Gozos prohibidos y sombras (parte 1 de 3)

heranlu

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-Gozos prohibidos y sombras (1 de 3)

La miré a lo más profundo de sus ojos. Lo que descubrí en ellos me animó a seguir adelante y a derribar cualquier barrera previa que pudiera existir; lo que vi en esos maravillosos ojos dorados y lo que vi en el mudo lenguaje de su cuerpo me gritaban su enorme anhelo, su gran necesidad y su absoluta entrega.

Lentamente, no queriendo romper el hechizo, aproximé mis labios a los suyos, hasta sentir su dulce aliento sobre mi rostro, su respiración entrecortada y superficial que, incluso así, henchía su busto amenazando con saltar los botones de su blusa.

La besé. Suavemente, apenas un roce de mis labios en los suyos, apenas un leve aleteo de mariposa. No hubo rechazo. Más aún, los cerró, pasó su lengua por ellos muy despacio y me besó, esta vez, ella a mí. Apreté el contacto un poco más y comencé a saborearla con mi lengua, recorriéndola una y otra vez, sorbiéndola. El interior de sus labios, sus mejillas y dientes dejaron ya de ser desconocidos para mí.

Pasaron unos minutos mutuamente extasiados con ese leve contacto, pero ansiábamos más, mucho, mucho más. Y nuestras lenguas se encontraron. Y fue algo electrizante, la señal de partida para avanzar hasta un nuevo nivel, disfrutando el uno del otro como jamás hubiera aventurado. Nuestras lenguas se acariciaban y recorrían la boca del otro con cada vez mayor frenesí, con cada vez mayor atrevimiento.

Le atrapaba su lengua, entre mis labios y mi propia lengua, y la chupaba con fruinción, recorriéndola una y otra vez con la mia, en la interpretación de una danza sin fin, sintiendo un placer tremendo solo con aquello. Un pequeño asomo del amor que nos teníamos. Una pizca del deseo que sentíamos. Nuestro primer beso, un minúsculo paso que abría la puerta de todo un universo que entreveíamos y un leve avance de lo que vendría después...

Susana es una mujer alta, rasgo que la distinguía ya desde la época escolar. En todas las fotos saca una cabeza de ventaja a las demás niñas, a la mayoría de los chicos o está a la par. Ahora, esa niña espigada y algo desgarbada es una mujer robusta pero femenina, con un atractivo innato a todo lo largo de su 1,76 m. De pechos generosos y llenos, con la guinda de unos pezones grandes y duros que se insinúan claramente en la ropa al menor roce o con el frío, apuntando desafiantes a los cielos.

Es de tetas "ligeramente caídas hacia arriba", podríamos decir. Durante su gestación ganó dos tallas de copa y tras la larga lactancia de su hijo, por casi 13 meses, las conservó, así como la plenitud de las mismas. No muestran el menor signo de haber amamantado, salvo el oscurecimiento de la areola y el pezón, que pasaron de un sonrosado suave a este marrón oscuro que luce ahora. Masajes fríos, ejercicios y natación tuvieron la culpa -solía decir a sus incrédulas amigas-.

Nuestros cuerpos pedían más que besos. Nos deseábamos demasiado como para detenernos tan lejos de nuestras metas. Pasamos también a usar nuestras manos y dedos como exploradores, catalizadores de sensaciones nuevas o no pero siempre prometedoras. La cara dió paso a sus deliciosos pechos y pezones que fueron apretados, retorcidos, pellizcados, besados y sorbidos hasta la saciedad.

Luego su increíblemente suave abdomen que acaricié, lamí y besé con deleite. Susana gemía discretamente, retorciéndose ocasionalmente. Eso me excitaba cada vez más viéndola disfrutar tanto o más que yo. El aroma que despedía su cuerpo me hacía vibrar de anticipación y deseo. El pantalón apenas me contenía ya la polla que pugnaba por salir y cumplir con la tarea para la que fue creada.

Me la echaba a un lado para que no me hiciera daño su rigidez y tamaño en aquel ya escaso espacio y notaba el líquido pegajoso que expulsaba. Entonces, fui bajando sus bragas para dejar expuesto e indefenso su pubis y los tesoros que ocultaba a mi ahora ya insaciable boca y, ¡oh sorpresa! mi mente tardó una eternidad en comprender lo que veían mis desorbitados ojos.

