las once mil vergas 3 (guillaume apollinarie)

jaimefrafer

Pajillero
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CapÃ*tulo V
-Su Excelencia el general Kokodryoff no puede recibir a nadie en este momento.
Está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua.
-Pero -contestó Mony al portero-, soy su ayudante de campo. Vosotros,
petropolitanos, sois ridÃ*culos con vuestras continuas sospechas... ¡Mira mi
uniforme! Si me han llamado a San Petersburgo, supongo que no será para hacerme
sufrir los exabruptos de los porteros.
-¡Muéstreme sus papeles! -dijo el cerbero, un tártaro colosal.
-¡Helos aquÃ*! -espetó secamente el prÃ*ncipe, poniendo su revólver bajo la
nariz del aterrorizado portero, que se inclinó para dejar pasar al oficial.
Mony subió rápidamente (haciendo sonar sus espuelas) al primer piso del palacio
del general prÃ*ncipe Kokodryoff con el que debÃ*a partir hacia Extremo Oriente.
Todo estaba desierto y Mony, que no habÃ*a visto a su general más que la vÃ*spera
en el palacio del Zar, estaba asombrado ante este recibimiento. Sin embargo el
general le habÃ*a citado y era la hora exacta que él mismo habÃ*a fijado.
Mony abrió una puerta y penetró en un gran salón desierto y obscuro que atravesó
murmurando:
-A fe mÃ*a, tanto peor, el vino está servido, hay que beberlo. Continuemos
nuestras investigaciones.
Abrió una nueva puerta que se volvió a cerrar sola tras él. Se encontró en una
habitación más obscura todavÃ*a que la precedente.
Una suave voz de mujer dijo en francés:
-Fedor, ¿eres tú?
-¡SÃ*, mi amor, soy yo! -dijo en voz baja, pero resueltamente, Mony, cuyo corazón
latÃ*a tan deprisa que parecÃ*a iba a estallar.
Avanzó rápidamente hacia el lado de donde venÃ*a la voz y encontró una cama. Una
mujer completamente vestida estaba acostada encima. Abrazó apasionadamente a
Mony proyectándole su lengua en la boca. Este respondÃ*a a sus caricias. Le
levantó las faldas. Ella separó los muslos. Sus piernas estaban desnudas y un
delicioso perfume de verbena emanaba de su piel satinada, mezclado con los
efluvios del odor di femina. Su coño, en el que Mony asentaba la mano, estaba
húmedo. Ella murmuraba:
-Forniquemos... Ya no puedo más... Granuja, hacÃ*a ocho dÃ*as que no venÃ*as.
Pero Mony, en vez de contestar, habÃ*a sacado su amenazadora verga y, totalmente
a punto, se metió en la cama e hizo entrar su rudo machete en la peluda raja de
la desconocida que inmediatamente agitó las nalgas diciendo:
Entra mucho... Me haces gozar... Al mismo tiempo ella llevó su mano a la base
del miembro que la festejaba y empezó a palpar esas dos bolitas que le sirven de
adorno y que se llaman testÃ*culos, no como se cree comúnmente, porque sirvan de
testigos a la consumación del acto amoroso, sino más bien porque son las
pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la méntula o
pequeña inteligencia, del mismo modo que la testa contiene el cerebro que es la
sede de todas las funciones mentales.
La mano de la desconocida sobaba cuidadosamente los testÃ*culos de Mony. De
repente, lanzó un grito, y de una culada, desalojó a su fornicador:
-Me estáis engañando, señor, mi amante tiene tres.
Ella saltó de la cama, giró un conmutador y se hizo la luz.
La habitación estaba sencillamente amueblada: una cama, sillas, una mesa, un
tocador, una estufa. En la mesa habÃ*a algunas fotografÃ*as y una de ellas
representaba a un oficial de aspecto brutal, vestido con el uniforme del
regimiento de Preobrajenski.
La desconocida era alta. Sus bellos cabellos castaños estaban algo desordenados.
Su abierto corpino mostraba un pecho abundante, formado por unos senos blancos
con venas azuladas que descansaban delicadamente en un nido de encajes. Sus
enaguas estaban castamente bajadas. De pie, el rostro expresando cólera y
estupefacción, estaba plantada ante Mony que permanecÃ*a sentado en la cama, la
verga al aire y las manos cruzadas sobre la empuñadura de su sable:
-Señor -dijo la joven- vuestra insolencia es digna del paÃ*s que servÃ*s. Un
francés no habrÃ*a tenido nunca la groserÃ*a de aprovecharse como vos de una
circunstancia tan imprevista como ésta. Salid, os lo ordeno.
-Señora o señorita -contestó Mony- soy un prÃ*ncipe rumano, un nuevo oficial del
Estado mayor del prÃ*ncipe Kokodryoff. Recién llegado a San Petersburgo, ignoro
las costumbres de esta ciudad y, no habiendo podido entrar aquÃ*, aunque tuviera
cita con mi jefe, más que amenazando al portero con mi revólver, hubiese creÃ*do
obrar tontamente si no hubiera satisfecho a una mujer que parecÃ*a tener
necesidad de sentir un miembro en su vagina.
-Al menos -dijo la desconocida contemplando el miembro viril que batÃ*a todas las
marcas-, habrÃ*ais tenido que avisar que no erais Fedor, y ahora marchaos.
-¡Ay! -exclamó Mony-, sin embargo vos sois parisina, no debierais ser tan
mojigata... ¡Ah! quien me devolverá a Alexine Mange-tout y a Culculine d'Ancóne.
