Felipe y su Madre Helena – Capítulos 01 al 04

heranlu

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Felipe y su Madre Helena – Capítulos 01 al 04

Felipe y su Madre Helena – Capítulo 01

Su madre entró a la habitación y abrió las persianas. La luz entró, tenue. Apenas había salido el sol hace unas horas y estaba encontrando su lugar en el cielo.



Ella lo había despertado más temprano que de costumbre. Su alarma no había sonado.



—A levantarse— Su madre tenía una voz dulce —. Hoy es un día especial.



Abrió los ojos. La vió. Todavía vestía su pijama. Un conjunto blanco, suave. Unos shorts cortos, que se pegaban a la piel de sus muslos, y una camisilla, que se transparentaba con la luz, lo suficiente para descubrir el contorno de sus pechos libres. Ella no usaba brasier para dormir.



Se le acercó con una sonrisa. Y le dió un beso en la frente, mientras él se acomodaba en la cama.



Vio entonces el escote de su madre y sintió los labios sobre la piel.



—¿Qué horas son?—preguntó con una voz ronca. Apenas entraba en conciencia de que era un nuevo día.



—Las seis y media— respondió ella a la pregunta —. Vamos que tenemos muchas cosas para hacer, Felipe. ¡A salir de la cama!



Se dio vuelta. Entonces Felipe pudo darse cuenta que el short también dejaba entrar la luz. Su madre llevaba una tanga, un hilo dental, y sus glúteos se movían a un ritmo que lo hipnotizaba. Él no sabía por qué. Era la primera vez que le pasaba eso.



Ella llegó a la puerta. Volvió la cabeza, como si se hubiera olvidado de decir algo.



—Feliz cumpleaños, mi vida. Trece años ya. Todo un hombrecito. Bañate y te espero a desayunar.



Le guiñó el ojo y salió de la habitación.



Felipe agradeció haber nacido en verano. Era tiempo de vacaciones y tenía todo el tiempo del mundo para festejar su cumpleaños. Pero, al parecer, su madre tenía otros planes.



Se levantó de la cama y fue directo a la ducha. Siempre había obedecido a su madre y este no era el día para empezar a revelarse.



Cuando bajó al comedor, encontró a su madre sirviendo el desayuno. Ya se había cambiado el pijama, pero él no la había visto así antes:



Tenía el pelo suelto, largo, de color rojizo. Una falda corta elegante y entubada color negro y una blusa blanca, la cual tenia los dos primeros botones sin cerrar, lo que hacía que su brasier se viera. Un corpiño de encanje negro, semi transparente, que cubría lo suficiente y dejaba ver lo necesario. Tenía tacones, que la hacían ver más alta.



Llevaba poco maquillaje. Apenas labial y rubor. Se veía más joven, más linda. Eso le pareció a él.



Se sentó a la mesa. Ella le había servido su comida favorita: pancakes. Y la miel rebosaba y caía como una cascada.



Su cumpleaños número 13 había empezado de una manera genial.



—¿Cómo te fue en la ducha? —Ella lo miró a los ojos con una sonrisa —¿Te limpiaste bien en todo el cuerpo?



Felipe asintió.



—Eso me gusta, que mi niño se bañe bien, echándose jabón en todas partes. O si no, me toca a mi supervisar esas duchas.



Soltó una risita con el último comentario. Felipe también se contagió de esa risa. Aunque pensó, por un segundo, que no era tan mala idea que su madre lo bañara.



—Cuando termines, quiero que te pongas listo, que vamos a salir. Tenemos una visita muy importante que hacer.



—¿A dónde vamos?— Felipe no entendía qué era lo que tenía su madre planeado, pero su curiosidad creció un poco más.



—Eso es una sorpresa. Seguro te va a gustar.



Cuando estuvo listo, su madre ya había sacado el carro y lo esperaba afuera.



Felipe se subió en el asiento del pasajero. Miró a su madre. La falda se había recogido un poco. Los muslos descubiertos, tonificados. No pudo evitar mirarlos. Y si su madre sintió que él la miraba, decidió ignorarlo.



Fue un viaje de cuarenta y cinco minutos a las afueras de la ciudad. Su destino: una casa grande, vieja. Una casona con la fachada gris. En la entrada había dos camionetas.



Su madre bajó del auto y él hizo lo mismo. Le tomó la mano y los dos caminaron juntos hacía la entrada.



El interior de la casona estaba bien decorado, en las paredes había cuadros de diferentes personas: hombres, mujeres, niños y niñas. Había una sala en el vestíbulo, grande.



Se escucharon unos pasos de tacones, entonces Felipe pudo ver a una mujer. Un poco mayor que su madre, pero no por eso menos atractiva.



—Buenos días—dijo la señora —¿En que los puedo ayudar?



—Buenos días. Yo había hecho una reservación—Su madre respondió, mientras él exploraba ese lugar con la mirada y de vez en cuando, mirando a su madre, a sus muslos, a su trasero.



—Si claro, ¿a nombre de quién?



—Helena.



—Helena, claro. Vienes con Felipe— La mujer le echó una mirada a él —. Por favor sigan, la habitación está lista para ustedes. Arriba. La puerta ya tiene la llave. Es la única que está abierta.



La mujer entonces se acercó a él.



—Estoy seguro que lo vas a pasar muy bien, Felipe.



Luego se alejó, mientras él y su madre subían por las escaleras.



No fue difícil encontrar la habitación. El piso de arriba solo tenía 3 habitaciones. Dos de ellas estaban cerradas, con una señal que hacía saber que estaban ocupadas.



La habitación por dentro era más grande de lo que se dejaba ver por fuera, en el corredor. Tenía una pequeña sala, un televisor y una gran cama en la que fácilmente cabían más de dos personas. También tenía un baño con una ducha y un jacuzzi, y un vestier.



