Leonora una Madre 001

heranlu

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Me alojé en esa estancia que estaba aislada, tenía lindo paisaje y todo se mantenía en reconfortante silencio que me permitía escribir en mi cuaderno de viaje con tranquilidad.

Desde la ventana de mi cuarto podía observar bien el cielo y el movimiento de la gente. Cerca de la posada había un galpón muy ordenado donde trabajaba Alberto, un muchacho de unos treinta años algo bobalicón. Lustraba muebles con goma laca casi todo el día, era el hijo de la dueña de la posada, mujer que vestía siempre de negro, con pañuelo en la cabeza, el cutis muy blanco y terso, Leonora llevaba muy bien su cuarenta y pico de años. Era esposa de un hombre que pasaba los cincuenta, Rodrigo, padre de Alberto, y que hacía muchos viajes por los alrededores, a veces se ausentaba muchos días.

Durante uno de mis paseos oí que en el galpón alguien se quejaba, se trataba María, la joven mucama, acosada torpemente por Alberto. De inmediato apareció la dueña que se acercó al hijo para empujarlo y golpearlo con puños de madre, hasta su lugar de trabajo donde lo reprendió:

- Te he dicho – le decía Leonora, su madre – que no toques a la muchacha, no es mujer para ti y está comprometida.

El joven bajó la cabeza y se quedó quieto aunque avergonzado. Yo me retiré del lugar sin que nadie me hubiera visto.

Al día siguiente, nuevamente la madre retaba a su hijo pues esta vez, al parecer, había estado buscando en el diario lugares en que se ofrecían mujeres de la vida.

La madre regañaba a Alberto, cada vez que intentaba buscar mujer en la que satisfacerse. Una vez le dijo:

- ¡Qué haces cochino!

Y lo zurraba interrumpiendo la masturbación que se estaba haciendo. Aunque para mi sorpresa agregó:

- ¿Cuantas veces te repetí que no debes ensuciarte con rameras ni enfermarte haciéndote pajas? ¿Acaso no tienes una madre fresca y lozana que puede darte un gusto?

Alberto la contemplaba con los ojos desorbitados, sosteniendo su pene hinchado en la mano, que lo tenía buen tamaño, gordo y no muy largo, como le gusta a las mujeres. Leonora miró para todos lados y, segura de que nadie los veía, tomó aquella polla con su mano y terminó la tarea que emprendió el joven, salpicando el galón con abundante semen, parte del cual quedó en sus manos. Antes de volver a la posada le dijo a Alberto que se limpiara bien y ella, sin que el mozo la viera y sin poder contenerse, sorbió parte del esperma de su mano.

Pensé que el muchacho estaba enardecido por la absorción continua de los vapores del alcohol de lustrar y porque la madre, antes del medio día, le daba cordial de huevo batido en buen oporto, asegurándole que se lo había ganado por su dedicada labor.

Pasaron los días y Alberto volvió a renovar sus lances con María, interrumpidos nuevamente por la madre, quien aguardaba que no hubiese nadie, para meterle la mano en el pantalón y menearle el rabo hasta que se quedara tranquilo.

Ese verano fue muy tórrido, caminaba yo distraído cerca del galpón de la posada y sin que fuese advertida mi presencia, escuché el llanto de Alberto. Su madre se le negaba, finalmente escuché la risa de Leonora cuando le sacaba el pene muy duro del pantalón. En su lucha por la salud le había tomado afición a esa polla regordeta que la tenía mal y en cierta manera deseaba. Ahora ella estaba encantada con batirle el rabo y Alberto la ayudaba echándose hacia atrás y retornando luego hacia adelante para introducir una mano en el escote de su madre, acariciarle la dura teta y pellizcarle el pezón. Leonora agradecida se desabrochaba los otros botones ofreciéndole el torso desnudo, mientras le daba un beso en los labios que entreabrió para recibir la lengua. Sintió que Alberto se corría y hurtó el cuerpo a los chorros de leche abundantes que salían del amoroso pomo.

Cuando se separaron, Alberto estaba aún en pleno éxtasis y ella aprovechó para abotonarse nuevamente el vestido y escurrir aquél pájaro sin nido que tenía en su mano.

- ¿Te ha gustado pequeñín? – le decía Leonora.

- Nunca me ha tocado nadie como usted.

- ¿Has visto como no necesitabas muchacha ni tus manos ni sucia ramera? ¿Qué tú tienes madre que puede darte un gusto y que es muy sano? – decía riendo Leonora.

- Nunca creí que...

- No es necesario que creas, ni que pienses, para eso estoy yo, si quieres saber por qué lo hago, te diré que lo que hago por tu bien. Me lo agradecerás algún día y espero que guardes este secreto. Nadie debe saber nunca cómo tu madre te aleja de las porquerías del mundo, me lo debes prometer por lo más sagrado que tengas.

- Madre lo más sagrado es usted, se lo prometo.

Alberto comprendió que en su madre encontraría consuelo y atención, se sintió en buen mundo. No sabía cuántas delicias viviría después. Yo me alejé de allí taciturno.

Todo lo que había escuchado era cierto y asombroso. Más adelante la joven María, quien no sólo me ayudaba a soportar los aguijones de la carne que nacían en mi soledad y en momentos de descanso, sino que era mi confidente y lectora de mis versos, me contó más, ella lo presenció todo después de aquel día, pues recorría la posada entera y podía ver allí donde otros no saben o no lo intentan esa relación madre-hijo, siempre a hurtadillas, y la ponía muy alegre al despertarle deseos que saciaba conmigo. La mosquita muerta se dio cuenta de todo desde el principio y los espiaba en los cuartos y baños de la posada. Además, comprendió que avivaba mis deseos con los relatos y, como yo le rendía mucho más que los jovencitos, se hacía tiempo y buen lugar para yacer conmigo. De mí nadie podía pensar nada malo, mis canas me hacían respetable y era la coartada perfecta de María.

