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La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulos 01 al 02
La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulo 01
Lo de follarme el culo mientras le hago una llamada al cornudo, bueno, está mal, pero tiene un pase porque, a pesar de las embestidas, el pobre cabroncete no se entera de la cornamenta que le estamos endilgando. Se ha tragado el cuento chino de que le estoy llamando mientras uso la bicicleta elíptica y los ruidos y jadeos son por eso, por el ejercicio. Sí, está claro que es un poco absurdo, pero si de algo ha pecado el pobre Julián, ha sido de una confianza en mí (y una ingenuidad, claro) a prueba de bombas. Y, cómo no, el sinvergüenza de Ramón, su sobrino, el hijo de mi hermana, le tiene tomada la medida al viejo y sabe perfectamente que traga con todo. Como yo. Lo que pasa es que lo que yo trago de otra forma, je, je. Ya me lo dice el muy cabrón. «¡Joder, tía, cada día la chupas mejor! Limpiezas de sable como esta no las he visto ni en las mejores películas porno. Menuda puta se ha perdido la industria…» El gamberro sabe perfectamente que esos comentarios me hacen daño y me molestan, pero, en contrapartida, me ponen el coño chorreando, como bien pudo observar el primer día en que empezó su perniciosa ofensiva para convertirme en su guarra. De modo que, vistos los resultados de sus insultos, el hijo de puta (perdona hermanita, no es nada personal) se recrea en insultarme y humillarme gratuitamente, al igual que hace con su pobre tío a sus espaldas. Menos mal que éste solo ve la puntita del iceberg. Sus desplantes, chulerías y malos gestos se los toma como detalles de rebeldía juvenil. Nada sabe de lo que ocurre entre nosotros. Menos mal, si se entera de que soy la puta de mi sobrino le da un telele, seguro.
Lo dicho, Ramón cada día está peor. Creo que se le ha ido la pinza completamente con su adicción al sexo. Ya ni mira la tele normal, ni vídeos de You Tube, ni series, ni nada que no sea porno. Para coger ideas, dice. Menudo está hecho, ¡si lo que le sobra es imaginación para putearme al muy cabrón!
Ha cogido como costumbre que, en cuanto su tío se va a hacer la siesta después de comer, tengo que ir a hacerle una mamada en el sofá, mientras se toma una copita mirando la tele. Veo al pobre Julián, caminar renqueando por el pasillo camino del lavabo antes de entrar a echar la siesta en el dormitorio, le pesan ya los casi setenta años («Eso le pasa por casarse con una fulana veinte años más joven…», no se cansa de repetirme Ramón), y, si estoy en la cocina fregando los platos, me seco las manos con un trapo y salgo disparada camino del salón. El puerco de Ramón ya suele estar con los pantalones en los tobillos y la polla como un mástil, esperando que me tome mi ración diaria de zumo de tranca. En este punto la cosa va por días. Hay veces en que me hace arrodillarme y me mira a los ojos mientras me aprieta la cara sobre la polla. Le gusta recrearse cuando consigue que me entre el rabo hasta que con la nariz toco su pubis. Mira mis ojos muy abiertos y lagrimeando, los agujeros de la nariz y la boca entreabriéndose tratando de aspirar el oxígeno que me falta, las babas escapando por la base de la polla y escurriendo por sus huevos hacia el escay del sofá, las arcadas que a veces me hacen casi vomitar… Menudo hijo de puta, y todo lo disfruta con una mirada de rabia y una sonrisa en la cara. Goza sádicamente con esos jueguecitos. No, no negaré que, ahora que estoy acostumbrada, a mí tampoco me molestan. Hasta me resultan excitantes. Saber que su polla se pone tan dura gracias a mí, me hace mojar el coño más de lo habitual. Tengo un genuino subidón de autoestima. Nunca pensé que a mis cincuenta tacos, mi cuerpo maduro y algo rellenito, pondría tan cachondo a un joven de veinte años. Pero, vamos, tanto riesgo… Con ese ruido de gorgoteo constante y sus jadeos a lo bestia… Con el pobre Julián tratando de echar la siesta en la habitación contigua… Con el sueño tan ligero que tiene el pobre hombre. Claro que a Ramón le importa un huevo. No se corta nada, es consciente de que el viejo al levantarse suele hacer bastante ruido y, a la velocidad de tortuga a la que se mueve, Ramón tiene tiempo de sobra para darme una patada en el culo de vuelta a la cocina, subirse los pantalones y seguir viendo la tele como si tal cosa. De todas formas no ha ocurrido nunca. Afortunadamente.
Otras veces, me indica que me ponga a su lado en el sofá, me hace agacharme de rodillas sobre el asiento junto al suyo y mientras le hago una mamada más convencional, me levanta la bata, el vestido o lo que lleve por casa ese día, y se dedica a hurgarme en el culo o el coño con los dedos. En esto es como muchos tíos, por lo que he podido saber, le gusta más meterme el dedo en el culo que en el coño. Supongo que porque es más estrechito y cálido y porque me molesta más. Todo sea por joder. Luego se lo husmea y, casi por costumbre, me lo acerca a la nariz para que lo huela y me hace chupárselo, diciendo: «¡Venga, puerca, chupa, que sé que te gusta!» ¡La madre que lo parió, menudo pervertido está hecho!
Hay algunos días, pocos, la verdad, en los que está algo más generoso y me masajea el clítoris. Algo a lo que suelo corresponder aumentando la frecuencia de mis chupadas, pero deseando con toda mi alma que no se corra antes de que lo haga yo, porque en el momento de hacerlo pierde todo el interés por la paja que me está haciendo y me deja a medias. Todo un caballero, como podéis ver.
