La Vida de Kevin y de su Familia - Capitulo 01
Al fin mis manos iban a alcanzar los perfectos pechos de la reina de los mares del este. Su pálida piel brillaba a la luz de la luna y la cabellera rubia trenzada hasta casi sus muslos nos envolvía en la gélida noche. Era el momento idóneo, alcé mis manos mientras la hoguera crepitaba y su calor guardaba el secreto de nuestro idilio prohibido. Me mordí el labio sabedor de que por primera vez en mi vida, unos senos grandes iban a estar entre mis dedos, estaba tan cerca de cumplir mi deseo… “Tic, Tic, Tic…”.
—¡Kevin, la alarma! Levanta que no llegas a clase. —era mi madre la que aullaba desde el otro lado de la casa para que su pequeño vástago no siguiera durmiendo.
Con suma pereza y una resignación inigualable, bostecé a la par que maldije en voz baja para que nadie me escuchase. Para una vez que uno de mis sueños iba a terminar de la mejor forma posible… ¡Van y me despiertan!
En calzoncillos y en invierno, me acerqué como un muerto viviente a la cocina. Allí se encontraba mi progenitora, la cual siempre profería esos gritos de buena mañana, como si la alarma no hiciera ya su función. Estaba manejando el cuchillo como una experta asesina, untando la mermelada en las tostadas mientras mi padre leía algo en el móvil con el café en la otra mano.
Me costó mover el cuello, pero mi cabeza hizo un simple movimiento para que ambos se dieran por satisfechos con ese saludo, aunque al final, traté de añadir un hola. Mala decisión, porque aquello sonó a un graznido de pájaro agonizante que ninguno de los dos me devolvió.
—Pilar, este viernes parece que hay buenas películas en cartelera —comentó mi padre sin dejar de mirar el móvil, al tiempo que tomaba asiento en mi silla.
—No sé, Juanma, creo que tenía que hacer algo… —me pasó el desayuno, un cola-cao calentito, unas galletas y la tostada con mermelada— ¡Come, que estás adelgazando! No dejes nada que me cuesta mucho hacerlo todas las mañanas. —¿Cómo podía tener semejante facilidad para cambiar de conversación?— El viernes mismo lo miramos, cariño.
—¡Oye, papá! —dijo mi hermana entrando por la puerta como una exhalación y haciendo que todos girásemos la cabeza. Estaba vestida y preparada para marchar a la universidad, aunque parecía que algo la inquietaba— En dos días tengo el último examen, ¿me podrías llevar en coche?
—¿Es a la tarde? —Belén asintió— Entonces sin problema. —Juanma ni siquiera levantó la vista del móvil.
—¡Tira que ya es tarde! Vas a perder el metro. —Pilar caminó hasta donde ella, al punto de que casi la empujaba para que marchase. Qué mala leche gasta por la mañana esta mujer.
—¡Ya voy…! ¡Ya voy!
Mi hermana se largó tan rápido como vino y yo terminé las galletas en silencio mientras mis progenitores contaban algo sobre la casa, a lo cual, no puse atención. No me interesaba, prefería perderme en mi dulce sueño, en esas perfectas tetas, aunque la imagen ya se iba evaporando. ¿Por qué costará tanto recordar lo que uno sueña?
—Kevin, —me saltó mi madre sacándome de mi mundo interior— ¿tus exámenes cuando son? En un mes si no me equivoco. —no se equivocaba, ella nunca lo hacía en ese aspecto. Tenía controlado mis exámenes mejor que yo, así lo hizo con Belén y así lo hacía conmigo. La asentí con mi cara de dormido, esperando lo inevitable— Pues, chaval, no te he visto tocar un libro.
—Mamá… —la voz no se me había desperezado y pese a oírse mejor que el graznido anterior, aún le costaba arrancar— lo tengo controlado. Aunque no me vayas a creer, estudio.
—No, no me lo creo. —incluso se rio un poco, que poco confiaba en mi parte responsable. Aunque también era normal, no le había dado motivos para ello— ¡Llevas un año que estás en la luna!
—¡Déjale, mujer! —contestó mi padre con una sonrisa mientras depositaba su mano en mi hombro. Como siempre, me defendía, tal vez por ser los chicos de casa, no sé, pero le debo muchas rebajas en castigos impuestos por ella— Los chicos a estas edades, piensan en lo que piensan. Bueno… como todos, ¿no lo ves así, Pilar? —me apretó de forma afectuosa, teniendo que regalarle esa sonrisa que no podía esconder. Cumplido su cometido se levantó de mi lado para dejar la taza en el fregadero— Esta es una edad muy rara, de cambios. Pero sí, chaval, tienes que estudiar. Confió en ti, ¿vale?
Cada vez que me decía eso y, opino que él lo sabía, me metía una presión que hacía que espabilase. Aunque tengo que añadir, que en esta ocasión, no era muy necesario, porque era cierto que lo tenía controlado. Era mi último año en el instituto y quería sacar buenas notas, por lo que llevaba la materia al día, con estudiar un poco me valdría.
No obstante, mi madre también tenía razón, llevaba más de un año raro… o bueno, eso diría ella, porque no sabía muy bien que era lo que me pasaba. Era muy simple y si lo hubiera meditado por más de diez minutos habría caído en la cuenta. Lo que me pasaba era que, como buen adolescente, las chicas ocupaban el cien por cien de mis pensamientos.
Había comenzado a salir de fiesta y cada vez me era más complicado no fijarme en el sexo opuesto. Creo que la siguiente cuestión es por la cual estoy tan “obsesionado”, todavía era virgen y cada vez menos de mis amigos lo eran, sinceramente, no quería ser el último. No me apetecía nada.
Me vestí y marché al instituto con paso lento, me cuesta demasiado despertar a las mañanas y ni con una manzana para el camino suelo lograrlo. Dando pasos marcados y desganados, de pronto, tuve que levantar mi cabeza y fijé la vista en otro lugar que no era el suelo. Algo había llamado mi atención, una cosa que se me había colado por el rabillo del ojo y que me resultó que no debía estar allí.
Era el mismo camino al colegio de siempre, el que hacía desde los tres años, bueno… en esa época me llevaban mis padres, pero había recorrido esas mismas calles durante toda mi vida. Reconocía cada tienda, cada bar, cada esquina, incluso una pintada que ponía “Noelia x ¿?” y siempre me picó la curiosidad por saber quién sería esa persona. Aunque seguro que a Noelia no le importaría mucho, porque ya tendría su edad…
El caso es que me paré en seco, porque donde antes no había nada más que una persiana vieja y cerrada, ahora había una tienda nueva. Nunca hubo otra cosa que eso… una cortina metálica gris y bajada hasta el tope. No la recordaba con exactitud, sin embargo, podría asegurar sin temor a equivocarme que incluso estaba carcomida por los bordes inferiores.
No obstante, allí estaba, de pie, con mi mochila bien sujeta a los hombros y observando una tienda que era completamente novedosa. Eché una ojeada rápida, estaba algo descolocado y era como si estuviera explorando una zona desconocida de uno de los tantos juegos a los que me viciaba por horas.
El escaparate era de madera, dando una sensación de antigüedad que hacía parecer que únicamente hubieran levantado la persiana para mostrar lo que había detrás. Pero para nada era viejo, si no que la madera parecía brillar después de que la pulieran con esmero. Por un momento dudé, meditando sobre si llevaría más tiempo esa tienda abierta, aunque no podía ser, el camino me lo conocía como la palma de mi mano y lo hacía todos los días.
Di un paso hacia el cristal, que me permitía observar los productos expuestos. No dudé en hacerlo, es más, sentí como si mi curiosidad se avivase como un fuego al que le echan un bidón de gasolina. Me había olvidado de las clases, solo prestaba atención a todo lo que se me ofrecía detrás del vidrio.
Tuve la sensación de que había de todo, en su mayoría aparatos antiguos, no obstante, bien cuidados, como una máquina de coser que brillaba en un tono plateado increíble. Giré mi cuello tomando una instantánea mental de cada uno de los productos, sacándome una sonrisa al ver un teléfono de un color rojo muy vivo que tenía un dial giratorio para marcar los números.