La madre Leonora, relataba, comenzó a calcular el tiempo en que se alejaba su esposo Rodrigo en verano que no le gustaba viajar durante el día y tardaba más en regresar a su casa que de costumbre dejando el campo libre a los enamorados.

Cierta vez dijo que se iba por tres días. La madre vio desde la ventana de su dormitorio a Alberto que con el torso desnudo, muy dedicado al trabajo. Lo chistó y le hizo señas para que fuera donde se encontraba ella, que había tomado un baño y estrenado bata sobre el cuerpo desnudo.

Cuando Alberto llegó al dormitorio lo hizo pasar, cerrando bien la puerta. Llevó a su hijo hasta la cama y le pidió que se sentara. El joven estaba alegre y sonreía abriendo mucho sus ojos de buey sonso. El muy taimado le tomo tanta afición a su madre, que no bien la veía sentía que su pene se alzaba tratando de salir del pantalón. Leonora no se perdía el espectáculo, tenía sus ojos clavados en aquel paquete y le preguntó muy interesada:

- ¿Viste a tu madre alguna vez desnuda?

- Pues no – respondió el joven.

- ¿Y alguna otra mujer?

- Nunca.

- ¿Quieres verme?

- ¡Pues claro que sí! – exclamó el hijo pensando que el corazón le saldría por la boca y su miembro rompería la contención.

Leonora dejó caer su pelo sobre los hombros y se abrió lentamente el vestido. Ante el muchachote apareció la blanca mujer de vello finísimo y sedoso en el pubis y sobacos, que extendió ruborizada sus brazos a lo largo de su perfumado cuerpo y pasó las manos sobre el tenso vientre y los firmes pechos de pezones gordos y aureolas rosadas. Su cuerpo estaba perfectamente ondulado y nada faltaba en lugar alguno. Si bien era menuda no dejaba por ello de estar perfectamente proporcionada. En dos paso estuvo de pie ante su hijo, que la abrazó de la cintura y le besó el pubis mientras la tomaba de los glúteos atrayéndola hacia sí. La besaba toda y ella bajó la cabeza buscando la boca del hijo e introduciéndole la lengua en febril beso. Leonora tenía buena espalda y dos hoyitos maravillosos debajo de la cintura encima del culo bien redondo y carnoso, Alberto la veía así en el espejo que estaba detrás y su pene ardía y saltaba al contemplar toda la belleza de su madre, toda para él.

María me contó que nunca vio a alguien desembarazarse de la ropa tan rápidamente como a Alberto. La madre presurosa le tomo el pene y arrodillándose ante él hijo se lo pasó por la cara embelesada. Lo sentía latir y se lo besó. No quiso apurar los trámites, pues temía que el hijo se corriera antes de tiempo. Se acomodó en la cama y le indicó qué tenía que hacer. Alberto era muy obediente, la tocó en la vulva muy hinchada con su ardiente virilidad y ella lo orientó con la mano derecha sintiendo que la penetraba lentamente sin que ninguno de los dos perdiera el control. Alberto se lo fue acomodando bien, pues ella estaba lubricada y se dilataba correctamente. Su vulva rosada al tiempo que cedía el paso a la salchicha la hacía sentir de maravillas, nunca se había sentido mejor como cuando la atravesaba el tronco de su hijo. Con los ojos muy abiertos el bobalicón casi babeaba de placer y la madre le sentía, con los ojos cerrados, como si su hijo fuese el primer hombre de su vida. Él instintivamente chupaba los pechos y mordía suavemente los pezones duros Había logrado mucho con los movimientos de cadera y lo tenía todo adentro. La naturaleza pudo más y Alberto comenzó el juego de rotación apurando el trámite, la madre lo advirtió y cuando iba a correrse dentro de ella, sacó aquel pene juguetón recibiendo los chorros abundantes de semen en sus pechos y vientre entre estertores y gemidos de placer que hacía mucho tiempo no emitía ni sentía. Ella con una mano, mirando regalona a Alberto, se esparció las manchas de nácar haciendo brillar sus tetas. Alberto y su madre gimotearon perdidos de gozo, mientras se daban mil besos y recuperaban el aire que les quitó la emoción. Ella salió de la tenaza de sus brazos y corrió al baño a lavarse. Alberto contempló entonces una madre ágil y cimbreante, cuyos pechos brincaban en la carrerita.

Regresó muy sonriente y le ordenó al hijo que la imitara con la limpieza. Cuando volvió, ella yacía tendida en la cama a lo largo y le indicó que se echase a su lado. El miembro de Alberto crecía nuevamente y la madre rió. Estaba de parabienes. Lo tomó con la mano y se lo llevó a la boca por primera vez, el muchacho se retorcía de gozo, nunca había experimentado esa sensación igual, en segundos creció muy fuerte y vigoroso y le pidió con urgencia a su madre que lo dejase estar nuevamente dentro de ella, quien no tardó en hacerlo entrar, esta vez se cuidó de que ambos se regocijaran bien, durante buen rato. A la primera sospecha, Leonora se lo sacaba y lo tomaba suavemente con la boca hasta que lo tranquilizaba. Se lo volvía a introducir gozando y haciendo muchas veces el mismo juego el mismo juego sin dejar de frotarse el clítoris. Alberto desesperado la besaba en el cuello, las orejas los labios y se detenía en las tetas jugando con los duros pezones. Se las mamaba apasionadamente, Leonora comenzó a gemir y retorcerse de gozo, hasta que juntos terminaron por segunda vez, abrazados fuertemente, mordiéndose los labios y queriéndoselos apropiar.

