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Mama Paga mis Obligaciones – Capítulo 01
De modo que allí sentado, sujetando un vaso ancho con hielo y con la botella de Chivas cerca, pude ser testigo privilegiado de aquella humillante escena.
Don Santiago, que disfrutaba como un cabrón con estas cosas, tocó un timbre de la mesa y, a través de un interfono, dijo secamente a la recepcionista:
—Amanda, dile a la puta que pase.
Después, movió el gordo culo y su barrigón para aproximarse al sillón que estaba frente al mío. Antes de sentarse se desabrochó los anticuados pantalones de tergal que llevaba. Unos pantalones como de abuelo que cayeron sobre sus tobillos junto a unos calzoncillos oscuros. Se sentó, colocó con parsimonia la copa de whisky que llevaba en la mano en la mesita y el puro que estaba fumando en el cenicero.
Bajo su barriga se adivinaba una polla bastante gruesa, pese a no estar del todo erecta. Don Santiago, consciente de mi mirada, soltó una risotada y dijo:
—¿Qué pasa? ¿Nunca has visto una polla de viejo como esta? ¡Tranquilo chico! Solo me quito los pantalones para adelantar faena. Es un engorro tener a la guarrilla de turno desabrochado braguetas y demás, cuando puede ver la mercancía a la primera, ¿no?
Sorprendido de lo suelto que estaba el viejo, dudaba sobre si contestar o no cuando se abrió la puerta y, tímidamente, mi madre entró en la habitación.
A sus cincuenta y dos años seguía teniendo un buen polvo, aunque, con el look que solía llevar habitualmente esa característica pasaba desapercibida para el común de los mortales. No era así en esta ocasión. Dada la tesitura no me costó demasiado convencerla de cómo tenía que vestirse para gustarle a Don Santiago, aunque luego el viejo cambió nuestros planes, como luego veremos. También la asesoré acerca de lo que tenía que hacer para tener contento al tipo…
La pobre, que nunca había tenido ni un mísero pensamiento pecaminoso en sus treinta años de matrimonio, jamás habría pensado que se iba a tener que inmolar de esa manera para salvar el culo de su hijo, pero, claro, en cuanto contempló los mensajes amenazantes que me habían enviado y, sobre todo, quién me los había enviado, cambio de parecer.
Don Santiago era prácticamente el dueño del barrio. Nada pasaba, ni bueno, ni malo, sin que él estuviera al tanto. Era el poder paralelo y estaba muy por encima de la policía y de la ley. De modo que aquel que se la jugaba o lo intentaba, como era mi caso, tendría que vérselas con su venganza.
Al menos yo tuve suerte. Mi trapicheo de drogas era de poca monta y, ni tan siquiera salió bien. Otros, por poco más, habían acabado con su cuerpo destripado en uno de los canales de riego que rodeaban la ciudad. A mí, no sé por qué, si porque me conocía desde niño, o porque en realidad creía que me podía reconducir, me hizo una oferta. Una de esas ofertas que, obviamente, no se podían rechazar.
Todo se reducía a dos simples opciones: A y B.
A, no era la muerte, pero casi. Me cortaría la polla y los huevos, pero me dejaría vivo. Tenía algún que otro matasanos en plantilla que se encargarían de evitar mi muerte. Aunque el futuro como eunuco que me esperaba podría ser terrible.
B, podría seguir trabajando con él a prueba (y sin fallarle, bajo amenaza de pena de muerte), si le dejaba follarse a mi madre.
Cuando me lo dijo me quedé boquiabierto. Ni tan siquiera sabía que la conocía. Pero sí. Sí que la conocía. Don Santiago, que rondaba los setenta, había tenido a mi abuelo, el padre de Rosa, mi madre, en plantilla. Había asistido a su primera comunión. La había visto crecer y convertirse en mujer. Por un extraño sentido del respeto que no había aplicado con nadie más, nunca se había aprovechado de ella, ni había ejercido esa especie de derecho de pernada que aplicaba con sus subordinados en cuanto había alguna hembra de su entorno lo suficientemente apetecible. Una cesión que todos sabían que era inevitable. El viejo no aceptaba un no por respuesta, cuando de una hembra se trataba.
Con el tiempo, don Santiago se había ido olvidando de ella. Y mi madre, desde siempre ajena a ese interés, había continuado con su vida, convirtiéndose en una modélica ama de casa. Contrajo matrimonio con un honrado trabajador de un taller de carpintería y tuvo tres hijos, dos hijas que ya habían volado de aquel barrio tan peligroso y opresivo y yo, que acabé integrando las huestes de sicarios de don Santiago y que ahora me veía ante aquel terrible dilema.
Don Santiago me dejó unos días para pensarme el tema y decidir una de las opciones. Después, si no contestaba en un plazo prudencial, ejecutaría la sentencia. Y, para evitar que saliese corriendo, se encargó de ponerme a un par de gorilas como guardaespaldas que siguieron mis pasos hasta aquel día en el que mi madre entraba en el despacho del jefe.
En honor a la verdad, me sorprendió lo fácilmente que mi madre aceptó someterse a los designios que el destino le había deparado para salvar a su pobre e inepto hijo. La condición más importante que puso fue que, bajo ningún concepto, ni mis hermanas, ni mi padre debían saber nunca nada del asunto. Aunque no estaba en mi mano, porque sabía que eso dependía de la publicidad que don Santiago quisiera dar al asunto. Era bien capaz de divulgarlo, para que sirviera de escarmiento a otros piruleros como yo. Pero le prometí y le perjuré a mi sacrificada madre que nunca sabrían nada.
La segunda condición fue más fácil y más placentera de cumplir para mí. Mi madre, bastante avergonzada, me confesó que, en relación al sexo era prácticamente una analfabeta funcional. Tan solo había servido como receptáculo del semen de mi padre para tener a sus tres hijos y unos cuantos polvos más. Bastante mal pegados, por cierto. No sabía de un orgasmo más que lo que había leído en alguna revista y, por supuesto, todo lo relativo al sexo, lo había hecho a oscuras y de la forma más tradicional posible con mi pobre padre que, al parecer, tampoco iba mucho más lejos en ese asunto. Con ese currículum es lógico que albergara dudas acerca de si podría satisfacer al cabrón de don Santiago. Yo, que ya conocía al tipo, era consciente de que esa ignorancia le iba a encantar al viejo. Pero no quería darle esa satisfacción al muy cabrón y me ofrecí para enseñar a mi madre algunos truquillos para tener contento a un tipo tan retorcido como don Santiago en la cama. Y de paso, si quería prácticas gratuitas, estaba dispuesto a echarle un cable. Como suele decirse, la ocasión la pintan calva y pocas veces tiene uno la oportunidad de cepillarse a una jamona tan potente de una manera tan fácil.
Sorprendentemente aceptó mi (¿desinteresada?, ja, ja, ja) colaboración.
De modo que, aquel mismo día, en cuanto mi viejo salió para el trabajo, me acerqué a la cocina, dónde la jamona fregaba los platos y, colocándome a su espalda, para que notase bien la presión de mi polla en su culo, la sujeté con fuerza de las tetas, dejándola prácticamente inmovilizada, y, baboseándole su cuello, le susurré:
—¿Qué, mamá, estás preparada para la primera clase?
Ella, medio asustada y temblorosa, se limitó a contestar, soltando los guantes de goma sobre la pica:
—¿Tan pronto, hijo? ¿No sería mejor esperar un poco…?
Me hizo gracia su temor y, mentiría si dijera que no me puso la polla más dura. Algo que seguro que no era su intención, claro. De modo que, apretando más fuerte su culo con mi entrepierna, y, amasando a fondo sus tetazas, mientras buscaba los pezones bajo el sujetador, le respondí, antes de hacerle un buen chupetón en el cuello:
—¡Venga, joder, no te hagas la remolona! ¡Que no tenemos todo el día! A ver si te crees que tener que darle clases a una cincuentona como tú es un plato de gusto para un joven en la flor de la vida —fue un alarde de cinismo, pero formaba parte de mi táctica de mantener baja su autoestima hasta que consiguiera mis objetivos. Unos objetivos que eran dobles: por una parte saldar mi deuda con aquel asqueroso mafioso y por otra cepillarme a mi vieja y, si era posible, convertirla en mi putilla casera. Lo siento por el infeliz de mi padre, pero era demasiada hembra para un picha floja como él…
Mi madre, con la cabeza gacha, como cordero al matadero, emprendió el camino a la habitación. Me deleité con su culazo, bamboleante y, al ver que se dirigía a mi cuarto, la interrumpí:
—¡Eh, eh! ¿Dónde vas?
—A… a tu habitación, ¿no?
