Mama Paga mis Obligaciones – Capítulos 01 a 02

heranlu

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Mama Paga mis Obligaciones – Capítulo 01


De modo que allí sentado, sujetando un vaso ancho con hielo y con la botella de Chivas cerca, pude ser testigo privilegiado de aquella humillante escena.

Don Santiago, que disfrutaba como un cabrón con estas cosas, tocó un timbre de la mesa y, a través de un interfono, dijo secamente a la recepcionista:

—Amanda, dile a la puta que pase.

Después, movió el gordo culo y su barrigón para aproximarse al sillón que estaba frente al mío. Antes de sentarse se desabrochó los anticuados pantalones de tergal que llevaba. Unos pantalones como de abuelo que cayeron sobre sus tobillos junto a unos calzoncillos oscuros. Se sentó, colocó con parsimonia la copa de whisky que llevaba en la mano en la mesita y el puro que estaba fumando en el cenicero.

Bajo su barriga se adivinaba una polla bastante gruesa, pese a no estar del todo erecta. Don Santiago, consciente de mi mirada, soltó una risotada y dijo:

—¿Qué pasa? ¿Nunca has visto una polla de viejo como esta? ¡Tranquilo chico! Solo me quito los pantalones para adelantar faena. Es un engorro tener a la guarrilla de turno desabrochado braguetas y demás, cuando puede ver la mercancía a la primera, ¿no?

Sorprendido de lo suelto que estaba el viejo, dudaba sobre si contestar o no cuando se abrió la puerta y, tímidamente, mi madre entró en la habitación.

A sus cincuenta y dos años seguía teniendo un buen polvo, aunque, con el look que solía llevar habitualmente esa característica pasaba desapercibida para el común de los mortales. No era así en esta ocasión. Dada la tesitura no me costó demasiado convencerla de cómo tenía que vestirse para gustarle a Don Santiago, aunque luego el viejo cambió nuestros planes, como luego veremos. También la asesoré acerca de lo que tenía que hacer para tener contento al tipo…

La pobre, que nunca había tenido ni un mísero pensamiento pecaminoso en sus treinta años de matrimonio, jamás habría pensado que se iba a tener que inmolar de esa manera para salvar el culo de su hijo, pero, claro, en cuanto contempló los mensajes amenazantes que me habían enviado y, sobre todo, quién me los había enviado, cambio de parecer.

Don Santiago era prácticamente el dueño del barrio. Nada pasaba, ni bueno, ni malo, sin que él estuviera al tanto. Era el poder paralelo y estaba muy por encima de la policía y de la ley. De modo que aquel que se la jugaba o lo intentaba, como era mi caso, tendría que vérselas con su venganza.

Al menos yo tuve suerte. Mi trapicheo de drogas era de poca monta y, ni tan siquiera salió bien. Otros, por poco más, habían acabado con su cuerpo destripado en uno de los canales de riego que rodeaban la ciudad. A mí, no sé por qué, si porque me conocía desde niño, o porque en realidad creía que me podía reconducir, me hizo una oferta. Una de esas ofertas que, obviamente, no se podían rechazar.

Todo se reducía a dos simples opciones: A y B.

A, no era la muerte, pero casi. Me cortaría la polla y los huevos, pero me dejaría vivo. Tenía algún que otro matasanos en plantilla que se encargarían de evitar mi muerte. Aunque el futuro como eunuco que me esperaba podría ser terrible.

B, podría seguir trabajando con él a prueba (y sin fallarle, bajo amenaza de pena de muerte), si le dejaba follarse a mi madre.

Cuando me lo dijo me quedé boquiabierto. Ni tan siquiera sabía que la conocía. Pero sí. Sí que la conocía. Don Santiago, que rondaba los setenta, había tenido a mi abuelo, el padre de Rosa, mi madre, en plantilla. Había asistido a su primera comunión. La había visto crecer y convertirse en mujer. Por un extraño sentido del respeto que no había aplicado con nadie más, nunca se había aprovechado de ella, ni había ejercido esa especie de derecho de pernada que aplicaba con sus subordinados en cuanto había alguna hembra de su entorno lo suficientemente apetecible. Una cesión que todos sabían que era inevitable. El viejo no aceptaba un no por respuesta, cuando de una hembra se trataba.

Con el tiempo, don Santiago se había ido olvidando de ella. Y mi madre, desde siempre ajena a ese interés, había continuado con su vida, convirtiéndose en una modélica ama de casa. Contrajo matrimonio con un honrado trabajador de un taller de carpintería y tuvo tres hijos, dos hijas que ya habían volado de aquel barrio tan peligroso y opresivo y yo, que acabé integrando las huestes de sicarios de don Santiago y que ahora me veía ante aquel terrible dilema.

Don Santiago me dejó unos días para pensarme el tema y decidir una de las opciones. Después, si no contestaba en un plazo prudencial, ejecutaría la sentencia. Y, para evitar que saliese corriendo, se encargó de ponerme a un par de gorilas como guardaespaldas que siguieron mis pasos hasta aquel día en el que mi madre entraba en el despacho del jefe.

En honor a la verdad, me sorprendió lo fácilmente que mi madre aceptó someterse a los designios que el destino le había deparado para salvar a su pobre e inepto hijo. La condición más importante que puso fue que, bajo ningún concepto, ni mis hermanas, ni mi padre debían saber nunca nada del asunto. Aunque no estaba en mi mano, porque sabía que eso dependía de la publicidad que don Santiago quisiera dar al asunto. Era bien capaz de divulgarlo, para que sirviera de escarmiento a otros piruleros como yo. Pero le prometí y le perjuré a mi sacrificada madre que nunca sabrían nada.

La segunda condición fue más fácil y más placentera de cumplir para mí. Mi madre, bastante avergonzada, me confesó que, en relación al sexo era prácticamente una analfabeta funcional. Tan solo había servido como receptáculo del semen de mi padre para tener a sus tres hijos y unos cuantos polvos más. Bastante mal pegados, por cierto. No sabía de un orgasmo más que lo que había leído en alguna revista y, por supuesto, todo lo relativo al sexo, lo había hecho a oscuras y de la forma más tradicional posible con mi pobre padre que, al parecer, tampoco iba mucho más lejos en ese asunto. Con ese currículum es lógico que albergara dudas acerca de si podría satisfacer al cabrón de don Santiago. Yo, que ya conocía al tipo, era consciente de que esa ignorancia le iba a encantar al viejo. Pero no quería darle esa satisfacción al muy cabrón y me ofrecí para enseñar a mi madre algunos truquillos para tener contento a un tipo tan retorcido como don Santiago en la cama. Y de paso, si quería prácticas gratuitas, estaba dispuesto a echarle un cable. Como suele decirse, la ocasión la pintan calva y pocas veces tiene uno la oportunidad de cepillarse a una jamona tan potente de una manera tan fácil.

Sorprendentemente aceptó mi (¿desinteresada?, ja, ja, ja) colaboración.

De modo que, aquel mismo día, en cuanto mi viejo salió para el trabajo, me acerqué a la cocina, dónde la jamona fregaba los platos y, colocándome a su espalda, para que notase bien la presión de mi polla en su culo, la sujeté con fuerza de las tetas, dejándola prácticamente inmovilizada, y, baboseándole su cuello, le susurré:

—¿Qué, mamá, estás preparada para la primera clase?

