Gozos prohibidos y sombras (parte 2 de 3)

heranlu

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-Gozos prohibidos y sombras (parte 2 de 3)-

Nos duchamos juntos y nos comimos una pizza precocinada que era una mierda, pero teníamos un hambre atroz. La cola no tenía apenas gas, demasiado dulce, pero era mejor que el agua del grifo, acabada la poca embotellada que teníamos. No queríamos salir a comprar, agotados por tantas emociones y esfuerzos, ya que lo más próximo donde conseguir comida era en la gasolinera del área de servicio, que a su vez, daba el acceso a la urbanización. Medio kilómetro más allá daba comienzo el área comercial.

Quitamos la cubierta de la cama, dejando la sábana de abajo, poniendo en su lugar otra limpia que cubriera nuestros desnudos cuerpos. Por fortuna, no se había mojado nada más y el duro y carísimo colchón no sufrió contratiempos. Pronto quedamos profundamente dormidos. Yo contemplando extasiado su cara, sus ojos, su sonrisa permanente, cogidos de las manos...

Desperté unas dos horas más tarde. Lo primero que enfocaron mis ojos fueron los suyos y sus rojos y jugosos labios, que mostraban su preciosa sonrisa. Se la devolví extasiado. No creía aún que me pudiera estar sucediendo lo que parecía un sueño, del que temía despertar y regresar a la anodina realidad, saturada de deseos, sueños y promesas sin cumplir, proyectos sin alcanzar. Le iba a preguntar si había descansado cuando me soltó en un tono suplicante e imperativo a la vez:

-¡Fóllame! -No creí haberla escuchado bien. La miraba como un imbécil, sin llegar a comprender del todo. Una cosa era habernos masturbado usando nuestras bocas y otra, bien distinta, lo que dudaba que hubiera pronunciado-.

-¿Qué...?

-Quiero que hagamos el amor. Ahora.

-Pero, amor mío, ¿estás segura? Derribarás la última barrera ¡Traspasarás la última línea roja...!

-No. Esta no será la última, vida mía ¿Me deseas? ¿Me amas? -no rntendí en ese momento lo que me decía, las implicaciones futuras de, en apariencia, aquellas simples palabras-.

No le contesté. No había necesidad de hacerlo a una pregunta retórica. O a mil.

Pronto la tuve debajo mía en una orgía de besos, caricias y estínulos. Tenía sus piernas sobre mi espalda, mi cara entre sus muslos y mi lengua recorriendo inagotable su meloso coño. Sus gemidos eran continuos y profundos. Su cuerpo se agitaba frenético víctima de espasmos. Su vagina emitía ríos de flujo. Su clítoris era un reflejo en miniatura de mi pene, de mi polla, de aquel tranco pétreo que a duras penas lograba contener.

-¡Por favor, por favor, ahora... Métemela, Fóllame ya! -me gritaba gimiendo, sollozando, tratando se subirme tirando, una y otra vez, hacia arriba de mis axilas. No la hice esperar. Me coloqué a su altura, besándola y colocando mi nabo en la entrada de su vagina. Lo que sucedió entonces me sorprendió.

Me pillo de imprevisto. Cuando entró la punta en su vagina se arqueó casi levantándome y se la metió hasta lo más profundo de su ser en un solo y relampagueante movimiento. Sentí cómo las paredes de su vagina parecieron desgarrarse por la abrupta irrupción; en realidad, se abrían y amoldaban perfectamente al paso de mi órgano.

Empecé a penetrarla rítmicamente, disfrutándola y sintiéndola maravillosamente adaptada a mi alrededor, como un preservativo. Se me saltaban las lágrimas de dicha y mi deseo hacia ella crecía exponencialmente a cada embestida, a cada segundo que transcurría.

¡Más rápido, más fuerte! -me gritó varias veces, marcándome el ritmo que quería con sus manos en mis caderas-. Un sonido, como el que hace un perro bebiendo agua, nos llegaba del golpear de mis testículos en su culo. Susana estaba muy abierta de piernas, con ellas colgando del aire a ambos lados de mí, sin tocarme. Sus pies se agitaban al ritmo de mis empujes.

Su vagina sufría contracciones tremendas, estrangulando mi polla pero otorgándome un gozo inenarrable, auténticas oleadas de placer que nos infringíamos despiadadamente. Y estalló sin avisar. No podía hacerlo y se abandonó. No fue un grito. Literalmente aulló desgarradoramente. Fue algo imposible -eso creía- para una garganta humana. Pareció ir remitiendo, pero no.

