La venganza se sirve caliente

Cornudillo

Virgen
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May 19, 2014
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LA VENGANZA SE SIRVE CALIENTE


Alejandro miró el reloj: la una y media. Había perdido la cuenta de las veces que lo había mirado antes. Junto a él, la rubita pechugona le repetía por enésima vez la historieta del casting para Operación Triunfo (“no puedo creer que no me vieras, estuvieron a punto de seleccionarme”). Alejandro ni siquiera se molestó en informarle una vez más de que no, que efectivamente no la había visto en la televisión y de que sí, que sin duda fue una injusticia que no la seleccionaran a ella en lugar de a la ordinaria esa de Soraya; en vez de eso, miró el reloj otra vez (la una y treinta y dos) y bostezó tan ostensiblemente que hasta la rubita tuvo que darse cuenta, porque le miró muy digna, levantando la barbilla, y se separó de él musitando algo así como “siempre me tengo que arrimar a los más idiotas”.

Alejandro la miró mientras se alejaba, con cierto alivio; lo último de lo que tenía ganas era de tirarse a una rubita pechugona que, de eso no le cabía duda, intentaría interpretarle su versión de Hips don’t lie mientras follaban, cosa que iba mucho más allá de su paciencia. De modo que sorteó como pudo las apretadas filas de aspirantes a estrella de la canción, escritores de medio pelo y periodistas de colmillos afilados que colmaban el apartamento y llegó hasta la mesa de las bebidas, donde Javier se encontraba en animada charla con un tipo de gafas de diseño, redactor de no sé qué revista de arte dirigida al público gay.

—Javier—, susurró Alejandro sirviéndose otro gintonic—, esta fiesta, para variar, es una puta mierda. Está llena de aspirantes a estrellita que se quieren meter en mi cama porque deben de pensar que es ahí donde guardo los contratos. ¿Pasa algo si me voy?

Javier, sin perder la sonrisa, se giró levemente, apoyando la mano confidencialmente en el brazo del director de la revista, como para darle a entender: “tranquilo, será un segundo” y le respondió con entonación zumbona, sin mirarle:

—Claro que no pasa nada, querido. Nadie te va a echar de menos. Te he invitado porque eres mi socio y no tenía más remedio porque si no, ¿qué hago yo invitando a un tío tan cenizo?

—Qué maricón eres—, le retrucó Alejandro igualmente en broma—. Como tú te libras del acoso porque eres gay no me quieres comprender.

Un cierto revuelo hacia el recibidor les indicó que alguien más llegaba a la fiesta, a pesar de lo tardío de la hora. Las fiestas de Javier en su ático de Chueca eran así: se dejaba la puerta abierta y se admitía más o menos a todo el mundo. En general, los invitados eran gente del mundillo de la música, porque Alejandro y Javier eran los dos socios de una productora mediana pero bastante conocida, aunque también acababan colándose los vecinos, amigos de los invitados y simples curiosos ávidos de copas gratis y de chicas que poder llevarse a la cama. A Javier eso no le importaba, es más, le gustaba, y si había gente que se aprovechaba de su generosidad a él le daba lo mismo. Machado habría dicho que era, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Alejandro tenía, por tanto, fama de ser el duro de la sociedad y también tenía cierta fama no del todo inmerecida de playboy. Era un hecho que muchas aspirantes a estrellita le acosaban sin rebozo para tratar de conseguir una prueba para algún musical, y también era sabido que él no siempre se resistía y que entre las aspirantes a cantante de Madrid corría la voz de que si acudías a Alejandro en busca de un contrato, lo normal es que te volvieras sin él, pero con un polvo inolvidable. No obstante, con el correr de los años, Alejandro se había vuelto más selectivo (o, como le decía Javier por pincharle, más viejo, o más egoísta) y empezaba a cansarse del ritual, hola, te hago una mamada si escuchas mi maqueta, adiós. A decir verdad, tenía gana de follar sin tener después la obligación de escuchar la maqueta de nadie o, lo que era peor, sin tener que soportar el espectáculo, bastante ridículo, de escuchar a una chica, todavía desnuda, cantando Acuario en su habitación.

