Mariana es una MILF

heranlu

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La brisa de la tarde se colaba entre las cortinas del salón. Mariana dejó el teléfono a un lado, aburrida, y dejó escapar un suspiro.

Otro día más en aquella casa grande y vacía, con una de las niñas estudiando en casa de una amiga, mientras la otra estaba en su clase de deporte, y su marido, como siempre, lejos.

Ella era una mujer que atraía miradas por donde pasaba. Madre de dos hijas, su cuerpo conservaba las marcas de la maternidad, pero en lugar de opacarla, estas solo realzaban sus atributos.

Sus caderas anchas eran un símbolo de fertilidad, redondeadas y llenas, moviéndose con un ritmo natural que parecía hipnotizar a quienes la observaban.

Su trasero, gordo y firme, era otro de sus encantos más notables, acentuado por el vaivén de sus pasos, que siempre tenían un aire de seguridad estudiada, como si fuera consciente del impacto que causaba.

A pesar de la rutina y el peso de la responsabilidad, su piel se mantenía suave, con un tono ligeramente bronceado, como si el sol siempre hubiera acariciado su cuerpo de la forma que su marido ya no hacía.

Sus pechos, generosos y firmes, aún sostenían la frescura de su juventud, recordándole a veces las noches en que sus hijas buscaban consuelo en su pecho.

Mariana era plenamente consciente de su atractivo, pero el paso de los años y la indiferencia de su esposo habían comenzado a opacar ese brillo que antes le iluminaba los ojos.

Pensó en las últimas veces que había intentado hablar con su esposo cuando volvía de su destacamento. Él siempre parecía demasiado cansado o distraído para escucharla. Ella había empezado a sentir que sus palabras se perdían en el aire, que sus necesidades simplemente no existían.

Esa indiferencia era lo que la asfixiaba, lo que la llevaba a sentir que los muros de su casa eran más bien una prisión, cerrándose a su alrededor y apagando lentamente su espíritu. Había sido esa sensación de estar atrapada la que la había empujado a buscar algo más, aunque fuera solo la emoción momentánea de ser vista, de ser deseada.

Al mirar por la ventana, vio al chico del tercer piso. El nuevo vecino.

Delgado, con un aire despreocupado, siempre vestido con camisetas ajustadas que dejaban adivinar un torso firme, aunque no musculoso.

Lo había visto llegar con sus libros y su bicicleta hace semanas, pero ahora, al fijarse mejor, sentía algo diferente.

Había algo en su juventud que le encendía la sangre. La manera en que su cabello rebelde caía sobre su frente, su forma de sonreír tímidamente a los demás…

Y, sobre todo, cómo la miraba cuando creía que ella no se daba cuenta.

Mariana bajó al patio trasero con el pretexto de regar las plantas, consciente de que el muchacho, cuya ventana daba al jardín, solía estar ahí a esa hora. No tuvo que esperar mucho; lo vio alzando la vista, deteniendo su lectura, observándola. Sabía que él la estaba mirando, y se deleitaba en ello.

Desde su silla junto a la ventana, el vecino había estado leyendo con atención fingida, pero la visión de ella moviéndose en el jardín rompió cualquier posibilidad de concentración. El vestido ligero que abrazaba cada curva, el movimiento lento y deliberado de su cuerpo, lo atraparon de inmediato.

Intentó seguir con su libro, pasando una página sin siquiera registrar las palabras, pero no pudo evitar levantar la vista una vez más, esta vez con descaro apenas contenido. El arqueo de su espalda, el destello fugaz de la lencería blanca bajo el borde levantado del vestido, lo tenían hipnotizado.

Cuando la vio fingir que dejaba caer la manguera y agacharse, su aliento quedó atrapado en su garganta. El vestido subió lo suficiente como para que la curva de su trasero quedara expuesta, y él se removió en su asiento, intentando recomponerse, aunque su mirada ya estaba fija en ella.

¿Lo estará haciendo a propósito? pensó, pero la respuesta parecía evidente. La sonrisa inocente que ella le lanzó, acompañada de ese sutil movimiento de cadera, era como un desafío. Su libro quedó olvidado sobre su regazo, abierto en una página que no volvería a ver.

Esto es un juego, comprendió. Y aunque cada fibra de su ser le gritaba que debía apartar la mirada, se dio cuenta de que ya estaba atrapado, completamente cautivo del espectáculo que ella sabía exactamente cómo manejar.

El viento, cómplice, levantaba la tela, y Mariana se hacía la desentendida, sabiendo perfectamente que el muchacho tragaba saliva. Cada paso, cada gesto era un juego de provocación. Parecía que el vestido la abrazaba para seducir, y aunque ella pretendía que no, la satisfacción se reflejaba en su sonrisa. Sabía lo que hacía y disfrutaba cada segundo.