-¡Culculine d'Ancóne! -exclamó la joven-. ¿Conocéis a Culculine? Soy su
hermana, Héléne Verdier; Verdier es su verdadero nombre también, y soy
institutriz de la hija del general. Tengo un amante, Fedor. Es oficial. Tiene
tres testÃ*culos.
En este momento se oyó un gran rumor en la calle. Héléne fue a ver. Mony miró
por detrás suyo. El regimiento de Preobrajenski desfilaba. La banda tocaba una
antigua música sobre la que los soldados cantaban tristemente:
¡Ah! ¡que se joda tu madre!
Pobre labriego, marcha a la guerra,
Tu mujer se hará joder
Por los toros de tu establo.
Tú, te harás acariciar la verga
Por las moscas siberianas
Pero no les des tu miembro
El viernes es dÃ*a de vigilia
Y ese dÃ*a no les des azúcar.
Está hecho con huesos de muerto.
Jodamos, hermanos labriegos, jodamos
La yegua del oficial.
Su coño no están ancho
Como los de las hijas de los tártaros
¡Ah! ¡que se joda tu madre! 5
De golpe cesó la música, Héléne lanzó un grito. Un oficial giró la cabeza. Mony,
que acababa de ver su fotografÃ*a, reconoció a Fedor que saludó con su sable
gritando:
-Adiós, Héléne, marcho a la guerra... Ya no nos volveremos a ver.
Héléne se volvió pálida como una muerta y cayó desvanecida en los brazos de Mony
que la transportó a la cama.
El le quitó primero su corsé y los senos se irguieron. Eran dos soberbios pechos
con las puntas rosadas. Los chupó un poco, luego desabrochó la falda y se la
quitó igual que las enaguas y el corpino. Héléne quedó en camisa. Mony, muy
excitado, levantó la blanca tela que escondÃ*a los incomparables tesoros de dos
piernas sin defecto alguno. Las medias llegaban hasta la mitad de los muslos que
eran redondos, como torres de marfil. En la base del vientre se ocultaba la
gruta misteriosa en un bosque sagrado, salvaje como los otoños. El vellocino era
espeso y los apretados labios del coño no dejaban vislumbrar más que una raya
parecida a una muesca mnemónica como las que hay en los mojones que sirven de
calendarios a los incas.
Mony respetó el desmayo de Héléne. Le quitó las medias y empezó a lamerle todo
el cuerpo con la lengua. Sus pies eran bonitos, regordetes como los pies de un
bebé. La lengua del prÃ*ncipe empezó por los dedos del pie derecho. Limpió
concienzudamente la uña del dedo gordo, luego la pasó entre las junturas.
Se detuvo mucho rato en el dedo pequeño que era lindo, lindo. Notó que el pie
derecho tenÃ*a gusto de frambuesa. La lengua lechosa se perdió a continuación
entre los pliegues del pie izquierdo al que Mony encontró un sabor que recordaba
al del jamón de Maguncia.
En este momento Héléne abrió los ojos y se movió. Mony detuvo sus ejercicios
linguales y miró a la preciosa muchacha alta y regordeta que se desesperezába.
Su boca abierta por los bostezos mostró una lengua rosada entre los pequeños y
marfileños dientes. Inmediatamente ella sonrió.
HELENE. -PrÃ*ncipe, ¿en qué estado me habéis dejado?
MONY. -¡Héléne! Os he puesto cómoda para vuestro propio bien. He sido un buen
samaritano para vos. Una buena acción no se malgasta nunca y he encontrado una
exquisita recompensa en la contemplación de vuestros encantos. Sois exquisita y
Fedor es un bribón con suerte.
HELENE. -¡No le veré nunca más, ay! Los japoneses le matarán.
MONY. -Me gustarÃ*a reemplazarle, pero por desgracia, yo no tengo tres
testÃ*culos.
HELENE. -No hables asÃ*, Mony, tú no tienes tres, es verdad, pero lo que tú
tienes está tan bien como lo suyo.
MONY. -¿Es verdad eso, marranita? Espera que deshaga mi cinturón... Ya está.
Muéstrame tu culo... qué grande es, qué redondo y mofletudo... Parece un ángel a
punto de soplar... ¡Mira! he de darte una azotaina en honor de tu hermana
Culculine... clic, clac, pan, pan...
HELENE.-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Me calientas, estoy completamente mojada.
MONY. -Qué pelos tan gruesos tienes... clic, clac; es absolutamente
imprescindible que haga enrojecer tu gran rostro posterior. Mira, no está
enfadado, cuando te meneas un poco, se dirÃ*a que se divierte.
HELENE. - Acércate que te desabroche, muéstrame ese mamoncillo que quiere
calentarse en el seno de su mamá. ¡Qué bonito es! Tiene una cabecita encarnada y
ningún pelo. No faltaba más, tiene pelos abajo en la raÃ*z y son duros y negros.
Qué bello es este huérfano... métemelo, anda! Mony, quiero sobarlo, chuparlo,
hacerlo descargar...
MONY. -Espera que te haga un poco de hoja de rosa...
HELENE. - ¡Ah! Es bueno, siento tu lengua en la raya de mi culo... Entra y
escudriña los pliegues de mi roseta. ¿No plancha demasiado mi pobre higo,
verdad, Mony? ¡Toma! Te hago buen culo. ¡Ah! Has colocado tu cara entre mis
nalgas. Toma, un pedo... Te pido perdón, ¡no he podido aguantarme!... ¡Ah!
tus bigotes me pican y además babeas... puerco... babeas. Dame tu gruesa verga,
que la chupe... tengo sed...
