-Yo creo que ya has trabajado suficiente por hoy, ¿no te parece? -le dijo Carmen a su sobrino Eugenio al verlo cansado después de varias horas arreglando el huerto que tenía detrás de casa.
-No sé, es que todavía no he acabado -respondió su sobrino.
-Tienes muchos días para acabar. Al fin y al cabo vas a quedarte casi todo el verano aquí.
-Quizá tengas razón.
-¡Claro que sí! Venga, vente adentro y tómate algo fresco.
-Voy.
Eugenio estaba pasando el verano en la casa de campo de su tía Carmen, ya que sus padres, médicos, se habían ido a unos cursos de verano que sólo podían recibirse en Canadá. La idea no le había entusiasmado mucho en un principio, pero ahora se daba cuenta de que al menos allí podría respirar un poco de aire puro y desconectarse de la ruidosa y estresante vida urbana. Incluso a sus dieciséis años, Eugenio era consciente de estas cosas. En algunos aspectos pensaba como un jubilado, siendo un gran amante del silencio y el reposo.
La casa de la tía Carmen estaba a dos kilómetros de un pueblo de mediano tamaño, no llegando a los diez mil habitantes su población. Era una casa de dimensiones normales, pero con un buen terreno vallado detrás en el que había árboles frutales, hortalizas y hasta un poco de maíz. Era precisamente en este terreno, bastante grande, donde trabajaba Eugenio por decisión propia, ya que de este modo no se aburriría durante el verano.
-Espera, que te traigo un refresco y algo de comer -le dijo Carmen a Eugenio al entrar en casa por la cocina, que daba al terrero de la parte de atrás.
-Vale -respondió Eugenio, marchándose después al salón.
Al cabo de un momento, la tía Carmen apareció con un vaso de cola y un plato con frutos secos de varias clases. El joven la vio aparecer, con su cara siempre sonriente, y se alegró de estar allí con ella. Su tía Carmen había sido siempre muy amable con él y lo quería mucho. Eugenio no la había visto en muchas ocasiones, pero las pocas veces en que había estado con ella, siempre lo había pasado bien. Ella era una mujer de aspecto maternal, con cuerpo rollizo y de pecho muy abundante y unas mejillas casi siempre sonrosadas. Tenía el pelo cortado a la altura de la base del cuello y sus ojos siempre tenían un brillo especial muy reconfortante. Solía vestir camisas de color claro y faldas negras que le llegaban por las rodillas. Encima de todo ello acostumbraba a llevar un delantal, que la protegía de manchas causadas por sus labores domésticas.
-Espero que te guste lo que te traigo, Eugenio -le dijo a su sobrino al poner la bandeja sobre la mesa del salón.
-Está muy bien, tía, gracias.
-No tienes que darlas, cielo -le dijo ella sonriendo.
Carmen observaba con detenimiento a su sobrino mientras éste se tomaba lo que le había puesto. Miraba sus cabellos rubios y su cara angelical y viril al mismo tiempo y se mordía el labio y se sonrojaba al mismo tiempo. Si bajaba con la mirada, podía admirar su robusto tórax y adivinar la presencia de un abdomen plano y casi musculoso. Unas piernas bien proporcionadas y fuertes ponían la guinda al atractivo de Eugenio, de quien resulta evidente que su tía estaba enamorándose en secreto. A ella le avergonzaba reconocerlo, pero deseaba a su sobrino y no había pasado uno sólo de los cinco días que llevaba con ella sin que mojara sus braguitas hasta empaparlas con fluidos que significaban deseo, un deseo irrefrenable.
Cuando Eugenio hubo terminado de tomarse aquel tentempié, su tía retiró la bandeja y la llevó a la cocina. Poco después reapareció tan sonriente como antes y se sentó junto a su sobrino.
-Bueno, ¿cómo te lo estás pasando aquí conmigo? ¿Te aburres mucho? -le preguntó.
-Ni mucho menos, tía, estoy muy a gusto aquí. No hace tanto calor como en Sevilla y además se respira aire puro y tranquilidad. Estoy maravillosamente. Y aparte de todo eso estoy con mi tía favorita...
Carmen se sonrojó un poco y luego se rio de buena gana.
-¡Qué casualidad! Tú también eres mi sobrino favorito.
-También es una casualidad que yo sea tu único sobrino, eh... -añadió Eugenio.
Los dos se rieron.