—Hola —saludó él de repente, con voz suave, como si temiera molestarla.

—Hola —respondió Mariana, girándose lentamente. Sabía que sus curvas quedaban delineadas a la perfección contra la luz del sol.

El chico, cuyo nombre era Javier, bajó las escaleras inventando alguna excusa para acercarse. Era torpe, pero adorable. Se notaba en su andar y en la manera en que intentaba actuar con naturalidad. En realidad, llevaba días esperando un momento como este, cualquier oportunidad para hablar con Mariana.

Hablaron durante unos minutos de trivialidades, hasta que ella lo invitó a subir. “Para conocernos mejor, ya que seremos vecinos”, dijo ella con una sonrisa ladeada que él interpretó como inocente. No lo era, y en el fondo él lo sabía, pero eso solo lo hacía más irresistible.

Javier siguió a Mariana escaleras arriba, intentando mantener la compostura, pero sus ojos se desviaron inevitablemente hacia el movimiento de sus caderas. El vestido se ceñía de una forma que parecía hecha a propósito, y cada paso levantaba un poco más el borde, dejando al descubierto un destello de sus muslos.

Dios, qué mujer, pensó, tragando saliva mientras trataba de concentrarse en otra cosa. Pero no podía. El contoneo sutil de Mariana lo tenía hipnotizado, y una mezcla de nervios y deseo comenzaba a subirle al pecho.

Intentaba convencerse de que era sólo una charla amistosa, pero la forma en que ella giraba la cabeza para mirarlo de reojo, con esa sonrisa apenas curvada, le dejaba claro que había algo más. ¿Será posible? ¿Está haciendo esto a propósito?

Cada escalón que subía se sentía como un paso hacia un lugar que sólo había fantaseado, y por un momento, la idea de estar a solas con ella lo hizo perder el ritmo de su andar.

No pienses de más. Sólo sube, se dijo, aunque su mente ya jugaba con todo lo que podría suceder detrás de esa puerta.

Ya en el salón, la conversación se volvió más íntima. Javier le confesó que vivía solo por primera vez, que estudiaba filosofía, que encontraba su hogar algo frío.

Ella rio, acercándose sutilmente.

Él no podía evitar mirarla; la manera en que se movía, la manera en que se sentaba cruzando las piernas, el vestido abrazando sus curvas. Todo en ella lo llevaba a pensar en esas fantasías que uno solo ve en las películas.

Mariana no era solo atractiva, era como una de esas mujeres maduras de las que él y sus amigos hablaban en secreto: una milf, pero real, de carne y hueso, y justo frente a él.

Javier no podía apartar la vista de su cuerpo. Había algo tan crudo y magnético en ella. Su actitud segura, la forma en que lo miraba, haciéndolo sentir pequeño pero deseado. Sabía que tenía dos hijas, y eso lo hacía aún más intenso. Había visto a una de ellas en el patio; se parecía a Mariana, pero con la energía desbordante de la juventud.

Tenía las mismas caderas prometedoras, la misma sonrisa atrevida. Los muchachos del vecindario la miraban, y Javier también. No podía evitar imaginar cómo sería en unos años, una versión más madura de lo que ya era atractivo. Una idea se coló en su mente: él, Mariana... y su hija, ambas enredadas con él. La fantasía le hizo estremecerse.

Pero Mariana era la que realmente lo volvía loco. Ella lo tenía todo: la madurez, la experiencia, y la seguridad de una mujer que sabía exactamente cómo conseguir lo que quería. Cada movimiento suyo lo seducía, y aunque sabía que ella lo estaba llevando al límite, no podía resistirse.

Mientras hablaban, él intentaba mantener la conversación casual, pero su mente se perdía en cada movimiento de ella. La forma en que se reía, el destello en sus ojos, la manera en que sus labios se curvaban. Todo en ella le gritaba peligro, pero era un peligro que él estaba dispuesto a correr. Sabía que ella no era inocente, sabía lo que hacía, y eso lo volvía loco. Cada vez que ella se acercaba un poco más, Javier sentía cómo el calor subía por su cuerpo, el deseo creciendo dentro de él.

Mariana era para Javier más que un simple capricho. Era la fantasía hecha realidad, la mujer que jamás había imaginado tener tan cerca. Lo que empezaba como una excusa inocente para conocerla se estaba transformando rápidamente en algo más. Él quería sentirla, quería probar lo que solo había visto en sus sueños más secretos. Y mientras ella se acercaba con esa sonrisa juguetona, Javier supo que esta vez, al menos por esta vez, esa fantasía podría volverse realidad.

—En este edificio hay muchas maneras de entrar en calor, si sabes buscar —dijo, cruzando las piernas con una naturalidad estudiada. El borde del vestido se subió un poco más de lo necesario, dejando al descubierto sus muslos bien torneados.

