La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulos 01 al 02

heranlu

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La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulos 01 al 02

La Puta Tía Elvira y su Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulo 01

Lo de follarme el culo mientras le hago una llamada al cornudo, bueno, está mal, pero tiene un pase porque, a pesar de las embestidas, el pobre cabroncete no se entera de la cornamenta que le estamos endilgando. Se ha tragado el cuento chino de que le estoy llamando mientras uso la bicicleta elíptica y los ruidos y jadeos son por eso, por el ejercicio. Sí, está claro que es un poco absurdo, pero si de algo ha pecado el pobre Julián, ha sido de una confianza en mí (y una ingenuidad, claro) a prueba de bombas. Y, cómo no, el sinvergüenza de Ramón, su sobrino, el hijo de mi hermana, le tiene tomada la medida al viejo y sabe perfectamente que traga con todo. Como yo. Lo que pasa es que lo que yo trago de otra forma, je, je. Ya me lo dice el muy cabrón. «¡Joder, tía, cada día la chupas mejor! Limpiezas de sable como esta no las he visto ni en las mejores películas porno. Menuda puta se ha perdido la industria…» El gamberro sabe perfectamente que esos comentarios me hacen daño y me molestan, pero, en contrapartida, me ponen el coño chorreando, como bien pudo observar el primer día en que empezó su perniciosa ofensiva para convertirme en su guarra. De modo que, vistos los resultados de sus insultos, el hijo de puta (perdona hermanita, no es nada personal) se recrea en insultarme y humillarme gratuitamente, al igual que hace con su pobre tío a sus espaldas. Menos mal que éste solo ve la puntita del iceberg. Sus desplantes, chulerías y malos gestos se los toma como detalles de rebeldía juvenil. Nada sabe de lo que ocurre entre nosotros. Menos mal, si se entera de que soy la puta de mi sobrino le da un telele, seguro.

Lo dicho, Ramón cada día está peor. Creo que se le ha ido la pinza completamente con su adicción al sexo. Ya ni mira la tele normal, ni vídeos de You Tube, ni series, ni nada que no sea porno. Para coger ideas, dice. Menudo está hecho, ¡si lo que le sobra es imaginación para putearme al muy cabrón!

Ha cogido como costumbre que, en cuanto su tío se va a hacer la siesta después de comer, tengo que ir a hacerle una mamada en el sofá, mientras se toma una copita mirando la tele. Veo al pobre Julián, caminar renqueando por el pasillo camino del lavabo antes de entrar a echar la siesta en el dormitorio, le pesan ya los casi setenta años («Eso le pasa por casarse con una fulana veinte años más joven…», no se cansa de repetirme Ramón), y, si estoy en la cocina fregando los platos, me seco las manos con un trapo y salgo disparada camino del salón. El puerco de Ramón ya suele estar con los pantalones en los tobillos y la polla como un mástil, esperando que me tome mi ración diaria de zumo de tranca. En este punto la cosa va por días. Hay veces en que me hace arrodillarme y me mira a los ojos mientras me aprieta la cara sobre la polla. Le gusta recrearse cuando consigue que me entre el rabo hasta que con la nariz toco su pubis. Mira mis ojos muy abiertos y lagrimeando, los agujeros de la nariz y la boca entreabriéndose tratando de aspirar el oxígeno que me falta, las babas escapando por la base de la polla y escurriendo por sus huevos hacia el escay del sofá, las arcadas que a veces me hacen casi vomitar… Menudo hijo de puta, y todo lo disfruta con una mirada de rabia y una sonrisa en la cara. Goza sádicamente con esos jueguecitos. No, no negaré que, ahora que estoy acostumbrada, a mí tampoco me molestan. Hasta me resultan excitantes. Saber que su polla se pone tan dura gracias a mí, me hace mojar el coño más de lo habitual. Tengo un genuino subidón de autoestima. Nunca pensé que a mis cincuenta tacos, mi cuerpo maduro y algo rellenito, pondría tan cachondo a un joven de veinte años. Pero, vamos, tanto riesgo… Con ese ruido de gorgoteo constante y sus jadeos a lo bestia… Con el pobre Julián tratando de echar la siesta en la habitación contigua… Con el sueño tan ligero que tiene el pobre hombre. Claro que a Ramón le importa un huevo. No se corta nada, es consciente de que el viejo al levantarse suele hacer bastante ruido y, a la velocidad de tortuga a la que se mueve, Ramón tiene tiempo de sobra para darme una patada en el culo de vuelta a la cocina, subirse los pantalones y seguir viendo la tele como si tal cosa. De todas formas no ha ocurrido nunca. Afortunadamente.

Otras veces, me indica que me ponga a su lado en el sofá, me hace agacharme de rodillas sobre el asiento junto al suyo y mientras le hago una mamada más convencional, me levanta la bata, el vestido o lo que lleve por casa ese día, y se dedica a hurgarme en el culo o el coño con los dedos. En esto es como muchos tíos, por lo que he podido saber, le gusta más meterme el dedo en el culo que en el coño. Supongo que porque es más estrechito y cálido y porque me molesta más. Todo sea por joder. Luego se lo husmea y, casi por costumbre, me lo acerca a la nariz para que lo huela y me hace chupárselo, diciendo: «¡Venga, puerca, chupa, que sé que te gusta!» ¡La madre que lo parió, menudo pervertido está hecho!

Hay algunos días, pocos, la verdad, en los que está algo más generoso y me masajea el clítoris. Algo a lo que suelo corresponder aumentando la frecuencia de mis chupadas, pero deseando con toda mi alma que no se corra antes de que lo haga yo, porque en el momento de hacerlo pierde todo el interés por la paja que me está haciendo y me deja a medias. Todo un caballero, como podéis ver.