Ella, medio asustada y temblorosa, se limitó a contestar, soltando los guantes de goma sobre la pica:

—¿Tan pronto, hijo? ¿No sería mejor esperar un poco…?

Me hizo gracia su temor y, mentiría si dijera que no me puso la polla más dura. Algo que seguro que no era su intención, claro. De modo que, apretando más fuerte su culo con mi entrepierna, y, amasando a fondo sus tetazas, mientras buscaba los pezones bajo el sujetador, le respondí, antes de hacerle un buen chupetón en el cuello:

—¡Venga, joder, no te hagas la remolona! ¡Que no tenemos todo el día! A ver si te crees que tener que darle clases a una cincuentona como tú es un plato de gusto para un joven en la flor de la vida —fue un alarde de cinismo, pero formaba parte de mi táctica de mantener baja su autoestima hasta que consiguiera mis objetivos. Unos objetivos que eran dobles: por una parte saldar mi deuda con aquel asqueroso mafioso y por otra cepillarme a mi vieja y, si era posible, convertirla en mi putilla casera. Lo siento por el infeliz de mi padre, pero era demasiada hembra para un picha floja como él…

Mi madre, con la cabeza gacha, como cordero al matadero, emprendió el camino a la habitación. Me deleité con su culazo, bamboleante y, al ver que se dirigía a mi cuarto, la interrumpí:

—¡Eh, eh! ¿Dónde vas?

—A… a tu habitación, ¿no?

—¡Qué coño…! ¡Anda, anda, tira para la vuestra, joder! Que por lo menos tiene una cama grande. Tendrás que aprender en condiciones, ¿no? ¿O es que te da vergüenza practicar en la habitación donde duermes con papá?

—Hombre, hijo… —había dado en el clavo, pero decidí interrumpir sus excusas de cuajo:

—¿Hombre hijo, qué? ¡A ver, mamá, que esto es un tema serio! Y parece que no lo entiendes. Me estoy jugando la vida y tú preocupada por si vas a una habitación u otra… Entiende que tienes que dejar contento a don Santiago y para eso tendrás que trabajar a tope estos días. ¿O es que no te importa la vida de tu hijo?

El chantaje emocional era mi fuerte, de modo que mamá, medio llorosa, roja como un tomate y completamente avergonzada por sus dudas y suspicacias, giró el rumbo y se dirigió al dormitorio matrimonial al tiempo que decía:

—Claro, claro, hijo… Perdona.

—Tranquila, mamá, no te preocupes. Seguro que lo haces superbién —la tranquilicé mientras pasaba a mi lado. Momento en el que aproveché para darle una sonora palmada en el culo que le hizo dar un tibio gritito. Sonreí para mis adentros, pronto se tendría que acostumbrar a una buena serie de palmadas. Le pensaba dejar el culazo como un tomate a la primera ocasión.

De momento, tocaba examinar la mercancía. De modo que, tras acomodarme en pelotas en el cabecero de la cama, una cama de 1,5 m. de anchura, con una colcha rosa y repleta de cojines que combinaban a la perfección con la cursi decoración de la habitación, le indiqué a la jamona que se fuera quitando la bata. Lo hizo sin atreverse a mirarme. Completamente avergonzada, se quedó unos instantes en sujetador y bragas, ambas prendas de color carne, cómodas y funcionales, mientras la contemplaba a gusto. Tetas muy grandes y acampanadas, con pezones empitonados y, por lo que se transparentaba a través del sujetador de un tamaño respetable. Como luego confirmé, se desparramarían tras quitarse el sujetador, pero no le quedaban nada mal, no. Una frondosa mata de pelo se percibía a través de las bragas. Cuando se las bajó, pude ver que estaba bastante cuidado, pero ya aquel día le indiqué que tendría que depilarse el chochete (y los pocos pelillos que tenía en el culo) hasta dejarlo como el coño de una muñeca. Al viejo cabrón de don Santiago le gustaban los coños lampiños (y a mí también, añadiré…)

—¿Y…? —dije. Pero lo de a buen entendedor pocas palabras bastan, parece que no se aplicaba a mi maciza madre, por lo que tuve que completar la frase, mientras ella seguía inmóvil, esperando— ¿El resto qué? ¿Te lo tengo que quitar yo?

Roja como un tomate, sudaba a mares. Una humillante situación que no negaré que me excitaba bastante, cómo empezó a delatar mi polla, cada vez más dura. Escuché la tibia respuesta materna:

—Ya… ya voy, hijo.

El sujetador primero y las bragas después cayeron al suelo. Las tetas desparramadas me impresionaron gratamente y el coño aparecía apetecible. Estaba maciza, pero no gorda, casi no tenía barriga y su cuerpo prometía tardes de gloria. Con la mano le indiqué que se girase un momento. Quería verle el pandero. Esta vez, ella captó la orden y, sin titubeos, se giró mostrando un culazo acorde con el resto. Con unas nalgas grandes, temblonas y algo caídas, con pequeños rastros de celulitis. Unas nalgas que estaban pidiendo un buen palmeo mientras la mujer era follada. En fin, dejé de fantasear para indicarle:

—Perfecto, muy bien, mamá. Ahora agáchate un poco para que pueda verte el agujerito.

Pareció no entender y giró la cabeza mirándome.

—¡Qué te agaches para verte el ojete, mamá!

Parecía imposible que pudiera ruborizarse más, pero así fue. Se agachó hacia delante y me mostró una perfecta panorámica del culo. Claro que faltaba la guinda:

—Ábrete las nalgas con las manos, mamá. ¡Que no se ve nada!

Me hubiera gustado ver la cara que ponía, mientras con sus manitas se abría el culo para mostrar un ojete entre rosado y marroncito, apretado, perfecto para ser desvirgado. Por un momento me habría gustado acercarme a pegar un buen lametón con lengua de vaca, desde el clítoris al ano. Pero no me apetecía levantarme. Ya habría tiempo para eso.

—Muy bien, mamá, perfecto. A don Santiago le va a encantar —no convenía olvidar que lo que estábamos haciendo no era por lujuria, sino por una buena causa, ja, ja…

A continuación, le indiqué que subiera sobre la cama a mi lado. La luz de la habitación seguía encendida. Me planteé apagarla por un momento, para suavizar la humillante lección que iba a recibir mi madre, pero lo descarté enseguida. A fin de cuentas, la idea era que se acostumbrase a esto. Don Santiago no la iba a tratar mucho mejor, seguro. Al tipo no le incomodaba lo más mínimo follarse a sus putillas a plena luz e incluso con testigos. Más de una vez había asistido a reuniones en las que una guarra se la chupaba debajo de la mesa mientras daba instrucciones a sus subordinados. Era un tipo sin el más mínimo escrúpulo, en ninguno de los sentidos.

Allí estaba, recostado en la cama de mis padres, con mi madre acurrucada a mi lado, mirándome sin saber exactamente qué hacer. Esperando instrucciones, como una buena alumna. La situación me encantaba. Cogí su manita y, con delicadeza, la coloqué sobre mi polla, indicándole que empezara a pajearme. Lo hizo con tanto cuidado que tuve que obligarle a que agarrará la polla con fuerza.

—¡Joder, mamá, pon más ganas, que no se va a romper! ¿A papá no le haces pajas o qué? —me apeteció lanzarle esa pulla.

—¡Perdona, hijo… perdona! —me respondió, apretando con más fuerza y cogiendo ritmo.