MONY. - ¡Ah, Héléne, qué hábil es tu lengua! Si enseñas la ortografÃ*a tan bien
como afilas lápices, debes ser una institutriz despampanante... ¡Oh! me picoteas
el agujero del glande con la lengua... Ahora, la siento en la base del glande...
limpias el pliegue con tu lengua cálida. ¡Ah, felatriz sin par!, ¡mamas
incomparablemente! ... No chupes tan fuerte. Te metes el glande todo entero en
tu boquita. Me haces daño... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Me haces cosquillas en todo el
miembro... ¡Ah! ¡Ah! No me chafes los testÃ*culos... Tus dientes son
puntiagudos... Eso es, vuelve a coger la cabeza del nudo, es allÃ* donde hay que
trabajar... ¿Te gusta mucho el glande?... marranita... ¡Ah! ¡Ah!... ¡Ah!...
¡Ah!... des... cargo... puerca... se lo ha tragado todo... Anda, dame tu gran
coño, que te masturbaré mientras vuelve a endurecerse mi verga.
HELENE. -Más deprisa... Mueve tu lengua sobre mi botón... ¿Sientes como aumenta
de tamaño mi clÃ*toris?... di... hazme las tijeras... Eso es... Hunde bien el
pulgar en el coño y el Ã*ndice en el culo. ¡Ah! ¡Es bueno!... ¡Es bueno!...
¡Toma! ¿Oyes mi vientre que ruge de placer?... Eso es, tu mano izquierda sobre
mi teta izquierda... Aprieta la fresa... Estoy gozando... ¡Toma!... ¿sientes mis
culadas, mis caderazos?... ¡puerco! es bueno... ven a joderme. Rápido, dame tu
verga que la chupe para ponerla dura otra vez, pongámonos en 69, tú encima
mÃ*o...
Está bien dura, marrano, no has tardado mucho, ensártame... Espera, se han
enganchado unos pelos... Chúpame las tetas... asÃ*, ¡es bueno!... Entra hasta el
fondo... aquÃ*, quédate asÃ*, no te vayas... Te aprieto... Aprieto las nalgas...
Estoy bien... Me muero... Mony... a mi hermana ¿la has hecho gozar tanto?...
empuja... me llega hasta el fondo del alma... me hace gozar como si estuviera
muriéndome... no puedo más... querido Mony... vamos juntos. ¡Ah! no puedo más,
lo suelto todo... descargo...
Mony y Héléne descargaron al mismo tiempo. Inmediatamente él le limpió el coño
con la lengua y ella hizo lo mismo con su miembro.
Mientras él se abrochaba y Héléne se vestÃ*a, oyeron unos gritos de dolor
lanzados por una mujer.
-No es nada -dijo Héléne- están dando una azotaina a Nadeja; es la doncella de
Wanda, mi alumna, la hija del general.
-Déjame ver esta escena -dijo Mony.
Héléne, vestida a medias, condujo a Mony a una habitación obscura y sin muebles,
en la que una falsa ventana interior vidriada daba a una de las habitaciones de
la muchacha. Wanda, la hija del general, era una persona bastante bonita de unos
diecisiete años. BlandÃ*a una nagaika y azotaba con todas sus fuerzas a una
hermosÃ*sima muchacha rubia, arrodillada a cuatro patas ante ella y con las
faldas arremangadas. Era Nadeja. Su culo era maravilloso, enorme, regordete. Se
contoneaba debajo de un talle inverosÃ*milmente delgado. Cada golpe de nagaika la
hacÃ*a saltar y el culo parecÃ*a hincharse. Lo tenÃ*a rayado en forma de cruz de
San Andrés por las marcas que dejaba la terrible nagaika.
-Señora, no lo haré más -gritaba la azotada, y su culo al alzarse mostraba un
coño muy abierto, sombreado por un bosque de pelos rubios como la estopa.
-Ahora vete -gritó Wanda, pegando un puntapié en el coño de Nadeja, que huyó
dando alaridos.
Luego la muchacha fue a abrir un pequeño camarÃ*n de donde salió una niña de
trece o catorce años, delgada y morena, de aspecto vicioso.
-Es Ida, la hija del dragomán de la embajada de Austria-HungrÃ*a -murmuró Héléne
al oÃ*do de Mony-; fornica con Wanda.
En efecto, la niña arrojó a Wanda sobre la cama, le levantó las faldas y sacó a
la luz una selva de pelos, selva virgen aún, de donde emergió un clÃ*toris largo
como el meñique, que ella empezó a chupar frenéticamente.
-Chupa fuerte, Ida mÃ*a -dijo Wanda amorosamente-, estoy muy excitada y tú debes
estarlo también. No hay nada tan excitante como azotar un culo grande como el de
Nadeja. Ahora ya no chupes más... voy a joderte.
La niña, con las faldas levantadas, se colocó cerca de la mayor. Las piernas
gordezuelas de ésta contrastaban singularmente con los muslos delgados, morenos
y vigorosos de aquélla.
-Es curioso -dijo Wanda- que te haya desvirgado con mi clÃ*toris y que yo misma
sea virgen aún.
Pero el acto habÃ*a empezado. Wanda abrazaba furiosamente a su amiguÃ*ta. Ella
acarició un momento su coñito casi imberbe aún. Ida decÃ*a:
-Mi pequeña Wanda, mi maridito, cuántos pelos tienes, ¡jódeme!
Pronto el clÃ*toris entró en la raja de Ida y el bello culo redondo de Wanda se
agitó furiosamente.
Mony, a quien este espectáculo ponÃ*a fuera de sÃ*, pasó una mano por debajo de
las faldas de Héléne y la masturbó hábilmente. Ella le devolvió el cumplido
agarrando con toda la mano su enorme cola y lentamente, mientras las dos sáficas
se abrazaban desenfrenadamente, manipulaba la enorme cola del oficial.
