Historias el macho
Virgen
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Capítulo 1: El Baile y la Obsesión
La Casa de la Cultura de Teocaltiche palpitaba al ritmo frenético de la música folclórica. Isela, una quinceañera delgada pero con un cuerpo de impacto –chichis turgentes y un culo que prometía – bailaba con una gracia que te dejaba sin aliento. Sus movimientos eran pura sensualidad, un imán que atraía todas las miradas. Entre el público, Guillermo, el nuevo director, un treintañero con una mirada penetrante que te helaba la sangre, la observaba con una obsesión enfermiza. No era admiración; era lujuria pura y dura. Después del baile, le ordenó a Laura, su asistente, que investigara sobre Isela: nombre completo, dirección, teléfono. "¡Necesito toda la información, cabrona!", gruñó, sus ojos ardiendo con deseo. Escondida entre las piernas de su madre, Helena, de cinco años, observaba a su hermana con una inocencia que contrastaba fuertemente con la sensualidad de Isela. No entendía lo que veía, pero sentía una extraña incomodidad.
Mientras tanto, en el vestuario, el aire denso de sudor y maquillaje se mezclaba con el olor a los trajes regionales. Isela, muy lejos de la imagen angelical que proyectaba en el escenario, se encontraba con Pablo y Miguel, dos compañeros de baile. Era un ritual, una orgía clandestina. Los gemidos de Isela se entremezclaban con los jadeos de los dos chavos en un frenesí de carne y deseo. "¡Más duro, Pablo, cabrón! ¡Meteme toda tu verga en el coño!", gritaba Isela, arqueando la espalda. "¡Isela, estás que ardes! ¡Qué rico te mamas la verga!", jadeaba Miguel, mientras le agarraba las tetas. La escena culminó en un éxtasis compartido, sus cuerpos untados de sudor y semen. Pablo se corrió dentro del coño de Isela, mientras Miguel lo hacía en su boca. Helena, que había logrado escabullirse y se encontraba escondida detrás de una silla en el vestuario, quedó paralizada al presenciar la escena. La imagen se grabó en su mente infantil, un recuerdo confuso y aterrador.
Capítulo 2: La Cena, el Maestro, y la Propuesta
Laura entregó a Guillermo la información de Isela: dirección, nombre completo, teléfono… un papel que parecía quemar sus dedos. Guillermo sintió un escalofrío de anticipación; la lujuria lo consumía. Esa misma noche invitó a Isela a cenar a un restaurante pequeño e íntimo. El aroma a perfume barato y un sutil rastro de sudor y sexo aún aferrado a Isela excitaban a Guillermo; su deseo era abrumador. La tensión sexual era tan palpable que se podía cortar con un cuchillo. Mientras cenaban, Isela parecía distraída, un tic nervioso en su ojo la delataba. Guillermo, embelesado, no lo notó.
Durante la cena, Isela divisó a Don Ricardo, su maestro de ballet, un hombre mayor con una mirada lasciva, entrando al restaurante con su familia. Sus miradas se cruzaron en un breve pero significativo intercambio, una comunicación silenciosa cargada de significado. Aprovechando un descuido momentáneo de Guillermo, Isela, con una sonrisa enigmática, se acercó a Don Ricardo bajo un pretexto trivial. Le ofreció un pañuelo perfumado para limpiarse, y bajo el pretexto de ir al baño, se deslizó tras él.
En un cubículo del baño de hombres, Isela desató la ropa de Don Ricardo con movimientos ágiles y seguros, llenos de energía contenida, una excitación que palpitaba en sus dedos. Una sonrisa juguetona se curvó en sus labios, anticipando el placer. Isela empujó a Don Ricardo contra la pared, bajando sus pantalones sin contemplaciones. El maestro se sentó en el retrete y sin perder el tiempo, Isela se montó introduciendo la enorme y dura verga del hombre en su ano de un solo empujón.
Isela gritó de dolor y placer mientras Don Ricardo la taladraba el culo sin piedad. Su verga entraba y salía con cada brinco que Isela daba. 'Qué culo más estrecho tienes, puta' jadeaba él."
Minutos después el instructor de danza se corrió en grandes cantidades dentro del ano de la joven, que al sentirse llena sintió una gran satisfacción.