Alejandro miró, pues, distraídamente, a las personas que estaban entrando por la puerta, decidido a terminarse su gintonic y a marcharse a casa. Sin embargo, en seguida cambió de opinión: en el arco que separaba el recibidor del ancho salón acababa de dibujarse la figura de una mujer que, inevitable y poderosamente, atrajo su mirada. Había llegado con dos o tres personas más, que rápidamente se habían mezclado entre el resto de invitados charlando y riendo, como si conociesen a todo el mundo de toda la vida, pero ella permaneció en el umbral sin saber bien qué hacer, mirando a un lado y a otro con gesto indeciso. Era una mujer morena de pelo liso, vestida completamente de negro, con una sencilla camiseta negra, unos pantalones holgados y unas sandalias también negras con pedrería. La práctica de tratar con ellas le había proporcionado a Alejandro un ojo notablemente afinado a la hora de juzgar a las mujeres de un vistazo: aunque aparentaba menos, aquella chica rondaría los 35 años y no tenía edad, por tanto, para ser una de las aspirantes a estrellita que merodeaban por la fiesta. A decir verdad, allí parada en el arco del recibidor, no parecía tener nada que ver con el mundillo, no conocía a nadie y, más que irresoluta, parecía algo fastidiada. A Alejandro, sin saber por qué, le hizo acordar de esos grabados manieristas de los artistas ingleses del XIX, con mujeres de cabellos negros detenidas junto a la tapia de un cementerio bajo un cielo de tormenta.

—Mira que morena bombón de las que a ti te gustan—, escuchó Alejandro que le decía Javier, que se había percatado sin dificultad de la mirada de interés que su socio le había echado a la recién llegada—. ¿A que ya no tienes ganas de marcharte?

—¿La conoces?—, respondió Alejandro sin hacer caso del sarcasmo.

—Ni idea. Pero ¿tú te crees que yo conozco a alguien aquí aparte de ti? De la gente que invito nunca viene nadie y vienen todos a los que no invito. Mira—, añadió acercándose un poco más y bajando la voz—, a este, que dice que es el director de Nuestro Arte pero no me lo creo, tampoco le conocía pero me parece que estoy a punto de comérmelo a bocados, ¡porque está como un queso!

Alejandro sonrió levemente sin dejar de mirar a la recién llegada a quien una de las personas que habían llegado con ella, un chico negro de porte atlético que usaba chaqueta de cuero en pleno agosto, había acercado una copa para después volver a perderse entre el magma de invitados que literalmente abarrotaban el salón. Alejandro se acordó de la escena de La Vida es Bella donde Roberto Benigni trata de atraer hacia sí los ojos de su enamorada por medio de unos pases mágicos y se rió por dentro. En aquel momento, la chica se adentró con cuidado para no derramar la copa entre los grupos de invitados que charlaban y reían estrepitosamente y cruzó todo el salón para salir por la puerta del balcón que daba a la amplia terraza del ático. Inmediatamente, Alejandro abandonó su sitio junto a Javier y, sin atender a los comentarios burlones de éste (“¡caramba, qué interesante se ha vuelto la mierda de fiesta de repente!”) se abrió paso también hasta la terraza.

La chica de negro se había acodado sobre un extremo de la balaustrada y disfrutaba de la vista del ático de Javier sobre la Plaza del Rey, que bullía de luz y de animación a aquellas horas de la noche. A un lado, sentadas en un pequeño sofá de mimbre, había dos chicas dándose un morreo y metiéndose mano, completamente ajenas a lo que sucediera a su alrededor y, al otro lado, en una especie de otomana que Javier solía utilizar para tomar el sol desnudo, un hombre a quien Alejandro no conocía, sin duda algún invitado con algunas copas de más, dormía como un lirón.

