Me dirigía a un pequeño pueblo de Galicia donde había encontrado el trabajo que había andado buscando. Meses me había llevado mirando con lupa periódicos de todo tipo y de todas partes, pero no había encontrado nada en absoluto. Sin embargo, sin comerlo ni beberlo, un día me encontré a alguien misterioso en un canal de charlas por Internet en el que se hablaba fundamentalmente de eso, de trabajo y desempleo. Una tal "sorlourd" me abrió un privado al ver que yo buscaba trabajo desesperadamente. Me dijo que era la madre superiora de un convento de clausura de Galicia y que andaban buscando un joven que entendiera de diversas cosas para que hiciera chapuzas de las que ellas no se podían ocupar dadas sus obligaciones eclesiásticas. Sobre todo, me dijo, me ocuparía de pintar paredes de interior, del mantenimiento de los aparatos eléctricos y de configurar bien su ordenador. Me dijo que me pagarían bien y que me captaban por Internet por discreción, ya que como es lógico no estaba bien visto que hubiera un hombre en un convento, y menos en uno de clausura.
Yo me pensé aquello detenidamente y tuve mis recelos, pero la madre superiora me dio al día siguiente su número de teléfono por correo electrónico y hablé con ella, quedando totalmente convencido de que aquello iba en serio. Aun así, pensé sobre ello mucho y, después de una semana me encaminé a la estación y cogí el tren que me llevaba entonces por aquellos campos amarillos y anaranjados.
EL día no parecía tener intención de abrir y seguía gris completamente, aunque a mí aquello no me disgustaba, siendo yo un amante de los días lluviosos y plomizos. Hora tras hora, la lluvia no dejó de caer. Yo me dediqué a leer un libro y a hojear varias revistas que había comprado hasta que, varias horas después de dejar Madrid, el tren se detuvo en Orense. Me apeé del tren y me dirigí rápidamente hacia la estación de autobuses, desde donde salía un autobús que llevaba al pueblo cerca del cual estaba el convento. El autobús salió no mucho después de llegar yo y me llevó al pueblo, triste y solitario, en poco más de una hora. Una vez allí, me sentí indefenso ante aquellos bosques y aquellos paisajes maravillosos que hacían que la Naturaleza cobrara un carácter amenazador. Pronto reaccioné y dirigí mis pasos en la dirección que sorlourd me había indicado. Recorridos unos dos kilómetros por un camino vecinal, llegué al convento, que tenía aspecto de estar olvidado por el tiempo. Tenía múltiples desconchones y sus muros, sin ventanas, eran gruesos y viejos. Me dirigí a una puerta vieja de madera que estaba en un lado muy cercano al bosque y donde el suelo, compuesto por unas viejas losas gastadas, tenía verdina y estaba muy húmedo por el sirimiri. Vi un aldabón oxidado y llamé con él con fuerza. Al cabo de un minuto, alguien se acercó a la puerta.
Se oyeron unos golpes de cerrojos grandes y luego un chirrido infernal mientras la puerta se abría un poco. Unos ojos me escudriñaron desde dentro y luego la puerta se abrió del todo. Una monja joven, de unos veinte años y con la cara joven y muy blanca, apareció ante mí. Me hizo olvidar los viejos prejuicios que tenía de las monjas, ya que era bastante atractiva de cara.
-¿Es usted Carlos? -me preguntó.
-Sí, soy yo. Hablé con la madre superiora y me dijo que...
-Sí, le está esperando -me interrumpió la joven hermana.
Sin mayor dilación, la hermana me invitó a que entrara y cerró tras de mí la puerta con el consiguiente chirrido y golpe de cerrojos. Me encontré en un corto pasillo que desembocaba en un patio atestado de plantas y con una fuente llena de verdina y agua en el centro. Tenía columnas a su alrededor y un corredor todo alrededor del patio de unos cinco metros de ancho del cual salían pasillos en todas direcciones menos en una, donde había una puerta. Hacia ésta precisamente nos dirigimos y la hermana llamó a la puerta. Desde dentro se oyó que una voz de mujer, que yo reconocí por haberla oído por teléfono, que nos dijo que pasáramos. La hermana abrió y me dijo que pasara, cosa que hice.
Estaba ahora en una habitación grande, pero acogedora por la cantidad de mobiliario que había en ella, una alfombra gorda y la calefacción. Cuando miré hacia el frente vi a una monja de unos cuarenta años y de complexión robusta, aunque no muy alta. Me sonrió y me dijo que me acercara a ella. La puerta de la estancia se cerró detrás de mí.
