El sonido de las botas de plataforma resonaba en el callejón vacío, un eco firme que parecía retar al silencio de la noche. Cada paso era un anuncio, una advertencia: Erika estaba cerca. Y para quien tuviera la suerte –o la desgracia– de cruzarse con ella, esa noche no sería como cualquier otra.
A primera vista, Erika parecía una fantasía salida de las profundidades de un sueño prohibido. Su silueta, iluminada por la tenue luz de un farol, se dibujaba con curvas que desafiaban la lógica. La cintura estrecha y las caderas amplias parecían hechas a mano por un dios que, sin duda, había tenido un día inspirado. La falda de vinilo negro apenas cubría lo justo, dejando a la vista sus muslos cubiertos por medias de red que trepaban por sus muslos como telarañas tejidas para atrapar a cualquiera que osara mirarla demasiado.
Esa piel, blanca como el mármol, brillaba débilmente bajo la luz. Cada movimiento suyo desprendía una sensualidad que no era ensayada, sino innata, como si su cuerpo hubiera sido creado para provocar reacciones que iban desde la admiración hasta el deseo más crudo. Y lo sabía. Por supuesto que lo sabía.
Erika no era una chica cualquiera. No intentaba encajar; ella hacía que el mundo se ajustara a sus propios términos. Su corsé negro y rojo comprimía su figura, empujando su pecho hacia arriba con un descaro que atrapaba miradas incluso cuando no quería. Pero esa noche quería. Esa noche, el deseo estaba grabado en cada movimiento de sus caderas, en cada sonrisa torcida que lanzaba al aire, sabiendo que no había fuerza en el mundo que pudiera ignorarla.
La conocían en ese lado de la ciudad, aunque nadie se atrevía a hablar de ella abiertamente. Erika era la chica que robaba cigarrillos con una sonrisa, que desafiaba a cualquiera que la mirara mal y que se escabullía con desconocidos para desaparecer durante horas, dejando a su paso rumores y suspiros. Pero lo que realmente hacía inolvidable a Erika era cómo te miraba: esa mezcla de desafío y promesa, como si supiera exactamente qué querías de ella y estuviera decidiendo si dártelo o no.
Esa noche, sin embargo, Erika no estaba buscando solo miradas. Su sonrisa sugería algo más, algo que solo ella sabía y que cualquiera que la siguiera descubriría demasiado tarde. Cuando se detuvo frente al bar, sus dedos juguetearon con el borde de su falda de vinil, ajustándola lo justo para dejar a la vista un centímetro más de piel. No era casualidad; Erika no hacía nada sin intención.
Al entrar, el bar la recibió con el retumbar de guitarras eléctricas y el olor denso de cigarro y alcohol. El ambiente estaba cargado de una energía rebelde y caótica, como si todos los que se reunían allí compartieran una misma sed de algo más oscuro. Hombres y mujeres con chaquetas de cuero, algunos con tatuajes de bandas, otros con cadenas brillando a la luz débil, se movían entre las mesas, dejando ver más de lo que debían.
Erika caminó entre ellos, sintiendo las miradas sobre ella, pero sin fijarse en nadie en particular. Sin embargo, cuando sus ojos se cruzaron con los de un hombre en la barra, algo cambió. Su mirada tímida se desvió rápidamente, pero había algo en él que la hacía sentir un cosquilleo en el estómago. Era esa mezcla de misterio y algo más, algo que no podía ignorar. Erika sabía que ese sería el elegido.
Unos minutos más tarde, él la seguía a través de la noche, sin pronunciar palabra, como si estuvieran destinados a seguir este camino juntos. Erika, con la seguridad de siempre, lo condujo hasta una habitación de motel cercana, el mismo tipo de habitación que había visitado muchas veces, un refugio de sombras y secretos. La puerta se cerró tras ellos con un clic suave, como una promesa.
La habitación era pequeña, casi claustrofóbica, pero tenía ese aire decadente que prometía excesos y liberación. Una lámpara de lava en el velador arrojaba una luz rojiza, sus burbujas ascendiendo y cayendo al ritmo de un tiempo hipnótico, mientras una radio vieja murmuraba una melodía lenta y sensual. El incienso barato se mezclaba con el aroma metálico del vinilo que Erika llevaba puesto, impregnando el aire de un deseo palpable. Allí, todo lo que había quedado fuera, las miradas y los juegos, se disolvía en la intimidad de una habitación donde solo quedaba lo prohibido.
Ella estaba allí, de pie frente al chico que había elegido esa noche, con una confianza peligrosa que brillaba en su mirada. Sus piernas, estaban ligeramente separadas, dejando que él contemplara cada detalle. La falda corta de vinilo parecía más una invitación que una prenda, y el contraste de su piel pálida con el negro brillante hacía que cada curva suya exigiera atención.
—Te he pillado mirando. —Su voz era un susurro, con una cadencia que le daba a cada palabra un peso casi hipnótico.