Otra vez ese grito tremendo, otra vez una oleada de espasmos, otra vez los ya roncos jadeos, los ojos tremendamente apretados, otra vez ese rictus en su cara, los dientes apretados, sus uñas clavándose en mis hombros, los pellizcos en mi espalda y mi vello erizado... y no pude más. Las lágrimas se me saltaron de puro éxtasis mientras regaba su coño con chorros de semen que salían expulsados convulsamente a tremenda velocidad.

Ella había anticipado el momento, sintiendo su llegada, y apoyado sus pies a ambos lados de mis caderas, muy apretados, preparándose para lo que sabía le venía. Al sentir la irrigación y la dureza que la ensartaba, se corrió una tercera vez en una catarsis que dejó atrás cualquier experiencia previa.

Seguí penetrándola hasta que no pude más, intentando que se corriera más veces. La hipersensibilidad del glande me impedían ya prolongar el polvo. Estaba jadeando, chorreando de sudor y oyendo mi sangre fluir en mis sienes palpitantes, derrumbándome sobre ella unos instantes para recuperar el resuello. Tenía que dejarla respirar y traté de apoyar sobre mis codos, al menos, el peso de mi torso. Entonces me abrazó con fuerza y me dijo:

-No, mi amor. Quédate así y bésame. No te salgas tampoco. Déjala que la sienta dentro un poco más...

-Pero pronto se va a "chuchurrir" y se saldrá ella sola -le contesté-.

-Por favor...



Nos cubrí con la sábana para mitigar el frío que sentíamos al evaporarse el sudor salado que nos empapaba. La besé largamente. Tiernamente. Y no, no se salío. Pronto volvió a quedar erecta e inmediatamente volvimos a aprovecharlo. Yo tampoco sabía lo que me pasaba para funcionar así. Nunca había sentido ni pasado, aún de lejos, por una experiencia tan rica con otra mujer. Estaba en "territorio desconocido". Supe que ella también.

Cinco semanas después...

Ya teníamos una regularidad de encuentros en las que nos "dábamos el lote", en clara alusión a la cantidad de veces que repetíamos el oral o la penetración o ambos. Perrito, cuchara, 69 (o 68), misionero..., en la cama, el sofá, la robusta mesa del salón..., por la mañana, por... -bueno, quita eso y pon "en cualquier oportunidad" o mejor, "a la menor oportunidad". Follábamos en el chalé que compartíamos, en su casa o en la mía, según las oportunidades.

¿Te has preguntado qué era eso del 68? Es lo que defino humorísticamente como "chúpamela tú y te debo una", que se da, por ejemplo, cuando menstrúa y solo tenemos la alternativa de hacerme la felación ella. Como se humedece apenas la beso y acaricio, al menor contacto, solo con la anticipación de lo que viene, la penetro perfectamente lubricada estando de rodillas en el sofá, de cara a la pared, desde atrás, o en la alfombra o similar en el suelo haciendo de perrito, o igual pero en la cama, donde reposa sus pechos y codos, con el culo deliciosamente levantado y en toda su exquisita magnificencia. Siempre que me corro en su vagina quiere me me quede dentro de ella todo lo posible, algo que ya es costumbre para mí.

Cuatro meses después...

Tras varios días sin poder estar juntos, se reúnen en la casa común. Descargan el coche de bolsas de alimentos, botellas de agua y una larga lista de otras cosas. Tienen cuatro días para dedicarse exclusivamente a ellos mismos, de jueves a domingo. El primero se les va acomodando las cosas y limpiando un poco.

Hace dos días que él le dijo a la señora que limpiaba la casa dos veces por semana, que esta no fuese, que estaría ocupada y que, como siempre, le pagaría igual fuese o no, así que no esperaban interrupciones inoportunas. El niño se quedaba con sus primas, como era costumbre, para que no estuviese solo y disfrutara jugando con críos de su edad, declinando la invitación de quedarse con ellos; lo recogería el lunes a la salida del colegio, gracias a que las niñas, de 10 y 12 años estaban en el mismo centro.

Por otro lado, Luis estaba en un curso de formación de séis días y regresaría en una semana, el próximo martes a miércoles, al haberse ido con un día de anticipación. El mismo día que terminaba regresaría, aunque llegaría de madrugada.

Ya era casi la hora de comer. Susana calentaba la comida preparada que habían comprado en el supermercado, junto a lo demás, abasteciendo la casa. Él había metido dos botellas de tinto, un delicioso Rioja Gran Reserva de 2013, en el congelador para enfriarlos lo suficiente antes de comer. Era un sacrilegio imperdonable enfriar un vino de esa calidad -o cualquier otro, en verdad-, de ese modo tan brusco. Luego los pasaría a la zona de vinos del refrigerador. Cuarenta minutos más tarde, envolvió la botella en una servilleta de tela, cortó el precinto y le clavó el sacacorchos. Pronto estuvo descorchada.