-Por cierto, ¿estás durmiendo bien el sofá? -preguntó Carmen un poco más seria ya.
-Pues...
-No muy bien, ¿verdad? -lo interrumpió al notar sus titubeos.
-La verdad es que no muy bien, pero no me importa.
-Si quieres puedes acostarte conmigo en mi cama a partir de esta noche -le propuso.
-¿No te molestaré? -quiso saber Eugenio, algo extrañado ante aquella proposición.
-No, ¿por qué ibas a molestarme, cielo?
Eugenio permaneció callado y pensativo.
-No me molestarás para nada, precioso -dijo Carmen y después, sin dejar de sonreír, se dirigió a un limonero que tenía en su terreno para coger unos cuantos limones. Mientras hacía esto, Eugenio fue adonde había estado anteriormente y se puso a recoger fresas. Pensaba en lo que su tía le había dicho y, sin poder evitarlo, se le empinó el miembro viril. No se creía que fuera compartir la cama con su tía, con quien algunas veces había tenido fantasías eróticas.
Carmen, por su parte, lanzaba miradas furtivas a su sobrino, de quien veía la espalda ancha y bien formada y la parte trasera de sus robustas piernas. No pudo evitar que nuevos efluvios manaran del núcleo de su femineidad y mojaran sus bragas. Sentía un fuego interior imposible de extinguir ni siquiera con la ayuda de sus dedos, que ya había utilizado antes con este fin. Su carne estaba recalentada y ardía debajo de su piel al mismo tiempo que sus pezones reaccionaban y se ponían erectos. En sus treinta y nueve años de vida jamás se había sentido tan excitada. Comprendía que el sol veraniego de Andalucía combinados con la ausencia total del coito durante más de tres años podían tener un efecto de este tipo sobre su sexualidad, pero no entendía por qué aquel adolescente la hacía quemarse de excitación. Sin embargo, sabía que deseaba sentir sus labios apretados contra los suyos, sabía que necesitaba sentir su cuerpo nervudo y viril sobre el suyo y su dura polla entrando y saliendo de su vagina inundada de flujos. Su vulva hinchada, sus labios medio separados y su agujero dilatado por completo pedían a gritos las atenciones de un macho que los saciara. Carmen no podía aguantar aquello por mucho más tiempo.
Durante el resto del día aguantó como pudo su cachondez y trató de mantenerse lejos de su sobrino, que estuvo trabajando con las fresas y otros cultivos toda la tarde hasta el crepúsculo. No podía, sin embargo, dejar de pensar en él y casi todo lo que tocaba la hacía pensar en un pene erecto arrojando semen con fuerza sobre ella. Necesitaba sexo y no podía contenerse más. Su coño mojado no la dejaba pensar con claridad y la impulsaba a hacer algo que, aunque deseaba, no quería hacer con demasiada precipitación.
Cuando ya empezaba a caer la noche, el calor y la humedad de su coño se hicieron completamente insoportables. Lo tenía totalmente dilatado y sensible y necesitaba a su sobrino de inmediato, que era quien la había hecho llegar a aquel nivel increíble de excitación. Deseaba desnudarse frente a él y mostrarle los encantos de mujer que eran suyos y que suspiraban por él. Quería decirle que el bosque negro y frondoso de su entrepierna le pertenecía y que necesitaba ser regado con su cáliz blanco de la vida.
Carmen se decidió por fin a pasar a la acción. Se moría de vergüenza por lo que iba a hacer, pero el deseo irrefrenable por su sobrino la impulsaba hacia el abismo de toda mujer: reconocer su excitación y sucumbir ante un hombre sin ser antes conquistada. Fue al salón y encontró al objeto de su ciego deseo sentado sobre el sofá con tan sólo un pantalón vaquero corto puesto. Su pecho y abdomen estaban desnudos y entre sus fuertes muslos Carmen podía ver el bulto de su entrepierna. Se quedó mirando al adolescente durante un rato con el mismo ardor que había sentido en el huerto y trataba por todos los medios de no saltar encima de él y violarlo allí mismo.
-¿Te pasa algo, tía? -preguntó Eugenio.
-N...no... Bueno, sí...
-¿El qué?
Carmen se sentó al lado de Eugenio y comenzó a explicarle lo que le sucedía.
-Cielo, no sé cómo decírtelo para que no te enfades, pero creo que debes saberlo, porque no puedo estar ni un minuto más sin decirlo.
