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La Perra de Roció y su Hijo Bruno – Capítulo 001
Hacía unos años que ya no vivía en casa de mis padres. Lógicamente, es fácil desconectar de la vida cotidiana de una pareja cuando no estás cerca y estaba convencido de que las cosas les iban razonablemente bien. Vamos, como siempre. Como cuando yo todavía estaba viviendo con ellos.
Resumiendo, mi padre, Salva, a sus 63 años, centrado en su trabajo de contable en una empresa de inversiones y pensando cada vez más en la jubilación, para así poder dedicarse a lo que más le gustaba, ver la televisión y hacer maquetas de barcos. Dos de las ocupaciones clásicas de los cornudos, como era su caso. Aunque yo, en aquellos momentos no tenía ni puta idea de eso. En cuanto a la pelandusca de Rocío, mi madre, yo seguía con la misma idea que tenía de ella cuando compartíamos vivienda. Era un cincuentona, 57 años, en concreto, que se conservaba relativamente bien para su edad: bajita, 1,56 m., con grandes tetas y una hermoso culazo. Una tía jamona, algo redondita por la edad, pero a la que, desde mi punto de vista, no le sobraba ni un gramo. Claro que, en aquellos tiempos no la veía en absoluto de ese modo. Se vestía con la ropa típica de las amas de casa del barrio lo que no incitaba precisamente a la lujuria, ni a nada parecido. De hecho, a mí nunca me había llamado la atención como mujer. ¡Joder, era mi madre…! Nunca habría sospechado que, por una serie de circunstancias se había convertido en un putón de cuidado. O quizá ya lo era antes de irme yo de casa, no lo sé. Bueno, a efectos de lo que voy a contar, tampoco es demasiado relevante saberlo.
Los cuatro años de ausencia del hogar donde había crecido, habían trastocado completamente la relación entre mis padres, aunque yo, evidentemente, en las breves visitas que les hacía, en Semana Santa, Navidad y un par de semanas en verano, cuando tenía vacaciones en el trabajo, no me daba cuenta de nada. Y, si he de ser sincero, creo que el pobre cornudo de papá tampoco. En fin, pobre diablillo…
Veo que no he mencionado mi nombre, me llamo Bruno, tengo 28 años y trabajo de ingeniero en una empresa de instalaciones desde hace cuatro años. Es un muy buen trabajo, bien pagado y bastante prestigioso. Lo conseguí nada más terminar la carrera en un auténtico golpe de suerte. El único hándicap fue que tuve que trasladarme a otra ciudad, a unos 600 km., de mi hogar y que es un empleo que me obliga a viajar mucho, por lo que, perdí bastante el contacto con mis antiguos amigos y con gran parte de mi familia. Sólo conservé la comunicación fluida con mis padres y con mi hermana mayor, Rosa de 30 años, que sigue viviendo en el barrio, aunque está casada y tiene dos niños, por lo que tampoco vive en el antiguo piso de mis padres. Aunque no está muy lejos de allí. Su casa está a unas dos manzanas y los ve con relativa frecuencia. Sobre todo para dejarle los críos a los abuelos para que hagan de canguro cuando quiere salir con su marido…
Creo que, tras el inevitable preámbulo, ha llegado el momento de entrar en harina y cómo fue que descubrí lo que estaba ocurriendo en casa de mis padres.
Todo comenzó con la boda de mi prima hace un par de semanas. Mi madre, hermana de la madre de Clara, mi prima, insistió lo que no está escrito para que acudiese a la ceremonia. Era un compromiso muy importante, patatín, patatán, etc. etc. Me dio tanto la chapa que, al final, no pude negarme y me quedé sin excusas para no acudir, ya que obligó a su sobrina a cambiar la fecha de la boda para que no pudiese escaquearme de ningún modo. ¡Mi gozo en un pozo!