Notaba sus tetazas apretando mi costado y, pasando la mano por la espalda, llegué con facilidad a su culazo y empecé a acariciarlo mientras veía como ella trataba de no mirarme y se concentraba en su mano y en mi polla. Igual pensaba que me iba a correr ya. Se notaba que no estaba acostumbrada a palpar rabos. Soy bastante más grande que ella y, aunque mi polla no es inmensa, su pequeña manita apenas si abarcaba su grosor.

—Mírame —le dije.

Ella alzó la cabeza, sin dejar de menear la mano. A veces frenaba un poco. Se cansaba de mover la muñeca, pobrecilla. Asustada, giró su cabeza hacia mí. Traté de ser amable y, sonriendo, acerqué mi boca a la suya y le di un casto besito. Ella, correspondió, con suavidad, sin poder evitar sonreír a su vez, ante el gesto cariñoso de mi parte. Claro que, después, mi beso se fue convirtiendo en morreo baboso al que ella, tras resistirse un momento, acabó sucumbiendo. No debía haberse pegado un morreo así desde que era jovencita, porque la pobre parecía que tenía ganas atrasadas. Acabó buscando mi boca y pegando un repaso de lengua a la mía a base de bien. Con la mano con la que le estaba sobando el culo, llegué al ojete (la ventaja de ser bastante más voluminoso que ella), por el que pasé de puntillas hasta acercarme al coño que, cómo esperaba, estaba chorreando. La cabrona se estaba poniendo cachonda. «¡Bien, esto marcha!», pensé.

Cinco minutos después la había puesto a cabalgar en mi rabo. Subía y bajaba sobre la polla, que se ajustaba perfectamente a aquel estrecho coñito bien poco perforado por la micro polla de mi padre. A los pocos minutos, la jamona empezó a apretar instintivamente el clítoris sobre mi pubis. Acababa de aprender a follar. Sus enormes tetas colgaban pendulonas sobre mi cara, proporcionándome un memorable espectáculo.

Mientras cabalgaba, aproveché para meter mi índice el ojete de la guarrilla. Con lo excitada que estaba no opuso resistencia. Entró con bastante esfuerzo y lo tuve allí hasta que la buena mujer se corrió, con mi polla aún dura en su interior. Le dije que descansara un poco.

Se quedó a mi lado adormilada, bastante más relajada, y aparentemente contenta. Bien apretada a mi costado. Yo seguía con la polla bien dura y pringosa, pero quería dejarla descansar antes del segundo asalto. Mientras mamá se recuperaba, olfateé el dedo que había alojado en su culo y, después, lo pasé por su nariz que arrugó instintivamente ante el olor, aunque me obedeció al instante cuando le ordené autoritariamente:

—¡Chúpalo, guarra!

Lo hizo sumisamente, sin abrir los ojos. Sabía perfectamente de dónde procedía el olor, pero pareció que no le importaba. O, por lo menos, lo daba por bueno después de haber disfrutado del primer orgasmo de su vida. Instintivamente, sabía que si quería tener otros, más le valía obedecer mis instrucciones.

Satisfecho, noté como la cerdita me lamía el dedo a base de bien y después pasaba a recorrer con su lengua mi pecho. Poco a poco, fue bajando por la barriga hasta llegar a mi tenso rabo. «¡Vaya, vaya..! Aprendemos deprisa…», pensé, mientras la dejaba actuar.

Tuve que aleccionarla bastante con el tema de las mamadas, porque, aunque puso voluntad desde el principio, le faltaban los conocimientos básicos. Pero su ignorancia me excitaba tanto que me daba igual. Tenía madera de mamadora e iba a aprender enseguida. Lo que no tuviera de técnica lo supliría con entusiasmo, estaba seguro.

Me daba besitos al capullo, me lamía el tronco hasta los huevos y, al final, tras chupar el capullo como un cucurucho que a duras penas podía meter en la boca, empezó a tragarse la polla, arriba y abajo a buen ritmo, trabajándola con la lengua, con una encomiable intuición. Empecé a ayudarla con la mano, moviendo su cabeza y marcándole el ritmo, pero sin forzar demasiado. Tenía algunas arcadas y no quería llevarme una sorpresa.

La situación me excitó tanto que decidí no esperar más y regalar a mamá su primera dosis de leche. No quería que se asustara de modo que le avisé, pero sin concesiones:

—Mamá, me voy a correr. Quiero que te quedes con la leche en la boca. Luego me la enseñas… Y quiero que te la tragues. ¿Lo has entendido?

—¡Mmmmmfff, sssí…! —farfulló con mi polla todavía en la boca.

Tensé mi cuerpo. Sujetaba con fuerza su cabeza con una mano, mientras con la otra en el culo introducía un dedo en el ojete y un par en el chocho. Me corrí con un rugido gutural que asustó a la pobre mujer. Por un momento, al notar como los borbotones de leche salían de mi capullo, trató instintivamente de sacar la polla de la boca, mientras bufaba por la nariz, pero pronto desistió al notar la presión de mi mano sobre ella y se dejó llevar tratando de que no escapara de su boca ni una gota de esperma.

Segundos después aflojé la presión. Ella, obediente, se separó despacio de mi polla tratando de no perder nada del contenido que atesoraba en su boca. Asombrado, contemplé como, obedeciendo mis instrucciones, con los ojos vidriosos por el esfuerzo y el pelo pegado a su frente, perlada de sudor, abría la boca mostrando aquella generosa dosis de lefa que permanecía intacta, esperando la autorización de su macho para ser ingerida.

—¡Joder, buen trabajo, mamá! —la felicité acariciando su mejilla con el dedo recién salido del ojete que, esta vez, al pasar por delante de su nariz no pareció afectarle en absoluto— Te lo puedes tragar, te lo has ganado, guapa.

Lo tragó de golpe, volviendo a abrir la boca para mostrar que así era. Después, con una sonrisa de satisfacción, preguntó:

—¿Te ha gustado hijo? ¿Lo he hecho bien?

—¡Me ha encantado, mamá! Ha sido perfecto. Don Santiago va a flipar, seguro. Falta pulir algún detallito, pero, vamos, para ser la primera vez…

—¡Gracias, hijo…!

Ahora fue ella la que acercó la boca para besarme. Primero un piquito y luego un morreo en toda regla. Todavía se notaba el sabor salado del esperma en su boca, pero no me importó. Se merecía un buen repaso con lengua que le regalé sin tacañería.

—¿Crees que con esto le bastara a don Santiago…? —me preguntó medio asustada minutos después, mientras permanecía a mi lado, acariciando lánguidamente mi polla mientras yo le magreaba las tetas y los pezones.

—¡Buffff…! Casi. Estamos en el buen camino, pero… —acerqué a su boca el dedo que había estado en su culo hacía unos minutos y, mientras la guarrilla lo chupeteaba, añadí— Nos faltaría todavía lo del culo… El tío es un cabroncete y le encanta desvirgar ojetes a las putillas…

Mientras lamía el dedo levantó la vista hacia mí asustada.

—Pero no te preocupes mamá. El ojete te lo voy a reventar yo. ¡Sólo faltaría! Lo único es que, cuando el cabroncete te folle, te tendrás que hacer la estrecha, como si fuera la primera vez, ya sabes…

Me miró y asintió sin decir nada. Seguramente no era consciente de lo que le esperaba. Pero, bueno, dado lo que estaba disfrutando con esa primera lección, con toda seguridad no iba a tener demasiados problemas al afrontar el nuevo reto.