De pronto, algo pasó por mi visión, porque no sé de donde pudo venir. Fue como si una bombilla o algún tipo de luz se encendieran a la derecha del mostrador, pero cuando giré mis ojos hacia allí, no había nada. Me quedé embobado, pensando si me imaginé semejante fogonazo, ya que tampoco había nadie en la calle a quien pudiera preguntar.
Sin embargo, rápido se me olvido, porque allí, hacia donde había movido mi cabeza por culpa de esa luz, vi algo que me llamó muchísimo la atención. Era una pequeña caja gris, con remates en negro, de la cual reconocí el dibujo que tenía al instante, era una Súper Nintendo.
La recordaba a la perfección, mi padre tuvo una cuando era joven y la conservó con tanto amor y cariño que llegó a los días en los que jugábamos juntos. Tengo recuerdos grabados a fuego echando partidas al Mario Kart y riéndonos sin parar, momentos de la infancia que siempre estarán en mí. No obstante, pese a que, como dice mi madre, “los productos de antes duraban más”, todo tiene un final y la consola dejó de funcionar dos años atrás.
No sé en qué momento tomé la decisión, pero para cuando fui consciente de lo que hacía, estaba atravesando el umbral de la puerta, con la mirada fija en la consola y mi padre en la cabeza. Sería por curiosidad, o solamente para informarme del precio…, el caso es que me adentraba en aquella tienda tan novedosa como desconocida.
Tras de mí se cerró la puerta, dejando un sonido de campanillas por todo el lugar que me hizo mirar hacia atrás.
—¿Eso ha sonado al entrar…? —murmuré con asombro, porque no había oído nada al abrir la puerta, tal vez estuviera demasiado dormido, nada raro.
Me giré olvidando las campanitas y di mis primeros pasos en aquel sitio tan inexplorado para mí. Me fijé en todos los rincones que pude, contemplando como a los lados de la tienda, las paredes rebosaban con estanterías llenas de objetos pulcramente colocados.
Muchos eran antiguos, pero ninguno daba la sensación de ser viejo o estar mal cuidado, al contrario, parecía que pese a poder tener mil años, no lo hubieran usado nunca.
La tienda era más grande de lo que parecía desde fuera y no es que estuviera muy bien iluminada, quizá aún les faltaba retocar ciertas cosas, o esa fue la sensación que me dio. Mi vista irremediablemente se fue al fondo, dejando a un lado las estanterías y una bici que brillaba en medio del pasillo.
Donde ahora dirigía mi mirada era al mostrador, donde un hombre mayor me saludó con una sonrisa afable, bonachona y con unos pequeños ojos que se escondían detrás de unas gafas todavía más pequeñas. Parecía estar leyendo algo, una revista o un periódico, pero tampoco le di más importancia, porque lo que me interesaba estaba detrás de mí.
Giré sobre mis talones, mirando por encima de los pocos tablones de madera que separaban el escaparate de la tienda y observé con más nitidez la consola. No es que la caja estuviera nueva, es que parecía recién sacada de la fábrica, como si Nintendo la hubiera hecho y traído en envío especial para esa tienda.
—Seguro que está más nueva que la de papá…
Al tiempo que la contemplaba, me imaginé llevándola a casa, como mi padre se emocionaría al verla y jugaríamos los dos como años atrás, llenos de felicidad y rebosando de nostalgia. Aunque seguro que Pilar hacía lo mismo de siempre, estar detrás de nosotros con los brazos cruzados y diciéndonos que terminásemos. ¿Cómo era…? ¡Ah, sí! “¡Estáis viciados a la maquinita!”. Mi madre cuando quería era autoritaria como ella sola.
Volví mi cabeza con la intención de preguntar al anciano del mostrador cuanto valía aquella máquina, porque me la quería llevar. Aunque cuando miré al fondo de la tienda, el señor parecía haber desaparecido, como si se hubiera esfumado por una puerta trasera, pero no estaba solo en la tienda, porque por el pasillo, venía una mujer.
Me quedé mirándola, más por lo raro de la situación, yo me esperaba al afable anciano, sin embargo, ahora se acercaba a mí, una mujer adulta. La analicé rápidamente, con esos ojos de adolescente que muchas veces se centran en un único objetivo.
Era mayor, más o menos de la edad de mis padres, con un pelo salteado de canas recogido en un curioso moño. Portaba unas gafas pequeñas, similares a las del hombre, atadas al cuello gracias a un fino cordel y, lo que más llamó mi atención, unos preciosos y grandes ojos dorados que resplandecían dentro de la tienda.
—Chico, ¿te puedo ayudar? —su voz salió tras una sonrisa y el tono me recordó a cualquiera de mis profesoras.
—Eh…, ¡Sí, claro! —seguía descolocado, sobre todo al observarla de cerca y comprobar que la mujer, pese a su edad, conservaba algo de… ¿Guapura? ¿Belleza? No sé lo que era, pero era atrayente. Incluso me resultó conocida, como si se me pareciera a alguien o su apariencia resultara familiar. Daba lo mismo, lo que me interesaba estaba en el escaparate, no en la mujer— He visto esa consola y quería saber cuánto cuesta.
—¡Vaya! La Súper Nintendo, gran elección. —me miró entrecerrando los ojos, analizándome de arriba y abajo con las manos en las caderas, no moví ni un músculo— ¿Tú no eres muy joven para conocerla?
—Sí. —soné tan seco… debía añadir algo más— Es que mi padre tenía una y me gustaría regalársela. Solíamos jugar juntos y estaría bien hacerlo de nuevo. Me trae muy buenos recuerdos.
—¡Qué bien! No es muy habitual que los hijos compren cosas para disfrutar con sus padres. Si os puedo hacer felices a los dos, me sentiré satisfecha. —reflexionó por un momento, llevándose un dedo largo coronado por una uña roja a la mejilla y miró al techo— Puedo notar en tu cara que la quieres mucho, podría bajarla hasta… cincuenta euros.
—¡Joder…! —me salió del alma.
—Con esa reacción me imagino que es mucho para ti. —asentí sin dejar de mirar la consola, tal vez intentando causar una ligera pena— No te desanimes, quizá haya otra cosa que te interese, ¿vamos a ver?
Con total confianza, puso su mano en mi espalda, justo por encima de la mochila y debajo de mi nuca. Anduve por inercia, como si esa mano me moviera al igual que hace un marionetista, o incluso, como si fuéramos dos viejos amigos dando un paseo. Antes de darme cuenta, estábamos recorriendo la tienda.
Se paraba cada poco en una de las estanterías, miraba unos cuantos objetos y después, negaba con la cabeza añadiendo “esto no”. Poco a poco nos fuimos acercando al mostrador donde al entrar se encontraba el hombre mayor que se habría esfumado a algún almacén trasero. Cuando estuvimos allí, la mujer rodeó la mesa y yo me quedé al otro lado, mirando cómo se inclinaba con la intención de buscar algo.
—¡Aja! —sonó finalmente mientras se incorporaba— Creo que tengo algo que puede ayudarte, lástima que en este caso no vaya a hacer feliz a tu padre.
—¿¡Qué!?
Apenas me dio tiempo a decirlo, porque antes de que terminase, la mujer dejó encima del mostrador un frasquito de cristal que relucía con la bombilla fluorescente del techo. Estaba de pie encima de la mesa, con la luz dándole de pleno y a su alrededor, parecía que… por muy poco… pero que las sombras que proyectaba se movieran en una danza extraña.
Quise mirar a la mujer, para comprobar si era el único que estaba viendo algo tan raro, pero no pude. El líquido que estaba en el interior y nadada de un lado a otro debido al movimiento que surgió al sacarlo de debajo del mostrador, me hipnotizaba. Era de un color morado, bastante claro y, sinceramente, debido a la poca luz, la primera impresión que me llevé fue que sería veneno. ¿Algo absurdo? Por supuesto. Por muchas cosas que tuviera en la tienda, ¿para qué me iba a dar veneno?