—¡Qué coño…! ¡Anda, anda, tira para la vuestra, joder! Que por lo menos tiene una cama grande. Tendrás que aprender en condiciones, ¿no? ¿O es que te da vergüenza practicar en la habitación donde duermes con papá?
—Hombre, hijo… —había dado en el clavo, pero decidí interrumpir sus excusas de cuajo:
—¿Hombre hijo, qué? ¡A ver, mamá, que esto es un tema serio! Y parece que no lo entiendes. Me estoy jugando la vida y tú preocupada por si vas a una habitación u otra… Entiende que tienes que dejar contento a don Santiago y para eso tendrás que trabajar a tope estos días. ¿O es que no te importa la vida de tu hijo?
El chantaje emocional era mi fuerte, de modo que mamá, medio llorosa, roja como un tomate y completamente avergonzada por sus dudas y suspicacias, giró el rumbo y se dirigió al dormitorio matrimonial al tiempo que decía:
—Claro, claro, hijo… Perdona.
—Tranquila, mamá, no te preocupes. Seguro que lo haces superbién —la tranquilicé mientras pasaba a mi lado. Momento en el que aproveché para darle una sonora palmada en el culo que le hizo dar un tibio gritito. Sonreí para mis adentros, pronto se tendría que acostumbrar a una buena serie de palmadas. Le pensaba dejar el culazo como un tomate a la primera ocasión.
De momento, tocaba examinar la mercancía. De modo que, tras acomodarme en pelotas en el cabecero de la cama, una cama de 1,5 m. de anchura, con una colcha rosa y repleta de cojines que combinaban a la perfección con la cursi decoración de la habitación, le indiqué a la jamona que se fuera quitando la bata. Lo hizo sin atreverse a mirarme. Completamente avergonzada, se quedó unos instantes en sujetador y bragas, ambas prendas de color carne, cómodas y funcionales, mientras la contemplaba a gusto. Tetas muy grandes y acampanadas, con pezones empitonados y, por lo que se transparentaba a través del sujetador de un tamaño respetable. Como luego confirmé, se desparramarían tras quitarse el sujetador, pero no le quedaban nada mal, no. Una frondosa mata de pelo se percibía a través de las bragas. Cuando se las bajó, pude ver que estaba bastante cuidado, pero ya aquel día le indiqué que tendría que depilarse el chochete (y los pocos pelillos que tenía en el culo) hasta dejarlo como el coño de una muñeca. Al viejo cabrón de don Santiago le gustaban los coños lampiños (y a mí también, añadiré…)
—¿Y…? —dije. Pero lo de a buen entendedor pocas palabras bastan, parece que no se aplicaba a mi maciza madre, por lo que tuve que completar la frase, mientras ella seguía inmóvil, esperando— ¿El resto qué? ¿Te lo tengo que quitar yo?
Roja como un tomate, sudaba a mares. Una humillante situación que no negaré que me excitaba bastante, cómo empezó a delatar mi polla, cada vez más dura. Escuché la tibia respuesta materna:
—Ya… ya voy, hijo.
El sujetador primero y las bragas después cayeron al suelo. Las tetas desparramadas me impresionaron gratamente y el coño aparecía apetecible. Estaba maciza, pero no gorda, casi no tenía barriga y su cuerpo prometía tardes de gloria. Con la mano le indiqué que se girase un momento. Quería verle el pandero. Esta vez, ella captó la orden y, sin titubeos, se giró mostrando un culazo acorde con el resto. Con unas nalgas grandes, temblonas y algo caídas, con pequeños rastros de celulitis. Unas nalgas que estaban pidiendo un buen palmeo mientras la mujer era follada. En fin, dejé de fantasear para indicarle:
—Perfecto, muy bien, mamá. Ahora agáchate un poco para que pueda verte el agujerito.
Pareció no entender y giró la cabeza mirándome.
—¡Qué te agaches para verte el ojete, mamá!
Parecía imposible que pudiera ruborizarse más, pero así fue. Se agachó hacia delante y me mostró una perfecta panorámica del culo. Claro que faltaba la guinda:
—Ábrete las nalgas con las manos, mamá. ¡Que no se ve nada!
Me hubiera gustado ver la cara que ponía, mientras con sus manitas se abría el culo para mostrar un ojete entre rosado y marroncito, apretado, perfecto para ser desvirgado. Por un momento me habría gustado acercarme a pegar un buen lametón con lengua de vaca, desde el clítoris al ano. Pero no me apetecía levantarme. Ya habría tiempo para eso.
—Muy bien, mamá, perfecto. A don Santiago le va a encantar —no convenía olvidar que lo que estábamos haciendo no era por lujuria, sino por una buena causa, ja, ja…
A continuación, le indiqué que subiera sobre la cama a mi lado. La luz de la habitación seguía encendida. Me planteé apagarla por un momento, para suavizar la humillante lección que iba a recibir mi madre, pero lo descarté enseguida. A fin de cuentas, la idea era que se acostumbrase a esto. Don Santiago no la iba a tratar mucho mejor, seguro. Al tipo no le incomodaba lo más mínimo follarse a sus putillas a plena luz e incluso con testigos. Más de una vez había asistido a reuniones en las que una guarra se la chupaba debajo de la mesa mientras daba instrucciones a sus subordinados. Era un tipo sin el más mínimo escrúpulo, en ninguno de los sentidos.
Allí estaba, recostado en la cama de mis padres, con mi madre acurrucada a mi lado, mirándome sin saber exactamente qué hacer. Esperando instrucciones, como una buena alumna. La situación me encantaba. Cogí su manita y, con delicadeza, la coloqué sobre mi polla, indicándole que empezara a pajearme. Lo hizo con tanto cuidado que tuve que obligarle a que agarrará la polla con fuerza.
—¡Joder, mamá, pon más ganas, que no se va a romper! ¿A papá no le haces pajas o qué? —me apeteció lanzarle esa pulla.
—¡Perdona, hijo… perdona! —me respondió, apretando con más fuerza y cogiendo ritmo.
Notaba sus tetazas apretando mi costado y, pasando la mano por la espalda, llegué con facilidad a su culazo y empecé a acariciarlo mientras veía como ella trataba de no mirarme y se concentraba en su mano y en mi polla. Igual pensaba que me iba a correr ya. Se notaba que no estaba acostumbrada a palpar rabos. Soy bastante más grande que ella y, aunque mi polla no es inmensa, su pequeña manita apenas si abarcaba su grosor.
—Mírame —le dije.
Ella alzó la cabeza, sin dejar de menear la mano. A veces frenaba un poco. Se cansaba de mover la muñeca, pobrecilla. Asustada, giró su cabeza hacia mí. Traté de ser amable y, sonriendo, acerqué mi boca a la suya y le di un casto besito. Ella, correspondió, con suavidad, sin poder evitar sonreír a su vez, ante el gesto cariñoso de mi parte. Claro que, después, mi beso se fue convirtiendo en morreo baboso al que ella, tras resistirse un momento, acabó sucumbiendo. No debía haberse pegado un morreo así desde que era jovencita, porque la pobre parecía que tenía ganas atrasadas. Acabó buscando mi boca y pegando un repaso de lengua a la mía a base de bien. Con la mano con la que le estaba sobando el culo, llegué al ojete (la ventaja de ser bastante más voluminoso que ella), por el que pasé de puntillas hasta acercarme al coño que, cómo esperaba, estaba chorreando. La cabrona se estaba poniendo cachonda. «¡Bien, esto marcha!», pensé.
Cinco minutos después la había puesto a cabalgar en mi rabo. Subía y bajaba sobre la polla, que se ajustaba perfectamente a aquel estrecho coñito bien poco perforado por la micro polla de mi padre. A los pocos minutos, la jamona empezó a apretar instintivamente el clítoris sobre mi pubis. Acababa de aprender a follar. Sus enormes tetas colgaban pendulonas sobre mi cara, proporcionándome un memorable espectáculo.
Mientras cabalgaba, aproveché para meter mi índice el ojete de la guarrilla. Con lo excitada que estaba no opuso resistencia. Entró con bastante esfuerzo y lo tuve allí hasta que la buena mujer se corrió, con mi polla aún dura en su interior. Le dije que descansara un poco.
Se quedó a mi lado adormilada, bastante más relajada, y aparentemente contenta. Bien apretada a mi costado. Yo seguía con la polla bien dura y pringosa, pero quería dejarla descansar antes del segundo asalto. Mientras mamá se recuperaba, olfateé el dedo que había alojado en su culo y, después, lo pasé por su nariz que arrugó instintivamente ante el olor, aunque me obedeció al instante cuando le ordené autoritariamente:
—¡Chúpalo, guarra!
Lo hizo sumisamente, sin abrir los ojos. Sabía perfectamente de dónde procedía el olor, pero pareció que no le importaba. O, por lo menos, lo daba por bueno después de haber disfrutado del primer orgasmo de su vida. Instintivamente, sabía que si quería tener otros, más le valía obedecer mis instrucciones.