En verdad había resultado ser una madre fresca y lozana, como le gustó describirse. No cansada volvió a tentar a su ídolo con los dedos y se lo llevó nuevamente a la boca comiéndoselo todo, sus hábiles manos lo retorcían suavemente causándole al hijo renovado placer en mamada sin precedentes, esta vez ninguno de los dos buscó la penetración sino que ella y él se miraron a los ojos brillantes y comprendieron que el muchacho debería desbordar en la ardiente boca de Leonora con toda la leche, porque ambos lo quisieron así y se prodigaron en el esfuerzo, Leonora se tragó buena parte del cálido líquido y otra rebosaba por la comisura de sus labios corriéndosele por el mentón y goteando sobre Alberto.

Según María, que vio parcialmente todo, desde distintos escondrijos, el joven rindió seis veces esa tarde y hubieran sido más si Leonora no hubiese tenido que atender a los huéspedes.

Yo me quedé pensativo, cuando se fue María me dormí reviviendo paso a paso el tierno incesto.

Al día siguiente, estaba alto el sol, miré y vi a Alberto que terminaba su cordial de oporto y sentí que los postigos del dormitorio de la madre se abrían de par en par y a ella, que chistaba a su hijo, reclamándolo nuevamente.

Pensé detenidamente y miré por la ventana, vi cómo el gandul se dirigía sonriente a asistir con otra visita amante a su mamá. Escuché sus pasos en la escalera y cómo se cerró la puerta.

María me contó a la siesta que ese día Alberto había estado requetebién. La madre se lo folló cabalgándolo ella, en posición dominante, lo hizo por delante u observándole los pies, mostrándole los encantadores hoyitos de su espalda. Alberto tuvo la feliz idea de introducirle el dedo mayor en el ano y la madre se retorció con el goce inesperado, que concluyó en un orgasmo descomunal. Nunca le habían puesto nada por allí. Oyó hablar mucho, pero Rodrigo no lo intentó, los esposos no recurrieron a esos juegos. En cambio su hijo cuando la vio gozar tanto, pensó que se podía hacer buen lugar por dónde la madre le había demostrado que tanto le gustaba. El muchacho quería hacer muy feliz a su madre.

Leonora se negó rotundamente y Alberto trató de convencerla llorando, que bien sabía le daba resultado. La madre deshecha en lágrimas también, porque sabía que darle el gusto dolía, le indicó cómo debía hacer, le dio el lubricante, se puso en cuatro ofreciendo alto el culo virgen y le pidió que fuese gentil, que la untara despacio para que todo se fuera dilatando bien. Sintió que el dedo se movía con facilidad, entonces Alberto, como buen truhán creyó que podía penetrarla, primero con la punta de su buena cabezota y luego hundiéndole poco a poco el resto. Leonora impaciente se dejaba hacer fuertemente agarrada de las sábanas, la cabeza echada hacia atrás, conteniendo el aire, esperando un mal tormento. Mas no era tan doloroso como había pensado y ella que estaba muy caliente por su niño, puso toda su buena voluntad ayudándolo en la penetración. Algún dolor sí, pero qué goce después, ahora era ella la que babeaba y el hijo, lleno de entusiasmo al verla gozar, arremetía con todo su ímpetu, mientras le sobaba las preciosas tetas y apoyaba su cabeza en la sublime espalda. Le arrancó a la madre el gran grito de gozo que aprendió a reconocer, esta vez más fuerte que nunca, y se vació dentro de ella inundándola de semen. Leonora que se sintió en el colmo del placer, gimiendo y gritando otra vez como un animal salvaje.

- Dame tu leche, dámela toda, alma de mi alma – decía la madre deshaciéndose de placer.

Ahora aquello que los unía, se había convertido en pasión mucho más secreta, en maravillosa relación con su amadísimo niño, pues descubrió que podía amarlo mucho más de que lo que otras madres aman a sus hijos.

María me siguió contando más aventuras del hijo con su madre.

Y muchas más de aquellos solitarios vecinos que me enardecían, pues su aparente tranquilidad, ocultaba el fértil campo de lujuria que en esos lugares se mantenían secretamente.

Ella se mostraba muy feliz y se prodigaba toda en sus relatos, escogiendo las mejores palabras para describirlos, sabía que multiplicaba mis deseos sexuales y que yo le concedía todo lo que me pedía, pues era muy jovencita, muy aplicada y ardiente. Mis relaciones con esta niña, si alguien lo desea, como las que siguieron llevando Leonora con su hijo, serán escritas a su debido tiempo. No corran el telón porque mi obra no ha terminado, solamente diré que me apetecía el oporto con huevo y un poco de miel antes del almuerzo. Me sentía como Alberto, purificado por el aire.

María me leía mis poemas y anotaba mis propias correcciones. No podía sentirme mejor ni más confortable. Solamente Leonora me superaba en dicha y felicidad.
Después que María me contó con vivos detalles cómo follaban la madre y el hijo, pensé seriamente qué sucedería si los sorprendiera el padre, pues Rodrigo solía aparecer repentinamente y la pareja amante, entregada a la novedad y la lujuria, se descuidaba. Alberto la requería de amores continuamente y se atrevía a buscarla hasta en su dormitorio. Ella trataba de contenerlo pero el deseo podía más. Se regocijaba mucho con el sexo por detrás, nuevo descubrimiento de su vida, por el que se hallaba siempre dispuesta a bajarse la braga para que Alberto le diera por allí, sin desvestirse más. De rodillas, apoyaba su cuerpo en la cama y el muchachón le abría las piernas desde atrás y entonaba el culo con lubricante para que no le doliera nunca, la gozaba como madre y mujer pues veía muy contento, cuánto le agradaba que le dieran duro y se corrían juntos gritando y gimiendo de placer. A veces, como hacía calor, Alberto la desvestía totalmente, le gustaba acariciar el pelo negro que ocultaba su madre, muy cuidado y largo. Ella se distraía mamándolo, para tenerlo duro y a su gusto, y llegado el momento, que generalmente elegía ella, le pedía que la penetrara. Las delicias se multiplicaban cada vez más, la madre se retorcía bajo el vigoroso mandato del pene de su hijo, levantaba las caderas buscando mejores posiciones o lo cabalgaba, mandando ella los lugares por los que quería ser tocada, la ligereza de su peso permitía que el hijo la moviera por las caderas a su antojo, mientras le chupaba las tetas y le mordía los pezones rozados, tan de su gusto. Las uniones parecían eternas, porque descubrieron la manera de prolongarlas discretamente. Se olvidaban de todo, del tiempo y la hora.

