las once mil vergas 4 final (guillaume apollinarie)

jaimefrafer

Pajillero
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CapÃ*tulo VII
Después de la ejecución sumaria del espÃ*a Egon Muller y de la prostituta
japonesa Kilyemu, el prÃ*ncipe Vibescu se habÃ*a convertido en un personaje muy
popular en Port-Arthur.
Un dÃ*a, el general Stoessel le hizo llamar y le entregó un pliego diciendo:
-PrÃ*ncipe Vibescu, aunque no seáis ruso, no por eso dejáis de ser uno de los
mejores oficiales de la plaza... Esperamos la llegada de socorros, pero es
preciso que el general Kuro-patkin se dé prisa... Si tarda mucho, tendremos que
capitular... Esos perros japoneses acechan y un dÃ*a su fanatismo acabará con
nuestra resistencia. Debéis atravesar las lÃ*neas japonesas y entregar este
despacho al generalÃ*simo.
Prepararon un globo. Durante ocho dÃ*as, Mony y Cornaboeux se entrenaron en el
manejo del aeróstato que fue hinchado una bella mañana.
Los dos pasajeros subieron a la barquilla, pronunciaron el tradicional: "
¡Soltadlo!" y pronto, habiendo alcanzado la región de las nubes, ya no divisaron
la tierra más que como algo muy pequeño, y el campo de batalla se divisaba
netamente con los ejércitos, las escuadras en el mar, y una cerilla que rascaban
para encender su cigarrillo dejaba un reguero más luminoso que los obuses de los
cañones gigantes de los que se servÃ*an los beligerantes.
Una fuerte brisa impulsó al globo en la dirección de los ejércitos rusos y, en
varios dÃ*as, aterrizaron y fueron recibidos por un fornido oficial que les dio
la bienvenida. Era Fedor, el hombre con tres testÃ*culos, el antiguo amante de
Héléne Verdier, la hermana de Culculine d'Ancóne.
-Teniente -le dijo el prÃ*ncipe Vibescu al saltar de la barquilla-, sois muy
amable y la recepción que nos hacéis nos consuela de muchas fatigas. Dejadme
pediros perdón por haberos puesto cuernos en San Petersburgo con vuestra amante
Héléne, la institutriz francesa de la hija del general Kokodryoff.
-Habéis hecho bien -contestó Fedor-, figuraos que aquÃ* he encontrado a su
hermana Culculine; es una estupenda muchacha que hace de cantinera en un bar de
señoritas que frecuentan nuestros oficiales. Abandonó ParÃ*s para conseguir una
fuerte suma en Extremo Oriente. AquÃ* gana mucho dinero, pues los oficiales
jaranean como corresponde a personas a las que queda poco tiempo de vida, y su
amiga Alexine Mangetout está con ella.
-¿Cómo? -exclamó Mony-. ¡Culculine y Alexine están aquÃ*!... Conducidme deprisa
ante el general Kuropatkin, debo cumplir mi misión ante todo... Inmediatamente
después me llevaréis a la cantina...
El general Kuropatkin recibió amablemente a Mony en su palacio. Era un vagón
bastante bien acondicionado.
El generalÃ*simo leyó el mensaje, luego dijo:
"Haremos todo lo posible para liberar Port-Arthur. Mientras tanto, PrÃ*ncipe
Vibescu, os nombro caballero de San Jorge..."
Una media hora después, el recién condecorado se hallaba en la cantina El cosaco
dormido en compañÃ*a de Fedor y de Cornaboeux. Dos mujeres se apresuraron a
atenderles. Eran Culculine y Alexine, completamente encantadoras. Estaban
vestidas de soldado ruso y llevaban un delantal de encajes delante de sus anchos
pantalones aprisionados en las botas; sus culos y sus pechos sobresalÃ*an
agradablemente y abombaban el uniforme. Una gorrita colocada de través sobre su
cabellera completaba lo que este ridÃ*culo atavÃ*o militar tenÃ*a de excitante.
TenÃ*an el aspecto de menudas comparsas de opereta.
" ¡Mira, Mony!", exclamó Culculine. El prÃ*ncipe besó a las dos mujeres y les
preguntó por sus aventuras.
-AhÃ* va -dijo Culculine- pero tú también nos contarás lo que te ha sucedido.
Después de la noche fatal en que los asaltantes nos dejaron medio muertas junto
al cadáver de uno de ellos al que yo habÃ*a cortado el miembro con mis dientes en
un instante de goce loco, me desperté rodeada de médicos. Me habÃ*an encontrado
con un cuchillo plantado en mis nalgas. Alexine fue cuidada en su casa y no
tuvimos ninguna noticia tuya. Pero nos enteramos, cuando pudimos salir, que
habÃ*as vuelto a Servia. El suceso habÃ*a causado un enorme escándalo, a su
retorno mi explorador me dejó y el senador de Alexine no quiso mantenerla más.
Nuestra estrella empezaba a declinar en ParÃ*s. Estalló la guerra entre Rusia y
Japón. El chulo de mis amigas organizaba una expedición de mujeres para servir
en las cantinas burdeles que acompañan al ejército ruso; nos contrataron y aquÃ*
nos tienes.
A continuación Mony contó lo que le habÃ*a sucedido, omitiendo lo que habÃ*a
pasado en el Orient-Express. Presentó a Cornaboeux a las dos mujeres sentadas,
pero sin decir que era el desvalijador que habÃ*a plantado su cuchillo en las
nalgas de Culculine.
Todos estos relatos ocasionaron un gran consumo de bebidas; la sala se habÃ*a
llenado de oficiales con gorra que cantaban a voz en grito mientras acariciaban
a las camareras.
-Salgamos -dijo Mony.
Culculine y Alexine les siguieron y los cinco militares salieron de los
atrincheramientos y se dirigieron hacia la tienda de Fedor.
