Gozos prohibidos y sombras (parte 3 de 3)

heranlu

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-Gozos prohibidos y sombras (parte 3 de 3)-

Ella no tardó en correrse entre grititos y jadeos. Esta vez fueron tres decepcionantes orgasmos -según él e intensos y maravillosos, según ella-. El muchacho, por su parte, sintió la electrocución de su cuerpo habitual ya, imposible de distinguir de las previas disfrutadas con ella -y que manifestó con una inundación de esperma feroz y el grito que lo acompañaba hasta el último estertor-, y a insalvable distancia de lo disfrutado con otras mujeres. Era plenamente consciente de este hecho y de que, por nada del mundo, permitiría que nada cambiara.

Cinco meses después...

La ginecóloga les confirmó el buen estado del nonato y de ella. Luis la acompañaba, visiblemente ilusionado. El resultado de los análisis que anticiparían problemas o taras eran negativos. Nada se interpondría en la llegada al mundo de esa nueva vida que se desarrollaba, protegido, bien alimentado y cómodo en su evidente barriga. El feto se agitó al contacto de la sonda fría. La exclamación salió sola de sus gargantas, ella sintiendo, a la vez que veía, el movimiento en el monitor. Él al verlo y sentir la presión de la mano de su esposa, alertándolo. Rieron y se besaron.

-Bueno, pareja. Todo está bien. Será una bebé preciosa.

-¿Co, cómo dice usted?

-Ha costado porque tiene la vulva muy hinchada -algo normal, no se preocupen, porque así nacerá también- y no podía cogerla en una postura que la distinguiera de los genitales masculinos. Ahora se ha quedado de frente el tiempo suficiente y no hay duda. Miró el aparato de grabación anexo al ecógrafo y confirmó:

Lo llevan todo grabado. Podrán verlo las veces que deseen.

Una vez salieron, mientras sorbían sus tés en la cafetería de enfrente, Luis le preguntó por qué no habían ido al ginecólogo de siempre. Ella le mintió lo mejor que pudo, Aunque sabía que le preguntaría exactamente eso, mentirle no era algo que la atrajese. Pero no tenía alternativa.

-¡Me hacía sentir incómoda que un hombre me..., ya sabes...!

-¡Pero cariño, ya te examinaba desde soltera...!

-Esta doctora me gusta -le respondió ella, sin querer ir más allá ¿Cómo decirle que lo que temía no era el reconocimiento del doctor, sino una posible indiscreción sobre lo que sabía de él y habían hablado? No, era mejor así-. Es la que revisa a tu hermana y me la recomendó mucho.

-¡Como tú quieras, amor. Lo importante no es quién, sino que lo haga bien y te dé confianza! -le sentenció Luis, comprensivo-.

-¡Será una niña..., nuestra hija! Tendremos la parejita, cari -le dijo ella, soñadora, tratando de imaginar cómo sería-.

-Bueno, si te digo la verdad, a mí me daba un poco igual. Lo importante es que venga bien. Y tú.

-¿Nos vamos? -le preguntó Luis-.

-Sí, vamos. Hay que comunicar la noticia a las familias. Y lo más importante, a nuestro hijo. Hay que prepararlo con mucho cuidado. No me gustaría que se encelara.

-Seguro que se nos ocurre algo. No te preocupes -dijo su marido-.

Un beso tierno y discreto selló la conversación sobre el tema.

Tras nueve meses y ocho días de gestación - 08:43 A.M.

-¡Cariño, ya ha empezado. Me he levantado e ido a orinar y al sentarme..., creo que he "roto aguas"! -le dijo Susana, con evidente nerviosismo, al otro lado del teléfono-.

-¡No pasa nada. Salgo para allá! Vete avisando a tu cuñada para que recoja al chico y se haga cargo de él hasta que vuelva Luis y nos organicemos mejor ¿Dónde está esta vez? ¿Le has avisado? -Se iba alterado por momentos-.

-No, mi amor. Eres la primera persona con quien hablo. La única con quien quería hacerlo. Tú y mamá. Te necesito tanto... ¡Ven ya!

