chorros de semen sobre la cara y el cabello de Susana, que recogió parte con los dedos y se lo metió en la boca. Héctor, cumpliendo su palabra, descendió para colocar la cara entre los muslos de su hermana, y allí devoró el empapado coño de Susana, que tuvo que morder la almohada para ahogar los gemidos que brotaban de su garganta. La lengua de Héctor se había vuelto casi tan hábil como la de Diana. ¡Qué manera de chupar el clítoris, Jesús! Pero lo mejor fue cuando Héctor comenzó a introducir un dedo en el ano de su hermana, ayudándose con su saliva, sin dejar de estimular el clítoris. Para cuando Susana alcanzó el clímax, Héctor ya tenía cuatro dedos dentro del ano de Susana y volvía a estar excitado, de modo que, sin decir nada, sentándose sobre sus talones, penetró el culo de su hermana con facilidad y comenzó a moverse al tiempo que sus manos estrujaba sus senos. Susana, agradecida por el placer añadido, dejó escapar algunos gemidos y tuvo que morder la almohada de nuevo. De este modo, ambos lograron un segundo orgasmo que los dejó exhaustos. Héctor se dejó caer a su lado, jadeando, y posó una mano sobre el vientre de su hermana. Susana estaba agotada, tenía los muslos separados y podía sentir como el semen se deslizaba desde su ano por las nalgas. Desde la tarde en que había descubierto a su padre ahorcado, ésta era la primera vez que tenía sexo. Ni siquiera había visitado a Diana, y cuando ésta la llamó, al enterarse de lo sucedido, al día siguiente, Susana le dijo que necesitaba estar sola un tiempo. El entierro le libraría, a ella y a su hermano, de unos cuantos días de clase. Susana sentía una gran opresión en el pecho y su mente no cesaba de girar en torno a ideas absurdas que siempre concluían en lo mismo: ella era la única responsable de la muerte de su padre. Pero no era así, no era así, ella lo sabía, sólo se sentía culpable, pero aquello no era cierto...

–Es increíble lo que hizo papá, ¿verdad? –dijo Héctor, que por primera vez, sacaba el tema–. A mamá le ha afectado mucho.

Era cierto. Lucía parecía estar abatida cada hora del día, a punto de llorar en cualquier momento. Susana había tenido que ayudarla con el papeleo del entierro y también con las preguntas de la policía. Lo cierto es que a Susana le entristecía mucho ver a su madre así; de hecho, eso la entristecía más que la muerte de su padre, con el cual nunca había tenido mucha confianza, excepto en los últimos días.

–¿Por qué crees que se habrá suicidado? –preguntó Héctor, por preguntar, sin esperar respuesta.

Pero la obtuvo. De pronto, Susana le contó todo lo que había sucedido: cómo habían seducido, ella y Diana, a Noel, con pelos y señales, y lo que habían hecho en el piso de su amiga el viernes por la mañana. Héctor se quedó patidifuso, con la boca abierta de par en par. Susana no dijo nada, ni le miró. Transcurrió un minuto entero, hasta que Héctor dijo:

–Todo eso... ¿es verdad?

El silencio de Susana y la gravedad en su expresión fue respuesta suficiente para Héctor. La verdad es que no debiera sorprenderle tanto, teniendo en cuenta las veces que él mismo había tenido sexo con ella. Pero de todas formas, la noticia le había cogido por sorpresa y le estaba costando asimilarlo. Entonces empezó a recordar la actitud de su hermana hacia su padre últimamente, cómo le recibía siempre con un beso y un abrazo y el extraño comportamiento de Noel.

–Entonces –dijo, absorto en sus pensamientos–, por eso papá se...

–Calla –le cortó Susana.

–¿Eh?

–Que te calles.

Susana se levantó bruscamente, cogió sus bragas del suelo y la camiseta y salió del dormitorio sin decir nada más.

–Pero yo... –balbució Héctor, pero su hermana ya estaba en el pasillo y había cerrado la puerta tras de sí.

Susana se puso ambas prendas en el cuarto de baño, allí donde dejó que su padre la viese desnuda, con el tanga en los tobillos. Sí, por eso él se había suicidado. Por haberlo tentado y acosado sin cesar hasta que ella y Diana habían conseguido su propósito. Pero, en realidad, ¿por qué lo había hecho? ¿Por venganza? ¿Por no haber podido salir un fin de semana? Bueno, al menos esto había sido el detonante que la había empujado a hacer lo que había hecho con su hermano y con su padre. Pero en realidad, la única razón que verdaderamente la motivaba era el morbo, la experiencia de hacer algo diferente y prohibido. Quería experimentar, sin pensar en las consecuencias. Mierda, ¿y qué culpa tenía ella de que su padre fuese gilipollas? A saber cuántos padres hubiesen dado lo que fuese por tener una hija como ella, pero su padre, el muy imbécil, va, y se suicida.

–Estúpido –masculló, dándose cuenta de que sentía ganas de llorar y odiándose por ello. Porque no lloraba por la muerte de su padre, sino porque se sentía responsable de ésta, y de las lágrimas de su madre.

Después de ver lo mal que lo estaba pasando su madre, no sólo por perder a su marido, sino porque ahora tendría que replantear toda su vida; se había terminado el ocuparse tan sólo del piso. Tendría que buscar un trabajo para mantener una economía estable. Pero lo que se cuestionaba ahora Susana era si podría seguir adelante con su fantasía de poseer a su madre, porque ni los remordimientos ni el drama que se había cernido sobre ellos lograron apagar la excitación que sentía cada vez que abrazaba a su madre para consolarla, sintiendo como sus exuberantes senos se apretaban contra los suyos, y no era sólo por amor de hija que besaba su cara, limpiándole las lágrimas con los labios. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir el impulso de besarla en los labios. No obstante, sí había una idea que, si bien no extinguía su lujuria (esto, al parecer, era imposible), sí la mantenía a raya: que su madre acabase muriendo a causa de los remordimientos. Tal vez debería dejar de lado ese propósito. Después de todo, había conseguido que su padre la poseyese de un modo salvaje, y todavía tenía a su hermano, que, en todo caso, se suicidaría sólo si ella le rechazaba, y a Diana, que era una viciosa de cuidado, amén de un montón de chicos y chicas, hombres y mujeres, que iría conociendo a lo largo de su vida.


Aaaaah, pero sentir el coñito caliente de su madre contra el suyo estaría tan bien...

¡Basta! Si había estado hasta hacía bien poco sin ver a su madre con deseo, bien podría olvidarse de ese tema, o, en cualquier caso, conformarse con fantasear con ella.

Volvía a estar excitada. La masturbación no evitaría que siguiese dándole vueltas a todo aquello, así que entró de nuevo en el cuarto de su hermano y se quitó la ropa mientras se acercaba a la cama. Héctor estaba despierto, pero no dijo nada. Tampoco hacía falta. Susana se tumbó a su lado, separó las piernas y le susurró:

–Cómeme el coño.

Y mientras su hermano obedecía sin rechistar, Susana cerró los ojos e imaginó que era la lengua de su madre la que estaba hurgando en su vagina y su ano.

–Estás muy rara –le dijo Diana a Susana.

Aquel día, Susana tampoco había ido a clases, aunque Héctor sí; en cambio, por la tarde, había decidido ir a visitar a su amiga. Se encontraban en el dormitorio de Diana; del radiocassette que había sobre la mesita de noche sonaba una canción de Shania Twain. Susana llevaba un vestido negro ligero, de tirantes, algo escotado y que le llegaba a medio muslo, de manera que distase un centímetro de las medias negras que llevaba, las mismas que había llevado la mañana que habían estado allí con su padre. Diana, como estaba en su casa, llevaba tan sólo una blusa blanca y unas bragas del mismo color. Estaba sobre la cama, con las piernas cruzadas al estilo indio, de modo que se le veía perfectamente la entrepierna; por si eso fuera poco, también llevaba la blusa casi desabrochada del todo, de modo que se le viesen buena parte de los pechos. Susana, que no había ido con intenciones lascivas, se estaba excitando con la exhibición de su amiga, pero de momento, no lo dio a notar. Lo que quería era hablar con Diana, y que ésta le aconsejase... a pesar de que sabía cuáles serían los consejos que le daría. Tal vez por eso había ido allí.

–Entiendo que te duela la muerte de tu padre –le decía Diana–, pero no hay motivo para que te sientas culpable. ¿Por qué? No le obligamos a nada, tan sólo le hicimos saber que estábamos disponibles para él, y debo decir que me he ligado a tíos que han opuesto más resistencia que tu padre. Ya me dirás de que te sirve comerte el coco con eso ahora.

–Bueno, no es sólo eso –dijo Susana, cuyos remordimientos habían empezado a menguar desde el mismo momento en que había entrado en el piso de Diana–. También me preocupa mi madre. Parece que le está costando aceptar la muerte de mi padre, y eso que desde hace meses el trato entre ellos era más bien frío, por lo menos por parte de mi padre.

–Tu madre es demasiado sensible. –Diana se pasó la lengua por los labios–. La verdad es que tiene un aspecto tan tierno que me encanta. ¿No te encantaría consolarla como es debido en estos momentos difíciles para ella, y comprobar lo cariñosa que puede llegar a ser?

Imaginar aquellas palabras convertidas en realidad hizo que la vagina de Susana comenzase a palpitar, pero lo que contestó fue:

–No. A eso es a lo que voy. Quiero dejar lo de mi madre en punto muerto. No creo que éste sea el momento de ocasionarle otro trauma. No quiero que... que pase lo mismo...

Diana quedó realmente sorprendida al ver las lágrimas resbalando por las mejillas de su amiga. Después de todo, era cierto que todo aquello la había afectado. Estaba convencida de que era algo temporal, pero de todas formas, pensó que sería mejor medir las palabras con su amiga.

Diana se incorporó, poniéndose de rodillas, para rodear el cuello de Susana con los brazos, apretando, en el proceso, los pechos contra su brazo.

–No te preocupes, cariño –le dijo, besándola en la frente, en la sien...–. Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. Te ayudaré en lo que pueda, y además, te consolaré todo lo que sea necesario.

Suana no pudo resistir la tentación de posar una mano en el muslo de su amiga; la miró con cariño y lascivia a la vez.

–Gracias, Diana –dijo, sonrojada, con una leve sonrisa–. Eres una verdadera amiga.

–Eso es porque me gustas mucho.

Comenzaron a besarse en los labios, más que con pasión, con apetito, con deliciosa glotonería, chupándose los labios, frotando sus lenguas como si quisiesen fundirlas; entretanto, sus manos buscaron la entrepierna de la otra y comenzaron a masturbarse mutuamente por encima de las bragas, conscientes de que los abuelos de Diana estaban en el piso y nada les impediría abrir la puerta y descubrirlas intimando más de lo considerado normal. No obstante, la excitación las cegó lo suficiente como para que osaran quitarse las bragas y realizar un sesenta y nueve, sin quitarse el resto de la ropa –aunque Diana estaba casi desnuda, sólo con la blusa prácticamente desabrochada–. Fue breve, pero intenso; en el momento del orgasmo, ahogaron los gemidos en la vagina de la otra. Luego, se lamieron la boca y las mejillas, empapadas de fluidos vaginales. Se besaron de nuevo y se quedaron tumbadas sobre la cama, una al lado de la otra, cansadas y satisfechas, mientras en la radio se oía una balada de los años ochenta.

Más tarde, cuando el sol ya se estaba poniendo, salieron a dar un paseo. Diana llevaba la misma blusa, abotonada hasta la mitad, de modo que se pudiese adivinar que no llevaba sujetador, y unos pantalones cortos de deporte, negros. Ni que decir tiene, atraían múltiples miradas masculinas, y algunas femeninas.

–No deberías preocuparte tanto, cariño –decía Diana–. Todavía tenéis bastante dinero de vuestro padre, ¿no? Y seguro que tu madre acabará por superarlo, y no creo que le cueste encontrar un trabajo; u otro marido, quién sabe.

–Pero de todos modos, me gustaría ayudar en algo... Aunque no sé qué podría hacer.

Diana besó a Susana en la mejilla con cariño.

–Quién me diría cuando te conocí que en el fondo, a pesar de ser una pervertida, tenías tan buen corazón. Acabaré enamorándome de ti.

Susana le sonrió.

–Seríamos la pareja perfecta, ¿verdad? –dijo.

Se dieron un breve beso, que enriqueció la visión de unos cuantos. Continuaron paseando, sin rumbo. Decidieron que esa noche Diana cenaría en el piso de Susana, y se encaminaron hacia allí. Caminaban por una calle solitaria, a menos de diez minutos del edificio donde vivía Susana, cuando un coche, un Alfa Romeo reluciente, blanco, se detuvo a su lado.

–¡Eh, guapas! –Susana y Diana vieron a través de la ventanilla abierta del copiloto a un hombre de unos veinticinco años, trajeado, aunque con la corbata algo floja, como si acabase de tener una larga jornada de trabajo y quisiera relajarse–. ¿Os apetece venir conmigo a un hotel?

Divertidas, las dos chicas se dieron cuenta de que el joven las había tomado por prostitutas.

–No... –empezó a decir Susana.

–¿Tienes lo que hay que tener? –la interrumpió Diana.

–Por supuesto –respondió el desconocido, con una sonrisa radiante–. ¿Cuánto me va a costar disfrutar de vuestra compañía?

–Trescientos –respondió Diana sin dudar–. Sin contar la habitación del hotel y lo que tomemos.