-¿Qué ocurre? -quiso saber Eugenio.
-Verás...me he...Me he enamorado de ti, cariño... No te enfades, por favor, necesitaba que lo supieras, nada más -dijo Carmen muy nerviosa.
Eugenio se quedó de piedra y empezó a ponerse como una piedra, las dos cosas a la vez.
-A mí también me gustas, tía... Me daba mucha vergüenza decirlo, pero es la verdad...
Carmen no daba crédito a lo que oía, pero quiso aceptarlo y besó brevemente en los labios a su deseado sobrino.
-Ven conmigo a mi cama y te daré un regalo -le susurró al oído, que no necesitaba que lo animaran.
Cogió a su sobrino de la mano y lo llevó a su dormitorio, donde esperaba su cama de matrimonio. Carmen no se podía creer que por fin iba a gozar con su sobrino. Estaba tan excitada que sus flujos casi chorreaban por sus muslos. Necesitaba que este adolescente con el que soñaba penetrara el coño que ella quería que le perteneciera. Lo abrazó y lo besó en la boca con energía durante un rato, acariciándole el pecho. Luego hizo que se echara sobre la cama y se subió encima de él, besándolo en la boca y después besándole el pecho y el abdomen. Estaba tan absolutamente caliente que no podía esperar más. Se puso de pie y, deslizando las manos por debajo de la falda que llevaba puesta, se bajó las bragas empapadas y las dejó tiradas sobre el suelo enrolladas. Después le bajó los pantalones a Eugenio y lo dejó en calzoncillos, dándose cuenta del enorme bulto que presentaban. A Carmen se le hacía la boca agua y por eso le quitó esta última prenda sin mayor dilación, haciendo que el miembro erecto del adolescente saliera de debajo dando un respingo.
-¡Qué grande la tienes! -exclamó la mujer en celo al ver la verga de su sobrino, que rondaba los veinte centímetros de longitud.
Carmen no perdió el tiempo y, una vez se hubo deshecho de la ropa del joven, avanzó por encima de él con una rodilla a cada lado de su cuerpo y se puso sobre su miembro. Éste estaba tan duro como el granito y su bálano totalmente enrojecido y visible. Con una mano metida por debajo de su falda, Carmen colocó el enorme miembro de su sobrino en la entrada de su coño y se dejó caer sintiendo cómo la invadía de nuevo la virilidad de un hombre. Por fin lograba lo que tanto había ansiado durante años: follarse a un hombre del que estuviera enamorada y con el que se le hiciera el coño agua.
Con los ojos aún cerrados y una expresión de placer inmenso, Carmen permaneció unos segundos "clavada" en el pene de su sobrino, que había entrado con la mayor facilidad del mundo gracias a la lubricación abundante de su vagina. Poco a poco, Carmen reaccionó y empezó a "cabalgar" sobre el adolescente, llegando a un primer orgasmo casi instantáneamente y llenando de flujos los testículos y los muslos del chico. Pero no paró ahí, siguió botando sobre la polla dura de su sobrino hasta correrse cinco veces y sentir que accedía a un plano diferente de existencia.
Cuando hubo gozado lo suficiente, Carmen se sacó aquella magnífica herramienta del coño con un ligero ruido provocado por sus fluidos y empezó a mamarla despacio. Hacía mucho tiempo que no se comía una polla y su boca hambrienta trabajaba con esmero, recorriendo primero el miembro de arriba abajo y después centrándose en la corona del glande y el frenillo. Eugenio, que había estado como en una nube todo el tiempo, estaba con los ojos cerrados gozando de la mamada. No podía creer que su tía acabara de follárselo y estuviera ahora comiéndole el nabo.
La insaciable tía no dejó de lamer y chupar hasta que se dio cuenta de que el orgasmo del chico se acercaba, momento en el que cambió la boca por su mano derecha, con la que le hizo una paja hasta que, entre jadeos de placer de Eugenio, un chorro potentísimo de semen salió disparado de su polla, voló por encima de ellos y cayó en el suelo al lado de la cama. Los demás cayeron sobre la cara, la ropa y las manos de su tía y también sobre la cama y sus propios muslos. Carmen había visto realizado el sueño de hacer esto con su sobrino y se tragó todo el semen que pudo lamer de su cara, manos y del cuerpo de Eugenio. Tras eso, cayó exhausta al lado del adolescente al que acababa de unirse y los dos se quedaron dormidos.