Satisfecho, noté como la cerdita me lamía el dedo a base de bien y después pasaba a recorrer con su lengua mi pecho. Poco a poco, fue bajando por la barriga hasta llegar a mi tenso rabo. «¡Vaya, vaya..! Aprendemos deprisa…», pensé, mientras la dejaba actuar.
Tuve que aleccionarla bastante con el tema de las mamadas, porque, aunque puso voluntad desde el principio, le faltaban los conocimientos básicos. Pero su ignorancia me excitaba tanto que me daba igual. Tenía madera de mamadora e iba a aprender enseguida. Lo que no tuviera de técnica lo supliría con entusiasmo, estaba seguro.
Me daba besitos al capullo, me lamía el tronco hasta los huevos y, al final, tras chupar el capullo como un cucurucho que a duras penas podía meter en la boca, empezó a tragarse la polla, arriba y abajo a buen ritmo, trabajándola con la lengua, con una encomiable intuición. Empecé a ayudarla con la mano, moviendo su cabeza y marcándole el ritmo, pero sin forzar demasiado. Tenía algunas arcadas y no quería llevarme una sorpresa.
La situación me excitó tanto que decidí no esperar más y regalar a mamá su primera dosis de leche. No quería que se asustara de modo que le avisé, pero sin concesiones:
—Mamá, me voy a correr. Quiero que te quedes con la leche en la boca. Luego me la enseñas… Y quiero que te la tragues. ¿Lo has entendido?
—¡Mmmmmfff, sssí…! —farfulló con mi polla todavía en la boca.
Tensé mi cuerpo. Sujetaba con fuerza su cabeza con una mano, mientras con la otra en el culo introducía un dedo en el ojete y un par en el chocho. Me corrí con un rugido gutural que asustó a la pobre mujer. Por un momento, al notar como los borbotones de leche salían de mi capullo, trató instintivamente de sacar la polla de la boca, mientras bufaba por la nariz, pero pronto desistió al notar la presión de mi mano sobre ella y se dejó llevar tratando de que no escapara de su boca ni una gota de esperma.
Segundos después aflojé la presión. Ella, obediente, se separó despacio de mi polla tratando de no perder nada del contenido que atesoraba en su boca. Asombrado, contemplé como, obedeciendo mis instrucciones, con los ojos vidriosos por el esfuerzo y el pelo pegado a su frente, perlada de sudor, abría la boca mostrando aquella generosa dosis de lefa que permanecía intacta, esperando la autorización de su macho para ser ingerida.
—¡Joder, buen trabajo, mamá! —la felicité acariciando su mejilla con el dedo recién salido del ojete que, esta vez, al pasar por delante de su nariz no pareció afectarle en absoluto— Te lo puedes tragar, te lo has ganado, guapa.
Lo tragó de golpe, volviendo a abrir la boca para mostrar que así era. Después, con una sonrisa de satisfacción, preguntó:
—¿Te ha gustado hijo? ¿Lo he hecho bien?
—¡Me ha encantado, mamá! Ha sido perfecto. Don Santiago va a flipar, seguro. Falta pulir algún detallito, pero, vamos, para ser la primera vez…
—¡Gracias, hijo…!
Ahora fue ella la que acercó la boca para besarme. Primero un piquito y luego un morreo en toda regla. Todavía se notaba el sabor salado del esperma en su boca, pero no me importó. Se merecía un buen repaso con lengua que le regalé sin tacañería.
—¿Crees que con esto le bastara a don Santiago…? —me preguntó medio asustada minutos después, mientras permanecía a mi lado, acariciando lánguidamente mi polla mientras yo le magreaba las tetas y los pezones.
—¡Buffff…! Casi. Estamos en el buen camino, pero… —acerqué a su boca el dedo que había estado en su culo hacía unos minutos y, mientras la guarrilla lo chupeteaba, añadí— Nos faltaría todavía lo del culo… El tío es un cabroncete y le encanta desvirgar ojetes a las putillas…
Mientras lamía el dedo levantó la vista hacia mí asustada.
—Pero no te preocupes mamá. El ojete te lo voy a reventar yo. ¡Sólo faltaría! Lo único es que, cuando el cabroncete te folle, te tendrás que hacer la estrecha, como si fuera la primera vez, ya sabes…
Me miró y asintió sin decir nada. Seguramente no era consciente de lo que le esperaba. Pero, bueno, dado lo que estaba disfrutando con esa primera lección, con toda seguridad no iba a tener demasiados problemas al afrontar el nuevo reto.
La verdad es que estaba dispuesto a continuar con mi labor pedagógica, pero pensé que era mejor dosificar el adiestramiento. Quería tenerla con ganas, de modo que decidí dar por concluida la sesión aquel día y me fui a duchar a mi habitación, dejando a mamá que adecentase el dormitorio antes de que volviera el pobre cornudo. Al menos no había restos de esperma, la buena mujer se había tragado la lefa como una campeona. Pero el olor a sexo exigía que, por lo menos, cambiara las sábanas y aireara la habitación. En cuanto me levanté, la jamona, como buena ama de casa, se puso a arreglar el dormitorio tal y cómo estaba, en pelota picada y con una sonrisa de satisfacción que no podía evitar. Se nota que había disfrutado de lo lindo. Eso sí, antes de salir de la habitación, como buen profesor, le mandé tareas:
—Una cosita, mamá —dejó lo que estaba haciendo y me miró—. A don Santiago no le gustan los pelillos —le pellizqué el pubis para que entendiera el concepto—. Así que, mañana mismo o en cuanto puedas, te vas a algún salón de estética o alguna peluquería en la que hagan depilaciones íntimas y solucionas el asuntillo, ¿de acuerdo?
Me miró sorprendida, sin saber qué decir. Cuando bajé los dedos y se los metí en el chocho, masajeando el clítoris de paso, reaccionó:
—Claro, hijo… por… por supuesto.
Saqué mi mano del coño y le di un besito en los labios pellizcando sus pezones. ¡Joder, me estaba poniendo cachondo otra vez! Pero me contuve.
—¡Hala, hala, hasta luego…! —dije saliendo de la habitación antes de volver a empalmarme—. Mañana seguimos con la segunda lección. Hay que ir espabilando que el cabrón de don Santiago no es un tipo al que hacer esperar…
En ese instante, mamá, tal vez consciente de la situación, volvió a sonrojarse. Quizá se dio cuenta de en qué se estaba convirtiendo o en qué se iba a convertir. La duda fue minúscula, al bajar la mirada y ver como se había puesto mi polla, tan sólo después de notar la humedad de su coño, otra vez dispuesto a ser follado, se le quitaron las tontería y volvió a pensar en modo «soy puta y mi coño lo disfruta»… Aunque no lo sabía, todavía no era capaz de verbalizar ese tipo de cerdadas. Todo llegaría.
Más tarde, don Santiago me llamó para comentarme que estaban afilando la cuchilla con la que tenían que cortarme los huevos y, de paso, interesarse por mis progresos con mi madre. «Tengo enfilada a Rosita desde que era joven y no la voy a dejar escapar, así que espero que tengas buenas noticias si quieres conservar tus cojones», me dijo.
—La cosa va bien don Santiago —fue mi respuesta—. Estamos trabajando en ello y creo que se la podre ofrecer, pero todavía tengo que trabajármela un poco más.
—¡Pues ya te puedes ir espabilando que el tiempo corre, capullo! —fue su desabrida respuesta.
—Sí, don Santiago, descuide.
Al día siguiente, cuando mi padre salió de casa, feliz, contento e ignorante de la cornamenta que empezaba a adornar su cuero cabelludo, no tuve que hacer el menor esfuerzo por ir a buscar a mi madre a la cocina, fue ella la que se acercó al sofá, dónde estaba medio adormilado viendo la tele después de comer. Allí, arrodillada entre mis piernas, procedió a poner firme a mi soldadito.
Sabía que tenía madera de guarra después de haber visto su demostración entusiasta el día anterior, pero me sorprendió que fuera tan ansiosa. Claro que, por otra parte, no iba a quejarme de ello, así que dejé que me chupase la polla y fuera practicando, cada vez con más pericia, intentando incluso un par de veces hacer una garganta profunda. Luego me contó que estuvo mirando videos por internet para aprender un poco. No sabía que hubiera tutoriales de mamadas, pero bueno, tampoco es tan raro. Hay tutoriales de cualquier cosa.
Lo mejor del asunto fue que la muy puerca me dejó a punto de caramelo. Detuvo la mamada cuando notaba que el rabo se tensaba, justo antes de empezar a soltar perdigones de leche y levantando la mirada, con carita de niña inocente, me dijo:
—Tengo una sorpresa para ti… y para don Santiago, claro.