Vertió un poco en una de las copas de largo talle que había sacado y limpiado a conciencia. Lo degustó, disfrutando de todos los matices de olor y sabor de un vino excepcional. Se bebió el resto y escanció hasta dos terceras partes en cada copa. Se acercó a Susana, la besó con ternura y le ofreció la suya.

-¿Está bueno? -le preguntó ella sin probarlo aún-

-Delicioso. Como tú -Sus ojos relampaguearon por el cumplido y, aprovechando que él paladeaba un poco en su boca, ella le besó, le introdujo su lengua todo lo que pudo y la fue retirando despacio, recorriendo todo su interior e impregnándose del vino. Se separo de él, y se relamió provocativamente, en un gesto que le era muy propio de coquetería. Emitió una risa cristalina y cautivadora de las suyas y aprobó el vino.

-Pues sí que está bueno -sentenció finalmente. Y a la temperatura justa-.

Dejó su copa en la encimera, le quitó de las manos la que sostenía su hombre, depositándola junto a la anterior, y le echó los brazos al cuello, dando comienzo al beso más largo de los últimos días .

Un rato más tarde, prepararon la mesa y comieron, devorándose con las miradas en predicción de lo que llegaría seguidamente...

Dos horas más tarde se entretenía con los pezones de sus pechos, lamiéndolos a ellos y a sus respectivas areolas, chupandolos, recreándose en el placer instintivo que esto le reportaba.

Nunca era suficiente, como los besos. Permanecía empalmado dentro de ella, esos largos minutos que le demandaba hasta que retomaba la erección y follaban una vez más, o él necesitaba descansar y recuperarse y el pene, ya flaccido, acababa saliéndose de la vagina, arrastrando un manantial de fluidos, blancos y de aspecto espumoso, como resultado de la mezcla del flujo vaginal, el lubricante previo y el esperma, y la acción de frotamiento, a la vez que la habitación adquiría su característico olor almizclado.

Alargó un brazo para asir la copa de vino que se había llevado al dormitorio, con la intención de compartirla con ella, y que había quedado relegada sobre la mesita de noche de su lado. No llegaba porque estaban uno frente al otro -encima, más precismente-, en el lado de ella. La cama, de dos por dos metros no ayudaba a eso, precisamente. Se echó bocarriba, a su lado, y se giro dándole la espalda para poder alcanzarla. La tomó y le dió un largo trago a aquél néctar de dioses. Sin mirarlo, a la vez que él daba cuenta del vino que ella había rechazado un instante antes con un gesto de negación de su cabeza, a bocajarro, sin vaselina ni nada le dijo:

-Quiero ser madre otra vez -esto atrajo su antención inmediatamente-. Y quiero que ese hijo sea tuyo. Tuyo y mío.

Pasaron muchas cosas simultáneamente. Tragó de golpe, yéndosele "por el otro lado". Lanzó una nube de vino finamente atomizado, vaciando hasta la última brizna de aire de sus pulmones. Intentaba toser para expulsar el vino de su tráquea y bronquios, pero no podía. No tenía aire, por lo que inspiro estertóreamente. Un sonido ronco acompañó al aire que entraba.

Esto le provocó un acceso de tos, que lo dobló por la cintura, mientras pugnaba por volver a respirar y toser -a la vez- para evacuar el líquido que amenazaba con invadir sus pulmones. La instintiva pugna de necesidades contrapuestas fueron aplacándose poco a poco hasta quedar reducida a una pertinaz carraspera que lo obligaba a toser y carraspear cada poco rato. Necesitó casi una hora en normalizarse...

Susana quedó conmocionada del tremendo susto que se llevó. Al principio, pudo reaccionar lógicamente, le animaba hablándole con medida calma a toser, transmitiéndole sosiego, mientras daba fuertes palmadas a su espalda inclinada. Luego se puso a horcajadas tras él, le rodeó con sus brazos el pecho y le mecía y animaba, tranquilizándolo, a seguir expulsando el vino y salir del atragantamiento.

Había recuperado de nuevo el color en el rostro, que transitó por su bronceado ligero habitual, pasó por un blanco cadavérico y llegó al azulado del ahogo durante el episodio.

Cuando ella comprendió que ya había pasado todo, sintió vértigo y un miedo profundo y corrosivo que la hacia tiritar. Apenas atinó a llegar a una silla de madera con el cojín y el respaldo alto de terciopelo azul ribeteado en dorado, una de las dos que flanqueaban la puerta de entrada. Sus descontrolados sollozos rompieron el silencio del momento y él, con un nudo en la dolorida garganta que le impedía pronunciar palabra alguna, no hayó mejor modo de consolarla que abrazarla.