-Así que tú eres Carlos, eh... -me dijo sin dejar de sonreír.
-Sí -dije yo.
-Encantada de conocerte -me dijo estrechándome la mano.
-Igualmente.
-¿Qué tal ha ido el viaje?
-Cansado, pero bien -respondí.
-Bueno, pues vamos a hablar ya de lo del trabajo. Como te dije harás chapuzas y mantenimiento general del convento y se te pagarán trescientas mil pesetas al mes. ¿Te parece bien?
-Sí, está bien, la verdad.
-Ahora te voy a informar un poco sobre la vida en el convento. Aquí nos levantamos a las siete y desayunamos a las ocho, después de rezar por primera vez. No seguimos mucho las normas establecidas, porque estamos en una zona aislada y hacemos las cosas a nuestro estilo. Después de las ocho empiezan las tareas de limpieza y mantenimiento para algunas y más rezos para otras. Poco después nos dedicamos a hacer algunos dulces que vendemos a las gentes del pueblo de ahí cerca. Comemos a la una de la tarde y después tomamos una merienda a las cinco. Finalmente, cenamos a las nueve y, después de rezar, nos vamos a la cama a las diez o diez y media. En total somos doce hermanas más ocho novicias jovencitas.
-Ajá.
Cuando ya parecía que la conversación había terminado y que me iba a decir que fuera a mi habitación, sor Lourdes, que así se llamaba esta hermana, me dijo:
-Hay una cosa que no te he dicho, aunque quizá la hayas dado por supuesta, no sé...
-¿Qué es?
-Pues que no es una casualidad que hayamos elegido a un joven de veinticinco años como tú para esto. Nosotras somos muchas y quieras que no echamos de menos un hombre que nos haga sentirnos mujeres de vez en cuando. Es decir, que algunas buscamos un poco de sexo. No quiero que esto te ofenda ni nada de eso, sólo quiero ser sincera contigo. Necesitamos sexo y aquí no creemos ninguna que haya que practicar una abstinencia total. A veces hacemos cosas entre nosotras, pero eso no nos gusta a ninguna y queríamos un hombre. Si estás dispuesto, el trabajo es tuyo.
Me quedé tan alucinado que no reaccioné de momento, pero al poco asentí, con la polla tan empinada que casi me rompe los pantalones.
-Me alegro que estés de acuerdo, porque además te lo vas a pasar muy bien. Las novicias son todas vírgenes y tienen entre diecisiete y veintiún años, de modo que te puedes imaginar las ganas de hombre que tienen. Las mayores tenemos entre veintisiete y cuarenta y nueve años y, aunque no todas somos vírgenes, sí tenemos ganas de hombre; unas más que otras. Vamos, que en este convento queremos follar y chupar polla como locas.
Yo estaba tan caliente que temía que fuera a salir ardiendo y me carbonizara allí mismo.
-Te has quedado sin habla, ¿eh? Pero, ¿tú creías de verdad que las monjas podemos aguantar nuestras ganas de hombre? Pues claro que no. Además, el hecho de que follemos no quiere decir que no creamos en Dios. Nosotras no consideramos que el sexo esté reñido con la fe. ¿Qué opinas tú?
La pregunta me hizo gracia. Pues claro que estaba de acuerdo con ella... Era como para no estarlo.
-Estoy totalmente de acuerdo -dije.
La hermana Lourdes me miró de forma obscena, sobre todo miraba al bulto en mis pantalones.
-Se te ha puesto muy dura. ¿Por qué no me la enseñas para que vea la polla que nos vamos a comer?
Yo dudé un momento, aunque no tardé mucho en empezar a desnudarme, estando seguro de mí mismo y de mis 22 cm de miembro. La hermana Lourdes parecía ansiosa por verme desnudo, como si llevara años sin ver un rabo y no pudiera aguantar más.
Mis pantalones cayeron sobre mis pies y luego los siguieron mis calzoncillos. Mi polla quedó a la vista de la asombrada y excitada monja, que la miraba fijamente como si algo sobrenatural se le hubiera aparecido. Podía ver mi glande, que estaba totalmente fuera, rojo y húmedo.
-¿Qué te parece? -le pregunté, volviéndome más osado por momentos.
-Es... es enorme...
-Sí, creo que va a haber polla suficiente para todas.