—Es un afrodisiaco. —la miré a los ojos para cerciorarme de que no me estaba vacilando— Sabes lo que es. Es un brebaje especial… —el misterioso tono de la mujer me hizo quitar la vista de sus ojos dorados, preferí contemplar el extraño líquido— Digamos que hace el efecto de un afrodisiaco, pero no es para ti, sino para la persona que quieras que caiga rendida a tus pies. No encontrarás nada más infalible, te lo aseguro.
Volví a mirarla, rodeados de un completo silencio, como si la calle hubiera desaparecido y solamente quedáramos nosotros dos en el universo. Un intercambio de miradas, primero al bote, luego a ella, después al bote. Sus palabras manaban con tanta verdad y seguridad que no podía ser que me estuviera mintiendo, aunque me salió del alma contestarla.
—¿Te estás quedando conmigo? —no fui capaz de contenerme, me estaba enseñando un afrodisiaco, esas cosas no funcionan— Gracias, pero no voy a comprarle eso… Esas cosas son un timo. Todas esas bebidas me parecen… —me callé porque con toda seguridad estaba siendo demasiado descortés. La mujer lo había sacado con su buena fe y yo lo estaba desdeñando de una manera muy infantil.
—¿Cómo sabes que no funciona si no lo has probado? —me lanzó una enigmática sonrisa, algo que no sabía de donde salía, pero que me atrapó.
—Prefiero que no y… gracias por su tiempo, tengo que irme a clase.
Giré mis pies y comencé a marchar en dirección a la puerta. Notaba su mirada sobre mi espalda, como si una fuerza ejerciera un poder para que no saliera. Con desconfianza, miré hacia atrás. La mujer, con unos pocos mechones canosos, pero bonitas facciones, seguía en su mostrador, apoyada sobre sus codos y justo entre ambos brazos el frasco de cristal con el líquido morado.
Fue como una atracción, como si el propio recipiente me estuviera mirando, rogándome que me diera la vuelta para cogerlo y llevarlo a casa. Mi cabeza soltó una carcajada, porque todo era tan absurdo que mi raciocinio me gritó, “¡Es un bote de cristal, no un perro abandonado! ¡Vámonos!”.
—Cuando salgas del instituto —comentó la mujer alzando el tono y haciéndose escuchar para todos los cacharros de la tienda—, seguiré aquí. Si recapacitas, entra. Te estaré esperando, Kevin.
Salí por la puerta y me sentí algo mejor, menos agobiado, como si hubiera salido de una densa niebla que no me dejase respirar. Seguramente, habría sido la propia tienda, llena de artilugios y con tan poca luz, que llegó al punto de ser claustrofóbica. Solo había sido un mal trago, nada más, una señora que trataba de timarme al verme joven, quería sacarme el dinero y ya.
Caminé por esas aceras que tantos años había recorrido, dando los mismos pasos de siempre, pero con la mente en blanco. Aunque cuando vi mi instituto de fondo, la curiosidad que me generaba la tienda y… la mujer… empezaron a acrecentarse dentro de mí.
Era como tener un pequeño ratón dentro de mi vientre, que a medida que pasaban los minutos, más me devoraba por dentro. Después de la primera hora de clase, miré por la ventana, con una duda que me golpeó como si fuera un bate de béisbol. Con la peculiar visita a la tienda no me había dado cuenta de algo muy importante y, ahora, mientras no atendía en clase, me pregunté casi de sobre salto, “¿¡En qué momento la he dicho mi nombre!?”.
El timbre sonó con mucha fuerza, haciéndome saber que la última clase había terminado y que por fin era libre de los estudios. Antes de que terminara el estridente sonido, que a más de uno levantaba de un susto de su asiento, me despedí de la “señorita Claudia” como todo el mundo la llamaba y atravesé la puerta a la carrera.
¡Era demencial!, aquella mañana no había pensado en otra cosa que en la dichosa tienda. ¡Todo el rato! Ese picor que había estado dentro de mi tripa me acabó por consumir.
La tienda en sí, era un enigma, un rompecabezas que hacía eso mismo… romperme la cabeza. No podía darle vueltas a otra cosa y toda mi atención se diría al interior del local. Incluso había dejado a un lado la Súper Nintendo, ya que la propietaria y sus ojos dorados estaban fijos en mi mente.
Bajé a la calle saltando de tres en tres los escalones, percatándome de que iba por mi ciudad a un paso que limitaba con el trote de cuando hacía deporte. No tardé en recorrer mi camino habitual y divisar la tienda a lo lejos, seguía abierta y, por algún motivo, supuse que me estaba esperando.
Paré un poco antes para serenarme y que no viera que había llegado sofocado, como si me estuviera haciendo el interesante, llegando despreocupado a la cita con una chica. La puerta se abrió y de ella, salió un hombre de mediana edad ensimismado con un libro entre sus manos.
Le brillaban los ojos, de la misma forma que a un pirata al encontrar un buen botín o un tesoro escondido. Y tal vez, para el hombre, era eso, una quimera buscada durante años que no hubiera encontrado en ningún otro lugar. Casi estaba seguro de que esa suposición era la acertada.
Me adentré cuando el hombre ya bajaba la calle sin dejar de mirar su libro y, en el momento que la puerta se cerró tras de mí, de nuevo el sonido de las campanillas volvió a llamarme la atención. Aunque algo hizo que me girara como una exhalación.
—¿Te gustan las campanillas, Kevin?
La mujer estaba a la derecha de mi campo visual, subida a un pequeño taburete y ordenando unos cuantos artilugios que parecían ser más viejos que el tiempo. No pude evitar fijarme en ella, en cómo era, mi ardor adolescente siempre prevalecía y con aquella mujer no iba a ser menos.
Se sostenía en unas piernas esbeltas, pero fuertes, que coronaban lo que para mí fue una sorpresa, puesto que su trasero no iba acorde con ese cuerpo. Lo primero que me vino, fue reflexionar sobre si ese culo era de una mujer más joven y no de alguien tan mayor, tal vez… se hubiera quitado unos años de encima en mi ausencia.
Sin embargo, debía comenzar una conversación y lo primero que me salió preguntarla fue algo muy obvio a lo que le estuve dando vueltas toda la mañana.
—¿Cómo sabes mi nombre? —se lo dije con seriedad, sin que pareciera que no podía creérmelo, con toda seguridad era una amiga de mi madre que no conocía o algo por el estilo. Tal vez ese era el motivo por el que su apariencia me resultara tan familiar.
—Bueno… —bajó del taburete y se limpió las manos con calma, igual que lo haría si yo no estuviera— Es fácil, tengo poderes y te leí la mente. —me lo creí… ¡Joder si me lo creí! De la misma forma que lo haría si tuviera cinco años. Me quedé mirándola con los ojos abiertos por qué no podía contestarla— O también puede ser que lo haya leído en la etiqueta blanca que tienes a un lado de tu mochila.
—¿¡Qué!? ¿Qué etiqueta? —giré mi cuerpo como un contorsionista, levantando el brazo y comprobando que la tarjeta estaba allí, de color blanco y metida dentro de un plástico. La caligrafía de mi madre era perfecta y sí… allí estaba mi nombre— Qué observadora…
—Suele ser así cuando tienes los ojos abiertos, nada más te tienes que fijar. —pasó a mi lado y con un movimiento de muñeca, me añadió con total seguridad— Sígueme.
Lo hice sin que me lo tuviera que pedir dos veces, de la misma forma que si me lo estuviera pidiendo mi madre, en ningún instante me planteé no hacerlo.
Con un paso más lento que rápido llegamos hasta el mostrador, donde esa misma mañana habíamos tenido una conversación, que sin ser extraña en palabras, sí que lo fue en sensaciones.
Se volvió a agachar, idéntico movimiento al de unas horas atrás, sabiendo de sobra lo que depositaría de nuevo encima de la mesa. En esta ocasión, algo cambio, porque no me sacó únicamente el bote de cristal con el brebaje morado en su interior, sino que colocó delante de mí una cajita de madera. Antes de que pudiera preguntarla qué era, dudé sobre si en realidad me leía la mente, porque se volvió a adelantar.