Él tragó saliva, desviando la mirada, pero no pudo resistir por mucho tiempo. La tensión era palpable, tanto que casi podía cortarse con un cuchillo. Mariana dejó caer una mano sobre su rodilla.

—¿Estás nervioso? —preguntó, inclinándose hacia él, lo suficiente como para que el escote de su vestido dejara entrever más de lo que debía.

—Yo… no… —balbuceó él, su respiración ya alterada.

Sin darle tiempo a responder, Mariana se inclinó más, hasta rozar sus labios con los de él. Fue un beso suave, casi inocente, pero bastó para encenderlos. Él respondió con hambre, devorándola como si fuera un hombre que jamás hubiera probado algo tan dulce.

Mientras sus labios se encontraban, Mariana sintió cómo el calor comenzaba a extenderse por su cuerpo, subiendo desde su pecho hasta su cuello. Había iniciado ese juego con la intención de divertirse, de probar hasta dónde podía llegar con Javier, pero ahora se daba cuenta de que no era sólo un juego. Su excitación era evidente, y el deseo que veía en los ojos de él la encendía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Había algo en Javier que la intrigaba profundamente. Esa apariencia tranquila, incluso un poco torpe, contrastaba con la intensidad con la que ahora la besaba, como si estuviera liberando algo que había estado conteniendo por mucho tiempo. Y esa mezcla entre inocencia y hambre, entre duda y necesidad, despertaba en ella una sensación que no había sentido en años.

Desde hacía tiempo, el abandono de su esposo –no físico, pero sí emocional– había dejado un vacío en Mariana. Las miradas indiferentes, los toques que ya no llegaban, la ausencia de interés en descubrirla o desearla. Había aprendido a convivir con esa falta de pasión, pero nunca dejó de añorarla. Y ahora, con Javier, ese vacío parecía llenarse de golpe.

Era algo primitivo y visceral. No era sólo el deseo de sentirse deseada, sino el placer de ver cómo su cuerpo podía despertar algo tan crudo en alguien más. La forma en que los ojos de Javier seguían cada movimiento suyo, como si no pudiera apartar la mirada, la hacía sentir poderosa, viva.

Mientras sus labios se separaban, Mariana lo miró con una mezcla de diversión y deseo.

Es esto, pensó, mientras sentía su propio pecho subir y bajar con cada respiración agitada. Es esto lo que extrañaba.

Las manos de Javier, tímidas al principio, comenzaron a explorar su cuerpo, recorriendo sus caderas anchas, subiendo por su espalda y bajando hasta ese trasero redondo que había estado mirando desde el día que la conoció. Mariana se dejó llevar, guiándolo, disfrutando de la diferencia de tamaños, de cómo su cuerpo voluminoso parecía envolverlo.

—Eres un atrevido —jadeó ella cuando él comenzó a besarle el cuello. Sus manos eran torpes, pero ella no necesitaba perfección; necesitaba pasión. Y eso él lo tenía de sobra.

La ropa se convirtió en un estorbo. Primero, él le subió el vestido hasta la cintura, quedándose sin aliento al ver la curva de sus muslos. La lencería blanca de Mariana quedó al descubierto: encaje atrevido que apenas cubría lo necesario, resaltando su piel bronceada y su sensual trasero. Era una tanga delicada, con pequeños lazos a los costados, que se perdía entre sus curvas y dejaba poco a la imaginación. Luego, ella le quitó la camiseta, admirando su pecho delgado y sus costillas apenas marcadas.

—No sabes cuánto he esperado—murmuró Mariana, mirándolo con una mezcla de deseo y desafío.

Mariana lo empujó con firmeza, haciéndolo caer sobre el sofá sin darle tiempo a reaccionar. Con movimientos decididos, se subió a horcajadas sobre él, acomodándose como si ese fuera el lugar donde siempre había querido estar.

Sus muslos envolvieron su cintura, y la sensación de control que ahora tenía sobre él encendió una chispa en sus ojos.

Él levantó las manos, inseguro de dónde colocarlas, pero ella las guio sin decir una palabra, llevándolas a sus caderas. Mariana inclinó su cuerpo hacia adelante, dejando que sus pechos apenas rozaran su pecho desnudo, mientras sus labios buscaban los suyos de nuevo, más urgentes, más hambrientos.

Mariana se movía con un deseo desenfrenado, dejándose llevar por la adrenalina y el poder de sentir cómo él, bajo su cuerpo, intentaba mantener el ritmo.

Cada vez que ella se frotaba sobre él, sentía las manos del muchacho subir desde sus muslos hasta sus caderas, acariciando la piel desnuda y agarrándola con fuerza, como si temiera que todo fuera un sueño.