A la hora de correrse, normalmente, sea follando mi garganta o haciendo una mamada normal, acostumbra a tensar bien las piernas mientras me aprieta la cabeza. Me inmoviliza y con movimientos violentos de pelvis eyacula dentro de mi garganta. Noto los chorros de lefa caliente que van directos a mi estómago, con el orgullo y la satisfacción de haber dejado seco a mi macho y, tras mirarle a los ojos, le muestro la boca abierta sin rastro de leche.
Cuando está contento me suele dar una palmadita en la mejilla con alguna frase de aliento tipo «¡Muy bien, puta, buen trabajo!» o algo similar, si por lo que sea está cabreado con algo, tiene prisa o algo similar, lo que ocurre con más frecuencia de la que debería, me despacha deprisa y corriendo tras escupirme a la cara, acompañando el salivazo con alguna frase despectiva tipo: «Venga, cerda, vuelve a la cocina, que es donde tendrías que estar. Vergüenza tendría que darte a tu edad, comportarte como una puerca, así…» En fin, todo un encanto. Menos mal que sé que no lo dice del todo en serio. Si no, no me obligaría a escaparme cada noche a visitarle en su habitación. Creo.
Estas mamadas siesteras no duran más de media hora. Una media hora que espero ansiosa todos las mañanas, mientras atiendo al pobre Julián, que desde que se jubiló tiene más achaques que otra cosa, y Ramón va a sus clases en la universidad. Está estudiando una ingeniería. Es un cerebrito el chico. Por eso lo mando mi hermana a estudiar a la capital al comienzo de este curso. Claro, que ni ella (que no conoce realmente a su hijo) ni yo, que no lo veía desde que era pequeño, esperaba que fuese a comportarse de esa manera con su tía. Ni tan siquiera me lo pude imaginar cuando lo vi entrar en casa a principios de septiembre, con aquella mochila cargada de ropa y libros, tan alto y tan fuerte y con esa pinta de macarrilla del tres al cuarto que se traía.
Tardó bien poco en mostrar su verdadera cara. Ya cuando me acerqué a darle un abrazo de bienvenida, noté algo raro, como si se arrimase algo más de lo normal. Y aquella mano que me apretó el culo debería haberme hecho sospechar. Pero, claro, como es un tío tan alto y yo soy tan bajita, lo atribuía a la cosa de la diferencia de altura, por pensar algo. A Julián, que también pretendía darle un abrazo lo despachó, eso sí, con un frío apretón de manos que dejó a mi pobre marido bastante descolocado. En fin, pensamos que eran los nervios del chico recién llegado y tal y tal.
Luego, los indicios se fueron acumulando. Aprovechaba cualquier momento en que nos quedábamos solos, porque Julián hubiese salido al bar a jugar su partidita con los jubilados o, simplemente, si estaba el viejo en casa, se escabullía de su presencia, para venir a «ayudarme», o eso decía. Tanto si estaba en la cocina, arreglando la ropa, limpiando o lo que fuese. Claro que lo que entendía él por ayudarme, me di cuenta en seguida de que era arrimarse a mí y, a poco que pudiera, meterme mano haciéndose el tonto o frotarme el paquete. En material sexual no es que yo fuera muy avispada, pero me di cuenta al instante de que el muchacho se excedía en sus atenciones de un modo que difería bastante a la relación de un sobrino con su tía.
Al final, un día que su padre estaba viendo la televisión y yo acudí a su habitación para hacerle la cama (el muy vago se comportaba como un rey y no daba un palo al agua en casa, aparte de hacer el paripé de ayudarme en algunas tareas para meterme mano), Ramón, que fingía estudiar con el portátil en un sillón (luego supe que se pasaba el día viendo porno), empezó a mirarme el culo y las piernas, bien marcados en las mallas que llevaba puestas y que apenas si tapaba una holgada camiseta, y a acariciarse el paquete. Le vi a través del espejo del armario que estaba junto a la cama y, por un momento, me quedé paralizada. Pensé en girarme y plantarle cara, pero algo me lo impidió. Después supe que debía ser el manchurrón de humedad que se extendía por mi coño. Sentirme deseada me excitaba y provocaba una incierta lucha entre el instinto y la razón. Soy un persona voluntariosa, pero el instinto sexual, tantos años reprimido era irrefrenable y fue imposible evitar que ganase a la vergüenza, al miedo y a la sensatez. Por lo tanto, en lugar de girarme y mandarle a la mierda, seguí como si tal cosa, nerviosa, pero sin dejar de menear el pandero. Hasta el que el chico se levantó, diciendo:
—Yo te ayudo, tía.
Poniéndose detrás de mí, con la polla como una piedra frotando mi culo, hizo un amago de estirar la sábana que yo tenía agarrada con la mano. Forcejeé por un instante para tratar de escapar de debajo de su cuerpo, pero no pude hacer gran cosa, era mucho más fuerte y grande que yo. De modo que, en cuanto noté su aliento en el cuello y su lengua lamiéndome el lóbulo, cerré los ojos y empecé a escuchar la retahíla de groserías a la que me acostumbraría en el futuro, «muy bien puta, sabía que lo estabas deseando», «prepárate que vas a probar una polla de verdad, cerda», y un largo etc.
Después no tuve que hacer gran cosa. De un violento tirón me bajó el pantalón y las bragas al mismo tiempo, colocó la polla, tiesa como un mástil entre mis nalgas y, sin aparente esfuerzo, encontró el camino de mi coño, perfectamente lubricado. Le bastó un empujón para encajar la tranca hasta la mitad. Lancé un grito que, por fortuna no llegó a oídos del pobre Julián, que veía la tele inocentemente al otro lado de la casa. Un segundo empujón y la tenía toda dentro. Era lo más grande que había tenido dentro del coño en mi vida. Tan sólo había follado con Julián (y su modesta pilila) y hacía bastantea años que no se le ponía dura, por lo que el sexo había pasado a mejor vida en nuestra relación.