Así que, aquí estaba, un viernes por la tarde, llegando a mi ciudad con ganas de que el fin de semana pasase volando y que la boda fuese lo más llevadera posible. Sinceramente, estas cosas me ponen de mala leche. Pero, bueno, pensé que, ya que estaba allí, no podía por menos que poner, al mal tiempo, buena cara y aceptar el suplicio con deportividad.
Lo dicho, llegué el viernes y la boda era el sábado por la tarde. Después banquete, baile, etc. etc.
Los dos estaban bastante entonados, tanto mi padre, como la zorrita de mi madre. Aunque el que se llevó la peor parte fue mi padre, que, además de no estar para conducir, se quedó medio frito en el coche. Fue extraño porque tampoco había bebido tanto, seguramente fue una reacción del alcohol combinado con la medicación que tomaba para la tensión.
Mi vieja por su parte, aunque había bebido bastante más que su adorado esposo, estaba en mejores condiciones. Borracha, claro, pero moderadamente lúcida. En cualquier caso no podría conducir, si hubiera tenido carnet, lo que no era el caso.
Así fue como con ayuda de mi madre, que era la menos perjudicada de los dos, metí al viejo medio grogi en la parte trasera de mi 4x4, medio tumbado, mientras mamá se acomodaba en el asiento del copiloto. Al final, había decidido acompañarlos a casa, dejando su coche allí, me sentía más cómodo llevando el mío y, además, al día siguiente por la tarde me tenía que largar a casa.
El trayecto, de una media hora, fue bastante tranquilo. A aquellas horas no había tráfico. En la parte de atrás del vehículo, mi padre roncaba plácidamente mientras yo rezaba porque no le diera por vomitar. A mi derecha, mi madre, bastante bolinga también, había abierto la ventanilla para ver si se despejaba un poco. No parecía con muchas ganas de hablar. Los dos se habían pasado tres pueblos comiendo y bebiendo, con la salvedad de que mi madre, además, se había dedicado a bailar y tontear con todo aquel que le tirase la caña. La guarrilla, incluso, había tenido una sospechosa desaparición en mitad de la fiesta, de la que volvió a la media hora, atusándose los cabellos. Con tanta gente, era difícil saber quien había sido el afortunado a la que le había chupado la polla o que había disfrutado de algún otro de sus encantos. Aunque, si he de ser sincero, esta sospecha es algo que tuve a posteriori. En aquel momento pensé que habría tenido un apretón o algo similar. Todavía ignoraba el nivel de puterío de mi progenitora.
El caso es que, bien mirado, no era de extrañar que a los tíos se les pusiera el rabo como el palo de la bandera viendo a mi vieja. Sobre todo con el vestidito que se había puesto para la boda y la fiesta. En la Iglesia todavía disimuló un poco, porque llevaba una chaquetita ligera que le tapaba algo las curvas, pero en la fiesta, cuando se la quitó, lució en todo su esplendor un ajustadísimo vestido de licra color burdeos que no dejaba nada a la imaginación. Parecía una Kardashian, algo más mayor, algo más bajita y algo más rolliza, pero tan empotrable como ellas. El puñetero vestido, que terminaba como una minifalda, no hacía más que levantarse y mostrar la mitad de las nalgas mientras bailaba o se agachaba junto a las mesas para coger alguna copa. Y, claro, como para no desentonar se había puesto un tanguita de hilo dental, mostraba su culazo en todo su esplendor. La buena mujer fue la comidilla de la fiesta. Para todo el mundo, menos para el pobre cornudo que andaba más preocupado llenando el buche, fumando puros, bebiendo y hablando de política con los compañeros de mesa que con las andanzas de su fiel y maravillosa esposa. Por mi parte, la actitud de mi madre que no me esperaba, me dejó bastante descolocado y me resultó muy incómoda. El tener que aguantar los comentarios maliciosos de amigos y familiares en plan «vaya, tú madre sí que se lo está pasando en grande, ¿eh?», dichos con toda la mala intención del mundo, me minaron bastante la moral y me hicieron desear desaparecer cuanto antes de la fiesta y volver a mi rutina habitual a cientos de kilómetros de allí.