-Lo que no sé es cómo les va a caber esa maravilla de rabo a las novicias, pero supongo que eso mismo les dará más morbo que nada.
-Seguro que les entra sin problemas... Se van a correr hasta por las orejas.
-Eso no lo dudo, hijo, eso no lo dudo -dijo sor Lourdes mirando fijamente mi polla todavía. Después se dirigió a la puerta y echó el cerrojo-. ¿Quieres que yo sea la primera en probarla?
Yo sonreí y respondí:
-Claro, ¿por qué no?
La hermana se colocó al lado de su escritorio y deslizó sus manos por debajo del hábito para seguidamente quitarse las bragas. Con una mirada pícara donde las haya, la monja se fue subiendo el hábito hasta que me dejó ver su coño peludo y negro. Era muy espeso y aquello me puso más cachondo aún.
-¿Tienes condones? -me preguntó.
-Siempre llevo un par de ellos en la cartera.
-Menos mal -dijo la monja suspirando-. Ahora dentro de un rato enviaré a una de mis chicas a Orense para que vaya a varias farmacias y compre dos o tres cajas en cada una y se traiga una mochila llena. Por su puesto, irá vestida de paisana. O mejor, igual mando a dos para que compren más. Vamos a necesitar cientos de condones...
Yo me puse uno de los condones que llevaba encima y me acerqué a sor Lourdes, que me miraba de la forma más obscena que jamás me había encontrado en mi vida. Reflejaba el hambre de hombre que tenía. Se puso con el culo hacia mí y lo puso en pompa, apoyando las manos en el filo del escritorio. Lo que tenía ante mí me puso tan sumamente caliente que estuve a punto de explotar. Tenía dos labios perfectamente paralelos y una raja en mitad de ellos, amén de un agujero de culo. Había pelo negro, aunque no demasiado abundante por la parte cercana a la entrada de su vagina y todo estaba muy húmedo e hinchado, preparado para recibir a mi rabo empalmado.
-Fóllame... -me rogó Lourdes.
Sin pensarlo ni media vez, me acerqué más a ella y coloqué mi rabo en la entrada de su agujero. Muy despacio, fui empujando hasta que mi nabo entró casi entero en su coño, que parecía estar untado de mantequilla por la suavidad con que entró. La hermana Lourdes gemía de placer al sentirse invidida por semejante miembro y empezó a proferir gritos ahogados cuando comencé a embestirla con mayor fuerza y rapidez.
Con mis manos a cada lado de su culo y atrayéndomela para metérsela profundamente, seguí follándome a aquella monja insaciable hasta que, entre gemidos sobrehumanos y convulsiones alarmantes, se empezó a correr. Jadeaba como una perra en celo y sus gemidos eran casi gritos, pero yo no dejaba de metérsela. Podía controlar perfectamente mis orgasmos, algo que había aprendido tras infinitas sesiones de pajeo intensivo en casa y follando con putas y algunas amigas, así que hice que sor Lourdes se corriera varias veces. Cuando ya no pudo más, saqué la polla de su coño estrecho ( debía haber follado muy poco ) y ella se echó sobre la mesa exhausta.
Al poco, se dio la vuelta y se bajo el hábito. Se agachó para guardar las bragas en un cajón y se quedó mirándome mientras yo me quitaba el condón.
-Ha sido fabuloso -me dijo.
-Gracias.
-¿No has querido correrte?
-No, no me hacía falta. Además, así puedo follar con más energía si alguna otra quiere sexo.
-Veo que eres una máquina de sexo. Pues aquí te vas a hartar, porque si no todas, la mayoría estamos deseando sentir un buen rabo.
-Lo supongo, y estoy deseando desvirgar coñitos -dije.
La hermana Lourdes se rio.
-De eso también vas a tener en cantidad, descuida. Bueno, ahora si quieres te acompaño a tu habitación. Te he dado una al lado de nuestras habitaciones, así que cada vez que quieras follar...
La monja me llevó a mi habitación, que era muy simple y estaba compuesta por una cama, una mesilla de noche, un armario viejo de madera y una silla. Después salimos al pasillo y me indicó dónde dormían las novicias. Dos de ellas regresaban de rezar y se sonrojaron al verme, riéndose como niñas avergonzadas.
-Son dos de las más jóvenes. Apenas tienen diecisiete años y están más cachondas que yo, así que imagínate.
Yo sonreí.