—Esto es lo mismo que hemos hablado esta mañana. —abrió la pequeña caja con cautela y pude ver el frasco de cristal con el líquido morado, acomodado sobre un pañuelo de seda de color blanco. Aunque no estaba solo, y a su lado, había un tubo que me recordó a la pasta de dientes que dejan en los hoteles— Hijo, tú ahora mismo no necesitas una consola, necesitas ayuda para otra cosa.
—Pero, ¿¡qué…!? —estaba descolocado por completo— Yo no necesito ayuda de nada, ni para nada, necesitaba la consola para regalársela a mi padre. —negué con la cabeza, todo era muy extraño y algo me gritaba que lo mejor era irme de allí, pero no podía, porque otra parte me suplicaba que la escuchase— No sé para qué he venido…
—Cierto —me cortó ella con su voz tenue—, muy rápido has venido para salir a la una de clase, apenas son y diez. ¿Te has ido de la última hora? O dime, —su rostro cambio a uno felino, uno de quien se sabe ganadora— ¿has venido corriendo?
Eché la cabeza hacia atrás, no sabía qué creer acerca de esa mujer. Solo podía mirarla a los ojos, tratar de ver a través de aquel dorado resplandeciente, pero me era imposible, aunque… quería quedarme.
—Kevin, tú necesitas algo. —siguió hablando sin dejar de mirarme— Quitarte ese peso que tienes encima. —torcí el gesto, sin saber de lo que hablaba, aunque algo me venía a la mente— Todo jovencito quiere… “Utilizar” su pajarito, ¿no es así?
—¡¿Usted, señora?! —me sorprendió demasiado y traté de decir algo— No… a ver… —trataba de negar la mayor, pero el pensamiento sexual volvía a estar en mi cabeza. “¿De verdad podría ayudarme?”.
—Puedo ayudarte, hijo. —su voz era como un bálsamo, algo que navegaba en el aire y se adentraba en mi cuerpo para creer sus palabras— Esto te va a ayudar a conseguir lo que te propones. —se inclinó todavía más sobre el mostrador haciendo que sus gafas colgaran en el aire y dispuso sus labios sin dejar de mirarme para murmurarme algo, en total confidencia— Tú quieres una mujer.
—Vale… a ver… esto ya es demasiado… —las palabras no salían, pero en mi mente la idea de que aquella mujer no mentía estaba tan clara como el agua. Era una sensación que se había adentrado en mí, un parásito infestando mi cerebro, sin dejar que tomara mis propias decisiones. Lo vi claro, si me podía ayudar o no, era una cosa, pero lo mejor sería seguirla el juego y largarme— Mire, normal que acierte, quiero una mujer… una chica, como todos los demás en mi clase. Eso lo acepto, pero… —el frasco seguía allí, tan apetecible. Ella asintió, parecía entenderme mejor que mi padre, mi madre o mi hermana— ¿Cómo puedo saber que no me estás timando o riéndote de mí?
—¿Qué conseguiría con eso? —se volvió a erguir detrás de la mesa de madera, dando la sensación que lo hacía como un ídolo gigantesco, levantado para adorar a una diosa— Como mínimo, mala fama y que nadie venga a la tienda. Algo que para nada me gusta, no es muy agradable no tener clientela.
Con una mano sobre la mesa comenzó a andar alrededor de esta, sin dejar de mirarme a los ojos con ese dorado tan peculiar que tenía. No me moví y aunque lo hubiera querido, no podría haberlo hecho. Tuve la intención de salir corriendo, no por miedo, sino porque el cuerpo me pedía que me alejara de aquella mujer que ahora se acercaba a mí con un contoneo increíble.
Los tacones de la dependienta dejaron de sonar justo cuando se colocó en frente de mí, que seguía tan pétreo como una estatua, solo se me movían las fosas nasales para respirar. Me fijé bien, era casi de mi misma estatura con los tacones, sus ojos felinos y los míos estaban a la par, parecían dos pozos de ámbar donde perderse.
No habló durante un instante que me pareció un siglo, aunque al menos me di cuenta de que desde más cerca, su rostro parecía más joven que antes. Apenas tenía unas pocas arrugas y mi suposición de que era más mayor que mi madre ahora estaba en duda. Casi serían de la misma edad.
—Funciona —sonó tan cierto como si me dijera que el agua moja. La creí, aunque la dejé continuar—. Te lo prometo. ¿Quieres una muestra de buena voluntad? Aquí la tienes. —señaló la cajita abierta con los dos productos dentro— Lo he preparado para ti.
Aguanté la mirada sin saber de qué forma, era tan penetrante que me imponía como nunca nadie lo había hecho antes. Cuando me di por satisfecho, recorrí el brazo que mostraba la caja, hasta llegar a la uña roja que me señalaba el frasco morado.
En un visto y no visto, la mujer cerró la caja delante de ambos con un movimiento tan rápido como inesperado. No quedaba más que hacer, solo me aventuré a preguntar lo obvio.
—¿Cuánto?
—¿¡Cuánto!? —se sorprendió y una sonrisa apareció en su rostro, dejando a la vista unos dientes perfectos que, de estar al sol, hubieran reflejado la luz— No, hijo. Esto no cuesta nada, te lo estoy regalando. —mi cara tuvo que ser un poema de perplejidad porque no dejó de hablar— Pero en este mundo nada es gratis, eso está claro. Solo te voy a pedir una cosa a cambio. Cuando termines con el líquido morado, ven y devuélveme el mismo frasco que te doy, nada más. En ese momento, cuando vuelvas, tal vez hablemos de algo y… quizá, esa consola esté más rebajada.
—¿De qué vamos a hablar? —pese a querer la Súper Nintendo, casi la tenía olvidada.
—No es dinero, puedes estar tranquilo. Únicamente será un favor. —mi rostro debía reflejar todas y cada una de las dudas que me surgían dentro de aquella tienda y la mujer no perdió el tiempo en querer borrarlas— Voy a demostrarte mi buena fe. Acompáñame.
Llegamos hasta el escaparate, donde estirando el brazo, la mujer cogió la Súper Nintendo y, de nuevo, volvimos a paso rápido al mostrador. Allí la metió, debajo de la mesa y dedicándome una dulce sonrisa, me comentó.
—Te la reservo para cuando termines el frasco. ¿Trato hecho? —su rostro me decía que estaba… feliz.
—¿Por qué…? —miré hacia los lados buscando una cámara que estuviera filmando, todo era demasiado raro— ¿Por qué haces esto?
—¿Por qué no lo iba a hacer? Me has caído bien, Kevin. Estoy comenzando en el barrio y, bueno, tengo que labrarme una buena fama. Muchos negocios dan cosas gratis a sus clientes los primeros días.
—Si tú lo dices… —acerqué la caja y dejándola a escasos centímetros quise aclarar una duda abriendo el contenido— ¿Qué hago con esto o cómo funciona?
—¡Me gusta que empieces a implicarte! —su dedo índice, con una piel tersa, en primer lugar, señaló el frasco con el líquido en su interior. Al tiempo que con la otra mano se ponía sus gafas— Como ya te expliqué, esto es un afrodisiaco, fácil. Y esto otro, —señaló el tubo blanco, que al prestarle atención, percibí que tenía una pequeña etiqueta en la que ponía “purificador de piel”— es una crema “reafirmante”.
—¿Para qué quiero yo una crema reafirmante? —eso era para viejas y viejos, no para mí.
—No es para ti, ninguna de las dos cosas es para ti. Es para la mujer a la que quieras… —buscó una palabra mientras sus ojos miraban al techo tras las lentes y, al final, la encontró— cortejar. Si ves que los atributos físicos no son satisfactorios para tu gusto, puedes echarle un poco de crema para que mejoren.
—¿¡Cómo!? No entiendo… Esto es como esas cremas de las farmacias que te quitan las ojeras. No lo comprendo, señora… —la duda nacía en mí de nuevo, pero rápido habló la mujer.
—Más o menos…, —sonrió picaronamente— pero solo un poco, ¿me oyes? Tanto del frasco como de la crema. De la crema, vierte un poco sobre la yema de tus dedos y esparce donde lo creas conveniente. Cuidado con la crema, si no los efectos se verán menos reales…, de hacerlo, que sea poco a poco, unas pasadas cada día.
