Beatrice despertó con la luz filtrándose a través de los postigos de su pequeña ventana. Los primeros rayos del sol iluminaban su celda austera, bañando las paredes pintadas con tonos dorados. Se estiró lentamente, aún envuelta en las sábanas, mientras su mente intentaba alejarse de los pensamientos de la noche anterior.
Había sucumbido a sus propios deseos otra vez. A pesar de los rezos y las penitencias, su cuerpo parecía no obedecer las reglas que su alma intentaba imponerle. En la penumbra de la celda, con solo el sonido de su respiración como testigo, sus manos habían recorrido territorios que su mente prohibía, arrancándole suspiros que flotaban entre la culpa y el placer.
Sacudió la cabeza, buscando desterrar esos recuerdos que todavía rondaban su mente. Hoy era un nuevo día, y debía concentrarse en sus labores. Se levantó lentamente, y la luz del amanecer, filtrándose por las rendijas de la ventana, envolvía su figura. El camisón austero de algodón, delgado por el uso, permitía entrever las líneas de su cuerpo: las curvas suaves de sus caderas, la plenitud de sus pechos que se alzaban con cada respiración, las aureolas grandes y oscuras que parecían marcarse bajo la fina tela, y la firmeza de su trasero al moverse.
Al arrodillarse junto a la cama, el algodón del camisón se tensó, marcando con descaro la forma de su figura. Con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada, recitó su oración matutina, pidiendo perdón por sus debilidades y fuerza para resistir las tentaciones que la atormentaban. Pero mientras sus labios pronunciaban las palabras, una imagen fugaz atravesó su mente: Alessandro, con el pecho desnudo, el sudor deslizándose lentamente por su piel trabajada. Su respiración se entrecortó, y su rostro enrojeció al instante, un calor vergonzoso que intentó disipar con un rezo más ferviente.
Se levantó de golpe y se dirigió al pequeño espejo colgado junto a la puerta. Beatrice era hermosa, aunque evitaba mirarse demasiado. Su piel blanca tenía un brillo suave, adornada por unas cuantas pecas que salpicaban su nariz y mejillas, dándole un aire casi infantil. Sus ojos verdes, grandes y expresivos, parecían contener un misterio que incluso ella no comprendía del todo. Su cabello castaño, ondulado y largo, se ocultaba siempre bajo el velo, pero en la privacidad de su celda caía libre, enmarcando su rostro con una calidez natural.
Su figura era una mezcla de curvas que la hacían atractiva y, al mismo tiempo, la llenaban de inseguridades. No era delgada, pero tampoco obesa; su cuerpo tenía una suavidad natural, con caderas anchas y pechos generosos que se acentuaban incluso bajo el hábito.
Desde su adolescencia, su físico había despertado el interés de los hombres, un interés que Beatrice notaba en las miradas prolongadas y los comentarios velados que la hacían sentir expuesta. Aunque a veces aquello le proporcionaba una fugaz sensación de poder, también cargaba con la culpa de pensar que era ella quien provocaba esos deseos. Beatrice siempre había sido consciente de su físico, especialmente cuando sentía las miradas ajenas posarse en ella. Pero aquí, en el convento, todo eso debía ser irrelevante. O al menos, eso se suponía.
Se ajustó el hábito con movimientos precisos, cada pliegue cayendo con la misma perfección con la que debía ocultar sus secretos. Bajo la tela austera que cubría su cuerpo, su piel era abrazada por un portaligas de encaje negro, un contraste insolente con la sobriedad de su vestimenta exterior. Las delicadas correas se sujetaban a unas medias suaves y translúcidas, que acariciaban la piel de sus muslos con un roce íntimo, tan sutil como una confesión no dicha. Más arriba, una tanga diminuta, hecha del mismo encaje oscuro, cubría apenas lo necesario. El borde del tejido se deslizaba con cada movimiento, rozando su piel en un vaivén que encendía chispas de vida en un lugar que intentaba mantener en silencio.
Cada vez que sentía el encaje contra su carne, un escalofrío la recorría, recordándole que, más allá de la devoción que debía profesar, seguía siendo una mujer con deseos y un cuerpo que no podía ignorar. Era su acto de rebeldía, un secreto que la mantenía atada a algo visceral y humano, aunque el peso de la culpa se anclara en su pecho, persistente, como un rosario que no podía dejar de apretar entre los dedos.
El día prometía ser caluroso, y eso significaba que Alessandro llegaría con las provisiones. La sola idea le provocaba un escalofrío que recorrió su espalda, encendiendo un fuego que intentaba sofocar con respiraciones profundas. Mientras caminaba hacia la puerta de su celda, las delicadas tiras del portaligas rozaban sus muslos con cada paso, un roce que enviaba pequeñas descargas por su piel. La sensación la hacía consciente de su cuerpo de una manera que no podía ignorar. El calor se intensificaba en su pecho, y sus pezones comenzaban a endurecerse bajo la tela del hábito, una respuesta involuntaria que la llenaba de una mezcla de vergüenza y placer.