-Bueno, pues me voy a decirles a sor Laura y a sor María que vayan a Orense a por los condones. Vamos a necesitar toneladas. También les diré que traigan lubricante para que nos puedas encular de vez en cuando.
Yo me volví a meter en mi habitación y allí permanecí descansando hasta la cena, hora a la que salí. Por el pasillo me encontré a varias monjas, casi todas ellas de menos de treinta años, que me miraban furtivamente y se decían cosas entre sonrisas pícaras de adolescente. Salí de nuevo al frondoso patio y entré por una de las puertas que salían de él. Me encontré entonces con el comedor, donde había dos grandes mesas y una puerta al fondo, que supuse que daba a la cocina.
Había ya varias hermanas sentadas cuando entré, la mayor parte de ellas menores de treinta años. Contrariamente a lo que pensé anteriormente, me hablaron sin avergonzarse mucho y me preguntaron de dónde venía, a qué me había dedicado, etc. Yo les respondí afablemente y, cuando la cena hubo terminado, me dirigí a mi habitación. A pesar de la extraordinaria oportunidad de sexo que tenía ante mí, un joven que por aquel entonces no había tenido precisamente miles de compañeras sexuales, me abrumaba un poco la presencia de todas aquellas hembras hambrientas de sexo y mojando sus bragas con sus coños húmedos deseosos de polla.
Cuando pasaba por el corredor donde estaban la mayoría de las habitaciones me crucé con una novicia que no debía llegar a los veinte y que parecía tener un cuerpo escultural a pesar del hábito. Me guiñó un ojo y me indicó con la mano que la siguiera. Me llevó a una de las habitaciones que estaban al final del corredor y me invitó a pasar. Yo lo hice y ella cerró la puerta con llave después.
-Estás muy bien, ¿lo sabías? -me dijo mirándome fijamente.
-Si tú lo dices... -dije yo fingiendo modestia.
-Lo dicen todas.
-¿Quieres hacerlo? -le pregunté.
-Si tienes condones, sí.
-Tengo uno.
-Entonces vamos a follar.
-¿Has follado alguna vez?
-No, soy virgen.
-Bueno, eso tiene fácil arreglo.
La novicia sonrió mientras se empezaba a desnudar. Yo también me fui desnudando y al poco estaba totalmente desnudo, con una erección de mil demonios apuntando hacia la joven. Ésta quedó desnuda al poco y a mí casi me dio algo cuando me di cuenta de que tenía un cuerpo de lo más apetitoso. Tenía cara inocente de niña, unas tetas muy grandes y turgentes, el coño afeitado y unos muslos carnosos y bien formados. Yo estaba tan caliente que casi me corro sin que me tocaran.
-La tienes enorme... Nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan grande... ¿Crees que cabrá? -preguntó la novicia preocupada y excitada al mismo tiempo.
-Eso déjalo de mi cuenta. Yo me encargaré de que entre. Tú ábrete de piernas en la cama, que yo te la meteré.
La novicia, para mi sorpresa, obedeció y se puso sobre la cama con las piernas separadas. Yo me puse mi último condón y avancé hacia ella, colocándome entre sus apetecibles muslos. Guié mi polla con una mano hacia la entrada de su coño y acto seguido la empujé con fuerza, pero el obstáculo me detuvo. La joven vibraba de inquietud mientras tanto.
Con un nuevo golpe de caderas hundí mi polla en el agujero virgen de la joven, traspasando con fiereza el obstáculo que impedía el placer completo. El agujero de la chica estaba muy estrecho, pero gracias a su humedad mi polla pudo entrar y salir con facilidad.
La joven gemía y jadeaba sin control mientras me la follaba salvajemente, estrellándome con fuerza contra el centro de su femineidad y ensanchándolo cada vez más. Se corrió una y otra vez agonizando de placer bajo mi cuerpo ardiente. Yo me acerqué inexorablemente a mi orgasmo, sobre todo a causa de la estrechez del coño de la chica aquella y un tremendo chorro de semen empezó a llenar el condón de arriba abajo. Tanta leche eché que empezó a rebosar y a chorrear por mis huevos mientras mi polla seguía dentro.
Cuando los dos estuvimos satisfechos, saqué mi rabo de su vagina y eché el condón sobre la cama, manchándola un poco de semen, cosa que creo que no le importó mucho a la viciosa adolescente. Nos besamos y vestimos y después me fui a mi habitación a dormir. Sabía que los días siguientes serían intensos días de sexo y de quitar virginidades a jóvenes y no tan jóvenes hembras sedientas de hombre, pero hasta ni mis predicciones más optimistas pudieron prever lo que se avecinaba.