Al fin mis manos iban a alcanzar los perfectos pechos de la reina de los mares del este. Su pálida piel brillaba a la luz de la luna y la cabellera rubia trenzada hasta casi sus muslos nos envolvía en la gélida noche. Era el momento idóneo, alcé mis manos mientras la hoguera crepitaba y su calor guardaba el secreto de nuestro idilio prohibido. Me mordí el labio sabedor de que por primera vez en mi vida, unos senos grandes iban a estar entre mis dedos, estaba tan cerca de cumplir mi deseo… “Tic, Tic, Tic…”.
—¡Kevin, la alarma! Levanta que no llegas a clase. —era mi madre la que aullaba desde el otro lado de la casa para que su pequeño vástago no siguiera durmiendo.
Con suma pereza y una resignación inigualable, bostecé a la par que maldije en voz baja para que nadie me escuchase. Para una vez que uno de mis sueños iba a terminar de la mejor forma posible… ¡Van y me despiertan!
En calzoncillos y en invierno, me acerqué como un muerto viviente a la cocina. Allí se encontraba mi progenitora, la cual siempre profería esos gritos de buena mañana, como si la alarma no hiciera ya su función. Estaba manejando el cuchillo como una experta asesina, untando la mermelada en las tostadas mientras mi padre leía algo en el móvil con el café en la otra mano.
Me costó mover el cuello, pero mi cabeza hizo un simple movimiento para que ambos se dieran por satisfechos con ese saludo, aunque al final, traté de añadir un hola. Mala decisión, porque aquello sonó a un graznido de pájaro agonizante que ninguno de los dos me devolvió.
—Pilar, este viernes parece que hay buenas películas en cartelera —comentó mi padre sin dejar de mirar el móvil, al tiempo que tomaba asiento en mi silla.
—No sé, Juanma, creo que tenía que hacer algo… —me pasó el desayuno, un cola-cao calentito, unas galletas y la tostada con mermelada— ¡Come, que estás adelgazando! No dejes nada que me cuesta mucho hacerlo todas las mañanas. —¿Cómo podía tener semejante facilidad para cambiar de conversación?— El viernes mismo lo miramos, cariño.
—¡Oye, papá! —dijo mi hermana entrando por la puerta como una exhalación y haciendo que todos girásemos la cabeza. Estaba vestida y preparada para marchar a la universidad, aunque parecía que algo la inquietaba— En dos días tengo el último examen, ¿me podrías llevar en coche?
—¿Es a la tarde? —Belén asintió— Entonces sin problema. —Juanma ni siquiera levantó la vista del móvil.
—¡Tira que ya es tarde! Vas a perder el metro. —Pilar caminó hasta donde ella, al punto de que casi la empujaba para que marchase. Qué mala leche gasta por la mañana esta mujer.
—¡Ya voy…! ¡Ya voy!
Mi hermana se largó tan rápido como vino y yo terminé las galletas en silencio mientras mis progenitores contaban algo sobre la casa, a lo cual, no puse atención. No me interesaba, prefería perderme en mi dulce sueño, en esas perfectas tetas, aunque la imagen ya se iba evaporando. ¿Por qué costará tanto recordar lo que uno sueña?
—Kevin, —me saltó mi madre sacándome de mi mundo interior— ¿tus exámenes cuando son? En un mes si no me equivoco. —no se equivocaba, ella nunca lo hacía en ese aspecto. Tenía controlado mis exámenes mejor que yo, así lo hizo con Belén y así lo hacía conmigo. La asentí con mi cara de dormido, esperando lo inevitable— Pues, chaval, no te he visto tocar un libro.
—Mamá… —la voz no se me había desperezado y pese a oírse mejor que el graznido anterior, aún le costaba arrancar— lo tengo controlado. Aunque no me vayas a creer, estudio.
—No, no me lo creo. —incluso se rio un poco, que poco confiaba en mi parte responsable. Aunque también era normal, no le había dado motivos para ello— ¡Llevas un año que estás en la luna!
—¡Déjale, mujer! —contestó mi padre con una sonrisa mientras depositaba su mano en mi hombro. Como siempre, me defendía, tal vez por ser los chicos de casa, no sé, pero le debo muchas rebajas en castigos impuestos por ella— Los chicos a estas edades, piensan en lo que piensan. Bueno… como todos, ¿no lo ves así, Pilar? —me apretó de forma afectuosa, teniendo que regalarle esa sonrisa que no podía esconder. Cumplido su cometido se levantó de mi lado para dejar la taza en el fregadero— Esta es una edad muy rara, de cambios. Pero sí, chaval, tienes que estudiar. Confió en ti, ¿vale?
Cada vez que me decía eso y, opino que él lo sabía, me metía una presión que hacía que espabilase. Aunque tengo que añadir, que en esta ocasión, no era muy necesario, porque era cierto que lo tenía controlado. Era mi último año en el instituto y quería sacar buenas notas, por lo que llevaba la materia al día, con estudiar un poco me valdría.
No obstante, mi madre también tenía razón, llevaba más de un año raro… o bueno, eso diría ella, porque no sabía muy bien que era lo que me pasaba. Era muy simple y si lo hubiera meditado por más de diez minutos habría caído en la cuenta. Lo que me pasaba era que, como buen adolescente, las chicas ocupaban el cien por cien de mis pensamientos.
Había comenzado a salir de fiesta y cada vez me era más complicado no fijarme en el sexo opuesto. Creo que la siguiente cuestión es por la cual estoy tan “obsesionado”, todavía era virgen y cada vez menos de mis amigos lo eran, sinceramente, no quería ser el último. No me apetecía nada.
Me vestí y marché al instituto con paso lento, me cuesta demasiado despertar a las mañanas y ni con una manzana para el camino suelo lograrlo. Dando pasos marcados y desganados, de pronto, tuve que levantar mi cabeza y fijé la vista en otro lugar que no era el suelo. Algo había llamado mi atención, una cosa que se me había colado por el rabillo del ojo y que me resultó que no debía estar allí.
Era el mismo camino al colegio de siempre, el que hacía desde los tres años, bueno… en esa época me llevaban mis padres, pero había recorrido esas mismas calles durante toda mi vida. Reconocía cada tienda, cada bar, cada esquina, incluso una pintada que ponía “Noelia x ¿?” y siempre me picó la curiosidad por saber quién sería esa persona. Aunque seguro que a Noelia no le importaría mucho, porque ya tendría su edad…
El caso es que me paré en seco, porque donde antes no había nada más que una persiana vieja y cerrada, ahora había una tienda nueva. Nunca hubo otra cosa que eso… una cortina metálica gris y bajada hasta el tope. No la recordaba con exactitud, sin embargo, podría asegurar sin temor a equivocarme que incluso estaba carcomida por los bordes inferiores.
No obstante, allí estaba, de pie, con mi mochila bien sujeta a los hombros y observando una tienda que era completamente novedosa. Eché una ojeada rápida, estaba algo descolocado y era como si estuviera explorando una zona desconocida de uno de los tantos juegos a los que me viciaba por horas.
El escaparate era de madera, dando una sensación de antigüedad que hacía parecer que únicamente hubieran levantado la persiana para mostrar lo que había detrás. Pero para nada era viejo, si no que la madera parecía brillar después de que la pulieran con esmero. Por un momento dudé, meditando sobre si llevaría más tiempo esa tienda abierta, aunque no podía ser, el camino me lo conocía como la palma de mi mano y lo hacía todos los días.
Di un paso hacia el cristal, que me permitía observar los productos expuestos. No dudé en hacerlo, es más, sentí como si mi curiosidad se avivase como un fuego al que le echan un bidón de gasolina. Me había olvidado de las clases, solo prestaba atención a todo lo que se me ofrecía detrás del vidrio.
Tuve la sensación de que había de todo, en su mayoría aparatos antiguos, no obstante, bien cuidados, como una máquina de coser que brillaba en un tono plateado increíble. Giré mi cuello tomando una instantánea mental de cada uno de los productos, sacándome una sonrisa al ver un teléfono de un color rojo muy vivo que tenía un dial giratorio para marcar los números.