-Diez minutos -le decía, tratando de fingir una calma que estaba lejos de sentir-. Estoy conduciendo de camino. Llama a Irene, como te he dicho y que ella llame a los demás. Y no olvides la bolsa con las cosas que tienes preparada para llevarte al hospital. ¡Te quiero tanto, tanto...! -y colgó, soltando el móvil en la consola del coche, temeroso de romperse o de provocar un accidente-.

Cuando llegó a la calle, vió a lo lejos a Santiago, precedido por su mujer Irene, que entraban por la puerta peatonal de acceso a la finca.

Dentro, el camino enlosado de acceso a la casa permitia el paso justo de un vehículo junto a otro que estuviese ya aparcado. Restaban cincuenta metros hasta la casa, que quedaba en diagonal desde la entrada. Hacia la derecha, la entrada principal, tras subir tres peldaños de la ancha escalera que se desplegaba en abanico y un amplio rellano frente a la puerta.

Más a la derecha, entre la escalera y la alta muralla de piedras unidas con cemento, límite de la propiedad y que recorría casi todo el perímetro de la finca, se destacaba un esbelto armazón blanco, de aluminio y cristal, que climatizaba la piscina. El cuidado césped se perdía por detrás, hacia la izquierda, circunvalando el chalet.

Si volvíamos atrás, a la esquina próxima a la entrada, el suelo enlosado se introducía una planta bajo el nivel de la calle mediante una rampa larga y ancha. Era la cochera, donde cuatro coches se podían estacionar holgadamente. Estanterías, llenas a rebosar de cachivaches, cubrían tres de sus paredes. Una puerta semioculta, al fondo a la derecha, daba acceso a un "zulo" enorme sin paredes intermedias, recuperado y aprovechado casualmente, buscando una avería por pérdida de agua y que no figuraba en los planos.

Apenas contaba con dos metros de altura. Cada tanto, una gruesa columna de sustentación, cuadrada y basta, rompía la limpia amplitud del espacio. La llenaba una mesa de billar y otra de ping pong, un futbolín, una espectacular máquina de petacos, comprada en un salón recreativo cerrado ya, una increíble gramola americana repleta de discos de vinilo negro comprada en una subasta, la enorme televisión plana colgada de la pared, casi en el techo, a la que se conectaban multitud de altavoces y una voluminosa consola de juegos, varios sofás, desparejados de estilos, materiales y colores y con aspecto de muy usados en su mayoría, de dos plazas unos, de tres otros y tres butacones, rodeando una mesa baja, de un metro por un metro y líneas simples y funcionales, sobre la que descansaba un grueso y pesado cristal, dotada de pequeñas y prácticas ruedas.

Volviendo atrás, a la esquina, tomando el camino de la izquierda se accede a un merendero cubierto de techo tejado a cuatro aguas, elevado del suelo sobre una placa de dos escalones perimetrales y, a la derecha, un porche de acceso a una de las dos puertas secundarias de la casa, también cubierto y accesible por escaleras a ambos lados, ocultas de frente por una pared.

Si se sigue circundando la casa por el exterior -una estancia acristalada y con puertas correderas conforma el otro acceso secundario, al nivel de fuera. Una escalera lateral interior lleva a la planta baja de la casa, un nivel más arriba-, el césped, jaspeado de plantas y algunos árboles frutales, prosigue hasta la piscina. Y si se mira más allá de ésta y algo a su izquierda, se ven el cercano puerto deportivo y el mar.

La casa en sí es enorme, con dos plantas y un mirador al que se accede desde el balcón del dormitorio principal gracias a una estrecha e incómoda escalera metálica de caracol, con vistas al mar y, si el tiempo y la agudeza visual lo permiten, la silueta de lejanas y exóticas tierras.

De la planta baja desciende una escalera estrecha y empinada al gimnasio,bien equipado, y a una habitación donde los zapatos, trajes y vestidos, faldas, bolsos, abrigos, sombreros, cinturones y otros accesorios de Susana son los protagonistas.

Están meticulosamente ordenados -muchos en cajas transparentes de plástico- en nichos de tamaño adecuado, finamente estucados como la mayoría de paredes de la casa.

El mismo día - Hospital - 19:19 horas.

-¡Ya la traen, ya sale! -gritó alguien-.

