El mundo como lo conocíamos llegó a su fin sin que nadie pudiera anticiparse.
Un nuevo virus tomó por sorpresa a todos. No hubo tiempo de descubrir su origen ni de echar culpas. En poco menos de cinco meses, el 97% de la población mundial pereció.
Los pocos que éramos inmunes nos sentíamos benditos y malditos al mismo tiempo. Sí, la peste no podía afectarnos. Pero todo lo demás sí. Pronto me di cuenta de que nada era como lo habían sugerido las películas como Mad Max. No hacían falta bandas de asesinos locos vistiendo cuero y andando en motocicletas. Con la cruel naturaleza ya alcanzaba. El mundo se había vuelto un lugar muy peligroso.
Mi madre y yo huimos de nuestra casa cuando un incendio arrasó con el pueblo donde vivíamos. Ya no había bomberos que pudieran apagarlo.
Nuestro derrotero nos llevó a recorrer gran parte del continente europeo, hasta llegar a lo que antes había sido conocido como Grecia. Allí, nos enteramos de que corría el rumor de que en el Caribe existía una colonia donde estaban reuniéndose todos los sobrevivientes del mundo. Con mamá juzgamos que era nuestra mejor posibilidad de supervivencia a largo plazo y decidimos unirnos a la expedición.
Para llegar, iríamos en un pequeño crucero llamado Ventura. ¿El problema? De las casi trescientas personas allí reunidas, solamente tres tenían conocimientos de navegación. Y eran conocimientos más bien escasos. Todos rezamos para que fueran suficientes como para llegar a destino.
Una vez dejamos atrás el mar Mediterráneo, el Ventura se desvió de curso hacia el sur. Decidimos ir a toda velocidad hacia el puerto más cercano a reaprovisionarnos. Teníamos suficiente combustible, comida y agua, pero no podíamos tentar a la mala suerte.
Como si no contáramos ya con suficientes calamidades, una terrible tormenta nos sorprendió justo cuando se avizoraba a lo lejos un pequeño promontorio. Fue demasiado para el navío y su improvisada tripulación.
Nunca había estado en un barco antes. Simplemente nunca se había dado la oportunidad. Y nunca los había considerado peligrosos. Los naufragios eran cosa del pasado. Para barcos de madera o anteriores a la invención del radar y los teléfonos satelitales. Ahora había accidentes aéreos. Ésas eran las tragedias de la era moderna. O accidentes automovilísticos. Oh, y los trenes todavía descarrilaban, también. Cualquier cosa menos barcos que se hunden.
Pero el Ventura naufragó.
~~~
-¡Ignacio!
Una mano sacudió mi hombro. Mis ojos se abrieron. Me ardían por el agua salada y la luz del sol brillante. Rodé sobre mi costado. Mi estómago se convulsionó cuando expulsé toda el agua que había tragado. La mano aún permanecía sujetando mi hombro y ahora una cabeza bloqueaba el sol brillante.
-Ignacio, ¿estás bien?
-¿Qué…? –murmuré. Mi voz era un hilo, pero parecía suficiente para mi madre, que dejó escapar un suspiro de alivio. Apoyó la cabeza en mi hombro al abrazarme. A pesar de la situación, sentí sus generosas tetas apretándose contra mi cuerpo, cosa que ayudó a despabilarme.
Mientras me recuperaba, me senté. Mi cabeza daba vueltas. Estábamos en una playa oscura. A cada lado, nada más que arena. Tierra adentro había un espeso bosque con un cerro a lo lejos que apenas se elevaba unos metros por encima de la línea de árboles. ¿Dónde estábamos? Antes del naufragio, el improvisado capitán del barco nos había anunciado que estábamos cerca de la costa atlántica de América del Sur.
-¡Gracias a Dios que estás vivo! –exclamó mamá-. Te arrastré a la orilla, pero... Pero no te despertabas.
Débilmente palmeé su brazo.
-¿Dónde estamos?
Se puso de pie y miró a su alrededor.
-No lo sé...
-¿Alguien más sobrevivió?
Miró hacia el mar, hacia el horizonte vacío.
-No he visto a nadie más. Y nadé bastante para llegar aquí.
Me quedé quieto y en silencio. Tenía suerte de estar vivo. Aunque, ¿encontraríamos a alguien más aquí? ¿Alguien nos encontraría?
-Deberíamos ver qué hay por aquí, supongo... –dijo, ofreciéndome una mano-. ¿Estás bien, puedes pararte?
-Sí, estaré bien –dije, todavía recuperando el aliento. Tomé su mano y me puse de pie. Sentí la arena caliente entre los dedos de mis pies. Mi calzado debió haber desaparecido cuando me sumergí. Mamá también estaba descalza. Le había pasado lo mismo, supuse. O puede que se lo hubiera quitado para nadar mejor. La única prenda que vestía era una sudadera naranja y pantalones de jean cortos. Nuestras mochilas, en las que llevábamos toda nuestra ropa, habían quedado a bordo del Ventura. Lo único que mamá había atinado a llevar consigo cuando saltó del barco era un pequeño bolso deportivo que contenía bragas, calzoncillos, medias y, en un bolsillo impermeable, un encendedor, fósforos, un frasquito de alcohol, apósitos y nuestros documentos.
Caminamos hacia el bosque lentamente. Nuestros pies encontraron entonces tierra, palos y rocas. Hice una mueca cada vez que mi pie tocaba algo afilado, pero no parecía molestar a mamá. Podía escuchar el canto de pájaros en los árboles. Pensé ingenuamente que, si ellos podían sobrevivir aquí, con algo de suerte nosotros también podríamos.
A la sombra, mi ropa se sentía mucho más húmeda. Me rodeé con los brazos para no temblar, saboreando el calor de los rayos del sol que atravesaban la frondosa vegetación.
Eventualmente nos topamos con la ladera de una colina. Mientras la subíamos, encontramos una abertura.
-Ten cuidado –le advertí a mamá cuando entró. La abertura era bastante amplia. Su interior era una pequeña choza perfecta para nuestra situación actual.
Mamá inspeccionó cada rincón antes de regresar.
-Parece un buen lugar para pasar la noche.
-¿En serio…? –Hice una mueca ante la idea, pero sabía que ella tenía razón. –¿Qué hay de, ya sabes, buscar aviones o barcos que pasen por aquí?
-Podemos montar algo en la playa para eso. Necesitamos un lugar seguro para dormir esta noche. Sobre todo, algo que nos proteja de la intemperie si es que llueve.
-Bueno, bueno, tienes razón. Debería poner menos objeciones y hacerle caso a la adulta responsable aquí –dije, soltando una pequeña risita.
Mamá estaba pensando con claridad, tomando decisiones 100% racionales. Sentí que debía ponerme a la altura de las circunstancias y quitarle parte del peso de la responsabilidad de hacerse cargo de mí. Era un adolescente, sí, pero en este nuevo y salvaje mundo, ya era mi deber comportarme como un hombre.
-Muy bien –dije, dejando de estar encorvado y con los brazos cruzados por el frío-. También deberíamos buscar comida y agua.
-Sí, buena idea, hijo.
A pesar de lo angustiante de la situación, no pude evitar sonreírle.
-Te ves tan calmada y despreocupada. Supongo que todo esto que está pasando está sacando a flote las cualidades ocultas de todos.
-Yo era bastante aventurera antes de que nacieras, mi amor.
~~~
Colocamos un cartel en la playa que decía 'SOS' escrito con rocas. Aunque, con cada día que pasaba, nos pareció menos y menos probable que alguien viniera. A la semana, nos aventuramos bosque adentro y, luego de caminar poco más de una hora, encontramos una vieja casa a unos cien metros de donde dejaban de crecer los árboles. Consistía en un salón comedor bien amplio -con chimenea y cocina- un dormitorio con cama matrimonial y un baño, nada más. No había nadie. No obstante, no hubiera apostado a que se tratara de una propiedad abandonada. Estaba demasiado limpia y ordenada. Había además ropa y calzado en los dormitorios y unos cuantos víveres en la despensa de la cocina, detalle que sugería que el lugar había estado habitado hasta hacía relativamente poco. Mamá sugirió que se trataba de una finca, o casa de fin de semana. Yo, sin poder domar mi pesimismo, imaginé que los dueños sí habían estado allí, pero no habían sobrevivido por algún motivo.
Sea cual fuera la verdad, allí nos instalamos. En un parpadeo, pasó un mes. Nunca se nos pasó por la cabeza irnos. Tampoco aparecieron los ocupantes de la casa. Nuestras primeras noches las pasamos haciendo guardia, atentos a cualquier señal de bandidos o animales salvajes, pero pronto nos sentimos seguros y adquirimos confianza. Un domingo, salimos a explorar los alrededores y encontramos a pocos kilómetros otra propiedad que no consistía en una vivienda, sino en depósitos. Llevamos todo lo que pudimos en una carretilla que había allí y pronto ese lugar se convirtió en nuestro “supermercado”.
Cerca también hallamos un arroyo de aguas cristalinas, algo que nos salvaba del problema que enfrentaríamos cuando eventualmente se terminaran los bidones de agua que había en las alacenas. Con eso teníamos todo lo que necesitábamos para sobrevivir por lo menos un buen tiempo.
Nos adaptamos a nuestras nuevas circunstancias con rapidez. Los alrededores pronto se nos hicieron familiares. Mamá conjeturaba que quizás estábamos en una zona de granjas.
Si bien habíamos encontrado calzado en el dormitorio de la casa, solíamos ir descalzos. Nuestros pies se volvían más resistentes con cada caminata.
Incluso empezamos a recolectar frutas de árboles que crecían no muy lejos. A veces bromeaba y decía que nos estábamos convirtiendo en verdaderos salvajes.
Sin embargo, había una parte de mi antiguo yo que se negaba a cambiar…
Antes de que el virus hiciera su debut y mi principal y única preocupación fuera sobrevivir junto con mi mamá, mis hormonas vivían alborotadas. No me refiero a la excitación sexual propia de la adolescencia. Creo que mi caso era inusual. Me costaba horrores no masturbarme cuando sentía la necesidad de hacerlo. No podía dormir sin antes pajearme. De hecho, algunas noches de excitación extrema había llegado a hacerme siete u ocho pajas como si nada.
Quizás era triste, pero lo cierto es que lo que más extrañaba del mundo de antes era la bendita pornografía de internet.
Entonces, luego de varios días viviendo al fin tranquilo en la casa, mi libido se reactivó. Con poco que hacer o entretener mi mente, a menudo me encontraba fantaseando despierto.
Una mañana, regresé y coloqué en la mesa del comedor las naranjas que había estado recogiendo. Mamá no estaba a la vista. Seguramente había ido a los depósitos a traer más víveres, porque la carretilla tampoco estaba. “Excelente”, pensé. Salí de la casa y fui a donde comenzaba el bosque. Encontré un lugar rodeado de arbustos. Después de una inspección rápida para asegurarme de que fuera seguro, me desabroché los pantalones y me los bajé junto con el calzoncillo.
Mi verga ya estaba morcillona. No perdí tiempo y comencé una paja suave, rememorando una película porno. Un leve gemido se me escapó. Mi herramienta por fin recibía atención. Me quité la camisa que llevaba y la usé para sentarme en el suelo. Continué con la paja.
Mientras bombeaba con una mano, con la otra acariciaba mis huevos. No, no eran mis manos, sino las de Paulina, mi compañera de escuela que más me gustaba. Una hermosa rubia de ojos verdes, con tetas pequeñas, sí, pero con un culo de campeonato que acaparaba las miradas de cualquiera que se cruzara en su camino. Mis jadeos se hicieron más fuertes y rápidos mientras mi mano se apresuraba. Con una última sacudida, mis piernas temblaron y se retorcieron y sentí un potente orgasmo. No pude verla, pero sentí que solté una gran cantidad de leche. Mi placer así lo indicaba.
Cuando mi respiración volvió a la normalidad, abrí los ojos para ver el cielo azul a través de la vegetación que me cubría. Mi mano estaba empapada de lefa y mi ropa estaba cubierta de tierra. Me acerqué a uno de los arbustos y me limpié la mano en él.