-No sé, es que todavía no he acabado -respondió su sobrino.
-Tienes muchos días para acabar. Al fin y al cabo vas a quedarte casi todo el verano aquí.
-Quizá tengas razón.
-¡Claro que sí! Venga, vente adentro y tómate algo fresco.
-Voy.
Eugenio estaba pasando el verano en la casa de campo de su tía Carmen, ya que sus padres, médicos, se habían ido a unos cursos de verano que sólo podían recibirse en Canadá. La idea no le había entusiasmado mucho en un principio, pero ahora se daba cuenta de que al menos allí podría respirar un poco de aire puro y desconectarse de la ruidosa y estresante vida urbana. Incluso a sus dieciséis años, Eugenio era consciente de estas cosas. En algunos aspectos pensaba como un jubilado, siendo un gran amante del silencio y el reposo.
La casa de la tía Carmen estaba a dos kilómetros de un pueblo de mediano tamaño, no llegando a los diez mil habitantes su población. Era una casa de dimensiones normales, pero con un buen terreno vallado detrás en el que había árboles frutales, hortalizas y hasta un poco de maíz. Era precisamente en este terreno, bastante grande, donde trabajaba Eugenio por decisión propia, ya que de este modo no se aburriría durante el verano.
-Espera, que te traigo un refresco y algo de comer -le dijo Carmen a Eugenio al entrar en casa por la cocina, que daba al terrero de la parte de atrás.
-Vale -respondió Eugenio, marchándose después al salón.
Al cabo de un momento, la tía Carmen apareció con un vaso de cola y un plato con frutos secos de varias clases. El joven la vio aparecer, con su cara siempre sonriente, y se alegró de estar allí con ella. Su tía Carmen había sido siempre muy amable con él y lo quería mucho. Eugenio no la había visto en muchas ocasiones, pero las pocas veces en que había estado con ella, siempre lo había pasado bien. Ella era una mujer de aspecto maternal, con cuerpo rollizo y de pecho muy abundante y unas mejillas casi siempre sonrosadas. Tenía el pelo cortado a la altura de la base del cuello y sus ojos siempre tenían un brillo especial muy reconfortante. Solía vestir camisas de color claro y faldas negras que le llegaban por las rodillas. Encima de todo ello acostumbraba a llevar un delantal, que la protegía de manchas causadas por sus labores domésticas.
-Espero que te guste lo que te traigo, Eugenio -le dijo a su sobrino al poner la bandeja sobre la mesa del salón.
-Está muy bien, tía, gracias.
-No tienes que darlas, cielo -le dijo ella sonriendo.
Carmen observaba con detenimiento a su sobrino mientras éste se tomaba lo que le había puesto. Miraba sus cabellos rubios y su cara angelical y viril al mismo tiempo y se mordía el labio y se sonrojaba al mismo tiempo. Si bajaba con la mirada, podía admirar su robusto tórax y adivinar la presencia de un abdomen plano y casi musculoso. Unas piernas bien proporcionadas y fuertes ponían la guinda al atractivo de Eugenio, de quien resulta evidente que su tía estaba enamorándose en secreto. A ella le avergonzaba reconocerlo, pero deseaba a su sobrino y no había pasado uno sólo de los cinco días que llevaba con ella sin que mojara sus braguitas hasta empaparlas con fluidos que significaban deseo, un deseo irrefrenable.
Cuando Eugenio hubo terminado de tomarse aquel tentempié, su tía retiró la bandeja y la llevó a la cocina. Poco después reapareció tan sonriente como antes y se sentó junto a su sobrino.
-Bueno, ¿cómo te lo estás pasando aquí conmigo? ¿Te aburres mucho? -le preguntó.
-Ni mucho menos, tía, estoy muy a gusto aquí. No hace tanto calor como en Sevilla y además se respira aire puro y tranquilidad. Estoy maravillosamente. Y aparte de todo eso estoy con mi tía favorita...
Carmen se sonrojó un poco y luego se rio de buena gana.
-¡Qué casualidad! Tú también eres mi sobrino favorito.
-También es una casualidad que yo sea tu único sobrino, eh... -añadió Eugenio.
Los dos se rieron.
-Por cierto, ¿estás durmiendo bien el sofá? -preguntó Carmen un poco más seria ya.