De igual forma, había un escritorio en el que encontraron una caja, pequeña, de madera fina. Tenía una nota encima. Iba para Felipe:



«Para Felipe:



Bienvenido al Hotel.



Como es tu cumpleaños número trece, pensamos que era mejor darte la bienvenida haciéndote un regalo, que seguro disfrutarás. Al igual que vas a disfrutar el regalo de tu madre.



Felicidades.



Sade.»



Felipe tomó la caja y la abrió. En ella había un extraño artefacto. Era pequeño, ovalado y alargado, de unos 15 centímetros. A un lado, tenía una inscripción. Su nombre «Felipe», en la caja también había un librito de instrucciones, en la portada solamente ponía «Para esas noches de experimentación y confusión».



Antes de que pudiera leer las instrucciones, su madre tomó la caja y el artefacto, y lo guardó en uno de los cajones.



—Seguro te será muy útil en un par de años, cuando estés haciéndote más preguntas, pero en estos momentos, todavía hay que empezar despacio, que no queremos que te hagas daño.



Helena le revolvió el pelo cariñosamente.



—Y si que te las vas a hacer. Ahora, quiero que vayas al vestier. Y te cambies. Creo que hay ropa para ti. Cuando salgas, siéntate en la cama y espérame.



Felipe fue hasta el vestier. Una pequeña habitación. Encontró un armario abierto, con algunas prendas de vestir, que tenían su nombre: una bata, y unos calzoncillos.



Se desvistió un poco tembloroso. Se quitó su camiseta, su pantalón y sus boxers. Se puso los calzoncillos.



Eran suaves, pero apretados. Se puso la bata y salió del vestidor.



Se sentó en la cama, mientras su madre entraba a esa pequeña habitación.



No tuvo que esperar mucho. Su madre salió unos segundos después. Vestía una bata blanca como la suya, pero más corta, que le llegaba apenas al principio de los muslos.



Pudo ver el brasier que llevaba, no era el que había visto antes, sino otro. Era rojo, más brillante.



Helena se acercó a la cama y se sentó junto a él. Parecía nerviosa. Le tomó la mano.



Lo acarició un poco. Subía y bajaba desde los dedos hasta el hombro. Lentamente. A veces le daba besos en la mano.



—Ya estás muy grande—Una sonrisita nerviosa se le atravesó a Helena—. Quiero hacerte algunas preguntas, y que me respondas con sinceridad.



—Está bien, mami.



—Así me gusta.



Helena inhaló y exhaló, sin dejar de acariciar a su hijo. Tocándolo suavemente en el brazo, incluso llegando a tocar su pecho, metiendo algunos dedos entre la bata, para sentir el palpitar del corazón.



Estaba acelerado.



—Ya que estás entrando a la adolescencia, vas a ver muchos cambios. Uno de ellos allí abajo—Ella posó la mirada en la entrepierna de Felipe—. ¿Alguna vez te has tocado?



—¿Tocado?



—Si. ¿En la ducha o cuando te estás vistiendo, te has…acariciado?



Él pensó por un momento.



—Algunos amigos hablan de eso, pero yo no lo he hecho.



—¿Por qué no?



—Porque…porque parece malo.



—No. No es malo—Ella lo miró con ternura—. Todo lo contrario. Es bueno. Pero, ¿alguna vez se te ha vuelto…tieso?



—A…a veces.



—Es perfectamente normal que eso pase. Se llama erección y los hombres como tú las tienen. ¿En qué piensas para que te pase eso? ¿Miras a alguien? ¿Una compañera de clase, un compañero, alguna profesora o profesor?



—A veces compañeras y profesoras —Felipe miró al suelo como si hubiera sentido vergüenza.



Helena le levantó la cara dulcemente. Lo besó en la mejilla.



—Está bien…no hay nada malo.



—Es que…es que a veces pasa también con amigos. Pero es muy raro —admitió él—…Y pasa contigo.



Helena no se sorprendió.



—Todo esto es normal. Dime entonces, ¿qué están haciendo tus compañeras y tus amigos para que te pase eso? ¿Qué estoy haciendo yo?



—Pues mis compañeras llevan faldas, y a veces se les levanta. O en educación física también, con los shorts. Y pues mis amigos a veces también cuando juegan fútbol o cosas así—La miró—, y tú…por ejemplo cuando estás en pijama, por la mañana o en la piscina, cuando estamos en donde mi tía.



—O como esta mañana en el carro, que me estabas viendo las piernas—Helena se acercó un poco más mientras Felipe asentía con la cabeza—. Tranquilo que no pasa nada. Es más, eso está bien. Ven te quito esto.



Ella lo dejó de acariciar. Lentamente le fue quitando la bata. La entrepierna de Felipe creció poco. Y abultó los calzoncillos. No mucho, pero ya había crecido lo suficiente para que se notara.



Entonces Helena le puso la mano en el bulto y suavemente, con los dedos, recorrió su entrepierna por encima de los calzoncillos.



—Es hora de que aprendas una cosa. Se llama masturbación. Qué puedes hacer para que tu pene se sienta bien. Para que tú te sientas bien.



Ella se quitó su bata con la otra mano. Como él, solo tenía ropa interior debajo. Un brasier rojo, suave, transparente que dejaba a descubierto sus senos. Medianos y naturales. Sus pezones estaban erectos. La parte de abajo también era roja, transparente. Con una mata de vello púbico, pero bien llevado y arreglado.



Cuando decidió que el pene de su hijo estaba lo suficientemente erecto, tomó la banda elástica de los calzoncillos y tiró hacia abajo, hasta que la ropa interior quedó en el piso.



El pene de Felipe no era muy grande, alrededor de 12 centímetros, pero estaba duro y listo para la acción.



—Todavía te va a crecer más, pero no dejes que nadie te diga que esas cosas importan. Así estás perfecto.



