Esther y su hijo Javier

heranlu

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La vida cambia en un suspiro. En un instante en el que tomas una decisión sin saber las consecuencias, o quizá sí que las conozcas… aunque toda acción conlleva un proceso, un cúmulo de situaciones que te llevan a ella y esta, es la historia de todas esas decisiones. Mis decisiones. Mi historia.

Mi nombre es Esther y nací en el año 78, una época de cambios en España, aunque el progreso, como era obvio, no llegó de golpe y porrazo a mi casa. Mis padres nacieron en la época de postguerra y pasaron los tiempos más duros de la dictadura.

Me crie en un entorno más rural que urbano y, como era algo habitual, la enseñanza la recibí en un colegio de monjas, con normas muy estrictas y un sentimiento católico muy arraigado. Me imagino que igual que muchísimos niños y niñas de aquella década, nada peculiar.

Poco a poco, fui creciendo, pasando mis años de infancia en la década de los ochenta. En el colegio, pues bueno… ahora soy pelirroja casi tirando a castaña, pero durante mi niñez, de verdad, mi pelo era naranja, igual que una zanahoria. Gracias a ello, no lo pasé muy bien en clase, no creo que me hicieran bullying, como se dice hoy en día, ya que las chicas de mi curso eran mis amigas. Pero los chicos… ¡Qué calvario, por favor…! Eran inaguantables y más de una vez, me hicieron llorar.

Puesto que he mencionado a los chicos, puedo unir otro punto importante de mi vida y que tiene mucho valor en mi historia. Incluso antes de entrar en el instituto, comencé a sentir atracción por ellos, por supuesto, no era la única, lo hice al mismo tiempo que las demás chicas de clase.

Lo que trajo aquello, fue un desencadenante muy evidente, puesto que… empecé a explorar mi cuerpo. Toda entera estaba cambiando, los pechos me empezaron a crecer y sentí curiosidad por lo que mi entrepierna escondía.

Un día, uno igual que otro cualquiera, porque no lo recuerdo bien y puedo jurarlo que fue sin querer, descubrí el placer que me proporcionaba al tocarme mi gran tesoro. Simplemente, me estaba acariciando la zona de mi vagina y cuando apreté un poco, mi alma sintió una felicidad total. Solo pude hacer una cosa… continuar. Fue una experiencia excepcional.

Aunque todo se paró de golpe cuando tuve alrededor de los trece años, puesto que mi madre… me pilló en pleno acto. Era una niña, apenas era consciente de lo que hacía, lo único de lo que realmente era consciente, era del placer que me proporcionaba.

Sin embargo, mi madre no compartía la misma opinión y le dio un ataque de locura cristiana que casi se pone a recitarme la biblia completa por tal acto impuro. Llegó a decirme cosas que ahora nos parecerían de dementes, como que tenía al demonio dentro, pero bueno… era la época… ¿No?

Aquello me pareció desproporcionado, porque había visto a escondidas la película del de El Exorcista y… ¡Ni de broma me parecía a Regan! Pero, claro… era mi madre, tuve que callar y obedecer.

Lo que sí agradecí a Dios, fue que mi padre no se enterase, porque estaba claro que algún golpe de cinto me hubiera llevado. Al que sí que se lo contó mi madre, fue al párroco del pueblo y… ¡Vamos…! Me tuve que tragar una buena bronca, sumado a unos incontables Padres nuestros y Aves Marías.

Le prometí a mi madre que no volvería a pasar, aunque también se lo tuve que prometer al párroco, a Dios y al espíritu santo, un poco más y se lo prometo también al cartero. A mi joven edad, no comprendía lo que le importaría al altísimo que una niña se estuviera masturbando… seguro que tenía mejores cosas que hacer que pensar en mí.

Es verdad que estábamos ya en la década de los noventa, pero entiendo que mis padres no hubieran cambiado su mentalidad, por eso no les culpo, además que mi pueblo era pequeño y rural, no les quedaba otra. Os diré una realidad que sigo pensando, incluso a día de hoy, en mi pueblo íbamos con diez años de retraso con respecto a los demás, si no eran más…

Después de todo aquello, intenté ser fiel a mi palabra, pero luego de dos largos meses de luchar contra mi fuego interno, al final, volví a caer. Lo sentía por Dios, por el espíritu santo y por mi madre, por el cura no, ese me daba igual, pero es que aquello no podía ser malo, en especial…, por el mágico gusto que me daba.