Por eso era tan suave. No había el menor asomo de pelos o siquiera suave vello -luego supe que se depilaba todo el cuerpo con láser-, como tampoco veía su vagina, labios o clítoris...

Sus ojos son de color marrón dorado. Grandes, expresivos e inteligentes y vivaces. Después de casarse adquirian un leve matiz de tristeza cuando no se creía observada. Están flanqueados por unas pestañas largas que parecen aletear bajo unas cejas cuidadas, medianamente pobladas y bien definidas.

Su largo cabello negro y marrón-tostado oscuro suele verse recogido, con una araña de plata, en un fresco moño que le oculta la mitad superior de sus bonitas orejas, en una de las cuales, aleatoriamente, suele resaltar un pequeño piercing dorado con unos diminutos cristales que arrojan destellos incesantemente, a la menor oportunidad, justo bajo la línea del pelo. Solo por eso, cada día es una pequeña sorpresa.

De cara, una frente lisa, brillante y con tendencia a formar pocos pliegues con los gestos, semioculta por un deliberadamente ralo flequillo; una nariz respingona y tal vez algo ancha da paso a una boca provocativa y dada a la sonrisa franca, fácil y deslumbrante, enmarcada en rojos labios, generosos pero no excesivos, que dan lugar a unos dientes muy blancos y regulares gracias a la genética heredada junto a una educación de sus padres obsesiva con la higiene y el cuidado personal, imbuyendo rutinas perennes en sus hijos, quienes hoy cosechan sus frutos.

Así llegamos a una discreta barbilla con el apenas perceptible asomo de un hoyuelo y bajamos hasta su torso a través de un cuello suave y poco marcado, acaso algo frágil en su engañosa apariencia.

Sus hombros son redondeados pero fuertes, así como sus brazos y espalda como corresponden a una contumaz nadadora, sin dejar las marcas de dicha actividad en forma de músculos destacados y grandes. O al menos, no demasiado evidentes. Los brazos acaban en manos llamativas de dedos largos y fuertes, rematados por uñas nacaradas cortas y bien manicuradas, sin pintar. Su tacto es suave y cálido, muy agradables.

Entonces lo entendí. Su inflamada vulva cerraba por completo el acceso a sus órganos sexuales en una oclusión casi perfecta, como las conchas de un molusco. De la zona inferior excretaba desde hacía rato un abundante líquido, como el preseminal que expulsaba yo, y que en ella bajaba hasta la cama empapándola, así como hacía en su ruta descendente hasta ella por su ano -que se había blanqueado recientemente- y zona interior de sus nalgas.

Lamí, besé y chupé por toda la zona durante una eternidad. Estiré mis brazos acariciandole los pechos, pellizcando sus pezones que respondían turgentes y cálidos amenazando con salir y abandonar su dulce hogar.

Luego seguí con una mano y con la otra ayudé a mi lengua a separar la raja de su vulva y exponer todo su oculto contenido, ahora plenamente a mi alcance. Subía y bajaba la zona media de la lengua, sin pausa, por sus labios vaginales, insinuaba entrar en su vagina con la punta y recorría incansablemente su clítoris, pasando de forma alternada de la ligera y almizclada acidez de su coño al dulzor de su clítoris, en el que acabé concentrado, ante su reacción y gemidos que no cesaban cuando focalizaba mis esfuerzos en él, habiendo alcanzado un nivel y frecuencia imposibles de ignorar.

Sus contracciones y retorcimientos estaban llegando al "borde del precipicio", al punto de no retorno. Lo sentía llegar a toda velocidad, por lo que atrapé su exquisito clítoris con mis labios al tiempo que lo presionaba arriba y abajo con la lengua y lo succionaba con fuerza.

Fué sublime. El orgasmo le arrancó un alarido profundo, gutural, animal. Su cuerpo se puso rígido y su cintura se arqueó a mi encuentro durante una eternidad, apretando mi cabeza contra sí.

