Largo y cálido verano

lalilulelo003

Pajillero
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No es nada raro que a menudo, el despertar sexual se produzca dentro del seno familiar. Todo el mundo tiene alguna historia que contar sobre algún primo o tío, más o menos lejano, que protagoniza un tórrido encontronazo veraniego en los tiernos años del descubrimiento y la curiosidad sexual o que, por lo menos, se convierte en protagonista de fantasías eróticas.

Yo había oído un par de esas historias en el colegio. Por supuesto, a mí ni se me pasaba por la cabeza practicar incesto, ya que, ese sí debía ser uno de los pecados más graves que alguien podía cometer, pero me fascinaba la idea de que realmente existieran personas con un grado tal de vicio, que practicasen sexo con hijos, padres o hermanos. De todas formas, no tenía yo ningún primo que pudiera desempeñar el papel de primer amor platónico, y jamás sentí espontáneamente ningún tipo de interés por verle yo el pito a mi rechoncho y calvo padre. Por otro lado mi hermano Marcos, un año y medio menor que yo, era mi archienemigo; discutíamos a menudo, y salvo pequeñas rachas de buen rollo, solíamos hacernos la vida imposible. Si sólo unos días antes de nuestro primer encuentro me hubieran dicho que él iba a ser mi primer amante, me habría echado a reír. Pero no adelantemos acontecimientos.

Gracias a la educación católica que recibía en mi casa, yo tenía un concepto de mí misma bastante malo. Vivía mi despertar sexual atormentada con penosas contradicciones pues, a pesar de que eso no lo debían hacer las chicas buenas, yo me encontraba cada vez más atraída por ese mundo lleno de secretismo. Hacía poco que el vello púbico empezaba a asomar en mi abultada vulva, pero ya no era ignorante de las sensaciones tan agradables que provocaba acariciar el botoncito que allí se ocultaba, así que me aficioné al arte de la autosatisfacción desde bastante joven, y lo practicaba con cierta regularidad para vergüenza de mi alma pecaminosa (aunque esto jamás se lo conté al cura ni a nadie).

En el verano que terminé la primaria (con excelentes notas), mis padres consiguieron que un amigo les alquilara su apartamento en un destino turístico playero muy conocido de España por los dos meses de verano a precio de amigo. Yo cumpliría los 12 a finales de agosto, estando aún de veraneo y mi hermano acababa de entrar esa primavera en los 10. Yo aún no había manchado nunca las braguitas, por lo que mi cuerpo se resistía a iniciar la transición de niña a mujer (además, toda la vida he sido bastante escueta físicamente). Apenas medía 1 metro con 40, y seguramente ni siquiera llegaba a los 32 kilos. Repasando fotos de aquel verano, se ve claramente que estaba muy delgada, pero en modo alguno huesuda, sino más bien atlética y fibrosa, como mi hermano. Mis caderas apenas dibujaban una sutil figura femenina, y mis pechos se reducían a dos minúsculos promontorios picudos en la camiseta. Mi pelo castaño se fue aclarando con el sol a medida que mi piel se fue bronceando, resaltando así el color miel de mis ojos. En realidad, era una niña preciosa, y ya me estaba acostumbrando a que niños de mi clase me gastaran bromas pesadas, y algunos no tan niños se fijaran en mí con fuego en los ojos.

El apartamento que alquilaron mis padres era bastante austero y, a diferencia de nuestra casa de Madrid, sólo tenía dos habitaciones, por lo que, por primera vez en nuestra vida, mi hermano y yo tendríamos que compartir cuarto. Aquello me llenó de desesperación, pues pensé que no iba a tener la intimidad necesaria para seguir practicando mi afición secreta. Yo entonces pensaba que esas cosas debían hacerse siempre en la comodidad y dignidad de una confortable cama (como mucho un sofá), y nunca en la ordinaria frialdad de una taza de váter o una ducha. Era toda una sibarita del sexo en solitario.

El contratiempo que parecía significar nuestro único dormitorio acabó por desencadenar nuestra tórrida historia de aquel largo y cálido verano. Ya la primera mañana que amanecimos allí, la visión de la evidente erección matutina de mi joven hermano dentro de su minúsculo pijamita me turbó y fascinó a partes iguales. Dormía plácidamente tumbado boca arriba, disfrutando inconscientemente de la agradable penumbra gracias a la persiana veneciana que seguro mamá había cerrado de madrugada para que no nos despertase el sol. El ventilador de techo, encendido toda la noche para combatir los rigores del verano mediterráneo, refrescaba la estancia. Y allí estaba mi hermano, con su pelo moreno revuelto, los inmaduros músculos perfilados a lo largo de toda su tierna anatomía infantil, y un evidente bulto provocado por su vigoroso miembro el cual, tenía la potencia suficiente como para despegar el elástico de la cintura, formando así una prometedora gruta. Me sorprendí a mí misma preguntándome cómo sería el pene de mi hermano. Por supuesto, no hice nada por salir de dudas esa misma mañana, pero no pude evitar sentir cierta excitación durante los juegos acuáticos de la jornada, más atenta que nunca a un posible roce con la entrepierna de Marcos que no aconteció. La escueta braga náutica que vestía evidenciaba el exiguo tamaño de su miembro (como es normal a los 10 años), pero a mí eso no me importaba en absoluto, no tenía ninguna fijación con el tamaño del miembro viril, ni la he tenido después. Simplemente me sentía turbada por la potencia demostrada por mi hermano.