Él jadeaba, sus dedos resbalando bajo el encaje de la tanga, empujándola a un lado para poder sentirla más cerca, más intensa.

Recordó la última vez que había intentado seducir a su marido. Había preparado una cena especial, se había puesto un vestido que la hacía sentir sexy y esperó. Pero él llegó tarde, con la mirada cansada y la mente en otra parte. Un beso rápido, una sonrisa forzada, y después el silencio.

Ella intentó acercarse, pero él la apartó suavemente diciendo que estaba agotado. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el deseo que alguna vez hubo entre ellos se había apagado, dejando solo la rutina y la obligación.

Mariana gemía al sentir las manos torpes de Javier, que se movían ansiosas en sus pechos, amasándolos con una mezcla de inexperiencia y deseo que la encendía aún más. Él parecía absorto en el contraste de su piel suave y los encajes atrevidos, su mirada pasaba del rostro de ella a su cuerpo, casi sin saber dónde fijarse, pero con una fascinación palpable.

—Sí... así —murmuró Mariana, inclinándose hacia él, dejándole su pecho al alcance, mientras sus movimientos se hacían más intensos. Las manos de Javier se movieron con ansias, apartando el sostén para besar, chupar y morder suavemente sus pezones.

La sensación de su boca en su piel la hacía estremecer, liberando todo el deseo reprimido que llevaba acumulado. Javier se dejó llevar, sus labios explorando cada rincón, hasta que sus ojos se encontraron con las areolas oscuras, grandes y perfectamente redondeadas, que parecían pedirle ser adoradas.

Para Javier, cada segundo era una mezcla de éxtasis y asombro, como si estuviera viviendo una fantasía que nunca se había atrevido a imaginar del todo. Su boca, ahora ocupada en los pechos de Mariana, se movía con avidez, dejando que su lengua y labios exploraran cada centímetro. La calidez de su piel, el contraste del encaje y la suavidad de sus areolas, grandes y oscuras, lo tenían al borde de perder la cabeza.

¿Es real? pensó, mientras sus manos temblorosas intentaban abarcar sus curvas. Esa mujer, mayor que él, con ese cuerpo diseñado para el deseo, estaba sobre él, jadeando por sus caricias. Era la clase de figura que habría admirado a la distancia, la que inspiraba miradas furtivas en cualquier lugar al que fuera, y ahora estaba ahí, entregándose.

La forma en que Mariana gemía y arqueaba la espalda lo encendía más de lo que creía posible. Su inexperiencia ya no importaba; lo que lo movía era el hambre de aprovechar cada momento. Estoy chupando los pechos de una mujer que podría tener a cualquier hombre. Y me quiere a mí.

Ese pensamiento lo llevó al límite. El peso de Mariana sobre él, la manera en que sus caderas rozaban contra las suyas, y el ritmo de su respiración sincronizándose con los movimientos de su boca eran más de lo que podía soportar. Cada gemido suyo era como un premio, un recordatorio de que estaba logrando lo que había soñado desde que la vio.

No quería detenerse. Quería marcar cada parte de su piel con sus labios, quería memorizarla, quería que ese momento fuera eterno.

La mezcla de sus jadeos y susurros, los gemidos de Mariana y el movimiento constante, lo hacían sentir como si estuviera perdiéndose en un torbellino de placer del que no quería escapar.

Mariana sentía cómo el deseo de él crecía con cada palabra vulgar que escapaba de sus labios, palabras que ella no sabía que podía pronunciar y que parecían prenderle fuego al muchacho. Mariana, con un movimiento decidido, guio la mano de él entre sus piernas, presionándolo contra su centro, y él obedeció, apartando la tanga por completo. Ella se alzó ligeramente y, con un suspiro profundo, lo tomó con una mano, guiándolo dentro de ella.

El primer contacto fue una explosión de sensaciones. La humedad y la calidez la hicieron estremecerse, cerrando los ojos mientras descendía sobre él con un gemido profundo que se le escapó del alma.

Javier, por su parte, apenas podía contenerse; la presión envolvente de ella lo hacía perder el control, y sus manos subieron rápidamente para agarrar sus nalgas, queriendo estar más adentro, más cerca.

Mariana se movía sobre él con movimientos lentos y calculados al principio, disfrutando de cada centímetro que lo sentía entrar y salir. La tensión en su cuerpo se acumulaba con cada embestida, con cada mirada de asombro y deseo del chico que la miraba desde abajo.

Él jadeaba, su respiración entrecortada mezclándose con los gemidos de ella. La sensación de tenerla alrededor, de sentir cómo ella lo envolvía por completo, lo hacía delirar.

—Dios, sí... así —jadeó él, sus dedos apretando las nalgas de Mariana, empujándola hacia abajo con más fuerza.