Él tragó saliva. Sus ojos habían sido traicionados hacía rato, devorándola desde que cruzaron la puerta. Era imposible no hacerlo: esas caderas, anchas y marcadas, parecían hechas para sus manos; y el trasero que se insinuaba bajo la falda prometía más de lo que él sabía que podía soportar.
—Y no pienses disimular ahora —añadió Erika, avanzando hacia él con paso firme. Cada movimiento de sus caderas, exagerado por la falda que se ajustaba a su figura como una segunda piel, parecía diseñado para capturar su atención.
Él tragó saliva, sin saber si retroceder o quedarse inmóvil. Ella no le dio tiempo a decidir. Sin romper el contacto visual, Erika se inclinó hacia él, con una confianza que rozaba la provocación. Sus manos, de uñas largas y pintadas de negro, se deslizaron desde su pecho, delineando cada músculo bajo la tela de la camisa, hasta detenerse en el botón de sus pantalones.
—¿Qué es lo que más te gusta? —murmuró con una sonrisa maliciosa, mientras sus dedos tiraban ligeramente del cinturón, aflojándolo justo lo suficiente para que él sintiera el roce de la hebilla cediendo.
Él vaciló, su respiración se hizo más pesada, y sus ojos se movieron entre los labios negros de Erika, entreabiertos con una promesa silenciosa, y la curva que marcaba su trasero cada vez que inclinaba las caderas ligeramente hacia un lado. La minifalda apenas dejaba algo a la imaginación, pero lo suficiente para que su mente trabajara en exceso.
—Todo —murmuró, sintiendo el calor subirle al rostro.
Erika soltó una risa grave y cargada de burla, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Sin prisa, se giró dándole la espalda, dejando que la falda de vinilo se alzara ligeramente con el movimiento. Luego, sin decir una palabra, se inclinó hacia adelante, empinándose de forma descarada. Su enorme trasero quedó justo frente a su rostro, el vinil estirado al límite, brillando bajo la luz y marcando cada curva con una claridad casi insultante.
Debajo de la falda, una diminuta braga roja se tensaba contra su piel, apenas un hilo que desaparecía entre sus generosas curvas. La tela se hundía entre sus piernas, abrazando su sexo de forma tan íntima que cada movimiento parecía arrastrar la tela hacia adentro, delineando sus formas con una claridad que no dejaba nada a la imaginación. El contraste entre el rojo ardiente y la blancura de su piel era un golpe visual directo, como una invitación que no podía ser rechazada, una provocación calculada que Erika sabía cómo manejar a la perfección.
—¿Todo, eh? Entonces empieza por aquí. —Se mordió el labio mientras echaba un vistazo sobre su hombro, esperando su reacción.
El aroma de su piel, mezclado con el leve toque a cuero del vinilo, le golpeó los sentidos. No podía apartar la vista, hipnotizado por la majestuosidad que tenía delante. Su mente aún luchaba por asimilar lo que estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que Erika, esa mujer de curvas imponentes y mirada desafiante, la fantasía gótica que le había obsesionado en silencio durante tanto tiempo, lo hubiera elegido a él?
Era como un sueño, una de esas fantasías oscuras y perversas que siempre había tenido, donde la mujer sensual y atrevida lo elegía a él, al tipo común, para hacerla suya. Nunca pensó que fuera real, y sin embargo ahí estaba, ella frente a él, tan increíblemente perfecta, tan accesible. La incredulidad lo invadía, pero la necesidad ardiente que sentía por ella no le permitió detenerse a pensar demasiado. Solo sabía que, en ese momento, la fantasía estaba por hacerse carne, y no podía dejarla escapar.
Las manos de él se movieron con firmeza, sujetando sus caderas amplias como si estuviera reclamando algo largamente deseado. Sus dedos se hundieron ligeramente en la carne suave, dejando pequeñas marcas invisibles que parecían gritar posesión. Erika arqueó la espalda, empujando sus caderas hacia él, como si quisiera que la sostuviera más fuerte, que no la dejara ir. El calor de sus manos era abrasador contra su piel fría, intensificando el contraste entre el vinilo que la cubría y el contacto directo con su carne.
Con un movimiento decidido, él corrió la pequeña braga roja a un lado, sin prisa. La prenda quedó olvidada sobre su nalga blanca, reposando suavemente sobre la curva perfecta de su cuerpo. La tela, arrugada, se alineó justo en el pliegue de su trasero, mientras la piel expuesta brillaba bajo la luz tenue. Erika, con las caderas ligeramente arqueadas, dejó que el aire frío acariciara su piel desnuda, intensificando la sensación de vulnerabilidad y deseo.
Cuando la punta de su lengua se deslizó lentamente entre sus nalgas, rozando la piel tersa hasta alcanzar su ano, Erika jadeó bruscamente, un sonido que rompió el silencio cargado de deseo en la habitación. Su cuerpo entero se tensó, arqueándose instintivamente hacia él, como si una corriente eléctrica hubiera recorrido su espina dorsal. La calidez húmeda de su lengua contrastaba con el aire fresco que acariciaba su piel expuesta, intensificando cada sensación con una claridad casi insoportable.