Mis años por el instituto fueron acabando y aunque traté de hablar ciertos asuntos que me rondaban la mente, no lo conseguí con mucho éxito. El tema de la masturbación, pues según lo que me contaban mis amigas, ninguna de ellas lo practicaba, cosa que con el paso de la edad, me di cuenta de que me estaban mintiendo.

Por lo que, aparte de sentirme a un bicho raro por mi pelo pelirrojo que, al menos, ya no era naranja, ahora tenía otra particularidad mayor, era la única que me daba esos placeres y pensaba en el sexo.

Lo mejor que tuvo mi paso por los últimos años en el instituto, fue conocer la sensación de los primeros besos. Esos tocamientos secretos en una esquina, la humedad de su lengua contra la mía… una locura. Pero lo que más me gustaba, era la sensación placentera que me llegaba a la entrepierna y me abrasaba, ¡buf…! No sabéis los placeres que me daba al llegar a casa. Por muchos Padres nuestros que rezase… las visitas a mi rajita, no disminuyeron.

Llegamos a un punto de inflexión que coincide con una edad muy especial, los dieciocho años, la mayoría de edad. Estábamos cerca de entrar en los años 2000, nuevo milenio y un cambio importante, pero para mí, lo único relevante es que… conocí a Fran.

Me encontraba ya metida en la universidad, a la que acudía en un bus que tardaba cuarenta y cinco minutos en llegar, menudos viajes. Empecé la carrera de periodismo, creo que movida por los reporteros de guerra que veía día sí y día también en la televisión cubriendo la guerra de los Balcanes. Me parecían auténticos héroes e imaginarme en una aventura semejante, informando de los acontecimientos, mientras las balas volaban de un lado a otro sobre mi cabeza, me erizaba la piel.

A pesar de ser una de mis pasiones, no voy a comentar más sobre mi carrera, porque spoiler… no importa mucho. El que sí va a tener relevancia en mi vida, era el hombre del que os he hablado, Fran.

Era un chico muy bueno, pero no me enamoré de él al instante. Lo conocí en una de las fiestas de mi pueblo y durante casi dos años, estuvimos quedando como amigos. Pasado ese tiempo, quise probar, sería mi primer novio oficial, quitando los chicos con los que me había besado secretamente en el instituto, esos no contaban. Además, a mis padres les gustaba y… ¿Os cuento un secreto? Desde el día que empezamos oficialmente a salir, mi vida cambió radicalmente. Exacto…, para mal.

Al comienzo, la cosa iba bien, era educado, majo y nos veíamos poco. Tampoco es que sintiera un amor loco por Fran, como esos enamoramientos que veía en las películas venidas de Estados Unidos, para nada. Pero para mi mente, le quería.

Mis padres me convencieron para casarme con él. Me rondaban muchas dudas, era muy joven y tenía toda la vida por delante, pese a que me gustaba…, no creía que fuera el momento indicado. El dato importante… ¿Por qué querían mis padres que me casara? Porque mis futuros suegros eran dueños de un colegio privado y además, ¡católico! ¿Había alguna opción mejor para su única hija? ¡Por supuesto que no!

Al año de estar juntos, nos decidimos a dar el paso, ¿cuál? ¿Casarnos? ¡No, no…! ¡Qué va…! La cosa fue que… Tuvimos sexo. Yo tenía 21 años, y el 27, siempre me dijo que era virgen, aunque hasta el día de hoy, no sé si creérmelo. En cambio, yo sí que lo era, tanto tema represivo hacia mi sexualidad que decidí que, la primera vez, sería para el chico de mi vida.

Aquella vez… Pues… Sí, lo que os imagináis, fue horrible, literalmente, sangré y me dolió como si un cuchillo me atravesara el cuerpo. Fue una sensación bastante amarga que arrastré varios años. Me pareció más pecaminoso el sexo que las masturbaciones, por lo menos, no me dolían.