Se quitó la batita que llevaba y allí, en pelotas, me mostró un coño perfectamente depilado y ya húmedo.
—¡Joder…! —exclamé boquiabierto—. No perdemos el tiempo, eh…
Ella lanzó una risita breve y se giró abriendo las nalgas con las manitas para mostrarme una perfecta panorámica de su ano, con un colorcillo más rosado que el día anterior y perfectamente engrasado. No sólo se había depilado perfectamente sino que había lubricado su agujerito y, según me dijo, había pasado gran parte de la mañana, abriéndose el ojete con un par de plátanos. Supongo que por eso no había tenido tiempo de hacer la comida y habíamos tenido que zampar una pizza congelada horrorosa. Todas mis quejas anteriores por la comida las di por amortizadas al ver aquel agujerito que estaba pidiendo una polla a gritos.
Fue ella misma la que, lentamente, acercó su ojete a mi capullo y, con mi desinteresada colaboración, procedió, despacito, como dice la canción, a engullir la tranca hasta los huevos. Un tenso y eterno minuto en el que, por desgracia, al tenerla de espaldas, sólo pude ver sus muecas de dolor y sus lagrimitas a través del reflejo en el ventanal entornado de la terraza que teníamos enfrente. Al fin, al notar mis huevos rebotando en su vulva, suspiró aliviada y empezó un movimiento de vaivén, entrando y sacando la polla de su culo, que combinó con una pajita con sus manos libres. Yo, alucinando, la dejé hacer disfrutando del calorcito de su culo, tratando de aguantar la corrida el mayor tiempo posible. Y eso que estaba a punto y la motivación era extraordinaria. Más aun oyendo aquellos jadeos profundos, como un sordo ronquido, se salían de su garganta. La muy cabrona estaba disfrutando de su primera penetración anal a base de bien. ¡Vaya sorpresa! Desde luego, con don Santiago tendría que ser más comedida, si no el viejo se iba a creer que (como así era) aquel culo ha había tenido visitas y no estaba perforando a una virginal y mojigata ama de casa madura.
Dada la situación, no pude aguantar más tiempo y empecé a convulsionar, algo que la muy cerda notó. Pero no soltó su presa, dejando la polla en el culo, hasta culmnar su orgasmo. Después, muy modosita, procedió a hacerme una espectacular limpieza de bajos que me dejó exhausto.
—¡Hala, te dejo! Descansa, me voy a fregar los platos —se agachó para coger el vestido y pude ver una perfecta panorámica de su culo recién petado, algo enrojecido y con unas gotitas de esperma color crema saliendo del ojete. Después me quedé frito. ¡Vaya polvo!
Como puede imaginarse, los días siguientes transcurrieron con la misma dinámica: mi madre, ávida de aprender y quedar en buen lugar ante don Santiago (para salvarme los huevos, se supone) y yo, con los cojones secos, alucinando con una alumna tan aplicada.
En cuanto el infeliz de papá, salía por la puerta, tenía a la guarra amorrada a mi polla. La mujer le había tomado gusto al asunto y andaba recuperando el tiempo perdido. Y yo, claro, estaba encantado con ello. Pero, como es de rigor, las deudas hay que pagarlas y al cabroncete de don Santiago se le había acabado la paciencia y me citó, sin falta para un lunes por la tarde. Por suerte, al ser un día laborable, el viejo trabajaba y no hubo que inventar ninguna excusa peregrina para justificar la ausencia de su esposa.
Los dos gorilas de don Santiago se encargaron de llevarnos al chalet que utilizaba como centro de operaciones y despacho. Un lugar que conocía bastante bien y que disponía de un par de habitaciones con jacuzzi que el viejo y sus hombres de confianza utilizaban como follódromos para cepillarse a las putillas que acudían para aliviar el estrés de aquellos «hombres de negocios». Así les gustaba denominarse a ellos mismos, como «hombres de negocios», aunque no eran más que una panda de mafiosos cutres de medio pelo que se parecían más a los Soprano que a los Corleone.
Nada más llegar, nos recibió Amanda, la cuarentona secretaria y telefonista de don Santiago. Era una antigua puta con ínfulas que, al parecer, había sido contable en la empresa de su marido y acabó en las garras de don Santiago en pago a una deuda que el esposo no pudo satisfacer. Así que la pobre mujer tuvo que dedicarse a hacer mamadas hasta que la deuda quedó saldada. La cosa es que el tema le gustó y, como ganó algo de pasta y don Santiago la trataba con un cierto respeto y cariño, la contrató para llevar las cuentas y los libros en B de sus negocios y allí estaba, perfectamente maquillada y vestida como un putón, atendiendo la recepción del chalet.
A pesar de que su tarea principal era la contabilidad de vez en cuanto todavía le tocaba hacer algún servicio a la antigua usanza, alguna mamada para cerrar un negocio o pequeños compromisos del jefe. Siempre en la oficina. Follar, lo que se dice follar, sólo lo hacía don Santiago, algo que Amanda agradecía bastante.
Ya se había llevado bastantes disgustos en los viejos tiempos atendiendo clientes a domicilio a cargo de don Santiago, como el día en el que, contratada para una fiesta de fin de curso de universitarios, se encontró entre los participantes a su hijo que ignoraba totalmente esa faceta de su madre. Claro que, viendo su tipazo, no se cortó un pelo a la hora de follársela. Y más, sabiendo que ninguno de sus compañeros conocía el parentesco. Amanda, aguantó estoicamente las emboladas que el cabrón de su hijo le atizó a base de bien e incluso se tuvo que aguantar cuando, tras quitarse el condón se corrió en su cara en plan bukake. Peor fue cuando los compañeros de promoción se dedicaron a imitarlo y acabó saliendo de aquel sórdido piso, con la cara y el pelo pringosos de leche juvenil. Ni que decir tiene que nunca más volvió a hablar con su hijo y que encargó a don Santiago que le diera un buen escarmiento, por hijo de puta, nunca mejor dicho. Creo que me estoy yendo por las ramas, pero solo trataba de dar cuenta del ambiente en el que se movían los negocios de don Santiago, centrados sobre todo en el tráfico de droga blanda, las apuestas clandestinas y el proxenetismo, que, de un tiempo a esta parte, se había convertido en la parte del león de sus ingresos. Quizá por eso no paraba de probar chicas para sus clubs. Aunque, en principio, no era para eso para lo que había llamado a mi madre. Era una cuestión de consumo propio.
Como decía, nada más llegar, Amanda nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja. A mí ya me conocía y me saludó afectuosamente con un besito en los labios que provocó una punzadita de celos en la guarrilla de mamá, como luego me comentaría. A ella le dio un par de besos en las mejillas y la estudió atentamente. Siguiendo mis sugerencias, se había vestido de putón para la ocasión, pero, al parecer, don Santiago tenía otros planes y Amanda sacó una bolsa con ropa que le entregó a mi madre para vestirse con ella antes de entrar al despacho del jefe que ya la estaba esperando. A mí me hizo pasar directamente.
—¡Hola, Martín! ¿Cómo estás? —me saludó. Lo noté cómo eufórico, aunque algo desaliñado. No lo sabía aún, pero acababa de cepillarse a una búlgara que tenía previsto contratar. Era un tipo de la vieja escuela, de los que gustan de catar la mercancía antes de ponerla a la venta.
—Muy bien, don Santiago.
—Estupendo, me alegro mucho. En fin, parece que al final vas a salvar los huevos, ¿eh?
No me gustó la alusión testicular, pero decidí sonreír y no contrariarle. A fin de cuentas, estaba jugando en campo contrario.
—Sí, don Santiago, me ha costado mucho pero al final he conseguido convencer a mi madre.
—¡Ay, Rosita…! ¡Cuánto tiempo…! Vaya madre tienes, chaval… Con que esté la mitad de buena que cuando joven, va a valer la pena tu traición.
Me quedé callado mientras el, animado y contento, me sirvió una copa y me indicó que me sentase enfrente.
—Te puedes quedar a verlo. No me molesta el público. De hecho, quiero que lo veas y a tú madre seguro que no le importa. Y si es así me la suda, forma parte del pago, ja, ja, ja…
Fue entonces cuando se sentó en un cómodo sillón. Se bajó los pantalones y el calzoncillo hasta los tobillos y siguió conversando amigablemente conmigo de temas banales. De lo pelma que era su mujer con las reformas del piso, de sus hijas y las notas tan buenas que estaban sacando en la carrera y demás gilipolleces que me importaban una mierda. Era algo esperpéntico: ver aquel viejo cabrón gordo, medio en pelotas, envuelto en las volutas del humo de su apestoso puro y que hablaba de chorradas sin parar, mientras el hielo de su whisky tintineaba en el vaso
Continua
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Mama Paga mis Obligaciones – Capítulo 01
De modo que allí sentado, sujetando un vaso ancho con hielo y con la botella de Chivas cerca, pude ser testigo privilegiado de aquella humillante escena.