Me manejó como una muñeca, primero sujetando mis caderas para marcar el ritmo y luego, aprovechó para arrancarme la camiseta y el sujetador, que tiró violentamente a una esquina de la habitación, y, cogiéndome del pelo para levantarme un poco, observó el balanceo de mis enormes domingas en el espejo de enfrente. La imagen, que contemplé me impresionó. Verme así jadeando, sometida por un macho joven que me zarandeaba con violencia, ensartada a su polla, me dejó en shock, por lo que, avergonzada bajé la cabeza al instante. Ramón se dio cuenta y, riendo sádicamente, me volvió a levantar la cabeza diciendo:
—¡Mira, mira lo puta que eres, tía! ¡Menuda guarra, follándote a tu sobrino con el cornudo del tío en la misma casa!
Cerré los ojos avergonzada y aguante las emboladas, obnubilada por un irresistible placer y muerta de vergüenza por lo que estaba haciendo. Una combinación terrible para una mujer de mi edad y tan conservadora como yo.
Por suerte, Ramón, que iba muy salido, se corrió rápido. Yo no llegué a hacerlo, pero suspiré aliviada cuando noté los espasmos de su corrida y la leche inundando mi coño. En cuanto llegó al orgasmo, sacó la polla y se la limpió con mi camiseta diciendo:
—Vaya polvo, tía—me pegó una sonora palmada en el culo—. Puedes terminar de hacer la cama, ya iremos hablando—y salió de la habitación.
Me quedé traspuesta por unos instantes y después me levanté trabajosamente subiéndome las bragas y los pantalones, notando, al levantarme, la leche que fluía del coño manchando la tela. Después, intenté ponerme el sujetador roto y, tras descartarlo, me puse la camiseta, todavía húmeda de la polla de Ramón. Escapé de la habitación camino del lavabo.
A partir de ahí, la cosa fue cuesta abajo y sin frenos. Íbamos con cuidado, tomando precauciones y tratando de no llamar la atención de Julián, aunque éste, sin ser especialmente avispado, no era tan corto como para no darse cuenta de que ocurría algo extraño. Mi actitud algo esquiva, el cambio en mi manera de vestir, más juvenil, más alegre y, en casa, bastante más provocativa, siempre con batas cortitas mostrando los muslos, con un tremendo escote a la vista y dejando ver una lencería sexi que, de repente, había aparecido por casa… Todos esos factores le hacían mosquearse y, medroso y tímido, acertó a preguntar una noche, mientras estábamos en la cama:
—Elvira, ¿cómo es que has empezado a usar esa ropa a estas alturas?
—¿Qué ropa?—respondí haciéndome la tonta, aunque sabía perfectamente a qué se refería el pobre.
—Pues eso, ese tipo de… de bragas y tal…
La verdad es que me estaba dando algo de risa, pero tampoco quería hacer sufrir demasiado al hombre y traté de darle una respuesta que apaciguase (un poco) su angustia.
—¡Ah, te refieres a los tangas y eso! Es que me resulta más cómodo. Sobre todo a la hora de hacer ejercicio, me roza menos y eso—. Por aquella época me había comprado ya la elíptica y hacía algo de gimnasia en casa siguiendo tutoriales de Youtube. Todo sugerencias de Ramón, que quería que estuviera flexible y en forma para las sesiones de sexo. Y, la verdad es que me fue la mar de bien. Gané algo de masa muscular y fibra y me encontraba mejor. Supongo que los polvos maratonianos que echaba en cuanto podía con Ramón también se podían contabilizar como deporte, digo yo.
Julián aceptó mi respuesta, aunque me di cuenta de que seguía algo inquieto. Quizá le escamaban un poco mis esporádicas huidas nocturnas del lecho conyugal. Menos mal que sobre eso no se atrevió a preguntarme, porque no sé qué respuesta habría podido improvisar. Y, también menos mal que no había podido verme desnuda desde tiempos inmemoriales, porque mi coñito depilado tampoco era fácil de justificar.
Por otra parte, me dio la sensación de que era capaz de tragarse cualquier respuesta por absurda que fuese. Capaz de cerrar los ojos ante una realidad que habría sido evidente ante cualquier observador objetivo que hubiera pasado unos días en casa. La complicidad entre Ramón y yo era más que evidente, los toqueteos constantes, las sonrisas y los cariñitos, incluso ante su pasiva presencia que, asombrado, veía como su mujer se iba alejando de su ámbito de influencia atraída por el joven cuerpo de su sobrino. Éste, por su parte, no ocultaba su papel de macho dominante y, salvo morrearme y follarme delante de su jeta, ejercía una papel de dueño de su tía, tratándome como una servicial criada (con mi consentimiento), que no pasaba desapercibido para Julián.
Las pocas veces que mi pobre marido trató de frenar a su sobrino, como cuando, sentado en el sofá con los pies en la mesita, exigía que le trajese una cerveza de la cocina o que le hiciera algo de comer mientras miraba la tele, la respuesta de éste, seca, cortante y respaldada por mi sumisa actitud obediente, lo dejaron completamente cortado.