Mientras lo hacía, escuché el chasquido de una ramita cerca. Me sobresalté con una sacudida. ¿Había un animal cerca? ¿O alguien?
Oí el sonido de alguien corriendo. Me arrastré de rodillas y miré a través del arbusto. La inconfundible espalda pálida de mi madre se podía ver mientras iba corriendo hacia la casa.
-¡No puede ser! –dije, sujetándome la cabeza con mis manos. ¿Me había visto? ¿Me había oído?
Me subí el calzoncillo y los pantalones y me abotoné la camisa. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué había que hacer? Esconderme de ella, ahogándome en la humillación, no era una solución verdadera.
Con un suspiro, abandoné mi escondite y regresé a la casa.
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Eventualmente, tuvimos una conversación, y transcurrió lo mejor que pudo. Sí, mamá me había visto mientras me hacía la paja. No tuve el coraje de entrar en detalles sobre lo que había sucedido. Me tranquilizó, eso sí, que me asegurara que no estaba enojada. Por mi parte, le hice saber que, si bien estaba avergonzado, tampoco estaba enojado con ella.
Parecía que todo estaba bien. No obstante, los siguientes días la sorprendí espiándome un par de veces mientras me masturbaba. No pude evitar sentirme un poco molesto. Mi libido volvía a ser “normal” después de sobrevivir al puto fin del mundo. Después de todo el horror que vivimos, ¿no tenía derecho a darme un minúsculo gusto? Entonces se me ocurrió que quizás ella también estaba frustrada sexualmente, y haberme visto masturbándome sólo habría empeorado su situación. Mamá también era humana.
Poco después ocurrió algo que volvería las cosas aún más difíciles.
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Una mañana, cuando yo había ido al mar a probar suerte con la pesca, mami exploró los alrededores para recolectar algunas frutas. No sé qué le pasó por la cabeza, pero ese día se sintió especialmente aventurera y fue mucho más allá de donde solía buscar comida. Me había mencionado que le había parecido ver unos árboles frutales más o menos cerca de los limoneros que habíamos descubierto en una de nuestras primeras expediciones y tenía curiosidad por verlos. Cruzaba los dedos para que fueran árboles de mangos.
Para llegar allí, había que atravesar un terreno irregular, con desniveles traicioneros y zanjas y numerosos arbustos, algunos de los cuales eran espinosos. Cuando estaba a mitad de camino, mamá pensó que sería muy poco práctico tratar de llevar la fruta de vuelta. Pero si ya había llegado hasta ahí, no iba a echarse hacia atrás. Según ella, “necesitaba sentirse útil”.
Obviamente, le ocurrió un accidente. Mamá dio un paso en falso justo antes de bajar una pendiente y rodó por ella antes de estrellarse contra unos arbustos de zarzas. Afortunadamente, no había sido una caída muy larga. De hecho, los arbustos habían amortiguado el descenso. Le quedaron las piernas y, sobre todo, los brazos cubiertos de raspones.
El mayor daño lo había recibido su ropa. La peor parte se la habían llevado las prendas superiores. Estaban arruinada, incluido su sostén. Y era lo único que tenía. Toda la ropa que habíamos encontrado hasta ahora -que no era mucha- era de hombre y muy holgada. De hecho, ni yo podía usarla a menos que le redujera el talle, pero no tenía ni las herramientas necesarias ni la más mínima idea de costura. Mamá tampoco. “¡Cómo extraño nuestras mochilas!”, pensé.
Miré a mamá, de pie en la sala, cubriendo sus tetas con los brazos, mientras me contaba lo ocurrido.
Luego de ayudar a mamá a desinfectar sus heridas y ponerle apósitos en sus cortes más graves, le di una camisa de hombre blanca para que usara provisoriamente. Me senté y pensé. Era verano, los días estaban siendo calurosos y pasaría un buen tiempo hasta que necesitáramos ir a buscar ropa abrigada. Yo iba sin camisa la mayor parte del tiempo, ¿realmente sería tan extraño para mamá ir de la misma forma? A fin de cuentas, sólo era mi madre. Tal vez podría funcionar.
¿A quién engañaba? Ver a mamá semidesnuda todo el día seguramente me terminaría volviéndome loco. ¡Es que ver un par de pechos en persona después de meses sin ver ninguno volvería loco a cualquier hombre en su sano juicio! Para que se den una idea de mi grado de turbación, ¡mi madre era bastante parecida a la actriz porno Monica Orsini (aunque con curvas un poco más pronunciadas)! ¡Nunca me acostumbraría a verla semidesnuda!
Me puse de pie. Mamá acomodaba cosas en la cocina. Con cada movimiento que hacía, la camisa se le abría, de forma que sus tetas quedaban a la vista…
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Los siguientes días fueron duros. Debía hacer un esfuerzo especial por mantener mis ojos lejos de los pechos de mi madre. A veces sólo era necesario apenas un atisbo de su desnudez para que mi verga despertara y una carpa imposible de disimular creciera en mis pantalones. Para colmo de males, solía pescarla haciendo quehaceres en posiciones que sólo empeoraban todo: agachada, con el culo en pompa, acostada con las piernas abiertas... Me pajeaba dos veces al día para mantener mi libido a raya, pero a veces eso simplemente no bastaba.
Se sentía horrible hacerle pasar por esto. Cruzaba los dedos para que el tiempo transcurriera y pudiera acostumbrarme a verla así y que las cosas volvieran a la normalidad.
No es que ella anduviera exhibiéndose sin ningún atisbo de recato. Es sólo que era imposible ocultar por completo su anatomía al usar esa camisa holgada. Mi mente adolescente hacía el resto. Y mis tremendas erecciones simplemente sucedían.
Tiempo después, y con bastante alcohol de por medio, mamá me confesó entre risotadas que algunas veces me provocaba a propósito para divertirse.
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Una noche, me encontraba acostado en el sofá cama del salón sin poder conciliar el sueño. Comencé a tocarme. Una buena paja era lo que necesitaba para dormirme.
Entonces, como un gato avanzando en silencio hacia un ratón, mamá se acercó hacia mí. Alcancé a escuchar sus pisadas, muy tarde, cuando ya la tenía a mi lado y me resultaba imposible disimular mi situación.
-Hola… – susurró, arrodillándose junto al sofá cama.
Me congelé. Traté de cubrir mi entrepierna mientras fingía estar dormido.
Mis ojos se abrieron como platas cuando sus dedos tocaron ligeramente los míos.
-No digas nada –susurró antes de que pudiera decir algo.
Quitó mis manos de donde estaban y mi verga se levantó de un salto. Gotitas de líquido preseminal brillaban en mi glande a la luz de la luna que entraba por uno de los ventanales. Mamá envolvió mi instrumento con sus dedos. Pensé que mi corazón iba a romper mi pecho de tan fuerte que comenzó a latir. Mamá usó su otra mano para tomar una de las mías y colocarla sobre una de sus tetas. Por unos instantes, vacilé, pero mi instinto me hizo perder toda duda, y comencé a sentir y explorar el cuerpo de esa hembra tan hermosa que tenía a mi lado.
Podía sentir que mi verga crecía y se endurecía aún más. ¡Esto era lo que deseaba inconscientemente desde hacía semanas! Todos esos días mirándole las tetas a mamá sin poder tocarlas…
Mamá comenzó a masturbarme, sintiendo placer en cada milímetro de piel que ella tocaba. Sus pechos se sacudían mientras su mano se movía arriba y abajo. Pellizqué y tiré de sus pezones, haciendo que se mordiera los labios y contuviera la respiración para no dejar escapar los gemidos que llenaban su boca. Pronto, mi respiración se volvió pesada y mis caderas se movieron junto con la mano de mamá.
La corrida no se hizo esperar.
Una más que considerable cantidad de leche brotó de mi verga. Los primeros tres chorros salieron con tanta fuerza, que volaron hasta caer en mi cuello. Luego, seguí eyaculando, aunque con menos fuerza.
-Oh, mi pobre bebé –dijo mamá-. Te hacía mucha falta, ¿no?
Finalmente, mi pito se detuvo. Seguí haciéndole caricias a sus pechos, aunque ya sin pulso firme. Pasados unos minutos, se inclinó y me besó la frente.
-Como dice el dicho, “una madre sabe”, mi cielo –fue lo único que dijo antes de regresar a su cama.
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Todo adolescente necesita un escape para sus necesidades sexuales. Antes del fin del mundo, me la pasaba viendo películas porno y fantaseaba con los cuerpos de las hembras que participaban en ellas. Ahora no tenía nada de eso. Internet había pasado a la historia -y tenía la certeza de que pasarían muchos años para que volviera-. Todo lo que tenía era mi madre. Era la única mujer en mi vida. Y todo lo que deseaba de las mujeres, mi madre lo tenía. Sus pechos. Sus muslos. Su culo. Su cintura. Cada curva de su cuerpo me tentaba. Ni hablar de la sensación de su mano en mi verga. El suave tacto de sus pechos. O el fuerte olor de mi semen caliente mientras explotaba gracias a que ella me había hecho eyacular.
Empezaba a preguntarme si seguía viéndola como mi progenitora o ya simplemente como una hembra más. Era confuso. Por un lado, la constante atracción. Por el otro, el conocimiento de que era mi madre.
Mamá luego me confesaría que la línea también estaba desdibujada para para ella.
Adoptamos un nuevo hábito: todas las noches, antes de dormirnos, mamá venía y me acariciaba hasta el orgasmo. Por mi parte, acariciaba y jugaba con sus pechos. Nunca lo discutimos formalmente. Simplemente supimos que era lo mejor. Sí, sabíamos que éramos madre e hijo, pero nuestros cuerpos eran sólo cuerpos. Necesitaba el cuerpo de una hembra tanto como ella necesitaba el de un hombre. Y si los dos teníamos lo que el otro necesitaba, ¿por qué negárnoslo?
No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a explorar entre sus piernas mientras me acariciaba. Mami no protestó, incluso me ayudó a quitarle sus pantalones cortos.
Gimió cuando mis dedos comenzaron a explorar las profundidades de su velluda cueva. Se deslizaban con facilidad por las empapadas paredes vaginales. Estaba en celo. Teníamos la pasión por las nubes.
Una noche, mientras metía y sacaba los dedos en su interior, su cabeza bajó más y más hasta que su cálido aliento me hizo cosquillas en la punta de la verga. Luego de vencer una débil resistencia moral, se la metió en la boca, sofocando sus gemidos. Chupó, lamió y besó mi instrumento.
No dejé de mover mis dedos. Fui más profundo y más rápido. El ritmo sólo vacilaba cada vez que su mamada tocaba un buen nervio.
Mucho más rápido que con una paja, eyaculé. El primer chorro salió disparado en su boca. Lo siguieron otros chorros, igualmente calientes, espesos y viscosos. Fue una corrida bestial. Comparable a la de la primera noche. Hilos de leche colgaban de su labio inferior y de su barbilla. Abrió la boca y me mostró el resto de mi corrida antes de tragarla. Recogió entonces los restos que tenía en la barbilla. Después de eso, volvió a inclinarse sobre mi pito, que se desinflaba lentamente, y ordeñó las últimas gotas con leves succiones.
Seguimos así hasta bien entrado el otoño. Sin embargo, todavía faltaba algo. Todavía estábamos conteniendo ciertos deseos.
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Una fría noche de lluvia, mientras mi madre me hacía una mamada, se nos hizo evidente. Mis dedos simplemente no eran suficientes. Necesitaba más. Sólo estaba tratando de engañarse a sí misma al permitir que mi miembro entrara en ella sólo por la boca.
Levantó la cabeza y me miró a los ojos, hilos de saliva aún nos conectaban.
-¿Qué pasa? –pregunté, notando su vacilación.
Sin decir ni una palabra, se sentó y lanzó una pierna sobre mí para sentarse a horcajadas sobre mis caderas. Tragué saliva mientras la miraba guiar mi verga a su cueva. Su coño. Mi hogar. El lugar de donde vine. De donde había salido hacía casi dieciséis años.
Mi glande atravesó sus labios vaginales y se deslizó con suma facilidad.