La tarde siguiente a mi llegada, volvieron las hermanas que habían ido a las farmacias y trajeron cada una ( al final fueron cuatro ) cincuenta cajas de veinticuatro preservativos. Yo no podía dar crédito a mis ojos cuando vi lo que habían comprado. Había casi cinco mil condones allí y lo que no me podía imaginar es que los necesitaríamos.
Yo me pensé aquello detenidamente y tuve mis recelos, pero la madre superiora me dio al día siguiente su número de teléfono por correo electrónico y hablé con ella, quedando totalmente convencido de que aquello iba en serio. Aun así, pensé sobre ello mucho y, después de una semana me encaminé a la estación y cogí el tren que me llevaba entonces por aquellos campos amarillos y anaranjados.
EL día no parecía tener intención de abrir y seguía gris completamente, aunque a mí aquello no me disgustaba, siendo yo un amante de los días lluviosos y plomizos. Hora tras hora, la lluvia no dejó de caer. Yo me dediqué a leer un libro y a hojear varias revistas que había comprado hasta que, varias horas después de dejar Madrid, el tren se detuvo en Orense. Me apeé del tren y me dirigí rápidamente hacia la estación de autobuses, desde donde salía un autobús que llevaba al pueblo cerca del cual estaba el convento. El autobús salió no mucho después de llegar yo y me llevó al pueblo, triste y solitario, en poco más de una hora. Una vez allí, me sentí indefenso ante aquellos bosques y aquellos paisajes maravillosos que hacían que la Naturaleza cobrara un carácter amenazador. Pronto reaccioné y dirigí mis pasos en la dirección que sorlourd me había indicado. Recorridos unos dos kilómetros por un camino vecinal, llegué al convento, que tenía aspecto de estar olvidado por el tiempo. Tenía múltiples desconchones y sus muros, sin ventanas, eran gruesos y viejos. Me dirigí a una puerta vieja de madera que estaba en un lado muy cercano al bosque y donde el suelo, compuesto por unas viejas losas gastadas, tenía verdina y estaba muy húmedo por el sirimiri. Vi un aldabón oxidado y llamé con él con fuerza. Al cabo de un minuto, alguien se acercó a la puerta.
Se oyeron unos golpes de cerrojos grandes y luego un chirrido infernal mientras la puerta se abría un poco. Unos ojos me escudriñaron desde dentro y luego la puerta se abrió del todo. Una monja joven, de unos veinte años y con la cara joven y muy blanca, apareció ante mí. Me hizo olvidar los viejos prejuicios que tenía de las monjas, ya que era bastante atractiva de cara.
-¿Es usted Carlos? -me preguntó.
-Sí, soy yo. Hablé con la madre superiora y me dijo que...
-Sí, le está esperando -me interrumpió la joven hermana.
Sin mayor dilación, la hermana me invitó a que entrara y cerró tras de mí la puerta con el consiguiente chirrido y golpe de cerrojos. Me encontré en un corto pasillo que desembocaba en un patio atestado de plantas y con una fuente llena de verdina y agua en el centro. Tenía columnas a su alrededor y un corredor todo alrededor del patio de unos cinco metros de ancho del cual salían pasillos en todas direcciones menos en una, donde había una puerta. Hacia ésta precisamente nos dirigimos y la hermana llamó a la puerta. Desde dentro se oyó que una voz de mujer, que yo reconocí por haberla oído por teléfono, que nos dijo que pasáramos. La hermana abrió y me dijo que pasara, cosa que hice.
Estaba ahora en una habitación grande, pero acogedora por la cantidad de mobiliario que había en ella, una alfombra gorda y la calefacción. Cuando miré hacia el frente vi a una monja de unos cuarenta años y de complexión robusta, aunque no muy alta. Me sonrió y me dijo que me acercara a ella. La puerta de la estancia se cerró detrás de mí.
-Así que tú eres Carlos, eh... -me dijo sin dejar de sonreír.
-Sí -dije yo.
-Encantada de conocerte -me dijo estrechándome la mano.
-Igualmente.
-¿Qué tal ha ido el viaje?
-Cansado, pero bien -respondí.
-Bueno, pues vamos a hablar ya de lo del trabajo. Como te dije harás chapuzas y mantenimiento general del convento y se te pagarán trescientas mil pesetas al mes. ¿Te parece bien?
