Hacer el viaje había sido todo un acierto, pensaba Lidia mientras ella y su hijo se dirigían a la frontera con Francia al atardecer. Hacía mucho tiempo que no se le ocurría nada interesante que hacer en vacaciones y ese año había pensado que podían hacer una gira de bajo presupuesto en coche por Europa. Apenas conocía nada más arriba de los Pirineos y estaba deseando explorar rincones poco famosos de los muchos países que le quedaban por conocer. Además, no tenía nada planeado de antemano, por lo que iban a la aventura, a lo que surgiera.
Lidia llevaba seis años divorciada y desde entonces vivía sola con su hijo, que aquellas vacaciones contaba con diecisiete años. Los dos se llevaban muy bien y se habían ayudado mutuamente en momentos difíciles. Salían de vez en cuando a cenar juntos o simplemente a dar un paseo o de compras. Gracias al importante puesto de Lidia en Hacienda tenían un nivel de vida bastante alto y una economía más que holgada que les permitía ciertos lujos, aunque ella no era una mujer excesivamente caprichosa.
Lidia y Antonio, que así se llamaba su hijo adolescente, vivían en un dúplex que estaba en el ático de un edificio de varias plantas del centro de Barcelona. Tenían un hermoso jardín y unas vistas magníficas de la ciudad. Por dentro, su casa daba sensación de moderna austeridad, con poco mobiliario, colores pastel, algún que otro cuadro de pintores del siglo XX, abundancia de objetos de cristal, última tecnología en todo lo electrónico, etc. Acostumbrados a estas comodidades resulta extraño que Lidia quisiera emprender aquel viaje, más típico de universitarios con presupuesto ajustado que de nuevos ricos, pero era una mujer que necesitaba un poco de aventura, y aquello era una oportunidad de hacer cosas nuevas que no estaba dispuesta a desperdiciar.
Algo después del crepúsculo, Lidia decidió parar en un motel que estaba unos kilómetros antes de llegar a la frontera. Era un motel de aspecto cutre, pero que parecía seguro y no muy ruidoso. Aparcaron al lado de la puerta, junto a otros coches que ya habían llegado, y se dirigieron a recepción. Allí les informaron de que quedaba una sola habitación y con una cama de matrimonio. Lidia se quedó pensativa un momento y luego asintió resignada y cogió las llaves que el tipo de recepción había dejado sobre la mesa.
Cuando entraron en la habitación no se llevaron una mala impresión, al menos no muy mala. Estaba bastante limpia y había lo suficiente para pasar una noche lo mejor posible. Había una cama grande, un par de sillas, una mesa y un pequeño aseo. A Lidia le pareció bien y soltó la bolsa de viaje mientras su hijo hacia lo propio. Fue entonces cuando reparó en que no había ducha en el aseo aquel y que no podría refrescarse como había planeado. Se encogió de hombros y recordó que hacía aquel viaje en parte para desconectarse de su mundo perfecto, de la utopía en la que llevaba viviendo desde que se divorció y para descubrir un mundo algo más cutre, algo distinto a lo impoluto y perfecto del suyo. Había una cosa, sin embargo, que no pensaba poder conseguir en aquel viaje y que no había conseguido desde la separación: un hombre. Sentía una necesidad acuciante de sexo, aunque sólo reparaba en ella cuando salía de su trabajo. Durante todos esos años lo que había hecho había sido masturbarse o simplemente pasar de todo y descansar, pero añoraba la sensación que produce una polla entrando y saliendo de su coño.
Después de asearse un poco, Lidia se sentó en una silla a leer un libro relajadamente mientras su hijo dormía. Estaba durmiendo boca arriba en calzoncillos y sin sábana por encima. Lidia se fijó en el tremendo bulto que había la entrepierna de su hijo. No pudo evitar mirarlo durante un buen rato, como tampoco pudo evitar que su propia entrepierna comenzara a humedecerse y a mojar sus bragas. Al principio le horrorizó la idea de que su propio hijo la excitara, pero conforme fueron pasando los minutos, se acostumbró a la idea y empezó a verlo como a un hombre y no como a un hijo.