-¡Dios, qué grande! –dijo mamá, luego de soltar un profundo gemido-. No tenía idea de que se sentiría así por dentro. ¡Mierda, es perfecta, carajo!
Solté un suspiro de satisfacción cuando mi glande tocó fondo, acariciando el cuello uterino. Encajamos perfectamente. Como estaba destinado a ser.
-Avísame antes de correrte, mi vida –dijo mamá, entre sentones.
Se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre mí, sintiendo cada uno de los diecisiete centímetros de verga deslizándose dentro y fuera de ella. Cada centímetro de la polla de su propio hijo. A pesar de lo mucho que había cambiado nuestra relación, todavía se sentía tan sucio pensar en eso… Una madre y un hijo conectados en una unión íntima. Iba contra la naturaleza. Y, sin embargo, la naturaleza nos había traído hasta aquí. Nuestros impulsos eran demasiado fuertes para ignorarlos.
Estiré mis manos y agarré sus pechos bamboleantes, amasándolos y masajeándolos. No había duda en mi mente de que ella quería esto tanto como yo. Estaba mojada como una catarata y yo estaba duro como una piedra dentro de ella. El fuego de la chimenea ardía tenue mientras nos apareábamos como animales. Nuestros gemidos y el ruido de nuestros cuerpos chocando resonaban juntos en un remolino de lujuria incestuosa desenfrenada.
Los jadeos de mamá se hicieron más fuertes y más desesperados a medida que se acercaba al orgasmo. Pensar que hacía apenas unas semanas me había sentido tan avergonzado al descubrir que me había sorprendido masturbándome… Ahora no me importaba que me viera siendo un guarro.
Mamá se estremeció cuando el orgasmo explotó en su interior. Dejó escapar un grito que seguramente asustó a los pájaros en la noche. Mi verga se convulsionó en su coño, atrayendo su cuerpo hacia mí en un abrazo de oso.
-¡Mierda! ¡Me voy a correr! ¡Mamá! ¡Voy a correrme! –grité.
Con piernas temblorosas, se separó de mí justo cuando mi verga estalló. Lancé potentes y pegajosos chorros de leche que le salpicaron el estómago. Ella se derrumbó sobre mí. Sus piernas temblaban.
Mientras me daba besitos llenos de amor maternal y me lamía el lóbulo de mi oreja, me dijo que quería más, que sentía como si le hubieran robado su orgasmo. Quería correrse, y que mi herramienta permaneciera dentro de ella, bien profundo, mientras sentía todos y cada uno de los embates de las olas de placer orgásmico.
-Pero es mejor prevenir que lamentar –concluyó-. Ni siquiera tenemos condones.
Me incorporé y le lancé una mirada. Algo se notaba diferente. No era la mirada de un hijo mirando a su madre. Tampoco era como las miradas furtivas llenas de lujuria que no podía evitar de cuando perdió su ropa. Sentí que era una mirada de amante.
-Eso fue increíble –dije.
Mamá comenzó a recoger el semen de su estómago con su dedo anular.
-También lo fue para mí –dijo, lamiendo su dedo, saboreando mi semen-. Realmente necesitaba esto. No eres el único que se pone cachondo.
Mi sonrisa creció a la tenue luz del fuego.
-¿Podemos hacer esto de nuevo?
Mamá recogió una última gota de semen que se escapaba de la cabeza de mi verga y se la llevó a la boca.
-Tan a menudo como quieras. Te amo, hijo.
Éramos madre e hijo, sí, pero también éramos amantes. Para mi deleite, una pared pareció derrumbarse entre nosotros. Los días de dormir separados acabaron. Ahora compartíamos la cama matrimonial de la habitación. Nos volvimos mucho más abiertos sobre nuestra sexualidad, sin miedo a hablar en profundidad sobre nuestro propio cuerpo y el del otro. No dudaba en exclamar lo bien que se veía su culo en sus ajustados (y ajados) pantalones cortos de jean, lo mucho que se parecía a la actriz porno Monica Orsini (y la cantidad de pajas que le había dedicado), lo cautivantes que me resultaban sus piernas, o le contaba en detalle cuánto amaba la forma en que sus tetas rebotaban mientras caminábamos. Mis hormonas explosivas ayudaban a que siempre la encontrara sexy y se me ocurriera algo guarro para decirle. Mamá siempre respondía con una risita pícara. Ella, por su parte, me comentaba que le encantaba lo musculoso que me estaba poniendo, mientras pasaba sus manos sobre mi torso mientras yacíamos juntos por la noche. También hacía comentarios sobre el sabor de mi semen y cómo mi dieta lo modificaba.
Sentía que me había convertido en un hombre cuando hundí mi herramienta en su cueva velluda de hembra hecha y derecha.
Ya no existía la necesidad de privacidad si tenía una erección: las exhibía con orgullo. Mamá incluso se sentía halagada al ver lo que me provocaba. Mis hormonas adolescentes eran demasiado potentes como para ser ignoradas por completo, así que cada vez que se ponían en funcionamiento, dejaba de hacer lo que estaba haciendo y me dedicaba a darme placer. Algunas veces (mayormente cuando me encontraba solo) me pajeaba. Pero si mamá estaba cerca, anunciaba mis intenciones con un beso de lengua bien profundo y la llevaba de la mano a algún lugar cómodo para montarla. Mamá, si estaba de humor (y casi siempre lo estaba), se dejaba hacer. Le encantaba.
Por supuesto, y aunque me costara un triunfo, nunca eyaculaba dentro de mamá. Eso aún era un tabú.
Recordaba haber visto hacía años un documental sobre prisioneros de guerra. Lo que más me impresionó fue el testimonio de un veterano del ejército de EE.UU que había sido capturado y hecho cautivo durante un largo tiempo. Según él, en situaciones de elevado estrés, lo primero en desaparecer de la mente era el deseo sexual. Entonces, si mamá y yo nos estábamos sintiendo tan cachondos todo el tiempo, eso significaba que ya estábamos recuperados del trauma que habíamos atravesado.
Habíamos llegado a un estado de casi perfección. Todo lo que posiblemente podíamos desear en este nuevo mundo que habitábamos, lo teníamos.
Y así, llegó el día en que dimos el último paso.
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Una mañana, unos nueve meses luego de que penetrara a mi mamá por primera vez, estábamos recogiendo naranjas. Mamá se había agachado para recoger algunas naranjas que ya se habían caído, ofreciéndome una maravillosa vista de su culo apenas cubierto por su cada vez más ajado pantalón corto. Ésta era la única prenda de vestir que llevaba, ya que el día era caluroso y húmedo. Sus pechos colgaban libres. Dios, qué hembra…
-¡Mamita! ¡Qué talento tienes para tentarme! –dije.
-¿Qué? –respondió. Sonrió cuando advirtió que mi verga estaba tensando mis pantalones. Lanzó una risita, mirándome con esa mezcla de picardía y amor maternal que tanto me provocaba. Sacudió su culo, cual bailarina de cabaret.
-¡Ay! –me quejé, un poquito adolorido. Metí la mano en mis pantalones y reacomodé mi pene. Cuando retiré la mano, mi glande sobresalía unos tres centímetros por encima de la línea del cinturón.
-Tal vez deberías dejar de usar pantalones por completo –sugirió mamá-. Estarías más cómodo sin ellos.
Algo de razón tenía. Mi verga sufría dentro de mis pantalones de jean cada vez que se endurecía. Había crecido un poco, llegando ahora casi a los diecinueve centímetros una vez que alcanzaba su máximo esplendor. Y simplemente, no había suficiente espacio. A veces me estremecía de dolor cuando quedaba en un mal ángulo.
-Estoy bien, mamá. Esto tiene fácil solución, je... –dije, frotando la brillante cabeza de mi verga con el pulgar.
Hacía no mucho tiempo, en un mundo con preceptos y convenciones muy distintos, el cuadro (yo, de pie allí con mi instrumento sobresaliendo de mis pantalones; y, a pocos metros, mi madre en cuatro patas, con sus velludos coño y culo expuestos en toda su gloria ante mí) hubiera sido algo extraño, incluso grotesco. Ahora, sin embargo, formaba parte de la cotidianeidad para nosotros. Que le pidiera sexo para saciar un impulso se había vuelto tan natural como pedirme comida para saciar su hambre.
-Pero si no te apetece ahora mismo, lo entiendo. Hace mucho calor. Puedo hacerme una paja. Te prometo que no tardaré.
-¡Espera! –me llamó mamá cuando me di la vuelta para buscar un lugar donde sentarme-. No vas a dejar sola a tu pobre madre mientras te diviertes, ¿verdad? Ven aquí, yo también tengo mis necesidades.
-Oh… Qué bien… –tartamudeé-. Perdón, no pensé...
-¿Qué te dije sobre mi deseo sexual? –dijo, mientras se quitaba sus pantalones cortos y las bragas-. Por ti, siempre estoy cachonda, cariño. Te amo.
No necesitaba más incitaciones. Me quité los pantalones y el calzoncillo y me uní a ella en un apasionado beso de lengua. Luego de unos minutos de intenso morreo, mamá tendió nuestra ropa en el suelo y se acostó sobre ella con las piernas abiertas de par en par. Su cueva goteaba de emoción, invitándome a entrar. Me metí entre sus piernas y aferré su cintura, guiando mi pito hacia ella. Entré como un cuchillo cortando mantequilla tibia. Solté un largo suspiro cuando di en el blanco.
Di un profundo empujón. Las paredes internas del coño de mamá me recibieron con gusto, como de costumbre. Saboreé esa sensación maravillosa unos segundos. Luego, me tocó embestir con entusiasmo. Con cada choque de nuestros cuerpos cargados de lujuria, mis bolas golpeaban el culo de mamá. Los sonidos que producíamos eran más animalescos que humanos.
-¡Oh, mierda! ¡OH, MIERDA, SÍ! –aullé, hecho una bestia.
Mamá envolvió mis caderas con sus piernas carnosas y bien formadas, atrayéndome más profundamente hacia su interior. Mi verga presionaba contra su cuello uterino con cada embestida, queriendo entrar aún más profundamente en sus rincones prohibidos de mujer.
-¡Sí! ¡SÍ! ¡ASÍ, IGNACIO! ¡ASÍ! ¡Haz gozar a tu madre! ¡Hazme tuya!
Aumenté el ritmo. Me encantaba mostrarme rudo y dominante con mami. Me la estaba follando como un toro.
Había sido tan estúpido al rechazar mis instintos, perdí tanto tiempo... Deseaba a mi madre tanto como ahora… ¡Desde siempre! O, por lo menos, desde que empezaron a morir personas a raudales y me di cuenta de que, en el mundo devastado, probablemente sólo la tendría a ella y ella sólo me tendría a mí. Podríamos haber estado haciendo el amor desde hace tanto... Quién sabe, tal vez podríamos habernos convertido en amantes hacía años.
-¡Oh! ¡Oh, mamita! -gemí, clavando mis dedos en sus muslos mientras ella los sostenía alrededor de mí.
Mamá agarró su cabeza y tiró de ella para besarme. Nuestros labios se chocaron y nuestras lenguas se entrelazaron. Un beso cargado de amor maternal, amor pasional, lujuria e incesto. Nos habíamos abandonado al placer. Estaba en el cielo.
Gimió en mi boca y yo sentí una oleada de placer. Volví a gemir, esta vez con más urgencia. Mis labios se separaron de los de ella con la rapidez de un latigazo.
¡ESTABA POR CORRERME!
Sentí sin lugar a dudas que mi primer lechazo se disparó dentro de mamá, antes de que retirara mi herramienta. Ella abrió sus párpados aturdidos justo para verme salir de su interior. Ya afuera, mi verga sufrió los demás espasmos del orgasmo, escupiendo semen caliente en la entrepierna que hasta hacía unos segundos la había hospedado.
Sus ojos se abrieron como platos mientras me miraba. No supe cómo reaccionar. Mi mente todavía estaba descolocada, extraviada gracias a nuestro beso apasionado.
Mamá reaccionó primero. Sus dedos volaron a su coño, tratando de sacar tanto semen como pudiera. Susurró que estaba llena por dentro. Solo había disparado un chorro, pero parecía haber sido una muy buena cantidad.
