Historias el macho
Pajillero
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El aire en el pequeño y sórdido cuarto de hotel era denso, cargado con el olor a alcohol barato, sudor masculino y la anticipación de una noche que prometía ser "inolvidable". Lupita, con sus ojos color miel y esa sonrisa que David juraba lo había cautivado desde el primer día, se ajustaba el diminuto vestido de látex negro. Su corazón, sin embargo, era un tambor desbocado en su pecho, no por el nerviosismo habitual de un trabajo nuevo, sino por una verdad helada que acababa de golpearla.
"No te preocupes, Lupita, tú solo haz tu magia", le había dicho su amiga, quien le consiguió el "trabajo" para aquella despedida de soltero. Lupita necesitaba el dinero, y lo necesitaba ya. El vestido de novia que había soñado era una fantasía fuera de su alcance, y esta era la única forma rápida de conseguirlo. Una puta, sí, por una noche, pero por amor. Esa era la mentira que se repetía para no vomitar.
Cuando la puerta se abrió y ella entró, las risas de los hombres se ahogaron en un silencio espeso. Sus ojos recorrieron las caras borrosas por el alcohol y el humo hasta que se posaron en la de él. David. Su David. Su prometido, el hombre con el que se casaría en un mes, estaba sentado a la cabecera de la mesa, con una estúpida corona de cotillón ladeada y una botella de tequila medio vacía frente a él. La mandíbula de David cayó. El color se le fue de la cara, reemplazado por un blanco ceniciento.
Pero Lupita era una profesional. O al menos, esa noche lo sería. Una máscara de fría indiferencia cubría su rostro. "Buenas noches, caballeros", dijo con una voz seductora que no sintió, "la fiesta acaba de empezar". Sus ojos se fijaron en los de David, una súplica silenciosa, una pregunta muda que él no supo responder, paralizado por la incredulidad y un horror visceral.
"¡Joder, sí! ¡Qué puta belleza nos has traído, Javier!", gritó uno de los amigos, rompiendo el tenso silencio. "¡A esto llamo yo una despedida de soltero como Dios manda!"
Los amigos de David, entre risas y alaridos, comenzaron a manosearla. Manos toscas y sudorosas exploran su cintura, sus muslos, sus nalgas. Lupita se dejó hacer, su mente flotando sobre su cuerpo, un autómata ejecutando movimientos aprendiendo. "Es por el vestido", se repetía, "por nosotros". Cada caricia que sentía era una puñalada para David, quien la observaba con el alma desgarrada.
"Vamos, preciosa, enséñanos lo que sabes hacer", dijo otro, empujándola suavemente hacia el centro de la habitación.
Lupita se arrodilló, su mirada fugazmente se topó con la de David, quien ahora se servía otro trago, la botella al cuello. Abró la boca, su lengua lamiendo la punta del primer pene que se le presentó, una verga gruesa y semi-erecta. Los gemidos y las exclamaciones de los hombres la envolvieron.
David sintió que el mundo se le caía encima. Su dulce Lupita, arrodillada, con la boca en la verga de su mejor amigo. Un nudo de náusea y rabia le subió por la garganta. La vista de sus amigos riendo, golpeándose la espalda, esperando su turno, era insoportable. Él siguió bebiendo.
"¡Así me gusta, zorra! ¡Chúpale bien la polla a tu novio! ¡Ah, no, que este no es tu novio!", espetó otro, y las risas se estallaron. "¡Vamos, Lupita, demuéstrale a David lo que te vas a perder!"
Lupita se movía con una maestría forzada, su garganta trabajaba, la saliva de los hombres se mezclaba con la suya. Uno a uno, cada uno de los amigos de David se le acercó, con la bragueta abierta y una sonrisa lasciva. Ella los complació a todos, succionando con vehemencia, sus ojos vacíos, su mente gritando.
Finalmente, uno de ellos, el más osado, la jaló hacia la cama. "¡Es hora de la acción de verdad, perra! ¡Abre esas piernas!"
Lupita se tendió, y la primera verga entró en ella con una embestida brutal. "¡Ah, sí! ¡Qué coño tan apretado! ¡Eres una puta del carajo!", jadeó el hombre, empujando con fuerza. David, observando desde la mesa, apretaba los puños, su respiración agitada. Las lágrimas de rabia y humillación se mezclaban con el sudor frío de su frente. Cada embestida, cada gemido de placer de sus amigos, cada vez que Lupita movía sus caderas mecánicamente bajo ellos, era un golpe directo a su pecho.
"¡Vamos, Juan, que no te vas a correr solo! ¡Dale la vuelta a esa puta, que yo quiero ese culo!", gritó otro.
Y así fue. La giraron, y otro pene se abrió camino por su año, desgarrándola, forzándola. Lupita cerró los ojos, un gemido silencioso se escapó de sus labios. Era dolor, era humillación, pero también, para su propio horror, un atisbo de una lujuria perversa que se activaba bajo la agresión. Su cuerpo respondía, no su mente. O tal vez sí. Su coño se contraía alrededor del pene que lo llenaba, su culo se tensaba para recibir el otro.
David ya no podía más. El alcohol le quemaba las entrañas, pero el fuego en su corazón era infinitamente peor. Ver a la mujer que amaba, a su Lupita, siendo follada brutalmente por sus amigos, doblemente, anal y vaginalmente, con gemidos y gruñidos de placer por parte de los hombres, era una visión que lo destrozaba. Su mente se nubló, las imágenes se superponían: la Lupita pura y amorosa, la Lupita puta con el cuerpo expuesto, siendo profanada. Quiso gritar, quiso vomitar, quiso detenerlo, pero su cuerpo no respondió. De repente, el sonido de sus risas se volvió un zumbido distante, las figuras se desdibujaron, y el peso del alcohol y la desesperación lo arrastraron a un pozo negro. Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa, entre botellas vacías y colillas, sumiéndose en un sueño pesado y sin sueños.
Mientras tanto, Lupita lo siguió. Su cuerpo era ahora un receptáculo, una máquina de placer que funcionaba incansablemente. Las oleadas de lujuria y placer que la invadían, extrañamente, la ayudaban a desconectarse. Se dejó llevar, sus muslos temblorosos, su vagina y su año palpitando al ritmo de las embestidas. Había llegado a ese punto en que el dolor y el placer se fusionaban en una misma sensación abrumadora. Corridas tras corridas, cuerpos pegajosos, el olor acre del semen llenando el aire.
La noche, que parecía interminable, finalmente llegó a su fin. Los amigos de David, exhaustos y satisfechos, se fueron despidiendo con palmadas en el hombro y promesas de silencio. "Gracias, Lupita, eres la mejor puta que hemos tenido. ¡Vales cada centavo!", dijo uno, dejándole un fajo de billetes en la mesita de noche.
Lupita se quedó sola en el desorden, su cuerpo adolorido y empapado de fluidos ajenos, pero con la cabeza extrañamente clara. Miró el cuerpo desplomado de David. La escena de él, inconsciente y testigo desnudo de su propia humillación y la de ella, era tan patética como trágica. El dinero estaba en sus manos. El vestido de novia.
El futuro, antes tan claro y prometedor, ahora era una nebulosa. La verdad, cruda y descorazonadora, se cernía sobre ellos. Esa noche, grabada a fuego en sus memorias, marcaría un antes y un después, un abismo entre ellos que el amor, quizás, nunca podría cruzar.