–No hay problema –respondió el chico, abriendo el seguro de la puerta de atrás.

Susana estaba patidifusa ante el desparpajo de que hacía gala Diana ante aquella situación, como si la hubiese vivido mil veces antes. Pero no se resistió cuando Diana abrió la puerta y la invitó a entrar; lo cierto es que aquella situación más que ponerla nerviosa, la excitada sobremanera. Además, no sería la primera vez que lo hacía con uno o varios desconocidos, y gratis.

–¿Cómo os llamáis? –preguntó el chico.

–Olvidemos los nombres –dijo Diana, con buen humor.

–De acuerdo. Estoy hospedado en el Hotel Andrea, espero que os guste.

El Hotel Andrea era un hotel de cuatro estrellas. La prueba definitiva de que aquel tipo tenía dinero en abundancia. A ellas les parecía de maravilla.

La sesión de sexo empezó en la bañera, donde Susana y Diana se lavaban sensualmente entre ellas, acariciándose, besándose, lamiéndose, introduciéndose dedos, todo ello ante la atenta mirada del joven, cuyo nombre era Álvaro; éste estaba desnudo, exhibiendo un cuerpo atlético, de músculos bien definidos, y un miembro erecto que se manoseaba con suavidad. Susana estaba a cuatro patas, con la espalda arqueada y el culo alzado rodeado de agua, de modo que parecía un voluptuoso islote. Diana separaba las nalgas de su amiga con las manos e introducía la lengua en su ano, provocando continuos gemidos por parte de Susana. Diana no tardó mucho en comenzar a penetrar el ano con sus dedos; el jabón, su saliva y la excitación de Susana hicieron que el puño de Diana acabase en el culo de su amiga a los pocos minutos.

–¡Sois geniales, joder! –exclamó Álvaro, masturbándose con más energía–. Me encantáis.

–¿Qué tal si vienes aquí y te follas este culito tan rico? –le sugirió Diana con una sonrisa lasciva, al tiempo que sacaba la mano del ano de Susana y mostraba lo dilatado que estaba.

No hizo falta insistir. Álvaro se metió en la bañera y con suma facilidad, introdujo el pene en el ano de Susana; las contundentes embestidas removían el agua hasta desbordarla. Mientras, Diana se limitaba a observar el espectáculo al tiempo que se frotaba el clítoris, sentada en el borde de la bañera. Álvaro llegó al orgasmo, eyaculando en el lujurioso culito; sacó el pene, echándose hacia atrás, agotado, situando la cabeza entre los muslos de Diana. Se podía ver el rastro de semen en el agua, una línea blancuzna que salía del ano de Susana, que tenía la mejilla apoyada en el extremo de la bañera y jadeaba, satisfecha. Diana se puso en pie dentro de la bañera y flexionó las rodillas hasta que su vagina encontró la lengua de Álvaro, que no tardó en moverse por dentro y por fuera de aquella gruta de placer; entre gemidos, Diana se inclinó hacia delante y metió la boca entre las nalgas de su amiga para beberse el semen dejado por el joven, y de paso, proporcionarle más placer anal a Susana. Álvaro alargó el brazo para coger uno de los cuatro preservativos que había llevado para la ocasión, se lo puso y penetró el coño de Diana, mientras ésta restregaba los pechos contra las nalgas de Susana y la hacía llegar a un orgasmo estrujando su clítoris entre los dedos. Álvaro se corrió y se quedó sentado, con los brazos apoyados en los bordes de la bañera y la cabeza echada hacia atrás; dos orgasmos casi seguidos le habían dejado agotado, lo cual era comprensible. Diana se encargó de quitarle el condón, cuyo contenido se mezcló con el agua, para tirarlo al suelo, que estaba cubierto de agua por los alrededores de la bañera. En vista de que Álvaro tardaría un rato en recuperarse, Diana y Susana se pusieron frente a frente, arrodilladas en el agua, se cogieron sus propios senos y frotaron los pezones de una con los de la otra; al poco, comenzaron a besarse lascivamente mientras se sobaban de arriba abajo. Susana era ahora la que se dedicaba a introducir dedos en el ano de Diana, ensanchándolo. Vio que Álvaro se recreaba la vista con este espectáculo mientras se masajeaba la polla. Susana estiró con los dedos el contorno del ano como si de la boca de un globo se tratase.

–Cómeselo –le dijo al chico.

Álvaro no necesitó mayor insistencia. Enseguida se inclinó para explorar con la lengua los misterios de aquel oscuro agujero. Tras un buen rato arrancándole gemido a Diana, Álvaro, recuperado, introdujo su miembro en el ano que acababa de lamer hasta la saciedad e inició una fogosa penetración. Mientras, Susana se dedicaba a chupar y morder los senos de su amiga al tiempo que, con su mano, frotaba su coño y estimulaba su clítoris. Gracias a la cooperación de ambos amantes, Diana obtuvo un orgasmo brutal que la llevó al borde del desmayo. De los tres, sólo Susana hubiera estado en condiciones de seguir con la sesión de sexo, pero Álvaro ya no daba más de sí, y Diana estaba plenamente satisfecha. Los trescientos euros estaban ganados.

Ya fuera del hotel, Diana le entregó todo el dinero a su amiga.

–¿Ves? –le dijo a Susana–. Este es el mejor modo para ganar dinero rápido, y además nos lo pasamos bien.

–¿Seguro que no quieres una parte?

–No, no te preocupes. Si en algún momento necesito comprarme alguna cosa, ya repartiremos nuestra próxima ganancia. Mientras, vete ahorrando lo que consigas, y ya le dirás alguna mentira a tu madre sobre cómo lo has conseguido, porque claro, no le vas a decir que lo ganaste a base de polvos –dijo Diana, sonriendo.

Susana rodeó cariñosamente el cuello de su amiga con los brazos y le dio un prolongado y tierno beso en los labios.

–Caray, ése no fue un beso como los demás –murmuró Diana, algo sonrojada.

–Eres una verdadera amiga. Estoy empezando a quererte de un modo peligroso –le contestó Susana, con una hermosa sonrisa que expresaba los sentimientos que la abrumaban en esos momentos.

–Entonces, ¿soy la hermana que nunca tuviste?

–Eso mismo eres para mí: mi hermana.

Esta vez se dieron un morreo, cuyo ardor las protegió del frío nocturno.

–Perdona si esto te suena un poco insensible –dijo Diana–, pero siempre le estaré agradecida a tu padre por hacer que tú y yo nos conociéramos.

–Yo también –fue la respuesta de Susana.

Continuaron besándose un rato más, ignorando las miradas morbosas de los curiosos que pasaban cerca de ellas y sus comentarios obscenos.

–¿Mañana vendrás a clase? –le preguntó Diana cuando separaron las bocas.

–Sí, creo que sí.

–Pues nos veremos mañana, porque, la verdad, estoy echa polvo.

–Y nunca mejor dicho.

–Desde luego, fue un polvazo impresionante, y productivo.

–Bueno, pues nos vemos mañana.

–Sí. Ojalá viviéramos juntas, como auténticas hermanas.

–Puedes quedarte a dormir en mi piso cuando quieras, ya lo sabes.

–Sí, ya escogeré un día. Tal vez este fin de semana.

Dado que la dirección de sus respectivos pisos quedaba en dirección opuesta uno del otro, se tenían que separar en aquel punto. Diana comenzó a alejarse, pero a los cuatro pasos, miró a Susana por encima del hombro, y le dijo, sonriendo:

–Ya que somos hermanas, a ver cuándo me permites intimar con tu hermanito, tal como haces tú.

Susana soltó una risita.

–Cuando quieras, cariño. Es todo tuyo.

–Te tomo la palabra.

Esta vez sí, las dos se fueron cada una por su lado, ambas satisfechas por el giro que había dado aquella noche sus vidas.

Eran casi las doce de la noche cuando Susana llegó a su piso. Héctor ya se había acostado (seguramente esperaba una visita de su hermana, pero esa noche no tendría esa suerte); en cambio, Lucía estaba en la sala, sentada en el sofá y mirando el televisor sin demasiado interés.

–Hola, mamá –le saludó Susana alegremente, sentándose a su lado.

–Hola, Susana –contestó su madre, forzando una sonrisa. Incluso en aquellos momentos, a Susana le pareció hermosa. Lucía llevaba uno de sus vestidos de estar por casa, sin escote, pero que no conseguían disimular el volumen de sus senos. Susana no resistió el impulso de abrazarla para poder sentir aquellos exuberantes pechos apretados contra los suyos; casi al instante, su coño empezó a latir de excitación. El resultado de haberse quedado a medias con Álvaro.

–Mamá, tienes que dejar de estar triste –le decía, sin dejar de abrazarla–. Ya sé que estamos en una situación delicada, pero juntos encontraremos la solución.

–Gracias, cariño, eres una buena hija. –Lucía acariciaba suavemente el cabello de Susana; ésta también empezó a hacer lo mismo con su madre, al tiempo que cubría su rostro de besos pequeños y cariñosos, a veces atreviéndose a rozar con sus labios los de ella.

Susana estaba cada vez más caliente. De nada le servían sus dudas y temores, si la temperatura de su coño seguía subiendo de aquella manera acabaría por violar a su propia madre. Hizo ademán de apartarse, pero Lucía la abrazó, apoyando la cara contra sus pechos y le dijo:

–Espera, cariño. Déjame estar un poco más así. Me siento tan a gusto en este momento.

Susana no sabía qué hacer. Acariciaba toda la espalda de su madre, y de cuando en cuando sus manos se paseaban por las firmes y rotundas nalgas de Lucía.

–Puedes dormir esta noche conmigo, si quieres –le dijo, dejándose llevar por el deseo.

–Si no te importa... –Lucía la miró con una sonrisa cariñosa que hizo latir en Susana una especie de amor lujurioso–. Es que, desde lo de tu padre, me siento bastante sola.

–Claro que no me importa. Podemos ir ya, si quieres. Tengo algo de sueño.

–Está bien, pero, ¿ya has cenado?

–Sí, con Diana.

Lo único que había cenado con Diana era la polla del chico aquel, pero lo único que le apetecía comer en aquel momento era el cuerpo de su madre, desde la cabeza a los pies. Lucía fue a su dormitorio para ponerse su pijama, mientras Susana, tras orinar, se quitó el vestido, guardó el dinero que había ganado junto a Diana en la mesita de noche, y se quitó el vestido. Pensó en quedarse en bragas, pero debía mentalizarse de que no ocurriría nada con su madre. Considerar esa idea como algo posible sería demencial. No obstante, se encontraba demasiado excitada para pensar con claridad. Habría sido mejor no haberle dicho nada a su madre y echarle un polvo a su hermano. Eso la habría satisfecho. Bueno, ya era demasiado tarde. No se le ocurría ninguna excusa que decirle a su madre para retractarse, y además, no quería hacerlo. La idea de estar acostada con su madre, las dos a oscuras, en un ambiente de intimidad sensual, era demasiado tentadora como para resistirse. Se puso una camiseta de tirantes rosa vieja, que debido a que tenía el elástico del escote flojo por el uso, mostraban los senos hasta la aureola de los pezones, y si se tiraba un poco hacia abajo, estos quedaban al descubierto. A Héctor le excitaba bastante verla con aquella camiseta. Susana se metió en la cama, nerviosa y ansiosa como... como la vez que su padre había ido a casa de Diana donde ambas le esperaban. La asociación mental enfrió parte de su calentura. Le sobrevino de nuevo el sentimiento de culpa, aunque mucho menos intenso que otras veces, y se repitió varias veces que no debía cometer ninguna tontería; además, su madre no era su padre, no había ninguna posibilidad de seducirla.

Sin embargo, cuando Lucía apareció en el dormitorio ataviada con su pijama azul de dos piezas, con los ojales de los botones de la chaquetilla estirados debido al volumen de sus pechos, se le nubló de nuevo el sentido. Su vagina parecía tener vida propia; latía con fuerza y emanaba abundantes líquido calientes que empapaban la fina tela de las bragas.

–Jo, mamá, tienes unas tetas inmensas –dijo Susana, sin poder evitarlo, mientras imaginaba que le abría por la fuerza la chaqueta del pijama, arrancando todos los botones, liberando aquellos senos deliciosos.

–Hay, calla, calla –respondió Lucía con una sonrisa avergonzada.

Susana no podía dejar de sorprenderse de la absoluta candidez de su madre, una mujer de treinta y ocho años con un rostro juvenil, expresión de adolescente ingenua, ojos de niña de doce años, sonrisa dulce en unos labios voluptuosos y cuerpo que parecía creado para el placer. Susana nunca había percibido tan claramente aquella sucesión de matices en la fisonomía de su madre. La deseaba y la amaba más que nunca. Había sido muy ingenuo por su parte pensar que podría olvidarse de la idea de poseer a Lucía. Ahora la idea había cobrado fuerzas; se había convertido en una necesidad.

Lucía se acostó y apagó la luz. Estaban las dos de lado, cara a cara, aunque no se veían.

–¿Sabes que la última vez que dormimos juntas debías de tener seis añitos? –dijo Lucía, en tono evocador–. Eras una niña muy independiente. No te gustaba que tratasen como a una niña. Creo que eso lo heredaste de tu padre.

–¿Ah, sí? –Susana se acercó un poco a su madre, hasta sentir que sus pezones rozaban los brazos de su madre, que tenía doblados delante de los pechos. Luego posó una mano en su cintura.