No obstante, creo que, ni en lo más profundo de la mente de Julián, podría haber una sospecha de que su mujer se estaba acostando con su sobrino. Era algo que quedaba fuera de sus esquemas mentales. Pobrecillo, qué desconocedor del alma humana y de la psicología femenina estaba hecho. Estaba equivocado, equivocado a base de bien. La cosa no iba solo de acostarse juntos, la cosa iba de sexo brutal y contundente, de un macho que se aprovechaba de las carencias de una pobre madura insatisfecha. O de una madura insatisfecha que se aprovechaba de la energía de un joven fuerte y viril. Sea lo que fuese, nuestras prácticas sexuales excedían con mucho del sexo convencional e iban más allá del mismo.
Al final, después de un par de meses follando como conejos y asumiendo cada vez más riesgos, pasó lo que tenía que pasar. Una tarde, en cuanto Julián salió de casa a jugar su partidita de dominó en el bar, Ramón, con el que no había podido follar la noche anterior porque no pude escapar de la habitación de matrimonio ya que Julián estaba un poco pachucho y no hacía más que quejarse, acabó durmiéndose hacia las cinco de la mañana, demasiado tarde para hacer una escapadita, por lo que me conformé con hacerme un dedillo y lista… Como decía, aquella tarde, nada más salir Julián por la puerta, Ramón vino a buscarme a la cocina y, agarrándome del pelo, casi no me dio tiempo ni a quitarme los guantes de fregar, mientras me arrastró hacia el salón. Me lanzó sobre el sofá, se quitó los pantalones en un momento mientras yo rompía los gruesos botones de la bata mostrando mis generosas tetas, bajo un sujetador morado que dejaba mostrar la aureola superior de los pezones que hacía juego con el tanga tras el que se transparentaba un coñito mojado y anhelante.
Ramón no estaba para prolegómenos y se tiró sobre mí, arrancó el tanguita, rompiéndolo (¡qué bruto! no ganaba para ropa interior…), y me incrustó la polla de un par de empujones. Empezó un fuerte y rápido bombeo. Supongo que el chico tenía prisa, por algún compromiso o algo similar, porque normalmente se tomaba las cosas con más calma. El caso es que estaba dando estopa como un animalucho, montando una escandalera de gruñidos, que se unían a mis gritos de «¡Más fuerte, cabrón hijo de puta, más fuerte!». Aquel ruido impidió que oyéramos la puerta y los pasos hacia el salón del pobre Julián. Al parecer había olvidado la cartera, que reposaba sobre la mesa de centro. Normalmente, cuando hacíamos las cosas con más calma, yo tenía la precaución de poner el seguro a la puerta. Siempre sería más fácil justificar un seguro cerrado, por gorda que fuese la mentira, que una escena de sexo si te pillaban in fraganti. Eso no se arreglaba con explicaciones, no.
No sé cuánto tiempo llevaría Julián contemplando la escena. No demasiado, supongo, porque acabábamos de empezar. Nos dimos cuenta de que estaba allí cuando oímos el golpe. Se desmayó de la impresión y cayó redondo sobre las baldosas del comedor. Nos pegamos un susto de muerte. Así, medio desnudos los dos, corrimos a atenderle. Por un momento creímos que había muerto de un infarto o algo parecido, pero vimos que respiraba y, entre ambos, lo colocamos sobre el sofá, todavía caliente de nuestros cuerpos. Muertos de miedo tratamos de despertarlo, aunque tenía los ojos abiertos no reaccionaba, como si estuviera ido. Después de unos minutos de infructuoso intento de reanimación, decidimos llamar al 112. Mientras venía la ambulancia, nos vestimos y recogimos un poco el escenario para disimular nuestra acción previa. A mí, más que a Ramón, se me vino el mundo encima y me embargó un intenso sentimiento de culpa.
Veinte minutos después la ambulancia se llevó a Julián al hospital. Ramón y yo le acompañamos y esperamos varias horas en la sala de espera hasta que un médico nos informó que había sufrido un Ictus. Un infarto cerebral grave que, de momento, tenía mal pronóstico, aunque había que esperar hasta ver cómo evolucionaba.
Quedó ingresado en la UCI y, volvimos a casa los dos, con la moral por los suelos y sin ganas de nada.
Los primeros días fueron duros, hasta que la situación se fue estabilizando dentro de la gravedad. Trasladaron a Julián a una habitación del hospital y nos íbamos alternando para acompañarle. Parecía que no estaba muy consciente de nada. Tenía los ojos abiertos, pero estaba completamente paralizado y no podía comunicarse. Le poníamos la radio a escuchar las tertulias políticas y deportivas que tanto le gustaban y tratábamos de sobrellevar el trance lo mejor posible. El médico nos indicó que el pronóstico seguía siendo complicado y que las posibilidades de recuperación eran escasas. Como mucho, en el mejor de los casos tendría secuelas serias y permanentes, perdería el habla y gran parte de su movilidad. Eso sí se recuperaba, porque todavía podría empeorar e incluso fallecer. Un desastre.
Me sentía fatal y Ramón no estaba mucho mejor. No tratamos de disculparnos porque no sabíamos si Julián nos oía o era capaz de entendernos. Durante unos días nos sentíamos deprimidos e incapaces de hacer nada remotamente sexual. La lujuria parecía haber desaparecido de nuestras vidas.
Pero, poco a poco, nos fuimos adaptando y, como suele decirse, la cabra tira al monte. De modo que, contra todo pronóstico, volvimos a las andadas. Incluso en el propio hospital. A fin de cuentas, Julián no nos veía y, si nos veía, tampoco podía contar nada y, por lo demás, lo atendíamos la mar de bien. De modo que reanudamos nuestro ritmo de folleteo, aprovechando los pocos resquicios de tiempo y espacio que podíamos compartir en aquella habitación hospitalaria.