La acariciaba suavemente y le daba besos en la cara, en la nariz, en la frente, en las sienes... Se iba recuperando, cesaron los temblores y se acallaron los sollozos y los hipidos. La oscuridad dio paso a la luz y, por fin, recuperó el control de su cuerpo. Se había orinado encima y la silla goteaba aún.

-No te muevas, cariño. Voy a preparar el baño ¡vale? -ese fue el preciso instante en que se percató de lo que había pasado con su vejiga- Asintió con su cabeza y yo salí a prepararle un buen baño con el agua a temperatura de cocer langostinos, como a ella le gustaba. Y sales de baño. Muchas sales...

Esa noche no hablamos mucho. Comimos en silencio la mayor parte del tiempo, nos bebimos lo que quedaba del vino y disfrutamos de una deliciosa tarta helada de chocolate. La llevé a la cama y la acosté, prometiéndole no tardar. Yo tenía todos los deberes hechos. Mientras se bañaba, arreglé todo el desaguisado de la habitación, lavé en el jardín la silla y la dejé en el porche trasero, a la sombra, inclinada contra una pared, para que se secara sin estropearse. Fregué a conciencia el suelo, recogí toda la ropa y cambié las sábanas de la cama.

Llevé la ropa al cuarto de limpieza y puse una lavadora con las de la cama. Las braguitas azules con encajes de Susana fueron enjuagadas con cuidado, y se las dejé en remojo en una palangana de plástico que sabía usaba para lavar su ropa íntima con un poco del detergente que usaba. Miré con ojo crítico el dormitorio. Las ventanas abiertas y el ambientador electrónico habían dado lugar a un ambiente agradable. Corrí las mosquiteras pero no cerré las ventanas y puse el ambientador a 45 minutos de cadencia. Lo apagaria después de cenar porque sentía un regusto cuando funcionaba y no me gustaba para nada.

En la cocina, lavé y corté verduras para hacer una ensalada. Como a ella le encantaba cómo la condimentaba, la dejé ya preparada. Hice unas tortillas "francesas" con atún y cogí rodajas de pan que deposité en una pequeña cesta. Unas aceitunas "chupadedos" y listos ¡con cualquier cosa se apaña un pobre!

Estaba pletórico, exhultante. Algo, un "run run" daba vueltas por mi cabeza sin cesar, pero no, no salía, lo tenía en la punta de la lengua ¡Maldita sea siete pares de veces! Creo que necesito más vinito de ese...

Me asomé al cuarto de baño. Ella estaba echada hacia atrás en el jacuzzi y regulaba con el mando algún ajuste porque la bomba bajó su ritmo. No me miró, pero notó mi presencia.

-¡Déjame un poquito más, cari!

-Claro, mi amor, pero no mucho. La cena está preparada y se enfría.

-¡La has preparado!¡Me muero de hambre! Por favor, amor, ayúdame a salir.

Agarré el albornoz, le saqué las mangas al lado correcto y le dí mi mano para que saliera con seguridad. Le puse la bata, la abracé y froté y, dejándola secarse pulsé el botón de vaciado de la bañera. La enjuagué con la ducha y le pregunté a Susana si le apetecía cenar fuera, en el merendero.

-¡Ay, si, qué feliz idea. Me gustaría muchísimo, pero antes tienes que darme un beso!-así que eso hice, encantado.

Preparé la mesa del jardín quitando horas y ramitas y fregándola, encendiendo solo algunas luces y los matainsectos del merendero cubierto, llevé el mantel, las servilletas, la comida con los platos tapados y así todo. Entonces llegó ella, apagando las luces de la cocina y el porche trasero.

Espectacular. Como iba vestida sonrojaría a cualquier diosa de la mitología. De cualquier mitología. Un precioso vestido rojo de media manga, ajustado como un guante de látex y salpidado de brillos dorados. Un escote medio, redondeado, y un cinturón negro que lo hace parecer de dos piezas. Los bonitos zapatos rojos del mismo tono y poco tacón y un diminuto reloj dorado con bisel de pedrería, un collar fino de bisutería, imitando pequeñas y nacaradas perlas y... literalmente nada más.

Si, iba pintada con los labios rojos y las uñas también rojas, pero nada más, como he dicho. Ni bragas ni sujetador, por lo que su busto se marcaba en el fino vestido casi como si fuera desnuda, y el corto vestido, al sentarse se le subió como para dejar verle todo su precioso coño. Al ver cómo la miraba, la admiraba y la deseaba me repitió:

-QUI-E-RO UN HI-JO TU-YO. Y no voy a parar hasta que me dejes "aunque sólo sea una chispita preñada". Así que puedes ir haciéndote a la idea, mi amor. Pronto vas a ser padre -la cabeza se me despejó de golpe. ¡Eso era lo que me había estado dando vueltas y me tenía tan feliz! ¡Yo también deseaba tener un hijo con ella! Mi gozo era difícilmente contenible, pero decidí ser un poco malo para darle más morbo a la situación-.

