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Eugenia y Dolores - la Hija me Ayudó a Desvirgar el Culo de su Madre. – Capítulo 01
Siempre había pensado que difícilmente iba a encontrar a alguien más retorcido que yo. Pero la vida te da sorpresas y cuando menos te lo esperas salta la liebre. Lo que me sorprendió es que la horma de mi zapato fuese Eugenia, una jovencita de apenas veintidós años. Aunque, bien mirado, con aquella pinta ya prometía maneras… Pero mejor vayamos al principio, como en los cuentos clásicos.
Hacía un par de semanas que había fallecido mi tío Torcuato, un solterón, bastante meapilas. Yo era su único sobrino, hijo de su hermano y, por aquellas cosas extrañas que tiene la vida, le caía lo suficientemente bien como para hacerme heredero de una parte de sus bienes. El resto, un piso en el centro y el dinero del banco (bastante pasta, una cifra de seis dígitos, tengo entendido) los donó a la Iglesia. Pero, así y todo, todavía me hice con un buen pellizco. Me legó cuatro grandes pisos, situados también en el centro, que tenía alquilados y un local comercial, también arrendado, que funcionaba como restaurante de comidas para currantes en un polígono industrial. Con mucho éxito, todo sea dicho.
Cuando me hice cargo de los bienes, descubrí, con bastante alegría, que con la pasta que ingresaba de los alquileres podía vivir divinamente. Era suficiente para pagar un pequeño apartamento y vivir con holgura; tengo treinta años, estoy soltero y mis obligaciones se limitan a mí mismo. Las rentas daban dinero de sobra para llevar un tren de vida la mar de decente e incluso costearme algunos vicios. No bebo (en exceso), no fumo y no me gustan los lujos o los coches caros, pero las tías son mi perdición: sobre todo putas o amigas especiales, como les gusta decir a algunos. Así que dejé un empleo como Asesor Financiero en mi ciudad, me despedí de mi familia y me trasladé a la urbe de mi difunto y amado tío.
Una vez instalado, revisé las cuentas y, dado que los inquilinos eran gente bastante cumplidora y, en apariencia, poco problemática, decidí mantener las condiciones que tenían apalabradas con el viejo. Pero hice una excepción. Tras visitar un día el local alquilado en el que estaba el restaurante Los Amigos, que tanta fama y reseñas de Google tenía, me di cuenta de que la gente salía por la puerta y hacía cola en la calle para conseguir mesa, tanto que desistí de mi intención de entrar a ver el local. En horas puntas era misión imposible conseguir una reserva. Es cierto que el restaurante no era muy grande, pero, así y todo, deduje que los arrendatarios se debían estar forrando porque el precio que pagaban era irrisorio, comparado con lo que se estaba pagando por otros locales de la misma zona.
De modo que, tras comprobar de primera mano el éxito del negocio, decidí apretar un poco las tuercas a los inquilinos. No es que me hiciera falta el dinero, simplemente me pareció divertido estrujarles un poco. Y eso que todavía no había pasado a conocerlos.
Un día que estaba especialmente animado, llamé por teléfono y les comenté que, a partir de ahora, era el nuevo propietario del local, en lugar de mi difunto tío don Torcuato. Me atendió un señor que respondía al nombre de Marcial y, muy amablemente, me propuso visitar el establecimiento. Me invitaba a comer para conocerme y de paso, enseñarme el negocio. Como es lógico acepté. Claro que sin contarle mi intención de subirle el alquiler un buen porcentaje. Primero quería ver de primera mano qué tal era la familia que llevaba el negocio.
A pesar de que, como de costumbre, el restaurante estaba hasta los topes de gente, me alegró ver que habían reservado una mesa, una de las mejores, con vistas a la terraza y al parque de la calle de enfrente, en la que un simpático camarero me acomodó, antes de llamar al dueño. Es curioso, no debía saber que, en el fondo, el dueño era yo.
Luego supe que el núcleo del negocio lo llevaban Marcial, un tipo de 55 años, rechoncho alopécico y algo servil, camarero de toda la vida, que ejercía de jefe y director, su mujer, Dolores, que frisaba los 50 y se encargaba de la cocina y su hija, Eugenia, con 22 añitos recién cumplidos, que llevaba la caja y atendía la barra y algunas mesas. Completaban el staff tres camareros que no eran de la familia y, por lo que supe, bastante inestables. El sueldo que les pagaba Marcial no era para tirar cohetes y salían corriendo a la menor oportunidad de mejora.
El restaurante iba bien, pero no tanto como se podría esperar. Los productos eran de calidad y caros y esa honestidad comercial repercutía en menores beneficios. En fin, que el tipo no racaneaba con los clientes, pero sí en el sueldo de los camareros. Al final: «las gallinas que entran por las que salen», como diría Mota.
Marcial me pareció un buen tipo, gordito, pero ágil, y con bastante verborrea. Me pareció algo pesado y pelotillero. Como soy de pocas palabras no le di mucha bola, aunque atendí sus explicaciones educadamente. Disfruté algo más cuando me presentó al resto de su familia. Primero llamó a su hijita, Eugenia, en la que no me había fijado porque estaba detrás de la barra, pero que me puso el bastón alerta en cuanto la vi acercarse. Era una choni de manual. Vestía una minifalda ajustada que apenas pasaba del muslo y dejaba ver, en cuanto se giró, un culazo estupendo y preparado para ser perforado a la menor ocasión. Unas medias negras de rejilla en sus piernas torneadas y firmes, unas bambas blancas con detalles fluorescentes completaban su atuendo en lo que a los cuartos traseros se refiere. Las tetas, eran espectaculares, muy grandes y perfectas, posteriormente confirmé que eran operadas, pero eso sí: una excelente inversión. Llevaba una camiseta de tirantes ajustada de Mickey Mouse y sus pezones se marcaban a la perfección bajo la tela. Con aquellas domingas recauchutadas y su edad, no necesitaba usar sujetador. El pelo moreno lo llevaba recogido en una coleta. Lucía, además, un piercing de corazoncito en la nariz y unos cuantos tatuajes bastante horteras en los brazos. Eran la punta de iceberg, más tarde descubriría algunos más. Muy maquillada, con una sonrisa de oreja a oreja y exudando seguridad en sí misma, mostraba unos labios de chupapollas de primer nivel.
Como es lógico, del mismo modo que ni se me ocurrió levantarme para dar la mano a su padre cuando se acercó a mi mesa, al llegar Eugenia me alcé inmediatamente y le di un par de besos con achuchón incluido para notar la firmeza de su pecho. Excelente, he de decir. Ella se dio cuenta de la maniobra, pero no pareció importarle ni se incomodó lo más mínimo.
Tras la presentación, retornó tras la barra con mi mirada clavada en su culazo. El padre, mientras tanto, había ido a la cocina a buscar a Dolores, su mujer, que era la encargada de elaborar los sabrosos platos que eran el emblema del local.