Don Santiago, que disfrutaba como un cabrón con estas cosas, tocó un timbre de la mesa y, a través de un interfono, dijo secamente a la recepcionista:
—Amanda, dile a la puta que pase.
Después, movió el gordo culo y su barrigón para aproximarse al sillón que estaba frente al mío. Antes de sentarse se desabrochó los anticuados pantalones de tergal que llevaba. Unos pantalones como de abuelo que cayeron sobre sus tobillos junto a unos calzoncillos oscuros. Se sentó, colocó con parsimonia la copa de whisky que llevaba en la mano en la mesita y el puro que estaba fumando en el cenicero.
Bajo su barriga se adivinaba una polla bastante gruesa, pese a no estar del todo erecta. Don Santiago, consciente de mi mirada, soltó una risotada y dijo:
—¿Qué pasa? ¿Nunca has visto una polla de viejo como esta? ¡Tranquilo chico! Solo me quito los pantalones para adelantar faena. Es un engorro tener a la guarrilla de turno desabrochado braguetas y demás, cuando puede ver la mercancía a la primera, ¿no?
Sorprendido de lo suelto que estaba el viejo, dudaba sobre si contestar o no cuando se abrió la puerta y, tímidamente, mi madre entró en la habitación.
A sus cincuenta y dos años seguía teniendo un buen polvo, aunque, con el look que solía llevar habitualmente esa característica pasaba desapercibida para el común de los mortales. No era así en esta ocasión. Dada la tesitura no me costó demasiado convencerla de cómo tenía que vestirse para gustarle a Don Santiago, aunque luego el viejo cambió nuestros planes, como luego veremos. También la asesoré acerca de lo que tenía que hacer para tener contento al tipo…
La pobre, que nunca había tenido ni un mísero pensamiento pecaminoso en sus treinta años de matrimonio, jamás habría pensado que se iba a tener que inmolar de esa manera para salvar el culo de su hijo, pero, claro, en cuanto contempló los mensajes amenazantes que me habían enviado y, sobre todo, quién me los había enviado, cambio de parecer.
Don Santiago era prácticamente el dueño del barrio. Nada pasaba, ni bueno, ni malo, sin que él estuviera al tanto. Era el poder paralelo y estaba muy por encima de la policía y de la ley. De modo que aquel que se la jugaba o lo intentaba, como era mi caso, tendría que vérselas con su venganza.
Al menos yo tuve suerte. Mi trapicheo de drogas era de poca monta y, ni tan siquiera salió bien. Otros, por poco más, habían acabado con su cuerpo destripado en uno de los canales de riego que rodeaban la ciudad. A mí, no sé por qué, si porque me conocía desde niño, o porque en realidad creía que me podía reconducir, me hizo una oferta. Una de esas ofertas que, obviamente, no se podían rechazar.
Todo se reducía a dos simples opciones: A y B.
A, no era la muerte, pero casi. Me cortaría la polla y los huevos, pero me dejaría vivo. Tenía algún que otro matasanos en plantilla que se encargarían de evitar mi muerte. Aunque el futuro como eunuco que me esperaba podría ser terrible.
B, podría seguir trabajando con él a prueba (y sin fallarle, bajo amenaza de pena de muerte), si le dejaba follarse a mi madre.
Cuando me lo dijo me quedé boquiabierto. Ni tan siquiera sabía que la conocía. Pero sí. Sí que la conocía. Don Santiago, que rondaba los setenta, había tenido a mi abuelo, el padre de Rosa, mi madre, en plantilla. Había asistido a su primera comunión. La había visto crecer y convertirse en mujer. Por un extraño sentido del respeto que no había aplicado con nadie más, nunca se había aprovechado de ella, ni había ejercido esa especie de derecho de pernada que aplicaba con sus subordinados en cuanto había alguna hembra de su entorno lo suficientemente apetecible. Una cesión que todos sabían que era inevitable. El viejo no aceptaba un no por respuesta, cuando de una hembra se trataba.
Con el tiempo, don Santiago se había ido olvidando de ella. Y mi madre, desde siempre ajena a ese interés, había continuado con su vida, convirtiéndose en una modélica ama de casa. Contrajo matrimonio con un honrado trabajador de un taller de carpintería y tuvo tres hijos, dos hijas que ya habían volado de aquel barrio tan peligroso y opresivo y yo, que acabé integrando las huestes de sicarios de don Santiago y que ahora me veía ante aquel terrible dilema.
Don Santiago me dejó unos días para pensarme el tema y decidir una de las opciones. Después, si no contestaba en un plazo prudencial, ejecutaría la sentencia. Y, para evitar que saliese corriendo, se encargó de ponerme a un par de gorilas como guardaespaldas que siguieron mis pasos hasta aquel día en el que mi madre entraba en el despacho del jefe.
En honor a la verdad, me sorprendió lo fácilmente que mi madre aceptó someterse a los designios que el destino le había deparado para salvar a su pobre e inepto hijo. La condición más importante que puso fue que, bajo ningún concepto, ni mis hermanas, ni mi padre debían saber nunca nada del asunto. Aunque no estaba en mi mano, porque sabía que eso dependía de la publicidad que don Santiago quisiera dar al asunto. Era bien capaz de divulgarlo, para que sirviera de escarmiento a otros piruleros como yo. Pero le prometí y le perjuré a mi sacrificada madre que nunca sabrían nada.
La segunda condición fue más fácil y más placentera de cumplir para mí. Mi madre, bastante avergonzada, me confesó que, en relación al sexo era prácticamente una analfabeta funcional. Tan solo había servido como receptáculo del semen de mi padre para tener a sus tres hijos y unos cuantos polvos más. Bastante mal pegados, por cierto. No sabía de un orgasmo más que lo que había leído en alguna revista y, por supuesto, todo lo relativo al sexo, lo había hecho a oscuras y de la forma más tradicional posible con mi pobre padre que, al parecer, tampoco iba mucho más lejos en ese asunto. Con ese currículum es lógico que albergara dudas acerca de si podría satisfacer al cabrón de don Santiago. Yo, que ya conocía al tipo, era consciente de que esa ignorancia le iba a encantar al viejo. Pero no quería darle esa satisfacción al muy cabrón y me ofrecí para enseñar a mi madre algunos truquillos para tener contento a un tipo tan retorcido como don Santiago en la cama. Y de paso, si quería prácticas gratuitas, estaba dispuesto a echarle un cable. Como suele decirse, la ocasión la pintan calva y pocas veces tiene uno la oportunidad de cepillarse a una jamona tan potente de una manera tan fácil.
Sorprendentemente aceptó mi (¿desinteresada?, ja, ja, ja) colaboración.
De modo que, aquel mismo día, en cuanto mi viejo salió para el trabajo, me acerqué a la cocina, dónde la jamona fregaba los platos y, colocándome a su espalda, para que notase bien la presión de mi polla en su culo, la sujeté con fuerza de las tetas, dejándola prácticamente inmovilizada, y, baboseándole su cuello, le susurré:
—¿Qué, mamá, estás preparada para la primera clase?
Ella, medio asustada y temblorosa, se limitó a contestar, soltando los guantes de goma sobre la pica:
—¿Tan pronto, hijo? ¿No sería mejor esperar un poco…?
Me hizo gracia su temor y, mentiría si dijera que no me puso la polla más dura. Algo que seguro que no era su intención, claro. De modo que, apretando más fuerte su culo con mi entrepierna, y, amasando a fondo sus tetazas, mientras buscaba los pezones bajo el sujetador, le respondí, antes de hacerle un buen chupetón en el cuello:
—¡Venga, joder, no te hagas la remolona! ¡Que no tenemos todo el día! A ver si te crees que tener que darle clases a una cincuentona como tú es un plato de gusto para un joven en la flor de la vida —fue un alarde de cinismo, pero formaba parte de mi táctica de mantener baja su autoestima hasta que consiguiera mis objetivos. Unos objetivos que eran dobles: por una parte saldar mi deuda con aquel asqueroso mafioso y por otra cepillarme a mi vieja y, si era posible, convertirla en mi putilla casera. Lo siento por el infeliz de mi padre, pero era demasiada hembra para un picha floja como él…
Mi madre, con la cabeza gacha, como cordero al matadero, emprendió el camino a la habitación. Me deleité con su culazo, bamboleante y, al ver que se dirigía a mi cuarto, la interrumpí:
—¡Eh, eh! ¿Dónde vas?
—A… a tu habitación, ¿no?