Deslicé mis manos bajo sus glúteos y la ayudé a sostenerse lejos de la cama, sin alterar el ritmo de lo que le hacía a su "capullito de crisálida" en ningún momento. La tensión comenzo a decrecer, volvió a tomar aire rápidamente y su espalda en descenso salió disparada otra vez hasta adoptar la postura arqueada previa. Y gritó. Larga, profunda y roncamente, un sonido bajo y reververante abandonó su garganta.

Su abdomen estaba duro como una tabla. Sus piernas vibraban por la contracción tan intensa. Su vagina arrojaba insesantes fluidos cálidos, transparentes y brillntes, contrayéndose espasmódicamente. Esta concatenación de acontecimientos se repitió muchas veces. Yo no salía de mi asombro ni de mi regocijo. Era el hombre más feliz del mundo.

Disfrutaba sobrehumanamente cada segundo, cada fracción del tiempo de su goce -Y créeme, fue mucho-. Cuando esta escena se repitió unas cuantas veces, mientras me oprimía la cabeza contra sí durante sus orgasmos con una fuerza no medida y descontrolada, tuve dificultades para separar mi nariz de ella y poder respirar.

Contrarresté su atracción dolorosamente para mi cuello y, para no cortar aquella cadena de disfrute, decidí seguirle estimulando su deliciosa "almendrita", hinchada a reventar, con la lengua, arriba y abajo con su parte más ancha y que no paraba de frotarle... ¡Señor, qué susto! Se convulsionó posesa del primero de otra ristra de orgasmos que, en buena lógica, deberían de haber ido mitigándose, pero no ocurrió así, debido a que los primeros de ahora fueron incluso más tremendos que los iniciales.

Finalmente me empujó, apartándome de ella, se retorció sobre sí misma hasta quedar bocabajo, de espaldas a mí, cruzando, desde arriba, sus piernas con una fuerza tremenda que hacía vibrar su cuerpo por entero. Un par de minutos más tarde se relajó casi de golpe, exhalando ruidosamente y riendo, y llorando, y riendo otra vez, y... -Ya no lo podía soportar- me dijo, tal vez al leer en mi expresión la incredulidad: Si lo estás disfrutando tanto, ¿por qué paras?. No lo supe entender hasta que me lo explicó. Y siguió hablando, ahora detallándome su experiencia:

- "Lo primero que sentí fue vértigo, como en una caída sin fin. ¡Pero no caía si no que subía! Subía la montaña -y me lo dibujaba en el aire entre ambos con un dedo-, rodeaba la cúspide y rodaba hacia el valle, valle que nunca alcanzaba porque un poco más abajo del pico algo me detenía y me llevaba de nuevo para arriba -un repeluzno la agitó-. Vez tras vez, como un carrusel que nunca para de dar vueltas, con los caballitos en un eterno subir y bajar..." -Eso me explicó, con los ojos anegados de lágrimas pero infinitamente feliz.

Había superado cualquier loco deseo con creces. Ahora sabía, además, que era una de esas escasas y privilegiadas mujeres con capacidad multiorgásmica -Lo que yo creí un orgasmo increíblemente largo fue en realidad una cadena inagotable de ellos ¡Y qúe inmensamente feliz me hacía eso!-.

Sus piernas son inacabables. Parten de unos generosos y redondeados glúteos, respingones y ejercitados (que lucen provocativamente ya sea bajo faldas o pantalones, pero que quedan a galaxias de distancia cuando la ves solo con bragas o un bañador). Muy bien definidas por el ejercicio, robustas mas sin presentar rasgos que alteren su uniformidad de curvas suaves.

Tobillos poco marcados, pies algo pequeños y dedos rectos, del tipo griego -la delicia de un fetichista-, suaves y bien cuidados. Están rematados por unas uñas cortadas cortas y rectas. Como las de las manos, las lleva sin pintar; atraen la mirada de lo bonitos y perfectos que son, efecto que realza el calzado abierto, tipo sandalias, que suele usar si el tiempo lo permite.

Su esbelta cintura, su liso y terso abdomen ocultan la verdad a los desconocidos: ocultan la maternidad. La gestación de su hijo que, en marzo, cumplió su sexto año de vida. Otro año de convivencia con su pareja y dos de noviazgo previos a dar este paso.