La noche habÃ*a caÃ*do, estrellada. Mony tuvo un antojo al pasar ante el vagón del
generalÃ*simo: hizo quitar el pantalón a Alexine, cuyas grandes nalgas parecÃ*an
estar incómodas en él y, mientras los otros continuaban su camino, manoseó el
soberbio culo, semejante a un pálido rostro bajo la pálida luna, luego sacando
su verga bravÃ*a, la frotó un instante en la raya del culo, picoteando a veces el
orificio, luego al oÃ*r un seco toque de corneta acompañado de redobles de
tambor, se decidió de golpe. El miembro descendió entre las nalgas frescas y se
introdujo en un valle que conducÃ*a al coño. Las manos del joven, por delante,
revolvÃ*an el vellocino y excitaban el clÃ*toris. Fue y vino, labrando con la reja
de su arado el surco de Alexine, que gozaba removiendo su culo lunar al que la
luna allá arriba parecÃ*a sonreÃ*r mientras lo admiraba. De golpe empezaron las
llamadas monótonas de los centinelas; sus gritos se repetÃ*an a través de la
noche. Alexine y Mony gozaban silenciosamente y
cuando eyacularon, casi al mismo tiempo y suspirando profundamente, un obús
desgarró el aire y fue a matar a varios soldados que dormÃ*an en una trinchera.
Murieron quejándose como niños que llaman a su madre. Mony y Alexine,
rápidamente compuestos, corrieron a la tienda de Fedor.
AllÃ*, encontraron a Cornaboeux desbraguetado, arrodillado ante Culculine que,
sin pantalones, le mostraba el culo. El decÃ*a:
-No, no se nota nada; nadie dirÃ*a que te han pegado una cuchillada ahÃ* dentro.
Luego, levantándose, la enculó gritando frases rusas que habÃ*a aprendido.
Entonces Fedor se colocó ante ella y le introdujo su miembro en el coño. Se
hubiera dicho que Culculine era un precioso muchacho al que estaban enculando
mientras que él ensartaba su cola en una mujer. En efecto, estaba vestida de
hombre y el miembro de Fedor parecÃ*a pertenecerle. Pero sus nalgas eran
demasiado grandes para que esta idea pudiera subsistir por mucho tiempo. Del
mismo modo, su talle delgado y la combadura de su pecho desmentÃ*an que fuera un
muchacho. El trÃ*o se agitaba cadenciosamente y Alexine se acercó para juguetear
con los tres testÃ*culos de Fedor.
En ese momento un soldado preguntó en voz alta, fuera de la tienda, por el
prÃ*ncipe Vibescu.
Mony salió; el militar era un enviado del general Munin que requerÃ*a a Mony
inmediatamente.
Siguió al soldado, llegaron hasta un furgón al que Mony subió mientras el
soldado anunciaba:
"El prÃ*ncipe Vibescu".
El interior del furgón parecÃ*a un tocador, pero un tocador oriental. AllÃ*
reinaba un lujo descabellado y el general Munin, un coloso de cincuenta años,
recibió a Mony con gran gentileza.
Le mostró, descuidadamente tendida en un sofá, una bella mujer de una veintena
de años.
Era una circasiana, su mujer:
-PrÃ*ncipe Vibescu -dijo el general-, mi esposa, que hoy ha oÃ*do hablar de
vuestra hazaña y quiere felicitaros. Por otra parte, está encinta de tres meses
y un antojo de preñada la impulsa irresistiblemente a querer acostarse con vos.
¡AquÃ* está! Cumplid con vuestro deber. Yo me satisfaré de otra manera.
Sin replicar, Mony se desnudó y empezó a hacer lo mismo con la bella Haidyn que
parecÃ*a hallarse en un estado de extraordinaria excitación. MordÃ*a a Mony
mientras éste la desnudaba. Estaba admirablemente bien hecha y su embarazo aún
no se notaba. Sus senos moldeados por las Gracias se alzaban redondos como balas
de cañón.
Su cuerpo era flexible, lleno y esbelto. HabÃ*a una desproporción tan bella entre
la rotundidad de su culo y la delgadez de su talle que Mony sintió alzarse su
miembro como un abeto noruego.
Ella se lo cogió mientras él manoseaba los muslos que eran gruesos hacia lo alto
y se adelgazaban hacia la rodilla.
Cuando quedó desnuda, él se subió encima y la ensartó relinchando como un
semental mientras que ella cerraba los ojos, saboreando una felicidad infinita.
Mientras tanto, el general Munin habÃ*a hecho entrar a un muchachito chino, muy
lindo y atemorizado.
Sus ojos oblicuos vueltos hacia la pareja que hacÃ*a el amor no paraban de
parpadear.
El general le desnudó y le chupó su colita que apenas alcanzaba el tamaño de una
yuyuba.
A continuación lo giró y le dio una azotaina en su culito flaco y amarillo.
Cogió su enorme sable y se lo colocó cerca.
Luego enculó al muchachito, que debÃ*a conocer esta manera de civilizar
Manchuria, pues meneaba su cuerpecito de esponja china de forma muy
experimentada.
El general decÃ*a:
-Goza mucho, mi Haidyn, yo también estoy gozando.
Y su verga salÃ*a casi por entero del cuerpo del chinito para volver a entrar
inmediatamente. Cuando llegó al lÃ*mite de sus goces, tomó el sable y, con los
dientes apretados, sin dejar de culear, le cortó la cabeza al chinito cuyos
últimos espasmos le llevaron al paroxismo, mientras la sangre brotaba del cuello
como el agua de una fuente.
Después de eso el general desenculó y se limpió la cola con su pañuelo. Luego
limpió su sable y, agarrando la cabeza del pequeño decapitado, la enseñó a Mony
y a Haidyn que ya habÃ*an cambiado de posición.
La circasiana cabalgaba con rabia sobre Mony. Sus pechos bailoteaban y su culo
se alzaba frenéticamente. Las manos de Mony palpaban esas grandes y maravillosas
nalgas.
-Mirad como sonrÃ*e amablemente el chinito -dijo el general.
La cabeza mostraba una horrible mueca, pero su aspecto redobló la rabia erótica
de los dos fornicadores que culearon con muchÃ*simo más ardor.