Javier se aproximó en silencio a la chica de negro y se apoyó en la barandilla, justo a su lado. Ella no hizo ningún movimiento. Él permaneció unos instantes en silencio, mirándola: la chica no llevaba sujetador y, en aquella postura, levemente inclinada hacia delante, Alejandro podía ver una buena porción de sus tetas, no demasiado grandes, pero tersas y duras como las de una adolescente. Alejandro sintió un latido en la polla, que comenzó a desperezarse dentro del pantalón.

Por fin, decidió romper el silencio.

—Soy Alejandro, hola.

—Ya sé quien eres.

Alejandro miró a la chica de hito en hito, estupefacto por la respuesta.

—Y ¿cómo diablos sabes quién soy?

La chica volvió el rostro por fin y le miró directamente a los ojos. A la luz de las farolas que ascendía desde la plaza Alejandro pudo contemplar por primera vez el rostro hermoso y casi sin maquillar y la mirada profunda, que no supo traducir. Por toda respuesta, y sin dejar de mirarlo, la chica empezó a cantar en voz baja, pero muy bien modulada:
I’ve heard there was a secret chord
That David played and it pleased the Lord
But you don’t really care for music, do you...?

Sin salir de su asombro, Alejandro creyó recordar. Sin embargo, le resultaba casi imposible reconocer en aquella mujer morena de gesto adusto a la quinceañera que, hacía más años de los que quería recordar, poco después de montar su primera productora, había acudido a su despacho en busca de una prueba.

—No puede ser—, se dijo Alejandro en voz baja.

No podía ser, pero era. Observando con más detenimiento el rostro de la chica y, sobre todo, escuchando su forma de cantar, a Alejandro se le fueron aclarando las nieblas del recuerdo. Haría por lo menos doce o trece años. No se parecía en nada a como era ahora. Entonces le había parecido tan patosa y tan tierna… casi se le pone a cantar nada más entrar en el despacho. Alejandro estaba entonces iniciando la fase en que disfrutaba de su poder con las aspirantes y no perdía ocasión para llevárselas a la cama y para olvidarlas con la misma rapidez con que se las tiraba sin solución de continuidad. Recordó que con aquella chica (¿cómo demonios se llamaba?) no hizo una excepción: se pavoneó delante de ella con su aire de yuppie, exhibiendo sus maneras, su cultura, su mundo, la trató con amabilidad y con tacto, la citó en un restaurante de lujo y después la llevó a su casa, le enseñó muy seriamente algunos modelos de contrato que ni por asomo tenía previsto ofrecerle realmente y, mitad con aquellos camelos y promesas y mitad con su aire seductor, se la llevó a la cama. Apenas si se sorprendió al comprobar que la chica era virgen (no era la primera ni iba a ser la última) ni tampoco le extrañó que rompiese a llorar de miedo y de vergüenza cuando la evidencia, en forma de manchita de sangre, quedó impresa en las sábanas de su cama. Poco a poco Alejandro recordó cómo, inmediatamente después de aquel trance, seguramente muy duro para ella y poco menos que rutinario para él, ella se empeñó en demostrarle lo buena cantante que era y se puso a cantar Halleluja con una voz inusitadamente suave y bien timbrada, cubriéndose el cuerpo desnudo con la colcha y poniendo tal ilusión que otro con el corazón menos duro que Alejandro seguramente habría reaccionado de otro modo. Pero Alejandro reaccionó como reaccionó: se rió. Se rió sin parar, se rió hasta que le saltaron las lágrimas ante el estupor de la pobre chica. Aquella chiquilla, cantando con tal dulzura la dulce canción de Leonard Cohen, le recordó a Jeannette y así se lo dijo tronchándose de risa, e incluso le aseguró sinceramente que no tenía ningún futuro y que mejor haría pensando en dedicarse a otra cosa. Estaban en los noventa, arrasaban los Aerosmith, Radiohead, Pet Shop Boys, R.E.M.; en España triunfaban los ritmos caribeños y los recopilatorios de las grandes y viejas bandas de rock duro; ¿quién iba a interesarse por una bragas de azúcar con aire de no haber roto un plato en su vida? “Te daré el teléfono del agente de Rocío Dúrcal”, le dijo Alejandro retorciéndose de la risa mientras la chica recogía rápida y desmañadamente su ropa y sus zapatos y escapaba, llorando a moco tendido, escaleras abajo de su casa. Alejandro tardó un momento en recobrar la compostura e incluso, levemente compadecido, se calzó unos pantalones y una camiseta y bajó a la calle dispuesto a ofrecerle llevarla a casa en coche, porque era de madrugada y la pobre criatura no iba a tener forma de encontrar un taxi o un autobús. Sin embargo, cuando pudo bajar, la calle estaba desierta y no había ni rastro de ella por ninguna parte.