Un minuto después apareció la buena mujer secándose las manos con un trapo. Algo más baja que su marido, tan guapa como la hija pero rondando la cincuentena. Quien tuvo, retuvo, está claro. De formas más redondeadas, iba vestida con una bata cómoda para trabajar en la cocina y llevaba un buff en la cabeza por lo mismo, supongo. Dolores parecía más tímida que su hija, pero también tenía una sonrisa encantadora, con la salvedad de que era aparentemente más sincera que la de Eugenia. La mujer, algo azorada, roja como un tomate, no sé si por el esfuerzo en la cocina o por vergüenza, avanzaba un pasito por detrás de su marido casi sin atreverse a mirarme. Eso me permitió evaluarla. Las tetas enormes, más grandes que las de la hija, pero naturales, algo caídas, un culo panadero bastante hermoso que seguramente tenía trazas de celulitis bajo la bata, algo que me ponía bastante cachondo, siempre que no fuese exagerado. Un culete, además, con toda seguridad virgen, como después confirmaría y eso siempre mola. También tenía un polvete, un polvete más morboso y atractivo que la hija. Follarse a una jaca así nunca es una tarea fácil, pero ¿a quién no le motivan los retos?
Al llegar junto a la mesa imité la maniobra realizada previamente con Eugenia y le pegué un buen achuchón para calibrarla. Como ya he dicho, soy un pelín retorcido e intenté, disimuladamente pegarle un poco el nardo, morcillón, a pesar de la presencia del incordio del marido, y bajar las manos para palparle el trasero blandengue, así como sin querer. Fue un éxito. Ella, aturdida, ni se enteró de la maniobra, o lo disimuló muy bien, y a mí me sirvió para valorarla en su justa medida. Si la hija era un nueve, la madre era un ocho, aunque si de morbo hablamos, los porcentajes cambiaban, un diez para la madre y un ocho para la hija. En fin, tan solo estaba fantaseando… Todavía.
Después de comer, al ir a abonar la cuenta, Marcial, como es lógico, me dijo que de eso nada, que estaba invitado, como siempre que quisiera ir a comer allí. Añadió además que mi tío Torcuato acudía a comer casi cada día (y seguro que el meapilas solo iba por la comida, no como yo que solo pensaba en aquellas dos guarrillas a las que me gustaría follar). Acepté la invitación, qué menos, pero eso no evito que, después, tomando un chupito con Marcial al que invité (total, pagaba él), le soltase que le pensaba subir el alquiler un cuarenta por ciento «Ya se sabe, por la inflación y esas cosas». El pobre hombre se quedó patidifuso, sin palabras. Aunque no tardó en recomponerse y recuperar su locuacidad habitual. Empezó a contarme cuentos chinos de que en realidad la cosa no iba tan bien como parecía, que el margen era menor de lo que pensaba, que no ganaban tanto, que estaba el sueldo de los camareros, que si pitos y que si flautas. Le escuché atentamente y le hice una contraoferta. Le ofrecía una subida menor del alquiler, un veinte por ciento, pero tenía que ser en negro. Sin declarar. El tipo, más pesado que un plomo, volvió a recuperar el argumentario anterior y empezó otra vez con lo mismo. Dejé que se explayase y le hice la última oferta:
—Mira, Marcial, he comido muy bien y me gustas. Me parece que tiene una familia entrañable y que no se merecen acabar en la calle y en el paro. De modo que te voy a hacer una oferta definitiva. O la tomas o tenéis un mes para daros el piro del local —aquí me puse duro y Marcial lo notó. Se había terminado el buen rollo—. Te voy a subir el cinco por ciento de la recaudación de la caja. No es mucho —Marcial suspiró aliviado, a fin de cuentas era una cantidad perfectamente asumible—. Pero quiero que me lo des al contado, semanalmente. ¿Lo has entendido?
—Sí, sí, señor Paco, como usted diga— me hacía sentir poderoso que me llamase señor Paco y me hablase de usted un tipo que podría ser mi padre.
—Bien, así me gusta.
—¿Vendrá cada semana a cobrar, señor Paco?
—No, no me conviene que me vean mucho por aquí. Así que cada viernes por la tarde me mandas a tu hija, necesito que sea una persona de confianza…
—Si quiere, puedo ir yo mismo, no me importa.
—No, no, no, para nada —le corté. Solo faltaba tener al pelmazo éste en casa todos los viernes—. Manda a tú hija, que parece espabilada. Con el dinero y las cuentas de la semana para comprobarlo. ¿Te ha quedado claro?
—Sí, señor Paco, pero, insisto, no sé si querrá ir. Si no, puedo ir yo.
—¡A ver si me entiendes! ¡Que venga ella, joder! —No quería gritar, pero el tío me ponía de los nervios. Estaba seguro, además, de que la niña no iba a poner ninguna pega. Sobre todo después de cómo me había mirado, con esa mirada de guarra. Pero esto no se lo podía decir al padre, claro.
—Vale, vale, se lo diré, señor Paco —medio asustado se levantó para irse—. ¿Necesita alguna cosa más?
—No, no, gracias Marcial, he comido muy bien. Te mando mi dirección con un Whatsapp y se la pasas a Eugenia. Mándame su número también para tenerlo, por si se retrasa, darle un toque y eso…
—No, no se retrasará, señor Paco. Pero ahora mismo se lo mando.
—Perfecto, muchas gracias por todo.
—Muchas gracias a usted, señor Paco. Ya sabe, puede venir cuando quiera, esta es su casa.
—Claro, claro— cerré la conversación tendiendo la mano y apretando con fuerza su gordezuela y sudorosa mano.
Sellado el pacto de caballeros, tan solo me quedaba esperar la visita de la choni tetuda de Eugenia.
El viernes, Eugenia apareció con puntualidad prusiana. Yo, bien duchadito y con los huevos afeitados, me había vestido para la ocasión, con una bata ligera, que estrenaba ese día y nada debajo.
Al abrir la puerta me la encontré sonriente, con un sobre marrón en la mano, la pasta de su viejo, supuse, mascando un chicle de menta y espectacularmente vestida. Llevaba una camiseta de tirantes azul eléctrico muy ajustada que indicaba a las claras que no llevaba sujetador. Sus pezones se marcaban perfectamente. Las tetazas aparecían erguidas y apetecibles. Un trabajo excelente del cirujano, está claro. Y más, cuando comprobé posteriormente que no se notaban en absoluto las cicatrices de los pezones. Muy maquillada, con los labios muy rojos e incitantes, llevaba unos legins blancos ajustadísimos en los que se le marcaba el coñazo y que se transparentaban para mostrar un tanguita negro que estaba claro que la guarrilla quería que se viera. Unas Adidas blancas de plataforma completaban el atuendo.
La miré asombrado y no pude disimular una sonrisa de satisfacción.
—Hola, señor Paco, vengo de parte de mi padre a traerle este sobre.