Continuará
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La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulos 01 al 02
La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulo 01
Lo de follarme el culo mientras le hago una llamada al cornudo, bueno, está mal, pero tiene un pase porque, a pesar de las embestidas, el pobre cabroncete no se entera de la cornamenta que le estamos endilgando. Se ha tragado el cuento chino de que le estoy llamando mientras uso la bicicleta elíptica y los ruidos y jadeos son por eso, por el ejercicio. Sí, está claro que es un poco absurdo, pero si de algo ha pecado el pobre Julián, ha sido de una confianza en mí (y una ingenuidad, claro) a prueba de bombas. Y, cómo no, el sinvergüenza de Ramón, su sobrino, el hijo de mi hermana, le tiene tomada la medida al viejo y sabe perfectamente que traga con todo. Como yo. Lo que pasa es que lo que yo trago de otra forma, je, je. Ya me lo dice el muy cabrón. «¡Joder, tía, cada día la chupas mejor! Limpiezas de sable como esta no las he visto ni en las mejores películas porno. Menuda puta se ha perdido la industria…» El gamberro sabe perfectamente que esos comentarios me hacen daño y me molestan, pero, en contrapartida, me ponen el coño chorreando, como bien pudo observar el primer día en que empezó su perniciosa ofensiva para convertirme en su guarra. De modo que, vistos los resultados de sus insultos, el hijo de puta (perdona hermanita, no es nada personal) se recrea en insultarme y humillarme gratuitamente, al igual que hace con su pobre tío a sus espaldas. Menos mal que éste solo ve la puntita del iceberg. Sus desplantes, chulerías y malos gestos se los toma como detalles de rebeldía juvenil. Nada sabe de lo que ocurre entre nosotros. Menos mal, si se entera de que soy la puta de mi sobrino le da un telele, seguro.
Lo dicho, Ramón cada día está peor. Creo que se le ha ido la pinza completamente con su adicción al sexo. Ya ni mira la tele normal, ni vídeos de You Tube, ni series, ni nada que no sea porno. Para coger ideas, dice. Menudo está hecho, ¡si lo que le sobra es imaginación para putearme al muy cabrón!
Ha cogido como costumbre que, en cuanto su tío se va a hacer la siesta después de comer, tengo que ir a hacerle una mamada en el sofá, mientras se toma una copita mirando la tele. Veo al pobre Julián, caminar renqueando por el pasillo camino del lavabo antes de entrar a echar la siesta en el dormitorio, le pesan ya los casi setenta años («Eso le pasa por casarse con una fulana veinte años más joven…», no se cansa de repetirme Ramón), y, si estoy en la cocina fregando los platos, me seco las manos con un trapo y salgo disparada camino del salón. El puerco de Ramón ya suele estar con los pantalones en los tobillos y la polla como un mástil, esperando que me tome mi ración diaria de zumo de tranca. En este punto la cosa va por días. Hay veces en que me hace arrodillarme y me mira a los ojos mientras me aprieta la cara sobre la polla. Le gusta recrearse cuando consigue que me entre el rabo hasta que con la nariz toco su pubis. Mira mis ojos muy abiertos y lagrimeando, los agujeros de la nariz y la boca entreabriéndose tratando de aspirar el oxígeno que me falta, las babas escapando por la base de la polla y escurriendo por sus huevos hacia el escay del sofá, las arcadas que a veces me hacen casi vomitar… Menudo hijo de puta, y todo lo disfruta con una mirada de rabia y una sonrisa en la cara. Goza sádicamente con esos jueguecitos. No, no negaré que, ahora que estoy acostumbrada, a mí tampoco me molestan. Hasta me resultan excitantes. Saber que su polla se pone tan dura gracias a mí, me hace mojar el coño más de lo habitual. Tengo un genuino subidón de autoestima. Nunca pensé que a mis cincuenta tacos, mi cuerpo maduro y algo rellenito, pondría tan cachondo a un joven de veinte años. Pero, vamos, tanto riesgo… Con ese ruido de gorgoteo constante y sus jadeos a lo bestia… Con el pobre Julián tratando de echar la siesta en la habitación contigua… Con el sueño tan ligero que tiene el pobre hombre. Claro que a Ramón le importa un huevo. No se corta nada, es consciente de que el viejo al levantarse suele hacer bastante ruido y, a la velocidad de tortuga a la que se mueve, Ramón tiene tiempo de sobra para darme una patada en el culo de vuelta a la cocina, subirse los pantalones y seguir viendo la tele como si tal cosa. De todas formas no ha ocurrido nunca. Afortunadamente.
Otras veces, me indica que me ponga a su lado en el sofá, me hace agacharme de rodillas sobre el asiento junto al suyo y mientras le hago una mamada más convencional, me levanta la bata, el vestido o lo que lleve por casa ese día, y se dedica a hurgarme en el culo o el coño con los dedos. En esto es como muchos tíos, por lo que he podido saber, le gusta más meterme el dedo en el culo que en el coño. Supongo que porque es más estrechito y cálido y porque me molesta más. Todo sea por joder. Luego se lo husmea y, casi por costumbre, me lo acerca a la nariz para que lo huela y me hace chupárselo, diciendo: «¡Venga, puerca, chupa, que sé que te gusta!» ¡La madre que lo parió, menudo pervertido está hecho!
Hay algunos días, pocos, la verdad, en los que está algo más generoso y me masajea el clítoris. Algo a lo que suelo corresponder aumentando la frecuencia de mis chupadas, pero deseando con toda mi alma que no se corra antes de que lo haga yo, porque en el momento de hacerlo pierde todo el interés por la paja que me está haciendo y me deja a medias. Todo un caballero, como podéis ver.