Ella sonrió, sintiéndose completamente poderosa. Aceleró el ritmo, sus movimientos ahora más desesperados, montándolo con furia, mientras buscaba liberar toda la tensión acumulada. Apoyó las manos en el pecho de Javier, usándolo como apoyo para impulsarse, hundiendo los dedos en su piel mientras sus caderas se movían sin descanso, chocando contra él con un ruido húmedo y rítmico que llenaba la habitación.

—Joder… así —murmuró entre dientes, perdiendo la compostura, completamente consumida por el placer.

Las manos de Javier se movían frenéticas por su cuerpo, agarrando con fuerza sus pechos que rebotaban frente a él, intentando atraparlos, sostenerlos. Bajó una mano hasta sus caderas, intentando aferrarse a ella mientras la veía moverse con una intensidad animal, como si quisiera exprimirlo hasta dejarlo vacío.

El sonido de sus gemidos mezclados, el sudor que bajaba por sus cuerpos, y el ritmo frenético que ambos mantenían los llevaba al límite, un choque de deseo crudo que no dejaba espacio para nada más.

Javier jadeó, con voz rota y llena de deseo:

—Quiero verte desde atrás.

Mariana sonrió, sus ojos brillando con picardía. Se levantó ligeramente, girando sobre él, colocándose de espaldas y dejándole una visión completa de su trasero redondo. Él tragó saliva, deleitándose con cada curva mientras ella se acomodaba lentamente.

Cuando comenzó a moverse, Mariana se dejó caer con firmeza, sus caderas bajando con un ritmo decidido. Cada vez que lo hacía, sus nalgas chocaban contra su pelvis con un sonido húmedo y rítmico, rebotando ligeramente antes de volver a encontrarse con él. La sensación, el calor y el peso de su cuerpo lo desarmaban por completo, llevándolo al límite.

Sus manos, incapaces de quedarse quietas, se aferraron con fuerza a ese trasero que tantas veces había admirado en secreto. Los dedos se hundieron en la carne suave, buscando controlarla, detener el ritmo frenético que ella marcaba, pero Mariana no cedía. Cada movimiento suyo era un recordatorio de quién estaba al mando, y Javier, rendido, sólo podía mirar cómo sus curvas lo envolvían con cada embestida.

Javier gemía de puro placer, viendo cómo esas curvas lo envolvían y sintiendo cómo la intensidad de cada movimiento lo llevaba más cerca del borde. En un arrebato, levantó una mano y le dio un azote, el sonido seco resonando en la habitación. Mariana soltó un gemido bajo, más de sorpresa que de dolor, pero no se detuvo.

Encendido por su reacción, Javier le dio otro azote, esta vez más fuerte, viendo cómo la piel se enrojecía bajo su palma y cómo sus movimientos parecían volverse más intensos.

—Mierda, que culo —murmuró, perdiéndose en la visión de su cuerpo, en el contraste entre su control y el deseo que lo dominaba por completo.

Para Mariana había algo profundamente liberador en este encuentro. Él era todo lo que su marido no era: apasionado, deseoso de darle placer, de explorar cada rincón de su cuerpo con una devoción juvenil que le hacía sentirse viva, deseada. Recordó a su marido, el militar frío y siempre ausente, que volvía de sus turnos queriendo solo satisfacer sus propias necesidades.

Esos encuentros breves, casi mecánicos, donde él la tomaba con urgencia sin preocuparse por lo que ella pudiera desear. Aquella pasión desenfrenada que había sentido con el joven contrastaba con la monotonía de los momentos con su marido, aquellos que terminaban casi siempre con ella mirando al techo, esperando que todo acabara pronto.

Un destello de sus dos hijas cruzó su mente. Mariana pensó en ellas por un segundo, pero esa culpa se desvaneció rápidamente, como el humo que se disipa. Sabía que lo que hacía no era correcto, pero también sabía que era lo único que le hacía sentir algo distinto a la rutina que la asfixiaba. Necesitaba romper el molde, aunque fuera solo por unos momentos.

El calor aumentaba, la fricción era deliciosa, la adrenalina y la excitación llevándolos a ambos al límite. Cuando finalmente llegó, el cuerpo de Mariana se tensó, su espalda arqueándose mientras un gemido profundo escapaba de sus labios. Luego se relajó de golpe, dejando que una oleada de placer la recorriera completamente. Javier la siguió casi al instante, su cuerpo estremeciéndose bajo ella mientras sus dedos apretaban con fuerza sus caderas, hundiéndose más profundamente en el momento final de su clímax.