—¡Qué coño…! ¡Anda, anda, tira para la vuestra, joder! Que por lo menos tiene una cama grande. Tendrás que aprender en condiciones, ¿no? ¿O es que te da vergüenza practicar en la habitación donde duermes con papá?
—Hombre, hijo… —había dado en el clavo, pero decidí interrumpir sus excusas de cuajo:
—¿Hombre hijo, qué? ¡A ver, mamá, que esto es un tema serio! Y parece que no lo entiendes. Me estoy jugando la vida y tú preocupada por si vas a una habitación u otra… Entiende que tienes que dejar contento a don Santiago y para eso tendrás que trabajar a tope estos días. ¿O es que no te importa la vida de tu hijo?
El chantaje emocional era mi fuerte, de modo que mamá, medio llorosa, roja como un tomate y completamente avergonzada por sus dudas y suspicacias, giró el rumbo y se dirigió al dormitorio matrimonial al tiempo que decía:
—Claro, claro, hijo… Perdona.
—Tranquila, mamá, no te preocupes. Seguro que lo haces superbién —la tranquilicé mientras pasaba a mi lado. Momento en el que aproveché para darle una sonora palmada en el culo que le hizo dar un tibio gritito. Sonreí para mis adentros, pronto se tendría que acostumbrar a una buena serie de palmadas. Le pensaba dejar el culazo como un tomate a la primera ocasión.
De momento, tocaba examinar la mercancía. De modo que, tras acomodarme en pelotas en el cabecero de la cama, una cama de 1,5 m. de anchura, con una colcha rosa y repleta de cojines que combinaban a la perfección con la cursi decoración de la habitación, le indiqué a la jamona que se fuera quitando la bata. Lo hizo sin atreverse a mirarme. Completamente avergonzada, se quedó unos instantes en sujetador y bragas, ambas prendas de color carne, cómodas y funcionales, mientras la contemplaba a gusto. Tetas muy grandes y acampanadas, con pezones empitonados y, por lo que se transparentaba a través del sujetador de un tamaño respetable. Como luego confirmé, se desparramarían tras quitarse el sujetador, pero no le quedaban nada mal, no. Una frondosa mata de pelo se percibía a través de las bragas. Cuando se las bajó, pude ver que estaba bastante cuidado, pero ya aquel día le indiqué que tendría que depilarse el chochete (y los pocos pelillos que tenía en el culo) hasta dejarlo como el coño de una muñeca. Al viejo cabrón de don Santiago le gustaban los coños lampiños (y a mí también, añadiré…)
—¿Y…? —dije. Pero lo de a buen entendedor pocas palabras bastan, parece que no se aplicaba a mi maciza madre, por lo que tuve que completar la frase, mientras ella seguía inmóvil, esperando— ¿El resto qué? ¿Te lo tengo que quitar yo?
Roja como un tomate, sudaba a mares. Una humillante situación que no negaré que me excitaba bastante, cómo empezó a delatar mi polla, cada vez más dura. Escuché la tibia respuesta materna:
—Ya… ya voy, hijo.
El sujetador primero y las bragas después cayeron al suelo. Las tetas desparramadas me impresionaron gratamente y el coño aparecía apetecible. Estaba maciza, pero no gorda, casi no tenía barriga y su cuerpo prometía tardes de gloria. Con la mano le indiqué que se girase un momento. Quería verle el pandero. Esta vez, ella captó la orden y, sin titubeos, se giró mostrando un culazo acorde con el resto. Con unas nalgas grandes, temblonas y algo caídas, con pequeños rastros de celulitis. Unas nalgas que estaban pidiendo un buen palmeo mientras la mujer era follada. En fin, dejé de fantasear para indicarle:
—Perfecto, muy bien, mamá. Ahora agáchate un poco para que pueda verte el agujerito.
Pareció no entender y giró la cabeza mirándome.
—¡Qué te agaches para verte el ojete, mamá!
Parecía imposible que pudiera ruborizarse más, pero así fue. Se agachó hacia delante y me mostró una perfecta panorámica del culo. Claro que faltaba la guinda:
—Ábrete las nalgas con las manos, mamá. ¡Que no se ve nada!
Me hubiera gustado ver la cara que ponía, mientras con sus manitas se abría el culo para mostrar un ojete entre rosado y marroncito, apretado, perfecto para ser desvirgado. Por un momento me habría gustado acercarme a pegar un buen lametón con lengua de vaca, desde el clítoris al ano. Pero no me apetecía levantarme. Ya habría tiempo para eso.
—Muy bien, mamá, perfecto. A don Santiago le va a encantar —no convenía olvidar que lo que estábamos haciendo no era por lujuria, sino por una buena causa, ja, ja…
A continuación, le indiqué que subiera sobre la cama a mi lado. La luz de la habitación seguía encendida. Me planteé apagarla por un momento, para suavizar la humillante lección que iba a recibir mi madre, pero lo descarté enseguida. A fin de cuentas, la idea era que se acostumbrase a esto. Don Santiago no la iba a tratar mucho mejor, seguro. Al tipo no le incomodaba lo más mínimo follarse a sus putillas a plena luz e incluso con testigos. Más de una vez había asistido a reuniones en las que una guarra se la chupaba debajo de la mesa mientras daba instrucciones a sus subordinados. Era un tipo sin el más mínimo escrúpulo, en ninguno de los sentidos.
Allí estaba, recostado en la cama de mis padres, con mi madre acurrucada a mi lado, mirándome sin saber exactamente qué hacer. Esperando instrucciones, como una buena alumna. La situación me encantaba. Cogí su manita y, con delicadeza, la coloqué sobre mi polla, indicándole que empezara a pajearme. Lo hizo con tanto cuidado que tuve que obligarle a que agarrará la polla con fuerza.
—¡Joder, mamá, pon más ganas, que no se va a romper! ¿A papá no le haces pajas o qué? —me apeteció lanzarle esa pulla.
—¡Perdona, hijo… perdona! —me respondió, apretando con más fuerza y cogiendo ritmo.
Notaba sus tetazas apretando mi costado y, pasando la mano por la espalda, llegué con facilidad a su culazo y empecé a acariciarlo mientras veía como ella trataba de no mirarme y se concentraba en su mano y en mi polla. Igual pensaba que me iba a correr ya. Se notaba que no estaba acostumbrada a palpar rabos. Soy bastante más grande que ella y, aunque mi polla no es inmensa, su pequeña manita apenas si abarcaba su grosor.
—Mírame —le dije.
Ella alzó la cabeza, sin dejar de menear la mano. A veces frenaba un poco. Se cansaba de mover la muñeca, pobrecilla. Asustada, giró su cabeza hacia mí. Traté de ser amable y, sonriendo, acerqué mi boca a la suya y le di un casto besito. Ella, correspondió, con suavidad, sin poder evitar sonreír a su vez, ante el gesto cariñoso de mi parte. Claro que, después, mi beso se fue convirtiendo en morreo baboso al que ella, tras resistirse un momento, acabó sucumbiendo. No debía haberse pegado un morreo así desde que era jovencita, porque la pobre parecía que tenía ganas atrasadas. Acabó buscando mi boca y pegando un repaso de lengua a la mía a base de bien. Con la mano con la que le estaba sobando el culo, llegué al ojete (la ventaja de ser bastante más voluminoso que ella), por el que pasé de puntillas hasta acercarme al coño que, cómo esperaba, estaba chorreando. La cabrona se estaba poniendo cachonda. «¡Bien, esto marcha!», pensé.
Cinco minutos después la había puesto a cabalgar en mi rabo. Subía y bajaba sobre la polla, que se ajustaba perfectamente a aquel estrecho coñito bien poco perforado por la micro polla de mi padre. A los pocos minutos, la jamona empezó a apretar instintivamente el clítoris sobre mi pubis. Acababa de aprender a follar. Sus enormes tetas colgaban pendulonas sobre mi cara, proporcionándome un memorable espectáculo.
Mientras cabalgaba, aproveché para meter mi índice el ojete de la guarrilla. Con lo excitada que estaba no opuso resistencia. Entró con bastante esfuerzo y lo tuve allí hasta que la buena mujer se corrió, con mi polla aún dura en su interior. Le dije que descansara un poco.
Se quedó a mi lado adormilada, bastante más relajada, y aparentemente contenta. Bien apretada a mi costado. Yo seguía con la polla bien dura y pringosa, pero quería dejarla descansar antes del segundo asalto. Mientras mamá se recuperaba, olfateé el dedo que había alojado en su culo y, después, lo pasé por su nariz que arrugó instintivamente ante el olor, aunque me obedeció al instante cuando le ordené autoritariamente:
—¡Chúpalo, guarra!
Lo hizo sumisamente, sin abrir los ojos. Sabía perfectamente de dónde procedía el olor, pero pareció que no le importaba. O, por lo menos, lo daba por bueno después de haber disfrutado del primer orgasmo de su vida. Instintivamente, sabía que si quería tener otros, más le valía obedecer mis instrucciones.