A la hora de correrse, normalmente, sea follando mi garganta o haciendo una mamada normal, acostumbra a tensar bien las piernas mientras me aprieta la cabeza. Me inmoviliza y con movimientos violentos de pelvis eyacula dentro de mi garganta. Noto los chorros de lefa caliente que van directos a mi estómago, con el orgullo y la satisfacción de haber dejado seco a mi macho y, tras mirarle a los ojos, le muestro la boca abierta sin rastro de leche.

Cuando está contento me suele dar una palmadita en la mejilla con alguna frase de aliento tipo «¡Muy bien, puta, buen trabajo!» o algo similar, si por lo que sea está cabreado con algo, tiene prisa o algo similar, lo que ocurre con más frecuencia de la que debería, me despacha deprisa y corriendo tras escupirme a la cara, acompañando el salivazo con alguna frase despectiva tipo: «Venga, cerda, vuelve a la cocina, que es donde tendrías que estar. Vergüenza tendría que darte a tu edad, comportarte como una puerca, así…» En fin, todo un encanto. Menos mal que sé que no lo dice del todo en serio. Si no, no me obligaría a escaparme cada noche a visitarle en su habitación. Creo.

Estas mamadas siesteras no duran más de media hora. Una media hora que espero ansiosa todos las mañanas, mientras atiendo al pobre Julián, que desde que se jubiló tiene más achaques que otra cosa, y Ramón va a sus clases en la universidad. Está estudiando una ingeniería. Es un cerebrito el chico. Por eso lo mando mi hermana a estudiar a la capital al comienzo de este curso. Claro, que ni ella (que no conoce realmente a su hijo) ni yo, que no lo veía desde que era pequeño, esperaba que fuese a comportarse de esa manera con su tía. Ni tan siquiera me lo pude imaginar cuando lo vi entrar en casa a principios de septiembre, con aquella mochila cargada de ropa y libros, tan alto y tan fuerte y con esa pinta de macarrilla del tres al cuarto que se traía.

Tardó bien poco en mostrar su verdadera cara. Ya cuando me acerqué a darle un abrazo de bienvenida, noté algo raro, como si se arrimase algo más de lo normal. Y aquella mano que me apretó el culo debería haberme hecho sospechar. Pero, claro, como es un tío tan alto y yo soy tan bajita, lo atribuía a la cosa de la diferencia de altura, por pensar algo. A Julián, que también pretendía darle un abrazo lo despachó, eso sí, con un frío apretón de manos que dejó a mi pobre marido bastante descolocado. En fin, pensamos que eran los nervios del chico recién llegado y tal y tal.

Luego, los indicios se fueron acumulando. Aprovechaba cualquier momento en que nos quedábamos solos, porque Julián hubiese salido al bar a jugar su partidita con los jubilados o, simplemente, si estaba el viejo en casa, se escabullía de su presencia, para venir a «ayudarme», o eso decía. Tanto si estaba en la cocina, arreglando la ropa, limpiando o lo que fuese. Claro que lo que entendía él por ayudarme, me di cuenta en seguida de que era arrimarse a mí y, a poco que pudiera, meterme mano haciéndose el tonto o frotarme el paquete. En material sexual no es que yo fuera muy avispada, pero me di cuenta al instante de que el muchacho se excedía en sus atenciones de un modo que difería bastante a la relación de un sobrino con su tía.

Al final, un día que su padre estaba viendo la televisión y yo acudí a su habitación para hacerle la cama (el muy vago se comportaba como un rey y no daba un palo al agua en casa, aparte de hacer el paripé de ayudarme en algunas tareas para meterme mano), Ramón, que fingía estudiar con el portátil en un sillón (luego supe que se pasaba el día viendo porno), empezó a mirarme el culo y las piernas, bien marcados en las mallas que llevaba puestas y que apenas si tapaba una holgada camiseta, y a acariciarse el paquete. Le vi a través del espejo del armario que estaba junto a la cama y, por un momento, me quedé paralizada. Pensé en girarme y plantarle cara, pero algo me lo impidió. Después supe que debía ser el manchurrón de humedad que se extendía por mi coño. Sentirme deseada me excitaba y provocaba una incierta lucha entre el instinto y la razón. Soy un persona voluntariosa, pero el instinto sexual, tantos años reprimido era irrefrenable y fue imposible evitar que ganase a la vergüenza, al miedo y a la sensatez. Por lo tanto, en lugar de girarme y mandarle a la mierda, seguí como si tal cosa, nerviosa, pero sin dejar de menear el pandero. Hasta el que el chico se levantó, diciendo:

—Yo te ayudo, tía.

Poniéndose detrás de mí, con la polla como una piedra frotando mi culo, hizo un amago de estirar la sábana que yo tenía agarrada con la mano. Forcejeé por un instante para tratar de escapar de debajo de su cuerpo, pero no pude hacer gran cosa, era mucho más fuerte y grande que yo. De modo que, en cuanto noté su aliento en el cuello y su lengua lamiéndome el lóbulo, cerré los ojos y empecé a escuchar la retahíla de groserías a la que me acostumbraría en el futuro, «muy bien puta, sabía que lo estabas deseando», «prepárate que vas a probar una polla de verdad, cerda», y un largo etc.