El general soltó la cabeza, luego, tomando a su mujer por las caderas, le
introdujo su miembro en el culo. El goce de Mony aumentó. Las dos vergas,
separadas apenas por un estrecho tabique, chocaban de frente aumentando los
goces de la joven que mordÃ*a a Mony y se ondulaba como una vÃ*bora. La triple
descarga tuvo lugar simultáneamente. El trÃ*o se separó y el general, tan pronto
se puso en pie, blandió su sable gritando:
-Ahora, prÃ*ncipe Vibescu, debéis morir, ¡habéis visto demasiado!
Pero Mony le desarmó sin ninguna dificultad.
A continuación le ató de pies y manos y le acostó en un rincón del furgón, junto
al cadáver del chinito. Luego, continuó hasta la mañana sus deleitosas
fornicaciones con la generala. Cuando la dejó, estaba fatigada y dormida. El
general también dormÃ*a, atado de pies y manos.
Mony fue a la tienda de Fedor: allÃ* también se habÃ*a copulado durante toda la
noche. Alexine, Culculine, Fedor y Cornaboeux dormÃ*an desnudos y en confusión
sobre unos mantos. El semen se pegaba a los pelos de las mujeres y los miembros
de los hombres pendÃ*an lamentablemente.
Mony les dejó dormir y empezó a errar por el campamento. Se esperaba un próximo
combate con los japoneses. Los soldados se equipaban o comÃ*an. Los de caballerÃ*a
cuidaban a sus caballos.
Un cosaco que tenÃ*a frÃ*o en las manos se las calentaba en el coño de su yegua.
La bestia relinchaba dulcemente; de golpe, el cosaco, enardecido, subió a una
silla colocada detrás de su bestia y sacando una enorme verga larga como un asta
de lanza, la hizo penetrar con gran delicia en la vulva animal que segregaba un
jugo caballar muy afrodisÃ*aco, pues el bruto humano descargó tres veces con
grandes movimientos de culo antes de desencoñar.
Un oficial que se dio cuenta de este acto bestial se aproximó al soldado con
Mony. Le reprochó vivamente el haberse dejado arrastrar por la pasión:
-Amigo mÃ*o -le dijo-, la masturbación es una virtud militar.
Todo buen soldado debe saber que en tiempo de guerra el onanismo es el único
acto amoroso permitido. Masturbaos, pero no toquéis ni las mujeres ni las
bestias.
Además, la masturbación es muy encomiable, pues permite a los hombres y a las
mujeres acostumbrarse a su próxima y definitiva separación. Las costumbres, el
espÃ*ritu, los vestidos y los gustos de los dos sexos se diferencian cada vez
más. Ya serÃ*a hora de parar mientes en ello y me parece necesario, si se quiere
sobresalir en la tierra, tener en cuenta esta ley natural que se impondrá
pronto.
El oficial se alejó, dejando que un pensativo Mony alcanzara la tienda de Fedor.
De golpe el prÃ*ncipe percibió un extraño rumor, se hubiera dicho que un grupo de
lloronas irlandesas se lamentaban por un muerto desconocido.
Al aproximarse el ruido se modificó, se hizo rÃ*tmico con golpes secos como si un
director de orquesta loco golpeara con su batuta sobre su atril mientras la
orquesta tocaba en sordina.
El prÃ*ncipe corrió más deprisa y un extraño espectáculo se ofreció ante sus
ojos. Un grupo de soldados al mando de un oficial azotaban, por turno, con
largas baquetas flexibles, la espalda de unos condenados desnudos de cintura
para arriba.
Mony, cuyo grado era superior al del que mandaba a los sayones, quiso tomar el
mando. Trajeron a un nuevo culpable. Era un bello muchacho tártaro que casi no
hablaba el ruso. El prÃ*ncipe le hizo desnudar completamente, luego los soldados
le fustigaron de tal manera que el frÃ*o de la mañana le azotaba al mismo tiempo
que las vergas que le cruzaban todo el cuerpo.
PermanecÃ*a impasible y esta calma irritó a Mony; dijo unas palabras al oÃ*do de
Cornaboeux que trajo inmediatamente a una camarera del bar. Era una cantinera
regordeta cuyas ancas y cuyo pecho rellenaban indecentemente el uniforme que la
apretaba. Esta bella y gorda muchacha llegó, estorbada por su traje y marcando
el paso de la oca.
-Está indecente, hija mÃ*a -le dijo Mony-; cuando se es una mujer como usted, una
no se viste de hombre; cien vergajazos para enseñárselo.
La desgraciada temblaba con todos sus miembros, pero, a un gesto de Mony, los
soldados le arrancaron la ropa.
Su desnudez contrastaba singularmente con la del tártaro.
El era muy alto, de rostro demacrado, con los ojos pequeños, astutos y
tranquilos; sus miembros tenÃ*an esa delgadez que se le supone a Juan el
Bautista, tras haber hecho un rato de langosta. Sus brazos, su pecho y sus
piernas de halcón eran velludos; su pene circunciso iba tomando consistencia a
causa de la fustigación y el glande estaba púrpura, del color de los vómitos de
un borracho.
La cantinera, bello espécimen de alemana de Brunswick, era pesada de ancas;
parecÃ*a una robusta yegua luxemburguesa soltada entre los sementales. Los
cabellos rubio estopa la poetizaban bastante y las nixas renanas no debÃ*an ser
de otra manera.
Unos pelos rubios muy claros le colgaban hasta la mitad de los muslos. Estas
greñas cubrÃ*an completamente una mota muy abombada. Esta mujer respiraba una
robusta salud y todos los soldados sintieron que sus miembros viriles se ponÃ*an
por sÃ* mismos en presenten-armas.
Mony pidió un knut, que le trajeron. Lo puso en la mano del tártaro.
-Puerco caporal -le gritó- si quieres conservar entera la piel, no te preocupes
de la de esta puta.
El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura
compuesto de tiras de cuero a las que habÃ*an enganchado limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedÃ*a gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba.
Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el
culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo
hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba
con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reÃ*r a todos los
asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro
diciéndole:
-Idiota, te he dicho que golpees, y no que rÃ*as.
A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a
la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad.