–Sí. Yo siempre he sido más bien tranquilita y muy mimosa. Me parece que dormía con mi madre incluso a los quince años. Siempre fui un poco infantil, incluso ahora, con casi cuarenta años a mis espaldas.

Los abuelos maternos de Susana habían muerto siendo ésta muy pequeña, pero se imaginó a su madre montándoselo con su abuela (se la imaginó más o menos igual que Lucía), y estuvo a punto de preguntarle si su madre le daba muchos mimos, pero se detuvo a tiempo. En vez de eso, dijo, adoptando un tono de chica tímida que se le daba bastante bien:

–Bueno, muchas veces me apetece darte achuchones y besos, y demostrarte lo mucho que te quiero, pero... no sé, me da vergüenza, y también tengo algo de miedo de que te moleste.

Aquellas tiernas palabras fraternales hubieran quedado un tanto anacrónicas en contraste con la mirada lívida de lujuria de Susana, pero Lucía no podía ver eso y se sintió conmovida. Acarició el rostro de su hija y su cabello.

–Cariño –le dijo–. ¿Cómo me va a molestar que me des abrazos y besos? En todo caso me alegraría. Eres mi hija y te quiero muchísimo. Y ahora más que nunca necesito que me des tu afecto, ¿sabes? Estos son momentos difíciles para mí.

Susana sólo escuchaba las partes que le interesaban. En ese momento, lo que menos le importaba eran los sentimientos de su madre; lo único que quería de ella era su coño, su boca, sus pechos, su culo...

Susana se pegó al cuerpo de su madre con fuerza, abrazándola, pegando su vientre, su entrepierna y sus muslos a los de ella.

–Entonces, mamá, a partir de ahora seré tan cariñosa contigo que te vas a volver adicta –dijo, entusiasmada por la excitación–. Voy a convertirte en una niñita mimada. Verás lo mucho, muchísimo que te quiero.

–Caray, hija, me sorprendes –replicó Lucía, con sorpresa, pero también con agrado–. Nunca habría pensado que fueses tan efusiva.

–Es que, bueno, no sé, es así como me siento ahora –lo cual, en cierto modo, era cierto–. Ahora que papá no está, sólo te quedo yo, bueno, y también Héctor, pero ya sabes... los chicos no sueles ser muy cariñosos con sus madres. No sé, espero que no te moleste esto.

–Claro que no, bobita –le dijo Lucía dándole un beso en la frente–. Esa nueva actitud tuya me gusta mucho. ¡Cómo van a molestarme los mimos de mi niñita!

–¡Gracias, mami! –exclamó Susana, y comenzó a cubrir de besos el rostro de su madre–. Gracias, gracias, gracias... –Y cada "gracias" era un beso, en la frente, en las mejillas, y también en la boca. Podrían confundirse con besos inocentes, pero por supuesto, de inocentes tenían bien poco.

Lucía recibía los besos de su hija sin reparo, aunque no podía evitar sonreír ante la efusividad. Aparentemente, no dio ninguna importancia a las manos de su hija, que manoseaban sus nalgas y sus muslos con ansiedad, ni al modo en que Susana restregaba sus pechos contra los de ella o al pubis que se restregaba contra su pierna. Tampoco hubo ningún tipo de disuasión por parte de Lucía cuando su hija empezó a besarla por el cuello. La única reacción por parte de su madre eran unas leves risitas medio contenidas debido a las cosquillas. Susana, envalentonada –y un tanto sorprendida– por la sumisión de su madre, dejó de dar simples y breves besos, para pasar a chupetear la suave y blanca piel del cuello de Lucía, cuya única reacción fue echar la cabeza hacia atrás para facilitar la tarea de su hija. Una parte de la mente de Susana no podía evitar preguntarse si su madre sospechaba sus verdaderas intenciones, o si simplemente consideraba "normal" los "mimos" que su hija le otorgaba. ¿Era posible que su madre fuese tan ingenua? Bueno, lo que era cierto es que su madre jamás había demostrado la más mínima malicia, por leve que fuese. En cualquier caso, mientras las puertas se mostrasen abiertas, Susana seguiría avanzando.


Héctor no se había dormido en ningún momento desde que se había acostado. Primero había estado leyendo un cómic de los X-Men que le habían prestado. Luego, cuando oyó que llegaba su hermana, decidió ponerse el discman, convencido de que su hermana no tardaría más de media hora en meterse en su cuarto para regalarle otra sesión de sexo. Con la luz apagada y la música de Queen tronando por los auriculares, no cesaba de evocar el hermoso cuerpo de Susana, el contacto con su piel, con sus labios, la cálida humedad que sentía al penetrarla... Aún no había terminado la segunda canción, y ya tenía una erección tremenda. Sentía la necesidad de masturbarse, pero no quería hacerlo. Prefería mantenerse en forma para su hermana. Héctor no sabía si debía agradecerle a Dios o al Diablo la suerte de tener una hermana como la suya –suponía que más bien a éste último–, pero tenía muy claro que deseaba que aquello durase para siempre. No entendía la decisión de suicidarse de su padre, pero por otro lado, por terrible que le sonase, en cierto modo se alegraba de que su padre ya no estuviese; no le hacía ninguna gracia compartir a Susana con su padre. La idea le daba un poco de asco. Descubrir aquella faceta tan carente de escrúpulos en su interior le inquietó un poco, así que dejó de pensar en ello y siguió imaginando el cuerpo de su hermana cabalgando sobre su miembro. Parecía que cada día la deseaba más. Era incapaz de estar más de media hora sin pensar en ella a lo largo del día. Empezaba a creer que se estaba obsesionando con ella, pero no podía evitarlo. Era tan hermosa, tan viciosa, tan sensual... La deseaba, la adoraba, daría su vida por ella. Ojalá pudieran estar todo el día solos en el piso, follando sin parar, parando sólo para comer y reponer fuerzas. En los últimos días, ésa era la idea que tenía Héctor del paraíso.

Cuando sólo faltaban un par de canciones para que se terminase el CD, Héctor, incapaz de esperar más, apagó el discman y se levantó de la cama. No oyó nada, así que supuso que las dos mujeres de la casa estarían acostadas. Vestido tan sólo con los calzoncillos azules, abultados por el pene, se dirigió hacia la puerta. A medio camino, decidió ponerse la camiseta que tenía colgada de la silla del escritorio, por si se encontraba con su madre. No era cuestión de exhibirse de aquella manera. Abrió la puerta de su dormitorio con cuidado y salió al pasillo. Estaba todo a oscuras, pero enseguida oyó susurros y risitas apagadas. Héctor se sorprendió un poco. Lo primero que pensó fue que Diana había venido con Susana y estaban acostadas las dos juntas. No se le había escapado la "intimidad" que había entre ambas amigas, así que eso le pareció lo más lógico. También le pareció de lo más excitante. Ver a su hermana montándoselo con otra chica –sobre todo, con otra chica como Diana, que estaba buenísima– seguro que era digno de ver. Entonces vio que la puerta del dormitorio de su madre estaba abierta de par en par, cuando normalmente la cerraba, o la entrecerraba, y gracias a la claridad que venía de las farolas de fuera, pudo distinguir, con dificultad, que la cama de su madre estaba vacía; además, si Diana hubiese venido acompañando a Susana, seguro que la habría oído hablar. Todo ello le llevaba a una terrible conclusión... que las risitas que estaba escuchando, y que de pronto reconoció como las de la mujer que le había traído al mundo, confirmaron. Su hermana y su madre estaban acostadas juntas. Y, en su estado de excitación, lo primero que se le ocurrió fue que se lo estaban montando juntas. Pero no, no podía ser. A pesar de que Susana follaba con él y había confesado haberlo hecho también con su padre, Héctor no podía concebir aquello. La imagen que tenía de su madre, cariñosa, benevolente, siempre bienintencionada, no encajaba para nada con la lujuria de Susana. No, qué va, era imposible. Sencillamente, se estarían contando algo gracioso.

De todos modos, movido por la curiosidad, Héctor avanzó con sigilo hacia el dormitorio de su hermana. Se detuvo un momento bajo el umbral de la puerta, indeciso. Desde allí se oían mejor los sonidos de beso, en los que parecía haber mucha saliva de por medio. Lo primero que se le ocurrió fue que su hermana y su madre se estaban dando un morreo, pero, aparte de que tal imagen le pareció muy fuerte, no le terminaba de encajar, más que nada porque también se oían las risitas ahogadas de Lucía. Caminando con mucho cuidado, avanzó unos pasos más. También se escuchaba el sonido de tela contra tela. Se detuvo a pocos centímetros de la cabecera de la cama. Su visión se había acostumbrado a la oscuridad, y pudo ver, en medio de la penumbra, las siluetas de Susana y Lucía bajo el edredón; había allí más movimiento del que se podría considerar normal.

Para evitar ser visto, Héctor se sentó con sumo cuidado en el suelo.


¿Qué puñetas está pasando aquí?, se preguntó.

Aguzó el oído.

–Cariño, cariño –oyó que decía su madre, con la respiración algo agitada–. Esto ya no son besos. Me estás babando toda.

–Lo... Lo siento, mami. –La respiración de Susana estaba bastante más agitada. Para Héctor era evidente que su hermana estaba muy excitada–. Me estoy dejando llevar por la emoción. Por favor, no te enfades.

–No me enfado, cariño. Es sólo que nunca te había visto así, y menos conmigo.

–Y me arrepiento, me arrepiento mucho de no haber sido más cariñosa contigo, que siempre te portas tan bien. No me merezco una madre como tú.

Héctor estaba cada vez más desconcertado. ¿A qué venía todo aquel rollo? ¿Desde cuándo Susana era tan cariñosa? Y entonces comprendió. Era algo tan evidente que resultaba estúpido haber dudado siquiera. Su hermana se lo quería montar con su madre, así de sencillo. Recordó entonces lo cariñosa que estaba Susana con su madre en los últimos días, antes incluso de que Noel se suicidara. Así de cariñosa había estado también con su padre, y la única razón había sido que quería follar con él. Igual que ocurría ahora.

–Claro que te mereces de sobras una madre como yo –decía Lucía, consolando a su hija.

–Tengo tantas cosas que agradecerte –divagaba Susana–. Que me cuidaras, que estuvieras siempre a mi lado... Además, es de ti de quien heredé este cuerpo que tanto gusta a los chicos.


Qué modesta, pensó Héctor, con sorna. Pero, en realidad, le estaba costando asimilar todo aquello. No era capaz de imaginar a su madre metida en un ambiente de lujuria, ni que Susana la viese de tal modo. No era como con su padre, por el que apenas sentía apego. En el caso de su madre era distinto, siempre la había visto como una figura llena de pureza y ternura. Llegó a la conclusión de que era imposible que Susana avanzase gran cosa con aquel juego. Todo esto lo pensó en dos o tres segundos, y aún tuvo tiempo de recordar las últimas palabras de Susana: "Es de ti de quien heredé este cuerpo que tanto gusta a los chicos." Por extraño que pudiese parecer, aquella afirmación le sorprendió. Incluso se preguntó: ¿Por qué dice eso? Ni que mamá tuviese un cuerpazo. Porque, después de todo, Héctor jamás se había fijado en los encantos físicos de Lucía.

–¡Qué cosas me dices, cariño! –le contestó Lucía y su hija, evidentemente halagada–. Vaya una noche de sorpresas que me reservas esta noche.

–¿Crees que algún día seré tan guapa como tú? –preguntó Susana en un tono de voz que hacía cosquillas en los oídos. En Héctor, además, tuvo el efecto de reavivar su erección.

–Pero si ya lo eres, mi amor, ya lo eres.

–¿Qué dices? Ya me gustaría a mí tener esta carita tan bonita. –Se oyeron varios besos pequeños–. Y, aunque me da algo de vergüenza confesarlo, tengo celos de estos pechos que tienes, ¿sabes?

Y Héctor adivinó –con acierto–, más por instinto que otra cosa, que su hermana acababa de posar las manos en los pechos de su madre. E, inevitablemente, imaginó la escena. Las manos de Susana sobre ambos senos de Lucía, cubiertos por la tela del pijama, aplicando algo de presión en ellos. Para lo cual su memoria subconsciente hizo una reproducción exacta de los pechos de su madre. Por supuesto, dudó que aquellos melones cárnicos que veía en su imaginación correspondiesen a la realidad; pero al mismo tiempo se preguntó: ¿Mamá tiene esas tetas?; pero al mismo tiempo no le cabía la menor duda de que así era; y al mismo tiempo, no pudo evitar recrearse en la contemplación imaginaria de aquellos senos voluptuosos, que era incapaz de asociar con su madre, pero sin embargo, una parte de su mente los denominaba "las tetas de mamá".

–Ay, cariño, ¿qué haces? –dijo Lucía con aquella voz que siempre le salía cuando quería quejarse de algo; una voz carente de convicción, con un poco de queja y un mucho de aceptación, propia de aquellos que tienen una personalidad sumisa. Dicho de otro modo, el típico tono que, más que echar atrás al atacante, lo azuzaba.

–Lo siento, mamá, pero no lo puedo evitar. Es que son tan fascinantes, ojalá las mías fueran así.

Por el sonido siseante y con la ayuda de su imaginación, Héctor supo que Susana estaba sobando de lo lindo los pechos de su madre. No supo cómo debía sentirse en aquella situación. Por un lado, la idea de que era su propia madre la que estaba allí, siendo manoseada por su hermana, le dejaba bastante confuso, pero por otro, la escena que reproducía su imaginación, las manos de Susana estrujando unos pechos exuberantes y francamente apetecibles, que no estaba nada seguro de que fuesen como los de su madre, pero que, en cualquier caso, eran preciosos, le estaba derritiendo los sesos.