Lo anterior no fue óbice para que mi instinto masculino prevaleciera sobre la moral y la polla se me pusiese en alerta un par de veces al contemplar el cuerpo rotundo y desinhibido de la jamona. Objetivamente, había unas cuantas tías que estaban bastante más buenas y eran más guapas que ella en la fiesta, pero ninguna era tan cachonda, estaba tan suelta y, por qué no decirlo, parecía tan fácil e iba buscando guerra como la puta de mi madre. Aunque en mi caso, al margen de las mencionadas punzadas de mi tranca, casi un acto reflejo, ni se me pasó por la cabeza hacer nada en absoluto. Todavía…
El caso es que el trayecto hacía casa, como ya he dicho, fue lo más plácido del mundo. Sin tráfico, con algo de música de fondo (la conversación, dado el estado de los viejos estaba descartada) y con el fresquito de la noche entrando por la ventanilla que había abierto mi madre, fue todo un placer.
Además, hubo algún aliciente añadido. Mi madre, como he dicho, se arrellanó en el asiento y el vestido ajustadísimo que llevaba, se le había quedado casi como un cinturón, cubriéndole justitas sus tetazas y, por debajo, subido por encima de los muslos, mostrándolos plenamente, hasta el inicio del tanga, un pequeño triángulo transparente que mostraba un coñito perfectamente depilado y muy, muy apetecible. Una mala distracción para un conductor. Menos mal que la iluminación de su cuerpo era intermitente por la escasez de farolas en el arcén. Mamá, con los ojos cerrados y la cabeza recostada sobre el asiento, dormitaba con la boquita abierta y de sus gruesos labios salía un pequeño hilito de saliva. El frío de la noche había erizado sus pezones que se marcaban perfectamente en el fino vestido. Además, mi santa madre, no había tenido a bien ponerse sujetador. Hacía medio año que se había operado las tetas. Las volvía a tener bastante firmes (a pesar de su tamaño) y tenía muchas ganas de lucirlas ante amigos y familiares.
Ahora sí que la polla se me puso en DEFCON 2, pero, imitando a Travolta/Vincent Vega, decidí planificar un buen pajote al llegar a casa tras acostar a la pareja feliz en lugar de complicarme la vida con la jamona que, a fin de cuentas, no dejaba de ser mi madre. Luego, como suele suceder, los planes se torcieron. Aunque esta vez fue para bien.
Al llegar a casa, desperté de un codazo a la guarrilla. Ésta, tras preguntar con la voz pastosa si habíamos llegado, salió del coche volviendo a colocarse el indómito y ajustado vestido que parecía tener vida propia.
Nos costó un huevo y parte del otro desalojar al gordinflón de su retiro en los asientos de atrás. Por un momento me planteé dejarlo allí para que durmiese la mona, pero descarté la opción por si acaso. No parecía que fuera a suceder, pero si vomitaba…
Estaba durmiendo plácidamente como un tronco y le costó alcanzar y mantener la verticalidad camino de casa. Con mi madre a un lado y yo al otro lo fuimos arrastrando al interior del chalet. Mi madre fue una ayuda bastante escasa, de hecho estaba casi como para que la arrastrasen a ella.
Al final, a rastras, llegamos al dormitorio matrimonial. Mi madre me dijo que lo tumbásemos y la quitásemos los zapatos, que no hacía falta desvestirlo. No me hice de rogar, así que lo dejé con mi madre, colocado en la cama mirando al techo, con la barriga moviéndose acompasadamente, en camisa y pantalones, con el cinturón desabrochado y en calcetines. Roncaba como un cerdo.
Mi madre me dio las gracias por la ayuda y se acercó a darme un besito antes de que abandonara la habitación. Fue un besito algo húmedo en la comisura de la boca. Olía a alcohol y tabaco. Aproveché la situación para arrimarme un poco y notar sus tetas, aún empitonadas contra mi cuerpo. No negaré que me resultó excitante. Excelente material para la paja que me iba a hacer en un ratito.