-Pues...
-No muy bien, ¿verdad? -lo interrumpió al notar sus titubeos.
-La verdad es que no muy bien, pero no me importa.
-Si quieres puedes acostarte conmigo en mi cama a partir de esta noche -le propuso.
-¿No te molestaré? -quiso saber Eugenio, algo extrañado ante aquella proposición.
-No, ¿por qué ibas a molestarme, cielo?
Eugenio permaneció callado y pensativo.
-No me molestarás para nada, precioso -dijo Carmen y después, sin dejar de sonreír, se dirigió a un limonero que tenía en su terreno para coger unos cuantos limones. Mientras hacía esto, Eugenio fue adonde había estado anteriormente y se puso a recoger fresas. Pensaba en lo que su tía le había dicho y, sin poder evitarlo, se le empinó el miembro viril. No se creía que fuera compartir la cama con su tía, con quien algunas veces había tenido fantasías eróticas.
Carmen, por su parte, lanzaba miradas furtivas a su sobrino, de quien veía la espalda ancha y bien formada y la parte trasera de sus robustas piernas. No pudo evitar que nuevos efluvios manaran del núcleo de su femineidad y mojaran sus bragas. Sentía un fuego interior imposible de extinguir ni siquiera con la ayuda de sus dedos, que ya había utilizado antes con este fin. Su carne estaba recalentada y ardía debajo de su piel al mismo tiempo que sus pezones reaccionaban y se ponían erectos. En sus treinta y nueve años de vida jamás se había sentido tan excitada. Comprendía que el sol veraniego de Andalucía combinados con la ausencia total del coito durante más de tres años podían tener un efecto de este tipo sobre su sexualidad, pero no entendía por qué aquel adolescente la hacía quemarse de excitación. Sin embargo, sabía que deseaba sentir sus labios apretados contra los suyos, sabía que necesitaba sentir su cuerpo nervudo y viril sobre el suyo y su dura polla entrando y saliendo de su vagina inundada de flujos. Su vulva hinchada, sus labios medio separados y su agujero dilatado por completo pedían a gritos las atenciones de un macho que los saciara. Carmen no podía aguantar aquello por mucho más tiempo.
Durante el resto del día aguantó como pudo su cachondez y trató de mantenerse lejos de su sobrino, que estuvo trabajando con las fresas y otros cultivos toda la tarde hasta el crepúsculo. No podía, sin embargo, dejar de pensar en él y casi todo lo que tocaba la hacía pensar en un pene erecto arrojando semen con fuerza sobre ella. Necesitaba sexo y no podía contenerse más. Su coño mojado no la dejaba pensar con claridad y la impulsaba a hacer algo que, aunque deseaba, no quería hacer con demasiada precipitación.
Cuando ya empezaba a caer la noche, el calor y la humedad de su coño se hicieron completamente insoportables. Lo tenía totalmente dilatado y sensible y necesitaba a su sobrino de inmediato, que era quien la había hecho llegar a aquel nivel increíble de excitación. Deseaba desnudarse frente a él y mostrarle los encantos de mujer que eran suyos y que suspiraban por él. Quería decirle que el bosque negro y frondoso de su entrepierna le pertenecía y que necesitaba ser regado con su cáliz blanco de la vida.
Carmen se decidió por fin a pasar a la acción. Se moría de vergüenza por lo que iba a hacer, pero el deseo irrefrenable por su sobrino la impulsaba hacia el abismo de toda mujer: reconocer su excitación y sucumbir ante un hombre sin ser antes conquistada. Fue al salón y encontró al objeto de su ciego deseo sentado sobre el sofá con tan sólo un pantalón vaquero corto puesto. Su pecho y abdomen estaban desnudos y entre sus fuertes muslos Carmen podía ver el bulto de su entrepierna. Se quedó mirando al adolescente durante un rato con el mismo ardor que había sentido en el huerto y trataba por todos los medios de no saltar encima de él y violarlo allí mismo.
-¿Te pasa algo, tía? -preguntó Eugenio.
-N...no... Bueno, sí...
-¿El qué?
Carmen se sentó al lado de Eugenio y comenzó a explicarle lo que le sucedía.
-Cielo, no sé cómo decírtelo para que no te enfades, pero creo que debes saberlo, porque no puedo estar ni un minuto más sin decirlo.
-¿Qué ocurre? -quiso saber Eugenio.