Sin perder tiempo, se puso de pie y corrió desnuda hasta el grifo que había afuera. Mi leche goteaba de sus labios y corría por la cara interna de sus muslos a cada paso que daba. Quizás había sido más que un solo lechazo…
Abrió el grifo, se sentó en una banqueta que tenía cerca y volvió a tratar de sacarlo todo. Cada tanto, se empapaba la entrepierna con el agua, esperando que el agua sacara lo que ella no podía. Llegué poco después, preocupado y con miedo de que mami se hubiera molestado conmigo.
Después de sacar todo lo que pudo, dejó escapar un suspiro de exasperación.
Apoyé una mano en su hombro con timidez.
-¿Estás…?
Me miró. Parecía aterrorizada por lo que acababa de suceder.
-Estaré bien –dijo finalmente.
-Lo lamento. Yo no…
-No fue culpa tuya. Tenía que suceder en algún momento.
-¿Significa que tendremos que parar a partir de ahora?
Hizo una pausa por un momento, pensando, antes de decirme con una sonrisa:
-No. Por supuesto que no. Solo fue un pequeño susto. Eso sí, tendremos que ser más cuidadosos en el futuro.
Ya no podía imaginar la posibilidad de detenernos. No después del romance que vivíamos. Nunca podría volver a contener mis deseos por mami. De una u otra forma, terminaría montándola, incluso si eso significaba un susto cada tanto. Para ser honesto, no estaba tan preocupado por lo que acababa de pasar como debería haberlo estado. Nunca lo estuve. “Si pasó, pasó. Valió la pena”, pensaba siempre que la duda se anunciaba en mi mente.
~~~
Pasaron ocho meses desde aquel fatídico día.
En una de nuestras expediciones, por fin encontramos un poblado. Todos los residentes estaban dentro de una iglesia, muertos. Mamá se llevó de ahí dos ejemplares de la Santa Biblia. Fue entonces que nos enteramos de que estábamos en algún lugar de la Pampa argentina.
Hasta ese momento, todavía albergábamos esperanzas de tropezar con más sobrevivientes. A partir de ese día, estuvimos casi seguros de que no encontraríamos a nadie. Un artículo impreso de un sitio amateur de internet que encontramos en una cafetería anunciaba en grandes letras que los muertos ascendían a casi siete mil quinientos millones y que obviamente no se había podido encontrar un cura ni nada que se le pareciera. El artículo mencionaba también la colonia del Caribe y daba instrucciones de cómo llegar. No obstante, rechazamos la idea de viajar hasta allí. A decir verdad, nos sentíamos a gusto con nuestra situación. De hecho, lo que teníamos aquí era mejor que la vida que teníamos antes de que el mundo acabara.
~~~
Me despertó la luz del sol matutino entrando a raudales en el dormitorio. Parecía que la primavera estaba arrancando con energía extra ese año. Estaba solo, mamá no estaba a mi lado.
Mientras me lavaba los dientes, escuché la puerta abriéndose. Miré a la sala para ver a mamá entrando con una bandeja llena de frutas.
-Buenos días, dormilón –me dijo al verme despierto-. Toma tu desayuno.
-¡Gracias! ¡Qué bueno, me muero de hambre!
Me senté a la mesa. Mamá hizo lo mismo, aunque con dificultad. Su gran vientre de embarazada le dificultaba moverse.
-¿Descansaste bien?
-Bien, ¿y tú?
-El bebé estuvo un poco inquieto.
Se acercó y colocó mi mano en su gran barriga.
-Va a ser tan enérgico como yo, supongo –dije.
-¿Quién dice que será un niño?
-Es una corazonada.
-Pues yo pensé que serías una niña antes de darte a luz.
-Con más razón estoy en lo cierto. Sólo das a luz niños fuertes.
Soltó una risita antes de morderme el dedo de forma burlona.
-¿Y este niño fuerte crecerá para preñar a su pobre madre como lo has hecho tú?
Puse los ojos en blanco y le dediqué una sonrisa de pervertido.
Nunca supimos si fue ese día hace tantos meses en el que dejé embarazada a mamá, o una de las otras ocasiones en que no me retiré a tiempo. Comencé a preguntarme si no lo había hecho a propósito. Lo cierto es que, las veces que no retiré mi verga a tiempo, mamá nunca me regañaba. Tiempo después, ella me confesó que la idea del embarazo venía formándose en su cabeza, lenta pero segura, desde hacía un buen tiempo. Prácticamente desde que hicimos el amor por primera vez. Por eso me dejaba correrme adentro. La idea fue convirtiéndose en un deseo tan fuerte como mis ganas de montarla. Quería que la dejara preñada. Quería tener mi bebé. Nuestro deseo era un deseo compartido. Y habíamos sido unos tontos al tratar de reprimirlo. Sabíamos lo que estábamos haciendo, y llegó un punto en que ya lo hicimos sin cuidado.
Pronto, comenzó a tener náuseas matutinas. Semanas después, su barriga comenzó a hincharse.
Llegado ese punto, ya no nos contuvimos. Llené sus entrañas con tanto semen incestuoso como pude producir. Muchas veces mamá se iba a dormir con un charco de semen rezumando entre sus piernas. Ella no dejaba de decirme que se sentía maravilloso.
Traté de imaginar cómo se habría sentido al dejarse embarazar por su hijo adolescente. Por mi parte, no podía sentirme mejor. A la edad en que la enorme mayoría de los muchachos sólo se preocupa por graduarse de la escuela e ingresar a una buena universidad, yo ya estaba formando una familia con la mujer que amaba. Y esa mujer era ni más ni menos que la hembra que me había traído al mundo.
Ahora éramos libres de verdad. Libres para follar sin límites. Para compartir nuestro nuevo amor. Si no había sido obvio para mí antes, pronto quedó claro que había heredado mi libido de mi madre. Teníamos sexo en todas partes y tanto como nuestras hormonas nos dictaban. El nuevo mundo era nuestro, nuestro para saborear libremente nuestro amor incestuoso.
Nuestra ropa, último vestigio de nuestra vida anterior, continuó ajándose debido a nuestro activo estilo de vida. Los pantalones que mamá usaba, en especial, se volvieron una molestia ya que no se cerraban por su barriga en expansión. Así que los tiró, asumiendo, medio en broma medio en serio, el rol de una amazona. Casi desnuda y embarazada en un mundo salvaje. Era emocionante vivir la naturaleza de esa manera.
Quería brindarle todo el apoyo que pudiera, así que seguí su ejemplo y también deseché mis pantalones de jean. Al final, mamá tenía razón: andar sólo con mi ropa interior era muchísimo más cómodo. Le daba a mi herramienta espacio para respirar y no se constreñía cuando se ponía duro (y tal cosa pasaba todo el tiempo). Además, mamá decía que era una hermosa vista ver mi verga crecer cada vez que ella me excitaba. Hice que se diera cuenta de lo sexy que era.
Llegué a amar su cuerpo embarazado, más allá de la noción abstracta de saber que fui yo quien la había dejado embarazada. Me encantaba como se le hinchaba la barriga, poniendo siempre mi mano sobre ella mientras hacíamos el amor. A pesar de nuestra dieta más bien limitada, sus muslos y su culo se hincharon un poco. Pero las que más crecieron fueron sus tetas. No dejaba pasar ni una oportunidad de sobárselas y jugar con ellas.
En las últimas semanas, mamá había comenzado a lactar. Creo que la leche llegó mucho antes de lo habitual debido a lo mucho que le chupé los pechos. Mamá estaba feliz de darme de mamar antes de tener el bebé. Le recordaba cuando yo era pequeño, y nos servía para reafirmar el hecho de que éramos madre e hijo.
El calor empezaba a hacerse sentir. Decidimos ir a bañarnos juntos. No fuimos al baño, sino a la ducha que había instalada junto a la piscina que había cerca de la casa. El cálido sol de la mañana hacía brillar nuestro cabello dorado mientras caminábamos.
Abrí el agua y la regulé para que saliera tibia. Entré lentamente. La sensación de sentir el agua cálida bajo la luz del sol era tan agradable…
Vi a mamá como un borrón en mi visión periférica antes de que entrara a la ducha conmigo y me estampara un fuerte beso de lengua.
-¡Dios, estás llena de energía!
-¿Eso es malo?
No pude evitar reírme.
-No. Pero mejor guarda esa energía para dentro de un ratito. Tengo el presentimiento de que en las próximas dos horas tu cueva va a recibir su dosis mañanera de leche caliente.
Volvió a darme un beso apasionado. Mi verga palpitante comenzó a darle golpecitos en su bajo vientre. Nuestras lenguas bailaron hasta que mi cabeza dio vueltas y no pude soportarlo más.
Nos separamos y agarré su mano, llevándola al borde de la piscina. No dijimos nada. No hacía falta. No perdimos ni un segundo. Ella se puso a cuatro patas y yo me arrodillé detrás. Mi verga se clavó en sus labios deseosos. Mis caderas chocaron contra su culo. La cabeza de su verga dio un golpecito en la entrada de mi útero hinchado. Mi primer hijo follándome mientras estaba embarazada de mi segundo niño (¡y primer nieto!).
Mamá gemía al compás de mis embestidas. Cada gemido era más fuerte que el anterior. Éramos los únicos seres humanos en kilómetros y kilómetros a la redonda. Podíamos ser tan ruidosos como quisiéramos. Hasta podía gritarle al mundo que me estaba montando a mi propia madre.
Con una mano acariciaba su vientre hinchado mientras con la otra apretaba sus pechos grandes y llenos de leche de hembra. Se me ocurrió que sus pechos habían iniciado todo esto. Sus hermosos pechos provocando el deseo en mí.
-¡Oh, mierda, mamá! ¡Cuánto te amo, perra mía! –grité al sentir que mamá lanzaba su culo hacia atrás en una de mis embestidas.
-Te dije que me llamaras Anita –dijo ella entre embestida y embestida.
Agarré su largo cabello mojado y lo eché sobre su hombro. Ella volvió para mirarme.
-Lo sé –dije-. Pero es mucho más sucio llamarte mamá. Así que nunca voy a dejarte de decirte mamá, mi reina.
Dio un gemido de aprobación. Me incliné sobre su espalda y la besé. Ella me devolvió el beso mientras y casi nos caímos a un costado por la inestable posición.
Me enderecé y aferré sus caderas. Su rostro se contrajo por el placer. Estaba perdida en un mar de lujuria, sus gemidos eran mucho más fuertes y rápidos.
Con un último empujón, eyaculé en ella. Empapé sus entrañas de leche, chorro tras chorro. Mi semilla se derramó en su cueva, el lugar que tanto había deseado llenar. Estaba donde tenía que estar ahora. Este nuevo mundo así lo quería.
Mamá apretó sus puños y los dedos de sus pies se curvaron cuando alcanzó su orgasmo. Sus piernas se crisparon cuando cada nervio de su perfecto cuerpo de hembra madura cayó en cascada al éxtasis. Su coño me exprimió la verga, ordeñando hasta la última gota de lefa. Finalmente, mi herramienta desinflada se deslizó fuera de ella. Un fino hilo de semen blanco cayó de su coño.
Nos recostamos en el borde la piscina, con los pies dentro del agua, disfrutando del resplandor primaveral. Más semen se escapó de la cueva de mamá, quedando atascado en su salvaje maraña de vello púbico rubio.
La abracé y froté su vientre mientras recuperábamos el aliento.
-Extrañaré esto cuando des a luz –dije.
-¿Extrañar qué? –preguntó.
-Correrme dentro de ti-
Mamá soltó una carcajada.
-Oh, cariño, no te preocupes. Eso no va a parar de pasar.
Me incorporé y me apoyé sobre el codo.
-Pero, mami, te quedarás embarazada de nuevo...
Ella agarró mi verga y le dio un apretón.
-Tal vez yo quiera eso. Quiero que me des tantos bebés como puedas. Creo que nuestro deber moral es repoblar el mundo. Mientras más leo la Biblia, me convenzo de ello más y más. Somos el Adán y la Eva de este nuevo mundo, mi cielo. Te amo, hijo mío. Amante mío. Hombre mío.