María me contó aquello que tenía que suceder tarde o temprano. Llegó Rodrigo mientras se entregaban al apasionado abrazo, Alberto estaba perdido gozando y la madre en cuatro patas, recibía los golpes del pene juguetón en su trasero, mientras que con su dedo se estimulaba el clítoris, esperando que el orgasmo la sorprendiera. En eso se entretenían, cuando silenciosamente entró Rodrigo, la mujer al verlo se paralizó y el hijo se descabalgó rodando al suelo. Desde allí miraba a su padre con los ojos redondos como ases de oro. Con una seña el padre le indicó al hijo que se fuese, siempre en silencio. Con Leonora a solas, Rodrigo meditaba qué hacer, por un lado se sentía contrariado, disgustado, por otro, se sorprendía de ser dueño de una erección como no tuvo en años, el pene saltaba en su trusa, empujaba por salir y darse un gusto. La esposa aún arrodillada, lo miraba relamida y caliente aún, sin saber qué hacer. La abstinencia que tuvo Rodrigo en esos días pudo más y sacó su polla que su esposa mamó por primera vez en su vida de casados, él se dejó hacer echando el cuerpo por delante y la cabeza atrás. Cuando advirtió que se corría, Leonora le apretó el glande para detenerlo y prolongar la erección, entonces comenzó a desvestirlo. Ella con gestos le indicó que la poseyera por detrás, como había visto lo hacía su hijo. Rodrigo que echaba fuego de calentura, obedeció a su esposa, la trató como si fuese mujer nueva y creyó encontrarse en el mejor de los mundos cuando la metió. Leonora gozaba ese pene que conocía muy bien, le gustaba, pues nunca se lo había dado por atrás, era más pequeño que el del hijo, pero igual de atrevido y rendidor. Leonora estaba desconcertada por el vigor del viejo, que se portaba tan bien y cumplía como su retoño ahora ausente, pensaba que saldría ganando y que tendría dos pollas a su disposición, pues el esposo se dedicaba a sus tetas con pasión olvidada, como nunca lo había hecho antes y le apoyaba la cabeza en la espalda resoplando como un buey, parecía no molestarle lo que hizo con su hijo.

Después de correrse, tomando aire, le preguntó que había hecho con Alberto.

- Cuidarle de las putas - dijo muy segura Leonora - quería ver las putas y no sabía que podía enfermarse, además se daba a pajas y molestaba a María la mesera.

- Entonces interviniste tú.

- Pues sí, le regañé y le dije que antes que permitirle ver ramera, su madre lo cuidaría y le daría gusto, que para eso estaba ella que era madre fresca y lozana.

- ¿Y lo demás?

- Vino solo, él comenzó a llorar y tú sabes cómo me pongo- dijo Leonora -. Es que Alberto es muy mimoso y quiere verme contenta – agregó Leonora – se encaprichó con lo de atrás y tuve que darle gusto.

- Como a ti, que lo haces muy bien, me has arrancado lágrimas de placer, te sentí tan recuperado y ansioso.

Mientras decía esas cosas, Leonora había tomado el pene de su esposo y lo estaba resucitando con su boca, y el muy cruel como si tuviese vida individual y propia, se volvió muy duro, ante los ojos de Rodrigo que miraba asombrado y le dijo:

- Esposa mía me parece sabio y prudente que hayas dirimido un problema hogareño, que antes de hacerlo motivo de escándalo fue de placer, porque si hacemos mal a aquellos a quienes queremos qué tendríamos que hacer con aquellos que odiamos

Leonora no perdió la oportunidad de mamarlo muy bien y ponérselo por delante, dándole al viejo gustos que creía perdidos.

María comprendió que el relato comenzaba a cansarme, entonces abrevió. Me contó que el hijo había escuchado todo desde la puerta. La madre lo había visto y asiéndole señas con una mano le pidió que aguardase.

Le sugirió a Rodrigo en plena faena, si no deseaba dejar pasar al chiquitín que estaba triste y ansioso de volver con ellos, que nada podía contar de lo que veía o hacían, pues nadie lo creería debido a su ligero retraso que todos conocían. Rodrigo que la estaba pasando muy bien le dijo que sí, no le importaba, pues se encontraba muy concentrado en lo suyo. Entró Alberto a un llamado de su madre, lo hizo tender a su lado, ella salió de los brazos del viejo y ensartó su trasero en la dura verga de Alberto y echándose hacia atrás, llamó a Rodrigo para que la siguiera poseyendo por delante como hasta ese momento. ¡Qué blanca se veía la menuda mujer entre los cuerpos de sus hombres que la emparedaban!

Tan pequeña, aguantaba la doble penetración como báquica posesa, desparramaba babas por todos lados, gritaba, gemía y chillaba, como marrano que va al matadero, de gozo inimaginable, nunca creyó que madre alguna recibiría tanto placer en un solo momento de su vida por parte de su esposo e hijo, como lo estaban haciendo ellos, quienes la sacudían a más no poder. Se corrió primero Rodrigo, quien se apartó y el hijo, bien enseñado, ni lento ni perezoso la cabalgó por delante hasta la gran corrida final, que tardó en llegar para mayor placer, y la lograron juntos. ¡Así se folla! - agregó María muy entusiasmada.