El ritmo era lento al principio, deliberado, como si estuviera saboreando cada pliegue, cada rincón oculto. Erika mordió su labio inferior, sus uñas aferrándose al borde de la mesa frente a ella. Su vulnerabilidad en esa posición, combinada con la destreza de sus movimientos, le arrancaba gemidos entrecortados, cargados de una mezcla de ansiedad y placer.
Cada lamida era un estímulo que parecía encender cada fibra de su ser. El calor húmedo viajaba hacia lo más profundo de su mente, desatando oleadas de escalofríos que la dejaban sin aliento. El contacto era íntimo, invasivo y profundamente adictivo, y cada vez que él presionaba un poco más, el cuerpo de Erika respondía de forma instintiva, empujándose hacia atrás, buscando más.
La presión de su lengua se volvió más firme, marcando círculos lentos que arrancaban jadeos incontrolables de su garganta. Erika cerró los ojos, permitiéndose perderse en el torbellino de sensaciones: la humedad, el calor, y esa mezcla intoxicante de vulnerabilidad y poder que hacía que su corazón latiera desbocado.
—Sigue... no te detengas —murmuró, su voz ahogada por el deseo.
Él obedeció, intensificando la presión, mientras sus manos se abrían paso por sus muslos y apretaban su trasero. Erika sentía su lengua explorándola con precisión, cada movimiento profundo haciéndola olvidar cualquier pensamiento que no fuera la necesidad que crecía dentro de ella.
Con cada toque, su cuerpo se rendía más. Podía sentir cómo su respiración se volvía irregular, su pecho subiendo y bajando mientras su espalda se arqueaba, ofreciéndose sin reservas.
—Maldita sea, esto es demasiado bueno... —jadeó, apretando los puños contra las sábanas.
Cuando él cambió el ritmo, alternando entre lamer y presionar suavemente con la punta de sus dedos, Erika dejó escapar un gemido que parecía rasgar el aire. El placer era tan intenso que tuvo que morderse el labio para no gritar.
Él, sin detenerse, intensificó el ritmo de su lengua, hundiéndola con más firmeza entre sus nalgas, deteniéndose en su ano con movimientos circulares y húmedos que arrancaron un gemido ronco de Erika. Cada lamida era un choque directo a sus sentidos, una mezcla de calor y humedad que la hacía retorcerse con un placer casi animal.
Cuando uno de sus dedos comenzó a presionar su entrada, Erika dejó escapar un jadeo entrecortado, sintiendo cómo el borde de lo prohibido se rompía bajo la firmeza de su toque. La presión, lenta pero implacable, encendió un cosquilleo que subía por sus muslos y explotaba en su vientre. Su trasero se empinó aún más, ofreciéndose sin vergüenza mientras su respiración se volvía un caos de jadeos y gemidos. Cada movimiento era explícito, crudo, y el calor que se acumulaba en su cuerpo la hacía perder cualquier control que le quedara.
—Por favor... hazlo ya —suplicó, girando el rostro hacia él, sus ojos oscuros brillando con desesperación.
Cuando finalmente él la penetró, la sensación la hizo soltar un grito ahogado. El calor y la presión eran casi abrumadores, pero perfectos. Su cuerpo lo aceptó con una mezcla de resistencia inicial y hambre insaciable. Él se detuvo un momento, permitiéndole ajustarse, pero Erika, con las caderas arqueadas hacia arriba y las manos aferradas a las sábanas, empujó su cuerpo hacia atrás, reclamando más sin necesidad de palabras.
Su trasero elevado ofrecía un ángulo profundo y perfecto, mientras sus movimientos lo instaban a ir más fuerte, más rápido. Cada embestida la sentía más adentro, más profunda, como si su cuerpo entero estuviera alineado solo para él, mientras ella se entregaba con una urgencia que no podía disimular.
Cada embestida era seguida por el sonido de la piel chocando contra la piel. Él, perdiendo el control, le dio una nalgada fuerte, haciendo que el sonido reverberara en el cuarto. La carne de sus nalgas rebotó bajo su palma, un golpe perfecto que la hizo gemir en respuesta, excitada por la mezcla de dolor y placer. Erika, en su entrega, apretó aún más las sábanas, arqueando su espalda para ofrecerle más de sí misma, invitándolo a seguir golpeando su cuerpo con fuerza. La combinación de la dureza de sus movimientos y las nalgadas que la hacían vibrar solo intensificaban la conexión, llevándola más cerca del límite, más cerca de la pérdida total de control.
—Más… quiero más.
