La Forma de Ganar Dinero a Costa de su Madre

heranlu

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La Forma de Ganar Dinero a Costa de su Madre

Todas las mañanas se sucedían con monótona languidez, como decía aquel poeta francés cuyo nombre no recuerdo. En cuanto Rufina escuchaba cerrarse la puerta de la casa, señal inequívoca de que Anselmo, su esposo, abandonaba el hogar camino del trabajo, abandonaba el lecho. Se desperezaba junto a la cama y, tras abrir las cortinas de par en par para que entrase la luz, se deshacía del camisón con el que solía dormir. Sus tetas de mujer madura, grandes y colgantes, se desparramaban en libertad sobre su pecho. Se quedaba con unas braguitas que acababan también en el suelo. Desnuda, iba a hacer un pipí al baño y, después, se lavaba bien los dientes y se dirigía por el pasillo a la otra punta de la casa.

Allí dormía a pierna suelta Ricardo, Richi para los amigos, su hijo. Al abrir la puerta, Rufina notó el intenso olor a macho de la habitación, que estaba cerrada a cal y canto y con el aire acondicionado puesto. Richi, como cada noche, había llegado a las tantas y ni se inmutó. Era una auténtica marmota, cosas de la juventud.

El chico estaba boca arriba, destapado, desnudo y con la polla semi erecta. Rufina avanzó a gatas por la cama. Se plantó entre las piernas del muchacho. Acercó su cara al rabo del joven y notó el inconfundible olor a sexo. A saber dónde habría metido el sable el sinvergüenza del chaval. Parecía que en el culo de alguna guarra. Menudo cabroncete estaba hecho. Tiempo atrás, le habría echado la bronca, pero Rufina ya estaba acostumbrada a comerse los flujos de las putas a las que se follaba su hijo y acabó haciendo de la necesidad virtud y saboreando por delegación los distintos coños y culos en los que, un rato antes, había estado alojada la polla de su semental. En fin, el muchacho tenía que desfogarse. Demasiada energía.

Tras olfatear levemente la tranca, empezó a lamerla como una buena perra y oyó los ronroneos de Richi que, sin acabar de despertarse del todo, esbozó una sonrisa de satisfacción y exclamó contento:

—¡Mmmmmm! ¡Sí…!

Rufina se alegró por el muchacho y, sin perder la concentración, empezó a maniobrar con la cabeza para babosearle el rabo, ya tieso, y empezar una buena mamada matutina. Era una costumbre familiar que llevaban unos meses practicando. Todas las mañanas, Rufina le hacía una mamada a su hijo para despertarlo. Si su pobre marido se enterase le daría un síncope, pero era algo que difícilmente iba a ocurrir. Eran lo suficientemente discretos como para que el cornudo no se hubiera coscado de nada. Y Anselmo era lo suficientemente inocente como para no sospechar de su devota esposa. Ella seguía teniendo el mismo comportamiento que había tenido desde que contrajeron matrimonio. No es que fuese una mujer de misa diaria, ni nada parecido, pero era lo bastante formal y recatada como para no despertar la más mínima duda en lo que respecta a su moral.

Vestía siempre con decoro, ropas adecuadas a su edad, tenía 52 años, y condición de ama de casa tradicional. Conservaba sus costumbres de siempre. Seguía acudiendo al cine con sus amigas una vez por semana y a las fiestas de la asociación de vecinos que se hacían en la parroquia todos los sábados, así como a todas las comidas y eventos familiares. Era, además, una de las personas más activas y colaboradoras en lo que se refiere a la realización de obras de caridad y esas cosas que tanto ayudan a mantener una imagen impoluta de cara a la comunidad. Su imagen, entre la gente del vecindario era irreprochable y perfecta.

Pero eso era por fuera. Bajo esa vestimenta tan común, la ropa interior que llevaba no era precisamente la de una mujer católica practicante y casada desde hacía treinta años con uno de los hombres más respetados del barrio, como era Anselmo. Su cuerpo, un cuerpo muy bien cuidado y bastante opulento, era una oda a la pornografía en cuanto se deshacía del vestido. Tangas de hilo dental, sujetadores a juego, un piercing en el ombligo y unos cuantos tatuajes en zonas comprometidas de su cuerpo (el pubis, ambos glúteos y entre los pechos), indicaban algo muy diferente a su imagen pública.