Yo retenía mi cabeza entre los frescos pechos de María, duros en los pezones rozados que tocaba como jugando. Ella esperaba algún premio por el cuento y se lo di.

Cuando descansábamos, le expliqué que tenía que viajar hasta una finca, no muy lejana de allí para consultar la biblioteca de cierta mujer joven que su esposo abandonó en la flor de la edad. María solía trabajar con ella los fines de semana y también conocía las peculiaridades de esa familia.

- ¿Quieres que te cuente? – preguntó interesada la muchachita, pues le había tomado gusto a relatar para un hombre ardiente como yo, historias de algún morbo que ella aprovechaba.

Enriqueta, que así se llamaba la mujer que yo tenía que visitar, vivía alejada de las ciudades en finca de su propiedad cerca de uno de los caminos principales. Su marido egresado de la Universidad de Coimbra, se fue y no ha vuelto a saber de él, tal como lo pensó la última vez que lo vio alejarse por el sendero arbolado.

Se quedó prácticamente sola con dos hermosos hijos que criar, un varón, una adolescente. La soledad contribuyó para que los educara a su manera. Ahora Alfonso estudiaba en la universidad como lo hizo su padre. Su hermana Juanita, quien durante las clases vivía en el departamento de la familia de la ciudad cursaba el colegio secundario Enriqueta ama a sus hijos, la familia pasa las vacaciones de verano en la finca.

Hacía mucho calor mucho durante la estación - contó María lentamente - como hoy y todos vestían ropas ligeras cuando los vi, se bañan en la piscina.

Un día la madre, Enriqueta, estaba bajo la ducha, cuando entró el hijo mayor al baño. La vio desnuda, pareció asustarse pero ella le dijo que no temiera, que si quería podía ducharse con ella. Aceptó. Se quitó la ropa y se introdujo en la cabina, comenzaron a jugar. De pronto, el hijo, conmovido por la belleza de la madre, sintió que su miembro se erguía. Era normal para su edad y, además, se le movía involuntariamente. Se puso rojo de vergüenza. La madre rió y le dio un beso para disipar la tensión, no quiso seducirlo, pero él casi sin darse cuenta, la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí, apretándola fuertemente contra su pecho. Ella, conmovida, sintió que sus mejillas le ardían y el rubor coloreaba su cuerpo, sus aureolas, la cara; se le hincharon los pechos y se encabritó su molusco, lo deseó como mujer sin proponérselo, lo volvió a besar, ahora con pasión, y sin pensarlo le tomó el pene con la mano y se lo colocó entre las piernas. Y se gustaron, cuánto se gustaron. Entendió que podía ser completamente madre y que se convertiría con el hijo en lo que ambos deseaban. Y se desearon. Temblorosa, lo besó largamente, le indicó cómo podía poseerla de pie. Él lo hizo y estuvo dentro de su madre. Y fueron amantes. A él le gustó muchísimo el debut y ella gimoteaba, lloraba o se reía, según se sucedieran las emociones fuertes que vivieron durante la larga unión. Advirtió sensiblemente, en sus entrañas, el final y se afirmó con las dos manos en el cuello del hijo que la sostenía por los muslos, ella movió sus caderas acompasadamente para provocar el lance deseado, el espasmo, que llegó fuerte y abundante, nunca había sentido algo igual en su vida y lo descubrió con el hijo. Tomó aire y se secó las lágrimas de felicidad con la mano. ¡Estaba tan orgullosa de ser la primera mujer un la vida de su hijo! Luego fueron a su cama y lo hicieron otra vez y otra vez. Descansaron y se rieron emocionados No podían creerlo pero lo habían logrado. Ella sabía muy bien que el hijo deseaba unírsele nuevamente, había escuchado los latidos de su corazón emocionado, el suyo también lo estaba, buscó con los dedos el pichón caído, le hizo levantar la cabeza y lo mamó hasta que lo juzgó bien erecto y duro, repitieron la unión que siempre terminaban juntos.

La madre buscó otros momentos de soledad, hizo una larga lista de cosas necesarias para la cocina y el hogar, le pidió a Juanita que las fuera a comprar. Tardaría unas dos horas en volver. Apenas se fue, miró al hijo, quien sonrió, le pidió que guardara todo mientras ella preparaba la cama, se amaron apasionadamente esas dos escasas horas.

María me aseguró que este también era un hecho verídico de madre fresca y lozana, pues Enriqueta tenía treinta y pico de años muy bien llevados, era alta rubia y espigada, con hermosos ojos verdes, muy blanca, con senos medianos, juveniles, que le saltaban en los movimientos gimnásticos que practicaba.

Juanita llegó - continuó María –cuando Enriqueta estaba preparando la cena. Alfonso leía en su cuarto. Llamó a cenar. Ella levantó la vista y pensó que estaba llevando una buena vida, cuanto había a su alrededor le pertenecía y lo amaba. Esperó que Juanita después de comer, se fuera a hacer sus tareas, el hijo se le acercó y la besó tierna y apasionadamente. Le preguntó qué harían en los próximos días, cómo continuarían.

- Como hasta ahora - le respondió, pero se amarían sigilosamente, como lo habían hecho hoy, porque tendrían que cuidarse, lo sabían.

Al día siguiente, Juanita se marchó de paseo en excursión, le había dejado todo preparado antes de que se fuera. Alfonso, su hijo se acercó nuevamente y la besó. La madre le aclaró que tenían el día entero para los dos. Sonrió y la volvió a besar.

María observó mi cara y yo la de ella, dudaba de que todo el relato fuera auténtico, se trataba de personas muy formales, muy conocidas.

María me dijo:

- ¿Y qué? ¿Los formalitos nunca hacen nada de esto? ¡Hay cada historia en estas tierras! Y continuó:

En su dormitorio Enriqueta, trató de hacer el sexo como le gustaba y le pidió que la siguiera. Se desprendió prenda por prenda, ordenándolas, hasta quedar desnuda, él hizo lo mismo. Se acercó y lo cubrió de besos.