Las siguientes veces no fueron mucho mejores. Fran era bastante bruto, amasaba mis pechos como si hiciera pan, y bueno, cuando entraba y salía dentro de mí, seguía siendo igual de brusco. Aunque el placer empezó a aparecer muy esporádicamente, yo seguía añorando los orgasmos perfectos que me producía a mí misma. Sin embargo, ahora poseía un marido… ¿Para qué tenía que tocarme?

Pero venga, no os voy a contar todas mis penas, porque en mi vida, hay un momento que sentí hacerme una con la felicidad. Fue cuando ya había cumplido los veinticuatro años y Fran, tenía treinta. Mi novio había heredado un buen puesto en el colegio, era “vicepresidente”, como decía el mismo, y dentro de poco, cuando su padre lo decidiera, se convertiría en el nuevo director.

¿Qué fue lo que pasó? Que sin estar casados y con mi cabeza llena de dudas, ya que no tenía mucha seguridad en que quisiera estar con él para toda la vida, un día de esos en los que practicábamos un sexo deficiente… Sí… Me quedé embarazada.

No lo buscamos, quizá se me pasó alguna pastilla anticonceptiva, porque condón no usaba, ¡faltaría más! Quizá un mal día vomité y no hizo efecto… no sé, nunca lo supe, pero tampoco le di mucha importancia.

El caso es que nos casamos a la carrera, no era posible que Fran, el siguiente director de una escuela católica, tuviera un hijo fuera del matrimonio, la reputación del colegio se vendría abajo. Por lo que, con los consejos, más bien dicho, presiones de mis padres, le di el sí quiero.

No estaba preocupada por mi situación, con su puesto de trabajo tendría una vida muy cómoda en el aspecto económico, pero en los otros… me era difícil meditarlo. El motivo de que estuviera contenta, era uno, cada vez que me miraba el vientre crecer, mi sonrisa aumentaba, no pensaba en otra cosa que no fuera el ser que tenía en mis entrañas.

Con veinticinco años, una carrera y casada, di a luz a Javier, nombre que le pusimos por el segundo nombre de Fran. Según lo vi, me enamoré de él, y si os preguntáis si existe el amor a primera vista, ¡claro que existe! Doy fe de ello.

Todas mis dudas sobre la relación, nuestro matrimonio, de Fran… todo quedó a un lado, porque aquella carita rosada y arrugada, valía la pena cualquier sufrimiento. De un momento a otro, cuando lo tuve en mis brazos, pasé de ser una chica más, a la mujer más afortunada de la tierra.

Aquí os he dejado el comienzo de mi vida, porque de este punto en adelante, poco hay que rascar durante tantos años. Al principio, trabajé en el colegio de mi marido, básicamente, era su secretaria, sabía escribir bien y redactaba mejor que nadie, el puesto era más que merecido. Aunque siempre me quedó esa espina por no trabajar para lo que me preparé, porque allí, estaba enchufada…

No digo que me hubiera gustado ser reportera de guerra, con Javier en la familia esa idea loca se había ido de mi mente, pero, al menos, redactar un artículo o algo que me llenase y no las notas de mi marido. El caso es que así pasaron los años, hasta que lo dejé y me dediqué en entero a mi hogar.

No es que fuera mi idea… mi marido, con palabras grandilocuentes y esa amabilidad que escondía muchas cosas, me dijo que lo mejor era que estuviera en casa para cuidar de nuestro hijo. No hubo opción a réplica, simplemente, acepté y después de unos años aburridísimos, llenos de rutina y hastío… Empieza… mi aventura.

Los años que siguieron… ¡Buf! ¡Qué horror! No quiero que entendáis que lo pasaba mal o algo por el estilo, simplemente, ahora me doy cuenta de lo aburrido que era. Casa, compras, televisión…, un bucle infinito que, únicamente, amenizaba mi hijo. Nada, ni… nadie más.

Me volqué en cuerpo y alma al cuidado y enseñanza de mi pequeño. Tampoco me quedaba otra, eso era cierto, y lo que siempre me hizo gracia fue que, aunque Javier fuera al colegio de mi marido, la que iba a las reuniones con los profesores era yo. Fran, como gran padre que demostró ser desde el inicio…, por favor, notad el sarcasmo…, se desatendía completamente de esos “aburridos encuentros”, palabras suyas. Tiene tela que todo eso saliera de su boca…

Mi vida estaba en casa, viendo los cotilleos que daban en la televisión o sumergida en alguna telenovela con la cual evadirme, ¡ay…! ¡Qué recuerdos con pasión de gavilanes…! Suerte que mi constitución siempre fue tirando a delgada, si no con mi sedentarismo sería ahora mismo una foca.