Su miembro colocado detrás del culazo de la vÃ*ctima se habÃ*a endurecido, pero, a
pesar de su concupiscencia, su brazo caÃ*a rÃ*tmicamente, la verga era muy
flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caÃ*an secamente sobre la piel
tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unÃ*an para formar un dibujo
caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció
claramente al cabo de poco tiempo.
Se aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacÃ*an cada vez
más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo, luego se
levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se vislumbraba el
ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la
espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabrÃ*a y el coño bostezaba de
satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento,
detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la
espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas
sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo
abatido, el tártaro lo atraÃ*a hacia él de manera que las limaduras adheridas a
las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caÃ*an por todas
partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La alemana ya no sentÃ*a el dolor, se ondulaba, se retorcÃ*a y silbaba de gozo. Su
cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las
marcas de la palabra puta habÃ*an desaparecido, pues la espalda no era más que
una llaga.
El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecÃ*a pedir un
gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: "HabÃ*as empezado
bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un
ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la
tienda de ahÃ* al lado: está vacÃ*a. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro".
Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el
prÃ*ncipe entró en la tienda con su condenado.
Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro,
excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él
mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullÃ*a en sus testÃ*culos. Bajo
los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse
contra la lona de la tienda.
En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habÃ*an
sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror.
Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se
habÃ*a casado con un danés, socio de su padre. HabÃ*a dado a luz cuatro meses
antes y amamantaba ella misma a su hijo. DebÃ*a tener veinticuatro años. Sus
senos repletos de leche -pues era una buena ama de crÃ*a- abombaban el camisón.
Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habÃ*an traÃ*do y le levantó el
camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecÃ*an fustes de columna y aguantaban
un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony
ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los
golpes llovÃ*an sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del
prÃ*ncipe recogÃ*a el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.
A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón
a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró
profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y
firme se agitaba cadenciosamente. El prÃ*ncipe tomó un seno en la boca y empezó a
mamar una leche deliciosa.
El tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga, aplicaba
rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba sus goces. Golpeaba
como un poseÃ*do, rayando ese culo sublime, marcando sin ningún respeto los
bellos hombros blancos y carnosos, dejando surcos en la espalda. Mony, que ya
habÃ*a trabajado mucho, tardó en llegar al éxtasis y la muda, excitada por la
verga, gozó una quincena de veces, mientras él lo hacÃ*a una vez.
Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que
ensartara como los perros a la bella ama de crÃ*a que aún no parecÃ*a saciada, y
él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba
lanzando gritos terribles.
El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes
propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso
donde se habÃ*a alojado. AllÃ* depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego
quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavÃ*a por estremecimientos
voluptuosos.
Pero el prÃ*ncipe le insultó, habÃ*a encendido un cigarrillo y quemó en diversos
lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida
sobre los testÃ*culos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable
miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el
knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del
tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovÃ*an, haciendo clac. Mony
blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente,
pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. ConocÃ*a el lenguaje de los
mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos
signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido
cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que
coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido
de terror mientras descargaba.
Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron
sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La
mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a
azotar cruelmente al oficial que les habÃ*a hecho sufrir. Fue inútil que Mony
gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin
embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera
consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con
una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba
especialmente sobre el vientre, los testÃ*culos y el miembro del prÃ*ncipe.
Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se habÃ*a dado cuenta de su
desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura
en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacÃ*a allÃ*. Loco
de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El
espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañÃ*a de un
tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el
knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al
suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se habÃ*a enderezado, tenÃ*a una enorme
erección, contemplando esta escena conyugal.
La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su
culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro
y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes
infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre,
dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.
La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero
el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un
golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial.
Su brazo descendió, pues sabÃ*a que un oficial ruso es sagrado, puede violar,
robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado
inmediatamente.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de
ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó
al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le
ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que
introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano
izquierda, hacÃ*a llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y
se retorcÃ*a de dolor. La verga caÃ*a sobre una carne hinchada por los golpes
precedentes, y el dolor que sufrÃ*a la pobre mujer constituÃ*a un horrible
espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentÃ*a y su brazo se mantuvo firme
hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su
hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó
amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
-Madre sin entrañas -dijo a la muda- su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar
a la criatura.
-En cuanto a usted -dijo Mony al danés-tenga cuidado, ha violado a su hija
delante de mÃ*. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte
depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo
que ha pasado aquÃ*, será colgado.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento
y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija. Mony se dirigió hacia la
tienda de Fedor.
Los durmientes se habÃ*an despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante todo el dÃ*a, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el
atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de
Fedor, que habÃ*a ido a combatir en primera lÃ*nea. Inmediatamente se oyeron los
primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.
La tienda fue acondicionada como botiquÃ*n. Cornaboeux y las dos mujeres fueron
utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos
rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de
hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era una hermosÃ*sima muchacha de la nobleza polaca. TenÃ*a una voz tan dulce como
la de los ángeles y, al oÃ*rla, los heridos volvÃ*an hacia ella sus ojos
moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecÃ*a como un niño,
asombrado de la energÃ*a de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que
brotaba a veces de sus ojos verdes.
De vez en cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios
imperdonables parecÃ*a obscurecer su rostro. Se dirÃ*a que la inocencia de esta
mujer tenÃ*a intermitencias criminales.
Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenÃ*an más de
lo necesario en las heridas.
Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su
pecho abierto.
La enfermera le curó con voluptuosidad. HabÃ*a metido su mano derecha en el
abierto agujero y parecÃ*a gozar del contacto con la carne palpitante.
De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la
camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.
Se ruborizó, pero él la tranquilizó:
-Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis
experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no
rehuséis mis besos.
En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le
levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan
apretadas que parecÃ*an haber jurado no separarse nunca.
Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la
terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara
plenamente del espectáculo de su culo.
El le introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la
manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas, mientras
que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el clÃ*toris. La enfermera
gozaba silenciosamente, crispando sus manos en la herida del moribundo, que
gemÃ*a horriblemente. Expiró en el momento en que Mony descargaba. La enfermera
le desalojó inmediatamente y, bajando los pantalones al muerto cuyo miembro
estaba duro como el hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre
silenciosamente y con el rostro más angelical que nunca.
Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban
y engullÃ*an rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su
primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la
enculó como un poseso.
Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y
piernas habÃ*an sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseÃ*a todavÃ*a
un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que
quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante
esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente
como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por
los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo
morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se
lo confesó a Mony, estaba casi frÃ*o, y ella parecÃ*a tan excitada que Mony, que
se sentÃ*a agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella
se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus
senos.
-¡Desgraciada!-exclamó Mony-, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la
misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
-Soy -dijo- la hija de Juan Morneski, el prÃ*ncipe revolucionario que el infame
Gurko envió a morir a Tobolsk. Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria,
remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los
Romanoff. Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia
durante un pro-grom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco,
comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y
ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me habÃ*a comunicado sus intenciones antes de
su marcha. Es asÃ* como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranÃ*a moscovita.
Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se
han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Temerlán, Atila e
Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina
a mi lado no serÃ*an más que tiernas ovejitas.
Mony no dejó de estremecerse al oÃ*r la declaración de esta puta exquisita. Quiso
lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo habÃ*a
participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a
Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
-Ojalá pueda ver un dÃ*a -exclamó- al Zar defenestrado.
Mony, que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y manifestó
su acatamiento a la legÃ*tima autocracia: "Os admiro -dijo a la polaca- pero si
fuera el Zar, destruirÃ*a en bloque a todos los polacos. Esos borrachÃ*nes ineptos
no paran de fabricar bombas y hacen inhabitable el planeta. Incluso en ParÃ*s,
esos sádicos personajes, que aparecen tanto en la Audiencia como en la
Salpétriére, turban la existencia de los pacÃ*ficos ciudadanos.
-Es cierto -dijo la polaca- que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero
que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a
ser el paÃ*s del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.
-¡Tienes razón! -exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla,
la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y
remotos. ParecÃ*a un decamerón que estaba rodeado de apestados.
-Mujer encantadora -decÃ*a Mony- cambiemos nuestra fe con nuestras almas.
-SÃ* -decÃ*a ella- nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el
eco de nuestras crueldades.
-De acuerdo -dijo Mony- pero que sean crueldades legales.
-Quizás tengas razón -dijo la enfermera-no hay nada tan dulce como cumplir lo
permitido.
En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron
profundamente.
En este momento, oyeron un gran griterÃ*o, el ejército ruso, derrotado, huÃ*a
desordenadamente ante las tropas japonesas.
Se oÃ*an los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillerÃ*a, el
rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.
La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la
enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.
Un oficial japonés se adelantó hacia el prÃ*ncipe Vibescu.
-¡Sois mi prisionero! -le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso,
muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las
rodillas.
Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que
aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañÃ*a del diminuto
oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que
intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.
CapÃ*tulo VIII
Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento
japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era
vigilado por el oficial que le habÃ*a hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo
y lo consiguió. Era un sintoÃ*sta bastante sibarita que le contaba cosas
admirables sobre la mujer que habÃ*a dejado en el Japón.
-Es risueña y encantadora -decÃ*a- y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-
Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y
generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del
mismo sol. Esperándome, piensa en mÃ* y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô
de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.
-Y vos -preguntó Mony-, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis
en el frente?
-Yo -dijo el oficial- cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contemplando
grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en
madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres
haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros,
peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de
ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.
"Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados -dijo el oficial- tienen
libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando
estos dibujos priápicos."
Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. AllÃ* encontraba a la enfermera
polaca que le habÃ*a dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
Entre los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida no
era' de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en la cabecera
de su cama.
Un dÃ*a, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que
la leyera. La carta decÃ*a que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en
pieles.
-La adoro -dijo el capitán-, amo a esta mujer más que a mÃ* mismo y sufro
terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.
-¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? -preguntó Mony-, son contradictorios.
-Se confunden en mÃ* -dijo Katache- no concibo en absoluto la voluptuosidad sin
el dolor.
-¿Sois masoquista, pues? -preguntó Mony, vivamente interesado.
-¡Si le llamáis asÃ*! -asintió el oficial-, el masoquismo, por otra parte, está
plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que
os interesáis por mÃ*, voy a contaros mi vida.
-De acuerdo -dijo Mony con diligencia-, pero bebed antes esta limonada para
refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó asÃ*:
-NacÃ* en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegrÃ*a
amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre
nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la
agudizaron.
Esto seguramente procedÃ*a de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y
recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa muerte
experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me hicieron eyacular.
Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al asilo, me masturbaba
mientras la oÃ*a contar extravagancias inmundas, pues creÃ*a haberse convertido en
water, señor, y describÃ*a los imaginarios culos que defecaban en ella. El dÃ*a
que se figuró que estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió
peligrosa y pedÃ*a a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la
escuchaba con pesar. Ella me reconocÃ*a.
Hijo mÃ*o -decÃ*a- ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate
encima mÃ*o y caga a gusto.
¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre ?
Además, hijo mÃ*o, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de
cerveza que vino a cagar en mÃ* tenÃ*a cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más.
Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a
mi madre, pero al mismo tiempo sentÃ*a un placer indecible al oÃ*r estas palabras
inmundas. SÃ*, señor, gozaba y me masturbaba.
Me alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en el
norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido en
Arkangel; era un inglés y tenÃ*a una hija tan maravillosa que mis descripciones
no la mostrarÃ*an ni la mitad de lo bella que era en realidad. Un dÃ*a estábamos
bailando en una fiesta familiar y, después del vals, Florence colocó, como por
azar, su mano entre mis muslos preguntándome:
-¿La tiene dura?
Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió
diciéndome:
-Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por
Dyre.
Y se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego.
Bromearon un instante, luego, como la orquesta habÃ*a atacado una danza,
partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufrÃ*a el martirio. Los celos me
mordÃ*an el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún más cuando supe que
ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi rival. Me los imaginaba uno
en brazos del otro y tuve que girarme para que nadie viera mis lágrimas.