Sin decir palabra, Mariana se dejó caer de espaldas sobre él, completamente rendida. Su respiración agitada hacía que su pecho subiera y bajara, mientras Javier buscaba acomodo en el espacio entre su cuello y su hombro. Su rostro quedó justo a la altura de su oído, y ella sintió el calor de su aliento mientras ambos intentaban recuperar el ritmo normal de sus respiraciones.

Mariana cerró los ojos, dejando que la sensación de plenitud la invadiera. Podía sentir la calidez de Javier aún dentro de ella, la descarga que la llenaba como una evidencia palpable de lo que acababan de compartir. Ese calor, profundo y tangible, parecía grabar el momento en su cuerpo, como si no quisiera dejarla ir tan fácilmente.

Las manos de Javier, que antes habían sido ansiosas y exigentes, ahora recorrían su cuerpo con una delicadeza nueva. Sus dedos se movían lentamente por sus pechos, amasándolos con ternura, disfrutando de la suavidad de su piel y del leve estremecimiento que aún le provocaban. Se entretenía con sus pezones, duros e hinchados, rozándolos con las yemas y jugueteando con ellos como si no quisiera soltarla del todo. Su cadera, todavía pegada a ella, liberaba los últimos temblores de placer, un recordatorio de lo intensamente conectados que habían estado segundos antes.

Javier cerró los ojos por un momento, exhalando profundamente. Un orgullo desconocido lo llenaba mientras su mente procesaba lo que acababa de suceder. Era su mayor fantasía hecha realidad: tenerla a ella, sentir su cuerpo sobre el suyo, escucharla gemir de esa manera, completamente entregada a él. No era sólo la emoción del acto, sino el poder que ahora sentía. Por primera vez, no era el chico torpe que pasaba desapercibido, sino el hombre que había logrado algo que jamás pensó posible.

Pero mientras la excitación comenzaba a bajar, la realidad empezó a abrirse paso. Estaba en su casa. Con ella. Mariana. Esa mujer que siempre había deseado desde lejos, pero que era inalcanzable. Su respiración se tornó algo más pesada al recordar quién era su marido: ese militar alto y serio, con una mirada que parecía juzgarlo cada vez que se cruzaban en el edificio. ¿Qué pasaría si se enterara?

El miedo y la adrenalina se mezclaban en su pecho. No quería que el momento se desvaneciera, pero no podía evitar pensar en las consecuencias. Mariana, en cambio, se veía tan tranquila, acariciando suavemente su brazo, como si lo que acababa de suceder fuera lo más natural del mundo. Eso lo hacía sentirse aún más dividido: entre el placer de lo que habían compartido y el peso de lo que eso podría significar.

Mariana suspiró, cerrando los ojos por un momento, dejando que la calma de ese instante los envolviera.

—Quédate así un rato más —susurró ella, su voz apenas audible, mientras alzaba una mano para acariciar suavemente su cabello, como si temiera romper la magia del momento.

Se quedaron así por unos minutos, con sus cuerpos todavía entrelazados, el calor compartido calmándolos poco a poco. Javier cerró los ojos, disfrutando de la cercanía y del toque suave de Mariana en su cabello. Pero el silencio comenzó a hacerse pesado, cargado de algo que ninguno terminaba de nombrar, y fue ella quien decidió romperlo.

—¿Quieres un poco de agua? —preguntó Mariana con suavidad, su tono tan natural que casi desarmó a Javier.

Él levantó la cabeza, asintiendo en silencio. La observó levantarse con una calma que parecía no corresponderse con la intensidad de lo que acababan de vivir. Desnuda, caminó hacia la cocina con una naturalidad hipnótica, sus curvas moviéndose con la misma gracia que antes, pero ahora sin ningún artificio que las cubriera. Javier no pudo evitar seguirla con la mirada, atrapado entre el deseo renovado y la admiración.

Mientras ella llenaba dos vasos de agua, Javier dejó que su mirada vagara por la habitación. Las paredes estaban decoradas con fotografías familiares: Mariana y sus dos hijas, momentos capturados en vacaciones, en celebraciones, reflejando una vida cotidiana que contrastaba con lo que acababa de suceder.

Su atención se desvió al suelo y ahí vio la ropa de ambos esparcida: la camiseta de él tirada junto al sofá, el vestido de Mariana en un rincón, la ropa interior caída con desdén. Todo eso era una señal tangible del frenesí que había tenido lugar apenas unos minutos atrás.

Entonces, algo en la esquina de la habitación captó su atención: un par de botas militares perfectamente alineadas junto a una mochila de camuflaje. Eran tan imponentes como su dueño. El corazón de Javier dio un vuelco al imaginar al hombre que las usaba, con su postura rígida, su tono autoritario y la mirada que parecía perforarlo cada vez que se cruzaban en el edificio.