Mi habitación estaba al final de un pasillo. Era la habitación de siempre que todavía conservaba algunos posters de mi adolescencia y tenía mi mesa de estudio, con la bola del mundo y todo. No habían tocado nada desde que me fui. Mi cama también seguía siendo la misma. Una pequeña, individual, que tenía abajo una cama nido para cuando teníamos alguna visita o se quedaba algún amigo a dormir. Obviamente, la cama nido estaba en su sitio. No se esperaba a nadie.
Antes de acostarme fui al baño del pasillo y pude ver que todavía estaba encendida la luz de la habitación de mis padres. Se oían los ronquidos de viejo a través de la puerta y el sonido de la ducha que había en el lavabo en suite de su habitación. La putilla debía estar lavándose el chichi, pensé. Había perdido bastante el respeto por mi madre. No es que la tuviera en un altar, pero aquel día mi percepción se había modificado completamente.
Diez minutos después estaba en el catre, con la ventana abierta, hacía calor, y no me hizo falta echar mucha imaginación para entonarme. Estaba bastante cachondo con todo el show que había montado mi madre. Claro que era éticamente reprobable, pero, a fin de cuentas, una paja no es más que eso. Nadie se iba a enterar de quién era la protagonista de mis fantasías onanistas de aquel día.
En eso estaba, dándole al manubrio, cuando, despacito, se abrió la puerta. Paré la maniobra al instante. La luz del pasillo estaba encendida y, titubeante, pude ver que la figura de mi madre en el umbral. Vestía un camisón muy fino, casi transparente, sin sujetador ni bragas, y, al trasluz, se podía apreciar perfectamente su figura, las tetas firmes, los muslos gruesos y el coñito mondo y lirondo.
Su voz, carraspeando, lanzó la típica pregunta retórica:
—¿Estás despierto, Bruno?
—Ahora sí —respondí en un tono algo borde.
—¿Puedo dormir aquí? Es que tu padre parece una locomotora. No te puedes imaginar cómo ronca.
Mientras calibraba la petición que acababa de hacerme mi cachonda progenitora y con la polla todavía tiesa, decidí tantear el terreno.
—Sí, bueno… ¿qué hacemos? Saco la cama de abajo…
—No, no, que va. No hace falta. Nos apretamos y ya está —¡Bingo!
—Bueno, como quieras —contesté—. Apaga la luz del pasillo, anda.
La jamona se giró para cerrar el interruptor y me proporcionó una perfecta panorámica de su pandero. Un culo gordo y rotundo, perfecto para palmear.
Después, entró en silencio, cerró la puerta y se acercó a tientas a la cama. Yo había levantado la sábana para invitarla.
Era inevitable estar en contacto, por lo que ella en seguida percibió que no llevaba los calzoncillos, aunque no hizo ningún comentario. Todavía no había notado cómo estaba mi polla de dura. Por mi parte, lo primero que noté fue el olor a gel y a su cuerpo recién duchado. Fue muy agradable.
No costó mucho encontrar la postura. Tampoco había muchas opciones. Me giré hacia la pared para darle la espalda y ella hizo lo propio hacia el otro lado. Noté, al instante el calorcillo de su culo a través del fino camisón.
Pasaron unos minutos y no acababa de oírse el ruido de respiración acompasada que suelen tener las personas cuando duermen, señal de que ninguno de los dos acababa de conciliar el sueño.
Seguía con el rabo duro, la paja se había frustrado. Estaba claro que, algo tenía que hacer, sopesé la posibilidad de ir al lavabo y cascármela para tranquilizarme. Sabía que si no me corría era imposible que me durmiera. Pero para ir al baño tenía que pasar por encima de mi madre. De modo que empecé a girarme despacio antes de salir de la cama.