Tomó aire profundamente, tratando de calmarse, y salió de su celda, obligándose a concentrarse en las tareas del huerto y la organización de la despensa. Pero incluso mientras avanzaba por los corredores, la idea de verlo, de sentir su presencia, no dejaba de arder en su mente, avivando el deseo que intentaba reprimir.
En el camino hacia el patio, el sonido de los cantos matutinos de las otras hermanas llenaba los corredores, pero para Beatrice eran solo un eco distante. Mientras avanzaba, sus manos se movían instintivamente, acomodando el velo, pero su mente vagaba hacia la imagen de Alessandro. La manera en que su camisa se pegaba a su piel cuando trabajaba, cómo sus manos fuertes levantaban los sacos con una facilidad que parecía natural. Era un campesino tosco, sí, pero había algo en su presencia que la desarmaba. Algo que parecía gritar libertad y vida, dos cosas que Beatrice no podía permitirse.
El patio estaba iluminado por el sol que ascendía lentamente, bañando las piedras gastadas y los arbustos bien cuidados con un resplandor dorado. Beatrice llegó justo a tiempo para ver a Alessandro descargar las provisiones de su carreta. Su camisa, desabotonada hasta la mitad, revelaba un pecho bronceado por el sol y trabajado por la vida dura. Los músculos de sus brazos se tensaban con cada saco que cargaba, y una fina capa de sudor brillaba sobre su piel.
Alessandro se giró y la vio. Sonrió con esa mezcla de confianza descarada y calor terrenal que lo hacía irresistible.
—Buenos días, signorina Beatrice. Siempre la más puntual —dijo, inclinando apenas la cabeza en un gesto que podría interpretarse como cortesía, pero que llevaba consigo algo más: una chispa juguetona que parecía dirigir sus palabras hacia un propósito menos inocente.
Beatrice tragó saliva, sintiendo cómo el calor en su rostro competía con el del sol. Bajó la mirada al suelo, pero no antes de notar el modo en que Alessandro la observaba, sus ojos deslizándose por ella con una lentitud que parecía deliberada.
—Buenos días, Alessandro. ¿Cómo están los campos esta semana? —preguntó, intentando mantener su voz firme, pero sin lograr que el temblor en el final de sus palabras pasara desapercibido.
Él sonrió más ampliamente, dejando a la vista un hoyuelo en su mejilla. Colocó un saco en el suelo con facilidad, sacudiendo las manos sobre su pantalón de lino desgastado.
—Trabajados, sí, pero nunca tan bien como lo que usted cuida con sus manos, signorina Beatrice. Parece que todo lo que toca florece.
El comentario hizo que Beatrice levantara la vista hacia él. Había algo en su tono que no era solo admiración; era un roce verbal, un gesto que bordeaba lo prohibido. Su piel pareció encenderse, como si cada palabra de Alessandro fuera una mano invisible que recorría su cuerpo.
Alessandro sostuvo su mirada por un segundo más de lo necesario, dejando que el peso de sus palabras se asentara entre ellos. Mientras Beatrice se apresuraba a bajar la cabeza, él no pudo evitar que su mente divagara. Había algo en ella, algo que no podía explicar pero que lo mantenía atrapado. Bajo ese hábito austero que pretendía ocultarla, Alessandro imaginaba cada curva, cada línea de su cuerpo. Se preguntaba qué podría llevar debajo, si sería tan sencilla como quería aparentar o si escondía algo que desafiaba todo lo que representaba.
Esa idea lo encendía, lo provocaba. Beatrice era un enigma, y Alessandro no podía resistirse a desentrañarlo. Mientras trabajaba en el huerto esa mañana, planeó su siguiente jugada, su regalo. No sería un gesto inocente, y lo sabía. Pero tampoco podía seguir viéndola sin hacer algo que rompiera esa barrera, aunque fuera con un conjunto de encaje que ella pudiera esconder, pero que él imaginaría cada vez que sus caminos se cruzaran.
—No diga esas cosas —respondió ella, intentando sonar severa, pero Alessandro no parecía impresionado.
—¿Por qué no? Es la verdad —replicó, dándose la vuelta para tomar otra caja de frutas. Beatrice vio cómo los músculos de su espalda se movían bajo la tela húmeda de la camisa. Tragó saliva, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba contra su voluntad.
Cuando Alessandro volvió a girarse, tenía un racimo de uvas en la mano. Se acercó a ella, acortando la distancia entre ambos, hasta que el aroma de la tierra y el sudor de su piel invadió los sentidos de Beatrice. Levantó el racimo, ofreciéndoselo como si fuera un regalo.
—¿Quiere probarlas? Están dulces esta semana. —Sus palabras eran simples, pero la forma en que la miraba, como si supiera algo que ella no podía admitir, hizo que sus piernas se sintieran débiles.