—¡Ah, claro, vaya sorpresa! —disimulé, mientras me acercaba tanteando para ver si aceptaba un besito.
Y tanto que aceptó. Dos besitos babosos en las mejillas, ¡qué bien olía la cabrona!, que aproveché (y ella también, estoy seguro) para arrimarme a sus tetas y notar su firmeza. Mi polla empezó a despertar.
—Pero, no te quedes ahí, pasa, pasa, Eugenia. Cuánto me alegra verte.
«¡Y a mi rabo más!», pensé.
La invité a pasar con un gesto y la seguí para tener una perfecta panorámica de su culo y de aquel tanga que se transparentaba y se perdía entre sus poderosas nalgas.
—Deja el sobre en la mesa y siéntate, por favor —le indiqué el sofá.
Ella no pareció en absoluto sorprendida de que la visita, que teóricamente era tan solo para entregar la pasta fuera a prolongarse algo más.
—Claro, señor Paco.
Dejó el sobre y se sentó con las piernas cruzadas y los brazos sobre el cabecero de sofá, con las tetas apuntando al frente, desafiando la gravedad. Se me quitaron las tonterías y la bata empezó a adoptar la forma de una tienda de campaña. Una tienda todavía bajita, pero por poco tiempo, me daba la sensación.
Ella, segura de sí misma, mascaba el chicle y parecía que también me estaba calibrando.
—¿Qué, no me invitas a tomar nada? —la pregunta de Eugenia, sin el consabido señor Paco, me descolocó un poco. Parece que la niñata quería tomar el mando. Vaya, vaya.
—Claro, Eugenia, por supuesto. ¿Qué quieres tomar?
—¿Tienes tónica?
—Sí, claro. ¿Quieres un gin-tonic?
—No, no, solo tónica. No me gusta beber alcohol antes de follar.
Me quedé ojiplático. La cara de imbécil debió ser bastante evidente, porque Eugenia soltó una sonora carcajada, antes de proseguir:
—¡Joder, vaya cara que has puesto, tío! De todas formas, me suele pasar con los tíos.
Para redondear la jugada, la tranca, que, como le pasa a la mayoría de los tíos, tenía vida propia, había salido de los faldones de la bata para ver mundo, deshaciendo la tienda de campaña.
—Vaya, parece que tu hermanito pequeño se alegra de verme. ¡Anda capullo, ven aquí! —Eugenia dio un par de palmadas al sillón del sofá junto a ella y yo, que ya había tirado la bata al suelo, me dirigí a hacerle compañía con la polla por delante.
Decir que la chupaba de puta madre, sería quedarse corto, aunque, como pude comprobar posteriormente, su madre, tras el consabido adiestramiento, también se comportó como una más que digna mamadora. Pero nada había comparable a las mamadas de Eugenia. Podía comerse un rabo como si fuera un helado o tragarse la tranca hasta la campanilla, sin rechistar y sin solución de continuidad en los vaivenes de la cabeza.
Además, aquella coleta me venía cojonudamente para sujetarla y controlarla adecuadamente. La cabrona sabía usar la boca a base de bien y tuve que reprimirme mucho para no soltar el lechazo allí mismo. De modo que, como táctica dilatoria antes de acabar demasiado pronto, le pegué un buen tirón de la coleta y, tras arrancarle la polla de la garganta (lo que me costó bastante porque la cerdita parecía que tenía una ventosa por boca) levanté las piernas y la puse a repelarme el ojete. «A ver qué tal se le da esto a la guarrilla», me dije. La respuesta no tardó ni cinco segundos en concretarse: se le daba divinamente. Su lengua parecía una culebrilla, húmeda, deseosa de satisfacerme. Bajaba de los cojones al agujerito del culo, recreándose en el disfrute del varón, en este caso yo mismo, con una generosidad digna de una auténtica campeona.
Cuando me cansé de tenerla allí babeando, decidí que había llegado el momento de ponerla mirando a Poniente. Así que, con la polla recuperada separé su carita de mi ojete. Tenía los labios hinchados y la lengua seca, pero, como la campeona que era, se limitó a pedirme agua para hidratarse y, tras desnudarse, obedeciendo mis indicaciones, se colocó a cuatro patas sobre el sofá, abriendo bien las nalgas para mostrarme su culete. Y ¡oh sorpresa!: tenía puesto un plug de esos con diamantito, que me encargue de quitarle con delicadeza. Tras olerlo y probar su sabor saladito se lo puse en la boca, mientras enfilaba mi capullo hacia el ojete. La cerdita se había lubricado antes de venir. ¡No sabía nada la cabrona! La polla entró como Pedro por su casa. Se nota que era un culo que había tenido bastantes visitantes, pero eso no era óbice para que la gran profesionalidad, como porculera, de la joven hiciera que mi polla se sintiera cálidamente acogida en aquel agujerito trasero tan hogareño y entrañable.
Ahora sí que no aguanté más. Me bastaron seis o siete emboladas para dejar en el culo de la cerda una dosis más que respetable de leche de primera calidad. Una leche que la cerdita no desaprovechó, pues sin descansar un instante, colocó un vaso ancho en el suelo y, acuclillándose, vació el esperma alojado en su culo. A continuación, tras mezclarlo con un poco de Whisky («Después de un polvo sí que me apetece echar un trago», me dijo), se lo bebió de un trago.
Me acababa de dejar patidifuso y con la boca abierta.
Después se acurrucó junto a mí en el sofá para descansar un poco antes del segundo asalto.
—Porque habrá segundo asalto, ¿no? —me dijo.
—Y tanto. Esas tetas se merecen una buena cubana —respondí pegando un buen achuchón.
Pero antes de eso, Eugenia me contó su historia. Mas bien, la historia de cómo obtuvo unas tetazas tan espléndidas. He de decir que, aunque estoy curado de espantos, la peripecia me impactó bastante.
Ya muy jovencita, la chica apuntaba maneras de putón verbenero. Se había cepillado a medio instituto y empezaba a buscar nuevos horizontes, de modo que empezó a echar el lazo a algunos profesores. Una manera fácil y cómoda de sacar buenas notas sin demasiado esfuerzo. No al menos para ella, acostumbrada a comer pollas o cabalgar rabos. Así fue como descubrió los beneficios de follar a tipos solventes de los que podía obtener beneficios más tangibles y evidentes que los churretones de leche que le proporcionaban sus inexpertos compañeros de clase.