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La Perra de Roció y su Hijo Bruno – Capítulo 001
Hacía unos años que ya no vivía en casa de mis padres. Lógicamente, es fácil desconectar de la vida cotidiana de una pareja cuando no estás cerca y estaba convencido de que las cosas les iban razonablemente bien. Vamos, como siempre. Como cuando yo todavía estaba viviendo con ellos.
Resumiendo, mi padre, Salva, a sus 63 años, centrado en su trabajo de contable en una empresa de inversiones y pensando cada vez más en la jubilación, para así poder dedicarse a lo que más le gustaba, ver la televisión y hacer maquetas de barcos. Dos de las ocupaciones clásicas de los cornudos, como era su caso. Aunque yo, en aquellos momentos no tenía ni puta idea de eso. En cuanto a la pelandusca de Rocío, mi madre, yo seguía con la misma idea que tenía de ella cuando compartíamos vivienda. Era un cincuentona, 57 años, en concreto, que se conservaba relativamente bien para su edad: bajita, 1,56 m., con grandes tetas y una hermoso culazo. Una tía jamona, algo redondita por la edad, pero a la que, desde mi punto de vista, no le sobraba ni un gramo. Claro que, en aquellos tiempos no la veía en absoluto de ese modo. Se vestía con la ropa típica de las amas de casa del barrio lo que no incitaba precisamente a la lujuria, ni a nada parecido. De hecho, a mí nunca me había llamado la atención como mujer. ¡Joder, era mi madre…! Nunca habría sospechado que, por una serie de circunstancias se había convertido en un putón de cuidado. O quizá ya lo era antes de irme yo de casa, no lo sé. Bueno, a efectos de lo que voy a contar, tampoco es demasiado relevante saberlo.
Los cuatro años de ausencia del hogar donde había crecido, habían trastocado completamente la relación entre mis padres, aunque yo, evidentemente, en las breves visitas que les hacía, en Semana Santa, Navidad y un par de semanas en verano, cuando tenía vacaciones en el trabajo, no me daba cuenta de nada. Y, si he de ser sincero, creo que el pobre cornudo de papá tampoco. En fin, pobre diablillo…
Veo que no he mencionado mi nombre, me llamo Bruno, tengo 28 años y trabajo de ingeniero en una empresa de instalaciones desde hace cuatro años. Es un muy buen trabajo, bien pagado y bastante prestigioso. Lo conseguí nada más terminar la carrera en un auténtico golpe de suerte. El único hándicap fue que tuve que trasladarme a otra ciudad, a unos 600 km., de mi hogar y que es un empleo que me obliga a viajar mucho, por lo que, perdí bastante el contacto con mis antiguos amigos y con gran parte de mi familia. Sólo conservé la comunicación fluida con mis padres y con mi hermana mayor, Rosa de 30 años, que sigue viviendo en el barrio, aunque está casada y tiene dos niños, por lo que tampoco vive en el antiguo piso de mis padres. Aunque no está muy lejos de allí. Su casa está a unas dos manzanas y los ve con relativa frecuencia. Sobre todo para dejarle los críos a los abuelos para que hagan de canguro cuando quiere salir con su marido…
Creo que, tras el inevitable preámbulo, ha llegado el momento de entrar en harina y cómo fue que descubrí lo que estaba ocurriendo en casa de mis padres.
Todo comenzó con la boda de mi prima hace un par de semanas. Mi madre, hermana de la madre de Clara, mi prima, insistió lo que no está escrito para que acudiese a la ceremonia. Era un compromiso muy importante, patatín, patatán, etc. etc. Me dio tanto la chapa que, al final, no pude negarme y me quedé sin excusas para no acudir, ya que obligó a su sobrina a cambiar la fecha de la boda para que no pudiese escaquearme de ningún modo. ¡Mi gozo en un pozo!