La verdad es que estaba dispuesto a continuar con mi labor pedagógica, pero pensé que era mejor dosificar el adiestramiento. Quería tenerla con ganas, de modo que decidí dar por concluida la sesión aquel día y me fui a duchar a mi habitación, dejando a mamá que adecentase el dormitorio antes de que volviera el pobre cornudo. Al menos no había restos de esperma, la buena mujer se había tragado la lefa como una campeona. Pero el olor a sexo exigía que, por lo menos, cambiara las sábanas y aireara la habitación. En cuanto me levanté, la jamona, como buena ama de casa, se puso a arreglar el dormitorio tal y cómo estaba, en pelota picada y con una sonrisa de satisfacción que no podía evitar. Se nota que había disfrutado de lo lindo. Eso sí, antes de salir de la habitación, como buen profesor, le mandé tareas:

—Una cosita, mamá —dejó lo que estaba haciendo y me miró—. A don Santiago no le gustan los pelillos —le pellizqué el pubis para que entendiera el concepto—. Así que, mañana mismo o en cuanto puedas, te vas a algún salón de estética o alguna peluquería en la que hagan depilaciones íntimas y solucionas el asuntillo, ¿de acuerdo?

Me miró sorprendida, sin saber qué decir. Cuando bajé los dedos y se los metí en el chocho, masajeando el clítoris de paso, reaccionó:

—Claro, hijo… por… por supuesto.

Saqué mi mano del coño y le di un besito en los labios pellizcando sus pezones. ¡Joder, me estaba poniendo cachondo otra vez! Pero me contuve.

—¡Hala, hala, hasta luego…! —dije saliendo de la habitación antes de volver a empalmarme—. Mañana seguimos con la segunda lección. Hay que ir espabilando que el cabrón de don Santiago no es un tipo al que hacer esperar…

En ese instante, mamá, tal vez consciente de la situación, volvió a sonrojarse. Quizá se dio cuenta de en qué se estaba convirtiendo o en qué se iba a convertir. La duda fue minúscula, al bajar la mirada y ver como se había puesto mi polla, tan sólo después de notar la humedad de su coño, otra vez dispuesto a ser follado, se le quitaron las tontería y volvió a pensar en modo «soy puta y mi coño lo disfruta»… Aunque no lo sabía, todavía no era capaz de verbalizar ese tipo de cerdadas. Todo llegaría.

Más tarde, don Santiago me llamó para comentarme que estaban afilando la cuchilla con la que tenían que cortarme los huevos y, de paso, interesarse por mis progresos con mi madre. «Tengo enfilada a Rosita desde que era joven y no la voy a dejar escapar, así que espero que tengas buenas noticias si quieres conservar tus cojones», me dijo.

—La cosa va bien don Santiago —fue mi respuesta—. Estamos trabajando en ello y creo que se la podre ofrecer, pero todavía tengo que trabajármela un poco más.

—¡Pues ya te puedes ir espabilando que el tiempo corre, capullo! —fue su desabrida respuesta.

—Sí, don Santiago, descuide.

Al día siguiente, cuando mi padre salió de casa, feliz, contento e ignorante de la cornamenta que empezaba a adornar su cuero cabelludo, no tuve que hacer el menor esfuerzo por ir a buscar a mi madre a la cocina, fue ella la que se acercó al sofá, dónde estaba medio adormilado viendo la tele después de comer. Allí, arrodillada entre mis piernas, procedió a poner firme a mi soldadito.

Sabía que tenía madera de guarra después de haber visto su demostración entusiasta el día anterior, pero me sorprendió que fuera tan ansiosa. Claro que, por otra parte, no iba a quejarme de ello, así que dejé que me chupase la polla y fuera practicando, cada vez con más pericia, intentando incluso un par de veces hacer una garganta profunda. Luego me contó que estuvo mirando videos por internet para aprender un poco. No sabía que hubiera tutoriales de mamadas, pero bueno, tampoco es tan raro. Hay tutoriales de cualquier cosa.

Lo mejor del asunto fue que la muy puerca me dejó a punto de caramelo. Detuvo la mamada cuando notaba que el rabo se tensaba, justo antes de empezar a soltar perdigones de leche y levantando la mirada, con carita de niña inocente, me dijo:

—Tengo una sorpresa para ti… y para don Santiago, claro.

Se quitó la batita que llevaba y allí, en pelotas, me mostró un coño perfectamente depilado y ya húmedo.

—¡Joder…! —exclamé boquiabierto—. No perdemos el tiempo, eh…

Ella lanzó una risita breve y se giró abriendo las nalgas con las manitas para mostrarme una perfecta panorámica de su ano, con un colorcillo más rosado que el día anterior y perfectamente engrasado. No sólo se había depilado perfectamente sino que había lubricado su agujerito y, según me dijo, había pasado gran parte de la mañana, abriéndose el ojete con un par de plátanos. Supongo que por eso no había tenido tiempo de hacer la comida y habíamos tenido que zampar una pizza congelada horrorosa. Todas mis quejas anteriores por la comida las di por amortizadas al ver aquel agujerito que estaba pidiendo una polla a gritos.

Fue ella misma la que, lentamente, acercó su ojete a mi capullo y, con mi desinteresada colaboración, procedió, despacito, como dice la canción, a engullir la tranca hasta los huevos. Un tenso y eterno minuto en el que, por desgracia, al tenerla de espaldas, sólo pude ver sus muecas de dolor y sus lagrimitas a través del reflejo en el ventanal entornado de la terraza que teníamos enfrente. Al fin, al notar mis huevos rebotando en su vulva, suspiró aliviada y empezó un movimiento de vaivén, entrando y sacando la polla de su culo, que combinó con una pajita con sus manos libres. Yo, alucinando, la dejé hacer disfrutando del calorcito de su culo, tratando de aguantar la corrida el mayor tiempo posible. Y eso que estaba a punto y la motivación era extraordinaria. Más aun oyendo aquellos jadeos profundos, como un sordo ronquido, se salían de su garganta. La muy cabrona estaba disfrutando de su primera penetración anal a base de bien. ¡Vaya sorpresa! Desde luego, con don Santiago tendría que ser más comedida, si no el viejo se iba a creer que (como así era) aquel culo ha había tenido visitas y no estaba perforando a una virginal y mojigata ama de casa madura.

Dada la situación, no pude aguantar más tiempo y empecé a convulsionar, algo que la muy cerda notó. Pero no soltó su presa, dejando la polla en el culo, hasta culmnar su orgasmo. Después, muy modosita, procedió a hacerme una espectacular limpieza de bajos que me dejó exhausto.

—¡Hala, te dejo! Descansa, me voy a fregar los platos —se agachó para coger el vestido y pude ver una perfecta panorámica de su culo recién petado, algo enrojecido y con unas gotitas de esperma color crema saliendo del ojete. Después me quedé frito. ¡Vaya polvo!

Como puede imaginarse, los días siguientes transcurrieron con la misma dinámica: mi madre, ávida de aprender y quedar en buen lugar ante don Santiago (para salvarme los huevos, se supone) y yo, con los cojones secos, alucinando con una alumna tan aplicada.