Héctor deseó tener visión nocturna. Desde luego, habría alucinado con el espectáculo que se desarrollaba sobre la cama. Susana había perdido el poco autocontrol que le quedaba. Con una mano, manoseaba con absoluto descaro las nalgas de su madre, y con la otra, los pechos. Curiosamente, la única reacción de Lucía era emitir unos leves jadeos. Susana no tardó en ponerse a desabrochar la chaquetilla de su madre, liberando los senos de su encierro.

–Susana, ¿qué haces ahora? –El tono de voz de Lucía, tan carente de autoridad como el de una niña de cinco años perdida en una multitud de gente desconocida, vino acompañado de un suspiro que sonó igualmente excitante para Susana como para su hermano, que ya no podía dejar de manosearse el pene.

–Te adoro –fue la única respuesta de Susana, crecida ante la falta de resistencia de su madre, y sin pensárselo, abrió del todo la chaquetilla del pijama de Lucía y comenzó a pasar la lengua por todo el contorno de uno de los senos, cubriéndolo íntegramente de saliva, lo cual llevaba su tiempo, hasta llegar al pezón, que chupeteó, primero con delicadeza, y luego con mayor énfasis.

–Cariño, para, para... –gemía Lucía, con su habitual carencia de carácter.

Ni que decir tiene, Susana no se detuvo, es más, llevó la mano que manoseaba las nalgas de su madre a la entrepierna de ésta y se puso a frotar toda la zona de la vagina por encima del pantalón. Lucía apretó las piernas y las flexionó en un vano –y algo patético– intento por frenar las intenciones de Susana; agarrar la muñeca de su hija con una fuerza similar a la de un bebé tampoco solucionó gran cosa.

–Para, Susana, para ya... –pedía (dar órdenes o exigir algo jamás había estado en la naturaleza de Lucía), en voz muy baja, casi inaudible.

–¿No quieres que te demuestre mi cariño? –le preguntó Susana, entre jadeos, sin dejar de mover la mano entre los muslos de su madre, ni de sobar sus pechos–. ¿Vas a rechazar mi amor por ti?

–No... No es eso... Yo... –Lucía estaba confusa, aturdida; su mente iba en dos direcciones diferentes: por un lado, sabía que aquello sobrepasaba los límites de la relación madre-hija, y que Susana había perdido la cabeza; por otro, era incapaz de llevarle la contraria a su hija, y además, nunca había sido capaz de imponer su voluntad ante nadie. Y todavía había una tercera dirección, quizá la que más la confundía: aquella situación no la escandalizaba tanto como suponía que debería.

–Necesito hacer esto, mamá –insistía Susana, exprimiendo esa falta de voluntad que caracterizaba a su madre–. Lo hago porque te quiero, porque adoro cada milímetro de tu cuerpo. –La besó en los labios–. Déjame seguir, por favor. –Otro beso, más sensual, tanteando con la punta de la lengua los labios de Lucía–. Déjame... seguir –susurró, buscando con la lengua el consentimiento para entrar dentro de aquella cálida boca; lo que encontró fue una débil resistencia que no impidió nada. Susana exploró todos los rincones de la boca de su madre, luego se ensañó con su pasiva lengua, que no reaccionaba, pero tampoco la rechazaba, sencillamente, se dejaba hacer; una actitud que se podía aplicar al resto de su cuerpo.

–¡Dios, me vuelves loca! –exclamó Susana en voz baja. Se puso a horcajadas sobre Lucía y apretujó con ambas manos los senos de su madre, manoseándolos a conciencia, frotándolos uno contra otro en todas direcciones.


Por fin, por fin, por fin estas preciosas tetas son mías, sí, mías, mías, pensaba, o mejor dicho, sentía, pues en el infierno de lujuria en que se había convertido su cerebro era imposible la formación de un pensamiento coherente. Con voracidad hasta ese momento reprimida, se lanzó a chupar, lamer, mordisquear los pechos de su madre, al tiempo que pellizcaba los erectos pezones o los apretaba entre los dientes, haciendo caso omiso de las débiles quejas de Lucía, que por otra parte, seguía sin mostrar mayor resistencia.

Tal vez un minuto antes, Susana, de algún modo, hubiese sido capaz de detenerse. Pero ya no. Había cogido la velocidad máxima. La lujuria de su cerebro era un huracán que lo arrasaba todo, y sólo quería más, más, más...

La mayoría de los adolescentes, y, en definitiva, la mayor parte del género masculino, cuando ven a la típica chica guapa, poco comunicativa y discreta, suelen decir cosas como "es una mosquita muerta", y a continuación, como si acabasen de descubrir alguna especie de solución a una duda existencial: "Este tipo de chicas que parecen atontadas, seguro que se dejan hacer de todo." Lo cual, por lo general, suele ser una conclusión equivocada que conduce a malos entendidos, y en el peor de los casos, a actos despreciables, y de todas maneras, semejante hilo de pensamientos sólo pone de manifiesto la peor faceta del hombre.

Ahora bien, esto no significa que ninguna chica se ajuste a tal descripción. Prueba de ello es Lucía, una mujer que, desde su más tierna infancia, se ha caracterizado por su personalidad influenciable, carente de voluntad propia. Lucía era, sin lugar a dudas, la niña más obediente de su clase y de su casa, que compartía con dos hermanos y una hermana. Jamás, en ninguna fase de su vida, tuvo una época de manifiesta rebeldía contra nada. Es más, si investigáramos cada hora de su vida, desde, pongamos, los cinco años, hasta la actualidad, no encontraríamos más de dos ocasiones en las que demostrase un mínimo enfado, de escasa duración y sólo entre los cinco y los diez años. Con su timidez y su sonrisa bienintencionada e ingenua, Lucía fue una niña que, en el colegio, despertaba más la burla de sus compañeros y compañeras que otra cosa, lo cual nunca la marcó realmente, ya que, si bien es una mujer sin convicción ni voluntad, también es cierto que su capacidad de asimilación y adaptación es sorprendente. Dicho de otro modo, psicológicamente, Lucía sería capaz de soportar sin sufrir más que algún que otro leve cambio de perspectiva, una condena de diez años en la cárcel, con todo lo que ello conlleva, o de sobrellevar una crisis económica únicamente haciendo algunos cambios en su rutina diaria. Hay una posibilidad entre mil de que Lucía sufra una crisis nerviosa o se vea asediada por un trauma del pasado, si bien es capaz de mostrar tristeza durante un corto período de tiempo, como ocurrió con la muerte de Noel.

De todas formas, lo único que tuvo que sobrellevar Lucía a lo largo de vida, y en concreto, durante su adolescencia, fue poseer un cuerpo que era un reclamo para la lívido masculina. Ya desde los once años, su desarrollo físico fue precoz; aunque ni ella ni los compañeros de su clase eran conscientes de ello, sí lo era su profesor de gimnasia, que aprovechaba cualquier oportunidad para frotarse contra su cuerpo. Este profesor, además de educación física, enseñaba ciencias naturales. En una ocasión, durante una proyección en la que todos los alumnos estaban a oscuras y con la atención –unos más, otros menos– fija en el documental sobre insectos, don Enrique, el profesor de gimnasia y naturales, que previamente había distraído a Lucía para que cuando ésta fuese a la sala de proyecciones se sentase en las últimas filas (ya sabía que no tenía amigas, de modo que nadie le guardaría el sitio), se sentó a su lado, en la última fila, y aprovechó la oscuridad para coger la mano de su alumna y frotarla contra su miembro erecto. Lucía, que no entendía exactamente de qué iba todo aquello, pero que lo intuía, no se resistió, ni siquiera cuando don Enrique deslizó su pequeña mano bajo los pantalones; ésa fue la primera vez que Lucía tocó un pene. Le pareció duro como una roca, enorme y muy caliente. Su contacto no la desagradó del todo. El profesor restregaba la mano de su alumna por todo su miembro y por los testículos, hasta llegar a un orgasmo disimulado que empapó de semen la mano de Lucía, que se sorprendió al notar aquel líquido espeso y caliente. El profesor le dio un kleenex para que se limpiara y le dijo que no dijese nada de aquello. Don Enrique no volvió a intentar nada con su alumna, tal vez temiendo cometer alguna imprudencia. Seguramente, sí lo habría hecho si hubiese conocido las sensaciones que aquella experiencia había despertado en Lucía. La jovencita había sentido un calor por todo su cuerpo nada desagradable; un calor cuyo epicentro debía ser su vagina, a juzgar por los latidos que allí notaba. Esa misma noche, en su cama, cuando recordó los acontecimientos del día, volvió a sentir aquel mismo extraño latido que, instintivamente, la llevó a tocarse con sus dedos; encontró un punto que le proporcionaba unos agradables cosquilleos, centró sus atenciones en esa zona, y pronto se vio inundada por oleadas de placer. Aquella noche Lucía experimentó el primer orgasmo de su vida.

Su existencia siguió como siempre. A los trece años, se puso de moda entre los chicos tocarles el culo a las chicas, y no pocos recibieron un buen bofetón por ello. Por supuesto, de Lucía sólo recibían una cara seria que quería demostrar un enfado que no sentía, y pronto se convirtió en el trasero más sobado de la clase; luego, cuando descubrieron que aquella "mosquita muerta", no sólo tenía unos pechos propios de una chica de dieciséis años, sino que resultaba igual de fácil sobarlos que el culo, pasó a ser la chica más manoseada de la clase. Estaban encantados con Lucía, que lo único que hacía para tratar de rechazarlos era soltar alguna que otra queja apenas audible. Lo cierto es que a ella no le disgustaban aquellas invasiones de su intimidad, ni le preocupaban las chicas que empezaban a tenerle una franca antipatía y que la llamaban zorra y buscona. Hubo momentos en que dos o tres chicos la sobaban al mismo tiempo, por encima y por debajo de la ropa, sin dejar ninguna parte de su cuerpo por explorar. Finalmente, el matón de la clase, que tenía dos años más que el resto, terminó follando con ella el último día de curso. Así fue como Lucía perdió la virginidad, fue rápido y algo doloroso, pero no exento de cierto placer.

Sin embargo, fue en el instituto donde conoció todos los entresijos del sexo, de mano, una vez más, de un profesor, esta vez de literatura, y también de otra alumna que nada le tendría que envidiar a Susana o Diana en cuanto a comportamiento promiscuo. Sucedió a los pocos meses de empezar 1º de B.U.P. Lucía tenía que estudiar para un examen y, al igual que otros estudiantes responsables, aprovechaba el recreo para repasar sus apuntes. En esa ocasión, diez minutos después de que sonase el timbre del recreo, se dio cuenta de que se le había olvidado una parte de sus apuntes en la carpeta, de modo que, aunque no estaba permitido, volvió a su aula, teniendo cuidado de que el bedel, un viejo gruñón, no la viera. No oyó nada extraño que la hiciera sospechar lo que vería al abrir la puerta de su clase. Allí estaba, su profesor de literatura, don Andrés, un hombre de unos cuarenta años, aunque atractivo, que se mantenía en forma a base de footing, con los pantalones bajados hasta las rodillas y penetrando desde detrás a una chica de pelo largo y rubio que estaba inclinada hacia delante, con las manos apoyadas en la mesa del profesor, la minifalda subida y las bragas en los tobillos. Lucía no conocía de nada a aquella chica, de momento, pero se trataba de una alumna de dieciséis años, dos más que ella, llamada Clara. Durante varios segundos eternos, los tres se quedaron petrificados, la pareja mirando a Lucía y viceversa. Don Andrés fue el primero en recuperar la compostura. Al parecer, tenía mentalmente fichada a Lucía, porque lo primero que dijo fue:

–Ah, hola, Lucía –con una sorprendente naturalidad, dadas las circunstancias–. Pasa, pasa, no te quedes ahí. –Como vio que su alumna no reaccionaba, añadió–: Venga, vamos, entra. No te preocupes, estás entre amigos.

Y Lucía, que desde que había perdido la virginidad hasta ese momento, había llevado una existencia de lo más discreta, sin destacar por nada, sin amigas y sin moscones que la sobasen por todos lados, entró y cerró la puerta tras de sí. Esa simple acción significó su tácito consentimiento para que el hombre y la chica que había frente a ella la incorporasen a sus juegos sexuales. Lucía, que se dio cuenta de que se sentía atraída por todo aquello, se dejó llevar, tal como era su costumbre. Andrés presentó a Clara y ésta, para demostrar que la presencia de Lucía no la contrariaba en absoluto, le dio un profundo morreo. A partir de ese momento, todo se precipitó. En esa misma ocasión, se dejó convencer por Clara con sorprendente facilidad para que la ayudara a hacerle una felación al profesor, de modo que por primera vez Lucía se metió una polla en la boca, y de paso, recibió en ella un torrente de semen, que compartió con Clara en un prolongado beso. En los días, y meses, posteriores, la experiencia sexual de Lucía no hizo más que aumentar, y nunca tuvo un papel activo en sus relaciones. Clara y don Andrés hacían lo que querían con ella, y Lucía se sentía en la gloria siendo un mero objeto sexual. Quedaban casi todas las tardes en casa del profesor, o bien en casa de Clara cuando estaba sola, y de ese modo Lucía probó el sexo lésbico en todas sus formas, el sexo anal, ya fuera con la polla de don Andrés o con la mano de Clara, el sexo oral, el sesenta y nueve, las cubanas... en fin, todo. Durante los años que pasó en el instituto, su vida fue un río continuo de vicio.