Erika soltó un gemido ahogado, sintiendo cómo la llenaba por completo. Su cuerpo se tensó al principio, pero rápidamente se entregó al dolor que se transformaba en placer. Podía sentir cada centímetro de él deslizándose dentro de ella, la presión y el calor recorriéndole todo el cuerpo.
Cada empuje lo sentía hasta lo más profundo, el roce dentro de ella tan jodidamente intenso que sus caderas se movían por instinto, buscando más, queriendo que no parara. El golpe repetido de su cuerpo contra el suyo la hacía perder el control, cada vez más rápido, más duro.
Su cuerpo se volvía un campo de sensaciones, su pecho subiendo y bajando con cada movimiento, los pezones duros y sensibles por la mezcla de placer y tensión. El ritmo se volvía más frenético, su cuerpo reaccionando por sí solo, ansioso de más, de sentirlo aún más adentro.
Erika levantó las caderas, empujando hacia él con desesperación, como si no quisiera que se detuviera nunca. El sonido de sus cuerpos chocando, de su carne apretándose contra la suya, llenaba la habitación, y ella no podía hacer más que gritar, sintiendo cómo su cuerpo se entregaba completamente.
El placer era crudo, visceral, como si cada nervio en su cuerpo estuviera vibrando al unísono. Erika gemía con cada embestida, sus palabras incoherentes salpicadas de jadeos y pequeños gritos ahogados. Sentía cómo el placer subía por su columna vertebral, estallando en pequeñas explosiones que la dejaban temblando.
—Así... justo así... no pares —jadeó, su voz quebrándose con la intensidad.
Él apretó sus caderas con más fuerza, sus movimientos volviéndose más rápidos, más profundos, mientras Erika se aferraba a las sábanas con fuerza, enterrando el rostro en la almohada que mordía con desesperación, completamente entregada. Su cuerpo reaccionaba de manera instintiva, moviéndose al ritmo de él.
Cuando llegó al límite, sintió como si cada músculo de su cuerpo se tensara al mismo tiempo. Su espalda se arqueó, su boca se abrió en un grito mudo, y la ola de placer la golpeó con una intensidad que casi la dejó sin aire.
Él la siguió poco después, sintiendo cómo el placer lo dominaba, casi abrumándolo. Sus manos seguían sujetándola con firmeza, como si temiera perderla, mientras su respiración se volvía errática, luchando por contenerse, pero sabiendo que ya no podía. Cada centímetro dentro de ella lo hacía perder el control, el calor de su cuerpo envolviéndolo, su interior apretándole con una presión que lo hacía casi explotar. Sentía cómo ella se contraía a su alrededor, casi como si su cuerpo estuviera pidiendo más, como si lo tuviera atado a ella.
El mundo a su alrededor se desvaneció, dejándolo atrapado solo en el momento, en el roce de su piel, en la forma en que se entregaba tan completamente. El sonido de sus jadeos entrecortados y los de ella se mezclaban, creando una sinfonía que solo él podía escuchar. Se sintió completamente poseído, no solo físicamente, sino también en su mente, como si ella lo hubiera reclamado para sí de una manera que no podía entender, pero que deseaba con cada fibra de su ser.
De repente, la presión se hizo insoportable, su cuerpo estallando en una explosión de placer. Un estremecimiento lo recorrió, y con un último empuje profundo, sintió cómo su cuerpo se vaciaba dentro de ella. El calor, el éxtasis, todo explotó en su interior mientras su cuerpo se tensaba, su mente nublada por la intensidad de lo que acababa de suceder. Por un momento, todo se detuvo, como si el tiempo mismo hubiera quedado suspendido.
La observaba en silencio, su respiración aún irregular, mientras sus ojos no podían apartarse de ella. Su cuerpo reposaba sobre la cama, casi inconsciente, el cansancio evidente en su expresión. La falda de vinilo que había estado tan cuidadosamente ajustada a su figura ahora descansaba enrollada en su cintura, dejando sus nalgas expuestas, perfectas en su redondez. A un lado, la braga roja se había deslizado parcialmente, apretada contra la piel, como una pequeña marca de lo prohibido. Sus piernas, ligeramente abiertas, dejaban entrever la suavidad de su piel, un contraste tentador con el vinilo que se retorcía en su cintura.
El aire parecía haberse espesado, cargado de la esencia de ella, una fragancia única que escapaba de su trasero, que aún mantenía el eco de su cuerpo al recibirlo. Pero había algo más, algo menos visible pero igualmente palpable: un rastro de él mismo, de su esencia masculina, se colaba por los muslos de Erika, goteando lentamente desde lo profundo de su cuerpo, dejando una marca que hablaba de lo compartido en ese lugar íntimo.
Se quedó allí, respirando pesadamente, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, mientras el silencio llenaba la habitación, roto solo por los jadeos entrecortados de ambos, como un eco de la tormenta que acababan de vivir.
Erika, giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro, su mirada llena de un placer tranquilo pero retador. —¿Eso es todo lo que tienes? — dijo con voz lenta y burlona, dejando en el aire una provocación que sólo ella sabía cómo lanzar. Luego cerró los ojos, estirándose como una gata satisfecha, disfrutando del momento.