Superado el curso con notas excelentes, decidió poco antes de cumplir los dieciocho, dejar de lado los estudios. Había descubierto que vivir de los tío podría resultar más rentable que pasar cuatro años haciendo una carrera para acabar en la dura y competitiva jungla laboral. Siguió ayudando en el negocio familiar, presionada por sus padres, pero buscando por su cuenta otras fuentes de ingresos. Fue así como se ligó al tío Marcos, el hermano mayor de su padre, un tipo sin demasiado atractivo, gordo, viejo y calvo, en eso se parecía a su padre, pero menos pusilánime y bastante puerco y morboso. Aunque nadie lo diría, se las había apañado para mantener oculta esa faceta de su vida. El tío Marcos estaba casado y tenía hijos mayores. Fue precisamente en el banquete de boda de su hijo mayor cuando su sobrinita aprovechó para tirarle el lazo. Eugenia se presentó a la fiesta vestida con un escotado y corto vestido de licra rojo que no dejaba espacio a la imaginación. Llamó la atención a todo el personal (masculino) de la fiesta y eso que todavía tenía sus tetas originales que, dicho sea de paso, no estaban nada mal. Pero ella siempre había envidiado las enormes domingas maternas de modo que andaba como loca por hacerse un buen aumento de pecho, claro que, sin un sugar daddy para desplumar que financiase la operación…
En fin, que, revoloteando después del banquete, en el salón donde la gente empezaba a embriagarse, se dio cuenta de que entre los ojos que se fijaban en su cuerpo y que tanto la halagaban (y la ponían cachonda) estaban los del tío Marcos, que, mientras su mujer pelaba la pava con otras matronas del convite, no hacía más que desnudarla con la mirada. Aunque trataba de disimular, para Eugenia no pasó desapercibida la actitud tan poco familiar y tan depredadora de su tío. De modo que, en un momento dado, se hizo la encontradiza y, pasando entre las mesas, frotó descaradamente con su culo el paquete del hombre. Aquello sorprendió al viejo e hizo resucitar su pajarito, aletargado por la opípara comida y el alcohol. Marcos, se quedó con la cara de vicio que le lanzó su sobrinita, mientras susurraba «¡Uy, perdona tío! Es que esto está muy estrecho…». Más tarde, cuando empezaron los bailes agarrados la invitó a bailar, con la complacencia de todos. ¿Quién iba a sospechar de un inocente baile entre el tío Marcos y su sobrinita preferida? Incluso la tía Rosa, su mujer, sonrió complacida de que el gordo de su esposo se apartase de la mesa donde no paraba de zampar y beber para moverse un poco.
Allí, a media luz, rodeados del resto de parejas, tío y sobrina empezaron a bailar con bastante inocencia, hasta que la pequeña guarrilla, dejó caer la cabeza sobre el hombro del tío y se apretó para que el viejo notase sus tetas. Éste reaccionó al instante al tiempo que su gruesa tranca se endurecía. Aquella semana no se había follado a su secretaria, su amante habitual, y la dosis de viagra que tomaba regularmente todavía no había tenido salida. Tenía previsto ir después del banquete, tras dejar a su mujer en casa, a un puti club de carretera del que era cliente asiduo a que le hicieran una mamada, «pero, bueno», pensó mientras se refregaba con más fuerza con la putilla, «quizá me pueda ahorrar la pasta».
Eugenia, no pudo ocultar cierta sorpresa al notar que la polla del viejo, de considerables dimensiones, como en breve descubriría, se hacía notar a través de la tela del pantalón y de su fino vestido. Esperaba una reacción, pero no tan directa. Levantó la vista y miró al tío Marcos con carita inocente:
—¿Tío, esto es…?
—Sí, perdona, hija, me sabe mal, pero es que…—comenzó a disculparse el viejo.
—No, no, tío —le cortó ella—. Si me encanta.
El viejo sátiro no pudo evitar esbozar una sonrisa de oreja a oreja. La penumbra de la sala y la aglomeración de parejas favorecía la situación, por lo que, el viejo dejó de cortarse y bajó la mano disimuladamente para empezar a palpar el firme culo de su sobrina. Esta se dejó querer. Se apretó aún más y aprovechó en algún momento la oscuridad para dar un húmedo besito en el cuello del tío. Por desgracia, el periodo de las lentas duró muy poco y pronto se volvieron a encender las luces. Volvió el reguetón y la marcha. Pero, mientras se separaba de su sobrina, tratando de disimular su erección, Marcos recibió una alegría al oír cómo le decía Eugenia:
—Tito, tengo las llaves del coche de mis padres… Está en el parking, al final del todo, debajo de los árboles. En una zona oscura…
El viejo abrió los ojos como platos y no tardó ni un segundo en responder:
—En cinco minutos estoy allí
Contempló el bamboleo del culo de la guarrilla mientras salía de la sala. Después, se acercó a la mesa donde su mujer charlaba con otros invitados y le indicó:
—Rosita, voy a dar una vuelta a que me dé el aire. Creo que he comido mucho.
—Sí, sí, anda. Sal a dar un garbeo a ver si te despejas, que siempre te pasa lo mismo. Luego empezarás con el dolor de barriga y eso… Ve, ve…
Diez minutos más tarde estaba en los asientos traseros del coche de su hermano, mientras Eugenia, con la cabeza incrustada debajo del barrigón, le comía el rabo baboseando la tapicería. Él le acariciaba el culo y el coño con sus gordezuelos dedos. La pobre Eugenia, acostumbrada a trancas algo más pequeñas, sufrió horrores para poder abarcar con su mandíbula la polla del tío Marcos, pero cumplió como una campeona y consiguió ponerlo a punto para subirse encima y cabalgar como buena amazona hasta conseguir una abundante dosis de leche.
A partir de aquel instante, la chica le sorbió el seso a base de bien al pobre tío Marcos y de paso le fue sacando pasta a raudales. Se acabó para ella lo de comprar ropa en Primark o en los mercadillos. A partir de aquel día el guardarropa de Eugenia pasó a ser de primeras marcas. El pobre Marcos empezó a dilapidar dinero en su joven sobrina y amante a cambio de disfrutar de los encantos de la chavala. Tampoco se arruinó, no nos engañemos, el tipo estaba forrado.
Eso sí, la tipa era lista de cojones y enseguida le pillo la medida al viejo y se encargó de dosificar sus encantos, proporcionándolos con cuentagotas, para dejarlo siempre ansioso y con ganas de más. Fue esa necesidad del viejo lo que propició que Eugenia le sacase la pasta para operarse las tetas. No es que las tuviera mal, ni tan siquiera pequeñas, pero la criatura era ambiciosa y envidiaba las enormes domingas de su madre o de algunas estrellas porno y le hizo una oferta al tito Marcos:
—Si me pagas una operación de pecho, te dejaré que me desvirgues el culo
La oferta tenía su miga, porque por su ojete ya habían pasado unas cuantas pollas, de hecho, al macarrilla con el que estaba saliendo a espaldas del viejo, un chulillo del tres al cuarto, le encantaba follarle el culo y se lo cepillaba casi diariamente.
Así y todo, al pobre hombre casi le da un síncope cuando escuchó las palabras de la virginal jovencita y, salivando ante la oferta, le proporcionó el mejor cirujano y el mejor centro de estética. Algo de lo que Eugenia se aprovechó a base de bien, claro.