Le ofrecí su copa de vino, sin dejar de mirarla a los ojos, lo que juro no me resultó nada fácil, habituado a devorarla con la mirada. Y no dije nada. Me volví para tomar mi copa de Rioja y noté su mirada taladrándome la nuca. Tardé una eternidad en encararla de nuevo, recreándome en mi papel de Maquiavelo.

La miré nuevamente a los ojos y supe, sin la menor duda, que sopesaba avalanzarse sobre mí y arrancarme la promesa de embarazarla mediante la tortura, tal vez arrancándome la piel con sus uñas o sus dientes. Es muy capaz y me lo confirmó el escalofrío que me recorrió la columna...

Vi su expresión abatida y el alma se me cayó a los pies. La amaba tanto, tanto, que la idea de hacerla sufrir ese poquito tan solo me pareció, de pronto, una vileza, un acto despreciable. Le alcé mi copa y le brindé:

-¡Por nosotros, mi dulce amor... y por nuestro hijo, que tanto deseamos!

Ella no brindó. Estuvo a punto de caerse y así habría sido de no observarla hasta el más mínimo detalle. La sujeté e hice sentar en el banco corrido que tenía al lado, para sentarse a la mesa.

-Temí tanto que tú no quisieras tener ese hijo conmigo... Lo deseo tanto porque no existe nadie que ocupe mi corazón como tú, excepto mi hijo, pero ese es otra clase de amor, ¿entiendes?¿Me comprendes?

-Claro que sí, cielo. Tendremos ese hijo y será el fruto de nuestro amor. Te lo prometo.

Ella tomó su copa y bebió. Me miró y me sonrió, pero sus ojos pugnaban por contener las lágrimas, batalla que perdió cuando me apreté contra su hermoso y palpitante cuerpo en un abrazo y la besé como si no hubiera un mañana, sellando así nuestro proyecto común.

Ya calmada, tranquila y feliz, cenamos hablando y especulando sobre el sexo, el nombre, a quién de los dos se parecería más -¡y hasta por qué!- y mil otros detalles de gran importancia ¿o no?. Recogí los platos y, a la vuelta, traje dos trozos de la tarta que nos seducía tanto.

-¿Quieres café, cariño? Recuerda que después no te dejará dormir.

Lo sopesó un instante apenas.

-Sí, con un poco de lehe ¿compramos?

-Sí, amor. De la vegetal que tanto te gusta ¿Con una cucharadita de azúcar?

-Como siempre ¿Te ayudo?

-No, para nada. Los platos ya están en la máquina friegaplatos y el café se hace solo -le decía, dándole un beso y llevándose los platos y cucharillas de la tarta-.

-Mentiroso... -acertó a escuchar llegando ya al porche-.

Minutos después apareció con sendas tazas de café que puso ante sí, entre ellos, en la mesa. ella los miró indecisa.

-Ese tiene leche. Es el tuyo. El mío va solo -le dije-.

-Esta va a ser una larga noche de insomnio ¿lo sabes? -me dijo con esa mirada pícara que empleaba conmigo, "made in Susana".

-¿Y qué haremos entonces? -le dije, tratando de imitar su pose y mirada-.

Nos reímos sin parar. Se sabe que el alcohol, en cantidad noderada, ayuda a aforar el humor, a desinhibir. Recogimos todo y cerramos la puerta trasera. Conecté la alarma perimetral de la finca y subimos a los dormitorios.

Nos besábamos en cada peldaño hasta llegar al cuarto de baño. Nos desnudamos mútuamente, entre risas y caricias, entre caricias y besos. Nos duchamos como nos desnudamos, el uno al otro, el otro al uno, enjabonando y saboreando con las manos cada poro de la piel ajena, cada protuberancia, cada hueco...

Ya secos y aún desnudos, cerré el ventanal con la mosquitera, dejando sólo los pequeños agujeritos de la persiana -que bajé- y desconecté el perfumador. El ambiente del cuarto era límpio, perfumado y fresco, nada que ver con el que dejamos esa tarde. Ella, echada en la cama sobre las inmaculadas sábanas, me observaba apreciativamente, sin tapujos, grabando en su mente mi cuerpo que recorría minuciosa y ávidamente.

Sabíamos que no disponíamos de mucho tiempo. Muchas cosas debían engranar perfectamente o levantaríamos sospechas si quedaban incoherencias, contradicciones o lagunas en hechos y circunstancias. Todo debía fluir de modo natural, y nuestra relación y acciones debían mimetizarse, disolverse y suplementar la vida normal, la que afecta a los demás.