-Verás...me he...Me he enamorado de ti, cariño... No te enfades, por favor, necesitaba que lo supieras, nada más -dijo Carmen muy nerviosa.
Eugenio se quedó de piedra y empezó a ponerse como una piedra, las dos cosas a la vez.
-A mí también me gustas, tía... Me daba mucha vergüenza decirlo, pero es la verdad...
Carmen no daba crédito a lo que oía, pero quiso aceptarlo y besó brevemente en los labios a su deseado sobrino.
-Ven conmigo a mi cama y te daré un regalo -le susurró al oído, que no necesitaba que lo animaran.
Cogió a su sobrino de la mano y lo llevó a su dormitorio, donde esperaba su cama de matrimonio. Carmen no se podía creer que por fin iba a gozar con su sobrino. Estaba tan excitada que sus flujos casi chorreaban por sus muslos. Necesitaba que este adolescente con el que soñaba penetrara el coño que ella quería que le perteneciera. Lo abrazó y lo besó en la boca con energía durante un rato, acariciándole el pecho. Luego hizo que se echara sobre la cama y se subió encima de él, besándolo en la boca y después besándole el pecho y el abdomen. Estaba tan absolutamente caliente que no podía esperar más. Se puso de pie y, deslizando las manos por debajo de la falda que llevaba puesta, se bajó las bragas empapadas y las dejó tiradas sobre el suelo enrolladas. Después le bajó los pantalones a Eugenio y lo dejó en calzoncillos, dándose cuenta del enorme bulto que presentaban. A Carmen se le hacía la boca agua y por eso le quitó esta última prenda sin mayor dilación, haciendo que el miembro erecto del adolescente saliera de debajo dando un respingo.
-¡Qué grande la tienes! -exclamó la mujer en celo al ver la verga de su sobrino, que rondaba los veinte centímetros de longitud.
Carmen no perdió el tiempo y, una vez se hubo deshecho de la ropa del joven, avanzó por encima de él con una rodilla a cada lado de su cuerpo y se puso sobre su miembro. Éste estaba tan duro como el granito y su bálano totalmente enrojecido y visible. Con una mano metida por debajo de su falda, Carmen colocó el enorme miembro de su sobrino en la entrada de su coño y se dejó caer sintiendo cómo la invadía de nuevo la virilidad de un hombre. Por fin lograba lo que tanto había ansiado durante años: follarse a un hombre del que estuviera enamorada y con el que se le hiciera el coño agua.
Con los ojos aún cerrados y una expresión de placer inmenso, Carmen permaneció unos segundos "clavada" en el pene de su sobrino, que había entrado con la mayor facilidad del mundo gracias a la lubricación abundante de su vagina. Poco a poco, Carmen reaccionó y empezó a "cabalgar" sobre el adolescente, llegando a un primer orgasmo casi instantáneamente y llenando de flujos los testículos y los muslos del chico. Pero no paró ahí, siguió botando sobre la polla dura de su sobrino hasta correrse cinco veces y sentir que accedía a un plano diferente de existencia.
Cuando hubo gozado lo suficiente, Carmen se sacó aquella magnífica herramienta del coño con un ligero ruido provocado por sus fluidos y empezó a mamarla despacio. Hacía mucho tiempo que no se comía una polla y su boca hambrienta trabajaba con esmero, recorriendo primero el miembro de arriba abajo y después centrándose en la corona del glande y el frenillo. Eugenio, que había estado como en una nube todo el tiempo, estaba con los ojos cerrados gozando de la mamada. No podía creer que su tía acabara de follárselo y estuviera ahora comiéndole el nabo.
La insaciable tía no dejó de lamer y chupar hasta que se dio cuenta de que el orgasmo del chico se acercaba, momento en el que cambió la boca por su mano derecha, con la que le hizo una paja hasta que, entre jadeos de placer de Eugenio, un chorro potentísimo de semen salió disparado de su polla, voló por encima de ellos y cayó en el suelo al lado de la cama. Los demás cayeron sobre la cara, la ropa y las manos de su tía y también sobre la cama y sus propios muslos. Carmen había visto realizado el sueño de hacer esto con su sobrino y se tragó todo el semen que pudo lamer de su cara, manos y del cuerpo de Eugenio. Tras eso, cayó exhausta al lado del adolescente al que acababa de unirse y los dos se quedaron dormidos.