Entonces, empujado por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré
que debÃ*a hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas:
francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y la jerga
que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy bien el francés y
conozco a fondo la literatura francesa, especialmente a los poetas de finales
del siglo XIX. HacÃ*a versos que llamaba simbolistas para Florénce, que
reflejaban simplemente mi tristeza.
La anémona ha florecido en el nombre de Arkangel
Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.
Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir
Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.
Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel
Han modulado a menudo nanas a Florénce
Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad
Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.
¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!
La una: bahÃ*a de laureles, pero la otra: hierba angélica
Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles
. Y llenan los pozos negros con flores y reliquias
¡Dos reliquias de arcángel y de flores de Arkangel! 6
La vida de cuartel en el norte de Rusia está llena de diversiones en época de
paz. La caza y las obligaciones mundanas se reparten la vida del militar. La
caza tenÃ*a muy pocos atractivos para mÃ* y mis ocupaciones mundanas quedan
resumidas en estas pocas palabras: conseguir a Florénce a quien amo y que no me
ama. Fue una dura labor. SufrÃ* mil veces la muerte, pues Florénce me detestaba
cada vez más, se burlaba de mÃ* y flirteaba con cazadores de osos polares, con
comerciantes escandinavos e, incluso, un dÃ*a que una miserable compañÃ*a francesa
de opereta llegó a nuestras lejanas brumas para hacer varias actuaciones,
sorprendÃ* a Florence, durante una aurora boreal, patinando cogida de la mano del
tenor, un chivo repugnante, nacido en Carcassonne.
Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de
Florence, con la que me casé por fin.
Partimos hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera.
Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.
Alquilamos una villa y, un dÃ*a en que habÃ*a guerra de flores, Florence me
comunicó que habÃ*a decidido perder su virginidad aquella misma noche. CreÃ* que
mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay! empezaba mi calvario voluptuoso.
Florence añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.
"Es usted demasiado ridÃ*culo -dijo- y no sabrÃ*a hacerlo. Quiero un francés, los
franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a mi ensanchador
durante la fiesta."
Habituado a la obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un
joven con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza
sonriendo. Yo sufrÃ*a más de lo que se sufre en cualquiera de los cÃ*rculos del
infierno de Dante.
Durante la batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche
adornado con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que
le volvÃ*a loco a uno, pues Florence habÃ*a querido que estuviera enteramente
adornado con nardos.
Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence
que le miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos
y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo.
Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche
del joven.
Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le habÃ*a
dejado su padre.
Próspero, éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al
final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mÃ*o el segundo. La
banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que
besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra
villa. La noche era exquisita y yo sufrÃ*a.
Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y
Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
-Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
Florence era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecÃ*a,
palpitaba bajo la mano del nizardo. El se desnudó también y su miembro estaba
erecto. Me di cuenta con alegrÃ*a que no era más grande que el mÃ*o. Era incluso
más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga de virgo. Los dos eran
encantadores; ella, bien peinada, con los ojos chispeantes de deseo, rosada en
su camisón de encajes.
Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrulladoras palomas y,
pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se
entretenÃ*a mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces
iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe,
Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito
culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero le dio una azotaina mientras ella reÃ*a; sobre este trasero las rosas se
mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
-Tómame.
El la llevó a la cama y oÃ* el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen
desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya no me hacÃ*an el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de
todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su
honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de
mi presencia, me dijo:
-Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
Me acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más grande
que la de Próspero, le despreció. Me másturbó diciendo:
-Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más
grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André -ese era
yo- azota a este hombre hasta que sangre.
Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la
mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Le azoté
mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo
vestirse y le despachó con un adiós definitivo.
Cuando se hubo marchado, creÃ* que se habÃ*an acabado mis desgracias. ¡Ay! me
dijo:
-André, déme su verga.
Me másturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un
bello danés, que másturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo
erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia
cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad.
SufrÃ*a tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volvÃ* en mÃ*, Florence me llamaba
a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no querÃ*a salir. Los dos, mi
mujer y el animal, hacÃ*a media hora que se forzaban infructuosamente, sin
conseguir desengancharse. Una nudosidad retenÃ*a el miembro del danés dentro de
la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua frÃ*a y rápidamente les devolvÃ* la
libertad. Desde ese dÃ*a mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros.
Para recompensar mis servicios, me másturbó y luego me envió a acostar a mi
habitación.
El dÃ*a siguiente por la noche, supliqué a mi mujer que me dejara cumplir mis
deberes de esposo.
-Te adoro -le decÃ*a- nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de
mÃ*.
Estaba desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las
fresas de sus senos me atraÃ*an y yo lloraba. Me sacó el miembro y lentamente, a
pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una doncella que habÃ*a
contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se habÃ*a acostado. Mi mujer me
hizo sentar otra vez en el sillón, y asistÃ* a los retozos de dos trÃ*badas que
gozaron enfebrecidamente, resoplando, babeando. Se lamieron como gatitas, se
masturbaron la una con el muslo de la otra, y yo veÃ*a el culo de la joven
Ninette, grande y firme, alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en
voluptuosidad.
Quise acercarme a ellas, pero Florence y Ninette se burlaron de mÃ* y me
masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra natura.
El dÃ*a siguiente, mi mujer no llamó a Ninette, pero un oficial de cazadores
alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me
insultaba y me golpeaba.
Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la
correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer me volvió a
producir esa áspera voluptuosidad que ya habÃ*a experimentado en otras ocasiones.
Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenÃ*a necesidad de azotar a alguien
para excitarse.
Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó: cornudo, cabrón, animal
con cuernos y, alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros
golpes fueron crueles. Pero vi que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su placer
se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.
Cada golpe caÃ*a sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer
escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se
endurecÃ*a. Al poco rato los golpes me habÃ*an arrancado la piel, y la sangre que
brotaba de mis nalgas me enardecÃ*a de una manera extraña. Aumentó mucho mis
goces.
El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la
otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más
rápidos y sentÃ* que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se
entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como
éste.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni ella ni su amante pudieron impedÃ*rmelo. CaÃ* en los brazos de mi esposa y sólo
tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles
alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por
la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con voluptuosidad.
Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera hubiera tenido piedad de
mÃ*. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja cama y, con las piernas abiertas,
estiró a su amante por su enorme verga de asno, luego, separando los pelos y los
labios del coño, se hundió el miembro hasta los testÃ*culos, mientras que su
amante le mordÃ*a los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún
más esas dolorosas agujas.
Me desperté en brazos de la bella Ninette, que, inclinada sobre mÃ*, me arrancaba
los alfileres. OÃ* como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y
blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me producÃ*an las
agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los goces de mi mujer me
produjeron una erección atroz.
Ninette, ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mÃ*, la agarré por la barba del
coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible
botcha, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y
empezó a pegarle delante de mÃ*. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó
con él. Ella gritaba.
-No he hecho el amor con mi señor.
-Por eso -dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette se defendÃ*a en vano. Su macizo culo moreno se estremecÃ*a bajo los golpes
de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza
sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debÃ*an
gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los
pantalones y sacó una verga y unos testÃ*culos que debÃ*an pesar al menos tres
kilos y medio en total.
El puerco la tenÃ*a tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus
piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro
entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un
pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de
mi mujer.
Cuando hubieron acabado, el botcha, que era pelirrojo, se levantó y, viendo que
me masturbaba, me insultó y, volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas
partes. La correa me hacÃ*a un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenÃ*a
suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba
cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
-¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba
un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar
encima de mi cuerpo, aplastándome los testÃ*culos, la nariz y haciéndome sangrar
por todas partes.
CaÃ* enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó de un andamio partiéndose el cráneo
y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en
duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné
a mi mujer que sigue engañándome...
AsÃ* fue como Katache terminó su relato. HabÃ*a inflamado a Mony y a la enfermera
polaca, que habÃ*a entrado hacia el final de la historia y la escuchaba,
estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El prÃ*ncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le
destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habÃ*an sido
capturadas en la última batalla y yacÃ*an desparramadas en el suelo, empezaron a
golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecÃ*a a cada golpe. Deliraba:
-¡Oh! mi querida Florence, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una
erección... Cada golpe me hace gozar... No te olvides de masturbarme... ¡Oh! es
bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros... ¡Oh! este golpe me ha hecho
sangrar... Mi sangre se derrama para ti... mi esposa... mi tórtola... mi
mosquita querida...
La puta de la enfermera pegaba como nunca se ha pegado. El culo del desgraciado
se alzaba, lÃ*vido y manchado de sangre pálida en varias zonas. El corazón de
Mony se hizo un nudo, reconoció su crueldad, su furor se volvió contra la
indigna enfermera. Le levantó las faldas y empezó a golpearla. Ella cayó al
suelo, meneando sus ancas de puerca que un lunar hacÃ*a destacar aún más.
El golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseÃ*da. Entonces el bastón de Mony se abatió
sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que habÃ*a soltado
la enfermera, empezó a tocar el tambor sobre el vientre desnudo de la polaca.
Los ras seguÃ*an a los fias con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de
gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al final, el vientre estalló; Mony seguÃ*a golpeando y, fuera de la enfermerÃ*a,
los soldados japoneses se reunÃ*an creyendo que tocaban generala. Las cornetas
tocaron alerta en todo el campamento. Todos los regimientos estaban formados, y
bien les fue, pues los rusos acababan de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia
el campamento japonés. Sin los redobles del prÃ*ncipe Mony Vibescu, el campamento
japonés habrÃ*a caÃ*do. Esta fue además la victoria decisiva de los nipones.
Debida a un rumano sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo heridos entraron en la sala. Vieron al
prÃ*ncipe apaleando el vientre abierto de la polaca Vieron al herido
ensangrentado y desnudo sobre la cama.
Se abalanzaron sobre el prÃ*ncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo ablandar a
los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no obtuvo ningún éxito.
El prÃ*ncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir
como un verdadero hospodar hereditario de Rumania.
CapÃ*tulo IX
Llegó el dÃ*a de la ejecución, el prÃ*ncipe Vibescu se confesó, comulgó, hizo su
testamento y escribió a sus padres. Poco después introdujeron a una niñita de
doce años en su celda. Se sorprendió, pero viendo que les dejaban solos, empezó
a sobarla.
Era encantadora y le contó en rumano que era de Bucarest y habÃ*a sido capturada
por los japoneses en la retaguardia del ejército ruso donde sus padres se
dedicaban al comercio.
Le habÃ*an preguntado si querÃ*a ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y
ella habÃ*a aceptado.
Mony le levantó las faldas y le chupó su coño regordete donde aún no habÃ*a pelo,
luego le dio una suave azotaina mientras ella le masturbaba. Luego puso la
cabeza de su miembro entre las piernas infantiles de la pequeña rumana, pero no
podÃ*a entrar. Ella le secundaba con todas sus fuerzas, pegando culadas y
ofreciendo al prÃ*ncipe para que los besara sus pechitos redondos como
mandarinas. En un ataque de furor erótico él consiguió que su miembro penetrara
por fin en la niñita, destrozando por fin esta virginidad, derramando sangre
inocente.
Entonces Mony se levantó y, como no tenÃ*a nada que esperar de la justicia
humana, estranguló a la niña tras hundirle los ojos, mientras ella lanzaba
gritos espantosos.
Los soldados japoneses entraron entonces y le hicieron salir. Un heraldo leyó la
sentencia en el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china de
maravillosa arquitectura.
La sentencia era breve: el condenado debÃ*a recibir un vergajazo por parte de
cada hombre que componÃ*a el ejército japonés acampado en ese lugar. Este
ejército constaba de once mil unidades.
Y mientras el heraldo leÃ*a, el prÃ*ncipe rememoró su agitada vida. Las mujeres de
Bucarest, el vice-cónsul de Servia, ParÃ*s, el asesinato en el coche-cama, la
japonesita de Port-Arthur, todo esto se confundÃ*a en su memoria.