Esta imagen privada y personal tenía un responsable: Richi, su hijo. Un joven de 24 años que era el prototipo de ni ni. Ni estudiaba, ni trabajaba, aunque sí tenía una buena fuente de ingresos. Una fuente que le proporcionaba pingües beneficios y le permitía mantener un buen tren de vida con el que financiaba sus juergas diarias. Un estilo de vida que traía de cabeza a su pobre padre, encabezonado con meterlo en vereda.

El chico, incapaz de acabar los estudios, acabó, para disgusto de sus padres, enrolado en un buque de la marina mercante durante dos años. Un buque con el que recorrió bastantes puertos europeos y del norte de África. En aquel ambiente acabó haciendo honor a aquello que se decía de los marineros de una amor en cada puerto (de pago, eso sí). En esa época, salvo esas escapadas a tierra en las que se fundía la paga en putas y alcohol, el trabajo le parecía monótono y aburrido. De modo que, tras cumplir su contrato, volvió a casa a dedicarse a hacer lo que mejor sabía. Vivir de la sopa boba de sus padres y no hacer nada.

Las discusiones fueron constantes y el ambiente en la casa se fue enrareciendo. Al final, sus padres, de mutuo acuerdo, le cortaron el grifo del dinero y, como el hambre aguza el ingenio, el muchacho empezó a estrujarse los sesos para ver de qué forma podía conseguir dinero. El tema de ponerse a trabajar, evidentemente, estaba descartado. Cómo decía él: «qué trabajen los romanos, que tienen el pecho de lata».

Después de unos primeros días de desconcierto, Richi, agobiado y sin pasta para salir, harto de mirar porno y hacerse pajas, empezó a mirar a la única mujer que tenía cerca, su madre, de un modo bastante retorcido. Empezó con lo clásico, espiándola en el baño. Ahí tuvo la primera sorpresa. Al verla duchándose por un hueco de la ventanita de ventilación del cuarto de baño comprobó que tenía un cuerpo que no estaba nada mal. Algo parecido al de Ava Adams, la actriz porno que tanta leche le había sacado de adolescente, aunque un poco más bajita y redondeada, pero no demasiado, no. La segunda fase fue robarle las bragas para pajearse olfateándolas. Se ponía como una moto cuando entraba al baño y, rebuscaba en el cubo de la ropa sucia las bragas usadas de Rufina, todavía tibias. Oliendo la parte que había estado en contacto con su coño y su culo, no tardaba nada en correrse como un animalucho. Después, usando las mismas bragas, limpiaba los salpicones de esperma que se esparcían por el pequeño cuarto de baño de la casa.

Su madre empezó a notar las rarezas de Richi y a vigilarlo con atención. La tensión era palpable y, al final, estalló de un modo absurdo, como suelen ocurrir estas cosas. Un día en el que no había cerrado el pestillo, su madre le pescó con la polla como un poste, eyaculando a chorros, y las bragas en la napia. Fue un shock para ella que, de golpe, cerró la puerta y se fue asustada a la cocina. Rufina no sabía como gestionar el asunto y tenía miedo a contárselo a Anselmo y que su reacción pusiera de patitas en la calle al chico, al que ya le tenía bastantes ganas.

Richi, al ser descubierto, no detuvo la paja, a fin de cuentas, estaba soltando lefa a borbotones y no iba a echar a perder una corrida así porque sí. Tras recuperar el aliento, hizo lo de costumbre, repasó todo el WC con las braguitas y las volvió a colocar en el cubo de ropa sucia. Después se dirigió, tranquilo y relajado, a buscar a su madre.

La encontró sentada en la cocina, nerviosa, medio asustada y con los ojos llorosos. El caso es que la mujer tenía la cabeza hecha un lío, porque había sucedido algo que la descolocó bastante. A pesar de lo piadosa y perfecta ama de casa que era, y de la obvia reacción que cabría esperar ante un hijo tan pervertido, un hecho extraño la hizo titubear. La visión de una polla, mucho más grande que la de su esposo, tan dura y soltando esperma hacia el techo de aquella manera tan intensa y abundante. Una eyaculación que no dejaba de haber sido, aunque indirecta y pasivamente, estimulada por ella, por el olor de su coño. El haber contemplado la escena le provocó a Rufina una reacción física con la que no contaba. Había empezado a notar una humedad en su coño, mucho mayor que las pocas veces que se había aproximado al orgasmo en su matrimonio. Una excitación que se mezcló con un deseo de tener ese rabo entre sus manos o en su boca, como hacían algunas mujeres, o eso había oído. Y todo a pesar de tratarse de su propio hijo, sangre de su sangre. Era un pecado mortal, sí, lo sabía, y estaba preparada para oponerse a él, pero…