Descabezado, el miembro humeaba. Mony estiraba los corvejones y pellizcaba
nerviosamente el botoncito de Héléne. De golpe, Wanda, encarnada y desmelenada,
se levantó de encima de su amiguita que, cogiendo una vela de candelabro, acabó
la obra comenzada por el desarrollado clÃ*toris de la hija del general. Wanda fue
hasta la puerta, llamó a Nadeja que volvió asustada. La preciosa rubia, por
orden de su señora desabrochó su corpino y sacó sus grandes pechos, luego se
levantó las faldas y tendió su culo. El clÃ*toris erecto de Wanda penetró
fácilmente entre las nalgas satinadas y entró y salió como un hombre. La pequeña
Ida, cuyo pecho ahora desnudo era encantador pero plano, se
acercó para continuar el juego con su vela, sentada entre las piernas de Nadeja,
cuyo coño chupó hábilmente. Mony descargó en este mismo momento bajo la presión
ejercida por los dedos de Héléne y el semen fue a chocar contra el cristal que
les separaba de las bacantes. Tuvieron miedo de que se dieran cuenta de su
presencia y se fueron.
Pasaron abrazados por un pasillo:
-¿Qué significa -pidió Mony- esta frase que me ha dicho el portero: "El general
está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua"?
-Mira -respondió Héléne, y por una puerta entreabierta que dejaba ver el
interior del despacho del general, Mony vio a su jefe de pie enculando a un
encantador muchachito. Sus rizados cabellos castaños le caÃ*an sobre los hombros.
Sus ojos azules y angelicales contenÃ*an la inocencia de los efebos que los
dioses hacen morir jóvenes porque les aman. Su bello culo blanco y duro parecÃ*a
no aceptar mas que con pudor el regalo viril que le hacÃ*a el general qué se
parecÃ*a bastante a Sócrates.
-El general -dijo Héléne- educa él mismo a su hijo que tiene doce años. La
metáfora del portero era poco explÃ*cita pues, más que alimentarse a sÃ* mismo, el
general ha encontrado conveniente este método para alimentar y adornar el
espÃ*ritu de su vástago macho. Le inculca desde los fundamentos una ciencia que
me parece bastante sólida, y el joven prÃ*ncipe podrá sin vergüenza, más tarde,
hacer un buen papel en los consejos del Imperio.
-El incesto -dijo Mony- hace milagros.
El general parecÃ*a estar en el colmo de la felicidad, y hacÃ*a rodar como un loco
sus ojos blancos estriados de rojo.
-Serge -exclamaba con voz entrecortada- ¿sientes el instrumento que, no
satisfecho con haberte engendrado, ha asumido igualmente la tarea de hacer de ti
un joven perfecto? Acuérdate, Sodoma es un sÃ*mbolo de la civilización. La
homosexualidad hubiera convertido a los hombres en seres parecidos a los dioses
y todas las desgracias vienen de este deseo que los diferentes sexos pretenden
tener el uno del otro. Hoy no hay más que un medio para salvar a la desgraciada
y santa Rusia, y es que, filópedos, los hombres profesen definitivamente el amor
socrático, mientras las mujeres irán al peñasco de Leucade a tomar lecciones de
safismo.
Lanzando un estertor voluptuoso, descargó en el encantador culo de su hijo.
CapÃ*tulo VI
El sitio de Port-Arthur habÃ*a empezado, Mony y su ordenanza Cornaboeux estaban
encerrados allÃ* con las tropas del bravo Stoessel.
Mientras los japoneses intentaban forzar el recinto fortificado con alambradas,
los defensores de la plaza se consolaban de los cañonazos que amenazaban con
matarlos a cada momento, frecuentando asiduamente los cafés-cantantes y los
burdeles que habÃ*an permanecido abiertos.
Esa noche Mony habÃ*a cenado copiosamente en compañÃ*a de Cornaboeux y de varios
periodistas. HabÃ*an comido un excelente filete de caballo, pescados del puerto y
piña en conserva; todo ello regado con un excelente vino de Champagne.
A decir verdad, el postre habÃ*a sido interrumpido por la inopinada llegada de un
obús que estalló, destruyendo una parte del restaurante y matando a varios de
los convidados. Mony estaba muy contento de esta aventura; con gran sangre frÃ*a
habÃ*a encendido su cigarro con el mantel que estaba ardiendo. Ahora se iba aun
café-concierto con Cornaboeux.
-Este condenado general Kikodryoff -dijo por el camino-, es un notable estratega
sin duda; adivinó el sitio de Port-Arthur y seguramente me ha hecho enviar aquÃ*
para vengarse de que yo haya descubierto sus relaciones incestuosas con su hijo.
Igual que Ovidio, estoy expiando el crimen de mis ojos, pero no escribiré ni Las
Tristes ni Las Pónticas. Prefiero gozar el tiempo que me queda por vivir.
Varias balas de cañón pasaron silbando por encima de su cabeza; dieron un salto
para evitar a una mujer que yacÃ*a partida en dos por un obús y asÃ* llegaron ante
Las Delicias del Padrecito.
Era el cafetucho chic de Port-Arthur. Entraron. La sala estaba llena de humo.
Una cantante alemana, pelirroja, y de carnes desbordantes, cantaba con marcado
acento berlinés, aplaudida frenéticamente por aquellos espectadores que
entendÃ*an alemán. Enseguida cuatro girls inglesas, unas sisters cualesquiera,
salieron a bailar unos pasos de giga, mezclada con algo de cake-walky de
machicha. Eran unas muchachas muy lindas. Levantaban hasta muy arriba sus
crujientes faldas para enseñar unos calzones adornados con cintitas, pero
afortunadamente los calzones estaban cortados y en ocasiones dejaban ver sus
grandes muslos encuadrados por la batista de las enaguas, o los pelos que
atenuaban la blancura de su vientre. Cuando levantaban la pierna, sus coños
musgosos se entreabrÃ*an. Cantaban:
My cosey córner girl
y fueron más aplaudidas que la ridicula fraulein que las habÃ*a precedido.