Helena tomó la mano de Felipe y se la llevó hasta su miembro.



—Ahora quiero que hagas una cosa. Sube y baja. Así…



Ella guió el movimiento. Arriba y abajo. Lento y de forma amplia hasta que él entendió el ritmo. La piel bajaba y subía con el movimiento de su mano.



Ella se quitó el brasier. Apenas estaba entrando en sus cuarenta. Los años habían sido buenos con ella y se mantenía firme y en forma. Felipe miró las tetas de su madre.



Se detuvo por un momento, mientras su madre se terminó de desvestir. El vello púbico corto le cubría el coño, mientras que a Felipe apenas le estaba creciendo, y solo tenía unos pelos que se podían contar con los dedos de la mano.



—Sigue tranquilo. Y mírame, mi amor.



Felipe retomó el mismo ritmo, lento, con movimiento largo.



Helena se empezó a masturbar al mismo tiempo que lo hacía su hijo, y de la misma manera; lentamente, dejando que el placer durara. Se metió los dedos, dos, entrando y saliendo. Repitiendo movimientos. Acariciándose los pechos.



Viendo como su hijo se hacía su primera paja.



El chico no dejó de observar a su madre. Iba de arriba a abajo. Instintivamente cada vez más rápido, aunque fuera solo un poco. Sus testículos se llenaron.



Ella observó y también ganó velocidad.



Los dos se masturbaron en perfecta sincronía. Ella iba de adentro hacía afuera, y haciendo círculos en su clítoris. Él de arriba a abajo, viendo a su madre y sintiendo por primera vez lo que era tocarse, explorarse.



Helena se detuvo. No había llegado al orgasmo. Quería ver como lo hacía su hijo primero. Se acercó a su polla.



Se había bañado con él incontables veces, pero esto era una oportunidad única. Era la primera corrida de su hijo. El primer orgasmo.


Continua
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Felipe y su Madre Helena – Capítulo 02
Felipe siguió. Helena le puso una mano en los testículos y los masajeó. Los sintió hacerse más duros. Decidió entonces tocar el perineo. Frotando las yemas de sus dedos con la piel de su hijo. Acercándose al ano, pero sin tocarlo.



Eso sería para después.



Felipe movió la mano más rápido. Y sintió la tensión. Su corazón se quedó congelado en un latido, sus músculos se tensaron y sintió que algo subía por su polla.



Pensó que iba a orinar, pero no fue así.



De la cabeza de su pene salió un líquido blanco. No fue mucho, pero si lo suficiente para que su miembro goteara.



Su madre tomó algo del semen de Felipe con los dedos y se lo llevó a la boca.



—Rico—Saboreó sus labios—. Ahora quiero que veas cómo se viene una mujer.



Helena volvió a introducir sus dedos, bajo la mirada curiosa de Felipe. No se demoró mucho para volver al ritmo que llevaba. Adentro y afuera.



Dentro. Fuera.



Dentro…



Su espalda se arqueó. Sus muslos se tensaron también. De su boca salió un gemido.



Afuera…



Cuando sacó sus dedos, un chorro transparente de líquido salió de su coño. Cayó sobre la cama, dejando una mancha.



Se recompuso y se volvió a sentar al lado de su hijo, que estaba sudoroso y temblando, pero con una sonrisa en los labios.



Le dió un beso en la boca.



—Ahora quiero que te metas en la ducha otra vez, y te limpies bien. Sobre todo la cola, el ano, que te voy a enseñar otras cosas. Porque es tu cumpleaños y tienes que aprender.



Felipe obedeció a su madre. Se levantó y entró al baño.



En la ducha, se limpió bien, sobre todo en el lugar que su madre le había dicho. Pero deseo que ella viniera a supervisar la ducha.



Todo esto era extraño para Alejandro. El hotel no parecía hotel y no tenía nombre o aviso. Una casona bastante alejada del campo urbano y vieja.



Solo una camioneta en la entrada. Habían salido de la capital de madrugada y él no había dormido lo suficiente como para estar en condiciones de quejarse. La siesta de tres horas que se había echado durante el viaje había servido poco y su cara lo exponía.



—Alégrate—dijo Gabriela. Él tampoco entendía de dónde salía el optimismo de su hermana—: estamos de vacaciones. Por fin podemos descansar.



—¿Descansar?



—Bueno…—Gabriela se quedó pensando—no sé si técnicamente vamos a descansar, pero si nos vamos a divertir. Te lo prometo.



Ella le sonrió.



La vio entrar dando saltitos y no le quedó de otra que seguirla. Lo único que quería en ese momento era una cama para descansar.



Adentro, la confusión de Alejandro no desapareció. Todo el vestíbulo estaba decorado con cuadros de mujeres, hombres y niños, y había una sala con sillones de terciopelo. Eran viejos y grandes y a él le pareció que eran más adecuados para una quinta que para un hotel. Ni siquiera había recepción.



Una mujer de aproximadamente 50 años se les acercó a los hermanos. Estaba en buena forma. Llevaba un falda que le llegaba a la rodilla, y tenía tacones que le estilizaba las piernas y las pantorrillas. La blusa era negra, pero igual él se dió cuenta que no llevaba sostén. Sus pezones se marcaban con la blusa.



El pelo era negro, pero algunas canas se empezaban a asomar. De todas formas tenía la cara delicada, hermosa. No pudo evitar pensar cómo había sido aquella mujer en su juventud.



Les habló con un tono profundo y algo ronco, que le daba una peculiaridad atractiva.



—¿En qué puedo servirles?—Se dirigió a Gabriela.



—Si, mira, hice una reservación para un cuarto—Gabriela se movía de un lado para otro, algo inquieta.