Poco antes de medianoche, Lidia dejó el libro sobre la mesa y se levantó. Estaba algo confusa y deambuló por la habitación un poco. Se miró en un espejo grande que había enfrente de la cama y lo que vio no le disgustó, al menos teniendo en cuenta que había cumplido cuarenta y dos años hacía poco. Vio a una mujer que no llegaba a un metro setenta de estatura, que tenía la figura de un ama de casa hermosamente rellena, que tenía unos pechos quizá algo más grandes de lo normal para su cuerpo, que poseía unas caderas anchas y un culo amplio y firme y unas piernas rellenas, pero muy bien formadas. Lidia se vio sonreír en el espejo y luego se dio la vuelta y se dirigió a la cama.
Las horas pasaron rápidamente y Lidia se despertó alrededor de las siete de la mañana. Antonio dormía aún y no se movía. Lidia se dio la vuelta para mirarlo y se quedó petrificada cuando vio que su verga erecta se había salido por la raja de sus calzoncillos y que estaba apuntando hacia el techo en todo su esplendor. La madre divorciada no daba crédito a lo que veía. Allí estaba su hijo, con una erección matinal de más de veinte centímetros, un abdomen musculoso y unas piernas fuertes y también musculosas. Por mucho que lo intentó, no pudo apartar la mirada por un buen rato del enorme miembro de su hijo ni que se mojaran sus braguitas una vez más. Deseaba fervientemente subirse encima de su hijo e introducir aquel fantástico miembro viril en su estrecho y hambriento agujero cálido. Sin embargo, logró apartar aquellos pensamientos de su mente calenturienta y fue a por unos donuts y batidos para desayunar. Cuando regresó, su hijo estaba sentado en una silla esperándola un poco turbado, aunque no dijo nada. Era evidente que le preocupaba haberse encontrado con la polla empinada al aire al despertarse.
Con el estómago ya lleno, Lidia y su dormilón hijo, continuaron su viaje hacia el norte, cruzando la frontera francesa al cabo de un rato. Antonio era de por sí un chico introvertido y silencioso, pero aquella mañana estaba extraordinariamente taciturno, cosa que llamó la atención de su madre, que no dejaba de pensar en la sorpresa que se llevó al despertarse. Al cabo de un rato, Lidia forzó a su hijo a hablar y estuvieron un rato comentando el paisaje que iban viendo. Notó que el adolescente estaba algo tenso, pero ella actuó como si no hubiera visto nada en absoluto.
Al cabo de unas horas pararon a almorzar en Nîmes, donde además visitaron varios edificios históricos, como la plaza de toros ( una de las pocas que hay en Francia ). Alrededor de las cinco de la tarde cogieron de nuevo el coche y se dirigieron hacia el norte de nuevo. Esta vez si hablaron más y Antonio pareció más tranquilo y confiado en que su madre no hubiera visto nada, aunque en realidad debería de haber estado orgulloso del tamaño casi equino de su miembro.
Antes de llegar a Lyon, Lidia detuvo el coche en una gasolinera y, tras preguntar por un motel cercano, le indicaron uno que estaba a unos quinientos metros de la gasolinera. Esta vez se trataba de un motel bastante mejor que el anterior, aunque también bastante más caro. Lidia cogió una habitación con dos camas individuales y los dos se acostaron temprano. No ocurrió nada especial aquella noche.
Por la mañana, después de desayunar, partieron y se dirigieron a Lyon, donde pararon un par de horas para echar un rápido vistazo a lo más importante de la ciudad. Algo antes del mediodía emprendieron el camino hacia arriba y se detuvieron de nuevo en un restaurante que había por el camino. Parecía ser un restaurante poco frecuentado, pero ellos entraron de todos modos. Dentro había dos camareros y una cocinera que se oía en el interior. Sólo había un hombre en la barra y las mesas que había estaban todas desocupadas.
Lidia y Antonio se sentaron en una mesa y pidieron un filete con patatas para los dos. Les servieron deprisa y comieron con tranquilidad y discutiendo sobre su próximo destino. Lidia pretendía evitar París, porque ya había estado allí dos veces antes y quería dirigirse a destinos más desconocidos, pero Antonio quería ir. Al final decidieron que se pasarían por allí a la vuelta si tenían tiempo y, si no, irían más adelante en Navidad o en cualquier otro fin de semana que tuvieran libre.