Aquella noche me acosté pensando en si al día siguiente él me regalaría de nuevo aquella hipnotizante visión, y a causa de ello, mi entrepierna sufrió un húmedo incendió que no me atreví a sofocar por miedo a ser descubierta. Quizá por ello, aquella noche el sueño fue agitado e inquieto, y cuando mamá entró con los primeras claridades matutinas a cerrarnos la persiana, me desperté sin que ella se diese cuenta. Con los ojos entrecerrados, haciéndome la dormida, vislumbré cómo mi madre llevó a cabo la operación sin percatarse al parecer del manifiesto bulto que, una mañana más, mi hermano presentaba glorioso. Cuando salió de la habitación, abrí los ojos, sin dejar de mirar aquel obsceno promontorio que ejercía sobre mí un magnetismo irresistible. Me fascinaba cómo aquel hercúleo músculo era capaz de someter a semejante presión a la tela del pijama sin desfallecer durante tantos minutos, permaneciendo tieso, inmóvil y desafiante, sólo conmovido por ocasionales palpitaciones. Ingenua de mí, me preguntaba qué sueño erótico se repetía cada mañana a la misma hora en la mente de mi hermano. Con el sigilo de un gato, moví mi mano derecha hasta que la introduje en mi propio pijama, y una vez allí apreté mis labios vaginales presionando así mi clítoris y de alguna manera exprimiendo mi vagina, que lentamente empezó a expulsar néctar de mis entrañas.

Me corrí. El placer embargó mi cuerpo en oleadas que me hicieron temblar de pies a cabeza. Tumbada de costado, en posición fetal, y con la mano entre los muslos, tuve un terrible orgasmo sólo estimulada con la visión del paquete de mi hermano y una presión de mis dedos sobre mis bragas. Era el mayor orgasmo que había tenido nunca, posiblemente el primero, y por supuesto, el primer peldaño en la escalada de vicio que ha atravesado mi vida hasta ahora. Recuerdo deshacerme de un plumazo de mis reticencias morales argumentando que tal sensación no podía ser mala de ninguna manera y que seguramente a Dios, si es que existía, no le importaba lo que yo hiciera en mi cama a las 7 de la mañana.

La concepción que yo tenía de mi hermano cambió súbitamente. Ya no me parecía tan cretino, y en un par de ocasiones me sorprendió embobada mirando sus abdominales o el bultito de su bañador. Su cuerpo brillaba mojado bajo el sol, sin un solo pelo en toda su orografía. Me pregunté si tendría vello púbico y recordé que yo a su edad no tenía, por lo que seguramente él estaba totalmente libre de eso. Me pregunté si alguna vez él tenía pensamientos sexuales, y si me había mirado a mí en alguna ocasión con vicio en el ánimo. Estos pensamientos me turbaban y despertaban una lascivia excesiva para mi tierna edad, lo que auguraba mi ninfomaníaco futuro. A juzgar por aquellas erecciones, él debía estar empezando a descubrir su cuerpo a esos niveles.

A la mañana siguiente sucedió algo que me liberó y encadenó a partes iguales. Por un lado, la participación de mi madre en todo aquello, me liberó de los últimos remilgos morales que me impedían pasar a una actitud más activa. Por otro lado, me hizo conocer el amargo sabor de los celos. Como decía, a la mañana siguiente, mamá volvió a entrar en el cuarto para cerrarnos la persiana con maternal devoción, y lo hizo bajo mi furtiva mirada, una vez más haciéndome la dormida. Por supuesto, el pene de mi hermano volvía a mostrar su seductora robustez. Mi madre cerró la persiana, pero en lugar de irse, se acercó a mi cama y, sentándose cuidadosamente para no despertarme, retiró un mechón de pelo de mi frente y me besó en la misma. Cuando noté que se levantaba, volví a despegar mis párpados los dos milímetros necesarios para poder ver a través del oscuro velo de mis pestañas. Mamá se acercó a la cama de Marcos, pero en lugar de besarle, lo que hizo fue quedarse mirando unos eternos segundos hasta que se decidió a acariciarle el miembro a su hijo sobre el pijama. No sé muy bien por qué lo hizo, ya que no se recreó ni nada por el estilo; creo que simplemente se sintió igual de maravillada que yo por aquel bulto. Yo tragaba saliva en silencio maravillada y asustada, con el corazón latiendo a mil por hora. Mi madre la santurrona, la de misa y confesión, acababa de acariciar en secreto el pene de su hijo de 10 años. Si ella, que tantas lecciones morales daba, era capaz de hacer eso, ¿por qué no intentarlo yo? Por otro lado, probé el sabor amargo de los celos, pues de alguna manera sentía que, como objeto sexual, esa pollita me pertenecía a mí, que la había descubierto antes.

Continuará?

Esto es sólo el principio de la historia, si veo que gusta, seguiré compartiendo episodios.

 

nuevoax

Virgen
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Buen relato, buena redacción aunque quedé esperando el acto principal que espero sea en la segunda parte
 
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