La polla de Don Ricardo estaba completamente llena de semen y excrementos. Isela, sin vacilar, se arrodilló y comenzó a lamer con avidez tragando todo el semen y heces que cubrían su verga, gimiendo mientras lo hacía.
Isela, satisfecha y excitada, salió del baño minutos después. El encuentro fue un secreto que guardó celosamente, un nuevo ingrediente en su ya compleja vida sexual. De vuelta con Guillermo, Isela, agitada y con una sonrisa enigmática, intentaba disimular su aliento fétido por limpiar la suciedad de la verga de Don Ricardo. Guillermo, embelesado y ciego de deseo, no notó nada fuera de lo común. Con arrogancia y lujuria, le propuso matrimonio. Isela, sorprendida, pero viendo una oportunidad, aceptó. La propuesta de matrimonio actuó como un velo sobre lo que había sucedido, un nuevo secreto que se sumó a los demás, profundizando más aún en su ya comprometido estado psicológico.
Capítulo 3: La Pedida y el Incesto que Helena observa
La visita de Guillermo a la casa de Isela para pedir su mano fue una farsa. Mientras Guillermo charlaba con Rosita, la madre de Isela, en la sala, un drama sórdido se desarrollaba en la recámara. Don José, el padre de Isela, un hombre corpulento y con una mirada lasciva, estaba follando a su hija como una perra. Los gemidos sofocados de Isela, entremezclados con jadeos y gruñidos, se mezclaban con el crujir de la cama y la respiración agitada de su padre. Don José, con una brutalidad despiadada, le metía su verga dura en el coño, una y otra vez, sin piedad. El encuentro era un torbellino de placer y abuso, un ritual enfermo y repetitivo. "Más duro, papá!", gemía Isela entre dientes, mientras le agarraba el pelo con fuerza. Don José, sin detenerse, le llenó el coño de su semen caliente, hasta que ambos llegaron a un orgasmo violento y sacudido.
Helena, de cinco años, se despertó sobresaltada por el ruido. Un malestar difuso la había mantenido inquieta en su sueño. Con la cautela propia de un niño que se mueve en territorio desconocido, se levantó de su cama y se acercó sigilosamente a la puerta de la recámara de sus padres. La puerta estaba entreabierta, ofreciendo una visión parcial, pero lo suficientemente clara para que Helena presenciara la escena.
Su inocencia infantil no le permitía comprender completamente lo que veía, pero la imagen la impactó profundamente. La figura imponente de su padre sobre su hermana mayor, los movimientos bruscos y repetitivos, los jadeos y gemidos que llenaban la habitación, todo era un torbellino confuso y aterrador. No entendía las palabras que Isela pronunciaba entre dientes, pero la expresión de dolor y placer mezclado en su rostro la dejaron marcada. El sudor brillando en la piel de ambos, el cuerpo de su hermana contoneándose rítmicamente debajo de su padre… todo era una pesadilla confusa que se grababa a fuego en su memoria.
Helena observó en silencio, su pequeño cuerpo temblaba de una mezcla de miedo y una extraña fascinación morbosa. La escena, brutal y perturbadora, se grabó en su mente infantil como una imagen indeleble, un secreto oscuro que llevaría con ella por el resto de su vida. El único sonido que lograba percibir entre los gemidos era el crujir de la cama, un sonido que se convertiría en el siniestro testimonio de una noche que definiría para siempre su infancia y su relación con su hermana y su padre. Cuando Don José y Isela llegaron al clímax, una sacudida violenta que sacudió la cama hasta hacerla chirriar, Helena se quedó petrificada, presa del terror y de la confusión. Despacio, retrocedió hacia su cuarto, cerrando la puerta con un delicado chasquido, dejando el inmundo secreto sin compartir, pero grabándolo en lo profundo de su inocente psiquis. El resto de la noche transcurrió en un silencio tenso, pesado, signado por el recuerdo latente de lo que había visto. La pesadilla que había presenciado la seguiría por mucho tiempo.