Un nuevo virus tomó por sorpresa a todos. No hubo tiempo de descubrir su origen ni de echar culpas. En poco menos de cinco meses, el 97% de la población mundial pereció.
Los pocos que éramos inmunes nos sentíamos benditos y malditos al mismo tiempo. Sí, la peste no podía afectarnos. Pero todo lo demás sí. Pronto me di cuenta de que nada era como lo habían sugerido las películas como Mad Max. No hacían falta bandas de asesinos locos vistiendo cuero y andando en motocicletas. Con la cruel naturaleza ya alcanzaba. El mundo se había vuelto un lugar muy peligroso.
Mi madre y yo huimos de nuestra casa cuando un incendio arrasó con el pueblo donde vivíamos. Ya no había bomberos que pudieran apagarlo.
Nuestro derrotero nos llevó a recorrer gran parte del continente europeo, hasta llegar a lo que antes había sido conocido como Grecia. Allí, nos enteramos de que corría el rumor de que en el Caribe existía una colonia donde estaban reuniéndose todos los sobrevivientes del mundo. Con mamá juzgamos que era nuestra mejor posibilidad de supervivencia a largo plazo y decidimos unirnos a la expedición.
Para llegar, iríamos en un pequeño crucero llamado Ventura. ¿El problema? De las casi trescientas personas allí reunidas, solamente tres tenían conocimientos de navegación. Y eran conocimientos más bien escasos. Todos rezamos para que fueran suficientes como para llegar a destino.
Una vez dejamos atrás el mar Mediterráneo, el Ventura se desvió de curso hacia el sur. Decidimos ir a toda velocidad hacia el puerto más cercano a reaprovisionarnos. Teníamos suficiente combustible, comida y agua, pero no podíamos tentar a la mala suerte.
Como si no contáramos ya con suficientes calamidades, una terrible tormenta nos sorprendió justo cuando se avizoraba a lo lejos un pequeño promontorio. Fue demasiado para el navío y su improvisada tripulación.
Nunca había estado en un barco antes. Simplemente nunca se había dado la oportunidad. Y nunca los había considerado peligrosos. Los naufragios eran cosa del pasado. Para barcos de madera o anteriores a la invención del radar y los teléfonos satelitales. Ahora había accidentes aéreos. Ésas eran las tragedias de la era moderna. O accidentes automovilísticos. Oh, y los trenes todavía descarrilaban, también. Cualquier cosa menos barcos que se hunden.
Pero el Ventura naufragó.
~~~
-¡Ignacio!
Una mano sacudió mi hombro. Mis ojos se abrieron. Me ardían por el agua salada y la luz del sol brillante. Rodé sobre mi costado. Mi estómago se convulsionó cuando expulsé toda el agua que había tragado. La mano aún permanecía sujetando mi hombro y ahora una cabeza bloqueaba el sol brillante.
-Ignacio, ¿estás bien?
-¿Qué…? –murmuré. Mi voz era un hilo, pero parecía suficiente para mi madre, que dejó escapar un suspiro de alivio. Apoyó la cabeza en mi hombro al abrazarme. A pesar de la situación, sentí sus generosas tetas apretándose contra mi cuerpo, cosa que ayudó a despabilarme.
Mientras me recuperaba, me senté. Mi cabeza daba vueltas. Estábamos en una playa oscura. A cada lado, nada más que arena. Tierra adentro había un espeso bosque con un cerro a lo lejos que apenas se elevaba unos metros por encima de la línea de árboles. ¿Dónde estábamos? Antes del naufragio, el improvisado capitán del barco nos había anunciado que estábamos cerca de la costa atlántica de América del Sur.
-¡Gracias a Dios que estás vivo! –exclamó mamá-. Te arrastré a la orilla, pero... Pero no te despertabas.
Débilmente palmeé su brazo.
-¿Dónde estamos?
Se puso de pie y miró a su alrededor.
-No lo sé...
-¿Alguien más sobrevivió?
Miró hacia el mar, hacia el horizonte vacío.
-No he visto a nadie más. Y nadé bastante para llegar aquí.
Me quedé quieto y en silencio. Tenía suerte de estar vivo. Aunque, ¿encontraríamos a alguien más aquí? ¿Alguien nos encontraría?
-Deberíamos ver qué hay por aquí, supongo... –dijo, ofreciéndome una mano-. ¿Estás bien, puedes pararte?
-Sí, estaré bien –dije, todavía recuperando el aliento. Tomé su mano y me puse de pie. Sentí la arena caliente entre los dedos de mis pies. Mi calzado debió haber desaparecido cuando me sumergí. Mamá también estaba descalza. Le había pasado lo mismo, supuse. O puede que se lo hubiera quitado para nadar mejor. La única prenda que vestía era una sudadera naranja y pantalones de jean cortos. Nuestras mochilas, en las que llevábamos toda nuestra ropa, habían quedado a bordo del Ventura. Lo único que mamá había atinado a llevar consigo cuando saltó del barco era un pequeño bolso deportivo que contenía bragas, calzoncillos, medias y, en un bolsillo impermeable, un encendedor, fósforos, un frasquito de alcohol, apósitos y nuestros documentos.
Caminamos hacia el bosque lentamente. Nuestros pies encontraron entonces tierra, palos y rocas. Hice una mueca cada vez que mi pie tocaba algo afilado, pero no parecía molestar a mamá. Podía escuchar el canto de pájaros en los árboles. Pensé ingenuamente que, si ellos podían sobrevivir aquí, con algo de suerte nosotros también podríamos.
A la sombra, mi ropa se sentía mucho más húmeda. Me rodeé con los brazos para no temblar, saboreando el calor de los rayos del sol que atravesaban la frondosa vegetación.
Eventualmente nos topamos con la ladera de una colina. Mientras la subíamos, encontramos una abertura.
-Ten cuidado –le advertí a mamá cuando entró. La abertura era bastante amplia. Su interior era una pequeña choza perfecta para nuestra situación actual.
Mamá inspeccionó cada rincón antes de regresar.
-Parece un buen lugar para pasar la noche.
-¿En serio…? –Hice una mueca ante la idea, pero sabía que ella tenía razón. –¿Qué hay de, ya sabes, buscar aviones o barcos que pasen por aquí?
-Podemos montar algo en la playa para eso. Necesitamos un lugar seguro para dormir esta noche. Sobre todo, algo que nos proteja de la intemperie si es que llueve.
-Bueno, bueno, tienes razón. Debería poner menos objeciones y hacerle caso a la adulta responsable aquí –dije, soltando una pequeña risita.
Mamá estaba pensando con claridad, tomando decisiones 100% racionales. Sentí que debía ponerme a la altura de las circunstancias y quitarle parte del peso de la responsabilidad de hacerse cargo de mí. Era un adolescente, sí, pero en este nuevo y salvaje mundo, ya era mi deber comportarme como un hombre.
-Muy bien –dije, dejando de estar encorvado y con los brazos cruzados por el frío-. También deberíamos buscar comida y agua.
-Sí, buena idea, hijo.
A pesar de lo angustiante de la situación, no pude evitar sonreírle.
-Te ves tan calmada y despreocupada. Supongo que todo esto que está pasando está sacando a flote las cualidades ocultas de todos.
-Yo era bastante aventurera antes de que nacieras, mi amor.
~~~
Colocamos un cartel en la playa que decía 'SOS' escrito con rocas. Aunque, con cada día que pasaba, nos pareció menos y menos probable que alguien viniera. A la semana, nos aventuramos bosque adentro y, luego de caminar poco más de una hora, encontramos una vieja casa a unos cien metros de donde dejaban de crecer los árboles. Consistía en un salón comedor bien amplio -con chimenea y cocina- un dormitorio con cama matrimonial y un baño, nada más. No había nadie. No obstante, no hubiera apostado a que se tratara de una propiedad abandonada. Estaba demasiado limpia y ordenada. Había además ropa y calzado en los dormitorios y unos cuantos víveres en la despensa de la cocina, detalle que sugería que el lugar había estado habitado hasta hacía relativamente poco. Mamá sugirió que se trataba de una finca, o casa de fin de semana. Yo, sin poder domar mi pesimismo, imaginé que los dueños sí habían estado allí, pero no habían sobrevivido por algún motivo.
Sea cual fuera la verdad, allí nos instalamos. En un parpadeo, pasó un mes. Nunca se nos pasó por la cabeza irnos. Tampoco aparecieron los ocupantes de la casa. Nuestras primeras noches las pasamos haciendo guardia, atentos a cualquier señal de bandidos o animales salvajes, pero pronto nos sentimos seguros y adquirimos confianza. Un domingo, salimos a explorar los alrededores y encontramos a pocos kilómetros otra propiedad que no consistía en una vivienda, sino en depósitos. Llevamos todo lo que pudimos en una carretilla que había allí y pronto ese lugar se convirtió en nuestro “supermercado”.
Cerca también hallamos un arroyo de aguas cristalinas, algo que nos salvaba del problema que enfrentaríamos cuando eventualmente se terminaran los bidones de agua que había en las alacenas. Con eso teníamos todo lo que necesitábamos para sobrevivir por lo menos un buen tiempo.
Nos adaptamos a nuestras nuevas circunstancias con rapidez. Los alrededores pronto se nos hicieron familiares. Mamá conjeturaba que quizás estábamos en una zona de granjas.
Si bien habíamos encontrado calzado en el dormitorio de la casa, solíamos ir descalzos. Nuestros pies se volvían más resistentes con cada caminata.
Incluso empezamos a recolectar frutas de árboles que crecían no muy lejos. A veces bromeaba y decía que nos estábamos convirtiendo en verdaderos salvajes.
Sin embargo, había una parte de mi antiguo yo que se negaba a cambiar…
Antes de que el virus hiciera su debut y mi principal y única preocupación fuera sobrevivir junto con mi mamá, mis hormonas vivían alborotadas. No me refiero a la excitación sexual propia de la adolescencia. Creo que mi caso era inusual. Me costaba horrores no masturbarme cuando sentía la necesidad de hacerlo. No podía dormir sin antes pajearme. De hecho, algunas noches de excitación extrema había llegado a hacerme siete u ocho pajas como si nada.
Quizás era triste, pero lo cierto es que lo que más extrañaba del mundo de antes era la bendita pornografía de internet.
Entonces, luego de varios días viviendo al fin tranquilo en la casa, mi libido se reactivó. Con poco que hacer o entretener mi mente, a menudo me encontraba fantaseando despierto.
Una mañana, regresé y coloqué en la mesa del comedor las naranjas que había estado recogiendo. Mamá no estaba a la vista. Seguramente había ido a los depósitos a traer más víveres, porque la carretilla tampoco estaba. “Excelente”, pensé. Salí de la casa y fui a donde comenzaba el bosque. Encontré un lugar rodeado de arbustos. Después de una inspección rápida para asegurarme de que fuera seguro, me desabroché los pantalones y me los bajé junto con el calzoncillo.
Mi verga ya estaba morcillona. No perdí tiempo y comencé una paja suave, rememorando una película porno. Un leve gemido se me escapó. Mi herramienta por fin recibía atención. Me quité la camisa que llevaba y la usé para sentarme en el suelo. Continué con la paja.
Mientras bombeaba con una mano, con la otra acariciaba mis huevos. No, no eran mis manos, sino las de Paulina, mi compañera de escuela que más me gustaba. Una hermosa rubia de ojos verdes, con tetas pequeñas, sí, pero con un culo de campeonato que acaparaba las miradas de cualquiera que se cruzara en su camino. Mis jadeos se hicieron más fuertes y rápidos mientras mi mano se apresuraba. Con una última sacudida, mis piernas temblaron y se retorcieron y sentí un potente orgasmo. No pude verla, pero sentí que solté una gran cantidad de leche. Mi placer así lo indicaba.
Cuando mi respiración volvió a la normalidad, abrí los ojos para ver el cielo azul a través de la vegetación que me cubría. Mi mano estaba empapada de lefa y mi ropa estaba cubierta de tierra. Me acerqué a uno de los arbustos y me limpié la mano en él.