Acabado el almuerzo, los dos fueron hacia Estrasburgo, a donde llegaron al atardecer. Decidieron cruzar la frontera tras ver desde fuera algunos monumentos y pasaron a Alemania. Lidia condujo a gran velocidad y, bien entrada la noche, llegaron a los alrededores de Frankfurt. Encontraron un hotel rápidamente, esta vez un hotel caro, y se fueron a su habitación.
Era una habitación grande y con cama de matrimonio. Lidia, a pesar del viaje, no estaba demasiado cansada y se acostó sólo por pasar el tiempo de ese modo. Antonio se quedó dormido pronto, como buen dormilón que era, y se puso de lado mirando en dirección opuesta a su madre. Ésta permaneció despierta durante un buen rato pero, al final, el sueño pudo con ella y se quedó dormida plácidamente.
Eran más o menos las cuatro de la madrugada cuando sintió algo extraño en la parte posterior de sus muslos, que habían quedado al aire al habérsele subido un poco el camisón mientras dormía. Durante un rato trató de averiguar qué era lo que la empujaba suavemente con movimientos rítmicos desde atrás, pero no tardó mucho en darse cuenta de que era su hijo haciendo movimientos pélvicos instintivos mientras dormía.
Sin pensárselo dos veces, y llevada por la excitación que le había causado aquella situación, Lidia llevó una mano al bulto de su hijo y lo manoseó un poco hasta que, por accidente, el miembro erecto de su hijo se salió por la raja frontal de sus calzoncillos largos. Estaba tan increíblemente duro que Lidia comenzó a pensar que su hijo podría ser un cyborg o algo parecido, con una polla de acero. Lidia estaba tan caliente que creía que iba a inundar la habitación con los flujos que manaban de su coño cachondo.
La madre caliente comenzó a mover su culo hacia atrás, haciendo que la polla de su hijo se colocara entre sus nalgas. Lentamente, los dos fueron cogiendo el ritmo y empezaron a hacer aquello perfectamente sincronizados. Durante unos minutos no dejaron de hacerlo pero, súbitamente, Lidia sintió algo caliente en su culo. Cuando sintió que lo que fuera aquello chorreaba por su piel y la pringaba, supo con certeza que era semen. Lo que no podía creerse era la cantidad de esperma que su hijo estaba echando. Había semen en sus nalgas, entre ellas, entre sus muslos, sobre las sábanas, sobre los calzoncillos... Fue en ese preciso instante cuando Antonio se despertó sobresaltado. Lidia se quedó de piedra, pero su excitación era tan grande que, sin mediar palabra, se puso de rodillas frente a su hijo y agarró su pene, que parecía no ponerse flácido. Con fiereza empezó a lamerlo y a limpiarlo de semen. Estaba tan cachonda que le daba todo igual. Cuando terminó de lamerle la polla a su hijo se quitó el camisón, las bragas y el sujetador y los tiró al suelo despreocupadamente. Acto seguido se sentó sobre su hijo y sintió cómo aquella barra de acero invadía su coño ultracachondo haciendo que se sintiera en el séptimo cielo.
La expresión de Antonio reflejaba su asombro total y absoluto, pero se dejaba hacer. Su madre botaba sobre él frenéticamente, cabalgándolo como si fuera un pura sangre. Sus grandes tetas botaban también y se movían como gelatina de un lado a otro mientras Antonio sentía su polla entrar en un sitio húmedo, estrecho y cálido.
Lidia no dejaba de botar encima de su hijo, bajando y subiendo su culo para clavarse aquella herramienta de dar placer que ella misma había tenido dentro de su útero años atrás. No tardó mucho en correrse, quedándose paralizada sobre su hijo y exprimiéndole la polla con sus contracciones. Se corrió la friolera de siete veces seguidas, forzando el segundo orgasmo de su hijo con su séptimo y haciendo que vertiera un nuevo y fuerte chorro de esperma en su agujero extático. Cuando su polla salió, el coño de Lidia llenó de semen las sábanas y todo lo que había por allí. Se quedó sentada, abierta de piernas y apoyada sobre sus brazos, en la cama, mirando a su atónito hijo, que no dejaba de mirar su coño peludo y negro, ahora enmarañado a causa de sus flujos y del semen.