Después del encuentro, Don José, con una sonrisa fingida, recibió a Guillermo. La pedida de mano fue una farsa, donde la hipocresía se convirtió en el telón de fondo. Don José, con una falsa jovialidad, dio su aprobación. La boda fue fijada para pocos días después. Helena, aparentemente sin ser impactada visiblemente por este encuentro, permaneció en un estado de shock silencioso. El secreto observado la marcaría en forma oscura, silenciosa y profunda.
Capítulo 4: La Boda y la Orgia que Helena Presencia
La boda de Isela y Guillermo era una grotesca parodia de la unión sagrada. El olor a coño y verga, apenas disimulado por el incienso, impregnaba todo. Mientras Isela se preparaba, los nervios y los recuerdos del sexo desenfrenado la abrumaron. La tensión se sentía palpable en el aire. Helena, inusualmente despierta y inquieta por el inusual comportamiento de su hermana en los días previos a la boda, sintió una punzada de preocupación. Cuando pasó más de una hora y Isela aún no bajaba, Helena decidió ir a ver qué sucedía.
Con la timidez propia de su edad, Helena se acercó a la habitación donde se preparaba su hermana. La puerta estaba entreabierta, y un sonido extraño, una mezcla de gemidos y jadeos, le llamó la atención. Con cautela, abrió la puerta un poco más y fue testigo de una escena que la dejaría marcada para siempre.
Isela, en medio de la habitación, estaba rodeada de varios hombres, los amigos de Guillermo. Sus ropas estaban desordenadas, su cuerpo empapado en sudor y cubierto de semen. Los hombres, con una mezcla de excitación brutal y frenesí desenfrenado, se turnaban para penetrarla, en el coño y en el ano. Isela, en medio de un éxtasis perturbado, gritaba, gemía, jadeaba, una mezcla de placer y dolor que llenaba el aire. Era una orgía descontrolada, salvaje, repugnante e inolvidable.
Helena observó la escena horrorizada. La imagen de su hermana mayor, en manos de esos hombres, fue una experiencia demasiado intensa para su corta edad. El pánico la invadió, pero una extraña fascinación morbosa, mezclada con el miedo, la mantuvo allí, observando en silencio. Los gemidos de Isela, los jadeos de los hombres, el sonido de los cuerpos frotándose, el olor penetrante a sexo, todo se mezclaba en un coctel nauseabundo que la mareaba. Cada penetración, cada orgasmo compartido, era un golpe brutal en su inocente consciencia. No entendía la naturaleza exacta de lo que veía, pero la sensación de humillación y vulnerabilidad de su hermana la llenaba de una profunda tristeza.
El caos y la violencia de la escena abrumaban a la pequeña Helena. Sintió una profunda empatía por su hermana, una compasión que se mezclaba con el horror de presenciar tal espectáculo. La culpa también se hizo presente, la culpa de presenciar un acto tan íntimo sin poder hacer nada para detenerlo, la culpa de ser testigo de la vulnerabilidad de su hermana sin poder protegerla.
Los hombres se corrieron uno tras otro, sobre Isela, cubriendo su cuerpo con una viscosa capa de semen. Cuando la orgía terminó, los hombres, agotados y satisfechos, se vistieron apresuradamente y abandonaron la habitación. Isela, exhausta y vacía, quedó tendida en la cama, entre las sábanas manchadas, un cuerpo destrozado y humillado.
Helena, paralizada por el horror, se mantuvo oculta, incapaz de moverse. Cuando los hombres se fueron, vaciló unos segundos antes de acercarse tímidamente a su hermana. La observó por un momento, en silencio, sin entender lo que había pasado y sin saber qué hacer. El encuentro entre la pequeña Helena y su devastada hermana marcó un antes y un después, un punto de inflexión en sus vidas, un secreto compartido y una cicatriz profunda en sus espíritus. La pequeña Helena, en ese preciso momento, comprendió que su mundo infantil había terminado para siempre. El vestido de novia, manchado de semen y con un olor penetrante, se convirtió en un símbolo de la profunda degradación de su hermana y de la inocencia perdida de Helena.
La ceremonia culminó, una farsa grotesca de una unión ya mancillada por el pecado y la depravación. Lo que quedaba era la oscura verdad sobre la vida de Isela y el cruel impacto de su pervertida realidad en la vida de su hermana menor, Helena, condenada a llevar los recuerdos de esos momentos perturbadores como una pesada carga a lo largo de su vida.