Entonces lo noto por primera vez. La camiseta que llevaba era de él. No sabía cómo, pero Gabriela, de alguna manera, se había metido en su closet, y le había robado la camiseta. Otro pensamiento se le pasó por la cabeza: se veía tierna en ese conjunto, pasando su peso de una pierna a otra. Vistiendo una camiseta de hombre y shorts cortos que no se alcanzaban a ver. Le pareció que su hermana era preciosa.



No se llevaban muchos años de diferencia. Apenas tres. Él era el mayor, y ella había cumplido 24 unas semanas antes.



—¡Gabriela, claro! Hablamos por teléfono.



—Si—Su hermana llevaba el pelo rubio suelto, y este se movió cuando ella asintió con la cabeza.



Le pareció un gesto tierno. Y así, aceptó que tal vez estas vacaciones no iban a ser tan malas. Estaba con su hermana. Una de las pocas personas en el mundo que lo podían hacer reír.



—Arriba podrán encontrar la habitación. Tranquilos que todo está listo para ustedes.



Dicho esto, la mujer se alejó.



Los dos subieron y en efecto, la habitación no había sido difícil de encontrar. Estaba abierta y tenía la llave en la cerradura de la puerta. Solo había tres habitaciones. Una tenía un letrero que decía «ocupada» y la otra ponía «reservada».



Los dos entraron.



Lo primero que notó Alejandro es que, de algún modo, adentro el lugar se sentía más grande. Una sala, un vestidor grande y un baño con una ducha y un jacuzzi. Lo segundo, solo había una cama. Al lado, un escritorio.



Encima de la mesa de madera se encontraron con un paquete. Una caja mediana en tamaño y una nota.



—¿Cómo vamos a dormir?—preguntó él mientras señalaba la cama.



—Nos acostamos sobre las almohadas y cerramos los ojos—respondió Gabriela, divertida.



—Solo hay una cama—ignoró el comentario.



—¿Y? No es como si no hubiera espacio. Ahí caben como 60 personas cómodamente.



Ella tenía razón. La cama era grande. Muy grande. «Más de 60 personas» pensó.



Gabriela recorrió la habitación. Abrió los armarios y los cajones. Entró al baño e inspeccionó cada cosa que encontró. Entonces se centró en la caja.



—Es para ti—Se aclaró la voz y comenzó a leer—: Bienvenido al Hotel Taboo. Es nuestro placer recibirlo en sus vacaciones. Entendemos que lleva una vida atareada, por eso hemos decidido darle un presente, para que lo ayude a relajarse en su estadía. Le saluda…Sade.



—¿Sade?



—Eso dice. Ahora, abre la caja. Yo quiero ver que te dieron.



Alejandro se acercó al escritorio y abrió la caja. En el interior se encontró con una cámara. Una polaroid. Tenía rollo.



—Mira—dijo Gabriela—: un regalo hecho a la medida…dado a la medida, mejor.



Era verdad. Alejandro era un fotógrafo en sus ratos libres, cuando el trabajo de oficina se lo permitía.



—Probemosla—Siguió ella—. A ver yo te hago de modelo.



Puso una pose. Levantó las manos y se las puso detrás de la cabeza. Sonrió. Los ojos azules lo miraron.



Instintivamente Alejandro miró por el visor y disparó. La foto salió casi instantáneamente. Él la dejó a un lado, donde no le diera la luz y esperó a que la imagen apareciera. Cuando se reveló, Gabriela soltó una risita. Le había gustado la foto.



—Quedó genial. Soy una modelo.



—Al menos pareces una—dijo él.



—¡Tengo una idea¡ ¡Creo que vi algo en el vestidor!



Ella corrió hacía el vestidor. Tardó un par de minutos en salir, y cuando lo hizo, estaba envuelta en vestido corto, de color negro. Le llegaba hasta la mitad de los muslos.



Tenía las piernas largas y tonificadas. En su tiempo libre jugaba voleibol. Alejandro no pudo sino fijarse en ella. Era una modelo.



Se sentó en la cama. Cruzó las piernas lentamente. Él vio ese cruce de piernas. Vio algo de la ropa interior de su hermana. Unos panties blancos, de seda.



—¡Una sesión de fotos! Y yo soy la modelo.



Alejandro le regaló una sonrisa.



—Bueno.



Le tomó otra foto. Repitió el proceso.



Luego, ella saltó a la cama y se acomodó sobre sus rodillas. Una de las tiras del vestido se le bajó hasta la mitad del brazo.



El disparo de la cámara.



Gabriela entonces se puso en cuatro, y miró seductoramente a la cámara. Alejandro se fijó en el escote. Las tetas de su hermana eran pequeñas, pero firmes. Pudo ver el sostén. Era blanco, como la parte de abajo.



Desde el visor, él se enfocó en el escote. Tomó otra foto.



Gabriela se acostó y recogió el vestido. Lo dejó antes de que se viera su ropa interior. Alejandro admiró sus muslos. Y les tomó una foto.



Ella se volteó. Y le dejó ver el culo. Era firme, redondo, y un poco más grande que sus tetas.



Él le tomó una foto. Era la primera vez que pensaba en su hermana como una mujer que podía ser…hermosa…erótica. Le estaba encantando esta sesión de fotos.



Ella volvió a su posición. Acostada boca arriba. Abrió las piernas.



Él dudó un segundo antes de tomar la foto.



—¿Se te acabó el rollo? ¿O es algo más?—le dedicó una sonrisita pícara—Porque por mí no hay problema que me tomes la foto.



Y eso hizo. El lente entre las piernas de su hermana. Clic. La fotografía salió.



Gabriela se levantó de la cama. Se bajó un tira. Se bajó la otra. Dejó caer el vestido. La lencería que llevaba debajo era fina y suave.



Puso una mano en la banda de los panties, y jaló un poco hacía abajo. Hizo otra pose. Alejandro tomó la foto de manera automática.