-Sí, está bien, la verdad.
-Ahora te voy a informar un poco sobre la vida en el convento. Aquí nos levantamos a las siete y desayunamos a las ocho, después de rezar por primera vez. No seguimos mucho las normas establecidas, porque estamos en una zona aislada y hacemos las cosas a nuestro estilo. Después de las ocho empiezan las tareas de limpieza y mantenimiento para algunas y más rezos para otras. Poco después nos dedicamos a hacer algunos dulces que vendemos a las gentes del pueblo de ahí cerca. Comemos a la una de la tarde y después tomamos una merienda a las cinco. Finalmente, cenamos a las nueve y, después de rezar, nos vamos a la cama a las diez o diez y media. En total somos doce hermanas más ocho novicias jovencitas.
-Ajá.
Cuando ya parecía que la conversación había terminado y que me iba a decir que fuera a mi habitación, sor Lourdes, que así se llamaba esta hermana, me dijo:
-Hay una cosa que no te he dicho, aunque quizá la hayas dado por supuesta, no sé...
-¿Qué es?
-Pues que no es una casualidad que hayamos elegido a un joven de veinticinco años como tú para esto. Nosotras somos muchas y quieras que no echamos de menos un hombre que nos haga sentirnos mujeres de vez en cuando. Es decir, que algunas buscamos un poco de sexo. No quiero que esto te ofenda ni nada de eso, sólo quiero ser sincera contigo. Necesitamos sexo y aquí no creemos ninguna que haya que practicar una abstinencia total. A veces hacemos cosas entre nosotras, pero eso no nos gusta a ninguna y queríamos un hombre. Si estás dispuesto, el trabajo es tuyo.
Me quedé tan alucinado que no reaccioné de momento, pero al poco asentí, con la polla tan empinada que casi me rompe los pantalones.
-Me alegro que estés de acuerdo, porque además te lo vas a pasar muy bien. Las novicias son todas vírgenes y tienen entre diecisiete y veintiún años, de modo que te puedes imaginar las ganas de hombre que tienen. Las mayores tenemos entre veintisiete y cuarenta y nueve años y, aunque no todas somos vírgenes, sí tenemos ganas de hombre; unas más que otras. Vamos, que en este convento queremos follar y chupar polla como locas.
Yo estaba tan caliente que temía que fuera a salir ardiendo y me carbonizara allí mismo.
-Te has quedado sin habla, ¿eh? Pero, ¿tú creías de verdad que las monjas podemos aguantar nuestras ganas de hombre? Pues claro que no. Además, el hecho de que follemos no quiere decir que no creamos en Dios. Nosotras no consideramos que el sexo esté reñido con la fe. ¿Qué opinas tú?
La pregunta me hizo gracia. Pues claro que estaba de acuerdo con ella... Era como para no estarlo.
-Estoy totalmente de acuerdo -dije.
La hermana Lourdes me miró de forma obscena, sobre todo miraba al bulto en mis pantalones.
-Se te ha puesto muy dura. ¿Por qué no me la enseñas para que vea la polla que nos vamos a comer?
Yo dudé un momento, aunque no tardé mucho en empezar a desnudarme, estando seguro de mí mismo y de mis 22 cm de miembro. La hermana Lourdes parecía ansiosa por verme desnudo, como si llevara años sin ver un rabo y no pudiera aguantar más.
Mis pantalones cayeron sobre mis pies y luego los siguieron mis calzoncillos. Mi polla quedó a la vista de la asombrada y excitada monja, que la miraba fijamente como si algo sobrenatural se le hubiera aparecido. Podía ver mi glande, que estaba totalmente fuera, rojo y húmedo.
-¿Qué te parece? -le pregunté, volviéndome más osado por momentos.
-Es... es enorme...
-Sí, creo que va a haber polla suficiente para todas.
-Lo que no sé es cómo les va a caber esa maravilla de rabo a las novicias, pero supongo que eso mismo les dará más morbo que nada.
-Seguro que les entra sin problemas... Se van a correr hasta por las orejas.
-Eso no lo dudo, hijo, eso no lo dudo -dijo sor Lourdes mirando fijamente mi polla todavía. Después se dirigió a la puerta y echó el cerrojo-. ¿Quieres que yo sea la primera en probarla?
Yo sonreí y respondí:
-Claro, ¿por qué no?