Susana había mantenido relaciones sexuales con Luis la víspera a su viaje y también la noche anterior a ésta. Ella usaba píldoras anticonceptivas desde la adolescencia, más como regulador hormonal que como remedio a un posible embarazo -entonces- y control natal tras su primer embarazo, pero hacía casi dos años que no tomaba precauciones, pensando en dar un hermano a su hijo. Pero no llegaba, así que decidió ir al ginecólogo colombiano que la revisaba cada año y exponerle el tema.

No le dijo nada a Luis, no por afán de ocultarle nada sino con la esperanza de darle una sorpresa. Se sometío a inspecciones internas, a análisis de sangre y fluidos y a aparatos que la exploraban bombardeándola con ondas y que permitían ver un nonato como si estuviera ya nacido. Las pruebas físicas demostraban tenazmente que no existía impedimento alguno para que un banco de espermatozoides llegara hasta su óvulo y lo asaltaran.

Normalmente, uno era el afortunado que penetraba en su interior hasta el inicio de la cola motriz, que era desechada, el óvulo se cerraba herméticamente para el resto y la vida de un nuevo ser cobraba forma.

Dos semanas más tarde recibió el mensaje que ansiaba. La enfermera del médico le daba cita para el lunes de la semana siguiente. No obtuvo ningún avance del resultado de los análisis -"yo sólo soy la enfermera del doctor. Quédese tranquila que si hubiese salido algo malo, él la habría citado personalmente y de forma inmediata"- No valía la pena insistir, pues. Pero sabía que serían cinco frustrantes días de espera.

El lunes por la tarde dejó a su hijo en casa de la tía de éste, con sus primas, con la excusa de hacer unas gestiones al centro. A las 17:30 llevaba ya 37 minutos de espera en la sala adyacente. Había repasado todos los marcos con los diplomas, títulos y certificados del doctor y los que mostraban fotografías del mismo con otras personas. La mayoría tenían un pié de página con la repetida leyenda "Congreso médico de...", el lugar y la fecha.

Todas las paredes estaban repletas de estos cuadros dorados o negros. Uno -la orla universitaria- destacaba de los demás, con un generoso espacio vacío a su alrededor que lo hacía parecer querer salirse de la pared. Era más de séis veces mayor a los otros, en disposición vertical, y mostraba diminutas fotografías de un enjambre de juveniles y sonrientes rostros de muchachas y muchachos, sus compañeros de promoción.

Apareció la enfermera y la llamó por su apellido, sacándola de su ensimismamiento.

-Señora, el doctor la recibirá ahora. Acompáñeme.

En la consulta, el doctor repasaba intensamente varios documentos, señalaba alguna línea de datos con su dedo y consultaba un grueso tomo. El libro mostraba claros síntomas de uso, pero ver al médico pasar en un sentido y otro las páginas, demostraba una delicadeza, un cuidado casi reverente.

-Vale. Perdóneme, Susana ¿cómo está? -le dijo mientras se levantaba de su enorme sillón tras la también enorme mesa, ocupada casi en su totalidad por papeles, instrumentos sobre unas bandejas apiladas y un ordenador de sobremesa negro- y le estrechaba la mano, para seguidamente señalar una de las dos sillas vacías junto a ella-.

-Tome asiento, por favor. Creí ver algo que no estaba bien y me he asegurado. No, no se alarme. En cualquier caso tampoco tiene importancia. Está usted perfectamente sana y no presenta obstáculo alguno para quedar encinta, como quiere. Los análisis son los de una persona joven y sana en todos los sentidos, y las pruebas a que la sometí mostraban claramente que no hay nada que nos haga pensar en algún problema de su aparato reproductor. Vamos, que si su pareja fuera marinero, usted quedaría embarazada en cada visita...-entonces vió la expresión de su rostro que intentó ocultar bajando la cabeza y mirando sus manos nerviosas-.

¡Oh, lo siento mucho. Perdóneme! -le dijo levantándose, rodeando el escritorio para ponerse a su lado y posando una mano sobre su hombro-. A veces hablo mucho...

Ella no le oyó. Sin embargo le dijo:

-Mi marido y yo mantenemos relaciones sin ningún tipo de protección, doctor. Van para dos años ya, cuando nuestro hijo tenía solo cuatro. Tiene ahora séis y siento que el tiempo se nos agota.

-¿Ha pensado en que la razón de ello venga por su esposo? ¿Se ha hecho revisar? -Aquello la sobresaltó. En ningún momento se le ocurrió pensar en algo así-.

¡La hipospadia! -casi le gritó al desconcertado y sobresaltado hombre, que no tardó en comprender-.

-¿Tiene una hipospadia su marido? ¡Por favor, cuénteme. Nunca me lo había mencionado anteriormente. Estaría en el informe y yo no lo habría olvidado!