Mientras lo hacía, escuché el chasquido de una ramita cerca. Me sobresalté con una sacudida. ¿Había un animal cerca? ¿O alguien?
Oí el sonido de alguien corriendo. Me arrastré de rodillas y miré a través del arbusto. La inconfundible espalda pálida de mi madre se podía ver mientras iba corriendo hacia la casa.
-¡No puede ser! –dije, sujetándome la cabeza con mis manos. ¿Me había visto? ¿Me había oído?
Me subí el calzoncillo y los pantalones y me abotoné la camisa. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué había que hacer? Esconderme de ella, ahogándome en la humillación, no era una solución verdadera.
Con un suspiro, abandoné mi escondite y regresé a la casa.
~~~
Eventualmente, tuvimos una conversación, y transcurrió lo mejor que pudo. Sí, mamá me había visto mientras me hacía la paja. No tuve el coraje de entrar en detalles sobre lo que había sucedido. Me tranquilizó, eso sí, que me asegurara que no estaba enojada. Por mi parte, le hice saber que, si bien estaba avergonzado, tampoco estaba enojado con ella.
Parecía que todo estaba bien. No obstante, los siguientes días la sorprendí espiándome un par de veces mientras me masturbaba. No pude evitar sentirme un poco molesto. Mi libido volvía a ser “normal” después de sobrevivir al puto fin del mundo. Después de todo el horror que vivimos, ¿no tenía derecho a darme un minúsculo gusto? Entonces se me ocurrió que quizás ella también estaba frustrada sexualmente, y haberme visto masturbándome sólo habría empeorado su situación. Mamá también era humana.
Poco después ocurrió algo que volvería las cosas aún más difíciles.
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Una mañana, cuando yo había ido al mar a probar suerte con la pesca, mami exploró los alrededores para recolectar algunas frutas. No sé qué le pasó por la cabeza, pero ese día se sintió especialmente aventurera y fue mucho más allá de donde solía buscar comida. Me había mencionado que le había parecido ver unos árboles frutales más o menos cerca de los limoneros que habíamos descubierto en una de nuestras primeras expediciones y tenía curiosidad por verlos. Cruzaba los dedos para que fueran árboles de mangos.
Para llegar allí, había que atravesar un terreno irregular, con desniveles traicioneros y zanjas y numerosos arbustos, algunos de los cuales eran espinosos. Cuando estaba a mitad de camino, mamá pensó que sería muy poco práctico tratar de llevar la fruta de vuelta. Pero si ya había llegado hasta ahí, no iba a echarse hacia atrás. Según ella, “necesitaba sentirse útil”.
Obviamente, le ocurrió un accidente. Mamá dio un paso en falso justo antes de bajar una pendiente y rodó por ella antes de estrellarse contra unos arbustos de zarzas. Afortunadamente, no había sido una caída muy larga. De hecho, los arbustos habían amortiguado el descenso. Le quedaron las piernas y, sobre todo, los brazos cubiertos de raspones.
El mayor daño lo había recibido su ropa. La peor parte se la habían llevado las prendas superiores. Estaban arruinada, incluido su sostén. Y era lo único que tenía. Toda la ropa que habíamos encontrado hasta ahora -que no era mucha- era de hombre y muy holgada. De hecho, ni yo podía usarla a menos que le redujera el talle, pero no tenía ni las herramientas necesarias ni la más mínima idea de costura. Mamá tampoco. “¡Cómo extraño nuestras mochilas!”, pensé.
Miré a mamá, de pie en la sala, cubriendo sus tetas con los brazos, mientras me contaba lo ocurrido.
Luego de ayudar a mamá a desinfectar sus heridas y ponerle apósitos en sus cortes más graves, le di una camisa de hombre blanca para que usara provisoriamente. Me senté y pensé. Era verano, los días estaban siendo calurosos y pasaría un buen tiempo hasta que necesitáramos ir a buscar ropa abrigada. Yo iba sin camisa la mayor parte del tiempo, ¿realmente sería tan extraño para mamá ir de la misma forma? A fin de cuentas, sólo era mi madre. Tal vez podría funcionar.
¿A quién engañaba? Ver a mamá semidesnuda todo el día seguramente me terminaría volviéndome loco. ¡Es que ver un par de pechos en persona después de meses sin ver ninguno volvería loco a cualquier hombre en su sano juicio! Para que se den una idea de mi grado de turbación, ¡mi madre era bastante parecida a la actriz porno Monica Orsini (aunque con curvas un poco más pronunciadas)! ¡Nunca me acostumbraría a verla semidesnuda!
Me puse de pie. Mamá acomodaba cosas en la cocina. Con cada movimiento que hacía, la camisa se le abría, de forma que sus tetas quedaban a la vista…
~~~
Los siguientes días fueron duros. Debía hacer un esfuerzo especial por mantener mis ojos lejos de los pechos de mi madre. A veces sólo era necesario apenas un atisbo de su desnudez para que mi verga despertara y una carpa imposible de disimular creciera en mis pantalones. Para colmo de males, solía pescarla haciendo quehaceres en posiciones que sólo empeoraban todo: agachada, con el culo en pompa, acostada con las piernas abiertas... Me pajeaba dos veces al día para mantener mi libido a raya, pero a veces eso simplemente no bastaba.
Se sentía horrible hacerle pasar por esto. Cruzaba los dedos para que el tiempo transcurriera y pudiera acostumbrarme a verla así y que las cosas volvieran a la normalidad.
No es que ella anduviera exhibiéndose sin ningún atisbo de recato. Es sólo que era imposible ocultar por completo su anatomía al usar esa camisa holgada. Mi mente adolescente hacía el resto. Y mis tremendas erecciones simplemente sucedían.
Tiempo después, y con bastante alcohol de por medio, mamá me confesó entre risotadas que algunas veces me provocaba a propósito para divertirse.
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Una noche, me encontraba acostado en el sofá cama del salón sin poder conciliar el sueño. Comencé a tocarme. Una buena paja era lo que necesitaba para dormirme.
Entonces, como un gato avanzando en silencio hacia un ratón, mamá se acercó hacia mí. Alcancé a escuchar sus pisadas, muy tarde, cuando ya la tenía a mi lado y me resultaba imposible disimular mi situación.
-Hola… – susurró, arrodillándose junto al sofá cama.
Me congelé. Traté de cubrir mi entrepierna mientras fingía estar dormido.
Mis ojos se abrieron como platas cuando sus dedos tocaron ligeramente los míos.
-No digas nada –susurró antes de que pudiera decir algo.
Quitó mis manos de donde estaban y mi verga se levantó de un salto. Gotitas de líquido preseminal brillaban en mi glande a la luz de la luna que entraba por uno de los ventanales. Mamá envolvió mi instrumento con sus dedos. Pensé que mi corazón iba a romper mi pecho de tan fuerte que comenzó a latir. Mamá usó su otra mano para tomar una de las mías y colocarla sobre una de sus tetas. Por unos instantes, vacilé, pero mi instinto me hizo perder toda duda, y comencé a sentir y explorar el cuerpo de esa hembra tan hermosa que tenía a mi lado.
Podía sentir que mi verga crecía y se endurecía aún más. ¡Esto era lo que deseaba inconscientemente desde hacía semanas! Todos esos días mirándole las tetas a mamá sin poder tocarlas…
Mamá comenzó a masturbarme, sintiendo placer en cada milímetro de piel que ella tocaba. Sus pechos se sacudían mientras su mano se movía arriba y abajo. Pellizqué y tiré de sus pezones, haciendo que se mordiera los labios y contuviera la respiración para no dejar escapar los gemidos que llenaban su boca. Pronto, mi respiración se volvió pesada y mis caderas se movieron junto con la mano de mamá.
La corrida no se hizo esperar.
Una más que considerable cantidad de leche brotó de mi verga. Los primeros tres chorros salieron con tanta fuerza, que volaron hasta caer en mi cuello. Luego, seguí eyaculando, aunque con menos fuerza.
-Oh, mi pobre bebé –dijo mamá-. Te hacía mucha falta, ¿no?
Finalmente, mi pito se detuvo. Seguí haciéndole caricias a sus pechos, aunque ya sin pulso firme. Pasados unos minutos, se inclinó y me besó la frente.
-Como dice el dicho, “una madre sabe”, mi cielo –fue lo único que dijo antes de regresar a su cama.
~~~
Todo adolescente necesita un escape para sus necesidades sexuales. Antes del fin del mundo, me la pasaba viendo películas porno y fantaseaba con los cuerpos de las hembras que participaban en ellas. Ahora no tenía nada de eso. Internet había pasado a la historia -y tenía la certeza de que pasarían muchos años para que volviera-. Todo lo que tenía era mi madre. Era la única mujer en mi vida. Y todo lo que deseaba de las mujeres, mi madre lo tenía. Sus pechos. Sus muslos. Su culo. Su cintura. Cada curva de su cuerpo me tentaba. Ni hablar de la sensación de su mano en mi verga. El suave tacto de sus pechos. O el fuerte olor de mi semen caliente mientras explotaba gracias a que ella me había hecho eyacular.
Empezaba a preguntarme si seguía viéndola como mi progenitora o ya simplemente como una hembra más. Era confuso. Por un lado, la constante atracción. Por el otro, el conocimiento de que era mi madre.
Mamá luego me confesaría que la línea también estaba desdibujada para para ella.
Adoptamos un nuevo hábito: todas las noches, antes de dormirnos, mamá venía y me acariciaba hasta el orgasmo. Por mi parte, acariciaba y jugaba con sus pechos. Nunca lo discutimos formalmente. Simplemente supimos que era lo mejor. Sí, sabíamos que éramos madre e hijo, pero nuestros cuerpos eran sólo cuerpos. Necesitaba el cuerpo de una hembra tanto como ella necesitaba el de un hombre. Y si los dos teníamos lo que el otro necesitaba, ¿por qué negárnoslo?
No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a explorar entre sus piernas mientras me acariciaba. Mami no protestó, incluso me ayudó a quitarle sus pantalones cortos.
Gimió cuando mis dedos comenzaron a explorar las profundidades de su velluda cueva. Se deslizaban con facilidad por las empapadas paredes vaginales. Estaba en celo. Teníamos la pasión por las nubes.
Una noche, mientras metía y sacaba los dedos en su interior, su cabeza bajó más y más hasta que su cálido aliento me hizo cosquillas en la punta de la verga. Luego de vencer una débil resistencia moral, se la metió en la boca, sofocando sus gemidos. Chupó, lamió y besó mi instrumento.
No dejé de mover mis dedos. Fui más profundo y más rápido. El ritmo sólo vacilaba cada vez que su mamada tocaba un buen nervio.
Mucho más rápido que con una paja, eyaculé. El primer chorro salió disparado en su boca. Lo siguieron otros chorros, igualmente calientes, espesos y viscosos. Fue una corrida bestial. Comparable a la de la primera noche. Hilos de leche colgaban de su labio inferior y de su barbilla. Abrió la boca y me mostró el resto de mi corrida antes de tragarla. Recogió entonces los restos que tenía en la barbilla. Después de eso, volvió a inclinarse sobre mi pito, que se desinflaba lentamente, y ordeñó las últimas gotas con leves succiones.
Seguimos así hasta bien entrado el otoño. Sin embargo, todavía faltaba algo. Todavía estábamos conteniendo ciertos deseos.
~~~
Una fría noche de lluvia, mientras mi madre me hacía una mamada, se nos hizo evidente. Mis dedos simplemente no eran suficientes. Necesitaba más. Sólo estaba tratando de engañarse a sí misma al permitir que mi miembro entrara en ella sólo por la boca.
Levantó la cabeza y me miró a los ojos, hilos de saliva aún nos conectaban.
-¿Qué pasa? –pregunté, notando su vacilación.
Sin decir ni una palabra, se sentó y lanzó una pierna sobre mí para sentarse a horcajadas sobre mis caderas. Tragué saliva mientras la miraba guiar mi verga a su cueva. Su coño. Mi hogar. El lugar de donde vine. De donde había salido hacía casi dieciséis años.
Mi glande atravesó sus labios vaginales y se deslizó con suma facilidad.