De pronto, algo pasó por mi visión, porque no sé de donde pudo venir. Fue como si una bombilla o algún tipo de luz se encendieran a la derecha del mostrador, pero cuando giré mis ojos hacia allí, no había nada. Me quedé embobado, pensando si me imaginé semejante fogonazo, ya que tampoco había nadie en la calle a quien pudiera preguntar.
Sin embargo, rápido se me olvido, porque allí, hacia donde había movido mi cabeza por culpa de esa luz, vi algo que me llamó muchísimo la atención. Era una pequeña caja gris, con remates en negro, de la cual reconocí el dibujo que tenía al instante, era una Súper Nintendo.
La recordaba a la perfección, mi padre tuvo una cuando era joven y la conservó con tanto amor y cariño que llegó a los días en los que jugábamos juntos. Tengo recuerdos grabados a fuego echando partidas al Mario Kart y riéndonos sin parar, momentos de la infancia que siempre estarán en mí. No obstante, pese a que, como dice mi madre, “los productos de antes duraban más”, todo tiene un final y la consola dejó de funcionar dos años atrás.
No sé en qué momento tomé la decisión, pero para cuando fui consciente de lo que hacía, estaba atravesando el umbral de la puerta, con la mirada fija en la consola y mi padre en la cabeza. Sería por curiosidad, o solamente para informarme del precio…, el caso es que me adentraba en aquella tienda tan novedosa como desconocida.
Tras de mí se cerró la puerta, dejando un sonido de campanillas por todo el lugar que me hizo mirar hacia atrás.
—¿Eso ha sonado al entrar…? —murmuré con asombro, porque no había oído nada al abrir la puerta, tal vez estuviera demasiado dormido, nada raro.
Me giré olvidando las campanitas y di mis primeros pasos en aquel sitio tan inexplorado para mí. Me fijé en todos los rincones que pude, contemplando como a los lados de la tienda, las paredes rebosaban con estanterías llenas de objetos pulcramente colocados.
Muchos eran antiguos, pero ninguno daba la sensación de ser viejo o estar mal cuidado, al contrario, parecía que pese a poder tener mil años, no lo hubieran usado nunca.
La tienda era más grande de lo que parecía desde fuera y no es que estuviera muy bien iluminada, quizá aún les faltaba retocar ciertas cosas, o esa fue la sensación que me dio. Mi vista irremediablemente se fue al fondo, dejando a un lado las estanterías y una bici que brillaba en medio del pasillo.
Donde ahora dirigía mi mirada era al mostrador, donde un hombre mayor me saludó con una sonrisa afable, bonachona y con unos pequeños ojos que se escondían detrás de unas gafas todavía más pequeñas. Parecía estar leyendo algo, una revista o un periódico, pero tampoco le di más importancia, porque lo que me interesaba estaba detrás de mí.
Giré sobre mis talones, mirando por encima de los pocos tablones de madera que separaban el escaparate de la tienda y observé con más nitidez la consola. No es que la caja estuviera nueva, es que parecía recién sacada de la fábrica, como si Nintendo la hubiera hecho y traído en envío especial para esa tienda.
—Seguro que está más nueva que la de papá…
Al tiempo que la contemplaba, me imaginé llevándola a casa, como mi padre se emocionaría al verla y jugaríamos los dos como años atrás, llenos de felicidad y rebosando de nostalgia. Aunque seguro que Pilar hacía lo mismo de siempre, estar detrás de nosotros con los brazos cruzados y diciéndonos que terminásemos. ¿Cómo era…? ¡Ah, sí! “¡Estáis viciados a la maquinita!”. Mi madre cuando quería era autoritaria como ella sola.
Volví mi cabeza con la intención de preguntar al anciano del mostrador cuanto valía aquella máquina, porque me la quería llevar. Aunque cuando miré al fondo de la tienda, el señor parecía haber desaparecido, como si se hubiera esfumado por una puerta trasera, pero no estaba solo en la tienda, porque por el pasillo, venía una mujer.
Me quedé mirándola, más por lo raro de la situación, yo me esperaba al afable anciano, sin embargo, ahora se acercaba a mí, una mujer adulta. La analicé rápidamente, con esos ojos de adolescente que muchas veces se centran en un único objetivo.
Era mayor, más o menos de la edad de mis padres, con un pelo salteado de canas recogido en un curioso moño. Portaba unas gafas pequeñas, similares a las del hombre, atadas al cuello gracias a un fino cordel y, lo que más llamó mi atención, unos preciosos y grandes ojos dorados que resplandecían dentro de la tienda.
—Chico, ¿te puedo ayudar? —su voz salió tras una sonrisa y el tono me recordó a cualquiera de mis profesoras.
—Eh…, ¡Sí, claro! —seguía descolocado, sobre todo al observarla de cerca y comprobar que la mujer, pese a su edad, conservaba algo de… ¿Guapura? ¿Belleza? No sé lo que era, pero era atrayente. Incluso me resultó conocida, como si se me pareciera a alguien o su apariencia resultara familiar. Daba lo mismo, lo que me interesaba estaba en el escaparate, no en la mujer— He visto esa consola y quería saber cuánto cuesta.
—¡Vaya! La Súper Nintendo, gran elección. —me miró entrecerrando los ojos, analizándome de arriba y abajo con las manos en las caderas, no moví ni un músculo— ¿Tú no eres muy joven para conocerla?
—Sí. —soné tan seco… debía añadir algo más— Es que mi padre tenía una y me gustaría regalársela. Solíamos jugar juntos y estaría bien hacerlo de nuevo. Me trae muy buenos recuerdos.
—¡Qué bien! No es muy habitual que los hijos compren cosas para disfrutar con sus padres. Si os puedo hacer felices a los dos, me sentiré satisfecha. —reflexionó por un momento, llevándose un dedo largo coronado por una uña roja a la mejilla y miró al techo— Puedo notar en tu cara que la quieres mucho, podría bajarla hasta… cincuenta euros.
—¡Joder…! —me salió del alma.
—Con esa reacción me imagino que es mucho para ti. —asentí sin dejar de mirar la consola, tal vez intentando causar una ligera pena— No te desanimes, quizá haya otra cosa que te interese, ¿vamos a ver?
Con total confianza, puso su mano en mi espalda, justo por encima de la mochila y debajo de mi nuca. Anduve por inercia, como si esa mano me moviera al igual que hace un marionetista, o incluso, como si fuéramos dos viejos amigos dando un paseo. Antes de darme cuenta, estábamos recorriendo la tienda.
Se paraba cada poco en una de las estanterías, miraba unos cuantos objetos y después, negaba con la cabeza añadiendo “esto no”. Poco a poco nos fuimos acercando al mostrador donde al entrar se encontraba el hombre mayor que se habría esfumado a algún almacén trasero. Cuando estuvimos allí, la mujer rodeó la mesa y yo me quedé al otro lado, mirando cómo se inclinaba con la intención de buscar algo.
—¡Aja! —sonó finalmente mientras se incorporaba— Creo que tengo algo que puede ayudarte, lástima que en este caso no vaya a hacer feliz a tu padre.
—¿¡Qué!?
Apenas me dio tiempo a decirlo, porque antes de que terminase, la mujer dejó encima del mostrador un frasquito de cristal que relucía con la bombilla fluorescente del techo. Estaba de pie encima de la mesa, con la luz dándole de pleno y a su alrededor, parecía que… por muy poco… pero que las sombras que proyectaba se movieran en una danza extraña.
Quise mirar a la mujer, para comprobar si era el único que estaba viendo algo tan raro, pero no pude. El líquido que estaba en el interior y nadada de un lado a otro debido al movimiento que surgió al sacarlo de debajo del mostrador, me hipnotizaba. Era de un color morado, bastante claro y, sinceramente, debido a la poca luz, la primera impresión que me llevé fue que sería veneno. ¿Algo absurdo? Por supuesto. Por muchas cosas que tuviera en la tienda, ¿para qué me iba a dar veneno?