Todos nos precipitamos a verla llegar, tendida en la camilla. Estaba muy pálida y agotada. Fueron muchas horas de dilatación que no terminaba de alcanzar los centímetros necesarios, y que hubo que forzar con manos y químicos. Luego vino un parto lento y trabajoso, agotador. La niña se subía en vez de dirigirse al canal de parto y un comadrón, fornido, la ayudó presionando fuertemente su vientre...

Un gotero se conectaba a su brazo izquierdo mediante un largo y fino capilar que dejaba ver el líquido de su interior. En la bolsa había una válvula reguladora, y el extremo del tubo acababa en la aguja insertada, protegida por un ancho esparadrapo . La auxiliar, que empujaba su camilla hacia la habitación, les sonreía cálidamente.

-¿Quién es el hermano? -preguntó, a pesar de ser el único hombre allí en ese momento-.

Me adelanté un paso a las tres mujeres.

-Yo soy su hermano -le dije, devolviéndole la sonrisa-.

-Pues tengo un mensaje para usted -todas nos miraban, alternativamente- de la comadrona. Por cierto, ¿qué hace vestido así? Puede quitarse todo eso. No lo va a necesitar. Deposítelo allí, ¿ve? -y continuó mientras me deshacía de los inútiles epis-.

Estamos desbordados, por lo que tardará aún un rato en verles y atenderles. Así que me ha pedido que les diga, para que no tengan dudas, que todo a ido perfectamente y ambas están bien. La ayudamos con la epidural para ahorrarle más sufrimiento, a ella, que ya estaba agotada, y al bebé. Es madre, pero ha pasado mucho tiempo y es como si fuera primeriza.

No han tenido que hacerle cesárea vaginal ni ha sufrido hemorragias. Un poco dolorida sí estará varios días. El gotero ya incluye un calmante para que duerma esta noche. Ha sido una niña, preciosa ¡y qué mata de pelo tiene! ¡Nunca he visto nada igual, se lo aseguro! ¡Menudo jaleo ha levantado! Ah, y ha pesado 2,890 kg. La he pesado yo misma. Dos veces y...

-Perdone, enfermera... ¿y la niña, dónde está, por qué no se la dan ya a su madre? -preguntó Irene interrumpiéndola, cuyo esposo cuidaba en casa de los niños, para que ella pudiera estar allí, con el apoyo beligerante de las dos mujeres mayores-.

-Ah, sí, el bebé. Verán, ahora mismo la estarán terminando de lavar y hacerle las pruebas que siempre se hacen. La traen enseguida, no se preocupen. Le puse la otra pulsera yo misma pero ¡es imposible confundirla! En la incubadora -dirigiéndose a Susana pero mirándonos a todos de vez en cuando-, junto a la cama, la va a poder ver y coger un poco.

Si no puede darle algo de pecho hoy, es normal y, en uno o dos días le subirá la leche. De dónde chupar he visto que no será problema -y volvía a sonreir, mirándome a mí-. Si quiere, la enfermera le traerá un biberón ya preparado -le dijo a Susana-, si llora de hambre...

El mismo día - Hospital - 10:39 A.M.

¡Maldita suerte! Yo hubiese estado con ella en dilatación y el paritorio, apoyándola, viéndola alumbrar a nuestro bebé, a nuestra hija. Me dieron una bata finísima, una redecilla para la cabeza, una mascarilla y los cubrezapatos, que me puse rápidamente para no dejarla sola un solo momento. Esperaba ser llamado para entrar cuando la comadrona vino a mi encuentro.

-¿Usted es el marido de Susana?

-No, no... -añadiendo rápidamente-, soy su hermano.

Me miró de hito en hito sin cortarse un pelo.

-Entiendo. Bueno, mire, hay un problema. Han coincidido más mujeres a punto de dar a luz de lo que podemos manejar. No cabemos todos con un nivel de intimidad mínimamente aceptable. Lo siento, pero no podrá acompañarla durante el parto.

-Y no... -traté de decirle pero atajó cualquier réplica.

-No. Créame que lo siento. El protocolo y las otras mujeres exigen que sólo esté presente el personal sanitario imprescindible, el que esté de servicio.

Viendo mi gesto de frustración y abatimiento, me presionó con complicidad el brazo y me dijo:

-Ahora, salga tranquilo y espere fuera. Le informaré inmediatamente si algo se complica. Le prometo que voy a cuidar de ella. Todo va a ir bien, ya lo verá.