Y pasó a relatarle todos los detalles que tan bien conocía. Diez minutos de detallada descripción de síntomas, las dos operaciones y un largo rosario de fechas y hechos que solo una mujer puede recordar. El médico asentía, la interrumpía para ampliar, extraer o aclarar algún detalle y no paraba de garabatear, con aquella letra indescifrable suya, folio tras folio. Finalmente, se reclinó en el sillón, mirándola a través de las gafas con montura oscura que usaba, expulsando una larga bocanada de aire, léntamente.

-Señora, eso que me cuenta lo cambia todo. Mire, el hipospadias se presenta como una anomalía congénita y la que ha sufrido su esposo es muy infrecuente entre ellas. Tan próximo al escroto la salida de la uretra presenta... ¿cómo lo diría...?, más dificultades y un peor pronóstico de recuperación.

Sufrir dos intervenciones me indica que no fue fácil normalizar la anatomía peneana ¿me entiende? Fácilmente ha podido sufrir una vasectomía inadvertidamente. Si se hace analizar el semen, podrá saber si contiene bichitos o es estéril, ¿sabe? Incluso cabría la posibilidad de extraer espermatozoides de sus testículos e inseminarla artificialmente. Dos años o más..., estamos así, así. Si pasa mucho más tiempo no habrá espermatozoides. Susana, ¿ha comprendido?

-Sí, doctor. Hablaré con él...

No lo hizo. Intuía que no serviría de nada. Molestias inútiles y un esposo que cambiaría, alejándose de ella, perdiéndolo. Lo conocía perfectamente y sabía, sin temor a equivocarse, que jamás digeriría el saberse estéril, y la cáusa de no darle el ansiado hermanito a su hijo. Y eso, juró, no ocurriría nunca.

Viernes día 23 - 23:15 horas

Ella se abrió de piernas cuando se dirigió a la cama, invitándolo a montarla. Se besaron largamente. Él se iba acomodando el pene entre ambos conforme crecía y se endurecía. Besos y caricias marcaban el camino que llevaba a la acogedora cueva de Susana. Pero antes de abrir su vulva y disfrutar de su promesa, besó una pierna esculpida y suave.

Siguió bajando por ella hasta sus pantorrillas y tobillos entre besos y lamidas. Ella se reacomodaba sin cesar. Tomó su pie entre sus manos y lo acarició con cuidado de no hacerle cosquillas. Lo besaba y lamía lentamente. Tomó su dedo quinto, lo introdujo en su boca y lo chupó y lamió con fruinción; luego el dedo cuarto sufrió el mismo trato. Le siguió el tercero y, tras éste, el segundo.

El dedo hallux cerró la cuenta, pasando al hallux del otro pie, continuando hasta llegar al pequeño dedo quinto, planta y tobillo... Ascendía por su otra pierna entre besos, suaves e intensas lamidas alternadas y caricias que marcaban anticipadamente el camino a seguir. Cuando tocó finalmente la ingle con la boca, la vulva ya era acariciada por su mano y un gemido rompió el silencio de la noche. Ella se agitaba sin parar desde hacía rato, se acariciaba y pellizcaba sus pechos a ritmo ascendente.

Su hombre la abrió y se avalanzó con frenesí a comer del fruto prohibido. Susana disfrutaba como nunca antes, dispuesta a entregarse totalmente y sin reservas para obtener hasta la última gota del semen que fecundaría su óvulo. Cualquier duda o reserva previas habían desaparecido al manifestar él su deseo compartido. Tendrían ese deseado hijo.

Unos minutos más tarde ella sabía que estaba a punto de correrse. Con un esfuerzo de voluntad como nunca antes realizó, tiró de él gritándole:

¡Así no, amor mío. Fóllame, préñame y córrete dentro de mí a la vez! ¡Métemela, rómpeme, desgárrame! -mientras separaba las piernas y buscaba con la mano su polla goteante que palpó y se apuntó en la entrada de la vagina-. Empujó fuerte, pero no fue hasta el segundo embite que sus testículos toparon con el culo de ella. Estaba totalmente dentro de aquel guante húmedo, caliente, exquisito. Sabía de la importancia que aquel acto tendría para ambos.

Dispuesta a tomar "la píldora del día despues" que guardaba en su bolso, si él hubiera negado su implicación, su posible paternidad, ahora la nueva situación, este otro escenario, la llevaba inconscientemente a magnificar la oleada de sensaciones que su cuerpo le transmitia, a veces saturándola y obligándola, dolorosamente por lo que se perdía, a abandonarse, a dejarse ir...

El grito que salió de su garganta, tras una sucesión de gemidos in crescendo, hizo cacofonía con el de él, que eyaculaba sin cesar envuelto en espasmos electrocutantes, la cara congestionada y la respiración detenida...