Continua
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Eugenia y Dolores - la Hija me Ayudó a Desvirgar el Culo de su Madre. – Capítulo 01
Siempre había pensado que difícilmente iba a encontrar a alguien más retorcido que yo. Pero la vida te da sorpresas y cuando menos te lo esperas salta la liebre. Lo que me sorprendió es que la horma de mi zapato fuese Eugenia, una jovencita de apenas veintidós años. Aunque, bien mirado, con aquella pinta ya prometía maneras… Pero mejor vayamos al principio, como en los cuentos clásicos.
Hacía un par de semanas que había fallecido mi tío Torcuato, un solterón, bastante meapilas. Yo era su único sobrino, hijo de su hermano y, por aquellas cosas extrañas que tiene la vida, le caía lo suficientemente bien como para hacerme heredero de una parte de sus bienes. El resto, un piso en el centro y el dinero del banco (bastante pasta, una cifra de seis dígitos, tengo entendido) los donó a la Iglesia. Pero, así y todo, todavía me hice con un buen pellizco. Me legó cuatro grandes pisos, situados también en el centro, que tenía alquilados y un local comercial, también arrendado, que funcionaba como restaurante de comidas para currantes en un polígono industrial. Con mucho éxito, todo sea dicho.
Cuando me hice cargo de los bienes, descubrí, con bastante alegría, que con la pasta que ingresaba de los alquileres podía vivir divinamente. Era suficiente para pagar un pequeño apartamento y vivir con holgura; tengo treinta años, estoy soltero y mis obligaciones se limitan a mí mismo. Las rentas daban dinero de sobra para llevar un tren de vida la mar de decente e incluso costearme algunos vicios. No bebo (en exceso), no fumo y no me gustan los lujos o los coches caros, pero las tías son mi perdición: sobre todo putas o amigas especiales, como les gusta decir a algunos. Así que dejé un empleo como Asesor Financiero en mi ciudad, me despedí de mi familia y me trasladé a la urbe de mi difunto y amado tío.
Una vez instalado, revisé las cuentas y, dado que los inquilinos eran gente bastante cumplidora y, en apariencia, poco problemática, decidí mantener las condiciones que tenían apalabradas con el viejo. Pero hice una excepción. Tras visitar un día el local alquilado en el que estaba el restaurante Los Amigos, que tanta fama y reseñas de Google tenía, me di cuenta de que la gente salía por la puerta y hacía cola en la calle para conseguir mesa, tanto que desistí de mi intención de entrar a ver el local. En horas puntas era misión imposible conseguir una reserva. Es cierto que el restaurante no era muy grande, pero, así y todo, deduje que los arrendatarios se debían estar forrando porque el precio que pagaban era irrisorio, comparado con lo que se estaba pagando por otros locales de la misma zona.
De modo que, tras comprobar de primera mano el éxito del negocio, decidí apretar un poco las tuercas a los inquilinos. No es que me hiciera falta el dinero, simplemente me pareció divertido estrujarles un poco. Y eso que todavía no había pasado a conocerlos.
Un día que estaba especialmente animado, llamé por teléfono y les comenté que, a partir de ahora, era el nuevo propietario del local, en lugar de mi difunto tío don Torcuato. Me atendió un señor que respondía al nombre de Marcial y, muy amablemente, me propuso visitar el establecimiento. Me invitaba a comer para conocerme y de paso, enseñarme el negocio. Como es lógico acepté. Claro que sin contarle mi intención de subirle el alquiler un buen porcentaje. Primero quería ver de primera mano qué tal era la familia que llevaba el negocio.
A pesar de que, como de costumbre, el restaurante estaba hasta los topes de gente, me alegró ver que habían reservado una mesa, una de las mejores, con vistas a la terraza y al parque de la calle de enfrente, en la que un simpático camarero me acomodó, antes de llamar al dueño. Es curioso, no debía saber que, en el fondo, el dueño era yo.
Luego supe que el núcleo del negocio lo llevaban Marcial, un tipo de 55 años, rechoncho alopécico y algo servil, camarero de toda la vida, que ejercía de jefe y director, su mujer, Dolores, que frisaba los 50 y se encargaba de la cocina y su hija, Eugenia, con 22 añitos recién cumplidos, que llevaba la caja y atendía la barra y algunas mesas. Completaban el staff tres camareros que no eran de la familia y, por lo que supe, bastante inestables. El sueldo que les pagaba Marcial no era para tirar cohetes y salían corriendo a la menor oportunidad de mejora.
El restaurante iba bien, pero no tanto como se podría esperar. Los productos eran de calidad y caros y esa honestidad comercial repercutía en menores beneficios. En fin, que el tipo no racaneaba con los clientes, pero sí en el sueldo de los camareros. Al final: «las gallinas que entran por las que salen», como diría Mota.
Marcial me pareció un buen tipo, gordito, pero ágil, y con bastante verborrea. Me pareció algo pesado y pelotillero. Como soy de pocas palabras no le di mucha bola, aunque atendí sus explicaciones educadamente. Disfruté algo más cuando me presentó al resto de su familia. Primero llamó a su hijita, Eugenia, en la que no me había fijado porque estaba detrás de la barra, pero que me puso el bastón alerta en cuanto la vi acercarse. Era una choni de manual. Vestía una minifalda ajustada que apenas pasaba del muslo y dejaba ver, en cuanto se giró, un culazo estupendo y preparado para ser perforado a la menor ocasión. Unas medias negras de rejilla en sus piernas torneadas y firmes, unas bambas blancas con detalles fluorescentes completaban su atuendo en lo que a los cuartos traseros se refiere. Las tetas, eran espectaculares, muy grandes y perfectas, posteriormente confirmé que eran operadas, pero eso sí: una excelente inversión. Llevaba una camiseta de tirantes ajustada de Mickey Mouse y sus pezones se marcaban a la perfección bajo la tela. Con aquellas domingas recauchutadas y su edad, no necesitaba usar sujetador. El pelo moreno lo llevaba recogido en una coleta. Lucía, además, un piercing de corazoncito en la nariz y unos cuantos tatuajes bastante horteras en los brazos. Eran la punta de iceberg, más tarde descubriría algunos más. Muy maquillada, con una sonrisa de oreja a oreja y exudando seguridad en sí misma, mostraba unos labios de chupapollas de primer nivel.
Como es lógico, del mismo modo que ni se me ocurrió levantarme para dar la mano a su padre cuando se acercó a mi mesa, al llegar Eugenia me alcé inmediatamente y le di un par de besos con achuchón incluido para notar la firmeza de su pecho. Excelente, he de decir. Ella se dio cuenta de la maniobra, pero no pareció importarle ni se incomodó lo más mínimo.
Tras la presentación, retornó tras la barra con mi mirada clavada en su culazo. El padre, mientras tanto, había ido a la cocina a buscar a Dolores, su mujer, que era la encargada de elaborar los sabrosos platos que eran el emblema del local.