A Alejandro, el remordimiento le duró cinco minutos, claro. Antes de quedarse dormido después de arrojar la sábana delatora al cesto de la ropa sucia, se hizo su reflexión favorita: “que se vaya enterando de lo duro que es este mundo”.

Y ahora, tantos años después, la tenía otra vez delante.

—Bueno—, murmuró Alejandro devolviéndole la mirada—, ¿cómo te ha ido?

—No me puedo quejar—, respondió ella—. Mi reunión contigo —y remarcó mucho la palabra reunión —me resultó muy formativa. De hecho, decidí abandonar mis aspiraciones de entrar en el mundo de la canción. Estudié Derecho, como querían mis padres, y no me va nada mal.

—Has hecho bien. Este mundillo es una mierda y va cada vez peor. Nos limitamos a recoger las sobras de Operación Triunfo. Oye, perdóname, pero no recuerdo cómo te llamabas.

—Ariadna.

—Ariadna. Como la heroína de Bella del Señor.

La chica le miró con aquella mirada de obsidiana y le respondió en tono glacial:

—Es justo lo mismo que me dijiste entonces. No has actualizado tus artimañas de seductor, por lo que veo.

Alejandro le sostuvo la mirada.

—Es posible. Mira, hace muchos años de aquello, los dos éramos más jóvenes y, además, nadie ha dicho que la vida sea fácil. Será mejor que nos olvidemos de rencores, ¿no?

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió. Al reír, a Alejandro le recordó más a la chiquilla lánguida e ilusionada que cantaba en el dormitorio, envuelta en la colcha.

—¿Rencores? No hay rencores por mi parte, desde luego. Ya te he dicho que mi experiencia contigo me fue de mucha utilidad. No sólo por lo que respecta a mi carrera, sino también por lo que se refiere al sexo. Me hiciste entender que el sexo es una diversión y que hay que aprovechar el momento.

Carpe diem—, respondió Alejandro con una sonrisa, alzando el vaso con lo que le quedaba de gintonic en una especie de brindis burlón.

—Y hablando precisamente de sexo y de diversión—, dijo ella dándose la vuelta y apoyando la espalda en la balaustrada—, ¿cómo ha sobrellevado esto el paso del tiempo? —y al decir la palabra esto, alargó la mano y le agarró el paquete a Alejandro—. Creo recordar que era una herramienta de primera, pero tal vez con los años haya perdido facultades…

Sorprendido, a Alejandro le faltó poco para atragantarse con el gintonic. Tragó saliva y dijo:

—Te aseguro que los años lo han tratado bien. Idénticas facultades y mucha más experiencia.

—Muchas niñas que querían ser cantantes, ¿no?

—Montones.

—Bueno, entonces tendrás ganas de practicar un poco con una mujer más mayor y experimentada…

Alejandro se acercó a ella, tratando de rodearla con el brazo y notando cómo la polla, que permanecía en estado de alerta desde hacía un rato, empezaba a crecerle dentro del pantalón, pero ella se separó un paso y dijo:

—Hagamos las cosas bien. Hoy follaremos en mi casa. Me debes visita.

Bajaron a la calle sin despedirse de nadie y Alejandro le ofreció a Ariadna ir en su coche, pero ella se negó e insistió en coger el suyo, que estaba aparcado muy cerca. Mientras buscaba la llave en el bolso, de espaldas a él, Alejando se le acercó y trató de besarla en el cuello. Fue justo en ese momento cuando recibió un fuerte golpe desde detrás, en la cabeza, y perdió el conocimiento.