Satisfecho, noté como la cerdita me lamía el dedo a base de bien y después pasaba a recorrer con su lengua mi pecho. Poco a poco, fue bajando por la barriga hasta llegar a mi tenso rabo. «¡Vaya, vaya..! Aprendemos deprisa…», pensé, mientras la dejaba actuar.
Tuve que aleccionarla bastante con el tema de las mamadas, porque, aunque puso voluntad desde el principio, le faltaban los conocimientos básicos. Pero su ignorancia me excitaba tanto que me daba igual. Tenía madera de mamadora e iba a aprender enseguida. Lo que no tuviera de técnica lo supliría con entusiasmo, estaba seguro.
Me daba besitos al capullo, me lamía el tronco hasta los huevos y, al final, tras chupar el capullo como un cucurucho que a duras penas podía meter en la boca, empezó a tragarse la polla, arriba y abajo a buen ritmo, trabajándola con la lengua, con una encomiable intuición. Empecé a ayudarla con la mano, moviendo su cabeza y marcándole el ritmo, pero sin forzar demasiado. Tenía algunas arcadas y no quería llevarme una sorpresa.
La situación me excitó tanto que decidí no esperar más y regalar a mamá su primera dosis de leche. No quería que se asustara de modo que le avisé, pero sin concesiones:
—Mamá, me voy a correr. Quiero que te quedes con la leche en la boca. Luego me la enseñas… Y quiero que te la tragues. ¿Lo has entendido?
—¡Mmmmmfff, sssí…! —farfulló con mi polla todavía en la boca.
Tensé mi cuerpo. Sujetaba con fuerza su cabeza con una mano, mientras con la otra en el culo introducía un dedo en el ojete y un par en el chocho. Me corrí con un rugido gutural que asustó a la pobre mujer. Por un momento, al notar como los borbotones de leche salían de mi capullo, trató instintivamente de sacar la polla de la boca, mientras bufaba por la nariz, pero pronto desistió al notar la presión de mi mano sobre ella y se dejó llevar tratando de que no escapara de su boca ni una gota de esperma.
Segundos después aflojé la presión. Ella, obediente, se separó despacio de mi polla tratando de no perder nada del contenido que atesoraba en su boca. Asombrado, contemplé como, obedeciendo mis instrucciones, con los ojos vidriosos por el esfuerzo y el pelo pegado a su frente, perlada de sudor, abría la boca mostrando aquella generosa dosis de lefa que permanecía intacta, esperando la autorización de su macho para ser ingerida.
—¡Joder, buen trabajo, mamá! —la felicité acariciando su mejilla con el dedo recién salido del ojete que, esta vez, al pasar por delante de su nariz no pareció afectarle en absoluto— Te lo puedes tragar, te lo has ganado, guapa.
Lo tragó de golpe, volviendo a abrir la boca para mostrar que así era. Después, con una sonrisa de satisfacción, preguntó:
—¿Te ha gustado hijo? ¿Lo he hecho bien?
—¡Me ha encantado, mamá! Ha sido perfecto. Don Santiago va a flipar, seguro. Falta pulir algún detallito, pero, vamos, para ser la primera vez…
—¡Gracias, hijo…!
Ahora fue ella la que acercó la boca para besarme. Primero un piquito y luego un morreo en toda regla. Todavía se notaba el sabor salado del esperma en su boca, pero no me importó. Se merecía un buen repaso con lengua que le regalé sin tacañería.
—¿Crees que con esto le bastara a don Santiago…? —me preguntó medio asustada minutos después, mientras permanecía a mi lado, acariciando lánguidamente mi polla mientras yo le magreaba las tetas y los pezones.
—¡Buffff…! Casi. Estamos en el buen camino, pero… —acerqué a su boca el dedo que había estado en su culo hacía unos minutos y, mientras la guarrilla lo chupeteaba, añadí— Nos faltaría todavía lo del culo… El tío es un cabroncete y le encanta desvirgar ojetes a las putillas…
Mientras lamía el dedo levantó la vista hacia mí asustada.
—Pero no te preocupes mamá. El ojete te lo voy a reventar yo. ¡Sólo faltaría! Lo único es que, cuando el cabroncete te folle, te tendrás que hacer la estrecha, como si fuera la primera vez, ya sabes…
Me miró y asintió sin decir nada. Seguramente no era consciente de lo que le esperaba. Pero, bueno, dado lo que estaba disfrutando con esa primera lección, con toda seguridad no iba a tener demasiados problemas al afrontar el nuevo reto.
La verdad es que estaba dispuesto a continuar con mi labor pedagógica, pero pensé que era mejor dosificar el adiestramiento. Quería tenerla con ganas, de modo que decidí dar por concluida la sesión aquel día y me fui a duchar a mi habitación, dejando a mamá que adecentase el dormitorio antes de que volviera el pobre cornudo. Al menos no había restos de esperma, la buena mujer se había tragado la lefa como una campeona. Pero el olor a sexo exigía que, por lo menos, cambiara las sábanas y aireara la habitación. En cuanto me levanté, la jamona, como buena ama de casa, se puso a arreglar el dormitorio tal y cómo estaba, en pelota picada y con una sonrisa de satisfacción que no podía evitar. Se nota que había disfrutado de lo lindo. Eso sí, antes de salir de la habitación, como buen profesor, le mandé tareas:
—Una cosita, mamá —dejó lo que estaba haciendo y me miró—. A don Santiago no le gustan los pelillos —le pellizqué el pubis para que entendiera el concepto—. Así que, mañana mismo o en cuanto puedas, te vas a algún salón de estética o alguna peluquería en la que hagan depilaciones íntimas y solucionas el asuntillo, ¿de acuerdo?
Me miró sorprendida, sin saber qué decir. Cuando bajé los dedos y se los metí en el chocho, masajeando el clítoris de paso, reaccionó:
—Claro, hijo… por… por supuesto.
Saqué mi mano del coño y le di un besito en los labios pellizcando sus pezones. ¡Joder, me estaba poniendo cachondo otra vez! Pero me contuve.
—¡Hala, hala, hasta luego…! —dije saliendo de la habitación antes de volver a empalmarme—. Mañana seguimos con la segunda lección. Hay que ir espabilando que el cabrón de don Santiago no es un tipo al que hacer esperar…
En ese instante, mamá, tal vez consciente de la situación, volvió a sonrojarse. Quizá se dio cuenta de en qué se estaba convirtiendo o en qué se iba a convertir. La duda fue minúscula, al bajar la mirada y ver como se había puesto mi polla, tan sólo después de notar la humedad de su coño, otra vez dispuesto a ser follado, se le quitaron las tontería y volvió a pensar en modo «soy puta y mi coño lo disfruta»… Aunque no lo sabía, todavía no era capaz de verbalizar ese tipo de cerdadas. Todo llegaría.
Más tarde, don Santiago me llamó para comentarme que estaban afilando la cuchilla con la que tenían que cortarme los huevos y, de paso, interesarse por mis progresos con mi madre. «Tengo enfilada a Rosita desde que era joven y no la voy a dejar escapar, así que espero que tengas buenas noticias si quieres conservar tus cojones», me dijo.
—La cosa va bien don Santiago —fue mi respuesta—. Estamos trabajando en ello y creo que se la podre ofrecer, pero todavía tengo que trabajármela un poco más.
—¡Pues ya te puedes ir espabilando que el tiempo corre, capullo! —fue su desabrida respuesta.
—Sí, don Santiago, descuide.
Al día siguiente, cuando mi padre salió de casa, feliz, contento e ignorante de la cornamenta que empezaba a adornar su cuero cabelludo, no tuve que hacer el menor esfuerzo por ir a buscar a mi madre a la cocina, fue ella la que se acercó al sofá, dónde estaba medio adormilado viendo la tele después de comer. Allí, arrodillada entre mis piernas, procedió a poner firme a mi soldadito.
Sabía que tenía madera de guarra después de haber visto su demostración entusiasta el día anterior, pero me sorprendió que fuera tan ansiosa. Claro que, por otra parte, no iba a quejarme de ello, así que dejé que me chupase la polla y fuera practicando, cada vez con más pericia, intentando incluso un par de veces hacer una garganta profunda. Luego me contó que estuvo mirando videos por internet para aprender un poco. No sabía que hubiera tutoriales de mamadas, pero bueno, tampoco es tan raro. Hay tutoriales de cualquier cosa.
Lo mejor del asunto fue que la muy puerca me dejó a punto de caramelo. Detuvo la mamada cuando notaba que el rabo se tensaba, justo antes de empezar a soltar perdigones de leche y levantando la mirada, con carita de niña inocente, me dijo:
—Tengo una sorpresa para ti… y para don Santiago, claro.