Así que, aquí estaba, un viernes por la tarde, llegando a mi ciudad con ganas de que el fin de semana pasase volando y que la boda fuese lo más llevadera posible. Sinceramente, estas cosas me ponen de mala leche. Pero, bueno, pensé que, ya que estaba allí, no podía por menos que poner, al mal tiempo, buena cara y aceptar el suplicio con deportividad.
Lo dicho, llegué el viernes y la boda era el sábado por la tarde. Después banquete, baile, etc. etc.
Los dos estaban bastante entonados, tanto mi padre, como la zorrita de mi madre. Aunque el que se llevó la peor parte fue mi padre, que, además de no estar para conducir, se quedó medio frito en el coche. Fue extraño porque tampoco había bebido tanto, seguramente fue una reacción del alcohol combinado con la medicación que tomaba para la tensión.
Mi vieja por su parte, aunque había bebido bastante más que su adorado esposo, estaba en mejores condiciones. Borracha, claro, pero moderadamente lúcida. En cualquier caso no podría conducir, si hubiera tenido carnet, lo que no era el caso.
Así fue como con ayuda de mi madre, que era la menos perjudicada de los dos, metí al viejo medio grogi en la parte trasera de mi 4x4, medio tumbado, mientras mamá se acomodaba en el asiento del copiloto. Al final, había decidido acompañarlos a casa, dejando su coche allí, me sentía más cómodo llevando el mío y, además, al día siguiente por la tarde me tenía que largar a casa.
El trayecto, de una media hora, fue bastante tranquilo. A aquellas horas no había tráfico. En la parte de atrás del vehículo, mi padre roncaba plácidamente mientras yo rezaba porque no le diera por vomitar. A mi derecha, mi madre, bastante bolinga también, había abierto la ventanilla para ver si se despejaba un poco. No parecía con muchas ganas de hablar. Los dos se habían pasado tres pueblos comiendo y bebiendo, con la salvedad de que mi madre, además, se había dedicado a bailar y tontear con todo aquel que le tirase la caña. La guarrilla, incluso, había tenido una sospechosa desaparición en mitad de la fiesta, de la que volvió a la media hora, atusándose los cabellos. Con tanta gente, era difícil saber quien había sido el afortunado a la que le había chupado la polla o que había disfrutado de algún otro de sus encantos. Aunque, si he de ser sincero, esta sospecha es algo que tuve a posteriori. En aquel momento pensé que habría tenido un apretón o algo similar. Todavía ignoraba el nivel de puterío de mi progenitora.
El caso es que, bien mirado, no era de extrañar que a los tíos se les pusiera el rabo como el palo de la bandera viendo a mi vieja. Sobre todo con el vestidito que se había puesto para la boda y la fiesta. En la Iglesia todavía disimuló un poco, porque llevaba una chaquetita ligera que le tapaba algo las curvas, pero en la fiesta, cuando se la quitó, lució en todo su esplendor un ajustadísimo vestido de licra color burdeos que no dejaba nada a la imaginación. Parecía una Kardashian, algo más mayor, algo más bajita y algo más rolliza, pero tan empotrable como ellas. El puñetero vestido, que terminaba como una minifalda, no hacía más que levantarse y mostrar la mitad de las nalgas mientras bailaba o se agachaba junto a las mesas para coger alguna copa. Y, claro, como para no desentonar se había puesto un tanguita de hilo dental, mostraba su culazo en todo su esplendor. La buena mujer fue la comidilla de la fiesta. Para todo el mundo, menos para el pobre cornudo que andaba más preocupado llenando el buche, fumando puros, bebiendo y hablando de política con los compañeros de mesa que con las andanzas de su fiel y maravillosa esposa. Por mi parte, la actitud de mi madre que no me esperaba, me dejó bastante descolocado y me resultó muy incómoda. El tener que aguantar los comentarios maliciosos de amigos y familiares en plan «vaya, tú madre sí que se lo está pasando en grande, ¿eh?», dichos con toda la mala intención del mundo, me minaron bastante la moral y me hicieron desear desaparecer cuanto antes de la fiesta y volver a mi rutina habitual a cientos de kilómetros de allí.