Admiraba el cuerpo del hijo tan bien formado, atlético, de excelente nadador, y él, el de ella, que durante años se había mantenido tan bien, con buenas piernas, firmes pechos y generosas caderas. Se desplazaron bien sobre la cama, ella sentía sobre el vientre el calor y la dureza del miembro que se movía irritado.

Le aclaró que estaba en periodo de fertilidad y que sería necesario usar protección. El hijo estaba ansioso, como de costumbre, la madre le pidió que se echara de espaldas en la cama mientras ella se ubicaba a horcajadas sobre él y restregaba los labios de su vulva sobre el miembro duro, al mismo tiempo que lo besaba y acariciaba, él tocaba los pechos y respondía caricia por caricia, beso por beso, en los labios, en los pezones, jugaron un buen rato. La madre creyó que ya era el momento de usar la protección, lo sacó para colocarlo. Él la miraba extrañado y un poco atónito. Con ambas manos ella ajustó el condón al miembro del hijo, quedó bien. Luego se levantó un poco y con una mano lo introdujo entre sus jugosos labios, y lentamente fue bajando su cuerpo. Estaba todo adentro, pubis con pubis y comenzó a contonearse. No era lo mismo, lo veía en el rostro de su hijo, ella notaba que faltaban los lubricantes naturales que tanto placer les dieran, la sensación anterior le parecía hechizo. Confiaba en mantener el ritmo de la cópula y en hacer que el hijo sintiera la presión de sus músculos internos que manejaba tan bien.

El hijo se fue conformando y olvidando. La madre lo hacía bien y él la sintió plena, se incorporó y la sentó sobre sus piernas, siempre sosteniéndola con firmeza, estrechándola apasionadamente. El hijo había descubierto las orejas, el cuello, los ojos, los párpados. ¡Cómo amaba todo eso! Recuperaron los besos y se entregaron vivamente el uno al otro, se convulsionaron y llegó la descarga fuerte y abundante del hijo que Enriqueta prefirió sobre el cuerpo, su orgasmo había sido correspondido y deseado.

Mientras regulaban el aliento, juntaron sus frentes en ángulo agudo hacia abajo, se miraban a los ojos y reían.

-¿Y? - le preguntó la madre. No es lo mismo pero no está mal - respondió el hijo.

- Y ella dijo - es algo y podemos lavarnos más rápidamente.

Se tendieron nuevamente en la cama. Él la puso de espalda y jugó con su cuerpo. El gozo de la madre era doble y se sentían bien. El hijo estaba arriba y lo introdujo lentamente hasta sentir unido su pubis con el de la madre y reanudaron los movimientos. Ella, jadeando, trató de consolarlo, de recompensarlo, moviéndose frenéticamente y el nácar saltó enloquecido bañando nuevamente su cuerpo.

Vestidos, esperaron tranquilamente el regreso de Juanita. Volvieron a disfrutar con libertad pues tuvieron algunas horas de intimidad.

En uno de esos días mientras estaban descansando de su primer orgasmo, acurrucados el uno contra el otro, la espalda de la madre, de costado, daba al frente del hijo, la madre sintió la fuerte erección.

- ¿Otra vez? - le preguntó alegre - y le pidió, levantando una pierna, que la colocara a lo largo de la zona de la vulva, el hijo lo hizo y ella bajó la pierna. El miembro estaba tocando el vello púbico de ella, que era sedoso y el hijo comenzó a moverlo de atrás hacia adelante conservando siempre esa posición de costado.

El hijo disfrutaba mucho ese contacto. Luego ella volvió a levantar la pierna y con la mano se llevó el miembro del hijo hacia su vagina ahora mojada y le pidió que la penetrara así. La respuesta fue inmediata, el hijo se acomodó bien y entró arrebatador como siempre.

La madre besó al hijo con todo el cariño y amor del mundo, que sólo puede darse en este tipo de casos en que la conjunción es perfecta. Él le besaba las tetas y chupaba los pezones estimulándola adecuadamente.

El hijo y la madre no dormían juntos por la noche. Ocupaban sus respectivos cuartos. Podía ocurrir algo imprevisto, un contratiempo y ser sorprendidos. No lo deseaban, no les gustaba que se rompiera el secreto ni las concomitancias que pudieran implicarlos. A veces hasta les gustaba el miedo de la confabulación, de la conspiración, que daba tanto encanto a su unión tan singular.

Esa noche la madre estuvo muy nerviosa y agitada, no podía conciliar el sueño y sus pensamientos volaban hacía los días de sexo y amor con el hijo. ¡Cómo lo disfrutaba! El ardor y poder sexual se apoderaron de ella, era irresistible, todas las aventuras del mes la habían estimulado mucho. Finalmente se le ocurrió llamar al hijo para que la acompañara. Fue a su cuarto, no quería despertarlo, si dormía lo dejaría, pero el hijo estaba con los ojos bien abiertos, agitado y ardiente como la madre.

-Vamos a mi cama - le pidió ella.

Interrumpí a María para preguntarle cómo supo tantos detalles y me respondió que yo

no comprendía lo fuerte que es la curiosidad de las mujeres cuando se lo proponen. Mil ojos

eran los míos para regalarme con esas escenas. María como si no la hubiera interrumpido

continuó el relato:

Se desnudaron para contemplarse y estar más frescos. Se besaron y acariciaron sin unir sus cuerpos. El hijo estaba transpirado y nervioso. Por fin la madre como delirando tuvo una idea que le hizo dar un brinco al corazón. Él vio que lo miraba como poseída, ella se ubicó con las manos y las rodillas sobre el colchón, como una banqueta.