A la hora de correrse, normalmente, sea follando mi garganta o haciendo una mamada normal, acostumbra a tensar bien las piernas mientras me aprieta la cabeza. Me inmoviliza y con movimientos violentos de pelvis eyacula dentro de mi garganta. Noto los chorros de lefa caliente que van directos a mi estómago, con el orgullo y la satisfacción de haber dejado seco a mi macho y, tras mirarle a los ojos, le muestro la boca abierta sin rastro de leche.
Cuando está contento me suele dar una palmadita en la mejilla con alguna frase de aliento tipo «¡Muy bien, puta, buen trabajo!» o algo similar, si por lo que sea está cabreado con algo, tiene prisa o algo similar, lo que ocurre con más frecuencia de la que debería, me despacha deprisa y corriendo tras escupirme a la cara, acompañando el salivazo con alguna frase despectiva tipo: «Venga, cerda, vuelve a la cocina, que es donde tendrías que estar. Vergüenza tendría que darte a tu edad, comportarte como una puerca, así…» En fin, todo un encanto. Menos mal que sé que no lo dice del todo en serio. Si no, no me obligaría a escaparme cada noche a visitarle en su habitación. Creo.
Estas mamadas siesteras no duran más de media hora. Una media hora que espero ansiosa todos las mañanas, mientras atiendo al pobre Julián, que desde que se jubiló tiene más achaques que otra cosa, y Ramón va a sus clases en la universidad. Está estudiando una ingeniería. Es un cerebrito el chico. Por eso lo mando mi hermana a estudiar a la capital al comienzo de este curso. Claro, que ni ella (que no conoce realmente a su hijo) ni yo, que no lo veía desde que era pequeño, esperaba que fuese a comportarse de esa manera con su tía. Ni tan siquiera me lo pude imaginar cuando lo vi entrar en casa a principios de septiembre, con aquella mochila cargada de ropa y libros, tan alto y tan fuerte y con esa pinta de macarrilla del tres al cuarto que se traía.
Tardó bien poco en mostrar su verdadera cara. Ya cuando me acerqué a darle un abrazo de bienvenida, noté algo raro, como si se arrimase algo más de lo normal. Y aquella mano que me apretó el culo debería haberme hecho sospechar. Pero, claro, como es un tío tan alto y yo soy tan bajita, lo atribuía a la cosa de la diferencia de altura, por pensar algo. A Julián, que también pretendía darle un abrazo lo despachó, eso sí, con un frío apretón de manos que dejó a mi pobre marido bastante descolocado. En fin, pensamos que eran los nervios del chico recién llegado y tal y tal.
Luego, los indicios se fueron acumulando. Aprovechaba cualquier momento en que nos quedábamos solos, porque Julián hubiese salido al bar a jugar su partidita con los jubilados o, simplemente, si estaba el viejo en casa, se escabullía de su presencia, para venir a «ayudarme», o eso decía. Tanto si estaba en la cocina, arreglando la ropa, limpiando o lo que fuese. Claro que lo que entendía él por ayudarme, me di cuenta en seguida de que era arrimarse a mí y, a poco que pudiera, meterme mano haciéndose el tonto o frotarme el paquete. En material sexual no es que yo fuera muy avispada, pero me di cuenta al instante de que el muchacho se excedía en sus atenciones de un modo que difería bastante a la relación de un sobrino con su tía.
Al final, un día que su padre estaba viendo la televisión y yo acudí a su habitación para hacerle la cama (el muy vago se comportaba como un rey y no daba un palo al agua en casa, aparte de hacer el paripé de ayudarme en algunas tareas para meterme mano), Ramón, que fingía estudiar con el portátil en un sillón (luego supe que se pasaba el día viendo porno), empezó a mirarme el culo y las piernas, bien marcados en las mallas que llevaba puestas y que apenas si tapaba una holgada camiseta, y a acariciarse el paquete. Le vi a través del espejo del armario que estaba junto a la cama y, por un momento, me quedé paralizada. Pensé en girarme y plantarle cara, pero algo me lo impidió. Después supe que debía ser el manchurrón de humedad que se extendía por mi coño. Sentirme deseada me excitaba y provocaba una incierta lucha entre el instinto y la razón. Soy un persona voluntariosa, pero el instinto sexual, tantos años reprimido era irrefrenable y fue imposible evitar que ganase a la vergüenza, al miedo y a la sensatez. Por lo tanto, en lugar de girarme y mandarle a la mierda, seguí como si tal cosa, nerviosa, pero sin dejar de menear el pandero. Hasta el que el chico se levantó, diciendo:
—Yo te ayudo, tía.
Poniéndose detrás de mí, con la polla como una piedra frotando mi culo, hizo un amago de estirar la sábana que yo tenía agarrada con la mano. Forcejeé por un instante para tratar de escapar de debajo de su cuerpo, pero no pude hacer gran cosa, era mucho más fuerte y grande que yo. De modo que, en cuanto noté su aliento en el cuello y su lengua lamiéndome el lóbulo, cerré los ojos y empecé a escuchar la retahíla de groserías a la que me acostumbraría en el futuro, «muy bien puta, sabía que lo estabas deseando», «prepárate que vas a probar una polla de verdad, cerda», y un largo etc.
Después no tuve que hacer gran cosa. De un violento tirón me bajó el pantalón y las bragas al mismo tiempo, colocó la polla, tiesa como un mástil entre mis nalgas y, sin aparente esfuerzo, encontró el camino de mi coño, perfectamente lubricado. Le bastó un empujón para encajar la tranca hasta la mitad. Lancé un grito que, por fortuna no llegó a oídos del pobre Julián, que veía la tele inocentemente al otro lado de la casa. Un segundo empujón y la tenía toda dentro. Era lo más grande que había tenido dentro del coño en mi vida. Tan sólo había follado con Julián (y su modesta pilila) y hacía bastantea años que no se le ponía dura, por lo que el sexo había pasado a mejor vida en nuestra relación.