Un minuto después apareció la buena mujer secándose las manos con un trapo. Algo más baja que su marido, tan guapa como la hija pero rondando la cincuentena. Quien tuvo, retuvo, está claro. De formas más redondeadas, iba vestida con una bata cómoda para trabajar en la cocina y llevaba un buff en la cabeza por lo mismo, supongo. Dolores parecía más tímida que su hija, pero también tenía una sonrisa encantadora, con la salvedad de que era aparentemente más sincera que la de Eugenia. La mujer, algo azorada, roja como un tomate, no sé si por el esfuerzo en la cocina o por vergüenza, avanzaba un pasito por detrás de su marido casi sin atreverse a mirarme. Eso me permitió evaluarla. Las tetas enormes, más grandes que las de la hija, pero naturales, algo caídas, un culo panadero bastante hermoso que seguramente tenía trazas de celulitis bajo la bata, algo que me ponía bastante cachondo, siempre que no fuese exagerado. Un culete, además, con toda seguridad virgen, como después confirmaría y eso siempre mola. También tenía un polvete, un polvete más morboso y atractivo que la hija. Follarse a una jaca así nunca es una tarea fácil, pero ¿a quién no le motivan los retos?
Al llegar junto a la mesa imité la maniobra realizada previamente con Eugenia y le pegué un buen achuchón para calibrarla. Como ya he dicho, soy un pelín retorcido e intenté, disimuladamente pegarle un poco el nardo, morcillón, a pesar de la presencia del incordio del marido, y bajar las manos para palparle el trasero blandengue, así como sin querer. Fue un éxito. Ella, aturdida, ni se enteró de la maniobra, o lo disimuló muy bien, y a mí me sirvió para valorarla en su justa medida. Si la hija era un nueve, la madre era un ocho, aunque si de morbo hablamos, los porcentajes cambiaban, un diez para la madre y un ocho para la hija. En fin, tan solo estaba fantaseando… Todavía.
Después de comer, al ir a abonar la cuenta, Marcial, como es lógico, me dijo que de eso nada, que estaba invitado, como siempre que quisiera ir a comer allí. Añadió además que mi tío Torcuato acudía a comer casi cada día (y seguro que el meapilas solo iba por la comida, no como yo que solo pensaba en aquellas dos guarrillas a las que me gustaría follar). Acepté la invitación, qué menos, pero eso no evito que, después, tomando un chupito con Marcial al que invité (total, pagaba él), le soltase que le pensaba subir el alquiler un cuarenta por ciento «Ya se sabe, por la inflación y esas cosas». El pobre hombre se quedó patidifuso, sin palabras. Aunque no tardó en recomponerse y recuperar su locuacidad habitual. Empezó a contarme cuentos chinos de que en realidad la cosa no iba tan bien como parecía, que el margen era menor de lo que pensaba, que no ganaban tanto, que estaba el sueldo de los camareros, que si pitos y que si flautas. Le escuché atentamente y le hice una contraoferta. Le ofrecía una subida menor del alquiler, un veinte por ciento, pero tenía que ser en negro. Sin declarar. El tipo, más pesado que un plomo, volvió a recuperar el argumentario anterior y empezó otra vez con lo mismo. Dejé que se explayase y le hice la última oferta:
—Mira, Marcial, he comido muy bien y me gustas. Me parece que tiene una familia entrañable y que no se merecen acabar en la calle y en el paro. De modo que te voy a hacer una oferta definitiva. O la tomas o tenéis un mes para daros el piro del local —aquí me puse duro y Marcial lo notó. Se había terminado el buen rollo—. Te voy a subir el cinco por ciento de la recaudación de la caja. No es mucho —Marcial suspiró aliviado, a fin de cuentas era una cantidad perfectamente asumible—. Pero quiero que me lo des al contado, semanalmente. ¿Lo has entendido?
—Sí, sí, señor Paco, como usted diga— me hacía sentir poderoso que me llamase señor Paco y me hablase de usted un tipo que podría ser mi padre.
—Bien, así me gusta.
—¿Vendrá cada semana a cobrar, señor Paco?
—No, no me conviene que me vean mucho por aquí. Así que cada viernes por la tarde me mandas a tu hija, necesito que sea una persona de confianza…
—Si quiere, puedo ir yo mismo, no me importa.
—No, no, no, para nada —le corté. Solo faltaba tener al pelmazo éste en casa todos los viernes—. Manda a tú hija, que parece espabilada. Con el dinero y las cuentas de la semana para comprobarlo. ¿Te ha quedado claro?
—Sí, señor Paco, pero, insisto, no sé si querrá ir. Si no, puedo ir yo.
—¡A ver si me entiendes! ¡Que venga ella, joder! —No quería gritar, pero el tío me ponía de los nervios. Estaba seguro, además, de que la niña no iba a poner ninguna pega. Sobre todo después de cómo me había mirado, con esa mirada de guarra. Pero esto no se lo podía decir al padre, claro.
—Vale, vale, se lo diré, señor Paco —medio asustado se levantó para irse—. ¿Necesita alguna cosa más?
—No, no, gracias Marcial, he comido muy bien. Te mando mi dirección con un Whatsapp y se la pasas a Eugenia. Mándame su número también para tenerlo, por si se retrasa, darle un toque y eso…
—No, no se retrasará, señor Paco. Pero ahora mismo se lo mando.
—Perfecto, muchas gracias por todo.
—Muchas gracias a usted, señor Paco. Ya sabe, puede venir cuando quiera, esta es su casa.
—Claro, claro— cerré la conversación tendiendo la mano y apretando con fuerza su gordezuela y sudorosa mano.
Sellado el pacto de caballeros, tan solo me quedaba esperar la visita de la choni tetuda de Eugenia.
El viernes, Eugenia apareció con puntualidad prusiana. Yo, bien duchadito y con los huevos afeitados, me había vestido para la ocasión, con una bata ligera, que estrenaba ese día y nada debajo.
Al abrir la puerta me la encontré sonriente, con un sobre marrón en la mano, la pasta de su viejo, supuse, mascando un chicle de menta y espectacularmente vestida. Llevaba una camiseta de tirantes azul eléctrico muy ajustada que indicaba a las claras que no llevaba sujetador. Sus pezones se marcaban perfectamente. Las tetazas aparecían erguidas y apetecibles. Un trabajo excelente del cirujano, está claro. Y más, cuando comprobé posteriormente que no se notaban en absoluto las cicatrices de los pezones. Muy maquillada, con los labios muy rojos e incitantes, llevaba unos legins blancos ajustadísimos en los que se le marcaba el coñazo y que se transparentaban para mostrar un tanguita negro que estaba claro que la guarrilla quería que se viera. Unas Adidas blancas de plataforma completaban el atuendo.
La miré asombrado y no pude disimular una sonrisa de satisfacción.
—Hola, señor Paco, vengo de parte de mi padre a traerle este sobre.