Los dos habían hecho algo de lo que no se arrepentían, aunque estaban un poco confusos en aquel momento. Después de aquella noche de sexo caliente, permanecieron en Alemania unos días y después subieron a Escandinavia, para permanecer allí una semana. Después bajaron por París y llegaron a Barcelona de nuevo. Se podría casi afirmar que la polla de Antonio estuvo metida en el coño de su madre un 30% del tiempo durante aquel viaje. El chico resultó ser un semental consumado y aguantaba todo lo que su madre quisiera.
Lidia llevaba seis años divorciada y desde entonces vivía sola con su hijo, que aquellas vacaciones contaba con diecisiete años. Los dos se llevaban muy bien y se habían ayudado mutuamente en momentos difíciles. Salían de vez en cuando a cenar juntos o simplemente a dar un paseo o de compras. Gracias al importante puesto de Lidia en Hacienda tenían un nivel de vida bastante alto y una economía más que holgada que les permitía ciertos lujos, aunque ella no era una mujer excesivamente caprichosa.
Lidia y Antonio, que así se llamaba su hijo adolescente, vivían en un dúplex que estaba en el ático de un edificio de varias plantas del centro de Barcelona. Tenían un hermoso jardín y unas vistas magníficas de la ciudad. Por dentro, su casa daba sensación de moderna austeridad, con poco mobiliario, colores pastel, algún que otro cuadro de pintores del siglo XX, abundancia de objetos de cristal, última tecnología en todo lo electrónico, etc. Acostumbrados a estas comodidades resulta extraño que Lidia quisiera emprender aquel viaje, más típico de universitarios con presupuesto ajustado que de nuevos ricos, pero era una mujer que necesitaba un poco de aventura, y aquello era una oportunidad de hacer cosas nuevas que no estaba dispuesta a desperdiciar.
Algo después del crepúsculo, Lidia decidió parar en un motel que estaba unos kilómetros antes de llegar a la frontera. Era un motel de aspecto cutre, pero que parecía seguro y no muy ruidoso. Aparcaron al lado de la puerta, junto a otros coches que ya habían llegado, y se dirigieron a recepción. Allí les informaron de que quedaba una sola habitación y con una cama de matrimonio. Lidia se quedó pensativa un momento y luego asintió resignada y cogió las llaves que el tipo de recepción había dejado sobre la mesa.
Cuando entraron en la habitación no se llevaron una mala impresión, al menos no muy mala. Estaba bastante limpia y había lo suficiente para pasar una noche lo mejor posible. Había una cama grande, un par de sillas, una mesa y un pequeño aseo. A Lidia le pareció bien y soltó la bolsa de viaje mientras su hijo hacia lo propio. Fue entonces cuando reparó en que no había ducha en el aseo aquel y que no podría refrescarse como había planeado. Se encogió de hombros y recordó que hacía aquel viaje en parte para desconectarse de su mundo perfecto, de la utopía en la que llevaba viviendo desde que se divorció y para descubrir un mundo algo más cutre, algo distinto a lo impoluto y perfecto del suyo. Había una cosa, sin embargo, que no pensaba poder conseguir en aquel viaje y que no había conseguido desde la separación: un hombre. Sentía una necesidad acuciante de sexo, aunque sólo reparaba en ella cuando salía de su trabajo. Durante todos esos años lo que había hecho había sido masturbarse o simplemente pasar de todo y descansar, pero añoraba la sensación que produce una polla entrando y saliendo de su coño.
Después de asearse un poco, Lidia se sentó en una silla a leer un libro relajadamente mientras su hijo dormía. Estaba durmiendo boca arriba en calzoncillos y sin sábana por encima. Lidia se fijó en el tremendo bulto que había la entrepierna de su hijo. No pudo evitar mirarlo durante un buen rato, como tampoco pudo evitar que su propia entrepierna comenzara a humedecerse y a mojar sus bragas. Al principio le horrorizó la idea de que su propio hijo la excitara, pero conforme fueron pasando los minutos, se acostumbró a la idea y empezó a verlo como a un hombre y no como a un hijo.
Poco antes de medianoche, Lidia dejó el libro sobre la mesa y se levantó. Estaba algo confusa y deambuló por la habitación un poco. Se miró en un espejo grande que había enfrente de la cama y lo que vio no le disgustó, al menos teniendo en cuenta que había cumplido cuarenta y dos años hacía poco. Vio a una mujer que no llegaba a un metro setenta de estatura, que tenía la figura de un ama de casa hermosamente rellena, que tenía unos pechos quizá algo más grandes de lo normal para su cuerpo, que poseía unas caderas anchas y un culo amplio y firme y unas piernas rellenas, pero muy bien formadas. Lidia se vio sonreír en el espejo y luego se dio la vuelta y se dirigió a la cama.