En cuanto el infeliz de papá, salía por la puerta, tenía a la guarra amorrada a mi polla. La mujer le había tomado gusto al asunto y andaba recuperando el tiempo perdido. Y yo, claro, estaba encantado con ello. Pero, como es de rigor, las deudas hay que pagarlas y al cabroncete de don Santiago se le había acabado la paciencia y me citó, sin falta para un lunes por la tarde. Por suerte, al ser un día laborable, el viejo trabajaba y no hubo que inventar ninguna excusa peregrina para justificar la ausencia de su esposa.

Los dos gorilas de don Santiago se encargaron de llevarnos al chalet que utilizaba como centro de operaciones y despacho. Un lugar que conocía bastante bien y que disponía de un par de habitaciones con jacuzzi que el viejo y sus hombres de confianza utilizaban como follódromos para cepillarse a las putillas que acudían para aliviar el estrés de aquellos «hombres de negocios». Así les gustaba denominarse a ellos mismos, como «hombres de negocios», aunque no eran más que una panda de mafiosos cutres de medio pelo que se parecían más a los Soprano que a los Corleone.

Nada más llegar, nos recibió Amanda, la cuarentona secretaria y telefonista de don Santiago. Era una antigua puta con ínfulas que, al parecer, había sido contable en la empresa de su marido y acabó en las garras de don Santiago en pago a una deuda que el esposo no pudo satisfacer. Así que la pobre mujer tuvo que dedicarse a hacer mamadas hasta que la deuda quedó saldada. La cosa es que el tema le gustó y, como ganó algo de pasta y don Santiago la trataba con un cierto respeto y cariño, la contrató para llevar las cuentas y los libros en B de sus negocios y allí estaba, perfectamente maquillada y vestida como un putón, atendiendo la recepción del chalet.

A pesar de que su tarea principal era la contabilidad de vez en cuanto todavía le tocaba hacer algún servicio a la antigua usanza, alguna mamada para cerrar un negocio o pequeños compromisos del jefe. Siempre en la oficina. Follar, lo que se dice follar, sólo lo hacía don Santiago, algo que Amanda agradecía bastante.

Ya se había llevado bastantes disgustos en los viejos tiempos atendiendo clientes a domicilio a cargo de don Santiago, como el día en el que, contratada para una fiesta de fin de curso de universitarios, se encontró entre los participantes a su hijo que ignoraba totalmente esa faceta de su madre. Claro que, viendo su tipazo, no se cortó un pelo a la hora de follársela. Y más, sabiendo que ninguno de sus compañeros conocía el parentesco. Amanda, aguantó estoicamente las emboladas que el cabrón de su hijo le atizó a base de bien e incluso se tuvo que aguantar cuando, tras quitarse el condón se corrió en su cara en plan bukake. Peor fue cuando los compañeros de promoción se dedicaron a imitarlo y acabó saliendo de aquel sórdido piso, con la cara y el pelo pringosos de leche juvenil. Ni que decir tiene que nunca más volvió a hablar con su hijo y que encargó a don Santiago que le diera un buen escarmiento, por hijo de puta, nunca mejor dicho. Creo que me estoy yendo por las ramas, pero solo trataba de dar cuenta del ambiente en el que se movían los negocios de don Santiago, centrados sobre todo en el tráfico de droga blanda, las apuestas clandestinas y el proxenetismo, que, de un tiempo a esta parte, se había convertido en la parte del león de sus ingresos. Quizá por eso no paraba de probar chicas para sus clubs. Aunque, en principio, no era para eso para lo que había llamado a mi madre. Era una cuestión de consumo propio.

Como decía, nada más llegar, Amanda nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja. A mí ya me conocía y me saludó afectuosamente con un besito en los labios que provocó una punzadita de celos en la guarrilla de mamá, como luego me comentaría. A ella le dio un par de besos en las mejillas y la estudió atentamente. Siguiendo mis sugerencias, se había vestido de putón para la ocasión, pero, al parecer, don Santiago tenía otros planes y Amanda sacó una bolsa con ropa que le entregó a mi madre para vestirse con ella antes de entrar al despacho del jefe que ya la estaba esperando. A mí me hizo pasar directamente.

—¡Hola, Martín! ¿Cómo estás? —me saludó. Lo noté cómo eufórico, aunque algo desaliñado. No lo sabía aún, pero acababa de cepillarse a una búlgara que tenía previsto contratar. Era un tipo de la vieja escuela, de los que gustan de catar la mercancía antes de ponerla a la venta.

—Muy bien, don Santiago.

—Estupendo, me alegro mucho. En fin, parece que al final vas a salvar los huevos, ¿eh?

No me gustó la alusión testicular, pero decidí sonreír y no contrariarle. A fin de cuentas, estaba jugando en campo contrario.

—Sí, don Santiago, me ha costado mucho pero al final he conseguido convencer a mi madre.

—¡Ay, Rosita…! ¡Cuánto tiempo…! Vaya madre tienes, chaval… Con que esté la mitad de buena que cuando joven, va a valer la pena tu traición.

Me quedé callado mientras el, animado y contento, me sirvió una copa y me indicó que me sentase enfrente.

—Te puedes quedar a verlo. No me molesta el público. De hecho, quiero que lo veas y a tú madre seguro que no le importa. Y si es así me la suda, forma parte del pago, ja, ja, ja…

Fue entonces cuando se sentó en un cómodo sillón. Se bajó los pantalones y el calzoncillo hasta los tobillos y siguió conversando amigablemente conmigo de temas banales. De lo pelma que era su mujer con las reformas del piso, de sus hijas y las notas tan buenas que estaban sacando en la carrera y demás gilipolleces que me importaban una mierda. Era algo esperpéntico: ver aquel viejo cabrón gordo, medio en pelotas, envuelto en las volutas del humo de su apestoso puro y que hablaba de chorradas sin parar, mientras el hielo de su whisky tintineaba en el vaso

Continua


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heranlu

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Mama Paga mis Obligaciones – Capítulos 02

En ese momento apareció la jaca. Estaba sencillamente morbosa y espectacular. El muy cabrón la había hecho vestirse en plan colegiala, con una faldita cortísima plisada de cuadros escoceses que, a poco que se agachase dejaba ver su enorme culazo con el tanguita metido hasta el fondo, una blusita blanca a punto de reventar por la presión de sus tetas que, atrapadas en un sujetador negro de encaje perfectamente visible mostraban los pezones empitonados. Unos zapatos de tacón bajo con borlas y unos calcetines blancos largos que subían por su pantorrilla completaban el atuendo. El pelo lo llevaba sujeto por una coleta con un lacito del mismo color que la falda. Se había lavado la cara, por lo que el maquillaje de guarra que se había puesto había desaparecido. Estaba muy guapa. Muy ridícula, pero muy guapa y ciertamente daba un morbazo impresionante. Una cincuentona vestida así y sabiendo a lo que iba, tuvo un efecto inmediato en la tranca del viejo que empezó a desperezarse.

Mamá permaneció inmóvil, muerta de miedo y vergüenza, a la entrada del despacho. Tenía la cabeza agachada y quizá no esperaba verme allí, contemplando la grotesca escena, con aquel viejo barrigón con la polla, una polla muy gruesa y vigorosa para su edad (el tío era un consumidor compulsivo de Viagra y estaba eternamente a punto para follar) que permanecía semi erecta esperando ser ordeñada.

—¡Hooooola, Rosita! —el acento jovial del viejo no podía ser más desconcertante— ¡Cuánto me alegro de verte! Estás casi igual que la última vez que te vi… Un poquito más jamona, pero esos kilitos no te sientan nada mal. Están dónde tienen que estar. De verdad…

—Gra… gracias don Santiago —respondió tímidamente mi madre que seguía con la cabeza gacha.