—¡Ah, claro, vaya sorpresa! —disimulé, mientras me acercaba tanteando para ver si aceptaba un besito.
Y tanto que aceptó. Dos besitos babosos en las mejillas, ¡qué bien olía la cabrona!, que aproveché (y ella también, estoy seguro) para arrimarme a sus tetas y notar su firmeza. Mi polla empezó a despertar.
—Pero, no te quedes ahí, pasa, pasa, Eugenia. Cuánto me alegra verte.
«¡Y a mi rabo más!», pensé.
La invité a pasar con un gesto y la seguí para tener una perfecta panorámica de su culo y de aquel tanga que se transparentaba y se perdía entre sus poderosas nalgas.
—Deja el sobre en la mesa y siéntate, por favor —le indiqué el sofá.
Ella no pareció en absoluto sorprendida de que la visita, que teóricamente era tan solo para entregar la pasta fuera a prolongarse algo más.
—Claro, señor Paco.
Dejó el sobre y se sentó con las piernas cruzadas y los brazos sobre el cabecero de sofá, con las tetas apuntando al frente, desafiando la gravedad. Se me quitaron las tonterías y la bata empezó a adoptar la forma de una tienda de campaña. Una tienda todavía bajita, pero por poco tiempo, me daba la sensación.
Ella, segura de sí misma, mascaba el chicle y parecía que también me estaba calibrando.
—¿Qué, no me invitas a tomar nada? —la pregunta de Eugenia, sin el consabido señor Paco, me descolocó un poco. Parece que la niñata quería tomar el mando. Vaya, vaya.
—Claro, Eugenia, por supuesto. ¿Qué quieres tomar?
—¿Tienes tónica?
—Sí, claro. ¿Quieres un gin-tonic?
—No, no, solo tónica. No me gusta beber alcohol antes de follar.
Me quedé ojiplático. La cara de imbécil debió ser bastante evidente, porque Eugenia soltó una sonora carcajada, antes de proseguir:
—¡Joder, vaya cara que has puesto, tío! De todas formas, me suele pasar con los tíos.
Para redondear la jugada, la tranca, que, como le pasa a la mayoría de los tíos, tenía vida propia, había salido de los faldones de la bata para ver mundo, deshaciendo la tienda de campaña.
—Vaya, parece que tu hermanito pequeño se alegra de verme. ¡Anda capullo, ven aquí! —Eugenia dio un par de palmadas al sillón del sofá junto a ella y yo, que ya había tirado la bata al suelo, me dirigí a hacerle compañía con la polla por delante.
Decir que la chupaba de puta madre, sería quedarse corto, aunque, como pude comprobar posteriormente, su madre, tras el consabido adiestramiento, también se comportó como una más que digna mamadora. Pero nada había comparable a las mamadas de Eugenia. Podía comerse un rabo como si fuera un helado o tragarse la tranca hasta la campanilla, sin rechistar y sin solución de continuidad en los vaivenes de la cabeza.
Además, aquella coleta me venía cojonudamente para sujetarla y controlarla adecuadamente. La cabrona sabía usar la boca a base de bien y tuve que reprimirme mucho para no soltar el lechazo allí mismo. De modo que, como táctica dilatoria antes de acabar demasiado pronto, le pegué un buen tirón de la coleta y, tras arrancarle la polla de la garganta (lo que me costó bastante porque la cerdita parecía que tenía una ventosa por boca) levanté las piernas y la puse a repelarme el ojete. «A ver qué tal se le da esto a la guarrilla», me dije. La respuesta no tardó ni cinco segundos en concretarse: se le daba divinamente. Su lengua parecía una culebrilla, húmeda, deseosa de satisfacerme. Bajaba de los cojones al agujerito del culo, recreándose en el disfrute del varón, en este caso yo mismo, con una generosidad digna de una auténtica campeona.
Cuando me cansé de tenerla allí babeando, decidí que había llegado el momento de ponerla mirando a Poniente. Así que, con la polla recuperada separé su carita de mi ojete. Tenía los labios hinchados y la lengua seca, pero, como la campeona que era, se limitó a pedirme agua para hidratarse y, tras desnudarse, obedeciendo mis indicaciones, se colocó a cuatro patas sobre el sofá, abriendo bien las nalgas para mostrarme su culete. Y ¡oh sorpresa!: tenía puesto un plug de esos con diamantito, que me encargue de quitarle con delicadeza. Tras olerlo y probar su sabor saladito se lo puse en la boca, mientras enfilaba mi capullo hacia el ojete. La cerdita se había lubricado antes de venir. ¡No sabía nada la cabrona! La polla entró como Pedro por su casa. Se nota que era un culo que había tenido bastantes visitantes, pero eso no era óbice para que la gran profesionalidad, como porculera, de la joven hiciera que mi polla se sintiera cálidamente acogida en aquel agujerito trasero tan hogareño y entrañable.
Ahora sí que no aguanté más. Me bastaron seis o siete emboladas para dejar en el culo de la cerda una dosis más que respetable de leche de primera calidad. Una leche que la cerdita no desaprovechó, pues sin descansar un instante, colocó un vaso ancho en el suelo y, acuclillándose, vació el esperma alojado en su culo. A continuación, tras mezclarlo con un poco de Whisky («Después de un polvo sí que me apetece echar un trago», me dijo), se lo bebió de un trago.
Me acababa de dejar patidifuso y con la boca abierta.
Después se acurrucó junto a mí en el sofá para descansar un poco antes del segundo asalto.
—Porque habrá segundo asalto, ¿no? —me dijo.
—Y tanto. Esas tetas se merecen una buena cubana —respondí pegando un buen achuchón.
Pero antes de eso, Eugenia me contó su historia. Mas bien, la historia de cómo obtuvo unas tetazas tan espléndidas. He de decir que, aunque estoy curado de espantos, la peripecia me impactó bastante.
Ya muy jovencita, la chica apuntaba maneras de putón verbenero. Se había cepillado a medio instituto y empezaba a buscar nuevos horizontes, de modo que empezó a echar el lazo a algunos profesores. Una manera fácil y cómoda de sacar buenas notas sin demasiado esfuerzo. No al menos para ella, acostumbrada a comer pollas o cabalgar rabos. Así fue como descubrió los beneficios de follar a tipos solventes de los que podía obtener beneficios más tangibles y evidentes que los churretones de leche que le proporcionaban sus inexpertos compañeros de clase.