La hermana se colocó al lado de su escritorio y deslizó sus manos por debajo del hábito para seguidamente quitarse las bragas. Con una mirada pícara donde las haya, la monja se fue subiendo el hábito hasta que me dejó ver su coño peludo y negro. Era muy espeso y aquello me puso más cachondo aún.
-¿Tienes condones? -me preguntó.
-Siempre llevo un par de ellos en la cartera.
-Menos mal -dijo la monja suspirando-. Ahora dentro de un rato enviaré a una de mis chicas a Orense para que vaya a varias farmacias y compre dos o tres cajas en cada una y se traiga una mochila llena. Por su puesto, irá vestida de paisana. O mejor, igual mando a dos para que compren más. Vamos a necesitar cientos de condones...
Yo me puse uno de los condones que llevaba encima y me acerqué a sor Lourdes, que me miraba de la forma más obscena que jamás me había encontrado en mi vida. Reflejaba el hambre de hombre que tenía. Se puso con el culo hacia mí y lo puso en pompa, apoyando las manos en el filo del escritorio. Lo que tenía ante mí me puso tan sumamente caliente que estuve a punto de explotar. Tenía dos labios perfectamente paralelos y una raja en mitad de ellos, amén de un agujero de culo. Había pelo negro, aunque no demasiado abundante por la parte cercana a la entrada de su vagina y todo estaba muy húmedo e hinchado, preparado para recibir a mi rabo empalmado.
-Fóllame... -me rogó Lourdes.
Sin pensarlo ni media vez, me acerqué más a ella y coloqué mi rabo en la entrada de su agujero. Muy despacio, fui empujando hasta que mi nabo entró casi entero en su coño, que parecía estar untado de mantequilla por la suavidad con que entró. La hermana Lourdes gemía de placer al sentirse invidida por semejante miembro y empezó a proferir gritos ahogados cuando comencé a embestirla con mayor fuerza y rapidez.
Con mis manos a cada lado de su culo y atrayéndomela para metérsela profundamente, seguí follándome a aquella monja insaciable hasta que, entre gemidos sobrehumanos y convulsiones alarmantes, se empezó a correr. Jadeaba como una perra en celo y sus gemidos eran casi gritos, pero yo no dejaba de metérsela. Podía controlar perfectamente mis orgasmos, algo que había aprendido tras infinitas sesiones de pajeo intensivo en casa y follando con putas y algunas amigas, así que hice que sor Lourdes se corriera varias veces. Cuando ya no pudo más, saqué la polla de su coño estrecho ( debía haber follado muy poco ) y ella se echó sobre la mesa exhausta.
Al poco, se dio la vuelta y se bajo el hábito. Se agachó para guardar las bragas en un cajón y se quedó mirándome mientras yo me quitaba el condón.
-Ha sido fabuloso -me dijo.
-Gracias.
-¿No has querido correrte?
-No, no me hacía falta. Además, así puedo follar con más energía si alguna otra quiere sexo.
-Veo que eres una máquina de sexo. Pues aquí te vas a hartar, porque si no todas, la mayoría estamos deseando sentir un buen rabo.
-Lo supongo, y estoy deseando desvirgar coñitos -dije.
La hermana Lourdes se rio.
-De eso también vas a tener en cantidad, descuida. Bueno, ahora si quieres te acompaño a tu habitación. Te he dado una al lado de nuestras habitaciones, así que cada vez que quieras follar...
La monja me llevó a mi habitación, que era muy simple y estaba compuesta por una cama, una mesilla de noche, un armario viejo de madera y una silla. Después salimos al pasillo y me indicó dónde dormían las novicias. Dos de ellas regresaban de rezar y se sonrojaron al verme, riéndose como niñas avergonzadas.
-Son dos de las más jóvenes. Apenas tienen diecisiete años y están más cachondas que yo, así que imagínate.
Yo sonreí.
-Bueno, pues me voy a decirles a sor Laura y a sor María que vayan a Orense a por los condones. Vamos a necesitar toneladas. También les diré que traigan lubricante para que nos puedas encular de vez en cuando.
Yo me volví a meter en mi habitación y allí permanecí descansando hasta la cena, hora a la que salí. Por el pasillo me encontré a varias monjas, casi todas ellas de menos de treinta años, que me miraban furtivamente y se decían cosas entre sonrisas pícaras de adolescente. Salí de nuevo al frondoso patio y entré por una de las puertas que salían de él. Me encontré entonces con el comedor, donde había dos grandes mesas y una puerta al fondo, que supuse que daba a la cocina.