—¡Gracias las que tú tienes, bonita! —¡Joder, qué rancio era, el puto viejo! ¡Parecía el Fary en estado puro!— Espero que no te moleste que me haya tomado la libertad de dejarte este conjunto para que te lo pusieras. Es un poco pequeño. Era de mi hija de cuando estudiaba en el Instituto del Sagrado Corazón, pero es que me recordaba tanto a cuando eras jovencita y te veía llegar del colegio. Cuando tu padre trabajaba con nosotros… ¡Ah, qué tiempos aquellos!

—No, no me importa don Santiago...

—En el fondo tuviste suerte de que tu padre fuese tan honesto y honrado. Fue uno de mis más fieles empleados. Cumplidor como pocos. Por eso no te eché el guante. ¡Eso que me ponías el rabo como una piedra! Es aquella época ya estabas como un queso… No tenías las tetas tan grandes, pero casi… Claro que no le iba a hacer una putada así al pobre hombre. El caso es que, todo lo bueno que tenía tu padre, lo tiene el tonto de tu hijo de malo, ¿verdad, Martín?

—Sí, don Santiago y reitero mis disculpas —contesté a la alusión sin rechistar demasiado. Era bien consciente de que siempre hay que evitar contrariar a los jefes. Sobre todo a éste jefe.

—De disculpas nada. Contrajiste una deuda y ahora tu madre, que es una mujer muy generosa, la va a pagar por ti, ¿no es así, Rosita?

Mi madre levantó la vista y observó como el viejo, con la polla ya bastante dura, se la estaba empezando a acariciar.

—Sí, don Santiago —a lo que añadió, deseosa por acabar con el paripé—: Usted dirá, don Santiago.

—Pues nada, bonita. Me ha dicho tu hijo que no tenías mucha experiencia, así que hoy me limitaré a ser amable contigo… A no ser que me anime, claro. No sé si has chupado alguna polla, pero hoy vas a aprender, ¿de acuerdo?

Le hablaba como si fuera una jovencita estúpida, con la clara intención de humillarla e irritarla, pero mi madre venía con la lección bien aprendida de casa y además, sorprendentemente, a pesar de lo violento de la situación, se estaba empezando a excitar. Vio mi cara y como el bulto bajo mis pantalones empezaba a crecer y, sobre todo, observó la tranca, gruesa y grande, más que la mía, de don Santiago que se levantaba debajo de su barrigón sudado, rodeada de una marañade pelo entrecano, y el coño le empezó a babear. No podía evitarlo, puro instinto.

Sin que don Santiago añadiese nada más, se acercó despacio al sofá. Se arrodilló entre sus piernas tras colocar un cojín de terciopelo en el suelo. Después agarró la polla gruesa y venosa de don Santiago y se acercó a ella. Por un instante arrugó la nariz y se detuvo. Un inconfundible olor a culo había llegado a su pituitaria frenando su impulso, cosa que no pasó desapercibida a don Santiago. Éste, tras lanzar una risotada, dijo:

—¡Tranquila, Rosita, que no te va a morder, coño! Es que me acabo de follar a una búlgara por el culo y, como sabía que venías luego, he querido ver qué te parecía el olorcillo de un culo del Este… ¿Quieres que me limpie la polla? ¿No serás tan finolis, no? —acercó la mano al paquete de kleenex que reposaba en la mesita.

—No, don Santiago, no me importa —respondió mi madre, sacando la lengua y empezando a lamer la pringosa y húmeda polla del viejo, todavía impregnada de los efluvios del culo de la putilla anterior.

—¡Muy bien, respuesta acertada! Veo que Martín te ha enseñado bien…

No pude evitar esbozar una sonrisa satisfecha y acariciarme la polla sobre el pantalón al ver como mi madre, como una campeona, empezaba a lamer la tranca del viejo y, acto seguido, a chuparla forzando la mandíbula. Tratando de abarcar el máximo de rabo, para satisfacción del viejo que seguía, con su puro y su whisky, hablando distendidamente conmigo mientras mi madre trataba, con todas sus ganas de que se corriera el cabrón del viejo. Pero iba a ser duro de pelar. Estaba claro.

A Rosa le costó acostumbrarse al grosor, pero, poco a poco, forzando la mandíbula, fue cogiendo ritmo y notó como el rabo se iba endureciendo un poco más. Parecía el preludio de una corrida inminente y Rosa cometió el error de acariciar los gordos y peludos cojones del viejo. Aquella tranca tan voluminosa y repugnante no le estaba gustando nada y tenía ganas de acabar cuanto antes con aquella pesadilla. Desde mi posición me daba cuenta perfectamente de lo que estaba padeciendo mi pobre madre, incómodamente arrodillada con aquel ridículo y sexi disfraz de colegiala.

Don Santiago seguía contándome batallitas, apurando el whisky y fumando el habano, mientras yo, incapaz de concentrarme, observaba cómo mi madre sufría con aquella barra de carne incrustada en la boca, resoplando, a duras penas, por las dilatadas aletas de la nariz.

Cuando escuché los gruñidos del viejo y noté como se tensaba en el asiento, presentí que mamá había dado con la tecla, que estaba a punto de conseguir que el cabrón soltase su cargamento de lefa. La pesadilla parecía a punto de terminar.

Pero don Santiago no iba a ser tan fácil de pelar, no. En cuanto notó que estaba a punto de correrse, detuvo de cuajo la mamada. Levantó de golpe la cabeza de mi madre de un fuerte tirón de pelos y, sonriendo, miró su cara jadeante, que aspiraba al fin el aire suficiente por la boca. Mamá, que ya veía el fin de su suplicio, lo miró ansiosa, con la boca bien abierta y la polla, reluciente de babas, justo frente a su cara. Lo primero que pensó es que el viejo se iba a pajear para soltar la corrida en su carita. Pero no, el tipo era algo más retorcido.

—¡Joder, cabrona, aprendes rápido! Me tienes a punto, hija de puta —sonreía mientras pronunciaba las palabras. Mi madre le miraba deseando terminar con el asunto, sin saber que decir.

—No lo haces mal Rosita, nada mal, para ser una principiante —añadió el viejo.

—Gra… gracias, don Santiago —musitó mamá, que acababa de soltar los cojones del viejo y esperaba la corrida inminente con la boca bien abierta, los labios hinchados, la lengua medio sacada y la frente sudorosa.

—De nada, guapa —le dio un cariñoso pellizco en la mejilla antes de proseguir —. Anda bonita, que no quiero acabar tan pronto. Ya que estás ahí, quítame los zapatos y los pantalones, que se me ha ocurrido una cosa.

Mi madre no pudo evitar que un gesto de decepción ensombreciera su rostro. Algo que no pasó desapercibido a don Santiago.

—No te preocupes, Rosita, que con lo puta que eres seguro que te gusta.

Contemplé la escena atónito. Saboreando el whisky y fumando el puro que me había ofrecido don Santiago sin poder evitar que se me marcase la erección en el pantalón. No podía evitarlo, el sometimiento de la jamona de mamá, por aquel viejo retorcido me estaba poniendo como una moto, aunque traté de poner cara de póker y seguí haciendo comentarios absurdos y tontorrones que nada tenían que ver con lo que estaba sucediendo en aquel despacho.