El tremendo chorro inundó hasta el último rincón de su cuerpo, fortísimo y abrasador. Chocó contra la pared de su útero y se abrió a ambos lados, buscando las trompas. A ese primer tsunami le siguieron otros en rápida sucesión, haciendo que su primer orgasmo fuera imposible de soportar, agotada y hasta dolorida por las contracciones de su abdomen y de su vagina. La intensidad empezó a disminuir, dándole apenas un leve descanso, cuando la respuesta a las sensaciones y estímulos la llevó a la cúspide en otro tremendo orgasmo y a otro grito de gozo infinito, cuando los ecos del grito extinto de él aún arrancaba ecos de las paredes.

La seguía penetrando insesantemente, en un esfuerzo deliberado por darle hasta la más mínima brizna de placer, aunque se convirtiera en agua y desapareciera -sudaba copiosamente y sus embestidas proyectaban gotas en todas direcciones- o sucumbiera como el salmón que fecunda a la hembra tras remontar un río plagado de peligros y que ya nunca volverá a ver el mar. Pero ella alumbraría un bebé, fruto del amor y la pasión libremente ejercida, sin condiciones, tal y como deseaban.

Tres..., cuatro..., cinco increíbles orgasmos había alcanzado cuando sus piernas se ciñeron a su cintura, ejerciendo una presión notable que le obligó a detenerse. La presión continuó un minuto más mientras su cuerpo disipaba la reverberación del último estertor, la tensión de todo su cuerpo disminuía y la frenética respiración se normalizaba. Su compañero seguía dentro, muy adentro de ella, fiel a su gusto por sentirla, expandiendo su vagina, todo el rato posible, descansando sobre rodillas y codos para aliviarla de su peso.

Los besos, salados ahora, dieron paso al sobeteo de tetas y chupeteo de areolas y pezones con que tanto disfrutaba. Se arqueaba con cuidado de no sacársela, pero el largo recorrido que hacía moviéndose adentro y afuera, aunque esta vez involuntario, sabía acabaría por despertar, una vez más, su libido.

-¿Como ha sido, amor mío? ¿Ha sido bueno? ¿Lo has disfrutado? -preguntó él, aun sabiendo la respuesta-.

-¿Y el tuyo? No me ha parecido que haya sido muy bueno...-le respondía entre risas ella, burlándose de él-.

Él protestaba, reclamando vehemente su supuesto derecho, a ser respondido, al haber preguntado primero, mientras ella jugaba a no estar de acuerdo. Súbitamente, en tono bajo y firme, la voz vibrante casi ronca, le dijo mirándole a los ojos, que era como ver el reflejo de los suyos en un espejo..

-Contigo he aprendido cosas de mi propio cuerpo que sólo conocía por haberlo leído en alguna parte, o por comentarios y confidencias de amigas; contigo he conocido que el amor tiene muchas facetas, caras como la talla de una piedra preciosa, todas diferentes, pero que forman una unidad, un conjunto, un mismo corazón. Mi corazón; contigo he aprendido a amar libremente, a disfrutar de tí sin reservas, a sacar de mi mente grilletes y cadenas, anclas y lastres de religiones, sociedades y culturas ¡al carajo todos! Solamente sé que te amo, que me haces inmensamente feliz y correrme como una loca ¡y que no me la saques todavía, coño! -mientras tensaba las piernas a su cintura y lo hacía caer, con todo su peso, sobre sí misma-.

Un rato más tarde su pola, que no se había salido en ningún momento, empezó a bombear rítmicamente, al principio muy, muy despacio, pero luego cada vez más rápido. Susana lo notó inmediatamente y su vagina, como respuesta, comenzó a lubricar abundantemente. Islas de fluido de aquel cóctel heterogéneo, de aquella emulsión blancuzca y espumosa caía sin cesar, siguiendo el profundo valle que discurría hacia su precioso culo, deteniéndose levemente en su ano, precipitándose aleatoriamente en la colcha vieja sobre la que yacían, y que usaban a modo de empapadera, para proteger la cama. Añadía, además, un punto de confort extra para la espalda.

Ella no tardó en correrse entre grititos y jadeos. Esta vez fueron tres decepcionantes orgasmos -según él e intensos y maravillosos, según ella-. El muchacho, por su parte, sintió la electrocución de su cuerpo habitual ya, imposible de distinguir de las previas disfrutadas con ella -y que manifestó con una inundación de esperma feroz y el grito que lo acompañaba hasta el último estertor-, y a insalvable distancia de lo disfrutado con otras mujeres. Era plenamente consciente de este hecho y de que, por nada del mundo, permitiría que nada cambiara.
 
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