Una década de sosegada felicidad con un hombre bueno y trabajador, detallista con ella y buen padre pero que, sin embargo, arrastra una terrible carga que actúa como una barrera infranqueable para ella, con la que dar rienda suelta a sus fantasías más deseadas e íntimas, cediendo el paso a una frustración que ensombrece la dicha plena que debería sentir y que había llegado a pensar jamás disfrutaría. Hasta ahora...



Reposaba junto a ella, mirándola embelesado, acariciándola sin cesar, disfrutando su dicha y admirando cada detalle de su bello cuerpo, admirándola y regpcijándome de haber derribado toda barrera, todo obstáculo en su camino hacia el goce pleno. Era un héroe, su héroe, y con eso me conformaba. Confieso que lo deseaba fervientemente pero no esperaba obtener nada a cambio. Nunca se lo hubiera pedido, nunca la forzaría a derribar otra nueva barrera, nunca la llevaría al conflicto. Sin embargo, sucedió...

Me contó el drama de Luis ¡Pobre hombre, pobre niño! A pesar de los más de 20 años transcurridos desde el origen de su conmoción, este recuerdo le persigue y se renueva por el contacto con su familia, que elude siempre que puede. Pero no puede evitar que esa profunda y dolorosa herida se reabra a cada tanto. Son los abuelos de su hijo, su único nieto.

Ella no lo entendía desde que comenzaron a vivir juntos y tener relaciones sexuales, su empecinamiento en la negativa, su horror y asco manifiestos ante la petición de sexo oral que le demandaba. Pensaba que era ella la que le generaba el rechazo y sufría y lloraba en silencio cuando no la podía ver. Él, en cambio, sigue un hábito de besos y caricias que eluden sus pezones, que tampoco toca.

Dedicándole su tiempo sin precipitarse, atento y considerado, hasta que nota su disposición; la penetra, entra y sale de ella y, cuando el orgasmo -a veces fingido- la alcanza, se concentra en él mismo y sigue la rutina hasta correrse. En bastantes ocasiones le pide adopte la postura del perrito, lo que le permite penetrarla profundamente y poder gozarla como más le gusta. Acabado el acto, le da un beso y, en segundos, un suave ronquido pone de manifiesto que duerme profundamente.

Su madre lo llevaba siempre con ella, a todas partes, al no tener con quién dejarlo. Y su carrito de la compra gris y franjas verticales irregulares marrones y negras, de tela plastificada con cremallera que cerraba la tapa superior y ruedas pequeñas. Iban hasta la parada cercana del autobús que los dejaría -como tantos otros días- muy cerca del mercado.

El conductor la saludaba por su nombre. Se daban un inocente beso, muy cerca de la comisura de él, y ella buscaba un sitio libre, normalmente tras la mampara del chófer, cuyos asientos daban al pasillo central, más cómodos de ocupar, arrastrando con un niño en una mano y el carrito en la otra, que los normales orientados al frente. Si estaba ocupado alguno de los tres asientos, se levantaba y señalaba al infame y lo mandaba sentarse en otro lugar con gestos y palabras que no admitían réplica. Ella le sonreía en agradecimiento. Nunca abonaba el trayecto.

-¿Es un "tito", mami?

-¿Quién, hijo, te refieres al conductor? -y se reía- No, cariño, no es tío tuyo. Ni otra familia. Solo un amigo que nos lleva y nos trae en el bus -sin llegar a decirle que sin pagar por ello y con una historia-.

"Llegados a la explanada, tomábamos una calle muy ancha, cerrada al tráfico por las mañanas excepto para transportes de mercancías, que permitía el acceso al mercado de abastos. A la planta baja del descomunal edificio se accedía desde dos enormes y pesadas puertas, de color verde olivo, de hierro forjado y doble hoja, con dinteles en arco de medio punto, una frente a la otra en los extremos más alejados.

Abrían al exterior y quedaban recogidas contra la fachada, tapadas parcialmente por los puestos de fruta y otros tenderetes que circundaban toda la periferia. Dentro, más puestos de venta de fruta, carnes y charcutería, encurtidos, herboristerías y especias, entre otros muchos, y tres pequeños bares sin sillas.