Mariana regresó con los vasos y le entregó uno. Bebieron en silencio, compartiendo sonrisas cómplices, pero el ambiente se sentía diferente, más ligero. Ella se sentó junto a él, apoyando la cabeza en su hombro, buscando un momento de paz, algo que iba más allá del deseo. Javier se relajó, acariciándole el brazo sin la urgencia de antes, simplemente disfrutando del calor de su piel contra la suya.

—Hace tanto que no me siento así... —comenzó con la voz suave, apenas un susurro. Sus dedos jugaban distraídamente con el borde del vaso. —Mi marido... es como un fantasma en mi vida. Siempre está fuera, y cuando vuelve, es como si yo no estuviera ahí.

Javier la escuchaba, aunque su mirada se perdía en la figura de Mariana, sus ojos recorriendo la línea de su cuello y la curva de sus pechos desnudos que se aplastaban suavemente contra su brazo. Cada palabra que ella decía resonaba como un eco lejano mientras su mente comenzaba a fantasear con lo que podría suceder a continuación. La voz de Mariana era como una melodía de fondo, mientras sus pensamientos lo llevaban a imaginar cómo sería perderse entre sus piernas.

A pesar de que empezaba a comprender lo complejo de toda la situación, el riesgo que implicaba y el miedo latente de ser descubierto, no podía evitar que su deseo fuera más fuerte. Cada mirada, cada gesto de Mariana era una invitación que no podía rechazar. Cerró los ojos un instante, empujando esos temores al rincón más profundo de su mente. Lo único que importaba en ese momento era ella, y la necesidad de volver a tocarla, de prolongar lo que acababan de vivir.

—Mis hijas... —Mariana suspiró, y una risa triste escapó de sus labios— ya son grandes, ya no me necesitan. Están tan ocupadas con sus propias vidas, sus estudios, sus amigos. Me siento tan sola a veces, Javier. Esta casa se ha vuelto enorme y vacía, y la rutina... me asfixia.

Javier asintió, y mientras lo hacía, su mano comenzó a moverse casi de manera instintiva, acariciando lentamente la pierna de Mariana, dibujando círculos suaves sobre su piel. Él intentaba escucharla con atención, pero el calor de su piel bajo sus dedos lo volvía loco. Sus ojos se fijaban en los labios de ella mientras hablaba, en cómo se curvaban con cada palabra cargada de vulnerabilidad, y se preguntaba cómo se sentirían esos labios en otras partes de su cuerpo.

Mariana no pareció notar al principio el cambio en el toque de Javier, o si lo notó, no hizo nada para detenerlo. Sus palabras salían de ella como un torrente, una confesión largamente contenida.

—Siento que he estado viviendo para todos menos para mí misma —continuó—. Para mis hijas, para mi marido, para mantener esta fachada de familia perfecta. Y, mientras tanto, aquí estoy, sola…

Javier se inclinó hacia ella, acercándose lentamente. Sus dedos se deslizaron más arriba por su muslo, hasta que llegaron al calor entre sus piernas. Mariana jadeó, sorprendida, su confesión interrumpida. Sus ojos se encontraron, y en ese momento, no hicieron falta más palabras. Javier vio el deseo y la duda mezclarse en su mirada, y él le respondió con una sonrisa cómplice, guiándola sin decir nada, dejándole saber que estaba dispuesto a darle lo que necesitaba.

Mariana cerró los ojos mientras la mano de Javier se movía con más determinación, sus labios rozando el lóbulo de su oreja. Podía sentir su respiración cálida, el roce de sus labios casi implorando. Sin decir nada, él se deslizó del sofá, arrodillándose ante ella, dejando su cara frente a sus piernas abiertas, sus manos apartando suavemente sus rodillas.

—Deja que te haga olvidar todo eso... —susurró Javier antes de inclinarse hacia adelante, sus labios encontrando el camino hacia el centro de su deseo.

Ella se dejó caer hacia atrás, un gemido escapando de sus labios, mientras su mente se desvanecía y el mundo a su alrededor se disolvía. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía que pensar, no tenía que preocuparse. Solo podía sentir.

Javier, dejando atrás toda timidez, se entregó a la tarea con una dedicación casi devota. Su lengua se movía con habilidad, recorriendo cada rincón con la precisión de quien quiere aprenderse de memoria cada sabor, cada textura.

Sus ojos, fijos en Mariana, se levantaban de vez en cuando para observar sus expresiones; el placer se reflejaba en su rostro y lo alentaba a seguir. Cada jadeo, cada movimiento errático de su pecho era una señal de que iba por el camino correcto.

Mariana, perdida en la oleada de sensaciones, no pudo evitar usar sus manos y muslos para empujar la cabeza de Javier contra ella, exigiendo más de ese contacto que la estaba volviendo loca.