A primera vista, Erika parecía una fantasía salida de las profundidades de un sueño prohibido. Su silueta, iluminada por la tenue luz de un farol, se dibujaba con curvas que desafiaban la lógica. La cintura estrecha y las caderas amplias parecían hechas a mano por un dios que, sin duda, había tenido un día inspirado. La falda de vinilo negro apenas cubría lo justo, dejando a la vista sus muslos cubiertos por medias de red que trepaban por sus muslos como telarañas tejidas para atrapar a cualquiera que osara mirarla demasiado.
Esa piel, blanca como el mármol, brillaba débilmente bajo la luz. Cada movimiento suyo desprendía una sensualidad que no era ensayada, sino innata, como si su cuerpo hubiera sido creado para provocar reacciones que iban desde la admiración hasta el deseo más crudo. Y lo sabía. Por supuesto que lo sabía.
Erika no era una chica cualquiera. No intentaba encajar; ella hacía que el mundo se ajustara a sus propios términos. Su corsé negro y rojo comprimía su figura, empujando su pecho hacia arriba con un descaro que atrapaba miradas incluso cuando no quería. Pero esa noche quería. Esa noche, el deseo estaba grabado en cada movimiento de sus caderas, en cada sonrisa torcida que lanzaba al aire, sabiendo que no había fuerza en el mundo que pudiera ignorarla.
La conocían en ese lado de la ciudad, aunque nadie se atrevía a hablar de ella abiertamente. Erika era la chica que robaba cigarrillos con una sonrisa, que desafiaba a cualquiera que la mirara mal y que se escabullía con desconocidos para desaparecer durante horas, dejando a su paso rumores y suspiros. Pero lo que realmente hacía inolvidable a Erika era cómo te miraba: esa mezcla de desafío y promesa, como si supiera exactamente qué querías de ella y estuviera decidiendo si dártelo o no.
Esa noche, sin embargo, Erika no estaba buscando solo miradas. Su sonrisa sugería algo más, algo que solo ella sabía y que cualquiera que la siguiera descubriría demasiado tarde. Cuando se detuvo frente al bar, sus dedos juguetearon con el borde de su falda de vinil, ajustándola lo justo para dejar a la vista un centímetro más de piel. No era casualidad; Erika no hacía nada sin intención.
Al entrar, el bar la recibió con el retumbar de guitarras eléctricas y el olor denso de cigarro y alcohol. El ambiente estaba cargado de una energía rebelde y caótica, como si todos los que se reunían allí compartieran una misma sed de algo más oscuro. Hombres y mujeres con chaquetas de cuero, algunos con tatuajes de bandas, otros con cadenas brillando a la luz débil, se movían entre las mesas, dejando ver más de lo que debían.
Erika caminó entre ellos, sintiendo las miradas sobre ella, pero sin fijarse en nadie en particular. Sin embargo, cuando sus ojos se cruzaron con los de un hombre en la barra, algo cambió. Su mirada tímida se desvió rápidamente, pero había algo en él que la hacía sentir un cosquilleo en el estómago. Era esa mezcla de misterio y algo más, algo que no podía ignorar. Erika sabía que ese sería el elegido.
Unos minutos más tarde, él la seguía a través de la noche, sin pronunciar palabra, como si estuvieran destinados a seguir este camino juntos. Erika, con la seguridad de siempre, lo condujo hasta una habitación de motel cercana, el mismo tipo de habitación que había visitado muchas veces, un refugio de sombras y secretos. La puerta se cerró tras ellos con un clic suave, como una promesa.
La habitación era pequeña, casi claustrofóbica, pero tenía ese aire decadente que prometía excesos y liberación. Una lámpara de lava en el velador arrojaba una luz rojiza, sus burbujas ascendiendo y cayendo al ritmo de un tiempo hipnótico, mientras una radio vieja murmuraba una melodía lenta y sensual. El incienso barato se mezclaba con el aroma metálico del vinilo que Erika llevaba puesto, impregnando el aire de un deseo palpable. Allí, todo lo que había quedado fuera, las miradas y los juegos, se disolvía en la intimidad de una habitación donde solo quedaba lo prohibido.
Ella estaba allí, de pie frente al chico que había elegido esa noche, con una confianza peligrosa que brillaba en su mirada. Sus piernas, estaban ligeramente separadas, dejando que él contemplara cada detalle. La falda corta de vinilo parecía más una invitación que una prenda, y el contraste de su piel pálida con el negro brillante hacía que cada curva suya exigiera atención.
—Te he pillado mirando. —Su voz era un susurro, con una cadencia que le daba a cada palabra un peso casi hipnótico.