Pero, a pesar de sus palabras contra su hijo, de los insultos que le profirió («eres un guarro», «no te da vergüenza», etc.), en cuanto Richi se acercó a ella, que todavía permanecía sentada, la levantó temblorosa e inició un amago de abrazo, ella se volcó sobre su boca y babeando empezó a besarlo al tiempo que le decía:

—¡Qué cabrón eres! ¡Menudo hijo de puta estas hecho!

Richi, confuso y sorprendido, respondió al envite. A nadie le amarga un dulce, vamos. Viendo el comportamiento de guarra de su madre, empezó a magrearla a base de bien, mientras la morreaba. El culazo era blandito y enorme, las tetas grandes y turgentes, tenía los pezones como piedrecitas, excitados. Y el chico flipó cuando encontró el coñito, mojado como una charca. Metiendo la mano entre sus bragas pudo provocar un orgasmo a la cerda dando tan solo dos meneos al hinchado clítoris de la madura.

—¡Aaaaaaaahhg! —gimió ella con los ojos en blanco y bastante melodramática, como si la estuvieran matando.

Rufina se quedó desmadejada en los brazos del muchacho. Volvió a sentarse en la silla y le preguntó:

—¿Me la enseñas?

Richi no entendió la pregunta al principio, pero cuando ella alargó la mano hacia su entrepierna, él se sacó la polla, nuevamente dura por la situación, y pudo observar como la mujer, boquiabierta y babeando, la admiró como si se tratase de un animal exótico. Después, empezó a lamerla y, torpemente, se la metió en la boca pajeándola con rudeza mientras chupaba el capullo como si comiera un cucurucho. Richi la dejó hacer y, con leves correcciones, le dio la primera clase de chupapollas.

Después de aquella primera ocasión Richi no tuvo que andar buscando fuera lo que tenía en casa y durante un tiempo empezó a comportarse como un hijo modélico. Algo que acabó sorprendiendo también a su padre, que lo comentó con Rufina. Ésta, con restos de esperma todavía en su culo el día que se lo contó, lo atribuyo a que estaba madurando y esas cosas. Anselmo dio por buena la respuesta y siguió feliz con sus cosas.

Pero la cabra tira al monte y Richi empezó a pedirle dinero a su madre para salir. Un dinero que esta no podía darle. En casa, de toda la vida, el tema financiero lo controlaba Anselmo y lo miraba todo con lupa. Le daba a su mujer el dinero justo para los gastos de la compra. Ni más, ni menos.

Richi se empezó a poner insistente con lo de la pasta y, ante el bloqueo del asunto, le propuso una solución a su progenitora. Conocía un par de amigos que le pagarían bien por una mamada. Rufina se escandalizó como es normal. Que tu propio hijo te quiera convertir en su puta y ejercer de proxeneta contigo no es precisamente muy normal. Pero tanto insistió el chaval que, al final, cedió, sobre todo cuando le dijo que, o tragaba con el tema, o se acababa la ración diaria de rabo.

Ahorrando detalles diremos que la cosa fue un éxito. Richi trajo a sus amigos una mañana, cuando el viejo se había ido al trabajo y su madre, como una campeona, les dejó secos los cojones en menos de media hora. Cien euros por barba.

Cuando Rufina, que nunca había trabajado (fuera de casa), vio aquel dinero, su primer sueldo, ganado con su esfuerzo y sudor, tuvo un subidón de autoestima que transmitió adecuadamente a Richi. Éste, sin cortarse, le propuso ampliar el negocio. Él le buscaría clientes, le adaptaría el horario y le concertaría las citas. A cambio, iría al cincuenta por ciento. Rufina aceptó, por supuesto, tan sólo le dijo que se dedicaría solo a hacer mamadas: ni coño, ni culo. Eso se lo dejaba en exclusiva a su hijo.

Acuerdo total, sellaron el pacto con un polvo, como no podía ser menos.

De eso hacía un par de meses. El negocio iba viento en popa. Rufina tenía dos o tres clientes diarios, a veces cuatro. Algunos la visitaban en casa y a otros la llevaba Richi (que ya se había podido comprar un coche de segunda mano con los beneficios), ella no tenía carnet. Así que, redondeando, hacía cuatro mamadas al día: una para despertar a la marmota de su hijo, y otras tres cobradas.