* * *​

Alejandro despertó con un dolor de cabeza espantoso, pero ileso. No tenía ni idea del tiempo que había pasado inconsciente. Incrédulo, comprobó que estaba completamente desnudo, sentado en un sillón ancho, atado de pies y manos a los brazos y las patas del sillón. El sillón se encontraba en lo que parecía ser un dormitorio, con su cama de matrimonio y sus mesillas de noche. Al fondo había un balcón cuyas cortinas oscilaban con la brisa.

Alejandro estaba a punto de gritar pidiendo ayuda cuando vio que alguien aparecía por detrás de las cortinas y entraba en el cuarto; era Ariadna. Se había cambiado de ropa y ahora lucía un camisón negro casi totalmente transparente y unas minúsculas braguitas, igualmente negras. Sin poder evitarlo, a Alejandro se le fue la mirada a las tetas de Ariadna, y pudo cerciorarse, mejor que después del breve vistazo en la terraza del ático de Javier, de que eran redondas y perfectas, de piel tersa y pezones puntiagudos con aréolas rosadas.

—¿Qué diablos ha pasado? —le espetó Alejandro—. Desátame. ¿Quién me ha pegado? Me duele la …

Ariadna no le dejó continuar. Se le acercó y le puso un dedo en los labios, forzándole a guardar silencio. Al inclinarse, Alejandro tuvo una perspectiva directa de aquellas maravillosas tetas y, pese a lo apurado de la situación, sintió un leve latido en la polla, que colgaba lacia entre sus piernas.

—Vamos, desátame de aquí. Esto no tiene gracia.

—¿No?—, respondió Ariadna incorporándose y mirando a Alejandro de arriba abajo—. Pues a mí me parece muy gracioso. Por lo menos tan gracioso como te pareció a ti desvirgarme y luego tirarme como quien tira un pañuelo de papel.

Alejandro movió la cabeza a un lado y a otro, aunque al hacerlo le dolió como el diablo.

—Por el amor de Dios, no me jodas con que estás montando todo esto para vengarte de una cosa que pasó hace tanto tiempo. ¿Qué vas a hacer? ¿Cortarme la polla? ¿No dices que eres abogada? Eso te puede costar muy caro…

—Oh, no, ¡qué desperdicio, cortar esta polla tan rica! —Ariadna volvió a inclinarse y acarició muy suavemente, con un solo dedo, la polla de Alejandro, haciendo que se tensara y empezara a lucir una notable erección.

—Te aseguro que sacarías mucho más provecho de ella si me sueltas.

—Tal vez. Y tal vez no.

Ariadna se agachó completamente y depositó un largo y húmedo beso en la punta del capullo de Alejandro, que no pudo evitar un estremecimiento de placer. A continuación, Ariadna se levantó de golpe y abrió la puerta de la alcoba: para sorpresa de Alejandro, entró en el cuarto un hombre completamente desnudo en quien Alejandro reconoció al chico negro que había acudido a la fiesta con Ariadna y en quien no había vuelto a pensar. Alejandro no pudo evitar quedarse con la boca abierta ante el cuerpo atlético de aquel tipo y, sobre todo, ante la herramienta descomunal que se le bamboleaba, como un péndulo, entre los muslos.

—Te presento a mi amigo George—, dijo Ariadna acercándose al hombre y posándole una mano lascivamente en el pecho tenso y brillante.

—Hola, George—, respondió Alejandro sintiéndose totalmente ridículo y también totalmente empalmado. George respondió con una sonrisa y un leve movimiento de las cejas.

Ariadna tomó a George de la mano, le condujo hasta la cama y le empujó suavemente para que se tumbase y, sin dejar de mirar a Alejandro a los ojos, posó la mano lentamente en el rabo del hombre y se lo metió en la boca muy despacio. Alejandro vio cómo, con los suaves lametones de Ariadna, la polla del hombre crecía desmesuradamente, hasta el punto que Alejandro creía no haber visto una polla mayor en toda su vida. Ariadna incrementó el ritmo de su mamada mientras George se arqueaba y gemía de placer. Separó la boca del capullo un momento y Alejandro pudo ver cómo espesos hilillos de lubricante se formaban entre los labios de Ariadna y el enorme rabo del hombre. Ante aquel espectáculo, Alejandro lucía ya una erección absolutamente salvaje, que la imposibilidad de moverse siquiera para meneársela él mismo hacía más intensa y dolorosa.