Él tragó saliva. Sus ojos habían sido traicionados hacía rato, devorándola desde que cruzaron la puerta. Era imposible no hacerlo: esas caderas, anchas y marcadas, parecían hechas para sus manos; y el trasero que se insinuaba bajo la falda prometía más de lo que él sabía que podía soportar.
—Y no pienses disimular ahora —añadió Erika, avanzando hacia él con paso firme. Cada movimiento de sus caderas, exagerado por la falda que se ajustaba a su figura como una segunda piel, parecía diseñado para capturar su atención.
Él tragó saliva, sin saber si retroceder o quedarse inmóvil. Ella no le dio tiempo a decidir. Sin romper el contacto visual, Erika se inclinó hacia él, con una confianza que rozaba la provocación. Sus manos, de uñas largas y pintadas de negro, se deslizaron desde su pecho, delineando cada músculo bajo la tela de la camisa, hasta detenerse en el botón de sus pantalones.
—¿Qué es lo que más te gusta? —murmuró con una sonrisa maliciosa, mientras sus dedos tiraban ligeramente del cinturón, aflojándolo justo lo suficiente para que él sintiera el roce de la hebilla cediendo.
Él vaciló, su respiración se hizo más pesada, y sus ojos se movieron entre los labios negros de Erika, entreabiertos con una promesa silenciosa, y la curva que marcaba su trasero cada vez que inclinaba las caderas ligeramente hacia un lado. La minifalda apenas dejaba algo a la imaginación, pero lo suficiente para que su mente trabajara en exceso.
—Todo —murmuró, sintiendo el calor subirle al rostro.
Erika soltó una risa grave y cargada de burla, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. Sin prisa, se giró dándole la espalda, dejando que la falda de vinilo se alzara ligeramente con el movimiento. Luego, sin decir una palabra, se inclinó hacia adelante, empinándose de forma descarada. Su enorme trasero quedó justo frente a su rostro, el vinil estirado al límite, brillando bajo la luz y marcando cada curva con una claridad casi insultante.
Debajo de la falda, una diminuta braga roja se tensaba contra su piel, apenas un hilo que desaparecía entre sus generosas curvas. La tela se hundía entre sus piernas, abrazando su sexo de forma tan íntima que cada movimiento parecía arrastrar la tela hacia adentro, delineando sus formas con una claridad que no dejaba nada a la imaginación. El contraste entre el rojo ardiente y la blancura de su piel era un golpe visual directo, como una invitación que no podía ser rechazada, una provocación calculada que Erika sabía cómo manejar a la perfección.
—¿Todo, eh? Entonces empieza por aquí. —Se mordió el labio mientras echaba un vistazo sobre su hombro, esperando su reacción.
El aroma de su piel, mezclado con el leve toque a cuero del vinilo, le golpeó los sentidos. No podía apartar la vista, hipnotizado por la majestuosidad que tenía delante. Su mente aún luchaba por asimilar lo que estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que Erika, esa mujer de curvas imponentes y mirada desafiante, la fantasía gótica que le había obsesionado en silencio durante tanto tiempo, lo hubiera elegido a él?
Era como un sueño, una de esas fantasías oscuras y perversas que siempre había tenido, donde la mujer sensual y atrevida lo elegía a él, al tipo común, para hacerla suya. Nunca pensó que fuera real, y sin embargo ahí estaba, ella frente a él, tan increíblemente perfecta, tan accesible. La incredulidad lo invadía, pero la necesidad ardiente que sentía por ella no le permitió detenerse a pensar demasiado. Solo sabía que, en ese momento, la fantasía estaba por hacerse carne, y no podía dejarla escapar.
Las manos de él se movieron con firmeza, sujetando sus caderas amplias como si estuviera reclamando algo largamente deseado. Sus dedos se hundieron ligeramente en la carne suave, dejando pequeñas marcas invisibles que parecían gritar posesión. Erika arqueó la espalda, empujando sus caderas hacia él, como si quisiera que la sostuviera más fuerte, que no la dejara ir. El calor de sus manos era abrasador contra su piel fría, intensificando el contraste entre el vinilo que la cubría y el contacto directo con su carne.
Con un movimiento decidido, él corrió la pequeña braga roja a un lado, sin prisa. La prenda quedó olvidada sobre su nalga blanca, reposando suavemente sobre la curva perfecta de su cuerpo. La tela, arrugada, se alineó justo en el pliegue de su trasero, mientras la piel expuesta brillaba bajo la luz tenue. Erika, con las caderas ligeramente arqueadas, dejó que el aire frío acariciara su piel desnuda, intensificando la sensación de vulnerabilidad y deseo.
Cuando la punta de su lengua se deslizó lentamente entre sus nalgas, rozando la piel tersa hasta alcanzar su ano, Erika jadeó bruscamente, un sonido que rompió el silencio cargado de deseo en la habitación. Su cuerpo entero se tensó, arqueándose instintivamente hacia él, como si una corriente eléctrica hubiera recorrido su espina dorsal. La calidez húmeda de su lengua contrastaba con el aire fresco que acariciaba su piel expuesta, intensificando cada sensación con una claridad casi insoportable.