Superado el curso con notas excelentes, decidió poco antes de cumplir los dieciocho, dejar de lado los estudios. Había descubierto que vivir de los tío podría resultar más rentable que pasar cuatro años haciendo una carrera para acabar en la dura y competitiva jungla laboral. Siguió ayudando en el negocio familiar, presionada por sus padres, pero buscando por su cuenta otras fuentes de ingresos. Fue así como se ligó al tío Marcos, el hermano mayor de su padre, un tipo sin demasiado atractivo, gordo, viejo y calvo, en eso se parecía a su padre, pero menos pusilánime y bastante puerco y morboso. Aunque nadie lo diría, se las había apañado para mantener oculta esa faceta de su vida. El tío Marcos estaba casado y tenía hijos mayores. Fue precisamente en el banquete de boda de su hijo mayor cuando su sobrinita aprovechó para tirarle el lazo. Eugenia se presentó a la fiesta vestida con un escotado y corto vestido de licra rojo que no dejaba espacio a la imaginación. Llamó la atención a todo el personal (masculino) de la fiesta y eso que todavía tenía sus tetas originales que, dicho sea de paso, no estaban nada mal. Pero ella siempre había envidiado las enormes domingas maternas de modo que andaba como loca por hacerse un buen aumento de pecho, claro que, sin un sugar daddy para desplumar que financiase la operación…
En fin, que, revoloteando después del banquete, en el salón donde la gente empezaba a embriagarse, se dio cuenta de que entre los ojos que se fijaban en su cuerpo y que tanto la halagaban (y la ponían cachonda) estaban los del tío Marcos, que, mientras su mujer pelaba la pava con otras matronas del convite, no hacía más que desnudarla con la mirada. Aunque trataba de disimular, para Eugenia no pasó desapercibida la actitud tan poco familiar y tan depredadora de su tío. De modo que, en un momento dado, se hizo la encontradiza y, pasando entre las mesas, frotó descaradamente con su culo el paquete del hombre. Aquello sorprendió al viejo e hizo resucitar su pajarito, aletargado por la opípara comida y el alcohol. Marcos, se quedó con la cara de vicio que le lanzó su sobrinita, mientras susurraba «¡Uy, perdona tío! Es que esto está muy estrecho…». Más tarde, cuando empezaron los bailes agarrados la invitó a bailar, con la complacencia de todos. ¿Quién iba a sospechar de un inocente baile entre el tío Marcos y su sobrinita preferida? Incluso la tía Rosa, su mujer, sonrió complacida de que el gordo de su esposo se apartase de la mesa donde no paraba de zampar y beber para moverse un poco.
Allí, a media luz, rodeados del resto de parejas, tío y sobrina empezaron a bailar con bastante inocencia, hasta que la pequeña guarrilla, dejó caer la cabeza sobre el hombro del tío y se apretó para que el viejo notase sus tetas. Éste reaccionó al instante al tiempo que su gruesa tranca se endurecía. Aquella semana no se había follado a su secretaria, su amante habitual, y la dosis de viagra que tomaba regularmente todavía no había tenido salida. Tenía previsto ir después del banquete, tras dejar a su mujer en casa, a un puti club de carretera del que era cliente asiduo a que le hicieran una mamada, «pero, bueno», pensó mientras se refregaba con más fuerza con la putilla, «quizá me pueda ahorrar la pasta».
Eugenia, no pudo ocultar cierta sorpresa al notar que la polla del viejo, de considerables dimensiones, como en breve descubriría, se hacía notar a través de la tela del pantalón y de su fino vestido. Esperaba una reacción, pero no tan directa. Levantó la vista y miró al tío Marcos con carita inocente:
—¿Tío, esto es…?
—Sí, perdona, hija, me sabe mal, pero es que…—comenzó a disculparse el viejo.
—No, no, tío —le cortó ella—. Si me encanta.
El viejo sátiro no pudo evitar esbozar una sonrisa de oreja a oreja. La penumbra de la sala y la aglomeración de parejas favorecía la situación, por lo que, el viejo dejó de cortarse y bajó la mano disimuladamente para empezar a palpar el firme culo de su sobrina. Esta se dejó querer. Se apretó aún más y aprovechó en algún momento la oscuridad para dar un húmedo besito en el cuello del tío. Por desgracia, el periodo de las lentas duró muy poco y pronto se volvieron a encender las luces. Volvió el reguetón y la marcha. Pero, mientras se separaba de su sobrina, tratando de disimular su erección, Marcos recibió una alegría al oír cómo le decía Eugenia:
—Tito, tengo las llaves del coche de mis padres… Está en el parking, al final del todo, debajo de los árboles. En una zona oscura…
El viejo abrió los ojos como platos y no tardó ni un segundo en responder:
—En cinco minutos estoy allí
Contempló el bamboleo del culo de la guarrilla mientras salía de la sala. Después, se acercó a la mesa donde su mujer charlaba con otros invitados y le indicó:
—Rosita, voy a dar una vuelta a que me dé el aire. Creo que he comido mucho.
—Sí, sí, anda. Sal a dar un garbeo a ver si te despejas, que siempre te pasa lo mismo. Luego empezarás con el dolor de barriga y eso… Ve, ve…
Diez minutos más tarde estaba en los asientos traseros del coche de su hermano, mientras Eugenia, con la cabeza incrustada debajo del barrigón, le comía el rabo baboseando la tapicería. Él le acariciaba el culo y el coño con sus gordezuelos dedos. La pobre Eugenia, acostumbrada a trancas algo más pequeñas, sufrió horrores para poder abarcar con su mandíbula la polla del tío Marcos, pero cumplió como una campeona y consiguió ponerlo a punto para subirse encima y cabalgar como buena amazona hasta conseguir una abundante dosis de leche.
A partir de aquel instante, la chica le sorbió el seso a base de bien al pobre tío Marcos y de paso le fue sacando pasta a raudales. Se acabó para ella lo de comprar ropa en Primark o en los mercadillos. A partir de aquel día el guardarropa de Eugenia pasó a ser de primeras marcas. El pobre Marcos empezó a dilapidar dinero en su joven sobrina y amante a cambio de disfrutar de los encantos de la chavala. Tampoco se arruinó, no nos engañemos, el tipo estaba forrado.
Eso sí, la tipa era lista de cojones y enseguida le pillo la medida al viejo y se encargó de dosificar sus encantos, proporcionándolos con cuentagotas, para dejarlo siempre ansioso y con ganas de más. Fue esa necesidad del viejo lo que propició que Eugenia le sacase la pasta para operarse las tetas. No es que las tuviera mal, ni tan siquiera pequeñas, pero la criatura era ambiciosa y envidiaba las enormes domingas de su madre o de algunas estrellas porno y le hizo una oferta al tito Marcos:
—Si me pagas una operación de pecho, te dejaré que me desvirgues el culo
La oferta tenía su miga, porque por su ojete ya habían pasado unas cuantas pollas, de hecho, al macarrilla con el que estaba saliendo a espaldas del viejo, un chulillo del tres al cuarto, le encantaba follarle el culo y se lo cepillaba casi diariamente.
Así y todo, al pobre hombre casi le da un síncope cuando escuchó las palabras de la virginal jovencita y, salivando ante la oferta, le proporcionó el mejor cirujano y el mejor centro de estética. Algo de lo que Eugenia se aprovechó a base de bien, claro.
Continua
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