Algunos oficiales rusos, probablemente demasiado pobres para pagarse una mujer,
se masturbaban concienzudamente contemplando, con los ojos dilatados, este
espectáculo paradisÃ*aco en el sentido mahometano del término.
De vez en cuando, un potente chorro de semen brotaba de uno de esos miembros
para ir a aplastarse sobre un uniforme vecino o incluso sobre una barba.
Después de las girls, la orquesta atacó una bulliciosa marcha y el número
sensacional se presentó en escena. Estaba formado por una española y un español.
Sus trajes toreros causaron una viva impresión entre los espectadores que
entonaron un Boje Tsaria Krany de circunstancias.
La española era una soberbia muchacha convenientemente descoyuntada. Unos ojos
de azabache brillaban en su pálido rostro de óvalo perfecto. Sus caderas
parecÃ*an hechas con torno y las lentejuelas de su traje deslumbraban.
El torero, esbelto y robusto, meneaba unas ancas cuya masculinidad debÃ*a tener
algunas ventajas, sin duda.
Esta interesante pareja, antes que nada, lanzó a la sala un par de besos que
causaron furor. Lo hicieron con la mano derecha, mientras que la izquierda
descansaba en las arqueadas caderas. Luego, bailaron lascivamente al estilo de
su paÃ*s. Inmediatamente la española se levantó las faldas hasta el ombligo y las
sujetó de manera que quedara descubierta hasta el surco umbilical. Sus largas
piernas estaban enfundadas en medias de seda roja que llegaban hasta tres
cuartos de los muslos. AllÃ*, estaban sujetas al corsé por unas ligas doradas a
las que venÃ*an a anudarse las sedas que aguantaban un antifaz de terciopelo
negro colocado sobre las nalgas de manera que enmascaraba el ojo del culo. El
coño estaba tapado por un vellocino negro azulado que se estremecÃ*a.
El torero, sin dejar de cantar, sacó su miembro muy largo y muy tieso. Bailaron
asÃ*, sacando el vientre, pareciendo buscarse y escaparse. El vientre de la joven
se ondulaba como un mar que súbitamente se hubiera vuelto consistente; la espuma
mediterránea se condensó asÃ* para formar el vientre de Afrodita.
De golpe, y como por encanto, el miembro y el coño de estos histriones se
juntaron y se hubiera dicho que iban a copular lisa y llanamente en escena.
Nada de eso.
Con su miembro completamente enhiesto, el torero levantó a la joven que plegó
las piernas y quedó en el aire sin tocar tierra. El se paseó un momento. Luego,
cuando los mozos del teatro hubieron tendido un alambre tres metros por encima
de los espectadores, subió allÃ* arriba, y, obsceno funámbulo, paseó asÃ* a su
amante por encima de los apretujados espectadores, a través del patio de
butacas. Reculó enseguida hasta el escenario. Los espectadores aplaudieron
estrepitosamente y admiraron plenamente los encantos de la española cuyo culo
enmascarado parecÃ*a sonreÃ*r, pues estaba lleno de hoyuelos.
Entonces fue el turno de la mujer. El torero plegó las rodillas y, sólidamente
ensartado en el coño de su compañera, fue paseado asÃ* sobre la rÃ*gida cuerda.
Esta fantasÃ*a funambulesca habÃ*a excitado a Mony.
-Vayamos al burdel -dijo a Cornaboeux.
Los Samurais alegres, tal era el agradable nombre del lupanar de moda durante el
sitio de Port-Arthur.
Estaba regentado por dos hombres, dos antiguos poetas simbolistas que,
habiéndose casado por amor, en ParÃ*s, habÃ*an venido a ocultar su felicidad al
Extremo Oriente. EjercÃ*an el lucrativo oficio de gerentes de burdel y vivÃ*an
bien. Se vestÃ*an de mujer y se decÃ*an ternezas sin haber renunciado a sus
bigotes y a sus nombres masculinos.
Uno era Adolphe Terré. Era el más viejo. El más joven tuvo su momento de
celebridad en ParÃ*s. ¿Quién ha olvidado el abrigo gris perla y el cuello de
armiño de Tristan de Vinaigre?
-Queremos mujeres -dijo Mony en francés a la cajera que no era otro que Adolphe
Terré.
Este comenzó uno de sus poemas:
Una tarde que entre Versailles y Fontainebleau*
PerseguÃ*a a una ninfa en los bosques susurrantes
Mi miembro se endureció de repente para la ocasión calva
Que pasaba enjuta y erguida, diabólicamente idÃ*lica.
La ensarté tres, luego me emborraché veinte dÃ*as.
Agarré unas purgaciones pero los dioses protegÃ*an.
Al poeta. Las glicinas han reemplazado a mis pelos
Y Virgilio cagó sobre mÃ*, este dÃ*stico versallés...
-Basta, basta -dijo Cornaboeux- ¡mujeres, rediós!
-¡AquÃ* viene la sub-madama! -dijo respetuosamente Adolphe.
La sub-madama, es decir el rubio Tristan de Vinaigre, se adelantó graciosamente
y, poniendo sus ojos azules en Mony, pronunció con voz cantarÃ*na este poema
histórico:
Mi miembro ha enrojecido con una alegrÃ*a encarnada**
En la flor de mi vida
Y mis testÃ*culos se han bamboleado como frutos pesados
Un soirqu'entre Versailles et Fontainebleau*
Je suivais une nymphe ilans les forèts bruissantes.