El ritmo era lento al principio, deliberado, como si estuviera saboreando cada pliegue, cada rincón oculto. Erika mordió su labio inferior, sus uñas aferrándose al borde de la mesa frente a ella. Su vulnerabilidad en esa posición, combinada con la destreza de sus movimientos, le arrancaba gemidos entrecortados, cargados de una mezcla de ansiedad y placer.
Cada lamida era un estímulo que parecía encender cada fibra de su ser. El calor húmedo viajaba hacia lo más profundo de su mente, desatando oleadas de escalofríos que la dejaban sin aliento. El contacto era íntimo, invasivo y profundamente adictivo, y cada vez que él presionaba un poco más, el cuerpo de Erika respondía de forma instintiva, empujándose hacia atrás, buscando más.
La presión de su lengua se volvió más firme, marcando círculos lentos que arrancaban jadeos incontrolables de su garganta. Erika cerró los ojos, permitiéndose perderse en el torbellino de sensaciones: la humedad, el calor, y esa mezcla intoxicante de vulnerabilidad y poder que hacía que su corazón latiera desbocado.
—Sigue... no te detengas —murmuró, su voz ahogada por el deseo.
Él obedeció, intensificando la presión, mientras sus manos se abrían paso por sus muslos y apretaban su trasero. Erika sentía su lengua explorándola con precisión, cada movimiento profundo haciéndola olvidar cualquier pensamiento que no fuera la necesidad que crecía dentro de ella.
Con cada toque, su cuerpo se rendía más. Podía sentir cómo su respiración se volvía irregular, su pecho subiendo y bajando mientras su espalda se arqueaba, ofreciéndose sin reservas.
—Maldita sea, esto es demasiado bueno... —jadeó, apretando los puños contra las sábanas.
Cuando él cambió el ritmo, alternando entre lamer y presionar suavemente con la punta de sus dedos, Erika dejó escapar un gemido que parecía rasgar el aire. El placer era tan intenso que tuvo que morderse el labio para no gritar.
Él, sin detenerse, intensificó el ritmo de su lengua, hundiéndola con más firmeza entre sus nalgas, deteniéndose en su ano con movimientos circulares y húmedos que arrancaron un gemido ronco de Erika. Cada lamida era un choque directo a sus sentidos, una mezcla de calor y humedad que la hacía retorcerse con un placer casi animal.
Cuando uno de sus dedos comenzó a presionar su entrada, Erika dejó escapar un jadeo entrecortado, sintiendo cómo el borde de lo prohibido se rompía bajo la firmeza de su toque. La presión, lenta pero implacable, encendió un cosquilleo que subía por sus muslos y explotaba en su vientre. Su trasero se empinó aún más, ofreciéndose sin vergüenza mientras su respiración se volvía un caos de jadeos y gemidos. Cada movimiento era explícito, crudo, y el calor que se acumulaba en su cuerpo la hacía perder cualquier control que le quedara.
—Por favor... hazlo ya —suplicó, girando el rostro hacia él, sus ojos oscuros brillando con desesperación.
Cuando finalmente él la penetró, la sensación la hizo soltar un grito ahogado. El calor y la presión eran casi abrumadores, pero perfectos. Su cuerpo lo aceptó con una mezcla de resistencia inicial y hambre insaciable. Él se detuvo un momento, permitiéndole ajustarse, pero Erika, con las caderas arqueadas hacia arriba y las manos aferradas a las sábanas, empujó su cuerpo hacia atrás, reclamando más sin necesidad de palabras.
Su trasero elevado ofrecía un ángulo profundo y perfecto, mientras sus movimientos lo instaban a ir más fuerte, más rápido. Cada embestida la sentía más adentro, más profunda, como si su cuerpo entero estuviera alineado solo para él, mientras ella se entregaba con una urgencia que no podía disimular.
Cada embestida era seguida por el sonido de la piel chocando contra la piel. Él, perdiendo el control, le dio una nalgada fuerte, haciendo que el sonido reverberara en el cuarto. La carne de sus nalgas rebotó bajo su palma, un golpe perfecto que la hizo gemir en respuesta, excitada por la mezcla de dolor y placer. Erika, en su entrega, apretó aún más las sábanas, arqueando su espalda para ofrecerle más de sí misma, invitándolo a seguir golpeando su cuerpo con fuerza. La combinación de la dureza de sus movimientos y las nalgadas que la hacían vibrar solo intensificaban la conexión, llevándola más cerca del límite, más cerca de la pérdida total de control.
—Más… quiero más.
Erika soltó un gemido ahogado, sintiendo cómo la llenaba por completo. Su cuerpo se tensó al principio, pero rápidamente se entregó al dolor que se transformaba en placer. Podía sentir cada centímetro de él deslizándose dentro de ella, la presión y el calor recorriéndole todo el cuerpo.