El hijo la tocó muy suavemente, viendo sus reacciones. Ella parecía no sentir dolores abdominales, siguió y siguió hasta que obtuvo el resultado esperado, no la había penetrado pero jugaba bien entre sus glúteos, el hijo tenía el miembro muy duro, ardiente e hinchado. El corazón también a él le saltaba en el pecho y cuando ella le pidió que la apoyase por delante tan suavemente como lo había hecho con la parte de su cuerpo que le había ofrecido, tembló. La ubicó de espalda, se puso de rodillas y se acomodó entre sus piernas, sobre ella, tomó el miembro con la mano y lo dirigió hacia su vientre ardiente y se arqueó al sentir el contacto. El pene descansaba allí, por afuera, sin causarle dolor, pero moviéndose, la madre lo podía sentir como si la unión fuese correcta. El juego siguió y ella comenzó a ondularse felinamente,

el hijo la besó y besó, y tomó los pechos con ambas manos para acariciarle los pezones erectos. Se movía lenta y suavemente, como si la estuviese poseyendo por dentro, ella lanzaba grititos e interjecciones que denotaban el placer que recibía, se volvió a arquear voluptuosamente y se onduló más y más, el hijo que estaba ansioso gozó así a la madre, ella se sacudió estremecida de placer, gimiendo su propio orgasmo, mientras recibía por fuera la mancha blanca de su hijo amado.

La madre le dijo que fuera a lavarse bien. Así lo hizo y cuando regresó se dio cuenta de que ella estaba ocupando el otro baño.

Apareció vestida con la ropa de dormir. Le pidió que se fuera a acostar en su propia cama. El hijo se fue contento porque comprendía que aún con la regla podía tener a la madre, no le pareció un sacrificio sino una manera más de darse amor. Ahora ambos podrían dormir, la tensión nerviosa había desaparecido.

María se dio cuenta, porque la estaba tocando bien, que la volvía a requerir y feliz se dejó hacer todo cuanto se me ocurría, luego le tocó el turno a ella que se atrevió a muchas cosas nuevas de su invención. Resoplabamos felices nosotros también después de prodigarnos tanto. Ella me decía halagadora que conmigo era otra cosa, que duraba mucho, mucho. Yo no cantaba sus orgasmos, sabía que disfrutaba.

Al tercer día – dijo María retomando el relato - el hijo volvió sudoroso y fue a ducharse. Salió, y en pantaloncito se dirigió a la cocina. La madre había terminado de preparar la comida, frugal por cierto, mientras tomaba una copa de vino blanco, el hijo abrió una cerveza para aplacar su sed y la bebió de un trago. A continuación, se acercó a la madre que estaba de espaldas, la estrechó entre sus brazos y la besó en el cuello hamacándola, mientras le murmuraba cuánto la amaba. Una mano la deslizó por el escote hasta tocarle un pecho. La madre quiso sacarla pero no pudo, lo dejó hacer. El hijo, con no poca habilidad, le desabrochaba el vestido, le tocaba el tenso vientre y bajaba más y más. La madre trató de liberarse, pero cuando el vestido estuvo bien abierto, se dio vuelta y lo besó tierna y apasionadamente. Ella le respondió con otro abrazo. El hijo siguió sacándole el vestido, ella lo ayudó. Quedó en sostén y bragas, volvió a estrecharla y a atraerla hacia sí, como lo hiciera la primera vez en la ducha, la madre sintió el miembro hinchado del hijo:

- ¡Tanto tiempo! ¿No? - dijo sonriendo.

- Mucho - le contestó a su madre – demasiado.

La tendió sobre la mesa y le desprendió el sostén para jugar con los pechos tiesos y prietos, la madre terminó de sacárselo. La besó toda y con ambas manos le sacó las bragas. Luego se bajó y sacó el pantaloncito. ¡Estaban tan expuestos! La madre abrió las piernas, el hijo la atrajo hacia el borde de la mesa le levantó las piernas y la penetró.

Lo hizo cuidadosamente para no causarle dolor y la tomó de las caderas para moverla y moverse mejor. Ella se incorporó y lo besó por todos lados. El hijo hizo lo mismo.

Durmieron muy bien, sin importarles la hora, la madre se despertó primero y se vistió para tomar un café. Al pasar por el cuarto del hijo éste la llamó, ella entró y se sentó al borde de la cama, él le pasó la mano por el pelo, ella lo acarició.

Tomaron café. La pileta de natación estaría llena al atardecer.

Alfonso pensó que su madre llamaba traje de baño a una de sus tantas y diminutas prendas de dos piezas que intercambiaba con frecuencia cada vez que tomaba sol y para no marcar su cuerpo dorado.

Enriqueta se colocó una amarilla. Le quedaba muy bien con el color de la piel que había tomado en esa temporada y armonizaba con el pelo rubio.

Al verla llegar él la admiró. Se dirigieron a la piscina, la madre se dio un chapuzón y salió para sentarse en la media sombra. Soñaba.

Alfonso se fue a colocar su malla, otro pantaloncito. Luego bebió un poco más de café. Él también se puso a recorrer con su imaginación lo que habían vivido. Estaba dichoso, le pareció que nunca volvería a sentirse así. Oyó que la madre lo llamaba y como si ella hubiese escuchado su pensamiento le dijo que agradeciera y guardara cada momento de lo que vivía en su corazón. Ella lo sentía así, quizá guiada por los altos conceptos de la belleza que tuvo y en los que fue educada.

- Esta noche, después de cenar podremos bañarnos sin la luz que atrae las miradas indiscretas - dijo la madre - tengo ganas de hacer algo que no hago desde hace muchos años - y acercándose al oído le susurró - bañarme desnuda en la piscina.

Fue noche cerrada, Enriqueta creyó que había llegado el momento de tirarse al agua, se despojó de su malla y se zambulló casi sin salpicar, un salto perfecto, nadó por el fondo y su pelo lacio acompañaba los movimientos con la suavidad de una medusa, salió para respirar y acercarse al hijo.