Unas amplias escaleras rectas daban acceso a la planta de arriba, en su mayoría alojando puestos de pescado fresco. Una mescolanza de olores agradables y desagradables, una cacofonía de gritos que prometían calidad a cambio de unos pocos céntimos o el remedio para cualquier enfermedad, la fruta más exquisita y dulce, la carne más roja, incluso el olor a café, pan tostado o porras al salir del recinto, junto a los bares...".

Cuando su madre no iba al mercado, que era casi siempre que viajaban hasta allí, tomaba la calle lateral opuesta a la "explanada de los autobuses", que era como se la conocía, aunque otros la llamaban "Plaza de la Constitución", proveniente de la placa que, aseguraban, una vez tuvo. Sea como fuere, llamaban a una discreta puerta sin número que estaba colocada más adentro de la fachada de un edificio bajo y anónimo, de una estrecha callejuela que intersectaba perpendicularmente a aquella por donde venían. No tenía salida. Aquel lugar fue otrora una conocida sala de Bingo y máquinas tragaperras, cerrada por orden judicial hacía años.

Las anchas puertas originales aún mostraban los precintos (lacres de plomo ennegresidos por el tiempo y la suciedad y restos de cintas de plástico descoloridas que oscilaban a la brisa) y sellos policiales. Una mirilla disimulada tras un buzón de correos, a la altura de los ojos, en medio de la puerta, se abría por un segundo y unos ojos brillantes, escrutadores e hiperactivos miraban a quien llamaba y detrás, hacia el cruce.

Unos cierres emitían sordos chasquidos al girar acolando dientes, ruedas y piñones que hacía mucho tiempo que no eran engrasados. La pesada puerta blindada se abría lo justo para poder pasar más bien de lado, antes de forzar el marco que la sustentaba y unía mediante enormes bisagras sin mantener, otra muestra de tiempos pasados mejores. Un saludo cortés la recibía y ella lo devolvía con un gruñido. La madre, empujando a su hijo y tirando del vacío carrito.

Avanzaba hasta la sala, buscaba "su" mesa vacía preferida, en un apartado lateral más discreto, rodeado por una pared maciza y otras de cristal gris oscuro.

A veces estaba ocupada y se veía obligada a sentarse en otra mesa alternativa. Ocasionalmente la desocupaban y ella corría a sentarse allí, colocando su carro junto a la silla y sus cartones de bingo desplegados. "Ahora es mi mesa, no intentes ocuparla" -era el mudo mensaje que transmitía-. Entonces iba por su hijo, sus papeles de dibujo y rotuladores. Tal vez algún pequeño juguete.

Así pasaba varias horas casi cada día. La compulsión la superaba, la expectación, lo que sentía en su cuerpo y era imposible de explicar (tal vez ese largamente deseado orgasmo que nunca sintió su cuerpo fuese el comparable), esperando, rezando por "ése" número que le faltaba y casi nunca llegaba.

Las tremendas ganas de llorar cuando lo veía seleccionado en los monitores para salir a continuación y se había preparado para cantar pero alguien gritaba -¡Bingo!- con la bola que acababan de anunciar, su rabia y su frustración irremisibles porque el premio de ese bingo la resarciría de las pérsidas e, incluso, le permitiría poder jugar unos días sin gastar el dinero de casa.

La suerte no la acompañaba ese día y se había quedado sin dinero. Pero aún peor ¿qué iban a comer hoy su hijo y ella, otra vez galletas? ¿qué le diría a su esposo cuando regresara de su trabajo y esperase sentarse a comer, lo mandaría otra vez a casa de su madre o su hermana con cualquier excusa? Tenía que hacer algo. Y su mirada empezó a recorrer frenética la sala, las mesas y a sus ocupantes...



Se giró completamente hasta encararseme, extendió su brazo derecho hacia mi pecho y me acarició con extrema dulzura, lentamente y con suavidad, casi haciéndome cosquillas en los pezones... Se reacomodó acercándoseme y me besó -mirándome con aquellos ojos que refulgían como soles y dolía contemplar-. Una, dos, tres, muchas veces. Su lengua parecía buscar sin encontrar. Me daba pequeños mordiscos en los labios, en la lengua... Siguió mordisqueando mi labio inferior y la barbilla a la vez, con exquisita mesura.