Fran cada vez llegaba más tarde a casa, reuniones con obispos, con curas, profesores, inversores…, siempre tenía que reunirse con alguien, parecía el hombre más importante del planeta. Al final, me acostumbré y todos los días, casi al completo, los pasaba en soledad junto a mi hijo.

Con el tiempo, los ratos con Javier eran lo único que me llenaban de alegría, cada vez que estaba junto a él, mi rostro se iluminaba y era mucho más feliz. En cambio, con mi esposo, todo era más distante y frío. Apenas nos veíamos y con sus interminables tareas, los fines de semana tampoco eran días tranquilos.

Me acomodé y me hice a la vida que se me propuso, ama de casa, con un marido que cada año exigía más y más, y… daba menos. Ahora que lo puedo ver con claridad, era obvio que era alguien tóxico, una persona con la que jamás me tendría que haber casado, quizá lo que me seguía uniendo a él, fue tener a nuestro hijo. Pero todo esto es más sencillo viéndolo con el paso del tiempo.

Quería a mi marido, sin embargo, era un amor contaminado, más que amor era un sentimiento de necesidad, me había convertido en una persona totalmente dependiente de él. Yo, una mujer con carrera y que siempre había estado dispuesta a trabajar, a querer comerse el mundo, estaba a merced de un hombre que cada día estaba más gordo, más calvo y más irrespetuoso.

Pero habrá que dejar ya de hablar de esa parte de mi vida y nos meteremos en la que importa de verdad. Llegamos al gran punto de inflexión de mi existencia, el que lo cambiaría todo. Aquella época había pasado y Javier ya no era un niño, sino todo un chico que iba al instituto.

Durante una tarde en la que planchaba las camisas de mi marido, recibí una llamada del hospital que me heló la sangre y que, por poco, no me deja muerta de un infarto en medio de mi salón. Mi hijo… había tenido un accidente de moto.

****

No recuerdo muy bien de qué manera llegué al hospital, tengo algún pequeño atisbo de que llamé a Fran para contárselo y luego, salí corriendo como alma que lleva el diablo para coger un taxi.

Gracias a Dios, respiré tranquila porque no era muy grave, aun así, lloré durante un buen rato delante de su camilla. Sinceramente, quería más a mi hijo que a nada en este mundo y su pérdida, sería irremplazable.

Cuando me serené, en parte, por ver a Javier sano y salvo, me explicaron lo ocurrido. El suelo estaba mojado y la moto patinó, piloto y copiloto, este último era Javier y acabaron heridos. Mi hijo se rompió la muñeca y el antebrazo derecho al caer sobre ese lado, y en el otro brazo, tuvo un esguince de muñeca. Para colmo, al derrapar por el suelo con ambas palmas, se había quemado todos los dedos, dejándolos en carne viva, un horror.

Dentro de lo que cabía, no era muy grave, pero claro, durante un tiempo que el médico no supo especificar, la movilidad de ambas manos la perdería, por lo que, tenía muy poca independencia.

Un día después, siendo fin de semana, a Javier le dieron el alta y volvimos todos a casa en el coche familiar de Fran. El pobre tenía ambos brazos en cabestrillo, recubierto de vendas, igual que la momia, de verdad, era un cuadro.

Obviamente, las pastillas le mitigaban el dolor, sin embargo, los dedos apenas los podía mover. Para entonces, tenía solo dieciséis años y medio, bueno… solo… para mí seguía siendo el mismo niño que me contaba las pecas de la cara antes de dormirse y se quejaba diciéndome que no era justo que no tuviera los ojos azules como yo. Sin embargo, ese día, descubriría que mi pequeño… había creído.

Me encontraba tranquilamente en la ducha, pasé toda la noche en el hospital y me quería quitar el olor a enfermo cuanto antes. Estaba agotada y, simplemente, deseaba relajarme un poco, por lo que alargué un rato más mi estancia debajo de los chorros.