- Está fría - le comunicó - pero me siento tan bien, tan suelta.

Luego nadó estilo rana hasta uno de los bordes y comenzó a desplazarse ordenadamente de un borde al otro. Se volvió al hijo para decirle que se sambullera, que le jugaba una carrera. Alfonso se sacó su malla y se arrojó al agua. Salió rápidamente a la superficie y se acercó a la madre aceptando el desafío. Ambos eran nadadores diestros. Más fuerte, Alfonso sacó alguna ventaja. Luego se pararon en la parte baja.

La madre fue hacia un ángulo y se tomó de los bordes mirándolo. ¿Era una invitación?. El hijo se acercó lentamente y la tomó por la cintura, ella lo dejó hacer, se acercó más hasta abrazarla con fuerza y darle besos en el cuello. Su miembro estaba erguido, lo apoyó y con una mano lo orientó tratando de hacerle lugar, la madre abrió las piernas y lo ayudó, pudo introducirlo así. Los cuerpos estaban muy livianos debido a la inmersión. Lo sacó, dio vuelta a la madre, que se seguía sosteniéndose de los bordes y la poseyó por delante, mientras la volvía a tomar de la cintura, acercándola y alejándola. La libertad en el agua, la habilidad de ellos nadando, dio lugar a muchos juegos amorosos. Cuando terminaron se secaron bien y se frotaron con las toallas para recuperar la circulación y devolver el ritmo normal de sus cuerpos.

Comieron. Durmieron.

El hijo dejó y se acercó a la madre, que estaba en la cocina, con ambas manos deshizo el nudo de la blusa que abierta dejaba los estupendos pechos desnudos al descubierto, se los besó cariñosamente y la madre se echó hacia atrás y lo dejó hacer. Le besaba el cuello, las orejas... Le terminó de quitar la blusa y la estrechó entre sus brazos.

- ¿Otra vez?

- Sí.

- Me voy a bañar -.

- No, no, me gusta olerte así - Se quitó la remera.

Ella aflojó el pantaloncito. Él la levantó en brazos y la llevó a la cama. Desnudos se dieron caricias hasta que la penetró, apretaba a la madre y le daba mayor presión a los movimientos pelvianos, la traía y la alejaba tomándola de las nalgas, los pechos de ella, cuando se enderezaba, brincaban contra el pecho del hijo. La madre se retorcía con ardor furioso, como una bacante y gozaba, gozaba, bien acompañada por el hijo.

Los amorosos enlaces habían hecho desaparecer los sueños orgásmicos esporádicos de la mujer sana. Cada vez que despertaba, lo recordaba y era más feliz aún.

El hijo sin más rodeos le preguntó si esa noche la podrían pasar juntos. Era una imprudencia, lo sabía, pero les quedaban tan solo dos noches de soledad. La madre dijo que lo pensaría, aunque el pedido no dejó de halagarla. A ella le gustó la idea, es más, también lo había pensado, sería tan lindo regalarse toda una noche de placer con el amado, tan amado.

Siguieron nadando y comenzaron a jugar, hacían figuras, nadaban por el fondo, y daban vuelta, el hijo la tomaba por los tobillos, ella salía a la superficie y se volvía al fondo seguida por él que repetía la maniobra. En el agua se expresa la libertad del cuerpo, cualquier movimiento sirve para desplazarse.

Se ducharon y volvieron a la cocina, la madre hacía los preparativos para la cena. A la madre le brillaron los ojos cuando se dirigió al hijo para decirle con firmeza:

- Sí.-

- ¿Cómo?- preguntó el hijo -.

- Que sí, que dormiremos juntos toda la noche -.

- Por fin - exclamó él - creí que no te decidirías nunca -.

Ahora se sentían mucho mejor.

Cenaron con gusto.

No describiré la noche, ni cómo la pasaron, pero no durmieron. Al amanecer la madre con la cabeza sobre el pecho del hijo sentía sus latidos tranquilos y tranquilizadores.

Enriqueta se levantó y se fue a duchar una vez más. Pensó en dormir durante el día.

Alfonso acostado en su cama, le pidió a la madre que lo despertara en dos horas.

Aún quedaba un poco de sol. El hijo le propuso a la madre si no deseaba darse un chapuzón en la pileta. Se ducharon y pusieron las mallas. Enriqueta apareció con una verde que hacía juego con sus ojos. Nadaron un buen rato y se hizo de noche. La madre aprovechó para sacarse el sostén y luego la parte inferior, ceñidor encantado. El hijo hizo lo mismo y volvieron a nadar riéndose de la libertad total. La madre se paró en un ángulo de la parte baja y dio vuelta la cabeza. Él aceptó la invitación.

Ambos desnudos, protegidos por la noche, se regocijaron como la otra ves y se retornaron a la casa

Pensar que a esa casa tengo que ir yo, le dije a María sonriendo. Me parece que tú agregaste muchos pasajes según tu imaginación.

- En absoluto – afirmó María – ya me conoces, cuento solamente lo que vi. –

- Que nos es poco, parece que estuvieses junto a ellos.

- Estuve como un fantasma junto a ellos y si no me metí la mano es porque pensaba en ti en la recompensa que tendría.

María tuvo la recompensa, y luego le recité alguno que otro de mis poemas y pensé que en verdad yo tendría que visitar a Enriqueta pero mis expectativas habían cambiado sustancialmente. En los próximos días consultaría libros y trataría de descubrir en las caras de los familiares algún rastro de las pasiones incestuosas, si es que lo tenían, pues la experiencia me dicta que no lo hay. La joven con la que yacía me transformó en persona muy comedida. ¿Seré testigo de los amores entre Enriqueta y su hijo Alfonso?​
 
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