Ella le dió la espalda. Él vió como se quitaba el sostén y lo dejaba caer al suelo. Cuando se volteó, ella tenía las manos cubriéndose.



—Otra foto—Pidió.



Él obedeció. Esta vez dejó caer la fotografía resultante.



Volvió a voltearse. Él miró mientras ella se quitaba la parte de abajo. En ese momento le tomó otra foto.



Cuando ella volvió a mirarlo, tenía una mano sobre sus tetas y otra sobre el coño. Fue allí cuando Alejandro dijo por fín algo sobre la sesión de fotos.



—Así no.



Se acercó a ella y le retiró la mano del pecho y la mano de abajo. La dejó expuesta. Los pezones eran rosados. Un hilito de vello púbico era lo único que le cubría el coño.



Alejandro disparó la cámara otra vez. La guió hasta la cama y la hizo acostarse. Le separó un poco las piernas. Hizo una foto del coño de su hermana. Ella ya estaba mojadita.



Él se quitó la camisa y el pantalón. Tenía una erección. Gabriela le pidió la cámara. Se la entregó mientras dejaba caer su boxers al suelo.



Ella le tomó una foto a su pene erecto. Y le volvió a tomar otra cuando se puso encima.



Alejandro acercó sus labios a los labios de su hermana. Se dieron un beso. Bajó por su cuello, sus tetas. Lamió sus pezones. Y chupó.



Ella era ahora la fotógrafa. Y tomaba fotos a cada instante, mientras disfrutaba de sus labios.



Él llegó hasta el coño y le dio besos. Jugó con el clítoris con su lengua. Saboreó los jugos de su hermana.



Se acomodó.



Metió su miembro. Primero despacio. El coño de Gabriela era estrecho. Metió hasta la mitad, y ella hizo una foto.



Lo introdujo completo. Ella soltó un gemido.



Dejó la cámara a un lado.



Alejandro entonces lo sacó y lo volvió a meter. Adentro, afuera. Adentro. Afuera. Sintió como su hermana envolvía las piernas a su alrededor con cada movimiento de cadera que hacía.



Adentro. Ella apretaba las piernas y tensaba los muslos.



Afuera. Los dos gemían.



Siguieron así por un buen tiempo. Y Gabriela retomó el control como lo había hecho en la sesión de fotos. Lo tumbó sobre la cama. Ahora ella estaba encima.



Buscó la cámara y se la entregó.



—Quiero ser tu modelo—dijo y movió sus caderas.



Alejandro le tomó otra foto. Y otra. Y otra.



Su hermana le daba sentones cada vez más rápidos. Y él tomaba fotos.



Sintió como se empezaba a llenar. El constante movimiento estaba a punto de hacerlo venir. Llegar al orgasmo.



Ella se detuvo y se separó.



Se puso de rodillas frente a la polla de Alejandro.



—¿Qué tal un photo finish?



Y se la metió a la boca. Alejandro miró a su hermana mientras mamaba su pene. Le daba besos y jugueteaba con la lengua.



Lo sintió subir. Su hermana se lo sacó de la boca y empezó a masturbarlo. Más y más rápido. Movía la mano y apretaba su pene en cada movimiento.

Arriba. Abajo.

Arriba…

Su semen salió disparado, como se hacía una foto. Un clic.

Continua
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Felipe y su Madre Helena – Capítulo 03
La fotografía salió de la cámara. Y Gabriela la cogió. Cuando fue revelada, lo que se veía era la cara de ella llena de la leche de su hermano. De la corrida de Alejandro sobre su nueva modelo.



—Que buena sesión—dijo ella.



Alejandro y su hermana durmieron abrazados y desnudos como estaban, mientras la mañana iba abriendo.



La luz se fue filtrando en la habitación. Las fotos reveladas por el piso de la habitación. Y no sería la última de estas sesiones.



El auto de su padre estaba allí, como se lo había prometido hacía ya semanas, en su cumpleaños número quince. Ximena le hizo escribir una promesa: que el último día escuela él la recogería. Y la había cumplido.



Era una camioneta negra y alta. Él la esperaba afuera con una sonrisa.



Ella corrió, y su falda se levantó un poco con el viento. Debajo tenía un short negro, pequeño, que se le pegaba y marcaba su culo apretado, firme y adolescente. Tampoco es que le hubiera importado. Era el último día del año escolar y las preocupaciones de seguir las normas de la escuela quedaban atrás.



Lo saludó con un beso en la mejilla, junto en la esquina de los labios. Él la abrazó y la ayudó a subir, acariciando de paso los muslos que estaban cubiertos parcialmente por las medias blancas del uniforme escolar.



—¿Cómo te fue hoy?—preguntó él, con ese tono relajado pero paternal —. ¿Qué hicieron?



—Me fue bien. Y no hicimos mucho—La voz de Ximena era suave, apenas estaba dejando de lado el tono infantil.



—Muy bien. Te tengo una sorpresa.



Ella abrió los ojos, entusiasmada. Sus pequeños labios rosados se abrieron de alegría. Su padre siempre le daba sorpresas. Ella quería saber que le tenía preparado.



—Mira atrás—continuó él.



Ximena volteó a mirar. En el asiento de atrás había un par de maletas. No necesitó preguntar demasiado.



—¿A dónde vamos?—No podía esconder la emoción. Pocas veces tenía la ocasión de viajar con él.



—A un lugar que te va a encantar–Le puso la mano en la cara y le recorrió la mejilla con suavidad. Con el pulgar recorrió parte de sus labios—. Un lugar en el que los dos nos vamos a divertir. Te lo prometo.



Ximena confiaba en esa promesa. Él siempre cumplía lo que prometía.



El viaje duró más o menos una hora. Y no hicieron ninguna parada. Ella seguía en el mismo uniforme.