Lo anterior no fue óbice para que mi instinto masculino prevaleciera sobre la moral y la polla se me pusiese en alerta un par de veces al contemplar el cuerpo rotundo y desinhibido de la jamona. Objetivamente, había unas cuantas tías que estaban bastante más buenas y eran más guapas que ella en la fiesta, pero ninguna era tan cachonda, estaba tan suelta y, por qué no decirlo, parecía tan fácil e iba buscando guerra como la puta de mi madre. Aunque en mi caso, al margen de las mencionadas punzadas de mi tranca, casi un acto reflejo, ni se me pasó por la cabeza hacer nada en absoluto. Todavía…
El caso es que el trayecto hacía casa, como ya he dicho, fue lo más plácido del mundo. Sin tráfico, con algo de música de fondo (la conversación, dado el estado de los viejos estaba descartada) y con el fresquito de la noche entrando por la ventanilla que había abierto mi madre, fue todo un placer.
Además, hubo algún aliciente añadido. Mi madre, como he dicho, se arrellanó en el asiento y el vestido ajustadísimo que llevaba, se le había quedado casi como un cinturón, cubriéndole justitas sus tetazas y, por debajo, subido por encima de los muslos, mostrándolos plenamente, hasta el inicio del tanga, un pequeño triángulo transparente que mostraba un coñito perfectamente depilado y muy, muy apetecible. Una mala distracción para un conductor. Menos mal que la iluminación de su cuerpo era intermitente por la escasez de farolas en el arcén. Mamá, con los ojos cerrados y la cabeza recostada sobre el asiento, dormitaba con la boquita abierta y de sus gruesos labios salía un pequeño hilito de saliva. El frío de la noche había erizado sus pezones que se marcaban perfectamente en el fino vestido. Además, mi santa madre, no había tenido a bien ponerse sujetador. Hacía medio año que se había operado las tetas. Las volvía a tener bastante firmes (a pesar de su tamaño) y tenía muchas ganas de lucirlas ante amigos y familiares.
Ahora sí que la polla se me puso en DEFCON 2, pero, imitando a Travolta/Vincent Vega, decidí planificar un buen pajote al llegar a casa tras acostar a la pareja feliz en lugar de complicarme la vida con la jamona que, a fin de cuentas, no dejaba de ser mi madre. Luego, como suele suceder, los planes se torcieron. Aunque esta vez fue para bien.
Al llegar a casa, desperté de un codazo a la guarrilla. Ésta, tras preguntar con la voz pastosa si habíamos llegado, salió del coche volviendo a colocarse el indómito y ajustado vestido que parecía tener vida propia.
Nos costó un huevo y parte del otro desalojar al gordinflón de su retiro en los asientos de atrás. Por un momento me planteé dejarlo allí para que durmiese la mona, pero descarté la opción por si acaso. No parecía que fuera a suceder, pero si vomitaba…
Estaba durmiendo plácidamente como un tronco y le costó alcanzar y mantener la verticalidad camino de casa. Con mi madre a un lado y yo al otro lo fuimos arrastrando al interior del chalet. Mi madre fue una ayuda bastante escasa, de hecho estaba casi como para que la arrastrasen a ella.
Al final, a rastras, llegamos al dormitorio matrimonial. Mi madre me dijo que lo tumbásemos y la quitásemos los zapatos, que no hacía falta desvestirlo. No me hice de rogar, así que lo dejé con mi madre, colocado en la cama mirando al techo, con la barriga moviéndose acompasadamente, en camisa y pantalones, con el cinturón desabrochado y en calcetines. Roncaba como un cerdo.
Mi madre me dio las gracias por la ayuda y se acercó a darme un besito antes de que abandonara la habitación. Fue un besito algo húmedo en la comisura de la boca. Olía a alcohol y tabaco. Aproveché la situación para arrimarme un poco y notar sus tetas, aún empitonadas contra mi cuerpo. No negaré que me resultó excitante. Excelente material para la paja que me iba a hacer en un ratito.