—Es un afrodisiaco. —la miré a los ojos para cerciorarme de que no me estaba vacilando— Sabes lo que es. Es un brebaje especial… —el misterioso tono de la mujer me hizo quitar la vista de sus ojos dorados, preferí contemplar el extraño líquido— Digamos que hace el efecto de un afrodisiaco, pero no es para ti, sino para la persona que quieras que caiga rendida a tus pies. No encontrarás nada más infalible, te lo aseguro.
Volví a mirarla, rodeados de un completo silencio, como si la calle hubiera desaparecido y solamente quedáramos nosotros dos en el universo. Un intercambio de miradas, primero al bote, luego a ella, después al bote. Sus palabras manaban con tanta verdad y seguridad que no podía ser que me estuviera mintiendo, aunque me salió del alma contestarla.
—¿Te estás quedando conmigo? —no fui capaz de contenerme, me estaba enseñando un afrodisiaco, esas cosas no funcionan— Gracias, pero no voy a comprarle eso… Esas cosas son un timo. Todas esas bebidas me parecen… —me callé porque con toda seguridad estaba siendo demasiado descortés. La mujer lo había sacado con su buena fe y yo lo estaba desdeñando de una manera muy infantil.
—¿Cómo sabes que no funciona si no lo has probado? —me lanzó una enigmática sonrisa, algo que no sabía de donde salía, pero que me atrapó.
—Prefiero que no y… gracias por su tiempo, tengo que irme a clase.
Giré mis pies y comencé a marchar en dirección a la puerta. Notaba su mirada sobre mi espalda, como si una fuerza ejerciera un poder para que no saliera. Con desconfianza, miré hacia atrás. La mujer, con unos pocos mechones canosos, pero bonitas facciones, seguía en su mostrador, apoyada sobre sus codos y justo entre ambos brazos el frasco de cristal con el líquido morado.
Fue como una atracción, como si el propio recipiente me estuviera mirando, rogándome que me diera la vuelta para cogerlo y llevarlo a casa. Mi cabeza soltó una carcajada, porque todo era tan absurdo que mi raciocinio me gritó, “¡Es un bote de cristal, no un perro abandonado! ¡Vámonos!”.
—Cuando salgas del instituto —comentó la mujer alzando el tono y haciéndose escuchar para todos los cacharros de la tienda—, seguiré aquí. Si recapacitas, entra. Te estaré esperando, Kevin.
Salí por la puerta y me sentí algo mejor, menos agobiado, como si hubiera salido de una densa niebla que no me dejase respirar. Seguramente, habría sido la propia tienda, llena de artilugios y con tan poca luz, que llegó al punto de ser claustrofóbica. Solo había sido un mal trago, nada más, una señora que trataba de timarme al verme joven, quería sacarme el dinero y ya.
Caminé por esas aceras que tantos años había recorrido, dando los mismos pasos de siempre, pero con la mente en blanco. Aunque cuando vi mi instituto de fondo, la curiosidad que me generaba la tienda y… la mujer… empezaron a acrecentarse dentro de mí.
Era como tener un pequeño ratón dentro de mi vientre, que a medida que pasaban los minutos, más me devoraba por dentro. Después de la primera hora de clase, miré por la ventana, con una duda que me golpeó como si fuera un bate de béisbol. Con la peculiar visita a la tienda no me había dado cuenta de algo muy importante y, ahora, mientras no atendía en clase, me pregunté casi de sobre salto, “¿¡En qué momento la he dicho mi nombre!?”.
****
El timbre sonó con mucha fuerza, haciéndome saber que la última clase había terminado y que por fin era libre de los estudios. Antes de que terminara el estridente sonido, que a más de uno levantaba de un susto de su asiento, me despedí de la “señorita Claudia” como todo el mundo la llamaba y atravesé la puerta a la carrera.
¡Era demencial!, aquella mañana no había pensado en otra cosa que en la dichosa tienda. ¡Todo el rato! Ese picor que había estado dentro de mi tripa me acabó por consumir.
La tienda en sí, era un enigma, un rompecabezas que hacía eso mismo… romperme la cabeza. No podía darle vueltas a otra cosa y toda mi atención se diría al interior del local. Incluso había dejado a un lado la Súper Nintendo, ya que la propietaria y sus ojos dorados estaban fijos en mi mente.
Bajé a la calle saltando de tres en tres los escalones, percatándome de que iba por mi ciudad a un paso que limitaba con el trote de cuando hacía deporte. No tardé en recorrer mi camino habitual y divisar la tienda a lo lejos, seguía abierta y, por algún motivo, supuse que me estaba esperando.
Paré un poco antes para serenarme y que no viera que había llegado sofocado, como si me estuviera haciendo el interesante, llegando despreocupado a la cita con una chica. La puerta se abrió y de ella, salió un hombre de mediana edad ensimismado con un libro entre sus manos.
Le brillaban los ojos, de la misma forma que a un pirata al encontrar un buen botín o un tesoro escondido. Y tal vez, para el hombre, era eso, una quimera buscada durante años que no hubiera encontrado en ningún otro lugar. Casi estaba seguro de que esa suposición era la acertada.
Me adentré cuando el hombre ya bajaba la calle sin dejar de mirar su libro y, en el momento que la puerta se cerró tras de mí, de nuevo el sonido de las campanillas volvió a llamarme la atención. Aunque algo hizo que me girara como una exhalación.
—¿Te gustan las campanillas, Kevin?
La mujer estaba a la derecha de mi campo visual, subida a un pequeño taburete y ordenando unos cuantos artilugios que parecían ser más viejos que el tiempo. No pude evitar fijarme en ella, en cómo era, mi ardor adolescente siempre prevalecía y con aquella mujer no iba a ser menos.
Se sostenía en unas piernas esbeltas, pero fuertes, que coronaban lo que para mí fue una sorpresa, puesto que su trasero no iba acorde con ese cuerpo. Lo primero que me vino, fue reflexionar sobre si ese culo era de una mujer más joven y no de alguien tan mayor, tal vez… se hubiera quitado unos años de encima en mi ausencia.
Sin embargo, debía comenzar una conversación y lo primero que me salió preguntarla fue algo muy obvio a lo que le estuve dando vueltas toda la mañana.
—¿Cómo sabes mi nombre? —se lo dije con seriedad, sin que pareciera que no podía creérmelo, con toda seguridad era una amiga de mi madre que no conocía o algo por el estilo. Tal vez ese era el motivo por el que su apariencia me resultara tan familiar.
—Bueno… —bajó del taburete y se limpió las manos con calma, igual que lo haría si yo no estuviera— Es fácil, tengo poderes y te leí la mente. —me lo creí… ¡Joder si me lo creí! De la misma forma que lo haría si tuviera cinco años. Me quedé mirándola con los ojos abiertos por qué no podía contestarla— O también puede ser que lo haya leído en la etiqueta blanca que tienes a un lado de tu mochila.
—¿¡Qué!? ¿Qué etiqueta? —giré mi cuerpo como un contorsionista, levantando el brazo y comprobando que la tarjeta estaba allí, de color blanco y metida dentro de un plástico. La caligrafía de mi madre era perfecta y sí… allí estaba mi nombre— Qué observadora…
—Suele ser así cuando tienes los ojos abiertos, nada más te tienes que fijar. —pasó a mi lado y con un movimiento de muñeca, me añadió con total seguridad— Sígueme.
Lo hice sin que me lo tuviera que pedir dos veces, de la misma forma que si me lo estuviera pidiendo mi madre, en ningún instante me planteé no hacerlo.
Con un paso más lento que rápido llegamos hasta el mostrador, donde esa misma mañana habíamos tenido una conversación, que sin ser extraña en palabras, sí que lo fue en sensaciones.
Se volvió a agachar, idéntico movimiento al de unas horas atrás, sabiendo de sobra lo que depositaría de nuevo encima de la mesa. En esta ocasión, algo cambio, porque no me sacó únicamente el bote de cristal con el brebaje morado en su interior, sino que colocó delante de mí una cajita de madera. Antes de que pudiera preguntarla qué era, dudé sobre si en realidad me leía la mente, porque se volvió a adelantar.