Se quitó la batita que llevaba y allí, en pelotas, me mostró un coño perfectamente depilado y ya húmedo.
—¡Joder…! —exclamé boquiabierto—. No perdemos el tiempo, eh…
Ella lanzó una risita breve y se giró abriendo las nalgas con las manitas para mostrarme una perfecta panorámica de su ano, con un colorcillo más rosado que el día anterior y perfectamente engrasado. No sólo se había depilado perfectamente sino que había lubricado su agujerito y, según me dijo, había pasado gran parte de la mañana, abriéndose el ojete con un par de plátanos. Supongo que por eso no había tenido tiempo de hacer la comida y habíamos tenido que zampar una pizza congelada horrorosa. Todas mis quejas anteriores por la comida las di por amortizadas al ver aquel agujerito que estaba pidiendo una polla a gritos.
Fue ella misma la que, lentamente, acercó su ojete a mi capullo y, con mi desinteresada colaboración, procedió, despacito, como dice la canción, a engullir la tranca hasta los huevos. Un tenso y eterno minuto en el que, por desgracia, al tenerla de espaldas, sólo pude ver sus muecas de dolor y sus lagrimitas a través del reflejo en el ventanal entornado de la terraza que teníamos enfrente. Al fin, al notar mis huevos rebotando en su vulva, suspiró aliviada y empezó un movimiento de vaivén, entrando y sacando la polla de su culo, que combinó con una pajita con sus manos libres. Yo, alucinando, la dejé hacer disfrutando del calorcito de su culo, tratando de aguantar la corrida el mayor tiempo posible. Y eso que estaba a punto y la motivación era extraordinaria. Más aun oyendo aquellos jadeos profundos, como un sordo ronquido, se salían de su garganta. La muy cabrona estaba disfrutando de su primera penetración anal a base de bien. ¡Vaya sorpresa! Desde luego, con don Santiago tendría que ser más comedida, si no el viejo se iba a creer que (como así era) aquel culo ha había tenido visitas y no estaba perforando a una virginal y mojigata ama de casa madura.
Dada la situación, no pude aguantar más tiempo y empecé a convulsionar, algo que la muy cerda notó. Pero no soltó su presa, dejando la polla en el culo, hasta culmnar su orgasmo. Después, muy modosita, procedió a hacerme una espectacular limpieza de bajos que me dejó exhausto.
—¡Hala, te dejo! Descansa, me voy a fregar los platos —se agachó para coger el vestido y pude ver una perfecta panorámica de su culo recién petado, algo enrojecido y con unas gotitas de esperma color crema saliendo del ojete. Después me quedé frito. ¡Vaya polvo!
Como puede imaginarse, los días siguientes transcurrieron con la misma dinámica: mi madre, ávida de aprender y quedar en buen lugar ante don Santiago (para salvarme los huevos, se supone) y yo, con los cojones secos, alucinando con una alumna tan aplicada.
En cuanto el infeliz de papá, salía por la puerta, tenía a la guarra amorrada a mi polla. La mujer le había tomado gusto al asunto y andaba recuperando el tiempo perdido. Y yo, claro, estaba encantado con ello. Pero, como es de rigor, las deudas hay que pagarlas y al cabroncete de don Santiago se le había acabado la paciencia y me citó, sin falta para un lunes por la tarde. Por suerte, al ser un día laborable, el viejo trabajaba y no hubo que inventar ninguna excusa peregrina para justificar la ausencia de su esposa.
Los dos gorilas de don Santiago se encargaron de llevarnos al chalet que utilizaba como centro de operaciones y despacho. Un lugar que conocía bastante bien y que disponía de un par de habitaciones con jacuzzi que el viejo y sus hombres de confianza utilizaban como follódromos para cepillarse a las putillas que acudían para aliviar el estrés de aquellos «hombres de negocios». Así les gustaba denominarse a ellos mismos, como «hombres de negocios», aunque no eran más que una panda de mafiosos cutres de medio pelo que se parecían más a los Soprano que a los Corleone.
Nada más llegar, nos recibió Amanda, la cuarentona secretaria y telefonista de don Santiago. Era una antigua puta con ínfulas que, al parecer, había sido contable en la empresa de su marido y acabó en las garras de don Santiago en pago a una deuda que el esposo no pudo satisfacer. Así que la pobre mujer tuvo que dedicarse a hacer mamadas hasta que la deuda quedó saldada. La cosa es que el tema le gustó y, como ganó algo de pasta y don Santiago la trataba con un cierto respeto y cariño, la contrató para llevar las cuentas y los libros en B de sus negocios y allí estaba, perfectamente maquillada y vestida como un putón, atendiendo la recepción del chalet.
A pesar de que su tarea principal era la contabilidad de vez en cuanto todavía le tocaba hacer algún servicio a la antigua usanza, alguna mamada para cerrar un negocio o pequeños compromisos del jefe. Siempre en la oficina. Follar, lo que se dice follar, sólo lo hacía don Santiago, algo que Amanda agradecía bastante.
Ya se había llevado bastantes disgustos en los viejos tiempos atendiendo clientes a domicilio a cargo de don Santiago, como el día en el que, contratada para una fiesta de fin de curso de universitarios, se encontró entre los participantes a su hijo que ignoraba totalmente esa faceta de su madre. Claro que, viendo su tipazo, no se cortó un pelo a la hora de follársela. Y más, sabiendo que ninguno de sus compañeros conocía el parentesco. Amanda, aguantó estoicamente las emboladas que el cabrón de su hijo le atizó a base de bien e incluso se tuvo que aguantar cuando, tras quitarse el condón se corrió en su cara en plan bukake. Peor fue cuando los compañeros de promoción se dedicaron a imitarlo y acabó saliendo de aquel sórdido piso, con la cara y el pelo pringosos de leche juvenil. Ni que decir tiene que nunca más volvió a hablar con su hijo y que encargó a don Santiago que le diera un buen escarmiento, por hijo de puta, nunca mejor dicho. Creo que me estoy yendo por las ramas, pero solo trataba de dar cuenta del ambiente en el que se movían los negocios de don Santiago, centrados sobre todo en el tráfico de droga blanda, las apuestas clandestinas y el proxenetismo, que, de un tiempo a esta parte, se había convertido en la parte del león de sus ingresos. Quizá por eso no paraba de probar chicas para sus clubs. Aunque, en principio, no era para eso para lo que había llamado a mi madre. Era una cuestión de consumo propio.
Como decía, nada más llegar, Amanda nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja. A mí ya me conocía y me saludó afectuosamente con un besito en los labios que provocó una punzadita de celos en la guarrilla de mamá, como luego me comentaría. A ella le dio un par de besos en las mejillas y la estudió atentamente. Siguiendo mis sugerencias, se había vestido de putón para la ocasión, pero, al parecer, don Santiago tenía otros planes y Amanda sacó una bolsa con ropa que le entregó a mi madre para vestirse con ella antes de entrar al despacho del jefe que ya la estaba esperando. A mí me hizo pasar directamente.
—¡Hola, Martín! ¿Cómo estás? —me saludó. Lo noté cómo eufórico, aunque algo desaliñado. No lo sabía aún, pero acababa de cepillarse a una búlgara que tenía previsto contratar. Era un tipo de la vieja escuela, de los que gustan de catar la mercancía antes de ponerla a la venta.
—Muy bien, don Santiago.
—Estupendo, me alegro mucho. En fin, parece que al final vas a salvar los huevos, ¿eh?
No me gustó la alusión testicular, pero decidí sonreír y no contrariarle. A fin de cuentas, estaba jugando en campo contrario.
—Sí, don Santiago, me ha costado mucho pero al final he conseguido convencer a mi madre.
—¡Ay, Rosita…! ¡Cuánto tiempo…! Vaya madre tienes, chaval… Con que esté la mitad de buena que cuando joven, va a valer la pena tu traición.
Me quedé callado mientras el, animado y contento, me sirvió una copa y me indicó que me sentase enfrente.
—Te puedes quedar a verlo. No me molesta el público. De hecho, quiero que lo veas y a tú madre seguro que no le importa. Y si es así me la suda, forma parte del pago, ja, ja, ja…
Fue entonces cuando se sentó en un cómodo sillón. Se bajó los pantalones y el calzoncillo hasta los tobillos y siguió conversando amigablemente conmigo de temas banales. De lo pelma que era su mujer con las reformas del piso, de sus hijas y las notas tan buenas que estaban sacando en la carrera y demás gilipolleces que me importaban una mierda. Era algo esperpéntico: ver aquel viejo cabrón gordo, medio en pelotas, envuelto en las volutas del humo de su apestoso puro y que hablaba de chorradas sin parar, mientras el hielo de su whisky tintineaba en el vaso
Continua
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