Cada empuje lo sentía hasta lo más profundo, el roce dentro de ella tan jodidamente intenso que sus caderas se movían por instinto, buscando más, queriendo que no parara. El golpe repetido de su cuerpo contra el suyo la hacía perder el control, cada vez más rápido, más duro.
Su cuerpo se volvía un campo de sensaciones, su pecho subiendo y bajando con cada movimiento, los pezones duros y sensibles por la mezcla de placer y tensión. El ritmo se volvía más frenético, su cuerpo reaccionando por sí solo, ansioso de más, de sentirlo aún más adentro.
Erika levantó las caderas, empujando hacia él con desesperación, como si no quisiera que se detuviera nunca. El sonido de sus cuerpos chocando, de su carne apretándose contra la suya, llenaba la habitación, y ella no podía hacer más que gritar, sintiendo cómo su cuerpo se entregaba completamente.
El placer era crudo, visceral, como si cada nervio en su cuerpo estuviera vibrando al unísono. Erika gemía con cada embestida, sus palabras incoherentes salpicadas de jadeos y pequeños gritos ahogados. Sentía cómo el placer subía por su columna vertebral, estallando en pequeñas explosiones que la dejaban temblando.
—Así... justo así... no pares —jadeó, su voz quebrándose con la intensidad.
Él apretó sus caderas con más fuerza, sus movimientos volviéndose más rápidos, más profundos, mientras Erika se aferraba a las sábanas con fuerza, enterrando el rostro en la almohada que mordía con desesperación, completamente entregada. Su cuerpo reaccionaba de manera instintiva, moviéndose al ritmo de él.
Cuando llegó al límite, sintió como si cada músculo de su cuerpo se tensara al mismo tiempo. Su espalda se arqueó, su boca se abrió en un grito mudo, y la ola de placer la golpeó con una intensidad que casi la dejó sin aire.
Él la siguió poco después, sintiendo cómo el placer lo dominaba, casi abrumándolo. Sus manos seguían sujetándola con firmeza, como si temiera perderla, mientras su respiración se volvía errática, luchando por contenerse, pero sabiendo que ya no podía. Cada centímetro dentro de ella lo hacía perder el control, el calor de su cuerpo envolviéndolo, su interior apretándole con una presión que lo hacía casi explotar. Sentía cómo ella se contraía a su alrededor, casi como si su cuerpo estuviera pidiendo más, como si lo tuviera atado a ella.
El mundo a su alrededor se desvaneció, dejándolo atrapado solo en el momento, en el roce de su piel, en la forma en que se entregaba tan completamente. El sonido de sus jadeos entrecortados y los de ella se mezclaban, creando una sinfonía que solo él podía escuchar. Se sintió completamente poseído, no solo físicamente, sino también en su mente, como si ella lo hubiera reclamado para sí de una manera que no podía entender, pero que deseaba con cada fibra de su ser.
De repente, la presión se hizo insoportable, su cuerpo estallando en una explosión de placer. Un estremecimiento lo recorrió, y con un último empuje profundo, sintió cómo su cuerpo se vaciaba dentro de ella. El calor, el éxtasis, todo explotó en su interior mientras su cuerpo se tensaba, su mente nublada por la intensidad de lo que acababa de suceder. Por un momento, todo se detuvo, como si el tiempo mismo hubiera quedado suspendido.
La observaba en silencio, su respiración aún irregular, mientras sus ojos no podían apartarse de ella. Su cuerpo reposaba sobre la cama, casi inconsciente, el cansancio evidente en su expresión. La falda de vinilo que había estado tan cuidadosamente ajustada a su figura ahora descansaba enrollada en su cintura, dejando sus nalgas expuestas, perfectas en su redondez. A un lado, la braga roja se había deslizado parcialmente, apretada contra la piel, como una pequeña marca de lo prohibido. Sus piernas, ligeramente abiertas, dejaban entrever la suavidad de su piel, un contraste tentador con el vinilo que se retorcía en su cintura.
El aire parecía haberse espesado, cargado de la esencia de ella, una fragancia única que escapaba de su trasero, que aún mantenía el eco de su cuerpo al recibirlo. Pero había algo más, algo menos visible pero igualmente palpable: un rastro de él mismo, de su esencia masculina, se colaba por los muslos de Erika, goteando lentamente desde lo profundo de su cuerpo, dejando una marca que hablaba de lo compartido en ese lugar íntimo.
Se quedó allí, respirando pesadamente, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, mientras el silencio llenaba la habitación, roto solo por los jadeos entrecortados de ambos, como un eco de la tormenta que acababan de vivir.
Erika, giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro, su mirada llena de un placer tranquilo pero retador. —¿Eso es todo lo que tienes? — dijo con voz lenta y burlona, dejando en el aire una provocación que sólo ella sabía cómo lanzar. Luego cerró los ojos, estirándose como una gata satisfecha, disfrutando del momento.