Man vit banda soudain pour l'ocassion chauve
Qui passait maigre et droite diaboliquement idyllique.
Je l'enfilai trois, puis me saoulai vingt jours,
J'eus une chaudepisse mais les dieux protégeaient
Le poète. Les glycines ont remplacé mes poils
Et Virgile chÃ*a sur moi, ce distique versaillais...
Que buscan la canasta.
El vellocino suntuoso donde se hunde mi verga
Se acuesta muy espeso,
Del culo a la ingle y de la ingle al ombligo (en
fin, de todos lados) Respetando mis frágiles nalgas,
Inmóviles y crispadas cuando tengo que cagar
Sobre la mesa demasiado alta y el papel helado
Los cálidos cagajones de mis pensamientos.
-En fin -dijo Mony- ¿esto es un burdel o un asilo?
-¡Todas las damas al salón! -gritó Tristan y, al mismo tiempo, dio una toalla a
Cornaboeux añadiendo:
-Una toalla para dos, señores... Comprendan... es época de sitio.
Adolphe percibió los 360 rublos que costaban las relaciones con las prostitutas
en Port-Arthur. Los dos amigos entraron en el salón. AllÃ* les esperaba un
espectáculo incomparable.
Las putas, vestidas con peinadores grosella, carmesÃ*, azulino o burdeos, jugaban
al bridge mientras fumaban cigarrillos rubios.
En este momento, se oyó un estrépito aterrador: un obús, agujereando el techo,
cayó pesadamente en el suelo, donde se hundió como un bólido, justo en el
cÃ*rculo formado por las jugadoras de bridge. Afortunadamente, el obús no
estalló. Todas las mujeres cayeron de
Mon vit a rougid'une allégresse vermeille**
Au printemps de mon age
Et mes couilles ont balancé comme des fruits lourds
Qui cherchent la corbeille.
La toisón somptueuse oú s'enclót ma verge
Se pagnotte tres épaisse,
Du cul á l'aine et de Vaine au nombril (en fin, de tous cotes).
En respectant mes fréles fesses,
Immobiles et crispées quand tÃ* mefaut chier
Sur la table trop haute et le papier glacé
Les chauds étrons de mes pensées.
espaldas gritando. Sus piernas quedaron en alto y mostraron el as de pique a los
ojos concupiscentes de los dos militares. Fue una admirable exposición de culos
de todas las nacionalidades, pues este burdel modelo poseÃ*a prostitutas de todas
las razas. El culo en forma de pera de la frisona contrastaba con los culos
regordetes de las parisinas, las nalgas maravillosas de las inglesas, los
traseros cuadrados de las escandinavas y los culos caÃ*dos de las catalanas. Una
negra mostró una masa atormentada que se parecÃ*a más a un cráter volcánico que a
unas ancas femeninas. Una vez en pie, ella proclamó que sus adversarias habÃ*an
perdido la baza, tan deprisa se acostumbra uno a los horrores dé la guerra.
-Me llevo a la negra -dijo Cornaboeux mientras que esta reina de Saba,
levantándose y oyéndose nombrar, saludaba a su Salomón con estas amenas
palabras:
-¿Quie'es pinchar mi g'an patata, señor gene'al?
Cornaboeux la besó delicadamente. Pero Mony no estaba satisfecho de esta
exhibición internacional:
-¿Dónde están las japonesas? -pidió.
-Son cincuenta rublos más -declaró la sub-madama retorciendo sus fuertes
bigotes-, comprenda, ¡es el enemigo!
Mony pagó e hicieron entrar a una veintena de muchachas japonesas vestidas con
su traje nacional.
El prÃ*ncipe escogió una que era encantadora y la sub-madama hizo entrar a las
dos parejas en un reservado acondicionado para un objetivo fornicador.
La negra que se llamaba Cornélie y la japonesita, que respondÃ*a al delicado
nombre de Kilyemu, es decir: cáliz de flor de nÃ*spero japonés, se desnudaron
cantando la una en sabir tripolitano, la otra en un dialecto japonés.
Mony y Cornaboeux se desnudaron.
El prÃ*ncipe dejó, en un rincón, a su ayuda de cámara y a la negra, y no se ocupó
más que de Kilyemu, cuya belleza infantil y grave a la vez le encantaba.
La besó tiernamente y, de vez en cuando, durante esta bella noche de amor, se
oÃ*a el ruido del bombardeo y los obuses estallaban con suavidad. Se hubiera
dicho que un prÃ*ncipe oriental ofrecÃ*a un castillo de fuegos artificiales en
honor de alguna princesa georgiana y virgen.
Kilyemu era pequeña pero muy bien hecha, su cuerpo era amarillo como un
melocotón, sus senos pequeños y puntiagudos eran duros como pelotas de tenis.
Los pelos de su coño estaban unidos en un manojo áspero y negro, se dirÃ*a que
era un pincel mojado.
Ella se echó de espaldas y, llevando sus muslos sobre su vientre, las rodillas
plegadas, abrió sus piernas como un libro.
Esta postura imposible para una europea asombró a Mony.
Aparecieron pronto sus encantos. Su miembro se hundió por completo, hasta los
testÃ*culos, en un coño elástico que, amplio primero, se estrechó inmediatamente
de forma sorprendente.
Esta muchachita que apenas parecÃ*a nubil sabÃ*a hacer el cascanueces. Mony se dio
cuenta plenamente cuando después de los últimos espasmos voluptuosos, descargó
en una vagina que se habÃ*a estrechado terriblemente y que le mamaba el miembro
hasta la última gota...