Salí de la ducha con calma, siempre me tomo mi tiempo, es mi mejor momento del día, ¡ya veis…! Menuda vida desenfrenada llevaba. Me puse mis cremas, me sequé el pelo y comencé a vestirme. Tenía puestos unos vaqueros pegados y una camisa a la que solo me dio tiempo a abrochar los dos botones inferiores, porque algo me detuvo… eran dos golpes que llamaban a la puerta.

—Mamá, ¿te falta mucho? —era la voz de Javier y parecía estar agitado.

—No, cariño. —estaba pendiente de él y, por supuesto, pregunté— ¿Por qué?

—Es que tengo que entrar…, —un pequeño lapso para terminar de añadir— me meo mucho.

—¿Está ocupado el otro? —antes de que me lo dijera, me lo imaginé.

—Sí, papá está cagando. —casi se me plantó una imagen de mi marido sentado en el retrete en una de sus eternas idas al baño.

—¡Hijo…! Esa boca…

No me gustaba que dijera obscenidades, aunque os parecerá una tontería, ya veis, “cagando…” ni que estuviera mentando a la madre de nadie, pero era mi modo de ver las cosas.

—Venga, pasa, no hay problema. Ya estoy terminando.

No era la primera vez que compartíamos baño, de pequeño nos duchábamos juntos y ¡buf…! No había día que no me pillara meando, siempre abría la puerta cuando me sentaba en la taza, era como si tuviera un sexto sentido para eso. Menos mal que con la edad, dejó esa costumbre de acompañarme a todos los lados.

Dio par de pasos rápidos cuando abrió la puerta. Sus brazos danzaron el uno contra el otro, casi inertes dentro de las fundas que los mantenían en cabestrillo. Antes de que me diera cuenta, se colocó delante de la taza del váter sin importarle mi presencia, se meaba demasiado.

Tuve un error de previsión que no me di cuenta hasta ese momento. Para que se cambiase, le había llevado al hospital unos vaqueros, que yo misma le puse cuando bajó de la camilla. Quería que estuviera guapo y no abandonara el hospital de cualquier manera, mi niño siempre tiene que ir de punta en blanco.

El problema radicaba en que tenía un botón para desabrocharlo y con sus manos vendadas, doloridas y quemadas, ya me diréis que fuerza podía hacer.

—¡Joe…! ¡Mierda…!

Me seguí retocando, escuchando sus quejidos y viendo en el reflejo del espejo, de qué manera se movía su cintura tratando de deshacerse de la prenda. No creo que transcurriera más de un minuto forcejeando, que ya me estaba poniendo nerviosa por lo mal que lo estaría pasando y le tuve que preguntar.

—¿Qué pasa, cielo? —lo sabía muy bien.

—Es que… —continuaba su lucha contra el vaquero—No… No puedo…

—¿Quieres…? —no parecía escucharme. Me di la vuelta para mirarnos a la cara y lanzarle la pregunta con decisión— Cielo, ¿quieres que te ayude?

—Tranquila, mamá, ya puedo solo.

Me quedé mirándole apoyada en el lavabo, sus manos eran torpes, casi igual que las de un muñeco de trapo que no tuviera movilidad. Me daba pena… demasiada, mi pobre niño herido, no podía casi ni mirar sin que un regusto amargo me recorriera la garganta.

Di un paso adelante, posicionándome casi a su lado, a la vez que trataba de liberarse del vaquero. Sin mirarme, se quedó quieto y en silencio, con la mejor voz que pude, tierna y cariñosa, le volví a preguntar.

—¿Te ayudo?

Apenas pude escuchar lo que me decía, el rostro se le ruborizó en cosa de dos segundos y lo que soltó por sus labios, fue un… “Sí, por favor”, lleno de timidez.

Mostré una sonrisa dulce, la misma que le ponía siempre y quise normalizar el asunto, no pasaba nada porque tuviera de esa manera las manos, iba a recuperar la movilidad en cosa de unos días. Lo del tema del dolor… pues tardaría más, pero no le iban a quedar secuelas.

De aquellas, ya me sacaba unos diez centímetros de altura y cuando me puse pegada a él, fue como darme cuenta de que, mi pequeño, había crecido. Por mucho que mis ojos azules continuaran viéndole como un niño, los años pasaban.