Luego vino la universidad, donde comenzó la carrera de medicina. Pero sólo llegó a cursar un año, porque ahí fue donde conoció a Noel, irónicamente, un hombre que muy pronto, de hecho, unos meses más tarde, sería profesor. Tal vez fuese eso lo que más le gustó a Lucía; el caso es que se quedó embarazada del joven Noel y éste no puso el más mínimo reparo en casarse y traer al mundo al bebé que sería Susana. Lucía dejó los estudios e inició una vida rutinaria y sin sorpresas –al menos, hasta la fecha– a la que no tardó en adaptarse, y que terminó por gustarle. Ser madre y ama de casa también le parecía una bonita experiencia y pronto olvidó sus experiencias en el terreno del sexo desenfrenado.

Hasta ahora.

Pero todo volvió a su mente: la experiencia con don Enrique, los múltiples sobeteos de que fue objeto en el colegio, la pérdida de su virginidad con aquel chico mayor que ella, y de cuyo nombre no se acordaba, y sobre todo, la lujuria descontrolada que la invadió en compañía de Clara y don Andrés. Todo volvía a reproducirse en su mente en rápidas imágenes consecutivas, mientras su hija, que ya se había desnudado, le quitaba el pantalón del pijama y las bragas, dejándole la chaqueta, que no estorbaba para nada. La calentura de aquellos años del pasado regresó con fuerzas multiplicadas, los latidos de su vagina, que estaba completamente mojada, eran como descargas eléctricas que estremecían todo su cuerpo. De nuevo era un objeto sexual en manos de alguien, y le encantaba esa sensación; se dio cuenta de que echaba de menos estar en aquella situación. Ansiaba ser usada, convertirse en una marioneta del vicio. Y Susana era la persona perfecta para ello. Separó las piernas de su madre, sin encontrar ya ni rastro de resistencia, por el contrario, lo que Lucía ofrecía era una completa entrega.

–Y ahora, mamá, como te quiero tanto, voy a mimar el lugar por el que vine al mundo.

Susana enterró la cara entre los muslos de Lucía y lamió y chupó y mordió aquella cueva carnosa, húmeda y caliente, hasta empaparse de su esencia, hasta sentirse parte de ella, mientras con las manos sobaba los tersos glúteos. Susana succionaba el clítoris de su madre, dispuesta a lograr que ésta disfrutase de la experiencia, y lo logró. Lucía, que había conseguido no emitir nada más audible que unos jadeos, comenzó a gemir de placer, en un tono bajo y suave que resultaba muy sensual. Desde luego, lo era para Héctor, que, incapaz de creerse que lo que estaba sucediendo tan cerca de él fuese real, se masturbaba furiosamente, deseoso de entrar en el juego que se habían montado su madre y su hermana, pero sin ser capaz de reunir el valor necesario para hacerlo por iniciativa propia.

Lucía alcanzó el orgasmo, pero no por eso su hija iba a darle un respiro. Susana ascendió por el cuerpo de su madre, se incorporó y colocó su empapado coño sobre sus enormes pechos. Le encantaban aquellas tetas y quería follárselas, correrse sobre ellas, así que se restregó contra los senos de Lucía sin compasión ni pausa, cubriéndolas de líquidos vaginales, aplastándolas bajo el peso de su cuerpo; alcanzó el orgasmo, pero todavía no era suficiente. Susana se deslizó un poco hacia delante, hasta situar su vagina en la boca de su madre.

–Cómeme el coño, mamá, cómemelo con mucho cariño –gimió Susana.

Lucía se vio obligada a hacerlo, ya que de lo contrario su hija parecía dispuesta a asfixiarla, y de todas maneras, quería hacerlo. Así que, con la paciencia y ternura que la caracterizaban, Lucía lamió el interior del coño de su hija y luego se dedicó a chupar y lamer con delicadeza su clítoris. Susana alcanzó otro orgasmo. Incluso Héctor se corrió, manchando el suelo de semen. Pero para ella todavía no era suficiente. Se situó en posición opuesta sobre el cuerpo de su madre, aplastando sus senos bajo el vientre; hizo que Lucía echase las piernas hacia atrás hasta que los muslos chocaron contra sus hombros, y luego aplicó la lengua en su ano, formando pequeños círculos sobre él. Esto sí que motivó los gemidos de Lucía, que esta vez emitió gemidos agudos, que aumentaron de decibelios a medida que su apasionada hija se abría paso hacia el interior de su más íntimo y oscuro agujerito. Susana sólo hizo una pausa para decir:

–Mamá, chúpame –y luego continuó penetrando con la lengua el ano de su madre.

Lucía, que no sabía qué tenía que chupar, tomó la decisión de hacerlo donde más le apetecía en ese momento, así que comenzó a lamer la cara interna de las nalgas de su hija, y luego, el orificio que Noel había penetrado en vida. De este modo, las dos alcanzaron un nuevo orgasmo. Esta vez sí, Susana había llegado a su límite. Habría sido capaz de follar con su madre toda la noche, pero ese día había sido bastante movidito, aunque sin lugar a dudas, lo mejor había sucedido al final.

Se abrazó a su madre, se dieron un beso en el que Susana usó más la lengua que los labios; luego, se acomodó sobre los senos mojados por sus propios líquidos, y se durmió.

Héctor, con mucho cuidado, gateó hasta llegar al pasillo. Ya en su dormitorio, y tras masturbarse una segunda vez, rodeado de una intensa irrealidad, se preguntó qué iba a ocurrir a partir de entonces.

Más o menos lo mismo que se preguntaba Lucía, que no podía dejar de pensar en lo sucedido. Se sentía un poco culpable, pero no por lo que había hecho con su hija, sino precisamente por eso, por no sentirse culpable. Una especie de paradoja que bailoteaba por su mente como una nube molesta. Llevaba tantos años siendo la perfecta madre y ama de casa, que ahora, después de aquel brusco cambio en su vida, no sabía cómo tendría que actuar cuando llegase el día siguiente.​
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heranlu

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Mi Hija Susana es una Ninfomana - Capítulo 006



El olor a sexo, el sudor, la lujuria que dominaba sus cuerpos y mentes formaban una atmósfera densa y húmeda que las mantenía encerradas en una burbuja de lascivia donde lo único válido era la depravación.
Enloquecidas de placer, Susana y su madre gritaban de placer, los ojos lacrimosos y febriles, los cuerpos empapados en sudor, sus coños encharcados frotándose mutuamente.
Cambian de postura. Lucía alza su hermoso culo sobre las rodillas. Susana lame su ano, lo llena de saliva, por dentro y por fuera, lo abre con los dedos, mete la lengua hasta el fondo, Lucía gime a gritos, y pide más, más, más... Susana le da más. Introduce dos dedos en el sabroso ano, luego tres, cuatro. El culo de su madre parece de goma, no para de dilatarse. Susana introduce la mano entera. Lucía gime, chilla, sus alaridos de puro gozo suenan afónicos. Susana empieza a penetrarla con los dedos de la otra mano, sin sacar la derecha del ano, que parece capaz de albergar todo lo que haga falta. Pronto, Lucía tiene en su ano los diez dedos de su hija y su coño estalla en varios orgasmos continuos, empapando las sábanas. Susana saca las manos del culo de su madre. El agujero es enorme y Susana no puede evitar la tentación de lamer todo su interior.
–Mamá, qué culazo tienes. Me dan ganas de follarlo.
Su madre no está en condiciones de decir nada, sólo puede jadear como si acabase de correr cien kilómetros sin parar ni un momento para descansar. Está exhausta por completo, y también indefensa. Es el juguetito sexual de su hijita.
Susana se toca el coño, se lo frota y manosea con ambas manos, sin apartar la mirada del dilatado ano de su madre.
–Follar culo, follar culo, follar culo, follar culo... –repite una y otra vez en un murmullo incansable y monótono, con la boca entreabierta y la saliva colgándole de la barbilla.
Y de pronto, del interior de su coño empieza a surgir algo, un apéndice que crece y crece, hasta tomar la forma de una polla enorme, empapada de jugos vaginales y repleta de venas.
–La polla de papá –dice Susana, con una sonrisa extrañamente infantil.
Agarra a su madre por la cintura y le introduce toda la polla de una sola embestida brutal, ajena a los gemidos agudos de Lucía, que, por otra parte, está disfrutando como nunca. Susana la penetra sin cesar, con fuerza, con determinación, dispuesta a follar el culo de su madre hasta perder el conocimiento.

Susana abrió los ojos, todavía sintiendo jirones del sueño que acababa de tener sujetos a su cerebro. Se tocó entre las piernas. Aparte de pelo y humedad, no notó nada extraño. Suspiró aliviada. Sólo faltaba que le saliera una polla. Aunque por otra parte, habría sido de lo más morboso. El sueño la había dejado bastante excitada, y actuando por instinto, se dispuso a masturbarse. En ese momento se dio cuenta de que estaba sola en su cama. Su madre no estaba.

Se desperezó, pasándose las manos por el vientre, por los senos, por el pelo, y las entrelazó bajo la nuca. Sonrió al recordar la intensa sesión de sexo que había tenido durante la noche con su madre. Si lo pensaba, había sido la mejor experiencia que había tenido, superaba incluso el primer polvo con Héctor o con su padre. Tal vez porque había llegado a desear a su madre hasta límites que no había sospechado; tal vez porque había estado convencida de que seducir a su madre sería imposible, y cuanto más convencida estaba de ello, más la deseaba; tal vez porque, debido a ese deseo irrefrenable y al sentimiento de culpa surgido del suicidio de su padre, había descubierto un amor hacia su madre que no había sentido nunca antes, un amor que, mezclado con su lujuria, se había convertido en un cóctel explosivo que había dado como resultado las mejores sensaciones sexuales de Susana hasta la fecha.

Entonces se preguntó dónde estaría su madre, por qué se había apartado de ella, y un temor frío la recorrió con la velocidad de una onda expansiva. Toda la excitación se le fue de golpe. Se incorporó como por resorte. ¿Y si su madre...? No, no podía ser. Pero claro, tampoco podía ser que su padre se hubiese suicidado.

Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó, se puso las bragas y la camiseta y salió al pasillo. Se sintió aliviada al comprender que el día estaba bastante avanzado. Miró el reloj del pasillo y se sorprendió al ver que eran las once y media de la mañana. Los dormitorios de su madre y su hermano estaban vacíos, con las camas hechas. La televisión estaba apagada y se oía el sonido del agua de la ducha. Susana dedujo, ahora más tranquila y de nuevo sintiendo los latidos de la excitación en su entrepierna, que su hermano había ido al instituto y que su madre se estaba duchando. Imaginó el voluptuoso cuerpo de su madre cubierto de agua y jabón y se le hizo la boca y el coño agua.

Abrió la puerta del cuarto de baño con cuidado y miró dentro. Entre la tenue nube de vaho observó a su madre, que estaba de espaldas a ella. Siguió con la mirada la trayectoria del agua, como bajaba por su largo cabello negro, que le llegaba hasta la mitad de la espalda; luego, se deslizaba suavemente por la zona lumbar, por las caderas, por las deliciosas nalgas, introduciéndose por entre ellas, recorriendo el recto para encontrarse con la cascada que bajaba por la vagina; observó el agua que bajaba por los bien torneados muslos, barriendo los restos de jabón. Al parecer, la ducha de Lucía estaba llegando a su fin. A no ser que Susana hiciese algo al respecto.

Entró en el baño en silencio y se sacó la camiseta y las bragas. Justo cuando Lucía iba a cerrar la llave del agua, las manos de su hija se agarraron como zarpas a sus voluminosos pechos. Lucía se sobresaltó; se dio la vuelta y no se sorprendió de encontrarse frente a Susana, que la miraba con ojos brillantes de deseo.

–Susana... Qué susto...

Susana le plantó un beso en los labios, al tiempo que pegaba los pechos contra los de su madre.

–Mami, ¿te importaría enjabonarme el cuerpo?

–Ay, cariño, no sé si...

–Me encanta que me llames cariño. –Las manos de Susana recorrieron la cintura y las caderas de su madre, para acabar enganchadas a las voluptuosas nalgas–. Tienes una voz preciosa.

Con la escasa convicción que la caracterizaba, Lucía, ruborizada por el calor que empezaba a extenderse por todo su cuerpo, trató de detener aquella situación.

–Susana, lo de anoche... no fue...

–¿No te gustó? –le preguntó su hija repentinamente, adoptando una mirada suplicante.

–No... No es eso... –le respondió Lucía, turbada.

–¿Entonces? ¿No tengo derecho a demostrarte mi cariño del modo que más me guste? –la voz de Susana adquirió un tono cercano al histerismo, perfectamente fingido.

–Sí, claro que sí. –En realidad, Lucía sabía que su hija no estaba siendo natural, que su modo de actuar sólo iba en una dirección.

Las manos de Susana manoseaban el culo de su madre a conciencia, deslizando las manos entre las nalgas y notando el contacto del ano.

–¿Y no te gustaron los mimos que te di anoche? –Susana pasó la lengua por la garganta de la mujer que le había dado vida.