-Cuéntame tu historia -dijo Mony a Kilyemu mientras que en el rincón se oÃ*an los
jadeos cÃ*nicos de Cornaboeux y de la negra.
Kilyemu se sentó:
-Soy -dijo- hija de un intérprete de sammisen, que es una especie de guitarra,
la toca en el teatro. Mi padre hacÃ*a el coro e, interpretando temas tristes,
recitaba historias lÃ*ricas y cadenciosas en un palco enrejado del proscenio.
Mi madre, la bella Pesca de Julio representaba los principales papeles de esas
largas obras a las que es tan aficionada la dramaturgia nipona.
Me acuerdo que representaban Los Cuarenta y siete Roonines, La Bella Siguenaï o
bien Taiko.
Nuestra compañÃ*a iba de ciudad en ciudad, y esta naturaleza admirable donde he
crecido aparece siempre en mi memoria en los momentos de abandono amoroso.
Me subÃ*a a los matsus, esas coniferas gigantes; iba a ver bañarse en los rÃ*os a
los bellos samurais desnudos, cuya enorme méntula no tenÃ*a ninguna significación
para mÃ*, en esa época, y reÃ*a con las bonitas y alegres criadas que venÃ*an a
secarlos.
¡Oh! ¡Hacer el amor en mi paÃ*s siempre florido! ¡Amar a un fornido luchador bajo
los rosados cerezos y descender besándose de las colinas!
Un marinero de permiso, de la compañÃ*a Nippon Josen Kaïsha, que era mi primo, un
dÃ*a me arrebató la virginidad.
Mi padre y mi madre representaban El Gran Ladrón y la sala estaba repleta. Mi
primo me llevó a pasear. Yo tenÃ*a trece años. El habÃ*a viajado por Europa y me
contaba las maravillas de un universo que yo ignoraba. Me condujo hasta un
jardÃ*n desierto lleno de lirios, de camelias rojo obscuro, de lises amarillos y
de lotos parecidos a mi lengua, tan bellamente rosados. AllÃ*, me besó y me
preguntó si habÃ*a hecho el amor, le dije que no. Entonces, deshizo mi kimono y
me acarició los pechos. Esto me dio risa, pero me puse muy seria cuando puso en
mi mano un miembro duro, grande y largo.
¿Qué quieres hacer con él? le pregunté. Sin responderme, me acostó, me desnudó
las piernas e, introduciéndome su lengua en la boca, penetró mi virginidad. Tuve
fuerzas para lanzar un grito que debió turbar a las gramÃ*neas y a los bellos
crisantemos del gran jardÃ*n desierto, pero inmediatamente la voluptuosidad se
despertó en mÃ*.
Al poco tiempo me raptó un armero, era bello como el Daïbó de Kamakura, y es
preciso hablar religiosamente de su verga que parecÃ*a de bronce dorado y que era
inagotable. Todas las noches antes del amor me creÃ*a insaciable pero cuando
habÃ*a sentido quince veces como la cálida semilla se derramaba en mi vulva,
debÃ*a ofrecerle mi cansada grupa para que él pudiera satisfacerse, o cuando
estaba demasiado fatigada, tomaba su miembro con la boca y lo chupaba hasta que
él me ordenaba parar. Se mató para obedecer las prescripciones del Bushido, y
cumpliendo este acto caballeresco me dejó sola y desconsolada.
Un inglés de Yokohama me recogió. OlÃ*a a cadáver como todos los europeos, y
durante largo tiempo no pude acostumbrarme a ese olor. Yo le suplicaba que me
enculara para no ver delante mÃ*o su cara bestial con patillas pelirrojas. Sin
embargo, al fin, me acostumbré a él y, como estaba bajo mi dominio, le obligaba
a lamerme la vulva hasta que su lengua, enrampada, ya no podÃ*a removerse.
Una amiga que yo habÃ*a conocido en Tokio y que amaba hasta la locura venÃ*a a
consolarme.
Era bonita como la primavera y parecÃ*a que dos abejas estaban continuamente
posadas en la punta de sus senos. Nos satisfacÃ*amos con un trozo de mármol
amarillo tallado por los dos extremos en forma de miembro. Eramos insaciables y,
la una en los brazos de la otra, desenfrenadas, encrespadas y aullando, nos
agitábamos furiosamente como dos perros que quieren roer el mismo hueso.
Un dÃ*a el inglés se volvió loco; creÃ*a ser el Shogún y querÃ*a encular al Mikado.
Se lo llevaron y yo hice de puta en compañÃ*a de mi amiga hasta el dÃ*a en que me
enamoré de un alemán, alto, fuerte, imberbe, que tenÃ*a una enorme verga
inagotable. Me pegaba y yo le besaba llorando. Al fin, baldada por los golpes,
me hacÃ*a limosna de su miembro y yo gozaba como una posesa abrazándole con todas
mis fuerzas.
Un dÃ*a tomamos el barco, me llevó a Shangai y me vendió a una alcahueta. Luego
se fue, mi bello Egon, sin volver la cabeza, dejándome desesperada, con las
mujeres del burdel que se reÃ*an de mÃ*. Me enseñaron bien el oficio, pero cuando
tenga mucho dinero me iré, como una mujer honesta, por el mundo, para encontrar
a mi Egon, sentir una vez más su miembro en mi vulva y morir pensando en los
rosados árboles del Japón.
La japonesita, tiesa y seria, se marchó como una sombra, dejando a Mony
reflexionar sobre la fragilidad de las pasiones humanas con los ojos llenos de
lágrimas.
Entonces oyó un sonoro ronquido y, volviendo la cabeza, vio a la negra y a
Cornaboeux dormidos castamente uno en los brazos del otro; pero los dos eran
monstruosos. El culazo de Cornélie sobresalÃ*a, reflejando la luna cuya luz
entraba por la abierta ventana. Mony sacó su sable de la funda y pinchó en ese
enorme trozo de carne.