Me manejó como una muñeca, primero sujetando mis caderas para marcar el ritmo y luego, aprovechó para arrancarme la camiseta y el sujetador, que tiró violentamente a una esquina de la habitación, y, cogiéndome del pelo para levantarme un poco, observó el balanceo de mis enormes domingas en el espejo de enfrente. La imagen, que contemplé me impresionó. Verme así jadeando, sometida por un macho joven que me zarandeaba con violencia, ensartada a su polla, me dejó en shock, por lo que, avergonzada bajé la cabeza al instante. Ramón se dio cuenta y, riendo sádicamente, me volvió a levantar la cabeza diciendo:
—¡Mira, mira lo puta que eres, tía! ¡Menuda guarra, follándote a tu sobrino con el cornudo del tío en la misma casa!
Cerré los ojos avergonzada y aguante las emboladas, obnubilada por un irresistible placer y muerta de vergüenza por lo que estaba haciendo. Una combinación terrible para una mujer de mi edad y tan conservadora como yo.
Por suerte, Ramón, que iba muy salido, se corrió rápido. Yo no llegué a hacerlo, pero suspiré aliviada cuando noté los espasmos de su corrida y la leche inundando mi coño. En cuanto llegó al orgasmo, sacó la polla y se la limpió con mi camiseta diciendo:
—Vaya polvo, tía—me pegó una sonora palmada en el culo—. Puedes terminar de hacer la cama, ya iremos hablando—y salió de la habitación.
Me quedé traspuesta por unos instantes y después me levanté trabajosamente subiéndome las bragas y los pantalones, notando, al levantarme, la leche que fluía del coño manchando la tela. Después, intenté ponerme el sujetador roto y, tras descartarlo, me puse la camiseta, todavía húmeda de la polla de Ramón. Escapé de la habitación camino del lavabo.
A partir de ahí, la cosa fue cuesta abajo y sin frenos. Íbamos con cuidado, tomando precauciones y tratando de no llamar la atención de Julián, aunque éste, sin ser especialmente avispado, no era tan corto como para no darse cuenta de que ocurría algo extraño. Mi actitud algo esquiva, el cambio en mi manera de vestir, más juvenil, más alegre y, en casa, bastante más provocativa, siempre con batas cortitas mostrando los muslos, con un tremendo escote a la vista y dejando ver una lencería sexi que, de repente, había aparecido por casa… Todos esos factores le hacían mosquearse y, medroso y tímido, acertó a preguntar una noche, mientras estábamos en la cama:
—Elvira, ¿cómo es que has empezado a usar esa ropa a estas alturas?
—¿Qué ropa?—respondí haciéndome la tonta, aunque sabía perfectamente a qué se refería el pobre.
—Pues eso, ese tipo de… de bragas y tal…
La verdad es que me estaba dando algo de risa, pero tampoco quería hacer sufrir demasiado al hombre y traté de darle una respuesta que apaciguase (un poco) su angustia.
—¡Ah, te refieres a los tangas y eso! Es que me resulta más cómodo. Sobre todo a la hora de hacer ejercicio, me roza menos y eso—. Por aquella época me había comprado ya la elíptica y hacía algo de gimnasia en casa siguiendo tutoriales de Youtube. Todo sugerencias de Ramón, que quería que estuviera flexible y en forma para las sesiones de sexo. Y, la verdad es que me fue la mar de bien. Gané algo de masa muscular y fibra y me encontraba mejor. Supongo que los polvos maratonianos que echaba en cuanto podía con Ramón también se podían contabilizar como deporte, digo yo.
Julián aceptó mi respuesta, aunque me di cuenta de que seguía algo inquieto. Quizá le escamaban un poco mis esporádicas huidas nocturnas del lecho conyugal. Menos mal que sobre eso no se atrevió a preguntarme, porque no sé qué respuesta habría podido improvisar. Y, también menos mal que no había podido verme desnuda desde tiempos inmemoriales, porque mi coñito depilado tampoco era fácil de justificar.
Por otra parte, me dio la sensación de que era capaz de tragarse cualquier respuesta por absurda que fuese. Capaz de cerrar los ojos ante una realidad que habría sido evidente ante cualquier observador objetivo que hubiera pasado unos días en casa. La complicidad entre Ramón y yo era más que evidente, los toqueteos constantes, las sonrisas y los cariñitos, incluso ante su pasiva presencia que, asombrado, veía como su mujer se iba alejando de su ámbito de influencia atraída por el joven cuerpo de su sobrino. Éste, por su parte, no ocultaba su papel de macho dominante y, salvo morrearme y follarme delante de su jeta, ejercía una papel de dueño de su tía, tratándome como una servicial criada (con mi consentimiento), que no pasaba desapercibido para Julián.
Las pocas veces que mi pobre marido trató de frenar a su sobrino, como cuando, sentado en el sofá con los pies en la mesita, exigía que le trajese una cerveza de la cocina o que le hiciera algo de comer mientras miraba la tele, la respuesta de éste, seca, cortante y respaldada por mi sumisa actitud obediente, lo dejaron completamente cortado.