Su padre le puso la mano en una pierna cuando llegaron. Ella se había distraído y él la sacó de ese mundo con pequeños y delicados golpes en el muslo.



Su destino era un lugar muy particular: una casona grande, sin ningún tipo de letrero, ni nada que indicara donde estaban.



La ayudó a bajar de la misma manera que la había subido al auto. Y ella notó que no había nadie allí. Ningún visitante.



Entraron al lugar y lo primero que vio fueron los cuadros: mujeres y hombres, niños y niñas. Una mujer los estaba esperando. Era mayor que su padre por unos cuantos años, pero había conservado su belleza.



La mujer le habló a su padre:



—Buenas tardes, ¿tienen reservación?



—Sí señora—respondió él—: a nombre de Francisco.



—Francisco y Ximena. Bienvenidos sean, su habitación es la número uno. Suben las escaleras. Es imposible no encontrarla.



Y siguiendo las instrucciones de la mujer, subieron y se encontraron con tres habitaciones. Dos de ellas estaban cerradas, pero la habitación número uno estaba abierta.



Su pieza era más grande por dentro de lo parecía por fuera. Con un baño, un gran vestidor, una cama en la que fácilmente cabían ellos dos y más personas. Un escritorio.



Sobre este último una caja, acompañada de una carta dirigida a Ximena.



—Es para ti—dijo Francisco.



Ximena leyó la carta:



«Para Ximena:



Bienvenida al Hotel Taboo



Para que tengas un buen inicio de vacaciones, te hemos hecho un presente, para que puedas dejar volar tu imaginación cuando quieras. Estamos seguros que te va a gustar.



Úsalo.



Sade».



Abrió el regalo. Un cuaderno y un lapicero. En la portada, una frase: «mi diario».



Su padre se acercó a ella.



—Mira, tú que querías uno hace rato. Sigo sin entender por qué.



—Para guardar mis secretos—Ella tomó el diario y lo abrió. Estaba en blanco.



—¿Secretos? ¿Acaso tienes secretos?



—Si.



—¿Cómo cuales?—Él se rió cuando hizo la pregunta–¿Un amor oculto?



Ella también soltó una risita.



—Supongo que cuando escribas algo no me vas a dejar leer…¿o si?



—Pues es que ya no sería secreto. Ese es el punto de un diario.



—Pero niña adorada, yo te conozco. ¿Qué secretos vas a tener? ¿Te gusta un muchacho o algo?



Ella no respondió. Bajó la mirada.



—Vaya. ¿Quién es?—insistió Francisco—. ¿Ya sabe él que te gusta?



—No. Y no creo que le diga.



—¿Por qué no?



—Pues…—Ximena dudó un segundo—: es que mis amigas ya van muy avanzadas en esas cosas y ya tienen novio. Y no sé como…decirle.



—Ya entiendo el problema. Y en parte es por eso que estamos aquí. Ven, siéntate en la cama.



Ella obedeció y se sentó en la cama. Los ojos marrones de su padre la miraron.



—¿Cómo así que tus amigas están avanzadas? ¿Qué te han dicho?



—Pues que ya se dan besos y todo.



Volvió a bajar la mirada. Se sentía extraña hablando de esto con su padre.



—Nunca te has dado un beso con nadie, asumo.



Ximena negó con la cabeza.



—¿Quieres que te enseñe?



Ella lo miró a los ojos. Un poco sorprendida por la proposición. Sin embargo, las palabras salieron de su boca con bastante rapidez.



—Bueno.



—Está bien.



Su padre se acercó a ella. Los labios de él se fueron juntando con los suyos. Era su primer beso. Su primer beso se lo había dado su padre.



No podía decir con exactitud a qué le había sabido él, pero sabía que le había gustado. Él se volvió a acercar. Y le dio otro beso. Y luego otro.



—Voy a intentar otra cosa—dijo él tomándola de la cara—; abre un poco la boca. Te va a gustar y tus amigas van a estar impresionadas contigo. Lo mismo que el chico misterioso.



Ximena abrió la boca como él se lo había indicado. Sintió el beso y luego la lengua. Por instinto, siguió a su padre, y dejó que su lengua y la de él jugaran un poco.



Entonces sintió que algo se mojaba en sus panties. Ya le habían explicado en clases lo que eso significaba, pero no esperaba que eso le sucediera por un beso.



Su padre se detuvo por un momento.



—¿Te gustó?



—Si—respondió Ximena tímidamente—, pero sentí algo…



—¿Qué sentiste?



—Es que en clases me dijeron que…que si te gustaba algo o alguien, pues algo pasaba ahí…



—Oh—Estaba segura que su padre había entendido a lo que ella se refería—. ¿A tus amigas también les pasa eso?



—Creo. Me han dicho que les pasa, pero que no han hecho mucho con sus novios.



—Está bien. ¿Quieres que te enseñe algo para eso también?



Ximena asintió con la cabeza.



Su padre le volvió a dar un beso, que incluía lengua. Entonces él le desabotonó la camisa del uniforme. Uno por uno, los botones se fueron separando y dejaron expuesto su brasier: blanco, sin muchas decoraciones. Sus pechos eran medianos, le habían crecido un poco.



Su coño juvenil estaba cada vez más mojado.



Su padre dejó de besarla en la cara. Y bajó a su cuello. A su pecho. Le desabrochó el brasier y la dejó expuesta. Tetas medianas, en crecimiento, con pezones rosaditos y paraditos.



Él la beso ahí. Chupó sus pezones un rato. Los lamió. Ella disfrutaba con lo que pasaba.



Francisco bajó hacia el ombligo y se encontró con la falda. No se la quitó.



Más bien, le abrió las piernas y le bajó el short que llevaba. Ella sintió como miraba los panties cacheteros azul claro, que se habían oscurecido y transparentado por su húmedad. También se los bajó.