En la sala también se oÃ*an gritos. Cornaboeux y Mony salieron con la negra. La
sala estaba llena de humo. HabÃ*an entrado varios oficiales rusos que, borrachos
y groseros, profiriendo juramentos inmundos, se arrojaron sobre las inglesas del
burdel quienes, asqueadas del aspecto innoble de los militarotes, murmuraron
unos bloody y unos damned a cual mejor.
Cornaboeux y Mony contemplaron por un instante la violación de las prostitutas,
luego salieron mientras se producÃ*a una enculada colectiva y desenfrenada,
dejando desesperados a Adolphe Terré y Tristan de Vinaigre que trataban de
restablecer el orden y se agitaban vanamente, enredados en sus femeninas faldas.
En ese preciso instante entró el general Stoessel y todo el mundo tuvo que
rectificar su posición, incluso la negra.
Los japoneses acababan de dar el primer asalto a la ciudad asediada.
Mony casi tuvo ganas de retroceder para ver lo que harÃ*a su jefe, pero se oÃ*an
gritos salvajes hacia las fortificaciones.
Llegaron varios soldados conduciendo un prisionero. Era un joven alto, un
alemán, que habÃ*an encontrado en el lÃ*mite de las obras de defensa, despojando a
los cadáveres. Gritaba en alemán:
-No soy un ladrón. Amo a los rusos, he cruzado valientemente las lÃ*neas
japonesas, para ofrecerme como maricón, marica, enculado. Sin duda os faltan
mujeres y no estaréis descontentos de tenerme con vosotros.
-¡A muerte! -gritaron los soldados-, ¡a muerte, es un espÃ*a, un salteador, un
desvalijador de cadáveres!
Ningún oficial acompañaba a los soldados. Mony se adelantó y pidió
explicaciones:
-Se equivoca -dijo al extranjero- tenemos mujeres en abundancia pero debe pagar
su crimen. Será enculado, ya que lo pide, por los soldados que le han detenido,
y será empalado inmediatamente después. Morirá igual que ha vivido y es la
muerte más bella según testimonian los moralistas. ¿Su nombre?
-Egon Muller -declaró temblando el hombre.
-Está bien -dijo Mony secamente-, viene de Yokohama y ha traficado
vergonzosamente, como un auténtico alcahuete, con su amante, una japonesa
llamada Kilyemu. Marica, espÃ*a, alcahuete y desvalijador de cadáveres, estáis
completo. Que preparen el poste y vosotros, soldados, enculadlo... No tenéis una
ocasión semejante cada dÃ*a.
Desnudaron al bello Egon. Era un muchacho de una belleza admirable y sus senos
estaban redondeados como los de un hermafrodita. A la vista de estos encantos,
los soldados sacaron sus miembros concupiscentes.
Cornaboeux se conmovió, con los ojos arrasados en lágrimas, y pidió gracia para
Egon a su señor, pero Mony se mantuvo inflexible y no permitió a su ordenanza
más que hacerse chupar el miembro por el encantador efebo quien, el culo tenso,
recibió a su vez, en su ano dilatado, las vergas radiantes de los soldados que,
perfectos brutos, cantaban himnos religiosos felicitándose por su captura.
El espÃ*a, tras recibir la tercera descarga, comenzó a gozar furiosamente y
agitaba su culo mientras chupaba el miembro de Cornaboeux, como si aún tuviera
treinta años de vida por delante.
Mientras tanto habÃ*an alzado el poste metálico que debÃ*a servir de asiento al
mamón.
Cuando todos los soldados hubieron enculado al prisionero, Mony deslizó unas
palabras en los oÃ*dos de Cornaboeux que aún estaba extasiado por la manera como
acababan de sacarle punta a su lápiz.
Cornaboeux fue hasta el burdel y volvió enseguida, acompañado por Kilyemu, la
joven prostituta japonesa que preguntaba qué era lo que querÃ*an de ella.
De improviso vio a Egon al que acababan de clavar, amordazado, sobre el palo de
hierro. Se contorsionaba y la pica le penetraba poco a poco en el ano. Por
delante su verga se alzaba de tal forma que parecÃ*a estar a punto de romperse.
Mony señaló a Kilyemu a los soldados. La pobre mujercita miraba a su amante
empalado con ojos donde se mezclaba el terror, el amor y la compasión en una
suprema desolación. Los soldados la desnudaron y alzaron su pobre cuerpecito de
pájaro sobre el del empalado.
Separaron las piernas de la desgraciada y el hinchado miembro que ella habÃ*a
deseado tanto la penetró una vez más.
La pobre, simple de espÃ*ritu, no entendÃ*a esta barbarie, pero el miembro que la
colmaba la excitaba demasiado voluptuosamente. Se volvió como loca y se agitaba,
haciendo descender poco a poco el cuerpo de su amante a lo largo del palo. El
descargó mientras expiraba.
¡Era un extraño estandarte el que formaban ese hombre amordazado y esa mujer que
se agitaba encima suyo, con la boca desencajada! ... La sangre obscura formaba
un charco al pie del palo.
-Soldados, saludad a los que mueren -gritó Mony, y dirigiéndose a Kilyemu-: "He
satisfecho tus deseos... ¡En este momento los cerezos florecen en el Japón, los
amantes se pierden entre la nieve rosa de los pétalos que se deshojan!".
Luego, apuntando su revólver, le voló la cabeza y los sesos de la pequeña
cortesana saltaron al rostro del oficial, como si ella hubiera querido escupir a
su verdugo.
CapÃ*tulo VII
 
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