—¡Por Dios, Ariadna, desátame! ¡Te aseguro que entre los dos te haríamos gozar mucho más que uno solo!

Ariadna no respondió; de hecho, estaba demasiado ocupada metiéndose aquel prodigioso trozo de carne dura y caliente hasta la garganta. Al cabo de unos minutos, la polla de George estaba ya tan dura como un bate de béisbol y era casi tan grande. Ariadna, sin dejar de mirar a Alejandro maliciosamente, terminó de quitarse el camisón y Alejandro pudo admirar su cuerpo esbelto y sus tetas redondas y suaves que se bamboleaban suavemente por efecto de sus movimientos. Ariadna se sentó en el borde de la cama, de cara a Alejandro y, apartando la fina tela del tanga, le enseñó el chochito depilado, casi rojo de la excitación y chorreando de flujo. Alejandro daba tirones de las cuerdas que lo ataban al sillón y bramaba. Muy despacio, Ariadna se metía y sacaba los dedos de aquel estrecho potorro empapado. Para mayor sufrimiento de su víctima, Ariadna se puso de pie, se acercó al sillón donde Alejandro se retorcía y le aproximó los dedos a la boca dejándoselos a unos centímetros de los labios, sin llegar a permitir que él los pudiera chupar, sino sólo para que percibiese el fuerte aroma de su sexo. Alejandro, desesperado, mordía el aire mientras sentía que la polla le reventaba.

Ariadna volvió a la cama, donde George, tumbado boca arriba, se meneaba su monstruosa herramienta; se abrió de piernas y, con un movimiento increíblemente erótico, se fue clavando poco a poco en aquel miembro descomunal. Inició un cadencioso vaivén de las caderas mientras George la agarraba por la cintura y la obligaba a subir y bajar, clavándole la polla cada vez más dentro. Alejandro tenía una excelente visión de la escena y podía ver cómo entraba y salía aquel enorme rabo del estrecho coñito de Ariadna, que echaba la cabeza hacia atrás mientras se acariciaba las tetas, pellizcándose los pezones, sin dejar de gemir de placer con fuerza y de gritarle a George: “¡Fóllame, fóllame como a una puta, no dejes de follarme!” Aquellos gritos ahogaban en parte las súplicas de Alejandro.

Pasados unos minutos, George levantó a Ariadna como si fuera una pluma, le dio la vuelta y la colocó tumbada boca arriba sobre la cama, con las piernas abiertas y el coño totalmente dilatado después de haber tenido aquel gigantesco rabo metido hasta la empuñadura. Ariadna se incorporó a medias, apoyándose sobre un codo, y miró a Alejandro mientras con la mano libre se acariciaba los labios, hinchados y rojos, del chocho.

—¿Te gustaría meter aquí la polla, Alejandro? Ahora no es tan estrechito como la primera vez, pero sigue estando calentito y mojado…

—¡No te rías de mí! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que te pida perdón? ¡Perdón, perdón pero suéltame!

Ariadna se rió, como las malas de las películas. Agarró a George por la cabeza y con un movimiento brusco se la puso entre las piernas; Alejandro tuvo entonces una visión privilegiada de la comida de coño que George le hizo a Ariadna, recorriendo los labios y chupándolos hasta metérselos por entero en la boca, trabajándola con el dedo y jugando con la punta de la lengua en el clítoris, haciendo que ella se retorciese de placer, al borde del orgasmo. Incapaz de soportar por más tiempo la pajita que George le estaba haciendo, Ariadna agarró al semental de la polla y se la metió de golpe en el coño con un fuerte gemido de placer. George, a caballo encima de Ariadna, follaba con tanta fuerza que parecía que fuese a partirla por la mitad, metiendo y sacando aquel pollón en el chochito de ella y golpeándole el culo con los huevos. De pronto, Alejandro pudo ver cómo George incrementaba el ritmo de de su cabalgada y cómo Ariadna gritaba ante la inminencia del orgasmo: los pezones se le endurecieron aún más, su cuerpo se arqueaba sobre la cama mientras sufría intensas sacudidas y, con un grito prolongado, se corrió, sobándose las tetas y tironeándose de los pezones incontroladamente.