-¡Dios, qué grande! –dijo mamá, luego de soltar un profundo gemido-. No tenía idea de que se sentiría así por dentro. ¡Mierda, es perfecta, carajo!
Solté un suspiro de satisfacción cuando mi glande tocó fondo, acariciando el cuello uterino. Encajamos perfectamente. Como estaba destinado a ser.
-Avísame antes de correrte, mi vida –dijo mamá, entre sentones.
Se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre mí, sintiendo cada uno de los diecisiete centímetros de verga deslizándose dentro y fuera de ella. Cada centímetro de la polla de su propio hijo. A pesar de lo mucho que había cambiado nuestra relación, todavía se sentía tan sucio pensar en eso… Una madre y un hijo conectados en una unión íntima. Iba contra la naturaleza. Y, sin embargo, la naturaleza nos había traído hasta aquí. Nuestros impulsos eran demasiado fuertes para ignorarlos.
Estiré mis manos y agarré sus pechos bamboleantes, amasándolos y masajeándolos. No había duda en mi mente de que ella quería esto tanto como yo. Estaba mojada como una catarata y yo estaba duro como una piedra dentro de ella. El fuego de la chimenea ardía tenue mientras nos apareábamos como animales. Nuestros gemidos y el ruido de nuestros cuerpos chocando resonaban juntos en un remolino de lujuria incestuosa desenfrenada.
Los jadeos de mamá se hicieron más fuertes y más desesperados a medida que se acercaba al orgasmo. Pensar que hacía apenas unas semanas me había sentido tan avergonzado al descubrir que me había sorprendido masturbándome… Ahora no me importaba que me viera siendo un guarro.
Mamá se estremeció cuando el orgasmo explotó en su interior. Dejó escapar un grito que seguramente asustó a los pájaros en la noche. Mi verga se convulsionó en su coño, atrayendo su cuerpo hacia mí en un abrazo de oso.
-¡Mierda! ¡Me voy a correr! ¡Mamá! ¡Voy a correrme! –grité.
Con piernas temblorosas, se separó de mí justo cuando mi verga estalló. Lancé potentes y pegajosos chorros de leche que le salpicaron el estómago. Ella se derrumbó sobre mí. Sus piernas temblaban.
Mientras me daba besitos llenos de amor maternal y me lamía el lóbulo de mi oreja, me dijo que quería más, que sentía como si le hubieran robado su orgasmo. Quería correrse, y que mi herramienta permaneciera dentro de ella, bien profundo, mientras sentía todos y cada uno de los embates de las olas de placer orgásmico.
-Pero es mejor prevenir que lamentar –concluyó-. Ni siquiera tenemos condones.
Me incorporé y le lancé una mirada. Algo se notaba diferente. No era la mirada de un hijo mirando a su madre. Tampoco era como las miradas furtivas llenas de lujuria que no podía evitar de cuando perdió su ropa. Sentí que era una mirada de amante.
-Eso fue increíble –dije.
Mamá comenzó a recoger el semen de su estómago con su dedo anular.
-También lo fue para mí –dijo, lamiendo su dedo, saboreando mi semen-. Realmente necesitaba esto. No eres el único que se pone cachondo.
Mi sonrisa creció a la tenue luz del fuego.
-¿Podemos hacer esto de nuevo?
Mamá recogió una última gota de semen que se escapaba de la cabeza de mi verga y se la llevó a la boca.
-Tan a menudo como quieras. Te amo, hijo.
Éramos madre e hijo, sí, pero también éramos amantes. Para mi deleite, una pared pareció derrumbarse entre nosotros. Los días de dormir separados acabaron. Ahora compartíamos la cama matrimonial de la habitación. Nos volvimos mucho más abiertos sobre nuestra sexualidad, sin miedo a hablar en profundidad sobre nuestro propio cuerpo y el del otro. No dudaba en exclamar lo bien que se veía su culo en sus ajustados (y ajados) pantalones cortos de jean, lo mucho que se parecía a la actriz porno Monica Orsini (y la cantidad de pajas que le había dedicado), lo cautivantes que me resultaban sus piernas, o le contaba en detalle cuánto amaba la forma en que sus tetas rebotaban mientras caminábamos. Mis hormonas explosivas ayudaban a que siempre la encontrara sexy y se me ocurriera algo guarro para decirle. Mamá siempre respondía con una risita pícara. Ella, por su parte, me comentaba que le encantaba lo musculoso que me estaba poniendo, mientras pasaba sus manos sobre mi torso mientras yacíamos juntos por la noche. También hacía comentarios sobre el sabor de mi semen y cómo mi dieta lo modificaba.
Sentía que me había convertido en un hombre cuando hundí mi herramienta en su cueva velluda de hembra hecha y derecha.
Ya no existía la necesidad de privacidad si tenía una erección: las exhibía con orgullo. Mamá incluso se sentía halagada al ver lo que me provocaba. Mis hormonas adolescentes eran demasiado potentes como para ser ignoradas por completo, así que cada vez que se ponían en funcionamiento, dejaba de hacer lo que estaba haciendo y me dedicaba a darme placer. Algunas veces (mayormente cuando me encontraba solo) me pajeaba. Pero si mamá estaba cerca, anunciaba mis intenciones con un beso de lengua bien profundo y la llevaba de la mano a algún lugar cómodo para montarla. Mamá, si estaba de humor (y casi siempre lo estaba), se dejaba hacer. Le encantaba.
Por supuesto, y aunque me costara un triunfo, nunca eyaculaba dentro de mamá. Eso aún era un tabú.
Recordaba haber visto hacía años un documental sobre prisioneros de guerra. Lo que más me impresionó fue el testimonio de un veterano del ejército de EE.UU que había sido capturado y hecho cautivo durante un largo tiempo. Según él, en situaciones de elevado estrés, lo primero en desaparecer de la mente era el deseo sexual. Entonces, si mamá y yo nos estábamos sintiendo tan cachondos todo el tiempo, eso significaba que ya estábamos recuperados del trauma que habíamos atravesado.
Habíamos llegado a un estado de casi perfección. Todo lo que posiblemente podíamos desear en este nuevo mundo que habitábamos, lo teníamos.
Y así, llegó el día en que dimos el último paso.
~~~
Una mañana, unos nueve meses luego de que penetrara a mi mamá por primera vez, estábamos recogiendo naranjas. Mamá se había agachado para recoger algunas naranjas que ya se habían caído, ofreciéndome una maravillosa vista de su culo apenas cubierto por su cada vez más ajado pantalón corto. Ésta era la única prenda de vestir que llevaba, ya que el día era caluroso y húmedo. Sus pechos colgaban libres. Dios, qué hembra…
-¡Mamita! ¡Qué talento tienes para tentarme! –dije.
-¿Qué? –respondió. Sonrió cuando advirtió que mi verga estaba tensando mis pantalones. Lanzó una risita, mirándome con esa mezcla de picardía y amor maternal que tanto me provocaba. Sacudió su culo, cual bailarina de cabaret.
-¡Ay! –me quejé, un poquito adolorido. Metí la mano en mis pantalones y reacomodé mi pene. Cuando retiré la mano, mi glande sobresalía unos tres centímetros por encima de la línea del cinturón.
-Tal vez deberías dejar de usar pantalones por completo –sugirió mamá-. Estarías más cómodo sin ellos.
Algo de razón tenía. Mi verga sufría dentro de mis pantalones de jean cada vez que se endurecía. Había crecido un poco, llegando ahora casi a los diecinueve centímetros una vez que alcanzaba su máximo esplendor. Y simplemente, no había suficiente espacio. A veces me estremecía de dolor cuando quedaba en un mal ángulo.
-Estoy bien, mamá. Esto tiene fácil solución, je... –dije, frotando la brillante cabeza de mi verga con el pulgar.
Hacía no mucho tiempo, en un mundo con preceptos y convenciones muy distintos, el cuadro (yo, de pie allí con mi instrumento sobresaliendo de mis pantalones; y, a pocos metros, mi madre en cuatro patas, con sus velludos coño y culo expuestos en toda su gloria ante mí) hubiera sido algo extraño, incluso grotesco. Ahora, sin embargo, formaba parte de la cotidianeidad para nosotros. Que le pidiera sexo para saciar un impulso se había vuelto tan natural como pedirme comida para saciar su hambre.
-Pero si no te apetece ahora mismo, lo entiendo. Hace mucho calor. Puedo hacerme una paja. Te prometo que no tardaré.
-¡Espera! –me llamó mamá cuando me di la vuelta para buscar un lugar donde sentarme-. No vas a dejar sola a tu pobre madre mientras te diviertes, ¿verdad? Ven aquí, yo también tengo mis necesidades.
-Oh… Qué bien… –tartamudeé-. Perdón, no pensé...
-¿Qué te dije sobre mi deseo sexual? –dijo, mientras se quitaba sus pantalones cortos y las bragas-. Por ti, siempre estoy cachonda, cariño. Te amo.
No necesitaba más incitaciones. Me quité los pantalones y el calzoncillo y me uní a ella en un apasionado beso de lengua. Luego de unos minutos de intenso morreo, mamá tendió nuestra ropa en el suelo y se acostó sobre ella con las piernas abiertas de par en par. Su cueva goteaba de emoción, invitándome a entrar. Me metí entre sus piernas y aferré su cintura, guiando mi pito hacia ella. Entré como un cuchillo cortando mantequilla tibia. Solté un largo suspiro cuando di en el blanco.
Di un profundo empujón. Las paredes internas del coño de mamá me recibieron con gusto, como de costumbre. Saboreé esa sensación maravillosa unos segundos. Luego, me tocó embestir con entusiasmo. Con cada choque de nuestros cuerpos cargados de lujuria, mis bolas golpeaban el culo de mamá. Los sonidos que producíamos eran más animalescos que humanos.
-¡Oh, mierda! ¡OH, MIERDA, SÍ! –aullé, hecho una bestia.
Mamá envolvió mis caderas con sus piernas carnosas y bien formadas, atrayéndome más profundamente hacia su interior. Mi verga presionaba contra su cuello uterino con cada embestida, queriendo entrar aún más profundamente en sus rincones prohibidos de mujer.
-¡Sí! ¡SÍ! ¡ASÍ, IGNACIO! ¡ASÍ! ¡Haz gozar a tu madre! ¡Hazme tuya!
Aumenté el ritmo. Me encantaba mostrarme rudo y dominante con mami. Me la estaba follando como un toro.
Había sido tan estúpido al rechazar mis instintos, perdí tanto tiempo... Deseaba a mi madre tanto como ahora… ¡Desde siempre! O, por lo menos, desde que empezaron a morir personas a raudales y me di cuenta de que, en el mundo devastado, probablemente sólo la tendría a ella y ella sólo me tendría a mí. Podríamos haber estado haciendo el amor desde hace tanto... Quién sabe, tal vez podríamos habernos convertido en amantes hacía años.
-¡Oh! ¡Oh, mamita! -gemí, clavando mis dedos en sus muslos mientras ella los sostenía alrededor de mí.
Mamá agarró su cabeza y tiró de ella para besarme. Nuestros labios se chocaron y nuestras lenguas se entrelazaron. Un beso cargado de amor maternal, amor pasional, lujuria e incesto. Nos habíamos abandonado al placer. Estaba en el cielo.
Gimió en mi boca y yo sentí una oleada de placer. Volví a gemir, esta vez con más urgencia. Mis labios se separaron de los de ella con la rapidez de un latigazo.
¡ESTABA POR CORRERME!
Sentí sin lugar a dudas que mi primer lechazo se disparó dentro de mamá, antes de que retirara mi herramienta. Ella abrió sus párpados aturdidos justo para verme salir de su interior. Ya afuera, mi verga sufrió los demás espasmos del orgasmo, escupiendo semen caliente en la entrepierna que hasta hacía unos segundos la había hospedado.
Sus ojos se abrieron como platos mientras me miraba. No supe cómo reaccionar. Mi mente todavía estaba descolocada, extraviada gracias a nuestro beso apasionado.
Mamá reaccionó primero. Sus dedos volaron a su coño, tratando de sacar tanto semen como pudiera. Susurró que estaba llena por dentro. Solo había disparado un chorro, pero parecía haber sido una muy buena cantidad.