Después no tuve que hacer gran cosa. De un violento tirón me bajó el pantalón y las bragas al mismo tiempo, colocó la polla, tiesa como un mástil entre mis nalgas y, sin aparente esfuerzo, encontró el camino de mi coño, perfectamente lubricado. Le bastó un empujón para encajar la tranca hasta la mitad. Lancé un grito que, por fortuna no llegó a oídos del pobre Julián, que veía la tele inocentemente al otro lado de la casa. Un segundo empujón y la tenía toda dentro. Era lo más grande que había tenido dentro del coño en mi vida. Tan sólo había follado con Julián (y su modesta pilila) y hacía bastantea años que no se le ponía dura, por lo que el sexo había pasado a mejor vida en nuestra relación.

Me manejó como una muñeca, primero sujetando mis caderas para marcar el ritmo y luego, aprovechó para arrancarme la camiseta y el sujetador, que tiró violentamente a una esquina de la habitación, y, cogiéndome del pelo para levantarme un poco, observó el balanceo de mis enormes domingas en el espejo de enfrente. La imagen, que contemplé me impresionó. Verme así jadeando, sometida por un macho joven que me zarandeaba con violencia, ensartada a su polla, me dejó en shock, por lo que, avergonzada bajé la cabeza al instante. Ramón se dio cuenta y, riendo sádicamente, me volvió a levantar la cabeza diciendo:

—¡Mira, mira lo puta que eres, tía! ¡Menuda guarra, follándote a tu sobrino con el cornudo del tío en la misma casa!

Cerré los ojos avergonzada y aguante las emboladas, obnubilada por un irresistible placer y muerta de vergüenza por lo que estaba haciendo. Una combinación terrible para una mujer de mi edad y tan conservadora como yo.

Por suerte, Ramón, que iba muy salido, se corrió rápido. Yo no llegué a hacerlo, pero suspiré aliviada cuando noté los espasmos de su corrida y la leche inundando mi coño. En cuanto llegó al orgasmo, sacó la polla y se la limpió con mi camiseta diciendo:

—Vaya polvo, tía—me pegó una sonora palmada en el culo—. Puedes terminar de hacer la cama, ya iremos hablando—y salió de la habitación.

Me quedé traspuesta por unos instantes y después me levanté trabajosamente subiéndome las bragas y los pantalones, notando, al levantarme, la leche que fluía del coño manchando la tela. Después, intenté ponerme el sujetador roto y, tras descartarlo, me puse la camiseta, todavía húmeda de la polla de Ramón. Escapé de la habitación camino del lavabo.

A partir de ahí, la cosa fue cuesta abajo y sin frenos. Íbamos con cuidado, tomando precauciones y tratando de no llamar la atención de Julián, aunque éste, sin ser especialmente avispado, no era tan corto como para no darse cuenta de que ocurría algo extraño. Mi actitud algo esquiva, el cambio en mi manera de vestir, más juvenil, más alegre y, en casa, bastante más provocativa, siempre con batas cortitas mostrando los muslos, con un tremendo escote a la vista y dejando ver una lencería sexi que, de repente, había aparecido por casa… Todos esos factores le hacían mosquearse y, medroso y tímido, acertó a preguntar una noche, mientras estábamos en la cama:

—Elvira, ¿cómo es que has empezado a usar esa ropa a estas alturas?

—¿Qué ropa?—respondí haciéndome la tonta, aunque sabía perfectamente a qué se refería el pobre.

—Pues eso, ese tipo de… de bragas y tal…

La verdad es que me estaba dando algo de risa, pero tampoco quería hacer sufrir demasiado al hombre y traté de darle una respuesta que apaciguase (un poco) su angustia.

—¡Ah, te refieres a los tangas y eso! Es que me resulta más cómodo. Sobre todo a la hora de hacer ejercicio, me roza menos y eso—. Por aquella época me había comprado ya la elíptica y hacía algo de gimnasia en casa siguiendo tutoriales de Youtube. Todo sugerencias de Ramón, que quería que estuviera flexible y en forma para las sesiones de sexo. Y, la verdad es que me fue la mar de bien. Gané algo de masa muscular y fibra y me encontraba mejor. Supongo que los polvos maratonianos que echaba en cuanto podía con Ramón también se podían contabilizar como deporte, digo yo.

Julián aceptó mi respuesta, aunque me di cuenta de que seguía algo inquieto. Quizá le escamaban un poco mis esporádicas huidas nocturnas del lecho conyugal. Menos mal que sobre eso no se atrevió a preguntarme, porque no sé qué respuesta habría podido improvisar. Y, también menos mal que no había podido verme desnuda desde tiempos inmemoriales, porque mi coñito depilado tampoco era fácil de justificar.

Por otra parte, me dio la sensación de que era capaz de tragarse cualquier respuesta por absurda que fuese. Capaz de cerrar los ojos ante una realidad que habría sido evidente ante cualquier observador objetivo que hubiera pasado unos días en casa. La complicidad entre Ramón y yo era más que evidente, los toqueteos constantes, las sonrisas y los cariñitos, incluso ante su pasiva presencia que, asombrado, veía como su mujer se iba alejando de su ámbito de influencia atraída por el joven cuerpo de su sobrino. Éste, por su parte, no ocultaba su papel de macho dominante y, salvo morrearme y follarme delante de su jeta, ejercía una papel de dueño de su tía, tratándome como una servicial criada (con mi consentimiento), que no pasaba desapercibido para Julián.

Las pocas veces que mi pobre marido trató de frenar a su sobrino, como cuando, sentado en el sofá con los pies en la mesita, exigía que le trajese una cerveza de la cocina o que le hiciera algo de comer mientras miraba la tele, la respuesta de éste, seca, cortante y respaldada por mi sumisa actitud obediente, lo dejaron completamente cortado.