Pasó a mis orejas y luego a mi cuello. Bajaba recorriéndome con la calidez de su boca, con el fuego inextinguible de sus besos... Cuando introdujo la punta de su lengua en mi oido, tras jugar un buen rato con mi oreja, el efecto sobre mí fué devastador. La erección, que se hizo plena, me dolió al rozar mi glande y abrirse camino en el pantalón. Traté de bajar mi mano para recolocármela pero ella, percatándose, no me dejó hacerlo yo.

Al tiempo que bajaba por mi pecho hacia el abdomen tras chupar mis pezones, diminutos pero férreos por la excitación, me desabrochó el pantalón y lo empujó hacia mis pies. No llegó, así que terminé yo por quitármelos y quedarme solo con los bóxer, donde una mancha húmeda y pegajosa había ido creciendo, a la par que sentía su mano tocar, recorrer en toda su longitud y sopesar mi miembro. Por una fracción de segundo se envaró y un leve sonido inarticulado escapó de su garganta.

La contracción de mi abdomen fue incontrolada al sentir sus labios recorriendo y bajando de mi ombligo al pubis, en esa poco clara sensación entre cosquilleo y placer, buscando... Sentía su respiración acelerándose, indicativo claro de su disfrute y expectación, la tibieza de su aliento, la humedad de sus labios y la suavidad extrema de su lengua. Se acercaba, y lo hacía muy lentamente, plenamente consciente del efecto que también la espera y la anticipación me causaban. Mi pecho subía y bajaba entrecortadamente, cada vez a mayor ritmo. El abdomen sufría espasmos y contracciones incontenibles y aleatorias.

Mi respiración era agitada, rápida. Y gemía. Al principio no fui consciente hasta que me sobresalté al oirme hacerlo. Me quedé sorprendido de la intensidad y efecto de lo que me estaba sucediendo, pero nada que ver con lo que vendría después...

Luis es un tipo carismático. Querido por sus compañeros y profesores en la escuela, el instituto y en la universidad, querido por sus compañeros de trabajo y jefes, por sus amigos, vecinos y una cola interminable de chicas que suspiraban por él. Pero eligió a la mejor. A Susana. No era la más inteligente, ni la más guapa, ni tan siquiera la más interesada en él..., pero en conjunto, sus valores, su belleza física, su corazón, le ganaron por goleada a cualquier rival. Fue un noviazgo sosegado, sin estridencias. Se veían cuando les apetecía y podían, lo que significaba varias veces por semana.

Dos años así, entre cine, fiestas, playas, acampadas y mucho amor dieron pie a su proyecto de futuro juntos. Crear una familia y disfrutar de su mutua compañía "hasta que la muerte los separe". Transcurrió el año de convivencia, el año de conocer hasta el rasgo más íntimo del otro, bueno o malo. Y decidieron formalizarlo casándose. Fue hermoso. Principesco.

Fueron felices y dichosos atravesando ceremonias civiles y litúrgicas, banquete de bodas y viajes al Caribe, a Canadá y Japón. Regresaron de un sueño hecho realidad amándose profundamente. Pero una oscura sombra se cernía sobre la pareja.

Una sombra proveniente del pasado, cruel y doloroso que marcaría, para siempre, su destino. "Una década de sosegada felicidad con un hombre bueno y trabajador, detallista con ella y buen padre pero que, sin embargo, arrastra una terrible carga que actúa como una barrera infranqueable para dar rienda suelta a sus fantasías más deseadas e íntimas, dando paso a una frustración que ensombrece la dicha plena que debería sentir...".

Agarró mi polla, la lamió alrededor del glande y exploró con la punta su agujero. Luego la sostuvo recta y recorrió cada milímetro de escroto con lamidas y besos, succionando mis testículos que, a veces, desaparecían en su boca; mientras, su cálida mano subía y bajaba incansablemente por su tronco, arrastrando el prepucio que cubría apenas la base del glande.

Ya no podía más... veía cómo ella me miraba picarona, asegurándose que yo la veía hacérmelo y que disfrutaba con ello... Y ya el prepucio desapareció. No quedó piel para cubrir el glande. Solo un palpitar, unas venas gruesas como ríos que amenazaban con reventar y, enfrente, unos ojos bellísimos y una lengua que se frotaba rítmicamente contra la cabeza de mi pene, el cual desaparecía en su boca de vez en cuando y era sorbido, chupado como un helado, con fuerza y ansia, despojado de cualquier traza de líquido preseminal.