Ariadna se dio la vuelta y le dijo a George mientras le ofrecía el culo levantado:

—Ahora te toca a ti, mi amor.

George, ni corto ni perezoso, se agarró el polo con una mano y, muy despacio, lo fue embutiendo en el pequeño ano de Ariadna, que parecía incapaz de admitir el grosor de aquella tranca desmesurada. Poco a poco, entre los gritos de placer de Ariadna, el hombre consiguió su propósito y le clavó el rabo en las entrañas, acelerando el ritmo de sus empujones mientras ella gritaba “¡más, dame más fuerte, quiero tu leche!”. Entretanto, Alejandro sentía como si los huevos le fueran a reventar. Si hubiera sido un jovencito probablemente se habría corrido sólo con contemplar aquel espectáculo, pero atado como estaba no podía procurarse el estímulo necesario para dejar salir toda la leche almacenada en sus huevos. En cuanto a la polla, el capullo se le había puesto completamente morado: parecía a punto de estallar.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sólo uno o dos meneos me bastarán! ¡No me dejes así!

Ariadna estaba demasiado ocupada resistiendo las embestidas salvajes de George, que mugía como un búfalo mientras la ensartaba cada vez más profundamente el culo. Aquello le proporcionó a ella otro orgasmo, cuyas primeras sacudidas enlazaron todavía con las últimas sacudidas del orgasmo anterior, que le nacían en lo más profundo de las entrañas, le subían por la espalda y le estallaban en el cerebro como un castillo de fuegos artificiales. De pronto, George sacó la herramienta del culo de Ariadna y, poniéndose en pie sobre la cama, la agarró del pelo, le puso el rabo en la boca y soltó una interminable catarata de leche caliente que Ariadna apenas acertaba a tragar mientras George aullaba como un poseído. El semen le resbalaba a borbotones a Ariadna por la barbilla y le caía sobre las tetas mientras él no dejaba de eyacular, sin dejar de aplastar el rostro de Ariadna contra su duro rabo. Por fin, se desplomó agotado sobre la cama mientras Ariadna relamía hasta la última gota de leche que pudiera quedarle en la tranca.

Ariadna y George permanecieron un momento tendidos uno junto a otro, recuperando el aliento. Alejandro dijo:

—Bueno, chicos, no iréis a dejarme así, ¿verdad? Ya he tenido bastante castigo, joder. ¿Por qué no me dejáis participar ahora?

Ariadna y George se miraron, intercambiando una mirada de inteligencia. George dijo:

—¿Tú que dices? ¿Le dejamos participar?

Ariadna se sentó en el borde de la cama, miró a Alejandro con gesto divertido y después miró a George.

—Creo que tendremos que dejarle participar—. Empezó a acariciar otra vez la polla de George, que rápidamente creció y se puso dura y vibrante—. Alejandro, cariño, vas a participar, claro que sí. ¡No pensarías que te he traído hasta aquí sólo para atarte y para echar un polvo delante de ti!

George se levantó y se acercó al sillón donde Alejandro estaba inmóvil. Ariadna se recostó sobre la cama, como si se dispusiera a contemplar un espectáculo, con una gran sonrisa en los labios; a Alejandro se le bajó la erección de golpe cuando escuchó lo que dijo a continuación:

—Se supone que te he traído aquí para que sepas exactamente lo que yo sentí aquel día, es decir, para que sepas lo que siente una virgen cuando la desfloran. Y ahora dime: ¿por donde prefieres que George te meta la herramienta primero, cariño? ¿Por el culo o por la boca?


FIN​
 
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