No obstante, creo que, ni en lo más profundo de la mente de Julián, podría haber una sospecha de que su mujer se estaba acostando con su sobrino. Era algo que quedaba fuera de sus esquemas mentales. Pobrecillo, qué desconocedor del alma humana y de la psicología femenina estaba hecho. Estaba equivocado, equivocado a base de bien. La cosa no iba solo de acostarse juntos, la cosa iba de sexo brutal y contundente, de un macho que se aprovechaba de las carencias de una pobre madura insatisfecha. O de una madura insatisfecha que se aprovechaba de la energía de un joven fuerte y viril. Sea lo que fuese, nuestras prácticas sexuales excedían con mucho del sexo convencional e iban más allá del mismo.

Al final, después de un par de meses follando como conejos y asumiendo cada vez más riesgos, pasó lo que tenía que pasar. Una tarde, en cuanto Julián salió de casa a jugar su partidita de dominó en el bar, Ramón, con el que no había podido follar la noche anterior porque no pude escapar de la habitación de matrimonio ya que Julián estaba un poco pachucho y no hacía más que quejarse, acabó durmiéndose hacia las cinco de la mañana, demasiado tarde para hacer una escapadita, por lo que me conformé con hacerme un dedillo y lista… Como decía, aquella tarde, nada más salir Julián por la puerta, Ramón vino a buscarme a la cocina y, agarrándome del pelo, casi no me dio tiempo ni a quitarme los guantes de fregar, mientras me arrastró hacia el salón. Me lanzó sobre el sofá, se quitó los pantalones en un momento mientras yo rompía los gruesos botones de la bata mostrando mis generosas tetas, bajo un sujetador morado que dejaba mostrar la aureola superior de los pezones que hacía juego con el tanga tras el que se transparentaba un coñito mojado y anhelante.

Ramón no estaba para prolegómenos y se tiró sobre mí, arrancó el tanguita, rompiéndolo (¡qué bruto! no ganaba para ropa interior…), y me incrustó la polla de un par de empujones. Empezó un fuerte y rápido bombeo. Supongo que el chico tenía prisa, por algún compromiso o algo similar, porque normalmente se tomaba las cosas con más calma. El caso es que estaba dando estopa como un animalucho, montando una escandalera de gruñidos, que se unían a mis gritos de «¡Más fuerte, cabrón hijo de puta, más fuerte!». Aquel ruido impidió que oyéramos la puerta y los pasos hacia el salón del pobre Julián. Al parecer había olvidado la cartera, que reposaba sobre la mesa de centro. Normalmente, cuando hacíamos las cosas con más calma, yo tenía la precaución de poner el seguro a la puerta. Siempre sería más fácil justificar un seguro cerrado, por gorda que fuese la mentira, que una escena de sexo si te pillaban in fraganti. Eso no se arreglaba con explicaciones, no.

No sé cuánto tiempo llevaría Julián contemplando la escena. No demasiado, supongo, porque acabábamos de empezar. Nos dimos cuenta de que estaba allí cuando oímos el golpe. Se desmayó de la impresión y cayó redondo sobre las baldosas del comedor. Nos pegamos un susto de muerte. Así, medio desnudos los dos, corrimos a atenderle. Por un momento creímos que había muerto de un infarto o algo parecido, pero vimos que respiraba y, entre ambos, lo colocamos sobre el sofá, todavía caliente de nuestros cuerpos. Muertos de miedo tratamos de despertarlo, aunque tenía los ojos abiertos no reaccionaba, como si estuviera ido. Después de unos minutos de infructuoso intento de reanimación, decidimos llamar al 112. Mientras venía la ambulancia, nos vestimos y recogimos un poco el escenario para disimular nuestra acción previa. A mí, más que a Ramón, se me vino el mundo encima y me embargó un intenso sentimiento de culpa.

Veinte minutos después la ambulancia se llevó a Julián al hospital. Ramón y yo le acompañamos y esperamos varias horas en la sala de espera hasta que un médico nos informó que había sufrido un Ictus. Un infarto cerebral grave que, de momento, tenía mal pronóstico, aunque había que esperar hasta ver cómo evolucionaba.

Quedó ingresado en la UCI y, volvimos a casa los dos, con la moral por los suelos y sin ganas de nada.

Los primeros días fueron duros, hasta que la situación se fue estabilizando dentro de la gravedad. Trasladaron a Julián a una habitación del hospital y nos íbamos alternando para acompañarle. Parecía que no estaba muy consciente de nada. Tenía los ojos abiertos, pero estaba completamente paralizado y no podía comunicarse. Le poníamos la radio a escuchar las tertulias políticas y deportivas que tanto le gustaban y tratábamos de sobrellevar el trance lo mejor posible. El médico nos indicó que el pronóstico seguía siendo complicado y que las posibilidades de recuperación eran escasas. Como mucho, en el mejor de los casos tendría secuelas serias y permanentes, perdería el habla y gran parte de su movilidad. Eso sí se recuperaba, porque todavía podría empeorar e incluso fallecer. Un desastre.

Me sentía fatal y Ramón no estaba mucho mejor. No tratamos de disculparnos porque no sabíamos si Julián nos oía o era capaz de entendernos. Durante unos días nos sentíamos deprimidos e incapaces de hacer nada remotamente sexual. La lujuria parecía haber desaparecido de nuestras vidas.