Lucía se sentía cada vez más excitada; el calor que brotaba de su vagina recorría todo su cuerpo, dándole una agradable sensación de debilidad. Desde que se había casado hasta la noche anterior, cuando su hija la había seducido, aquellos años de desenfreno sexual en el instituto en los que ella no era más que un objeto manejado por y para el vicio, habían sido borrados de su memoria de un plumazo, o más bien, ocultos en los más profundo de su subconsciente; se había transformado en la perfecta madre y ama de casa sin el menor esfuerzo, totalmente inmersa en el rol de la típica mujer incapaz del más mínimo acto inmoral. Pero ahora que sus recuerdos habían sido desenterrados, ahora que de nuevo era una muñeca atrapada en una corriente de vicio y lujuria, no podía evitar sentir algo muy parecido a la felicidad.

Separó los húmedos y sensuales labios para emitir un sofoco, y respondió:

–Sí.

El rubor que encendía sus mejillas y el brillo febril en sus ojos fue señal suficiente para Susana de que tenía vía libre. Sujetó la cara de su madre con ambas manos y le dio un apasionado beso. Lucía entreabrió la boca para recibir la húmeda y caliente lengua de su hija.

Sentado en su pupitre, Héctor estaba absorto en sus pensamientos, ausente de todo lo que le rodeaba. Profesores y alumnos suponían que esa actitud se debía a la reciente muerte de su padre, de modo que ni unos ni otros le decían nada. Pero estaban equivocados. La muerte de su padre estaba todo lo lejos que podía estar de los pensamientos del joven. En aquellos momentos –y sospechaba que durante bastante tiempo–, Héctor sólo podía darle vueltas a una cosa: lo que había ocurrido la noche anterior entre su hermana y su madre. No había visto nada, debido a la oscuridad, pero las palabras, los gemidos, los sonidos de saliva, de besos húmedos, habían bastado para que, en su imaginación, lo viese todo con meridiana claridad. Jamás hasta entonces había imaginado a su madre, tan cariñosa, bienintencionada, sumisa, en una actitud mínimamente lasciva. Incluso ahora le costaba asimilar lo que había escuchado, una parte de su mente decía: no, mi madre no, es imposible, ha habido algún tipo de confusión. Pero por otro lado, sabía que eso no era más que un vano intento de su cerebro por autoengañarse. Aunque lo que de verdad le cautivaba, lo que le tenía atrapado en una especie de hechizo sensual, era aquel ambiente de lujuria tan íntimo, tan especial, aquella sensación que le hacía cosquillas bajo el vientre, que le reblandecía el cerebro, que le hacía acariciar los lindes de la locura, una locura dulce, hipnótica, tentadora.

El timbre sonó anunciando el inicio del recreo. Héctor, caminando como en sueños, fue el último en salir. Algunos compañeros le palmearon la espalda antes de dejarle solo, pero él apenas lo notó. Ya estaba cruzando el umbral de la puerta cuando alguien le empujó de nuevo al interior del aula, cerrando la puerta tras de sí. Esta acción inesperada sacó a Héctor de su letargo. Aunque más bien se debió a la persona que realizó la acción. Con los ojos muy abiertos, susceptible como estaba a la sensualidad, Héctor prácticamente devoró con la mirada la imagen de Diana, que estaba a tres centímetros escasos de él y apoyaba la mano en su pecho. Vestía una camiseta color vainilla con finas rayas azules, y una minifalda vaquera. A Héctor le había gustado Diana desde la primera vez que Susana la había llevado al piso. Tenía un físico parecido al de su hermana, y al igual que ésta, Diana desprendía una especie de aura lujuriosa que resultaba excitante.

–¿Susana no vino hoy tampoco? –le preguntó ella.

–N-no. –Héctor tenía los ojos fijos en los pechos de Diana; observó cómo se perfilaban los pezones bajo la tela de algodón, y supuso que no llevaba sujetador.

–¿Y cómo está? Ayer parecía estar mejor. Hasta me dijo que vendría hoy.

–A mí me pareció que estaba bien –contestó Héctor, pensando que anoche su hermana parecía cualquier cosa menos compungida–. Pero por la mañana estaba durmiendo y mi madre no quiso despertarla. –Claro, la había dejado agotada, pensó.

–Oh, vaya –Diana observó al joven, como distraída–. Bueno, no importa. Como eres un buen chico, me dejarás acompañarte hasta tu casa, ¿verdad? –Y mientras decía esto, descendió con la mano desde el pecho de Héctor hasta su entrepierna, y allí se quedó.

Como Héctor no decía nada (todo iba demasiado rápido para su capacidad de asimilación), Diana hizo más presión en su entrepierna, y luego comenzó a masajear la zona hasta conseguir que su miembro se endureciese.

–¿Verdad que me dejarás acompañarte? –insistió Diana–. Yo ya soy como una más de la familia. Seguro que te imaginas lo unidas que estamos Susana y yo. Tanto como tú lo estás con ella.

Héctor, demasiado distraído con la agradable sensación que suponía la mano de Diana frotando su entrepierna, tardó un rato en captar el significado de aquellas palabras. La miró a la cara. Ella le sonrió con complicidad.

–Así es –dijo–. Sé lo tuyo con ella. Y como Susana y yo lo compartimos todo, incluso a tu padre, creo que estoy en mi derecho de saborear la polla de su guapo hermano, ¿tú qué opinas?

Héctor, en realidad, y teniendo en cuenta que ya sabía que su padre se lo había montado con Susana y Diana, no se sorprendió gran cosa de que ésta estuviese enterada de la relación con su hermana. "En realidad, soy yo el que sabe algo que ella desconoce", pensó, recordando lo que había visto –más bien, oído– la noche anterior.

En ese momento, la puerta del aula se abrió. Diana apartó la mano de la entrepierna de Héctor y miró atrás, al rostro viejo y adusto del conserje.

–No se puede estar aquí –dijo, con voz de autómata oxidado.

–Vale, fósil con patas –murmuró Diana. Cogió a Héctor de la mano y lo guió al exterior. El chico se dejó llevar, notando con más intensidad aquella sensación que le acompañaba desde el descubrimiento de la nueva relación entre su madre y su hermana, esa espiral ascendente de vicio, de lujuria sin límite, donde las barreras de la moral se sorteaban con asombrosa facilidad.

Diana guió a Héctor hasta el parque Adrián Alonso sin mediar palabra. A Héctor no le importaba. Sensible como estaba a la sensualidad femenina, no podía apartar la mirada de los bellos muslos de la amiga de su hermana, ni del contoneo de sus caderas. Luego, reparó en que se dirigían a los servicios públicos del parque un momento antes de que Diana, viendo que no había nadie cerca, traspasó la puerta del servicio de mujeres. Olía a desinfectante. Había un lavabo que no estaba precisamente como los chorros del oro, y dos cubículos con sus correspondientes retretes. Uno de los cuales estaba cerrado. Escucharon una ráfaga de sonoros pedos, y a continuación, algo de volumen considerable que caía en el agua, hecho que les confirmó que no estaban solos.

Diana puso un dedo sobre sus labios para indicarle a Héctor que no dijese nada, y le llevó al interior del cubículo libre. Cerró la puerta con pestillo, miró al hermano pequeño de Susana con ojos de loba hambrienta, relamiéndose los labios para redondear la comparación, y penetró los labios del joven con su lengua para obsequiarle con un morreo rebosante de ansia. Mientras sus lenguas se batían en duelo, Héctor aprovechó para manosear las turgentes nalgas de Diana por debajo de la minifalda; el tanga que ella llevaba permitió que sus manos contactaran directamente con la piel del trasero. Así estuvieron hasta que la señora del cubículo contiguo tiró de la cisterna, se lavó las manos y salió al exterior.

Luego, Diana separó la boca de la de Héctor.

–Por fin se larga esa cagona –dijo, sonriendo. Miró su reloj–. Bueno, tenemos un cuarto de hora. ¿Qué podemos hacer en un cuarto de hora?

Héctor no dijo nada. Se limitó a jadear de excitación.

Diana posó su mano en la abultada entrepierna del chico y sonrió, satisfecha. Entonces, procedió a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en la pared cubierta de azulejos color verde y las piernas flexionadas y separadas, de manera que la tela azul que cubría su vagina fuese visible.

–¿Cuántas veces te has follado a tu hermana? –le preguntó Diana.

Héctor se encogió de hombros. Nunca le había dado por llevar la cuenta.

–¿Te la has tirado por el culo?

Héctor asintió. Recordar el maravilloso culo de Susana acrecentó su excitación.

–Mmm. La verdad es que tiene un culo delicioso –comentó ella, evocadora–. Bueno, querido, quiero que te saques esa polla que Susana ha entrenado y me folles la boca. A tu padre se le daba genial, ¿sabes? Lo hacía sin compasión. Era una bestia cuando follaba. ¡Cómo me encantaba! Con la experiencia que debes tener, seguro que tú también eres genial.

A Héctor se le hacía raro imaginar a su padre haciendo algo lascivo, así que dejó de pensar en ello. Con la mirada fija en aquellos labios sensuales, húmedos, entreabiertos, rojos, se desabrochó los vaqueros, bajó un poco el elástico del calzoncillo y empuñó su pene, endurecido al máximo. Diana se pasó la lengua por los labios.

–Ojalá tuviera un hermanito como tú –dijo. Con los dedos de la mano derecha, se acariciaba el clítoris por encima del tanga.

Héctor se acercó a ella e introdujo, despacio, como si penetrase una vagina, la polla en la boca de Diana, disfrutando de la visión. Se la metió entera, hasta que su pubis aplastó la nariz de ella. Le encantó la calidez de su aliento y su saliva, la lengua moviéndose en torno a su miembro. Cerró los ojos e imaginó que era su hermana la que estaba sentada en el suelo, con su polla en la boca. Eso elevó su lívido. Agarró la cabeza de Diana con las manos y comenzó a penetrar la lasciva boca, al principio con suavidad, luego con más rapidez, y finalmente con una agresividad que sólo buscaba la satisfacción propia, sin importarle lo demás, embistiéndola sin piedad, echaba las caderas hacia atrás, sacando el pene chorreante de saliva hasta que sólo el glande quedaba entre los labios y lo introducía de golpe hasta el fondo, los testículos chocando contra la barbilla de Diana; Héctor jadeaba, con la cara apoyada en los azulejos, sin apartar las manos de la cabeza de ella.

Diana, por su parte, tenía el rostro enrojecido, su respiración acelerada apenas encontraba válvula de escape por los orificios de su nariz, en ocasiones se sentía a punto de asfixiarse, pero la volvía loca de excitación aquella polla moviéndose brutalmente en su boca, usándola como mero objeto sexual; tenía los pezones a punto de reventar y se los pellizcaba con una mano, al tiempo que con la otra se frotaba el encharcado coño, por debajo del tanga. Héctor alcanzó el orgasmo, un rato después de que lo hiciera Diana, y como digno hijo de su padre, sostuvo la cabeza de la chica hasta que eyaculó todo lo que tenía que eyacular. Luego se apartó, dejando a Diana con la boca entreabierta, la mandíbula floja, goteando semen mezclado con saliva sobre su camiseta.

Una vez se recuperaron un poco, decidieron hacer novillos y privar del uso de aquel cubículo a cualquiera que entrase en la siguiente hora.

Lucía estaba en el fregadero, intentando pelar las patatas para hacer la tortilla a la española que planeaba tener preparada para cuando llegase Héctor de clase. Normalmente lo habría conseguido sin problema, nunca se le podría haber reprochado un mínimo descuido en esos menesteres. Pero, claro, normalmente no solía tener a su hija arrodillada detrás suyo, con la cabeza metida debajo de su falda, la cara entre sus ostentosas nalgas y la lengua serpenteando dentro de su ano mientras sus manos frotaban la empapada vagina y pellizcaban su clítoris. De un día para otro, Lucía había pasado de llevar una vida de lo más respetable y decente a otra de lujuria desmesurada. Y no es que se quejara. Al contrario, aquella amoralidad la encantaba; desde el momento en que se había abandonado al incesto con su hija, se había dado cuenta de que echaba de menos ser la muñeca sexual de alguien, y si ese alguien era su hija, no sólo no le importaba, sino que le resultaba mucho mejor. Gracias a Susana, llevaba una mañana de locura. Después de un primer orgasmo en la bañera, habían estado más de una hora tumbadas en la cama, devorándose el coño, el culo y los pechos mutuamente, además de unos morreos que de tan intensos aún le dolían los labios, todo lo cual tuvo como resultado varios orgasmos y gemidos continuos. Luego, Lucía, tras descansar un poco, se había vestido y se había dispuesto a hacer la comida, puesto que sólo quedaba un cuarto de hora para que llegase su hijo. Sólo había pelado una patata cuando notó que su hija le bajaba las bragas hasta los tobillos. Y eso la llevaba a su situación actual, incapaz de resistirse a la lujuria desbocada de su hija, con un margen de diez minutos antes del regreso de Héctor.

–Ca-cariño... –empezó. Un nuevo pellizco de Susana en su clítoris le arrancó un gemido agudo. Oh, cuánto le gustaría abandonarse a los placeres y no pensar en nada. Pero lo intentó de nuevo–. Tu... hermano... está a... a punto de... ¡Aaaaah!

El orgasmo la pilló por sorpresa. Las piernas se le volvieron de gelatina y acabó arrodillándose en el suelo. Susana la abrazó por detrás y le chupeteó el cuello.

–Olvídate de eso –le dijo al oído de su madre–. Creo que Héctor estará encantado de ver tu nueva faceta.