Y volvía a frotarme la punta de la polla con su lengua, incansablemente, para acto seguido introducirlo de nuevo entre sus labios y chupar con fuerza al tiempo que me lo frotaba por todos lados con la serpentina lengua. Al retirarse, a veces creaba hilillos largos y brillantes que relamía y también tragaba, disparando mi excitación hasta límites imposibles de soportar por más tiempo, hasta que...

No tardó en localizar a un tipo delgado y alto, vestido con chaqueta y pantalón azul marino y corbata de nudo doble roja, que le sonrió, mostrando dientes de anuncio de dentrífico, e hizo una casi imperceptible y caballeresca inclinación de cabeza. Esto provocó un relámpago dorado del pisacorbatas que portaba hacia la mitad de la corbata, fijándola a la camisa.

Fue como una señal. "Ya lo había visto antes algunas veces. Hablaban mi madre y él brevemente y ambos, primero él y luego ella, se ausentaban un buen rato. Entonces yo recibía un helado por esperar solo y no moverme de la silla". Pero esta vez sería diferente.

-Cariño, espérame aquí y no se te ocurra levantarte. No tardaré.

-Pero mami, es que yo...

-¡Shhh! ¡Espera a que vuelva, te he dicho!

Levantándose se acercó a la mesa del hombre. Andaba raro, con lo que luego, ya de mayor, supe que era un caminar sensual e intencionado -ya saben, "armas de mujer"-. Este se levantó y le señaló una silla vacía. Conversaron un rato. El decía que no vehementemente a algo. Luego le llegó el turno de negar gesticulante a mamá.

Siguieron hablando y yo me puse a pintar cartones usados, llenando de rojo cada casilla con un número para olvidarme de que me estaba haciendo pipí. Miré otra vez pero solo estaba mamá. Entonces vi a ese hobre coronando las escaleras que daban a los servicios, almacenes y oficina.

Vi que mamá también lo observaba. Pinté otro número y miré a mamá viendo cómo se levantaba, me echaba un breve vistazo y se dirigía a las escaleras de los servicios. Pinté otro número. Mis ganas de orinar eran muy fuertes y ¿por qué esperar si mamá estaba en los servicios? Pero, también pensé ¿y si se enfada y me castiga? Indeciso, la naturaleza acabó imponiéndose y seguí su camino...

Mi orgasmo llegó, explosivo. El aire abandonó mis pulmones, mi abdomen se contrajo violentamente y, al tiempo que ella cubría con sus labios la punta de mi polla y succionaba sin parar y sin dejar de estimular el glande, chorros de esperma eran eyectados uno tras otro en una coreografía, que me dejaba asfixiado, de contracción y chorro, contracción y chorro.

Ni una gota escapó de su boca. Se lo tragaba al ritmo que salía de mí y, una vez logré recuperar el resuello y solo quedaron las réplicas ocasionales de aquel terremoto, ella continuó sorbiendo y lamiendo incansable, hasta que la sensibilidad de mi glande me hizo interrumpirla. Había experimentado el más intenso, largo y satisfactorio orgasmo de toda mi vida y no sabía cómo podría agradecérselo. Se puso a mi altura y, henchido de amor y gratitud hacia ella la besé largamente, conpartiendo esbozos de mi propio sabor hasta que nos dolieron los labios.

-Gracias, mi amor. Ha sido lo más prodigioso, lo mñas satisfactorio y fuerte que he sentido en toda mi vida, con diferencia.

-No, amor. Lo que me has hecho tú, lo que has despertado en mí igualmente ha sido lo más estupendo de mi vida, algo que no podía imaginar, siquiera que pudiera sentir, una mujer.

-Susana, tú no eres una mujer -le espeté, casi sin pensar-.

-¿Ah, no? ¿Y entonces qué soy?

-Eres una diosa. La diosa más maravillosa y bella que existe o ha existido nunca.

-Pues prepárate entonces, cariño. Recupérate porque esto no acaba aquí, ¿lo sabes, verdad?

-¿Quieres más?

-Si. Mucho, mucho más. Me muero de ganas de...