Pero, poco a poco, nos fuimos adaptando y, como suele decirse, la cabra tira al monte. De modo que, contra todo pronóstico, volvimos a las andadas. Incluso en el propio hospital. A fin de cuentas, Julián no nos veía y, si nos veía, tampoco podía contar nada y, por lo demás, lo atendíamos la mar de bien. De modo que reanudamos nuestro ritmo de folleteo, aprovechando los pocos resquicios de tiempo y espacio que podíamos compartir en aquella habitación hospitalaria.

Continuará
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La Puta Tía Elvira y Lujuria con su Sobrino Ramón – Capítulo 02

Muy retorcido, eso es lo que era Ramón. Petra, su madre, mi hermana, había venido a echarnos una mano con la convalecencia hospitalaria de mi marido. De modo que a Ramón no se le ocurre mejor idea que dejar allí a su madre, en la habitación, con la excusa de ir a casa a ducharnos y descansar un rato. Volveríamos por la noche a sustituirla. Petra, mi hermana, aceptó cortésmente, sobre todo al ver nuestra cara de cansancio. Menos mal que no sabía que se debía al par de polvos que habíamos echado en la habitación, mientras, en teoría, cuidábamos al pobre enfermo. Espero que el infeliz estuviera lo bastante aturdido como para no darse cuenta de la que estábamos liando en el lavabo. Una lástima las intempestivas visitas de las enfermeras que nos impedían follar en la cama auxiliar o en el sillón, algo más cómodos que la taza del WC o aquella ducha medio ortopédica de la Clínica. Al menos el bueno de Julián se había pasado la vida pagando un buen seguro privado y ahora teníamos la opción de que lo atendieran en una excelente clínica, de esas para ricos. Porque si hubiera ido a un hospital de la seguridad social, con las habitaciones compartidas… Bueno, nos habríamos tenido que conformar con alguna furtiva mamada nocturna o una pajilla si se terciaba y si el compañero de habitación de nuestro enfermo no estaba muy atento. Por suerte, no fue necesario.

El caso es que, Petra se quedó acompañando a Julián y nosotros nos fuimos a casa, para follar tranquilos, comer algo y descansar.

El cabrón de Ramón ya iba más salido que el pico de una plancha y quería que, por la autopista, le hiciera una mamada mientras conducía. Me negué, no por falta de ganas, sino por seguridad, de modo que se tuvo que conformar con una paja. Tenía la tranca como una piedra, supongo que las pajas no le debían aliviar bastante. Se la estuve machacando a base de bien, pero, no sé si por la cosa del conducir o qué, el caso es que no se llegó a correr y llegó al parking tan cachondo como al salir del hospital. No era el único, yo también iba como una moto. Después de tantos días con polvos furtivos y casi a escondidas necesitaba una explosión de luz y de color (sexual, se entiende) y una buena sesión de taladradora por parte de Ramón que me dejase para el arrastre. Bien relajadita, vamos.

Ramón, está claro que iba con más ganas que yo y, allí mismo, en el parking, sin esperar a subir al piso, me llevó delante del coche, en una zona en la que había un fluorescente fundido y, confiando en que no saliera ningún vecino, me colocó tumbada boca abajo sobre el capó del vehículo, con los pies ridículamente levantados del suelo (se me cayeron los zapatitos de tacón que llevaba), me bajó las mallas y el tanga de golpe hasta medio muslo y, tras abrirme las nalgas y escupir un par de veces en el ojete, me la enchufó a lo bruto mientras con la mano me tapaba la boca para ahogar el gritó que pugnaba por escapar de mi garganta. La tenía tan dura que entró de golpe, sin inmutarse en mi estrecha cueva. Menos mal que con la práctica que llevaba de sexo anal y la sana costumbre de llevar el culo bien lubricado (por si las moscas) la cosa no fue más seria, porque el caso es que el cabrón casi me desmonta del empujón que me arreó. Eso sí, superado el primer impacto, el coño me empezó a babear chorreando sobre el capó del coche, y mi grito, ahogado por su mano, se convirtió en un gemido y un ronroneo de placer al sentir aquella gruesa barra de carne entrando y saliendo de mis entrañas que presagiaba un potente orgasmo.

—¡Cómo me pones, hija de la gran puta!—masculló entre dientes mi cariñoso sobrino mientras lanzaba varios chorros de esperma que regaron mi recto.
Yo, gruñendo satisfecha, aunque aún no me había corrido, respondí con un gutural:
—¡Gra… gracias…!

Ramón me la sacó y, sin limpiársela, se subió el calzoncillo. Allí doblada todavía, sintiendo el ojete ardiendo y notando salir borbotones de esperma, estaba a punto de bajar la manita para rematar el polvo con un orgasmo, cuando el ruido de vecinos bajando, frustró mi plan y me dejó insatisfecha.

Después, con las mallas recién subidas y notando la mancha de humedad que se extendía por mi entrepierna (menos mal que la oscuridad del parking disimulaba un poco), tuve que hablar con los vecinos que me preguntaban por el pobre Julián.

Ambos, Ramón y yo, ensayamos nuestra mejor cara de circunstancias y agradecimos el interés por la salud de Julián mientras enfilábamos el camino al ascensor deseando, sobre todo yo, que no se fijasen en el manchurrón húmedo, mezcla de leche y flujos anales, que se me marcaba perfectamente en la parte del culo de las mallas grises que llevaba aquel día. Roja como un tomate, me adelanté deprisa para evitar las miradas indiscretas de mis vecinos.