Me acerqué a ella y le besé la mejilla. Pareció algo incómoda, pero asintió.

-¡Por favor! -y no dije más-.

En la sala de espera ya lo sabían todos. No tuve que explicar nada. Me senté a esperar. No podía hacer otra cosa. Me puse a recordar el pasado, desde el momento en que fuí consciente de ella.

El mismo día - Hospital - 19:31 horas.

En la 211 había una cama vacía, junto al servicio. En la que estaba a su derecha descansaba mi amor, agotada y desesperada por estar apartada de nuestra hija. Al lado de la cama, un sillón negro daba paso a la doble ventana y al exterior. Ya era oscuro y el reflejo de la luz de la habitación ocultaba cualquier detalle de la calle, excepto la luz amarilla de las farolas y los faros, como luciérnagas, de los pocos cochesvque transitaban a aquella hora.

Tampoco se oían sus motores. Me las apañé para estar solo con ella únicamente porque Irene, que entraba conmigo, atendió la llamada de Luis en el pasillo exterior, junto a los ascensores. Fingí no darme cuenta de su parada -consciente de mi golpe de suerte pero del poco tiempo del que disponía para estar con ella a solas- y casi corrí por el pasillo buscando la puerta, seguro de que Irene no me vería.

-¡Mi dulce hermanita, mi amor, gracias por darme este maravilloso regalo! -le susurré a los labios que no dejaba de besar, casi a cada palabra que pronunciaba-.

-¡Y a tí, Fernando, mi amado y deseado hermano, por hacerme tuya y darme esta bendición, amor mío. Cuando veas a nuestra hija no te lo vas a creer!

-¿Por qué no me la traen ya, qué pasa? Apenas me la han dejado un momento ¡Quiero tenerla en mis brazos, contra mi pecho!

En ese momento se oyeron unos golpes suaves en la puerta y pensé en Irene. En vez de eso, cuando iniciaba el movimiento para ir a abrirla, ésta se abrió y en ella apareció la partera, con nuestra hija en brazos. Rápidamente se acercó a Susana y la ayudo a erguirse manipulando la cama, depositando a la niña en su regazo con exquisito y experto cuidado, la cual dormía plácidamente ajena a todo.

-¡Es preciosa de verdad. Enhorabuena! -sonriéndose al ver la meticulosa inspección a que la estaba sometiendo su madre-. Le aseguro que es maravillosamente perfecta, señora. Es un milagro de la Naturaleza. Su salud también lo es. Los bebés nacen muy arrugados y cambian mucho en las siguientes horas, pero esta niña... es una copia de ustedes dos, -nos dijo mientras me miraba sin pestañear, creyendo haber captado una pronunciación especial en el "dos", lo que me izo sentir el inicio de un sonrojo que no afloró porque...

La puerta fue abierta rápidamente y por ella asomó Irene, quien se sonrojó -ella sí- al ver el gesto de desagrado, por la irrupción, que mostraba sin tapujos la matrona. Mientras el alborozo y la alegría las hacía hablar atropelladamente, y los grititos de admiración se sucedían incontenibles, la mujer, de unos 45 o 50 años me retiró un poco de ellas, con evidente intención de marcharse:

-Si necesitan algo, llámenme. Enhorabuena -me dijo mirándome fijamente, sin pestañear-, que la disfruten mucho. Esa niña es muy, muy especial-.

Miró a las dos mujeres y al bebé, sonrió, me dió un beso en la mejilla, en la comisura de los labios, mientras me guiñaba un ojo, y, dándose la vuelta graciosamente, salió de la habitación tarareando, muy bajito, algo que no reconocí. Cerró la puerta, tras ella, con exagerado cuidado y sin mirar atrás.

Tras un instante, me volví dispuesto a disfrutar, todo lo posible, de mis dos mujeres.

Sabía que pronto la volvería a tener entre mis brazos, dándole todo mi amor y también -¿por qué no?-, todo el gozo que merecía, mientras disfrutamos de ver crecer a nuestra deseada hija junto a su hermano. Toda una vida por disfrutar para ellos y para nosotros pues, Susana con 33 años y yo con 31, tenemos también un futuro esperanzador por recorrer, juntos.



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