Mi habitación estaba al final de un pasillo. Era la habitación de siempre que todavía conservaba algunos posters de mi adolescencia y tenía mi mesa de estudio, con la bola del mundo y todo. No habían tocado nada desde que me fui. Mi cama también seguía siendo la misma. Una pequeña, individual, que tenía abajo una cama nido para cuando teníamos alguna visita o se quedaba algún amigo a dormir. Obviamente, la cama nido estaba en su sitio. No se esperaba a nadie.
Antes de acostarme fui al baño del pasillo y pude ver que todavía estaba encendida la luz de la habitación de mis padres. Se oían los ronquidos de viejo a través de la puerta y el sonido de la ducha que había en el lavabo en suite de su habitación. La putilla debía estar lavándose el chichi, pensé. Había perdido bastante el respeto por mi madre. No es que la tuviera en un altar, pero aquel día mi percepción se había modificado completamente.
Diez minutos después estaba en el catre, con la ventana abierta, hacía calor, y no me hizo falta echar mucha imaginación para entonarme. Estaba bastante cachondo con todo el show que había montado mi madre. Claro que era éticamente reprobable, pero, a fin de cuentas, una paja no es más que eso. Nadie se iba a enterar de quién era la protagonista de mis fantasías onanistas de aquel día.
En eso estaba, dándole al manubrio, cuando, despacito, se abrió la puerta. Paré la maniobra al instante. La luz del pasillo estaba encendida y, titubeante, pude ver que la figura de mi madre en el umbral. Vestía un camisón muy fino, casi transparente, sin sujetador ni bragas, y, al trasluz, se podía apreciar perfectamente su figura, las tetas firmes, los muslos gruesos y el coñito mondo y lirondo.
Su voz, carraspeando, lanzó la típica pregunta retórica:
—¿Estás despierto, Bruno?
—Ahora sí —respondí en un tono algo borde.
—¿Puedo dormir aquí? Es que tu padre parece una locomotora. No te puedes imaginar cómo ronca.
Mientras calibraba la petición que acababa de hacerme mi cachonda progenitora y con la polla todavía tiesa, decidí tantear el terreno.
—Sí, bueno… ¿qué hacemos? Saco la cama de abajo…
—No, no, que va. No hace falta. Nos apretamos y ya está —¡Bingo!
—Bueno, como quieras —contesté—. Apaga la luz del pasillo, anda.
La jamona se giró para cerrar el interruptor y me proporcionó una perfecta panorámica de su pandero. Un culo gordo y rotundo, perfecto para palmear.
Después, entró en silencio, cerró la puerta y se acercó a tientas a la cama. Yo había levantado la sábana para invitarla.
Era inevitable estar en contacto, por lo que ella en seguida percibió que no llevaba los calzoncillos, aunque no hizo ningún comentario. Todavía no había notado cómo estaba mi polla de dura. Por mi parte, lo primero que noté fue el olor a gel y a su cuerpo recién duchado. Fue muy agradable.
No costó mucho encontrar la postura. Tampoco había muchas opciones. Me giré hacia la pared para darle la espalda y ella hizo lo propio hacia el otro lado. Noté, al instante el calorcillo de su culo a través del fino camisón.
Pasaron unos minutos y no acababa de oírse el ruido de respiración acompasada que suelen tener las personas cuando duermen, señal de que ninguno de los dos acababa de conciliar el sueño.
Seguía con el rabo duro, la paja se había frustrado. Estaba claro que, algo tenía que hacer, sopesé la posibilidad de ir al lavabo y cascármela para tranquilizarme. Sabía que si no me corría era imposible que me durmiera. Pero para ir al baño tenía que pasar por encima de mi madre. De modo que empecé a girarme despacio antes de salir de la cama.
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