No obstante, creo que, ni en lo más profundo de la mente de Julián, podría haber una sospecha de que su mujer se estaba acostando con su sobrino. Era algo que quedaba fuera de sus esquemas mentales. Pobrecillo, qué desconocedor del alma humana y de la psicología femenina estaba hecho. Estaba equivocado, equivocado a base de bien. La cosa no iba solo de acostarse juntos, la cosa iba de sexo brutal y contundente, de un macho que se aprovechaba de las carencias de una pobre madura insatisfecha. O de una madura insatisfecha que se aprovechaba de la energía de un joven fuerte y viril. Sea lo que fuese, nuestras prácticas sexuales excedían con mucho del sexo convencional e iban más allá del mismo.
Al final, después de un par de meses follando como conejos y asumiendo cada vez más riesgos, pasó lo que tenía que pasar. Una tarde, en cuanto Julián salió de casa a jugar su partidita de dominó en el bar, Ramón, con el que no había podido follar la noche anterior porque no pude escapar de la habitación de matrimonio ya que Julián estaba un poco pachucho y no hacía más que quejarse, acabó durmiéndose hacia las cinco de la mañana, demasiado tarde para hacer una escapadita, por lo que me conformé con hacerme un dedillo y lista… Como decía, aquella tarde, nada más salir Julián por la puerta, Ramón vino a buscarme a la cocina y, agarrándome del pelo, casi no me dio tiempo ni a quitarme los guantes de fregar, mientras me arrastró hacia el salón. Me lanzó sobre el sofá, se quitó los pantalones en un momento mientras yo rompía los gruesos botones de la bata mostrando mis generosas tetas, bajo un sujetador morado que dejaba mostrar la aureola superior de los pezones que hacía juego con el tanga tras el que se transparentaba un coñito mojado y anhelante.
Ramón no estaba para prolegómenos y se tiró sobre mí, arrancó el tanguita, rompiéndolo (¡qué bruto! no ganaba para ropa interior…), y me incrustó la polla de un par de empujones. Empezó un fuerte y rápido bombeo. Supongo que el chico tenía prisa, por algún compromiso o algo similar, porque normalmente se tomaba las cosas con más calma. El caso es que estaba dando estopa como un animalucho, montando una escandalera de gruñidos, que se unían a mis gritos de «¡Más fuerte, cabrón hijo de puta, más fuerte!». Aquel ruido impidió que oyéramos la puerta y los pasos hacia el salón del pobre Julián. Al parecer había olvidado la cartera, que reposaba sobre la mesa de centro. Normalmente, cuando hacíamos las cosas con más calma, yo tenía la precaución de poner el seguro a la puerta. Siempre sería más fácil justificar un seguro cerrado, por gorda que fuese la mentira, que una escena de sexo si te pillaban in fraganti. Eso no se arreglaba con explicaciones, no.
No sé cuánto tiempo llevaría Julián contemplando la escena. No demasiado, supongo, porque acabábamos de empezar. Nos dimos cuenta de que estaba allí cuando oímos el golpe. Se desmayó de la impresión y cayó redondo sobre las baldosas del comedor. Nos pegamos un susto de muerte. Así, medio desnudos los dos, corrimos a atenderle. Por un momento creímos que había muerto de un infarto o algo parecido, pero vimos que respiraba y, entre ambos, lo colocamos sobre el sofá, todavía caliente de nuestros cuerpos. Muertos de miedo tratamos de despertarlo, aunque tenía los ojos abiertos no reaccionaba, como si estuviera ido. Después de unos minutos de infructuoso intento de reanimación, decidimos llamar al 112. Mientras venía la ambulancia, nos vestimos y recogimos un poco el escenario para disimular nuestra acción previa. A mí, más que a Ramón, se me vino el mundo encima y me embargó un intenso sentimiento de culpa.
Veinte minutos después la ambulancia se llevó a Julián al hospital. Ramón y yo le acompañamos y esperamos varias horas en la sala de espera hasta que un médico nos informó que había sufrido un Ictus. Un infarto cerebral grave que, de momento, tenía mal pronóstico, aunque había que esperar hasta ver cómo evolucionaba.
Quedó ingresado en la UCI y, volvimos a casa los dos, con la moral por los suelos y sin ganas de nada.
Los primeros días fueron duros, hasta que la situación se fue estabilizando dentro de la gravedad. Trasladaron a Julián a una habitación del hospital y nos íbamos alternando para acompañarle. Parecía que no estaba muy consciente de nada. Tenía los ojos abiertos, pero estaba completamente paralizado y no podía comunicarse. Le poníamos la radio a escuchar las tertulias políticas y deportivas que tanto le gustaban y tratábamos de sobrellevar el trance lo mejor posible. El médico nos indicó que el pronóstico seguía siendo complicado y que las posibilidades de recuperación eran escasas. Como mucho, en el mejor de los casos tendría secuelas serias y permanentes, perdería el habla y gran parte de su movilidad. Eso sí se recuperaba, porque todavía podría empeorar e incluso fallecer. Un desastre.
Me sentía fatal y Ramón no estaba mucho mejor. No tratamos de disculparnos porque no sabíamos si Julián nos oía o era capaz de entendernos. Durante unos días nos sentíamos deprimidos e incapaces de hacer nada remotamente sexual. La lujuria parecía haber desaparecido de nuestras vidas.
Pero, poco a poco, nos fuimos adaptando y, como suele decirse, la cabra tira al monte. De modo que, contra todo pronóstico, volvimos a las andadas. Incluso en el propio hospital. A fin de cuentas, Julián no nos veía y, si nos veía, tampoco podía contar nada y, por lo demás, lo atendíamos la mar de bien. De modo que reanudamos nuestro ritmo de folleteo, aprovechando los pocos resquicios de tiempo y espacio que podíamos compartir en aquella habitación hospitalaria.
Continuará
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