Y le recogió la falda, para que pudiera besar la parte de los muslos que no estaba cubierta por sus medias.



El coño de Ximena tenía algunos vellos púbicos, los suficientes para saber que ya se estaba convirtiendo en una mujer, pero no demasiados, lo que indicaba que todavía era una niña.



Él le dió un beso en la vagina. Lamió y chupó. Con los dedos, empezó a hacer círculos en el clítoris.



Ximena jamás había sentido algo como eso. Sentía placer por primera vez en su vida. Se dejó caer sobre la cama con su padre arrodillado y con la cabeza metida entre sus piernas.



Sentía su lengua moverse por su coño, y sentía los dedos de su padre jugar con su clítoris. Cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, él se detuvo.



—Dame tu mano—dijo.



Ella le extendió la mano. Él se la puso sobre el coñó y la guió. Dibujó primero círculos sobre los labios y luego sobre el clítoris. Ella siguió el ritmo que su padre le había impuesto. Luego él la dejó ir.



Ella siguió haciendo círculos. Muchas veces había intentado hacerlo como se lo habían dicho sus amigas, pero nunca había conseguido hacerlo de una forma que le diera placer. Ahora, con su padre como instructor, estaba disfrutando como nunca antes.



—Eso es. Ahora, si quieres mete un dedo.

Ximena dejó de hacer círculos y metió lentamente un dedo. Nunca había tenido algo dentro de ella. Gimió un poco.

—Ahora sácalo. Y lo vuelves a meter.



Ella sacó el dedo. Y lo metió otra vez. Otro gemido salió de su boca.



Otra vez. Adentro. Afuera.



Lo hacía más rápido con cada sesión.



Adentro y afuera. Ya comprendía el ritmo.



Su padre volvió a besar sus tetas. Chupaba sus pezones mientras ella metía y sacaba su dedo. Y pronto le pareció que un dedo era muy poco. Entonces introdujo otro.



Ahora se masturbaba con dos dedos.

Entraban y salían rápidamente gracias a lo mojada que estaba. Su padre, mientras tanto, lamía sus tetas y besaba su cuello.



Adentro. Gemía suavemente.



Afuera. Su gemido salía más alto.



Adentro. Sentía como la lengua de su padre jugaba con sus pezones. Afuera. Él besaba su cuello, su pecho, su estómago.

Ximena iba cada vez más rápido.



Dentro y afuera. Mete y saca.



Y luego…explotó.



Sintió que su corazón se paró por un segundo. Gimió suavemente cuando metió por última vez sus dedos. Y sintió el líquido escurrirse por entre las piernas y en su mano.



Su padre tomó su mano y se metió los dedos llenos de su jugo a la boca.



Acababa de masturbarse con la ayuda de su padre. Seguramente escribiría eso en su diario.



Cuando se recompuso, miró a su padre. Él le sonreía.



—Eso es lo que tienes que hacer. Muy bien.

Él se acercó a ella y le dió un beso en la frente.

—Después te daré más lecciones, porque tenemos tiempo—Vió como su padre se acariciaba la entrepierna por encima del pantalón—. Ahora ve a limpiarte y a cambiarte que hay otros secretos para escribir en tu nuevo diario.

Ella se levantó y recogió su ropa interior. Entró al baño. Sintió como otra vez, volvía a sentirse húmeda.

Su padre, mientras tanto, se preparaba para otras cosas


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heranlu

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Felipe y su Madre Helena – Capítulo 04


Helena vio a su hijo salir de la ducha. Estaba envuelto en una bata blanca. Desde ahí podía ver que su hijo llevaba una erección. Tal vez había puesto a prueba lo aprendido unos minutos antes.



Le pareció incluso más inocente que antes. Era la persona que más amaba en el mundo. Siempre habían sido ellos dos. Y era normal, era lo correcto que ella ahora le enseñara otras cosas que jamás nadie le enseñaría. Para ella era importante que Felipe estuviera preparado para disfrutar de su cuerpo.



Era lo que ella hubiera querido aprender. Hubiera sido mejor que alguien la guiara en estos asuntos, pero, desafortunadamente todo lo que había aprendido lo había aprendido ella sola. No creía que su hijo se mereciera esa soledad. Quería estar allí para él, explicarle, ayudarlo a explorar sentimientos que seguro sentiría en los próximos años.



Ella lo esperaba sentada en la cama, desnuda.



—Ven. Siéntate.



Felipe obedeció. Se sentó en la cama junto a ella. Pudo ver que él tampoco llevaba ninguna ropa más que la bata.



—¿Quieres estrenar el regalo que te hicieron?—Lo miró a los ojos.



—Bueno—notó que él no podía evitar la emoción.



Y no era sorprendente. Era su cumpleaños y quería divertirse. Quería ver qué era lo que hacía este nuevo juguete que le habían regalado.



Ella se levantó. Caminó hacía al escritorio. Tomó la caja y sacó el juguete. Luego, en la mesa de noche, encontró una botellita de lubricante. Preparó todo y lo dejó sobre la cama.



—Quiero advertirte—dijo con ternura—: te va a parecer extraño, incluso incómodo al principio, pero te aseguro que no te voy a hacer daño.



Él solamente la miraba, expectante.



Se inclinó y le dio un pequeño beso en los labios. Sus manos abrieron la bata y se encontró con el pene de su hijo. Erecto, como lo había visto cuando salió del baño.



—¿Hiciste lo que te dije? ¿Te limpiaste bien?



Felipe asintió con la cabeza.



—Bien.



Volvió a besarlo, y con los dedos acarició suavemente la polla de su hijo. Guiando el cuerpo, hizo que se acostara boca arriba.