Mi madre le quitó los zapatos y los calcetines del viejo. Un leve olorcillo a pie sudado le hizo arrugar de nuevo la nariz, pero esta vez trató de que no se notase su asco y el viejo, que hablaba tranquilamente conmigo, no apreció el gesto.

Cuando hubo terminado mamá se quedó a la expectativa un par de segundos. Don Santiago la miró y, sonriendo cínicamente, le dijo:

—¡Venga guapa, ahora toca la merienda!

Con bastante esfuerzo debido a su volumen se recostó en el sillón. Por fortuna era uno de esos sillones de relax, con un mando que regulaba la inclinación. Se colocó con las piernas bien abiertas en el reposabrazos y el culo levantado, giró la cara hacía mí, me hizo un guiño y después cerró los ojos y añadió:

—¡Hala, todo tuyo guapa!

Mi madre, observó asustada el hediondo y peludo ojete del viejo que, arrugado, se encontraba a escasos centímetros de su cara, con los cojones colgando sobre él. Desesperada me miró sin saber exactamente qué hacer. Aunque estaba clarísimo. Atendí a su suplicante mirada con la única palabra que podía decir, dadas las circunstancias. Sin sonido, para que el viejo no se enterase, vocalicé: «¡Hazlo!». Mamá, medio llorosa miró otra vez el ojete del viejo, y volvió a suplicarme una idea.

—¡Espabila, Rosita, que no tenemos todo el día! —don Santiago esta vez fue más categórico.

Mamá se aproximó despacio y acarició los peludos cojones del viejo. Después, acercó la boca y empezó a lamerlos primero y a chuparlos después. El viejo, gruñendo de satisfacción, la dejó actuar, hasta que, viendo que no bajaba hacia el ojete, la agarró con fuerza del pelo y la empujó hacia abajo.

Esta vez, mamá tuvo que contener las arcadas y el asco y empezó a lamer el ano del viejo. Empezó despacito, besando los alrededores, después con la lengua, casi sin saliva llegó con pequeños lametones al agujerito. El viejo gruñía de placer. Se había recostado a base de bien y había cerrado el pico. Estaba gozando y no tenía ganas de distracciones. Desde mi sillón no podía apreciar bien la actividad materna, me conformé con ver su cara incrustada entre las nalgas de aquel cerdo y los movimientos de su cabeza, cada vez más rítmicos, con aquel culito, apenas tapado por la faldita escolar, subiendo y bajando con la tira del tanga incrustada en su sonrosado y atractivo ojete. El pandero sí que lo tenía en primer plano. Una visión apoteósica, doy fe.

Finalmente, mamá venció la repulsión y parece que, en cierto sentido, le tomó gusto al tema. Lamía y chupaba, daba pequeños besitos y trataba de introducir la lengua rígida en el culo del viejo que estaba disfrutando como un cabrón. Más aún, cuando mi madre, de nuevo dispuesta a que el viejo se corriera, subió la manita hacia arriba y agarró el pollón de don Santiago, que no había perdido un ápice de rigidez y empezó a manipularlo. Con esfuerzo por culpa de la incómoda postura, empezó a pajear al viejo y éste, muy satisfecho con el estupendo trabajo de mi madre exclamó contento:

—¡Muy bien, Rosita, sí señor! ¡Así lo hacen las buenas putas! Tú madre tiene madera, chaval. Vaya fenómeno que tenéis en casa. Tú padre puede estar bien orgulloso. Supongo que habrá disfrutado a base de bien todos estos años, el muy cabrón —«anda que si tú supieras», pensé.— Ahora le toca llevar los cuernos con dignidad. Supongo que le has dicho que has traído aquí a tu madre, ¿no?

Sorprendido por la pregunta, sopesé las opciones antes de dar respuesta.

—Sí, sí, claro —mentí.

—Perfecto, así la humillación será completa. Luego te puedes llevar un vídeo de la fiesta —señaló una de las cuatro cámaras que filmaban todo lo que ocurría en aquel despacho—. Para que disfrute el pobre cornudo.

—Gracias, don Santiago —por supuesto lo último que haría sería ponerle la filmación a mi pobre padre. Le iba a dar un infarto.

A todo esto, mi madre había superado su pequeña crisis y ya lamía el ojete como un gatito lame el cuenco de la leche, al tiempo que pajeaba la polla de don Santiago con fuerza. De nuevo parecía que el orgasmo estaba a punto de llegar y de nuevo don Santiago detuvo la sesión cogiendo de los pelos a mamá.

—¡Para, para ya, guarra! ¡Que me vas a gastar el culo!

Mamá le miró jadeando a cuatro patas, como una perrita ansiosa de órdenes de su amo. Don Santiago colocó bien el sillón y se agachó mirando su carita. Le acarició las mejillas para animarla y le dijo:

—¡Aaaaay, Rosita! ¿Has visto las cosas que tenemos que hacer por los hijos? ¿Quién te lo iba a decir a ti? Que un día ibas a acabar comiéndole el culo al jefe de tu padre por culpa de la mala cabeza de tu hijito querido… —menudo cínico estaba hecho— En fin, ¡qué le vamos a hacer!

Le dio un par de simpáticos cachetes en la cara, la acarició como a un cachorrillo y añadió:

—Anda, guapa, ahora ponte a cuatro patas mirando al tonto de tu hijo. Que te voy a estrenar la puerta trasera.

Mamá, bien consciente del descomunal grosor de la polla del viejo, se dio cuenta de que la cosa iba a ser dura. Ya no era virgen por la retaguardia, pero, a efectos prácticos, con una tranca tan gruesa, como si lo fuese.

Así que me iba a tocar contemplar en primer plano, la cara de mi madre mientras don Santiago le petaba el ojete. No negaré que la cosa me ponía como una moto, aunque me tocaba disimular. Se supone que don Santiago me estaba castigando. Claro que, al ver la sonrisa de mi madre cuando tuve su cara de frente, me di cuenta de que me iba a costar un huevo contenerme. No sé si sería capaz de no incrustarle la polla en la boca a la putilla. Parecía que me lo estaba pidiendo.

Don Santiago, trabajosamente, se colocó de pie tras mi madre y, tras escupir un par de veces en su culo, le metió un dedo para allanar el camino. Mi madre apretó lo que pudo y gimoteó un poco, disimulando para dar la sensación de que no había tenido visitas por la puerta trasera. Yo, que veía su cara, me partía de risa por dentro. El viejo, se apiadó y cogió un tubito de lubricante que tenía un cajoncito de la mesa. Seguramente se había visto en esta tesitura de petar culos en su despacho más de una vez. Embadurnó bien el ojete de mi madre y su polla y comenzó, esforzadamente el intento de perforar el túnel materno.

Esta vez sí que innegablemente mamá sufrió bastante. Se nota que era un tamaño al que en absoluto estaba acostumbrada. Me miraba suplicante y se le iban escapando lagrimones por el dolor y el esfuerzo. Su rostro lloroso contrastaba con la sonrisa prepotente que exhibía don Santiago, que estaba en su salsa. Le costó bastante meterla entera. Pero, tras varios minutos de esfuerzo y vaivenes, llegó a rebotar con sus cojones en el chocho de mamá. Tras bufidos y resoplidos, prueba superada.