Sin perder tiempo, se puso de pie y corrió desnuda hasta el grifo que había afuera. Mi leche goteaba de sus labios y corría por la cara interna de sus muslos a cada paso que daba. Quizás había sido más que un solo lechazo…
Abrió el grifo, se sentó en una banqueta que tenía cerca y volvió a tratar de sacarlo todo. Cada tanto, se empapaba la entrepierna con el agua, esperando que el agua sacara lo que ella no podía. Llegué poco después, preocupado y con miedo de que mami se hubiera molestado conmigo.
Después de sacar todo lo que pudo, dejó escapar un suspiro de exasperación.
Apoyé una mano en su hombro con timidez.
-¿Estás…?
Me miró. Parecía aterrorizada por lo que acababa de suceder.
-Estaré bien –dijo finalmente.
-Lo lamento. Yo no…
-No fue culpa tuya. Tenía que suceder en algún momento.
-¿Significa que tendremos que parar a partir de ahora?
Hizo una pausa por un momento, pensando, antes de decirme con una sonrisa:
-No. Por supuesto que no. Solo fue un pequeño susto. Eso sí, tendremos que ser más cuidadosos en el futuro.
Ya no podía imaginar la posibilidad de detenernos. No después del romance que vivíamos. Nunca podría volver a contener mis deseos por mami. De una u otra forma, terminaría montándola, incluso si eso significaba un susto cada tanto. Para ser honesto, no estaba tan preocupado por lo que acababa de pasar como debería haberlo estado. Nunca lo estuve. “Si pasó, pasó. Valió la pena”, pensaba siempre que la duda se anunciaba en mi mente.
~~~
Pasaron ocho meses desde aquel fatídico día.
En una de nuestras expediciones, por fin encontramos un poblado. Todos los residentes estaban dentro de una iglesia, muertos. Mamá se llevó de ahí dos ejemplares de la Santa Biblia. Fue entonces que nos enteramos de que estábamos en algún lugar de la Pampa argentina.
Hasta ese momento, todavía albergábamos esperanzas de tropezar con más sobrevivientes. A partir de ese día, estuvimos casi seguros de que no encontraríamos a nadie. Un artículo impreso de un sitio amateur de internet que encontramos en una cafetería anunciaba en grandes letras que los muertos ascendían a casi siete mil quinientos millones y que obviamente no se había podido encontrar un cura ni nada que se le pareciera. El artículo mencionaba también la colonia del Caribe y daba instrucciones de cómo llegar. No obstante, rechazamos la idea de viajar hasta allí. A decir verdad, nos sentíamos a gusto con nuestra situación. De hecho, lo que teníamos aquí era mejor que la vida que teníamos antes de que el mundo acabara.
~~~
Me despertó la luz del sol matutino entrando a raudales en el dormitorio. Parecía que la primavera estaba arrancando con energía extra ese año. Estaba solo, mamá no estaba a mi lado.
Mientras me lavaba los dientes, escuché la puerta abriéndose. Miré a la sala para ver a mamá entrando con una bandeja llena de frutas.
-Buenos días, dormilón –me dijo al verme despierto-. Toma tu desayuno.
-¡Gracias! ¡Qué bueno, me muero de hambre!
Me senté a la mesa. Mamá hizo lo mismo, aunque con dificultad. Su gran vientre de embarazada le dificultaba moverse.
-¿Descansaste bien?
-Bien, ¿y tú?
-El bebé estuvo un poco inquieto.
Se acercó y colocó mi mano en su gran barriga.
-Va a ser tan enérgico como yo, supongo –dije.
-¿Quién dice que será un niño?
-Es una corazonada.
-Pues yo pensé que serías una niña antes de darte a luz.
-Con más razón estoy en lo cierto. Sólo das a luz niños fuertes.
Soltó una risita antes de morderme el dedo de forma burlona.
-¿Y este niño fuerte crecerá para preñar a su pobre madre como lo has hecho tú?
Puse los ojos en blanco y le dediqué una sonrisa de pervertido.
Nunca supimos si fue ese día hace tantos meses en el que dejé embarazada a mamá, o una de las otras ocasiones en que no me retiré a tiempo. Comencé a preguntarme si no lo había hecho a propósito. Lo cierto es que, las veces que no retiré mi verga a tiempo, mamá nunca me regañaba. Tiempo después, ella me confesó que la idea del embarazo venía formándose en su cabeza, lenta pero segura, desde hacía un buen tiempo. Prácticamente desde que hicimos el amor por primera vez. Por eso me dejaba correrme adentro. La idea fue convirtiéndose en un deseo tan fuerte como mis ganas de montarla. Quería que la dejara preñada. Quería tener mi bebé. Nuestro deseo era un deseo compartido. Y habíamos sido unos tontos al tratar de reprimirlo. Sabíamos lo que estábamos haciendo, y llegó un punto en que ya lo hicimos sin cuidado.
Pronto, comenzó a tener náuseas matutinas. Semanas después, su barriga comenzó a hincharse.
Llegado ese punto, ya no nos contuvimos. Llené sus entrañas con tanto semen incestuoso como pude producir. Muchas veces mamá se iba a dormir con un charco de semen rezumando entre sus piernas. Ella no dejaba de decirme que se sentía maravilloso.
Traté de imaginar cómo se habría sentido al dejarse embarazar por su hijo adolescente. Por mi parte, no podía sentirme mejor. A la edad en que la enorme mayoría de los muchachos sólo se preocupa por graduarse de la escuela e ingresar a una buena universidad, yo ya estaba formando una familia con la mujer que amaba. Y esa mujer era ni más ni menos que la hembra que me había traído al mundo.
Ahora éramos libres de verdad. Libres para follar sin límites. Para compartir nuestro nuevo amor. Si no había sido obvio para mí antes, pronto quedó claro que había heredado mi libido de mi madre. Teníamos sexo en todas partes y tanto como nuestras hormonas nos dictaban. El nuevo mundo era nuestro, nuestro para saborear libremente nuestro amor incestuoso.
Nuestra ropa, último vestigio de nuestra vida anterior, continuó ajándose debido a nuestro activo estilo de vida. Los pantalones que mamá usaba, en especial, se volvieron una molestia ya que no se cerraban por su barriga en expansión. Así que los tiró, asumiendo, medio en broma medio en serio, el rol de una amazona. Casi desnuda y embarazada en un mundo salvaje. Era emocionante vivir la naturaleza de esa manera.
Quería brindarle todo el apoyo que pudiera, así que seguí su ejemplo y también deseché mis pantalones de jean. Al final, mamá tenía razón: andar sólo con mi ropa interior era muchísimo más cómodo. Le daba a mi herramienta espacio para respirar y no se constreñía cuando se ponía duro (y tal cosa pasaba todo el tiempo). Además, mamá decía que era una hermosa vista ver mi verga crecer cada vez que ella me excitaba. Hice que se diera cuenta de lo sexy que era.
Llegué a amar su cuerpo embarazado, más allá de la noción abstracta de saber que fui yo quien la había dejado embarazada. Me encantaba como se le hinchaba la barriga, poniendo siempre mi mano sobre ella mientras hacíamos el amor. A pesar de nuestra dieta más bien limitada, sus muslos y su culo se hincharon un poco. Pero las que más crecieron fueron sus tetas. No dejaba pasar ni una oportunidad de sobárselas y jugar con ellas.
En las últimas semanas, mamá había comenzado a lactar. Creo que la leche llegó mucho antes de lo habitual debido a lo mucho que le chupé los pechos. Mamá estaba feliz de darme de mamar antes de tener el bebé. Le recordaba cuando yo era pequeño, y nos servía para reafirmar el hecho de que éramos madre e hijo.
El calor empezaba a hacerse sentir. Decidimos ir a bañarnos juntos. No fuimos al baño, sino a la ducha que había instalada junto a la piscina que había cerca de la casa. El cálido sol de la mañana hacía brillar nuestro cabello dorado mientras caminábamos.
Abrí el agua y la regulé para que saliera tibia. Entré lentamente. La sensación de sentir el agua cálida bajo la luz del sol era tan agradable…
Vi a mamá como un borrón en mi visión periférica antes de que entrara a la ducha conmigo y me estampara un fuerte beso de lengua.
-¡Dios, estás llena de energía!
-¿Eso es malo?
No pude evitar reírme.
-No. Pero mejor guarda esa energía para dentro de un ratito. Tengo el presentimiento de que en las próximas dos horas tu cueva va a recibir su dosis mañanera de leche caliente.
Volvió a darme un beso apasionado. Mi verga palpitante comenzó a darle golpecitos en su bajo vientre. Nuestras lenguas bailaron hasta que mi cabeza dio vueltas y no pude soportarlo más.
Nos separamos y agarré su mano, llevándola al borde de la piscina. No dijimos nada. No hacía falta. No perdimos ni un segundo. Ella se puso a cuatro patas y yo me arrodillé detrás. Mi verga se clavó en sus labios deseosos. Mis caderas chocaron contra su culo. La cabeza de su verga dio un golpecito en la entrada de mi útero hinchado. Mi primer hijo follándome mientras estaba embarazada de mi segundo niño (¡y primer nieto!).
Mamá gemía al compás de mis embestidas. Cada gemido era más fuerte que el anterior. Éramos los únicos seres humanos en kilómetros y kilómetros a la redonda. Podíamos ser tan ruidosos como quisiéramos. Hasta podía gritarle al mundo que me estaba montando a mi propia madre.
Con una mano acariciaba su vientre hinchado mientras con la otra apretaba sus pechos grandes y llenos de leche de hembra. Se me ocurrió que sus pechos habían iniciado todo esto. Sus hermosos pechos provocando el deseo en mí.
-¡Oh, mierda, mamá! ¡Cuánto te amo, perra mía! –grité al sentir que mamá lanzaba su culo hacia atrás en una de mis embestidas.
-Te dije que me llamaras Anita –dijo ella entre embestida y embestida.
Agarré su largo cabello mojado y lo eché sobre su hombro. Ella volvió para mirarme.
-Lo sé –dije-. Pero es mucho más sucio llamarte mamá. Así que nunca voy a dejarte de decirte mamá, mi reina.
Dio un gemido de aprobación. Me incliné sobre su espalda y la besé. Ella me devolvió el beso mientras y casi nos caímos a un costado por la inestable posición.
Me enderecé y aferré sus caderas. Su rostro se contrajo por el placer. Estaba perdida en un mar de lujuria, sus gemidos eran mucho más fuertes y rápidos.
Con un último empujón, eyaculé en ella. Empapé sus entrañas de leche, chorro tras chorro. Mi semilla se derramó en su cueva, el lugar que tanto había deseado llenar. Estaba donde tenía que estar ahora. Este nuevo mundo así lo quería.
Mamá apretó sus puños y los dedos de sus pies se curvaron cuando alcanzó su orgasmo. Sus piernas se crisparon cuando cada nervio de su perfecto cuerpo de hembra madura cayó en cascada al éxtasis. Su coño me exprimió la verga, ordeñando hasta la última gota de lefa. Finalmente, mi herramienta desinflada se deslizó fuera de ella. Un fino hilo de semen blanco cayó de su coño.
Nos recostamos en el borde la piscina, con los pies dentro del agua, disfrutando del resplandor primaveral. Más semen se escapó de la cueva de mamá, quedando atascado en su salvaje maraña de vello púbico rubio.
La abracé y froté su vientre mientras recuperábamos el aliento.
-Extrañaré esto cuando des a luz –dije.
-¿Extrañar qué? –preguntó.
-Correrme dentro de ti-
Mamá soltó una carcajada.
-Oh, cariño, no te preocupes. Eso no va a parar de pasar.
Me incorporé y me apoyé sobre el codo.
-Pero, mami, te quedarás embarazada de nuevo...
Ella agarró mi verga y le dio un apretón.
-Tal vez yo quiera eso. Quiero que me des tantos bebés como puedas. Creo que nuestro deber moral es repoblar el mundo. Mientras más leo la Biblia, me convenzo de ello más y más. Somos el Adán y la Eva de este nuevo mundo, mi cielo. Te amo, hijo mío. Amante mío. Hombre mío.