No lo dejó de besar. Bajó por su pecho. Dándole pequeños besos. Luego a su pelvis y a su pene. Lo besó en el tronco, y en los testículos. Le separó gentilmente las piernas.



—¿Estás listo?



—Si—Lo sintió temblar—, estoy listo.



Se llevó el dedo índice a la boca. Lo chupó y lamió por unos segundos. Cuando decidió que estaba suficientemente húmedo, con ese mismo dedo acarició el perineo de Felipe.



Él se estremeció, pero después de un rato se acomodó a la sensación.



Ella subió y bajó a lo largo de esa área, asegurándose de hacer pequeños círculos por encima del ano, relajando esa entrada.



Se llevó el índice a la boca para volver a humedecer el dedo. Y otra vez volvió al perineo. Se centró en el culo de su hijo.



Jugó con el dedo humedecido sobre el ano por unos minutos. Cuando le pareció que ya estaba listo, tomó un poco de lubricante y lo esparció sobre su índice.



—Tranquilo—le dijo a Felipe.



Lentamente introdujo el dedo. Poco a poco, para no causarle ningún daño o algo que no fuera placentero.



Felipe se tensó al principio. Helena lo miró con amor, con suavidad. Lo sintió relajarse.



Con la misma delicadeza, sacó el dedo. Y lo volvió a meter. Lo dejó adentro unos segundos y repitió el proceso.



Afuera y adentro.



Pronto tomó un ritmo. No fue despacio como para que él se aburriera, pero tampoco rápido para que a Felipe le pareciera incómodo.



El pene de Felipe creció algunos milímetros más. Era obvio que esto le estaba gustando. Entonces, Helena sacó el dedo índice. Vertió un poco más de lubricante en ese dedo, pero también lo hizo en el dedo medio.



Penetró el culo de Felipe con los dos dedos. Suave pero con un ritmo constante. Adentro y afuera. Con la mano libre, masturbó a su hijo. Arriba y abajo.



Movía las dos manos al mismo tiempo. Y al mismo ritmo. Subía cuando sus dedos estaban dentro y bajaba cuando los sacaba.



Subía…adentro.



Bajaba…afuera.



Veía a su hijo temblar y arquear su espalda de placer. Gemía un poco.



Incrementó el ritmo de las dos cosas: de la masturbación y de la penetración. Se movía con perfecta sincronía mientras sentía y lo observaba llenarse de placer.



Lo llevó hasta el borde. Los jugos preseminales de su hijo le mojaron la mano. Y cuando estuvo a punto de hacer correr a su hijo, se detuvo de golpe.



Lamió el líquido que le había dejado su hijo en la mano.



—Creo que ahora estás listo para estrenar el juguete—Ella se rió y una sonrisa se formó en la boca de su hijo.



El consolador era plateado, de unos 15 centímetros de largo. No muy ancho. Le puso lubricante a la punta y lo esparció de la misma manera que había masturbado a su hijo. Pensó en todas las formas que Felipe jugaría con esto en el futuro. Le iba a enseñar a usarlo. Acarició las letras que formaban el nombre de su hijo. Pensó, de igual forma, como sería el pene de su hijo cuando fuera más grande. Tal vez más largo y grueso. Todavía él no estaba listo para penetrar a nadie, todavía le faltaban uno o dos años para que pudiera enseñarle cómo se satisfacía a una mujer, pero le podía enseñar muchas otras cosas mientras tanto.



Presionó el consolador sobre el ano de Felipe. Él se sacudió, seguramente del frío. Ella presionó más hasta que la punta entró.



Era más grueso que los dedos, pero no por mucho.



Penetró solo unos dos o tres centímetros y lo volvió a sacar. Un gemido salió de la boca de Felipe.



Volvió a penetrar, esta vez más adentro. 5 o 6 centímetros. Lo sacó con la misma velocidad y suavidad. Y otra vez. Más adentro, 8, 9 centímetros. Y afuera otra vez.



Felipe gemía de placer. Su voz ya no era la de un niño, pero tampoco la de un hombre.



Una cuarta vez. Lo metió casi completo. Y lo dejó ahí mientras volvía a masturbar a su hijo. Al principio lentamente. Sacó el consolador intentando sincronizar ese movimiento con el ritmo de la paja.



Tardó unos cuantos segundos pero logró llegar al ritmo otra vez. Arriba y adentro. Abajo y afuera.



Metía el consolador hasta la mitad y subía hasta la cabeza del pene. Sacaba el consolador y bajaba hasta la base del pene.



Cada vez más rápido, aumentando de a poco la velocidad para darle más placer a Felipe. Arriba y abajo mientras penetraba su culo.



Con cada empujón, Felipe se acercaba más al orgasmo. Disfrutaba mucho tener este consolador adentro. Helena disfrutaba de penetrar a su hijo.



Más rápido. Más rápido.



Metió el consolador y subió desde la base hasta la cabeza del pene. Felipe arqueó la espalda. Gimió fuerte. Llegó al orgasmo en la mitad de la cama. Una sonrisa en sus labios.



Ella sacó el consolador. Miró a su hijo relajarse y volver en sí. Respiraba profundamente. Estaba mirando al techo.



Lo besó en el perineo. Lamió los jugos del pene de su hijo. Subió por la pelvis y por el estómago. Luego al pecho. Al cuello. Le dio pequeños besos en la mejilla, en la frente. Terminó con un largo beso en la boca.



Para Helena era perfecto. Esperaba que él hubiera disfrutado del regalo de cumpleaños. Se imaginaba lo que vendría en el futuro. Todas las charlas que tendría con su hijo acerca de su cuerpo y de lo que sentía. Había tantos años por delante y tantas lecciones que darle. Estaba apenas comenzando su adolescencia.Lo abrazó. Él le devolvió el gesto. Los dos cerraron los ojos. Una siesta en esa gran cama, desnudos madre e hijo.
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