Ya en el ascensor, todavía traspuesta por el orgasmo frustrado y el susto de ser pillada por, tuve que soportar la sonrisa cínica de Ramón y como, tras retorcerme suavemente el pezón poniéndolo más tieso de lo que ya estaba, me dijo entre risas:

—Muy bien putilla, que bien disimulas, ¿eh?
—¡Suelta, joder!—respondí enrabietada—. Te pasas veinte pueblos, cabrón… Casi nos pillan…

Sin dejar de sonreír, sin soltarme la teta, me acercó a su boca y, pese a que no quería, acepté su lengua que recorrió toda mi boca y se fundió con la mía en un intenso morreo, al tiempo que me arrimaba a él, tratando de notar su polla, todavía morcillona después de correrse y que iba a necesitar para satisfacerme, minutos después.

Al entrar en el piso, Ramón me dijo que llamase a la pizzería y pidiera algo de comer. Estaba hambriento, la cosa me decepcionó un poco, porque me habría gustado conseguir mi preciado orgasmo antes de nada, pero, ya se sabe, el cabroncete de mi sobrino se había convertido en el amo, que le vamos a hacer, todo sea por su rabo. En la pizzería me dijeron que el tiempo de espera era de unos cuarenta minutos, por lo que, ante mi lastimera y suplicante mirada, Ramón se apiadó de mí y me dejó que aprovecháramos el tiempo como mejor se nos daba.

Ya en el salón nos quedamos en pelotas en un momento y nos colocamos en el sofá del comedor para continuar, ya sin cortapisas, la sesión de sexo que habíamos iniciado en cuanto salimos de la clínica.

A plena luz, para ver bien lo que estábamos haciendo, Ramón se sentó en el centro del sofá, con los brazos estirados en cruz sobre el reposacabezas y las piernas bien abiertas, la polla, húmeda, pringosa de mi culo y semierecta, permanecía esperando mis estímulos. Ramón, para no dejar dudas exclamó:

—¡Venga tía, a currártelo!—con el móvil puso algo de música marchosa en el altavoz que teníamos en el salón para dar ambiente y ritmo a mi trabajo.
Esta vez lo tenía claro y no me iba a quedar sin correrme, ¡ni de coña!

Busqué un cojín y lo coloqué entre sus piernas antes de arrodillarme frente a su polla. Pero, cuando me dispuse a comerle el rabo, Ramón, juguetón como de costumbre, alzó las piernas para darme una perfecta visión de su sudado y peludo ojete. Un primer plano que indicaba a las claras qué era lo que quería que hiciera. De modo que, sin dudas, me puse manos a la obra y empecé a realizarle uno de las mejores comidas de culo que he hecho nunca. Primero un par de lametones para preparar el terreno, después besitos y, más tarde, con la lengüecita tiesa traté de introducirla por su agujerito mientras con la mano le machacaba la polla. Y todo sin descuidar los cojones de mi macho, que también tienen derecho a algo de cariño, je, je.

Sabía que lo estaba haciendo bien por los sonidos guturales y los gemidos que emitía Ramón de vez en cuando, así como por las caricias que iba proporcionando a mi cabeza, amasando mis cabellos y guiando mi labor. Por eso sabía que no se molestaría si, con la manita libre, empezaba a masajearme el clítoris. Quería correrme sí o sí, y no tenía muy claro que si dilataba mucho la mamada, hubiera tiempo de terminar con lo mío antes de que llegase el repartidor.

La comida de culo siguió a buen ritmo, simultaneada con mi suave, aunque incómoda masturbación y el meneo de la tranca de Ramón. Mi intención era prolongar mi paja hasta poder simultanear mi orgasmo con la eyaculación de Ramón. Poder saborear su esperma mientras notaba las convulsiones de mi corrida era algo que había conseguido pocas veces, pero valía la pena. Me encantaba notar el sabor salado de la leche de mi sobrino mientras temblada de placer al culminar una paja y mi clítoris llegaba al clímax.

La cosa iba sobre ruedas y, cuando Ramón estaba casi a punto, levantó mi cabeza estirándome del pelo y me incrustó e golpe la polla en la boca. Suponía que quería correrse en mi boca y empecé a mamar como una posesa mientras aceleraba los movimientos de mi mano en el coño. La posición era incomodísima, pero, bueno, todo sea por el sexo. Si me provocaba una contractura o un tirón ya tendría tiempo de ir al fisio.

Por una de esas cosas extrañas, a pesar de que Ramón parecía estar a punto de rematar la faena, la que se corrió primero fui yo, con unos grititos ahogados por la polla que atoraba mi garganta, temblé como una cerda mientras alcanzaba un orgasmo que tendría que poner en el top ten de los obtenidos en mi vida (todos con Ramón, porque con Julián, ¡vamos, pobrecito…!). Ramón lo notó, y entre risas, apretó mi cabeza contra su rabo para notar las babas que escapaban por la comisura de la boca y mojaban sus cojones y el sofá. El chico también estaba a punto cuando sonó el timbre de la puerta. Habíamos perdido la noción del tiempo y el repartidor estaba en la puerta.

Paré al instante y levanté la vista para ver que disponía Ramón. Éste, con una sonrisa diabólica, me levantó la cabeza, sacando la polla de mi boca dejando un reguero de baba. Yo, con la boca abierta, los labios hinchados y la cara enrojecida y sudorosa, le miraba expectante, esperando sus órdenes mientras el timbre volvió a sonar.

—¡Un momento!—gritó—¡Ahora vamos!

En ese instante, mientras sujetaba mi cabeza firmemente con una mano, con la otra apuntó su manguera hacia mi cara y, pajeándose furiosamente, empezó a eyacular soltando grumos y grumos de lefa que se esparcieron por toda mi jeta, obligándome a entrecerrar los ojos, notando el calor de la leche que formaba gruesos goterones desde la frente a la barbilla.