Las horas pasaron rápidamente y Lidia se despertó alrededor de las siete de la mañana. Antonio dormía aún y no se movía. Lidia se dio la vuelta para mirarlo y se quedó petrificada cuando vio que su verga erecta se había salido por la raja de sus calzoncillos y que estaba apuntando hacia el techo en todo su esplendor. La madre divorciada no daba crédito a lo que veía. Allí estaba su hijo, con una erección matinal de más de veinte centímetros, un abdomen musculoso y unas piernas fuertes y también musculosas. Por mucho que lo intentó, no pudo apartar la mirada por un buen rato del enorme miembro de su hijo ni que se mojaran sus braguitas una vez más. Deseaba fervientemente subirse encima de su hijo e introducir aquel fantástico miembro viril en su estrecho y hambriento agujero cálido. Sin embargo, logró apartar aquellos pensamientos de su mente calenturienta y fue a por unos donuts y batidos para desayunar. Cuando regresó, su hijo estaba sentado en una silla esperándola un poco turbado, aunque no dijo nada. Era evidente que le preocupaba haberse encontrado con la polla empinada al aire al despertarse.
Con el estómago ya lleno, Lidia y su dormilón hijo, continuaron su viaje hacia el norte, cruzando la frontera francesa al cabo de un rato. Antonio era de por sí un chico introvertido y silencioso, pero aquella mañana estaba extraordinariamente taciturno, cosa que llamó la atención de su madre, que no dejaba de pensar en la sorpresa que se llevó al despertarse. Al cabo de un rato, Lidia forzó a su hijo a hablar y estuvieron un rato comentando el paisaje que iban viendo. Notó que el adolescente estaba algo tenso, pero ella actuó como si no hubiera visto nada en absoluto.
Al cabo de unas horas pararon a almorzar en Nîmes, donde además visitaron varios edificios históricos, como la plaza de toros ( una de las pocas que hay en Francia ). Alrededor de las cinco de la tarde cogieron de nuevo el coche y se dirigieron hacia el norte de nuevo. Esta vez si hablaron más y Antonio pareció más tranquilo y confiado en que su madre no hubiera visto nada, aunque en realidad debería de haber estado orgulloso del tamaño casi equino de su miembro.
Antes de llegar a Lyon, Lidia detuvo el coche en una gasolinera y, tras preguntar por un motel cercano, le indicaron uno que estaba a unos quinientos metros de la gasolinera. Esta vez se trataba de un motel bastante mejor que el anterior, aunque también bastante más caro. Lidia cogió una habitación con dos camas individuales y los dos se acostaron temprano. No ocurrió nada especial aquella noche.
Por la mañana, después de desayunar, partieron y se dirigieron a Lyon, donde pararon un par de horas para echar un rápido vistazo a lo más importante de la ciudad. Algo antes del mediodía emprendieron el camino hacia arriba y se detuvieron de nuevo en un restaurante que había por el camino. Parecía ser un restaurante poco frecuentado, pero ellos entraron de todos modos. Dentro había dos camareros y una cocinera que se oía en el interior. Sólo había un hombre en la barra y las mesas que había estaban todas desocupadas.
Lidia y Antonio se sentaron en una mesa y pidieron un filete con patatas para los dos. Les servieron deprisa y comieron con tranquilidad y discutiendo sobre su próximo destino. Lidia pretendía evitar París, porque ya había estado allí dos veces antes y quería dirigirse a destinos más desconocidos, pero Antonio quería ir. Al final decidieron que se pasarían por allí a la vuelta si tenían tiempo y, si no, irían más adelante en Navidad o en cualquier otro fin de semana que tuvieran libre.
Acabado el almuerzo, los dos fueron hacia Estrasburgo, a donde llegaron al atardecer. Decidieron cruzar la frontera tras ver desde fuera algunos monumentos y pasaron a Alemania. Lidia condujo a gran velocidad y, bien entrada la noche, llegaron a los alrededores de Frankfurt. Encontraron un hotel rápidamente, esta vez un hotel caro, y se fueron a su habitación.