Durante un momento, Lucía sintió que todo se tambaleaba a su alrededor al comprender el significado de las palabras de su hija.

–Pero... Pero... ¿Qué quieres...?

Susana la silenció con un beso en la boca, dándole a probar la lengua que acababa de hurgar en su culo, al tiempo que manoseaba los exuberantes pechos por encima de la camiseta.

–Vamos, mamá –le dijo Susana, entre jadeos, los ojos turbios por la constante excitación–. Tarde o temprano él se va a dar cuenta. Además, tú no le conoces como yo. Te aseguro que es muy apasionado, nuestro pequeño Héctor.

Nuevamente, el asombro acompañaba a la comprensión de las palabras de su hija.

–Pero, él...

–Sí –atajó Susana, pasando la lengua por toda la cara de su madre–. Él y yo follamos desde hace tiempo. Desde el día en que papá me castigó sin salir. Lo puedes ver, ¿verdad? En todo esto, sólo hay un cabo suelto. Sólo falta un pequeño tramo para completar el círculo. –Le subió la camiseta a Lucía hasta descubrir los senos, y se puso a sobarlos–. Y eso es muy fácil de solucionar. Sólo déjate de llevar, y seremos la familia más unida del mundo.

A Lucía todo aquello le parecía una locura, pero al mismo tiempo, el reciente orgasmo, la marea de lujuria que su hija traía consigo, el hecho de haber traspasado la barrera de lo moral la noche anterior y no haber vuelto atrás, y sobre todo, lo atractiva que resultaba su nueva vida y la perspectiva de un futuro de ilimitido desenfreno, le impedían mostrar resistencia.

Susana, comprendiendo la disponibilidad de su madre, la hizo levantar del suelo y se dirigieron a la sala. Allí, se sentó en el sofá con las piernas flexionadas y separadas, los talones pegados a las nalgas.

–Devórame, mamaíta –gimió.

Lucía apoyó las rodillas en la alfombra y justo cuando su lengua entraba en contacto con el clítoris de su hija, la puerta del piso se abrió. Lucía hizo ademán de apartarse de entre las piernas de Susana, pero ésta le sujetó la cabeza con ambas manos, manteniendo la cara de su madre pegada a su coño. Apenas encontró resistencia.

La puerta se cerró, y unos segundos después, Héctor se encontraba bajo el umbral de la puerta, mudo por la sorpresa de ver así a su madre, arrodillada ante su hermana, comiéndole el coño, con la camiseta subida, enseñando unos pechos enormes que él jamás habría imaginado tan voluptuosos. La sorpresa fue que, junto con él, venía Diana, que observaba la escena con idéntica expresión de asombro, que una vez asimilado, se convirtió en una amplia sonrisa libidinosa.

–¡Susana! –exclamó, soltando una risita maliciosa–. ¡No me lo puedo creer!

–Hola, Diana –la saludó Susana.

Lucía, al darse cuenta de que había alguien más con Héctor quiso apartarse del coño de su hija, pero ésta se lo impidió, presionando aún más su cara contra la empapada abertura.

–Tranquila, mami –le dijo Susana–. Diana y yo hemos intimado en todos los aspectos. Me gustaría que la consideraras como a una hija, porque para mí es como una hermana.

–También he intimado con el pequeño –añadió Diana, abrazando desde detrás a Héctor y dándole un beso en el cuello.

Susana sonrió, satisfecha de lo que oía.

–Entonces sólo queda una cosa por hacer –dijo–. Héctor, ¿te gusta mamá? ¿Quieres que te mime como a mí?

Héctor miró la forma del voluptuoso culo de su madre, perfilado por la falda, los muslos gruesos y sensuales, las bellas pantorrillas, aquellos globos carnosos de piel lisa y pálida, el cabello negro y largo cayendo en cascada hacia el lado que no veía, la cara sonrojada, cubierta de líquidos vaginales de su hermana. Era la primera vez que veía a su madre de aquella manera. Y el contraste entre la imagen de ternura y bondad que siempre había tenido de ella y la lujuria que ahora la envolvía provocó una especie de fiebre muy agradable.

–Sí –respondió.

Diana tenía un secreto. No era un gran secreto, en comparación con lo que ocultaba el hogar de Susana, pero siempre se había cuidado de que nadie lo supiera, tal vez porque temía que si lo expresaba en voz alta, perdería gran parte de su encanto. Incluso podía ser que también fuera por una especie de valor sentimental, como algo que simbolice la infancia. Porque, después de todo, a menudo los secretos de la infancia, son los más valiosos.

Los padres de Diana murieron cuando ésta tenía ocho años en un accidente de avión. No conocía los detalles, sólo que hubo problemas a la hora de aterrizar, algo del tren de aterrizaje, el avión perdió el control y, aunque muchos pasajeros se salvaron, otros tantos perecieron, entre los que estaban, obviamente, los padres de Diana, que regresaban de un viaje de placer a Las Palmas de Gran Canaria. Diana tenía vagos recuerdos de ellos. Siempre habían sido unos padres buenos y cariñosos, como tantos otros; suponía que los quería, pero de lo que sentía en aquella época no se acordaba de nada, ni siquiera de lo que sintió cuando supo que habían muerto; sería incapaz de decir si había llorado o no, aunque estaba segura de que sí, pero sólo porque le parecía lo lógico.

Ella pasó a vivir con sus abuelos en el acto, y la mayoría de las pertenencias de sus padres fueron dadas a la beneficencia, excepto algunas cosas que los ancianos guardaron en cajas, quizá para que el recuerdo de su hijo y la esposa de ésta no se evaporara por completo. No era la primera vez que la pequeña Diana se deslizaba hacia el cuarto de la azotea y curioseaba entre las cosas que sus padres habían dejado. Básicamente se trataba de libros y cuadernos viejos, además de algunos ejemplares antiguos de revistas de cotilleos; ella lo miraba todo con curiosidad insaciable, como si ansiase conocer los entresijos de la vida de sus padres muertos a través de sus cosas. Y en cierto modo, lo consiguió. Fue cuando tenía once años, en el inicio de su pubertad. Descubrió que en el interior de un libro de biología, en el dorso de la tapa frontal, bajo el forro interior de papel, había un leve bulto que, una vez palpado, supo que no era normal. Alguien –evidentemente, sus padres– había escondido algún secreto allí. Lo primero y único que imaginó fue que allí habían cartas de amor cargadas de pasión y romanticismo. El hecho de que fuese algo tan escondido, y por tanto, algo prohibido, espoleaba su curiosidad hasta que ya no pudo más y despegó el forro. No resultó difícil; el pegamento estaba demasiado seco y cubierto de polvo. Lo que allí había era un sobre blanco, cerrado y sin nada escrito. Lo cogió, lo manoseó, tratando de adivinar el contenido mediante el tacto. Le pareció que eran fotos. Su imaginación se activó de nuevo: seguro que aquellas fotos mostraban a sus padres en plenos paseos románticos, como salidos de un anuncio de televisión; frescura, pureza, cielo azul, paisaje verde y primaveral. No se preguntó por qué unas fotos así iban a estar escondidas; la respuesta era sencilla. Siendo la tentación demasiado grande para combatirla, y siendo tantas las ganas de dejarse seducir por ella, Diana abrió el sobre, intentando no romper la solapa de éste, aunque sin conseguirlo. Ya estaba abierto, y tal como había supuesto, se trataba de unas fotos. Eran fotos Polaroid, doce fotos exactamente. Diana, boquiabierta, comprendió enseguida por qué sus padres las habían escondido. La primera foto que vio mostraba a su padre desnudo, con un pene enorme (al menos a ella le pareció descomunal en aquel momento) dirigido hacia el objetivo; en la segunda, su madre aparecía sentada en una cama, abierta de piernas, y con los dedos separando los labios vaginales; y luego aparecía otra chica, de cabello rubio y largo, a la que no conocía de nada, empezando a bajarse la única vestimenta que le quedaba, unas bragas rojas, empezando a mostrar el vello púbico, mientras miraba a la cámara con la boca entreabierta y la lengua sobre los dientes en una mueca lasciva. Aquello ya era bastante sorprendente de por sí, pero lo que vino luego la dejó conmocionada durante un rato. En las nueve fotos siguientes vio cómo sus padres y aquella chica iban apareciendo en diversas posturas sexuales, vio a su madre y a la rubia uniendo sus lenguas, o haciendo el sesenta y nueve, o a su padre penetrando la boca de la desconocida, y luego su vagina. En la penúltima foto vio el rostro de su madre chorreando semen (ella hacía poco que tenía una leve noción de lo que era eso), y en la última, a las dos mujeres besándose con el esperma cubriendo sus labios. Tras mirarlas varias veces, con el corazón latiéndole con fuerza, las volvió a meter en el sobre y se fue a su dormitorio, donde las escondió entre le colchón y el somier de su cama. No las volvió a mirar en el resto del día, pero eso no impidió que no pudiese apartarlas de su mente. Todavía en un ligero estado de shock, en su mente las imágenes de aquellas fotos pasaban ante sus ojos una y otra vez, y todavía era incapaz de asimilarlas, de encontrarles un lugar en su cerebro.

Llegada la noche, cuando supo que sus abuelos estaban acostados, sacó las fotos de su escondite y las revisó de nuevo. Observaba cada detalle con extrema fijación, hasta acabar sintiendo que ella estaba allí, que podía verlos moverse de aquella manera tan indecente. De pronto se dio cuenta de que un calor extraño se había apoderado de su cuerpo; también de que la fuente de ese calor provenía de entre sus ingles. Sentía unas palpitaciones, una humedad cálida que jamás había experimentado y que no le resultaba precisamente desagradable. Con todas las fotos extendidas sobre la cama, seis en una fila, seis en otra, inconscientemente se llevó una mano al pubis y se tocó la vagina. Encontró un punto que le otorgaba más placer si lo presionaba. El calor se multiplicó. Con la mirada fija en las fotos en las que sus padres se mostraban sin inhibiciones, Diana se masturbó por primera vez.

Y por supuesto, no sería la última. Al principio se sentía avergonzada y trataba de reprimir su excitación, pero era inútil. Al final, casi cada noche era incapaz de resistir el impulso de procurarse placer. Luego, ya no veía motivos para reprimirse, y se masturbaba a la mínima oportunidad. Y un tiempo más tarde, era plenamente consciente de que su fantasía favorita era esa en la que ella convertía el trío en que sus padres se lo montaban con la chica rubia en un cuarteto. Soñaba con que su padre soltaba un chorro enorme de esperma en su boca hasta desbordarla, al tiempo que su madre y la desconocida devoraban su coño. Y dos años después, con trece años, quiso probar el sexo real. Desde entonces, su trayectoria sexual no había hecho más que ascender. No obstante, siempre había sentido una especie de frustración por el hecho de que sus padres estuviesen muertos y no pudiesen hacer realidad su fantasía más íntima y especial; una fantasía que ellos mismos, inconscientemente, habían creado. Por eso, conocer a Susana había sido como un regalo del destino. Era imposible hacer que sus verdaderos padres volviesen a la vida, así que, mentalmente, vio en la familia de Susana y en ella misma a una familia adoptiva. Para Diana, follar con Noel era como follar con su padre. Veía en Susana a la hermana que nunca tuvo, lo mismo que con su madre y su hermano.

Diana sentía que había conseguido un triunfo absoluto. Se sentía integrada en la familia de Susana; se sentía aceptada como una más.

Susana opinó que Héctor y Lucía debían empezar haciéndolo ellos dos solos.

–Es que los dos sois algo tímidos –dijo, con una sonrisa–. Tenéis que romper el hielo para que luego todos podamos disfrutar de verdad.

Lucía estaba sentada en el sofá, todavía con la camiseta subida y sin decir nada. Se limitaba a mirar a su hijo, observando el bulto en su entrepierna y preguntándose cómo todo aquello se había descontrolado de aquella manera en tan poco tiempo. Descubrió que la respuesta no le importaba. Se sentía a gusto con Susana llevando las riendas.

–Venga, venga –apremió Susana, empujando a su hermano hacia su madre como si se tratase de una Celestina que quisiese unir a dos jóvenes vergonzosos–. Siéntate con ella.

Héctor obedeció. De vez en cuando, lanzaba miradas a los suculentos pechos de su madre, cuyos pezones estaban erectos.

–Y ahora, daos un besito.

–¡Que se besen, que se besen! –canturreó Diana, entusiasmada.

Héctor miró los labios de su madre: gruesos, sensuales, húmedos. Se le hizo la boca agua. Vio que cada vez se acercaban más y se dio cuenta de que era él quien se estaba inclinando para besarlos. No se detuvo. Lucía lo recibió con la boca entreabierta. Tenían los ojos cerrados y se besaban con ternura y languidez. Parecían dos enamorados.

–Ooooh, qué bonito –comentó Susana, mirando la escena al lado de Diana, que acariciaba sus nalgas distraídamente.