Durante unos segundos me quede desconcertada y, por qué no decirlo, algo orgullosa, contemplando como Ramón se iba recuperando de su orgasmo, con una sonrisa de placer de la que me sentía copartícipe.

Luego, me levantó la barbilla y me dijo:

—Estás preciosa, tía, no te toques la cara. No quiero que te limpies. Que el chico de las pizzas vea tu belleza.
—Pe… pero, Ramón…—roja como un tomate, intenté expresar mis dudas, pero me cortó:
—¡Ni pero, ni pollas, guarra! Ahora ponte una camiseta y sales fuera con una sonrisa de oreja a oreja, recoges las pizzas y le pagas al chico. No hace falta que le des propina, con verte tiene bastante, ¿de acuerdo, bonita?
—De acuerdo…—respondí, consciente de que no servía de nada replicarle ni exponer dudas o vacilaciones. También es verdad que, en el fondo, estaba algo excitada y orgullosa de mostrarme al mundo tal y como Ramón me veía.
Me puse una camiseta suya, que apenas me tapaba el culazo. Era como un minivestido. Me disponía a ponerme un tanguita, qué menos, cuando Ramón, dijo:
—No, no, no, no… Ni de coña. Sales sin bragas, que la camiseta ya te tapa el chocho.

Allá que fui, con la cara embadurnada de leche, las rodillas enrojecidas de chupar polla arrodillada y con una escueta camiseta cubriendo mis tetazas empitonadas que caían sin sujetador sobre la barriga, una camiseta que apena tapaba el culo.

Sorpresa. Al abrir la puerta descubrí que el repartidor de pizzas es un jovenzuelo casi adolescente al que conozco la mar de bien. Se trataba de Andresito, el hijo de Pili, mi mejor amiga, que me contemplaba asombrado y con cara de susto. Mi aspecto era un poema. Para el pobre chaval ver a la mejor amiga de su madre convertida en una auténtica furcia debió ser impactante. Claro que para mí no es que la cosa fuera muy distinta, me quedé de piedra y enrojecí hasta las cejas. La cosa no tenía arreglo, así que limpiarme, así de golpe, los restos de leche que se esparcían por mi cara, podía ser contraproducente. Pensé algunas gilipolleces para salir del paso, como decirle al chico que estaba abriendo un bote de leche condensada en la cocina y que se había reventado o algo así, pero el crío, aunque parecía un poco tontorrón, no lo era tanto como para no darse cuenta de que aquello era leche de hombre y no de vaca. Me estaba muriendo de vergüenza, pero no me sentía capaz de hacer otra cosa que actuar como una autómata, de modo que respondí al saludo del chico con un:

—¡Hola, Andresito!—intenté que sonase distendido y alegre, pero pareció más bien ridículo y grotesco, de modo que, mientras recogía las pizzas, intenté cambiar de tema y distraer al chaval. A ver si, por lo menos, dejaba de mirarme las tetas y la cara de aquella manera. Me dio la sensación, también, de que el bulto de su entrepierna estaba creciendo. Creo que con la experiencia de aquel momento tendría material para sus pajas durante meses.—¿Qué tal todo? ¿Cómo está tu madre? No sabía que repartías pizzas.

El chaval me respondió tartamudeando. Me dijo que su madre estaba estupendamente y que el hacía este trabajo para sacar algún dinerillo para sus gastos. Luego me preguntó por Julián.

—Sigue en la clínica. Está grave, pero estable. Estábamos allí Ramón, mi sobrino, y yo y ahora se ha quedado mi hermana y hemos venido a descansar un poco. Es que lo de los hospitales es agotador.
—Ya, ya, eso dicen, doña Elvira.
—Es verdad, sí, ¿cuánto es esto Andrés?
—Treinta euros—respondió mirando la cuenta.
—Vale, espera un segundo.

Me giré y, agachándome, busqué el dinero en el cajón del mueble del recibidor. La verdad es que no lo pensé mucho, no era consciente de que, por lo corta que era la camiseta, ofrecía al pobre chavalillo una panorámica perfecta de mi culo y mi ojete entreabierto, todavía húmedo, de la reciente enculada en el parking. Cuando me quise dar cuenta, por el súbito silencio del muchacho, que casi paró de respirar, me vi sin fuerzas para rectificar y, en un súbito arranque de morbo, abrí bien las piernas para ampliar la visión a mi depilado coño. Total, de perdidos al río.

Le pagué con un billete de cincuenta euros y, del cambio, le di cinco de propina. «Para tus gastos», le dije. Quizá Ramón tenía razón y con la deplorable imagen de zorra que le había ofrecido al chaval ya tenía propina bastante, pero bueno, me sentía generosa. Sólo esperaba que no fuese con el cuento a su madre, porque, aunque ya sospechaba algo de mi comportamiento en los últimos tiempos, lo que estaba ocurriendo escapaba completamente a su imaginación.

El cabrón de Ramón se partió el pecho cuando le conté la historia con el chavalillo. Ya esperaba algo parecido, bastante puerco, pero la cosa de que me conociera y de que, además fuera el hijo de mi mejor amiga, le añadió un plus de morbo que le ponía bastante cachondo, sobre todo viendo la vergüenza que pasaba yo con todo ese asunto.

El resto de la tarde transcurrió con relativa calma, echamos una siesta en la cama, después de comer, en la que Ramón me folló en cucharita para despertarme.