—Esto es lo mismo que hemos hablado esta mañana. —abrió la pequeña caja con cautela y pude ver el frasco de cristal con el líquido morado, acomodado sobre un pañuelo de seda de color blanco. Aunque no estaba solo, y a su lado, había un tubo que me recordó a la pasta de dientes que dejan en los hoteles— Hijo, tú ahora mismo no necesitas una consola, necesitas ayuda para otra cosa.
—Pero, ¿¡qué…!? —estaba descolocado por completo— Yo no necesito ayuda de nada, ni para nada, necesitaba la consola para regalársela a mi padre. —negué con la cabeza, todo era muy extraño y algo me gritaba que lo mejor era irme de allí, pero no podía, porque otra parte me suplicaba que la escuchase— No sé para qué he venido…
—Cierto —me cortó ella con su voz tenue—, muy rápido has venido para salir a la una de clase, apenas son y diez. ¿Te has ido de la última hora? O dime, —su rostro cambio a uno felino, uno de quien se sabe ganadora— ¿has venido corriendo?
Eché la cabeza hacia atrás, no sabía qué creer acerca de esa mujer. Solo podía mirarla a los ojos, tratar de ver a través de aquel dorado resplandeciente, pero me era imposible, aunque… quería quedarme.
—Kevin, tú necesitas algo. —siguió hablando sin dejar de mirarme— Quitarte ese peso que tienes encima. —torcí el gesto, sin saber de lo que hablaba, aunque algo me venía a la mente— Todo jovencito quiere… “Utilizar” su pajarito, ¿no es así?
—¡¿Usted, señora?! —me sorprendió demasiado y traté de decir algo— No… a ver… —trataba de negar la mayor, pero el pensamiento sexual volvía a estar en mi cabeza. “¿De verdad podría ayudarme?”.
—Puedo ayudarte, hijo. —su voz era como un bálsamo, algo que navegaba en el aire y se adentraba en mi cuerpo para creer sus palabras— Esto te va a ayudar a conseguir lo que te propones. —se inclinó todavía más sobre el mostrador haciendo que sus gafas colgaran en el aire y dispuso sus labios sin dejar de mirarme para murmurarme algo, en total confidencia— Tú quieres una mujer.
—Vale… a ver… esto ya es demasiado… —las palabras no salían, pero en mi mente la idea de que aquella mujer no mentía estaba tan clara como el agua. Era una sensación que se había adentrado en mí, un parásito infestando mi cerebro, sin dejar que tomara mis propias decisiones. Lo vi claro, si me podía ayudar o no, era una cosa, pero lo mejor sería seguirla el juego y largarme— Mire, normal que acierte, quiero una mujer… una chica, como todos los demás en mi clase. Eso lo acepto, pero… —el frasco seguía allí, tan apetecible. Ella asintió, parecía entenderme mejor que mi padre, mi madre o mi hermana— ¿Cómo puedo saber que no me estás timando o riéndote de mí?
—¿Qué conseguiría con eso? —se volvió a erguir detrás de la mesa de madera, dando la sensación que lo hacía como un ídolo gigantesco, levantado para adorar a una diosa— Como mínimo, mala fama y que nadie venga a la tienda. Algo que para nada me gusta, no es muy agradable no tener clientela.
Con una mano sobre la mesa comenzó a andar alrededor de esta, sin dejar de mirarme a los ojos con ese dorado tan peculiar que tenía. No me moví y aunque lo hubiera querido, no podría haberlo hecho. Tuve la intención de salir corriendo, no por miedo, sino porque el cuerpo me pedía que me alejara de aquella mujer que ahora se acercaba a mí con un contoneo increíble.
Los tacones de la dependienta dejaron de sonar justo cuando se colocó en frente de mí, que seguía tan pétreo como una estatua, solo se me movían las fosas nasales para respirar. Me fijé bien, era casi de mi misma estatura con los tacones, sus ojos felinos y los míos estaban a la par, parecían dos pozos de ámbar donde perderse.
No habló durante un instante que me pareció un siglo, aunque al menos me di cuenta de que desde más cerca, su rostro parecía más joven que antes. Apenas tenía unas pocas arrugas y mi suposición de que era más mayor que mi madre ahora estaba en duda. Casi serían de la misma edad.
—Funciona —sonó tan cierto como si me dijera que el agua moja. La creí, aunque la dejé continuar—. Te lo prometo. ¿Quieres una muestra de buena voluntad? Aquí la tienes. —señaló la cajita abierta con los dos productos dentro— Lo he preparado para ti.
Aguanté la mirada sin saber de qué forma, era tan penetrante que me imponía como nunca nadie lo había hecho antes. Cuando me di por satisfecho, recorrí el brazo que mostraba la caja, hasta llegar a la uña roja que me señalaba el frasco morado.
En un visto y no visto, la mujer cerró la caja delante de ambos con un movimiento tan rápido como inesperado. No quedaba más que hacer, solo me aventuré a preguntar lo obvio.
—¿Cuánto?
—¿¡Cuánto!? —se sorprendió y una sonrisa apareció en su rostro, dejando a la vista unos dientes perfectos que, de estar al sol, hubieran reflejado la luz— No, hijo. Esto no cuesta nada, te lo estoy regalando. —mi cara tuvo que ser un poema de perplejidad porque no dejó de hablar— Pero en este mundo nada es gratis, eso está claro. Solo te voy a pedir una cosa a cambio. Cuando termines con el líquido morado, ven y devuélveme el mismo frasco que te doy, nada más. En ese momento, cuando vuelvas, tal vez hablemos de algo y… quizá, esa consola esté más rebajada.
—¿De qué vamos a hablar? —pese a querer la Súper Nintendo, casi la tenía olvidada.
—No es dinero, puedes estar tranquilo. Únicamente será un favor. —mi rostro debía reflejar todas y cada una de las dudas que me surgían dentro de aquella tienda y la mujer no perdió el tiempo en querer borrarlas— Voy a demostrarte mi buena fe. Acompáñame.
Llegamos hasta el escaparate, donde estirando el brazo, la mujer cogió la Súper Nintendo y, de nuevo, volvimos a paso rápido al mostrador. Allí la metió, debajo de la mesa y dedicándome una dulce sonrisa, me comentó.
—Te la reservo para cuando termines el frasco. ¿Trato hecho? —su rostro me decía que estaba… feliz.
—¿Por qué…? —miré hacia los lados buscando una cámara que estuviera filmando, todo era demasiado raro— ¿Por qué haces esto?
—¿Por qué no lo iba a hacer? Me has caído bien, Kevin. Estoy comenzando en el barrio y, bueno, tengo que labrarme una buena fama. Muchos negocios dan cosas gratis a sus clientes los primeros días.
—Si tú lo dices… —acerqué la caja y dejándola a escasos centímetros quise aclarar una duda abriendo el contenido— ¿Qué hago con esto o cómo funciona?
—¡Me gusta que empieces a implicarte! —su dedo índice, con una piel tersa, en primer lugar, señaló el frasco con el líquido en su interior. Al tiempo que con la otra mano se ponía sus gafas— Como ya te expliqué, esto es un afrodisiaco, fácil. Y esto otro, —señaló el tubo blanco, que al prestarle atención, percibí que tenía una pequeña etiqueta en la que ponía “purificador de piel”— es una crema “reafirmante”.
—¿Para qué quiero yo una crema reafirmante? —eso era para viejas y viejos, no para mí.
—No es para ti, ninguna de las dos cosas es para ti. Es para la mujer a la que quieras… —buscó una palabra mientras sus ojos miraban al techo tras las lentes y, al final, la encontró— cortejar. Si ves que los atributos físicos no son satisfactorios para tu gusto, puedes echarle un poco de crema para que mejoren.
—¿¡Cómo!? No entiendo… Esto es como esas cremas de las farmacias que te quitan las ojeras. No lo comprendo, señora… —la duda nacía en mí de nuevo, pero rápido habló la mujer.
—Más o menos…, —sonrió picaronamente— pero solo un poco, ¿me oyes? Tanto del frasco como de la crema. De la crema, vierte un poco sobre la yema de tus dedos y esparce donde lo creas conveniente. Cuidado con la crema, si no los efectos se verán menos reales…, de hacerlo, que sea poco a poco, unas pasadas cada día.