Era una habitación grande y con cama de matrimonio. Lidia, a pesar del viaje, no estaba demasiado cansada y se acostó sólo por pasar el tiempo de ese modo. Antonio se quedó dormido pronto, como buen dormilón que era, y se puso de lado mirando en dirección opuesta a su madre. Ésta permaneció despierta durante un buen rato pero, al final, el sueño pudo con ella y se quedó dormida plácidamente.
Eran más o menos las cuatro de la madrugada cuando sintió algo extraño en la parte posterior de sus muslos, que habían quedado al aire al habérsele subido un poco el camisón mientras dormía. Durante un rato trató de averiguar qué era lo que la empujaba suavemente con movimientos rítmicos desde atrás, pero no tardó mucho en darse cuenta de que era su hijo haciendo movimientos pélvicos instintivos mientras dormía.
Sin pensárselo dos veces, y llevada por la excitación que le había causado aquella situación, Lidia llevó una mano al bulto de su hijo y lo manoseó un poco hasta que, por accidente, el miembro erecto de su hijo se salió por la raja frontal de sus calzoncillos largos. Estaba tan increíblemente duro que Lidia comenzó a pensar que su hijo podría ser un cyborg o algo parecido, con una polla de acero. Lidia estaba tan caliente que creía que iba a inundar la habitación con los flujos que manaban de su coño cachondo.
La madre caliente comenzó a mover su culo hacia atrás, haciendo que la polla de su hijo se colocara entre sus nalgas. Lentamente, los dos fueron cogiendo el ritmo y empezaron a hacer aquello perfectamente sincronizados. Durante unos minutos no dejaron de hacerlo pero, súbitamente, Lidia sintió algo caliente en su culo. Cuando sintió que lo que fuera aquello chorreaba por su piel y la pringaba, supo con certeza que era semen. Lo que no podía creerse era la cantidad de esperma que su hijo estaba echando. Había semen en sus nalgas, entre ellas, entre sus muslos, sobre las sábanas, sobre los calzoncillos... Fue en ese preciso instante cuando Antonio se despertó sobresaltado. Lidia se quedó de piedra, pero su excitación era tan grande que, sin mediar palabra, se puso de rodillas frente a su hijo y agarró su pene, que parecía no ponerse flácido. Con fiereza empezó a lamerlo y a limpiarlo de semen. Estaba tan cachonda que le daba todo igual. Cuando terminó de lamerle la polla a su hijo se quitó el camisón, las bragas y el sujetador y los tiró al suelo despreocupadamente. Acto seguido se sentó sobre su hijo y sintió cómo aquella barra de acero invadía su coño ultracachondo haciendo que se sintiera en el séptimo cielo.
La expresión de Antonio reflejaba su asombro total y absoluto, pero se dejaba hacer. Su madre botaba sobre él frenéticamente, cabalgándolo como si fuera un pura sangre. Sus grandes tetas botaban también y se movían como gelatina de un lado a otro mientras Antonio sentía su polla entrar en un sitio húmedo, estrecho y cálido.
Lidia no dejaba de botar encima de su hijo, bajando y subiendo su culo para clavarse aquella herramienta de dar placer que ella misma había tenido dentro de su útero años atrás. No tardó mucho en correrse, quedándose paralizada sobre su hijo y exprimiéndole la polla con sus contracciones. Se corrió la friolera de siete veces seguidas, forzando el segundo orgasmo de su hijo con su séptimo y haciendo que vertiera un nuevo y fuerte chorro de esperma en su agujero extático. Cuando su polla salió, el coño de Lidia llenó de semen las sábanas y todo lo que había por allí. Se quedó sentada, abierta de piernas y apoyada sobre sus brazos, en la cama, mirando a su atónito hijo, que no dejaba de mirar su coño peludo y negro, ahora enmarañado a causa de sus flujos y del semen.
Los dos habían hecho algo de lo que no se arrepentían, aunque estaban un poco confusos en aquel momento. Después de aquella noche de sexo caliente, permanecieron en Alemania unos días y después subieron a Escandinavia, para permanecer allí una semana. Después bajaron por París y llegaron a Barcelona de nuevo. Se podría casi afirmar que la polla de Antonio estuvo metida en el coño de su madre un 30% del tiempo durante aquel viaje. El chico resultó ser un semental consumado y aguantaba todo lo que su madre quisiera.