"Cuando llegué arriba me dirigí a los servicios. Una sala grande con lavabos contenía tres puertas muy separadas, una destacadamente más ancha que las otras, a la derecha. Tenían unas placas doradas con unos dibujos en relieve negros que yo entendía. Un hombre con frac y un sombrero alto en la mano, como saludadndo a alguien, una mujer con un sombrero y una sombrilla, y una silla de ruedas en la puerta ancha. Iba a llamar a mamá guando escuché un gemido de hombre, un "ah" breve y apretado. Me acerqué sin hacer ruido gracias a las zapatillas.

La puerta del servicio de minusválidos estaba algo abierta. Apenas un palmo. A través del espacio vi a mi mamá casi de frente y de rodillas con la mano izquierda del tipo detrás de su cabeza, de la que podía ver su mitad derecha y a veces medio ojo izquierdo, tirando de ella rítmicamente hacia sí. Tenía toda la cara manchada de algo blanquecino y aspecto lechoso, labios y barbilla, de la que colgaban largos hilos que se deshacían y creaban continuamente, y hacía ruidos de succión cuando algo salía de su boca. Entonces me vió. Su cara se descompuso y empujó al tipo tras la puerta.

-¡Ya te vale. Mi hijo nos está viendo...! -le increpó a la vez que tosía y escupía repetidamente.

El típo se giró a su izquierda al oir a mamá y le ví su polla erecta y rosada -cubierta de anillos informes de algo lechoso-, la que me pareció imposiblemente grande y gorda, la que había estado dentro de la boca de mamá.

Me meé encima. Un inacabable río caliente recorría mis piernas, inundaba mis zapatillas y se esparcía inconmensurable a mi alrededor. El olor de la meada se extendió rápidamente por toda la estancia.

Mamá se levantó y cogió un puñado de servilletas secamanos con los que se secó, torpe y precipitadamente, tras lavarse la cara y las manos en uno de los lavabos. Vino hacia mí tratando de consolarme por lo que me había pasado y empezar a llorar. No la dejé acercarse. Retrocedía. No la dejé tocarme. Me dí la vuelta y corrí escaleras abajo hasta la puerta de salida, sin mirar atrás. Estaba cerrada y no podía salir. Entonces llegó mamá. Se bebía las lágrimas, como yo.

- Cariño, lo siento, lo siento tanto...

Fue a acariciarme pero yo no la dejé tocarme.

-¡No me toques!¡No te acerques a mí!

Vino el portero con las llaves en la mano, descorrió la trampilla, observó unos instantes la calle y nos abrió. No dijo nada. Sabía que debía quedarse callado aunque no supiera (¿o sí?) por qué.

Camino a la plaza paramos en un comercio. Mamá me llevó directamente al fondo, al probador.

-Quítate el pantalón y te secas con las partes que no estén mojadas. Espera un segundo. Te voy a comprar algo para que no vayas mojado.

Un minuto después entró con un pantalón de chándal y me lo dió a poner mientras metía en una bolsa el que me había quitado mojado. Esperó a que saliera y fuimos a la caja a pagarlo. Sacó del monedero un billete. Tenía varios más iguales, del mismo valor...

Por el camino, mientras regresábamos a casa en el bus escasamente ocupado, sentados al fondo, mamá juró que nunca más se repetiría algo así. Y me rogó que lo olvidara todo y que jamás contara nada de lo sucedido a nadie.

-¿Ni a papá?

- No, hijo. Ni especialmente a tu padre. Si lo haces, jamás volveremos a estar juntos...

Nunca más permití que me besara y cuando me tocaba, todo mi vello se erizaba y mi cuerpo se ponía en tensión. Ella, por su parte, agachaba la cabeza y , a veces cuando creía que no la miraba, lloraba y no decía nada.

No volvió nunca más por aquella zona de la ciudad. Superó su adicción y empezamos a tener cubiertas todas nuestras necesidades, sin carencias o escased. Incluso papá tenia un cajón del refrigerador siempre lleno de cervezas. Y teníamos mucha ropa, sábanas sin remiendos, cortinas nuevas que mamá hacía colgar a papá. La prosperidad llamó a nustra puerta tapando necesidades y heridas pero sin conceder el piadoso olvido




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