Más tarde, cuando nos estábamos arreglando para volver al hospital, recibimos la fatal llamada de Petra, mi hermana, en la que nos indicaba que Julián acababa de fallecer. Había tenido una crisis cardiaca que no pudo superar.

—Vaya, es una pena—me dijo Ramón cuando se lo conté.
—Sí, Ramón, pero quizá es lo mejor que podía haber pasado. No parece que fuese a quedar en muy buena situación después del ictus. Ni física, ni moral.
—Sí, ya… —me respondió Ramón, al tiempo que me abrazaba para consolarme.

Tres días después celebramos el funeral y el entierro. Todo el mismo día. Acudió bastante gente. Julián era popular y querido, tanto entre los vecinos como entre los antiguos compañeros de trabajo y familiares.

Los días previos al entierro, los padres de Ramón, Petra que ya estaba aquí y Alfonso, su padre, que vino expresamente, se alojaron en el piso, lo que, unido al inevitable duelo por la muerte de Julián, rebajó nuestra desmedida lujuria. O, al menos, eso creía yo…

El entierro se iba a llevar a cabo un miércoles a media mañana y el funeral tendría lugar en la iglesia del barrio aquella misma tarde, por lo que, de una tacada, se solventaban ambos eventos. Mi hermana y mi cuñado dejaron listas sus cosas el día anterior y nos comunicaron a mí y a su hijo Ramón que partirían nada más acabar el funeral, al día siguiente ambos tenían trabajo. Ramón les dijo que seguiría alojado en el piso hasta acabar el curso, además, así podría hacerme compañía y me ayudaría a superar el trago. Todo el mundo aceptó aquello con la mayor naturalidad, desconocedores de la verdadera naturaleza de nuestra relación.

No negaré que, a pesar del duelo que realmente sentía por la pérdida del pobre Julián, echaba de menos la polla de mi sobrino, una droga a la que me había vuelto una completa adicta. Pero jamás se me habría ocurrido hacer algo por iniciativa propia, no habría sido ética ni moralmente aceptable. Cualquiera que lo lea, sabiendo la situación en la que estaba, pensaría que soy una cínica absoluta, haciéndome pasar por una persona de una integridad intachable. Sé que no es del todo cierto, pero tampoco soy tan bárbara como para ponerme a follar como una posesa con el cuerpo de mi pobre esposo todavía caliente. En fin, si he de ser sincera y, total, esto no lo va a leer nadie, no negaré que lo que de verdad evitó que follase con Ramón aquellos días de luto fue la presencia de invitados en casa.

De hecho, el mismo día del entierro, Ramón volvió a las andadas. A primera hora de la mañana, antes de que sus padres se levantasen, se acercó a mi habitación. Al verlo, después de tres días sin tocarlo, no pude evitar que mi corazón diese un vuelco y mi coño se humedeciese al notar su cuerpo tan próximo y su olor a macho. Él, con su sonrisa de chulo prepotente habitual, me agarró del cuello y tras meterme la lengua hasta las amígdalas, me dejó con la miel en los labios y me entregó una bolsita de papel que contenía una pequeña caja envuelta en papel de regalo.

—¿Es para mí?—pregunté entusiasmada.
—Claro, lo estrenas hoy—respondió.

Lo abrí enseguida, rompiendo el papel que envolvía la cajita. Dentro había un conjunto de sujetador, tanga, medias y liguero negros. De luto.

—Es perfecto para la ocasión, putita, quiero que lo lleves hoy puesto. Y también esto.
Del bolsillo sacó un plug anal negro, pequeño y coronado por un corazoncito, también negro que hacía de tope exterior.
—Por fuera te vistes como te dé la gana—. Dijo Ramón—. Pero por dentro vas a ir como lo que eres, una guarra. Una guarra de luto, pero mi guarra. ¿De acuerdo?

Me emocionaron sus palabras. El hecho de que siguiese tan cachondo conmigo y que me siguiera teniendo en sus planes de futuro consiguió que se humedecieran mis ojos. El muy cabrón acababa de conseguir el tono perfecto para una viuda. Yo que casi no había conseguido esbozar una mísera lágrima desde que había fallecido el pobre Julián iba a realizar el papel perfecto de viuda doliente gracias al regalo de mi amante.

Tan bien funcionó la cosa, el deseo de que terminase la pantomima era tan intenso, que mis lágrimas fueron interpretadas por todos como un lamento de soledad que no era. Era más bien el ardiente deseo de volver a tener dentro de mí, en mi boca, mi coño o mi culo, igual daba, la polla caliente de mi sobrino taladrándome a base de bien. Hasta Petra, mi hermana, me preguntó, al verme tan afectada, si quería que se quedase un par de días más, hasta que estuviera mejor de ánimos. Camino de casa, intenté convencerla de que no era necesario y de que me bastaba con la compañía de Ramón, que se estaba portando estupendamente desde que estaba viviendo con nosotros. Que había sido un apoyo fundamental en la enfermedad de Julián, etc., etc. Al final, cuando estaba sacando la maleta del coche de su marido para volver con nosotros a casa, conseguí in extremis hacerle cambiar de opinión y volví tan solo con Ramón a nuestra casa.

Aquella noche, con Ramón ya instalado en la habitación de matrimonio, echamos un polvazo espectacular. Mi primer polvo de viuda que el pobre Julián pudo contemplar desde la foto de la boda que todavía presidía el secreter del dormitorio. Pobrecillo, espero que lo que sucedió en la cama le sirviera de enseñanza para el otro mundo.
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draco22

Pajillero
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uffff rikisimo y excitante tendra continuacion la viuda felicitaciones
 
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