Entonces Héctor se atrevió a introducir la lengua en la boca de su madre, buscando la suya; no tardó en encontrarla. El beso perdió puntos de ternura y gano en pasión. Una ansiedad creciente les invadió, movían las lenguas con desesperación, se las succionaban, se chupeteaban los labios, se sujetaban mutuamente por la nuca, como si no quisiesen dejar escapar al otro. Sólo se escuchaba el sonido de succión que ellos provocaban y algún que otro gemido gutural. Tal vez porque se trataba de su hijo pequeño y hasta hacía bien poco lo había visto como un niño inocente, Lucía demostró algo de iniciativa propia al inclinarse hacia Héctor, apoyando los voluminosos senos en su pecho y obligándole a tumbarse en el sofá empujándole con su peso. Ni que decir tiene, Héctor cedió enseguida, apoyando la espalda en los almohadones para que su maciza madre se apoyase en su torso y continuase besándole de aquel modo tan maravilloso. Aunque cuando folló con Diana imaginó en algún momento que ésta era su hermana, esta vez no lo hizo. Su madre, con su estilo tácito y morbosa en su voluptuosidad, hacía sentir su presencia de un modo que la hacía insustituible. Habría podido estar besándose con ella toda la vida, aquella sensual boca y los exuberantes pechos aplastados contra el suyo eran todo lo que necesitaba para ser feliz.

–Estos dos ya no necesitan ayuda –dijo Susana, cuya mano se había deslizado bajo la minifalda de su amiga.

Diana asintió, pero ninguna de las dos se movieron, salvo sus manos, que sobaban el culo de la otra. Estaban como hipnotizadas ante la extrema sensualidad que despedía la pareja. Era como si todo lo ocurrido los días anteriores hubiera servido sólo para que madre e hijo penetraran el umbral del incesto.

Lucía empezó a desabrochar el pantalón de su hijo con una mano, sin que para ello tuviesen que dejar de besarse. Luego deslizó la mano bajo el calzoncillo, y con sus dedos suaves y cálidos acariciaba el miembro duro como una roca y los testículos. Por su parte, Héctor llevó una mano hasta el trasero de su madre, le subió la falda y, una vez descubrió que no llevaba bragas, comenzó a amasar el orondo culo, manoseando las nalgas a conciencia. Mientras, con la otra mano acariciaba el contorno abombado del pecho izquierdo. Como si hubiese un vínculo telepático entre ellos y sobrasen las palabras, Lucía separó la boca de la de su hijo, elevó un poco el torso, se movió hacia delante e introdujo uno de los endurecidos pezones entre los labios de Héctor, como si supiese que esto era lo que él deseaba en ese momento. Héctor recorrió con la punta de la lengua toda la aureola, y luego pasó a chupetear y mordisquear el sabroso pezón, provocando en su madre estremecimientos de placer. Héctor agarró con ambas manos los grandes senos, apretujándolos uno contra otro hasta que los pezones quedaban juntos, y luego chupaba ambos a la vez; en ocasiones trataba de meterse en la boca la mayor parte de pecho posible, con una glotonería avariciosa, como escenificando la parodia de un bebé atesorando el pecho materno. Lucía, entretanto, se mordía los labios y gemía de vez en cuando, al tiempo que frotaba el pubis contra el vientre de su hijo.

Después de un buen rato saboreando los pechos de su madre, hasta el punto de dejárselos enrojecidos por diversas zonas, Héctor se detuvo. Lucía, una vez más, supo lo que tenía que hacer. Se puso en pie y se acuclilló para descalzar a su hijo, luego le quitó el pantalón y el calzoncillo, al tiempo que él se quitaba la camiseta. Hecho esto, se enderezó de nuevo y se desabrochó la falda, que se deslizó por sus piernas haciendo un sonido breve y delicioso; la camiseta le hizo compañía a la falda dos segundos después. Ahora los dos estaban completamente desnudos. Héctor se tumbó a lo largo del sofá, destacando su alzado miembro como un poste inclinado en una llanura. Lucía dio otro beso en los labios a su hijo y luego, haciendo un movimiento parecido al que haría un jinete cuando monta un caballo, situó su coño a un centímetro de la cara de Héctor, con un pie en el suelo y la rodilla de la otra pierna clavada en el almohadón del sofá, al lado del hombro del chico. Luego, su vientre se acopló al pecho de Héctor, y los voluminosos pechos se aplastaron contra su estómago. Héctor sentía en su cara el calor que emanaba del mojado coño de su madre. No pensó que de allí había salido él hacía catorce años y medio. La verdad es que no pensó nada en absoluto. Se limitó a contemplarlo con ansia, con un apetito voraz. Le parecía hermoso, de aspecto delicioso. No hizo ninguna comparación con el de su hermana. Sentía por ambas el mismo deseo, despertaban en él una lujuria ambivalente. Adoraba a ambas, deseaba vivir el resto de su vida nadando entre sus cuerpos sensuales y opulentos. Agarró con ambas manos las nalgas de su madre, y empezó a pasar la lengua por toda la vagina, por los labios, por el interior, por el clítoris, por el vértice inferior, sin prisa, degustándolo. Por su parte, Lucía tampoco tenía prisa por terminar. Con la misma lentitud, sistemáticamente su lengua y labios se centraban en cada zona del pene. Succionó el prepucio, acariciándolo con los dientes, lamió el hinchado glande, movió la punta de la lengua en el orificio por donde sale la orina y el semen, recorrió con los labios el resto del miembro, lo lamió, llenándolo de saliva; luego se fue a los testículos y los chupó con determinación, primero uno, luego el otro. Cuando Héctor concentró sus esfuerzos en el clítoris, su madre se introdujo la polla en la boca, hasta el último milímetro, y comenzó a subir y bajar la cabeza, realizando una felación estupenda. El primero en correrse fue él. Cuando Lucía notó que iba a llegar, mantuvo el glande encerrado en su boca, cubriéndolo de lengüetazos y succionando, al tiempo que con una mano frotaba los testículos y el tronco del pene. Héctor lanzó un gemido gutural cuando llegó el orgasmo. La boca de Lucía se llenó de semen ardiente, pero no liberó el glande de su hijo hasta que éste soltó la última gota de esperma; luego, tras tragarse todo el semen que guardaba, se sacó el glande de la boca, deslizando lentamente los labios por la superficie del glande. Héctor, tras salir de la oleada de placer que le había producido aquel orgasmo, continuó chupando y mordiendo el clítoris de Lucía hasta que fue ella quien alcanzó el éxtasis. Luego se quedaron los dos quietos, jadeantes, Héctor con el coño de su madre empapándole media cara, y ella restregándose la polla de su hijo pringada de restos de semen por las mejillas.

–Eso ha estado genial –dijo Susana.

Tanto ella como Diana estaban desnudas y habían estado sobándose de arriba abajo por todos los rincones del cuerpo, sin perder detalle del espectáculo.

–Ha sido increíble –comentó Diana–. Tu madre es fabulosa.

–Claro que sí, ¿de quién crees que heredé mi pasión? –dijo Susana, con una sonrisa de oreja a oreja–. Pero todavía os falta algo por hacer, tortolitos –añadió, dirigiéndose a su madre y hermano.

Se dirigió hacia ellos y se arrodilló al lado del sofá, quedando su cara junto a la cara de Lucía y la entrepierna de Héctor.

–Permíteme que te ayude a activarla de nuevo –dijo, metiéndose en la boca el fláccido pene de su hermano.

Diana también se acercó al sofá, situándose detrás del apoyabrazos donde Héctor tenía apoyada la cabeza, y se inclinó para besarle en la boca, usando la lengua. Poco tiempo después, el miembro del único chico de la casa empezó a crecer dentro de la boca de Susana, ante la atenta mirada de su madre. Susana también la miraba a los ojos mientras realizaba la felación. Se sacó la polla de la boca y se la ofreció a Lucía, y ambas empezaron a recorrer con la boca el pene, de manera que los labios de ambas se tocaran. Diana, mientras, pasaba la lengua por la vagina de Lucía, y luego extendía sus lametones hasta el ano, donde se entretenía en recorrer el contorno; Héctor aprovechaba para chupar los pechos de la amiga de su hermana.

Estaba claro que Héctor volvía a estar listo para follar, de modo que Diana y Susana se apartaron para que Lucía se situase a horcajadas sobre él, se introdujera la polla en el coño y comenzara a cabalgar por las llanuras del placer carnal. Los exuberantes pechos botaban de un modo delicioso, como para incitar al hijo a sujetarlos con las manos, y apretujarlos, y lamerlos, y morderlos, cosas que, por supuesto, no tardó en hacer. Diana y Susana, excitadas, se morreaban y sobaban. Al poco, decidieron realizar un sesenta y nueve sobre la alfombra, devorándose el coño como fieras hambrientas.

Lucía tenía la vagina muy sensible después del orgasmo anterior, así que no tardó en tener otro, y un tercero cuando Héctor se estaba corriendo dentro de ella. Luego se quedaron abrazados, exhaustos, dándose húmedos besos de vez en cuando.

Pero el día no había terminado, al menos en lo que a sexo se refería, de modo que, después de comer y reponer fuerzas (acabaron comiendo un bocadillo y un vaso de leche, ya que Lucía no había podido hacer la comida), se fueron al dormitorio de Lucía y, desnudos, se fundieron en una maraña de lujuria en la cama que Noel y su esposa habían compartido durante diecisiete años. Allí estuvieron toda la tarde follando sin tregua, sin límite. Apenas hubo palabras ni pensamiento coherente durante esas horas. Tan sólo exceso, vicio, una búsqueda expeditiva de saciedad completa.

En principio, todos parecían haberse puesto de acuerdo en darle a Lucía una prolija ración de sexo. Mientras Héctor la penetraba por el ano –previa lubricación salival por parte de Diana–, Susana, metida bajo su cuerpo en posición opuesta le devoraba el coño, y Diana mantenía la cara de la que consideraba su madre adoptiva pegada a su vagina mientras con tres dedos penetraba el coño de Susana, su hermanastra.

Luego, Héctor se puso sobre el vientre de su madre para situar el pene entre los dos carnosos pechos que ella se encargaba de apretujar, al tiempo que Susana y Diana introducían dos dedos cada una en el coño de la mujer y se lamían la cara entera la una a la otra. Así estuvieron hasta que Héctor roció de semen el rostro de Lucía. Las dos adolescentes se encargaron de lamer el líquido esparcido sobre su cara para luego escupírselo dentro de la boca; luego jugaron las tres con sus lenguas bañadas en esperma.

Aquello era un tren de depravación; un tren de muchos vagones, que no realizaba ni una pausa antes de llegar a la última parada. Cada nueva postura era un nuevo vagón.

Diana se puso sobre Lucía y comenzó a morrearla de un modo salvaje mientras sus cuerpos húmedos de sudor, líquidos vaginales y restos de semen se frotaban sin descanso; sus labios vaginales, brillantes, se restregaban de tal modo que parecían a punto de fusionarse. Susana se dedicaba a meter la lengua en el ano de su hermano mientras le sobaba los testículos. Cuando Héctor volvía a estar erecto, Susana se puso a cuatro patas para que él la follara al estilo perro.

Lucía de rodillas, los muslos separados, la boca de Susana extrayendo el jugo del placer de su coño, la lengua de Diana escarbando dentro de su culo, Héctor a su lado, dándose un atracón monumental con los senos maternos, mientras ella acaricia su miembro, todavía fláccido.

Héctor boca arriba con las piernas separadas. Su hermana y su madre, con los culos alzados y el busto contra el colchón, usando dedos, dientes, lenguas y labios en su polla, en sus testículos, en su ano; Diana, de rodillas detrás de aquellos dos culos fabulosos, con una mano en cada coño, la diestra en el de Lucía, la zurda en el de Susana, introduciendo el puño entero en aquellas vaginas chorreantes que gotean, sintiendo un poder especial mientras lo hace, como si ella dominara la lujuria que les invade a todos.

La polla de Héctor introduciéndose en el ano de Diana, que está en cuclillas sobre él, mirando hacia sus pies. Susana de pie, sujetando la cabeza de Diana con sus manos y restregando el coño contra su cara como si usara un objeto. Lucía sentada en la cara de su hijo, gimiendo al sentir cómo su lengua se mete en su vagina y se mueve en su interior, cómo sus dientes atenazan su clítoris; mientras, ella manosea las nalgas de Diana.

Es el último vagón. Héctor se corre en el culo de Diana y acto seguido se desmaya; demasiado placer, demasiadas emociones y escaso descanso durante la noche. Diana, manejada por Susana, se inclina hacia delante hasta que su cara queda contra la almohada, y su culo dilatado en la cima. Susana y su madre, quienes también han experimentado un último orgasmo, beben el semen directamente del ano, introduciendo la lengua, lamiendo y succionando. Luego lo comparten en un prolongado morreo.

El tren llega a la parada. Los cuatro, tumbados en la cama, vencidos al fin por el cansancio, caen en un sueño ligero.

Más tarde, Diana y Susana se duchan juntas, donde se enjabonan mutuamente, hasta el orgasmo. Después de eso, Diana se marcha a su casa. Susana vuelve con su madre y su hermano, y los tres duermen hasta la mañana siguiente. Después del desayuno, Héctor folla con su hermana en la cocina, de pie, ella de espaldas a él, apoyada en la mesa. Cuando Lucía vuelve de lavarse los dientes y los descubre, sonríe bondadosamente, se arrodilla detrás de su hijo, separa sus nalgas con las manos y comienza a lamer su ano.

El resto de la semana, ninguno de los dos hermanos fue a clase. La muerte de Noel los disculpaba. El fin de semana, Diana estuvo con ellos desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche.

Un tiempo más tarde, descubrieron que Lucía estaba embarazada. Ella había sido la única que aquel día en que los cuatro hicieron sexo juntos por primera vez, no había usado ningún tipo de anticonceptivo.

Se lo tomaron como una buena noticia. Hacía poco que Noel había muerto, de modo que Lucía tenía la excusa perfecta. La gente se lo tomaría como el legado del difunto marido.​

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