Había ya varias hermanas sentadas cuando entré, la mayor parte de ellas menores de treinta años. Contrariamente a lo que pensé anteriormente, me hablaron sin avergonzarse mucho y me preguntaron de dónde venía, a qué me había dedicado, etc. Yo les respondí afablemente y, cuando la cena hubo terminado, me dirigí a mi habitación. A pesar de la extraordinaria oportunidad de sexo que tenía ante mí, un joven que por aquel entonces no había tenido precisamente miles de compañeras sexuales, me abrumaba un poco la presencia de todas aquellas hembras hambrientas de sexo y mojando sus bragas con sus coños húmedos deseosos de polla.
Cuando pasaba por el corredor donde estaban la mayoría de las habitaciones me crucé con una novicia que no debía llegar a los veinte y que parecía tener un cuerpo escultural a pesar del hábito. Me guiñó un ojo y me indicó con la mano que la siguiera. Me llevó a una de las habitaciones que estaban al final del corredor y me invitó a pasar. Yo lo hice y ella cerró la puerta con llave después.
-Estás muy bien, ¿lo sabías? -me dijo mirándome fijamente.
-Si tú lo dices... -dije yo fingiendo modestia.
-Lo dicen todas.
-¿Quieres hacerlo? -le pregunté.
-Si tienes condones, sí.
-Tengo uno.
-Entonces vamos a follar.
-¿Has follado alguna vez?
-No, soy virgen.
-Bueno, eso tiene fácil arreglo.
La novicia sonrió mientras se empezaba a desnudar. Yo también me fui desnudando y al poco estaba totalmente desnudo, con una erección de mil demonios apuntando hacia la joven. Ésta quedó desnuda al poco y a mí casi me dio algo cuando me di cuenta de que tenía un cuerpo de lo más apetitoso. Tenía cara inocente de niña, unas tetas muy grandes y turgentes, el coño afeitado y unos muslos carnosos y bien formados. Yo estaba tan caliente que casi me corro sin que me tocaran.
-La tienes enorme... Nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan grande... ¿Crees que cabrá? -preguntó la novicia preocupada y excitada al mismo tiempo.
-Eso déjalo de mi cuenta. Yo me encargaré de que entre. Tú ábrete de piernas en la cama, que yo te la meteré.
La novicia, para mi sorpresa, obedeció y se puso sobre la cama con las piernas separadas. Yo me puse mi último condón y avancé hacia ella, colocándome entre sus apetecibles muslos. Guié mi polla con una mano hacia la entrada de su coño y acto seguido la empujé con fuerza, pero el obstáculo me detuvo. La joven vibraba de inquietud mientras tanto.
Con un nuevo golpe de caderas hundí mi polla en el agujero virgen de la joven, traspasando con fiereza el obstáculo que impedía el placer completo. El agujero de la chica estaba muy estrecho, pero gracias a su humedad mi polla pudo entrar y salir con facilidad.
La joven gemía y jadeaba sin control mientras me la follaba salvajemente, estrellándome con fuerza contra el centro de su femineidad y ensanchándolo cada vez más. Se corrió una y otra vez agonizando de placer bajo mi cuerpo ardiente. Yo me acerqué inexorablemente a mi orgasmo, sobre todo a causa de la estrechez del coño de la chica aquella y un tremendo chorro de semen empezó a llenar el condón de arriba abajo. Tanta leche eché que empezó a rebosar y a chorrear por mis huevos mientras mi polla seguía dentro.
Cuando los dos estuvimos satisfechos, saqué mi rabo de su vagina y eché el condón sobre la cama, manchándola un poco de semen, cosa que creo que no le importó mucho a la viciosa adolescente. Nos besamos y vestimos y después me fui a mi habitación a dormir. Sabía que los días siguientes serían intensos días de sexo y de quitar virginidades a jóvenes y no tan jóvenes hembras sedientas de hombre, pero hasta ni mis predicciones más optimistas pudieron prever lo que se avecinaba.
La tarde siguiente a mi llegada, volvieron las hermanas que habían ido a las farmacias y trajeron cada una ( al final fueron cuatro ) cincuenta cajas de veinticuatro preservativos. Yo no podía dar crédito a mis ojos cuando vi lo que habían comprado. Había casi cinco mil condones allí y lo que no me podía imaginar es que los necesitaríamos.