Un hecho se precisó. Se acordó del bulevar Malesherbes; Culculine con un vestido
primaveral trotaba hacia la Madeleine y él, Mony, le decÃ*a:
-Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vÃ*rgenes u once mil
vergas me castiguen.
No habÃ*a fornicado veinte veces seguidas, y habÃ*a llegado el dÃ*a en que once mil
vergas iban a castigarle.
HabÃ*a llegado hasta aquÃ* en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le
condujeron ante sus verdugos.
Los once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada hombre
empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que andar por ese
cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes solamente le hicieron
estremecerse. CaÃ*an sobre una piel satinada y dejaban marcas rojo obscuro.
Soportó estoicamente los mil primeros golpes, luego cayó bañado en sangre, con
el miembro erecto.
Entonces le colocaron encima de una camilla y el lúgubre desfile, marcado por
los secos golpes de las baquetas que golpeaban sobre una carne hinchada y
sangrante continuó. Al poco rato su miembro ya no pudo retener por más tiempo el
chorro espermático y, levantándose varias veces, escupió su lÃ*quido blancuzco a
la cara de los soldados que pegaron con más fuerza sobre este pingajo humano.
Al diezmilésimo golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos
de los pájaros manchues hacÃ*an más alegre la rozagante mañana. La sentencia se
ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo informe, una
especie de carne de salchicha donde ya no se distinguÃ*a nada, salvo el rostro
que habÃ*a sido cuidadosamente respetado y donde los ojos vidriosos completamente
abiertos parecÃ*an contemplar la majestad divina en el más allá.
En ese momento un convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la
ejecución. Lo hicieron parar para impresionar a los moscovitas.
Pero resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y, como
no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado que acababa de
recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de rodillas y besaron con
devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza ensangrentada de Mony.
Los soldados japoneses, estupefactos por un momento, se dieron cuenta
inmediatamente de que si uno de los prisioneros era un hombre, un coloso
incluso, los otros dos eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en
efecto, Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habÃ*an sido capturados tras el
desastre del ejército ruso.
Primero los japoneses respetaron su dolor, luego, atraÃ*dos por las dos mujeres,
empezaron a sobarlas. Dejaron a Cornaboeux arrodillado junto al cadáver de su
señor y les quitaron los pantalones a Culculine y a Alexine que se debatieron en
vano.
Sus bellos culos blancos y bulliciosos de parisina aparecieron enseguida ante
los ojos maravillados de los soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y
sin rabia estos encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y,
cuando las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los
pelos de sus gatos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.
Los golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte,
marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas, pero
inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el lugar donde
la verga acababa de golpear de nuevo.
Cuando estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las
condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como
corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.
Estos oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. HabÃ*an hecho
espionaje en Francia y conocÃ*an ParÃ*s. Culculine y Alexine no tuvieron grandes
dificultades para hacerles prometer que les entregarÃ*an el cuerpo del principe
Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo que se presentaban como
hermanas.
Entre los prisioneros habÃ*a un periodista francés, corresponsal de un periódico
de provincias. Antes de la guerra, era escultor, y no sin algún mérito, y se
llamaba Genmolay. Culculine le buscó para rogarle que esculpiera un monumento
digno de la memoria del prÃ*ncipe Vibescu.
El látigo era la única pasión de Genmolay. Sólo pidió a Culculine que se dejara
azotar. Ella aceptó y se presentó, a la hora indicada, con Alexine y Cornaboeux.
Las dos mujeres y los dos hombres se desnudaron. Alexine y Culculine se
tendieron en la cama, cabeza abajo y con el culo al aire, y los dos robustos
franceses, armados con vergas, empezaron a golpearlas de manera que la mayor
parte de los golpes cayera sobre las rayas culeras o sobre los conos que, a
causa de la posición, sobresalÃ*an admirablemente. Ellos golpeaban, excitándose
mutuamente. Las dos mujeres sufrÃ*an el martirio, pero la idea de que sus
sufrimientos procurarÃ*an una sepultura conveniente a Mony las sostuvo hasta el
final de esta singular prueba.
Al poco rato Genmolay y Cornaboeux se sentaron y se hicieron chupar sus grandes
miembros llenos de sustancia, mientras que con las vergas no paraban de azotar
los trémulos traseros de las dos bonitas muchachas.
Al dÃ*a siguiente, Genmolay puso manos a la obra. Pronto acabó un sorprendente
monumento funerario. La estatua ecuestre del prÃ*ncipe Mony lo coronaba.
En el pedestal, unos bajorrelieves representaban las gestas más sonadas del
prÃ*ncipe. Por un lado se le veÃ*a abandonando en globo el Port-Arthur sitiado, y
por el otro, estaba representado como protector de las artes, que acababa de
estudiar en ParÃ*s.
El viajero que recorre la campiña manchú, entre Mukden y Dalny, ve súbitamente,
no lejos de un campo de batalla sembrado aún de osamentas, una monumental tumba
de mármol blanco. Los chinos que trabajan por sus alrededores la respetan y la
madre manchú, respondiendo a las preguntas de su hijo, le dijo:
-Es un caballero gigante que protegió a Manchuria contra los diablos
occidentales y contra los del Oriente.
Pero, generalmente, el viajero se dirige más fácilmente al guardagujas del
transmanchuria-no. Este guardia es un japonés de ojos oblicuos, vestido como un
empleado de Correos. El responde modestamente:
-Es un tambor-mayor nipón que decidió la victoria de Mukden.
Pero si, interesado por informarse exactamente, el viajero se acerca a la
estatua, permanece pensativo largo rato tras haber leÃ*do estos versos grabados
sobre el pedestal:
AquÃ* yace el prÃ*ncipe Vibescu De las once mil vergas único amante Desvirgar once
mil vÃ*rgenes Es preferible, ¡oh caminante!
1 Tribadismo significa "ella que roza", y hace referencia a una práctica sexual
entre dos mujeres en el que se apoyan los cuerpos y quedan pechos con pechos,
vulva con vulva y comienzan a contonearse, frotándose mutuamente los clÃ*toris
hasta lograr el orgasmo simultáneo.
 
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