Ella, estoicamente, aguantó el embate y me miró suplicante. No podía aconsejarle que se pajease para aliviar la incursión de la tranca del viejo. No creo que le hubiera hecho gracia don Santiago. Gruesos lagrimones corrían por su cara y daba grititos cada vez que el viejo pegaba una embolada. El muy cabrón la follaba despacio, recreándose en las penetraciones y mirando como su polla entraba hasta el fondo y salía luego hasta dejar tan solo el capullo dentro. De vez en cuando escupía tratando de proporcionar más lubricante a la penetración.

Entonces, don Santiago me sorprendió con un nuevo giro de guion. Supongo que su intención era reforzar el castigo, aunque, sin él saberlo, su tiro salía directamente por la culata.

—Bueno, Rosita, ahora, para cerrar el asunto, quiero que le chupes la tranca al gilipollas de tu hijo.

Mi madre, tan sorprendida como yo, giró la cabeza para ver si don Santiago hablaba en serio. Éste, al contemplar su rostro lloroso por el esfuerzo de la penetración anal, malinterpretó el gesto y se ratificó en su petición. Creyó, el muy capullo, que estaba asustada ante la degradante propuesta a una madre de que chupara la polla a su hijo. Desde luego, no se podía andar más despistado. Claro que yo, que no quería perderme la mamada por nada del mundo, puse también cara de asombro y un gesto serio de contrariedad. Apreté mi polla para disimular la erección que ya tenía y, obediente, me bajé los pantalones y acerqué el sillón a la cara de mi madre, que me miró ansiosa y babeante esperando que aquella polla, más familiar y amable que la de don Santiago, entrase en su boca.

El resto no es difícil de imaginar. Violentos empellones del viejo cabrón y mi madre tratando de acompasar los impulsos de aquel crápula al recorrido de su boca por mi polla. Cerré los ojos. Apreté los dientes con un gesto de rabia mientras disfrutaba de la mamada materna. Trataba de dar a don Santiago la impresión de que, en realidad, estaba padeciendo ante aquel sometimiento. Parece que el viejo picó el anzuelo y, con una sonrisita prepotente, no tardó ni dos minutillos en soltar una buena dosis de lefa en el culo materno. Momento que aproveché para correrme. Mamá, tragó mi corrida deleitándose aunque, después, al girarse hacia el viejo, que con la polla todavía pringosa se había sentado de nuevo en el sillón, mantuvo el gesto lloroso y la pinta de sufrimiento que nos interesaba mostrarle.

Don Santiago, encantado con su poder hizo el gesto a mi madre, fácil de entender, de que le limpiase el rabo con la boca, al tiempo que la consolaba a su manera:

—Ves como no ha sido para tanto, Rosita! Así, así, muy bien, lame bien y limpia bien el rabo… Y no te quejes, ni pongas caras raras, que esta vez es el sabor de tu culo, eh. Vaya hijo más cabrón que tienes. ¿Has visto? No le ha importado correrse en la boca de su madre. ¡Qué desconsiderado!

Mamá seguía gimoteando. Desde donde estaba pude ver la dilatación que don Santiago había dejado en su ojete. ¡Menudo cabrón! Menos mal que aquel boquete iba a ser flor de un día, porque si no, me la habría dejado inservible.

Don Santiago, tan perspicaz como de costumbre, o sea, bien poco, malinterpretó los lagrimones de mamá. Anda que no andaba despistado, ni nada. En realidad, mamá gimoteaba, aparte de por el esfuerzo de dilatación del culo, sobre todo porque no había podido hacerse ni una mísera paja mientras se la follaba el viejo. Eso habría sido el perfecto final feliz. Claro que, tal y cómo la había aleccionado servidor durante los últimos días, se trataba, obviamente, de hacerle creer a don Santiago que estaba sufriendo. Ella y yo también, claro. Y parece que la cosa coló.

Algo más tarde, con mamá vestida con la ropa que llevaba al llegar al chalet, nos despedimos de don Santiago. Mamá siguió con el rol de sumisa avergonzada.

—Tranquila, Rosita, que nada de esto saldrá de aquí. Creo que tú hijo ha aprendido la lección. Y la próxima vez que intente jugármela no me conformaré con un polvo contigo. Además le cortaré las pelotas —después, soltó una risotada que ninguno de nosotros secundó.

—Gracias, don Santiago, seguro que Martín no volverá a hacerle enfadar —respondió mi madre con la mirada baja.

—¿Y tú qué? ¿No dices nada? —gritó don Santiago después de dar una calada al puro. Estaba detrás de mi madre, pasando la mano por el culo, bajo el vestidito, como si fuera una de las putas de su propiedad. Ella seguía con la cabeza gacha, aguantando el chaparrón.

—Don Santiago, a partir de hoy podrá confiar ciegamente en mí —mi afirmación fue tan rotunda que el viejo lanzó un rugido de satisfacción.

—¡Estupendo, familia, podéis ir con Dios! —empezamos a caminar cabizbajos hacia la puerta, cuando don Santiago añadió—: ¡Ah, una cosa más, que ya me olvidaba! Darle recuerdos al cornu… a tu padre, que hace un montón que no lo veo.

—Claro, descuide don Santiago —respondió mi madre con una tibia sonrisa.

—¿Sigue trabajando de metalista, arreglando ventanas y eso?

—Sí, don Santiago —confirmó mi madre.

—Mira, pues igual le llamo un día para algún trabajillo que tenemos con una cristalera de uno de los locales. Así lo veo, a ver si me hace buen precio.

—Claro, don Santiago, siendo para usted…

—No esperaba menos de vosotros. Y si por lo que sea no estoy satisfecho, siempre podré negociar contigo y seguro que llegamos a un acuerdo, ¿no, Rosita?

—¡Buf, cómo es usted, don Santiago! —añadió mi madre con una risita incómoda, tratando de zanjar la conversación.

—¡Ja, ja, ja…! ¡Era broma, Rosita! Bastante tiene el pobre hombre con soportar la cornamenta… Ja, ja, ja… Anda, anda, largaos de aquí, que todavia tengo que recibir un par de visitas más.

—Adios, don Santiago —respondimos al unísono, encantados de salir de aquel despacho.

En la entrada, Amanda esperaba para acompañarnos a la salida, con una mirada entre burlona y compasiva. Debía estar acostumbrada a ver cuadros similares.

Ya en el coche, camino de casa, mi madre me dijo:

—No te lo vas a creer hijo, pero la verdad es que he disfrutado bastante —contra lo que pudiera parecer, no me sorprendió mucho su afirmación. La guarrilla tenía madera, me di cuenta desde el primer momento, pero tampoco pensaba que fuera tan entusiasta. Incluso menos cuando afirmó—: Oye, ya se está haciendo de noche, conoces algún descampado oscuro donde se pueda echar un polvo en condiciones.

La miré asombrado. Ella, riéndose de mi mirada, completó la información.

—¡Je, je, je! Hombre, hijo, ¿qué te esperabas? Tú al menos te has corrido una vez, como el guarro de don Santiago, pero lo que es yo, que tenía que hacer de mártir, me he quedado a dos velas. Creo que me merezco un orgasmo, ¿no? Además, el cornudo de tu padre no va a llegar hasta las once. Tenemos tiempo de sobra.

No pude evitar ponerme cachondo ante su actitud desinhibida y, al llegar a la primera rotonda, tomé la salida hasta un pinar que conocía que era perfecto para pegarle un buen meneo a la guarrilla. Se lo había ganado.



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