Su respiración era irregular, entrecortada, su cuerpo se arqueaba hacia él, buscando más, queriendo perderse en ese éxtasis que se acercaba cada vez más.

Los dedos de Javier se unieron al juego, intensificando las caricias mientras su lengua continuaba su danza sin tregua. Sentía el calor y la presión de los muslos de Mariana envolviéndolo, como si ella quisiera fusionarse con él, hundirlo aún más en su deseo.

Javier, guiado por cada gemido que escapaba de los labios de Mariana, aumentaba la intensidad, sus movimientos se volvían más rítmicos, más seguros. Notaba cómo ella se aferraba a él, cómo su cuerpo reaccionaba, cómo sus piernas temblaban al borde del clímax. Sus manos subieron por los muslos de Mariana, acariciando la piel suave mientras sus labios y lengua seguían trabajando con devoción, sin dejar escapar ni un segundo de placer.

Mariana se dejó llevar por completo, su mente se desvaneció en la marea de sensaciones. Con cada movimiento de Javier, cada roce, el placer se expandía desde su centro hacia cada parte de su cuerpo, llevándola al borde de la locura. Y entonces, cuando ya no pudo contenerse más, un grito profundo y gutural escapó de sus labios, el éxtasis recorriéndola como una tormenta, mientras sus manos mantenían a Javier firmemente en su lugar, como si fuera la única ancla que tenía para no perderse por completo.

Mariana se quedó recostada sobre el sofá, su cuerpo aun vibrando con los ecos del clímax. Su respiración comenzaba a estabilizarse, y con cada exhalación, una sonrisa suave y satisfecha se formaba en sus labios. Javier, sin decir palabra, se incorporó lentamente, apoyando las manos sobre las rodillas de Mariana, aún sin romper el contacto con su piel, como si quisiera prolongar el momento el mayor tiempo posible.

Ella lo miró a los ojos y lo jaló hacia arriba, hasta que sus labios se encontraron en un beso suave, esta vez sin la urgencia de antes, sino más bien como un agradecimiento tácito. La intensidad había quedado atrás, al menos por el momento. Era un beso que cerraba algo, pero también prometía. Mariana se apartó y le acarició la mejilla, sus dedos deslizándose con delicadeza, como si no quisiera romper la conexión que aún flotaba entre ellos.

—La próxima vez, trae algo de beber. Tal vez podamos "conocernos" un poco más antes de llegar a esto —dijo Mariana, su tono cargado de doble sentido, pero sin dejar de ser cálido.

Javier, con el torso desnudo y todavía buscando su camiseta entre las prendas esparcidas por la habitación, la miró y sonrió, sintiendo cómo la esperanza de un próximo encuentro lo hacía vibrar por dentro. Pero, como una sombra, el recuerdo del marido de Mariana se filtró en su mente, una presencia latente que no podía ignorar del todo.

Lo imaginó entrando por esa misma puerta, con su voz grave y su mirada intimidante, preguntando por qué la puerta estaba cerrada desde adentro. La idea lo inquietó, pero cuando los ojos de Mariana volvieron a cruzarse con los suyos, cálidos y llenos de promesas, el temor quedó en segundo plano, relegado por el deseo de volver a tenerla.

—Lo haré... —respondió él, con un brillo cómplice en la mirada. Luego, se inclinó y le dio un último beso en la frente, antes de dirigirse hacia la puerta. La sensación de sus labios en su piel, aunque breve, la hizo estremecerse.

Mariana lo vio irse y dejó escapar un suspiro, profundo y cargado de emociones encontradas. Mientras escuchaba el eco de sus pasos alejándose por el pasillo, sintió el peso de la calma que había deseado tanto tiempo y, al mismo tiempo, el inicio de una nueva inquietud.

Se quedó desnuda en el sofá, el sol de la tarde envolviendo su cuerpo en un calor dorado. Miró hacia la puerta cerrada, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que aquel chico tocara de nuevo, antes de que ella se atreviera a invitarlo otra vez.

Un pensamiento la atravesó como un rayo: había roto algo, quizás para siempre. La rutina que la había mantenido atrapada no volvería a ser la misma, pero tampoco lo sería ella. Su reflejo en el cristal de la ventana le devolvió una imagen distinta, más viva, más auténtica.

Con una sonrisa que oscilaba entre la culpa y la satisfacción, se incorporó lentamente. Sus dedos rozaron el vaso de agua aún a medio llenar sobre la mesa. Lo bebió de un trago, como si con ello apagara una sed más profunda, más esencial.

Caminó hacia la ventana y, desde allí, lo vio alejarse por el jardín, ajustándose la camiseta con torpeza. Javier no volteó, pero ella sabía que volvería, y esa certeza la encendía tanto como la idea de verlo entrar de nuevo por su puerta.
 
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