En aquel pequeño lapso de tiempo, no me había puesto bien mi camisa, la tenía abotonada a medias y, únicamente, se me tapaba mi vientre, el sujetador, no. Por supuesto, no le di importancia a eso, porque ni siquiera me acordaba de cómo estaba vestida. Sin embargo…, algo de relevancia tuvo.

Me agaché poniéndome en cuclillas, ya que no tenía muy buena maniobrabilidad con sus dos brazos plantados en su vientre. Posé mis manos para desabrochar el botón y con lógica, le bajé primero el pantalón sabiendo que él, no podría. Aunque no fue lo único, puesto que, por pura cordialidad, porque pensé que tampoco le sería muy sencillo, también le bajé el calzoncillo. ¡Vaya sorpresa!

—Bueno… —solté sin querer, aunque no iba añadida ninguna emoción.

Desde los seis años que no le veía su pitilín y había pasado mucho tiempo desde entonces. Cuando salió a la luz lo que calzaba con esa edad, mis ojos se quedaron perplejos. Me esperaba una pequeña salchicha y aquello… era un pene de un hombre.

El pulso se me aceleró al instante, las venas llevaron sangre a todos lados y por poco me quedo muda. Un calor muy humano me subió por todo el cuerpo, sonrojando mis mejillas y erizándome la piel.

Javi no tenía su salchichita… No… ¡Para nada!, lo que le colgaba de entre las piernas era el miembro viril más grande que había visto. Tampoco es que fuera una experta en penes, pero vi más de uno, ya fuera el de Fran, el de otros chicos en el instituto o en ciertas revistas. Vale… aquel, era otra cosa, gordo, venoso, grande… ¡Una verdadera polla!

—Bien…

Volví a hablar para que no me diera un ataque, el silencio me mataba. Estaba de rodillas, delante de semejante miembro, mientras mi hijo esperaba para mear, la situación era surrealista.

A día de hoy, no sé cuál fue el motivo que me impulsó a ello, creo que, exclusivamente, ayudar a mi hijo a que todo fuera más fácil, no lo sé. Lo que hice, fue alzar la mano derecha con mis delicados dedos y le agarré el pene por la mitad de la misma manera que cuando era pequeño.

¿Podría haberlo hecho él? Supongo que sí. ¿Con dolor? Seguramente. Su mano izquierda le dolía cantidad y con la derecha, apenas podía coger nada, sin embargo, sí, opino que podría habérselas arreglado con mucho esfuerzo.

Sujetándolo con el pulgar y dos dedos más, lo puse en dirección a la taza. Miré a la cara de mi hijo, por supuesto, su vista no estaba fija en mí y apretaba los dientes para tratar de empezar.

Lo que sí que comenzaba a suceder… era otra cosa, algo que me dio una vergüenza atroz. Bajo mis dedos, la dureza se hizo una con la piel. Los músculos se pusieron pétreos y el calor, envolvió todo el miembro.

En menos de lo que canta un gallo, de rodillas delante de mi hijo, estaba sujetando su pene erecto que me imponía demasiado. ¿Cuánto mediría? No lo podía saber, pero vamos… Aquello estaría rondando los veinte centímetros para arriba o para abajo, una locura, y además, si llego a cerrar la mano para atraparla, creo que hubiera tocado mis dedos de puro milagro.

—¡Mmmm…! —soltó Javier en un esfuerzo que le ponía rojo.

Debería haber actuado de otra manera, dejarle solo o, simplemente, soltarla. No obstante, seguí de rodillas, con su polla entre mis dedos mientras mi respiración se aceleraba.

Javier no podía sacarlo, estaba muerto de vergüenza, lo noté, se le veía en la cara, pero tampoco se marchó. Soltó dos rebuznos por el esfuerzo con el que trataba de impulsar su líquido y, al ver eso, tonta de mí, se me pasó por la cabeza decirle.

—¡Ánimo, cariño…! —¿¡de verdad se lo pude decir!? ¡Estoy majareta…!

—Ya… —apretaba los dientes con una fuerza tremenda— Ya… está…

El pis empezó a brotar del duro pene, luego de un jadeo de esfuerzo que me llenó los oídos. Acabó después de unos veinte segundos y le solté el miembro con la misma dulce sonrisa de antes. Para cuando se dio cuenta, ya estaba con el pantalón subido, eso sí, con el botón desatado.