Su hijo, además, le había preparado un vestuario adecuado para atender a la clientela y, ya que estaba, le había tuneado algo el cuerpo. Lo normal, el piercing que mencionamos antes, un par de tatus y una buena depilación completa.

Follar, lo que se dice follar, no follaba mucho. Sólo un par de veces a la semana y siempre con Richi. Con su marido hacía años infinitos que no hacían nada. Con su hijo tenía polvos intensos y cañeros que incluían casi siempre un remate en el ojete. Un culo que Richi había desvirgado tras firmar el acuerdo laboral al que habían llegado.

Tras la mamada de aquella mañana, Rufina preparó un nutritivo desayuno para su macho y le esperó en pelotas, como siempre en la cocina. Estaba esperando a ver qué ropa tenía que llevar para atender a los clientes del día, algo que se encargaba de decidir Richi.

Fue un día tranquilo. A primera hora, Richi la llevó a una discoteca de la que conocía al dueño, al que le había hablado bastante bien de sus mamadas y quería probarlas. Se trataba de un camerunés de unos cuarenta años. Un tipo muy alto, muy fuerte y musculoso que tenía una tranca de caballo y que llamó poderosamente la atención de Rufina. Fue todo un reto para ella, pero superó la prueba con nota, tragándose la espesa corrida del tipo que, encantado, le dejó una excelente propina. El único hándicap fue que hubo que hacer el servicio en la misma sala de la discoteca que, aunque cerrada, tenía a las mujeres de la limpieza pululando por allí mientras la preparaban para la noche y, encima, estaban todas las luces encendidas. En fin, Rufina, que ya estaba curada de espantos, se tragó la vergüenza y agradeció que el suelo fuera de moqueta, un placer para sus rodillas, porque el tipo, eso sí, tardó un buen rato en correrse.

Después Richi la llevó a ver a un par de antiguos amigos del instituto que había vuelto a encontrarse en una reunión de ex alumnos. Contándose la vida les había dicho que llevaba a una puta madura. Los chicos, cuando Richi les contó quién era la tipa en cuestión tras unas copas de más, alucinaron. A fin de cuentas, se habían hecho más de una paja pensando en la madre de su compañero cuando estudiaban. La cosa fue divertida, acudieron a una pensión y allí estaban los dos jóvenes esperándola. Fueron extremadamente amables. Todo en plan: «Buenos días, doña Rufina, ¿cómo está usted? ¿cuánto tiempo sin verla? ¿qué tal don Anselmo, está bien?» Hasta que Rufina se desnudó mostrando el aspecto de su cuerpo. En ese instante, las pollas de ambos chicos, sentados en un sofá, se pusieron como mástiles y Rufina, arrodillada ante ellos, procedió a hacerles una perfecta mamada alternando polla y paja con ambos. La cosa fue breve pero intensa y culminó con un facial. Los chavales, bastante pervertidos, le ofrecieron cincuenta euros más si salía a la calle con toda la leche en la jeta. Ella, como buena negocianta, aceptó y tuvo que recorrer una manzana y media, al mediodía, con un montón de gente por la calle, hasta llegar al coche donde le esperaba Richi que se descojonó al verla. Con decir que «¡puta guarra!» fue lo más suave que le dijeron por la calle está todo contado.

Era la una de la tarde y su jornada laboral estaba lista. Ya podía ir a comprar y preparar la comida para el cornudo y su hijo. Una nueva jornada.

Aquella noche, mientras estaba sentada en el sofá, whatsappeaba con Richi de cerdadas varias. Al lado, el cornudo de Anselmo miraba las noticias. El hombre estaba obsesionado con la guerra de Ucrania y se tiraba el día despotricando contra los rusos, Putin y demás. Rufina estaba de acuerdo, pero, la verdad es que estaba en modo superpelma.

—Lo de los ucranianos. Eso es que es lo que hay que hacer —comentó—. Vale mil veces más vivir de pie que morir de rodillas, ¿verdad Rufina?

La frase no era exactamente así, pero Rufina desistió de corregirlo, simplemente, recordando su experiencia diaria, a Rufina le salió del alma y no pudo por menos que responder tajante:

—¡Hombre, también se puede vivir de rodillas! —«y no se está tan mal», pensó. FIN

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