—Oye, cariño, igual mejor te pones un chándal o un pantalón de deporte. Así te va a ser más fácil todo.

—Sí, —la vergüenza se había ido, pero tanto la rojez, como el bulto en su entrepierna, seguían allí— te voy a hacer caso. Creo que, de esa forma, podré hacer todo solo.

—Bien.

Su cara era un poema y dando pequeños pasitos, abandonó el baño lo más rápido que pudo. Me quedé sola en el interior, analizando en mi mente lo ocurrido y, sobre todo, la pregunta de… ¿Por qué se había empalmado?

Cuando volví a situarme delante del espejo y contemplé mi reflejo, lo entendí. Siempre fui delgada y con un cuerpo bonito, me había dejado la camisa a medio cerrar y… mostrando mi talla de sujetador 85E, que mantenía unos pechos firmes y duros pese a la edad.

—¡Qué boba soy…! —solté al cristal mientras negaba y me tapaba el rostro.

Me había arrodillado ante mi hijo, con mis pechos bien puestos, mostrándole un buen escote, algo que poco me gustaba llevar…, influencia de Fran…, a un niño de casi diecisiete años con las hormonas alteradas.

Le entregué en bandeja de plata la mejor vista posible de mis senos. No pude más que reír cuando me di cuenta de todo. Era normal lo que le había pasado y si no le hubiera ocurrido, es que debía estar muy enfermo. Por mucho que fuera su madre, lo anormal hubiera sido que no se le pusiera dura. A cualquiera le hubiera pasado, ¿no?

Sin embargo, eso no era lo peor de todo. Otra cosa me empezó a importar más, dejando a un lado los problemas de mi vástago. De un segundo a otro, me empecé a sentir agitada, muy alterada.

Mi cuerpo se alborotaba de la misma manera que años atrás. Por dentro, una sensación similar al morbo recorría mi ser, apareció una leve excitación y después, el calor golpeó con fuerza, ambas se unieron haciéndome estallar la cabeza.

No me reconocía, era la misma emoción que tenía cuando era una preadolescente y me tocaba en la intimidad de mi cuarto. La misma pasión desatada y ese calambre sobre la piel que no se iba con nada. Ni siquiera disponía de tiempo para meditar mis actos y hui del baño.

Entré en mi cuarto, cerrando la puerta para que nadie me molestara, aunque ninguno lo haría, Javier estaría cambiándose de ropa y Fran cagando de manera interminable. Me lanceé a la cama y bajé mis pantalones con mucha más premura de la que se lo hice a mi pequeño.

Las bragas se quedaron puestas y mis dientes se apretaron con las mismas ganas que ponía Javi para mear. No me creía lo que estaba haciendo, mi mano se introdujo debajo de la prenda que me quedaba y palpé mi ardiente y… levemente… húmedo sexo.

—¡Bendita sea! ¡Qué maravilla! —murmuré para mí misma cuando mis dedos hicieron un círculo profundo en mi clítoris.

Volví a sentir la magia del universo sobre mi piel, vibré, sollocé y reí, vaya si reí. Era la primera vez que me masturbaba en el matrimonio y si no era así, es que las anteriores ocasiones, ni las recordaba.

Todo el placer se aunó en unas pasadas, apretando ese clítoris que pedía auxilio para sacar todo lo que tenía acumulado. Metí mis dedos, los moví y… en menos de dos minutos, las convulsiones se adueñaron de mi cuerpo.

Me rompí en un fascinante orgasmo, uno que me llevó lejos de mi casa, recorriendo el paraíso sin ninguna cosa más que mi piel agitada. La respiración se fue calmando con el paso de los minutos y mi mano, salió del encierro llena de unos líquidos que llevaban tiempo aprisionados.

El orgasmo fue patrocinado por mi hijo, no os puedo mentir. No pensé en él, ni mucho menos, pero todo el suceso fue la mecha que encendió mi cuerpo. Es más, ni siquiera me dio tiempo a dar rienda suelta a mi fantasía más recurrente de mi juventud, con Tom Cruise llevando en su moto al estilo Top Gun.

—¡La leche, Javi…! —comenté a las paredes de mi cuarto mientras no paraba de reír— ¡Muchas gracias!
 
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