Beatrice extendió la mano, pero Alessandro no la soltó de inmediato. Sus dedos rozaron los de ella, y el contacto breve fue suficiente para que su respiración se acelerara. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Los sonidos del convento se desvanecieron, y solo quedó el calor del sol y la tensión entre ellos.
—Gracias —murmuró, retirando las uvas y desviando la mirada, pero Alessandro no se movió.
—¿Está bien, signorina? —preguntó con suavidad, su voz grave y baja, como si la llamara a confesar algo que no podía decir en voz alta.
—Estoy bien —mintió, sintiendo cómo la cercanía de Alessandro la desarmaba más de lo que quería admitir. Retrocedió un paso, pero no pudo evitar mirar por última vez el sudor que bajaba por su pecho, siguiendo un camino que ella deseaba explorar con sus dedos, con sus labios.
Beatrice permaneció inmóvil, su respiración agitada y el calor subiendo por su cuerpo como una ola imparable. Alessandro continuó con su labor, pero su imagen quedó grabada en su mente con una nitidez que no podía ignorar. El sudor que descendía por su pecho parecía un río que la invitaba a seguirlo, a explorarlo con una devoción que nada tenía de santa. Cerró los ojos un instante, permitiendo que la fantasía la envolviera.
En su mente, Alessandro se volvía hacia ella, dejando caer el saco y acercándose hasta que apenas un suspiro los separaba. Beatrice extendía la mano temblorosa, recorriendo con la yema de los dedos la textura rugosa de su pecho, dibujando el camino que el sudor había marcado. Luego, inclinaba la cabeza y dejaba que sus labios se posaran en su piel caliente, besando primero con suavidad y luego con una intensidad que crecía con cada latido.
El sabor salado de su sudor se mezclaba con el calor de su piel, y Beatrice sentía cómo su lengua exploraba, bajando hasta llegar a sus pezones oscuros y endurecidos. Los rodeaba con su boca, succionándolos suavemente, arrancando gemidos que ella imaginaba brotar de la garganta de Alessandro. Su mano descendía por su abdomen, siguiendo las líneas definidas de sus músculos, hasta llegar al borde de su pantalón, donde la tela apenas contenía lo que ella deseaba descubrir.
La fantasía continuaba, un vaivén de sensaciones que la encendían por completo, pero de pronto, una voz firme la arrancó de su ensueño.
—Hermana Beatrice, la Madre Esperanza la espera en la cocina. Necesitan su ayuda con la mantequilla —anunció una voz anciana detrás de ella.
Beatrice dio un respingo, su rostro completamente encendido mientras se giraba para encontrar a la hermana Clara, una de las monjas más mayores, mirándola con una mezcla de impaciencia y curiosidad.
—Sí, claro, voy enseguida —respondió, obligándose a bajar la mirada y apartar cualquier rastro de su agitación.
Clara se marchó, pero no sin antes lanzar una última mirada inquisitiva. Beatrice apretó los labios, intentando ocultar el temblor en sus manos mientras ajustaba el velo. Alessandro seguía a unos pasos de distancia, acomodando la última caja con una lentitud que parecía deliberada. Cuando terminó, se volvió hacia ella, observándola con esos ojos oscuros y profundos que parecían saber más de lo que decían.
Antes de que Beatrice pudiera dar un paso para seguir a Clara, Alessandro se acercó, acortando la distancia entre ambos con una seguridad que la dejó sin aliento. Extendió la mano hacia ella, y por un instante, Beatrice pensó que la iba a tocar. Pero en lugar de eso, depositó un pequeño paquete envuelto en papel marrón en sus manos.
—Para usted, signorina Beatrice. Guárdelo bien —susurró, su voz baja y cargada de algo que no se atrevió a nombrar.
Sus dedos rozaron los de ella al entregárselo, y el contacto breve envió un escalofrío por su espalda. Beatrice miró el paquete, sintiendo algo suave dentro, aunque no tuvo tiempo de examinarlo. Antes de que pudiera decir una palabra, Alessandro le dedicó una sonrisa ladeada y se giró para marcharse, cargando el último saco con una facilidad que no hacía más que resaltar la fuerza de su cuerpo.
—Beatrice, ¿vienes? —llamó Clara desde la puerta que conducía a la cocina.
Beatrice asintió, apretando el paquete contra su pecho como si fuera un secreto precioso, y la siguió con pasos apresurados. Alessandro se alejó con su carreta, pero ella podía sentir su presencia como si todavía estuviera allí, sus ojos clavados en su espalda.
El resto del día transcurrió en las tareas habituales: ayudar con la mantequilla, organizar los alimentos en la despensa y limpiar los pasillos del convento. Sin embargo, su mente estaba lejos. Cada tanto, su mano buscaba inconscientemente el pequeño paquete escondido en el doblez de su hábito, preguntándose qué había dentro y por qué Alessandro se lo había dado.
Cuando finalmente llegó la noche, acudió a la capilla para su confesión habitual con el Padre Giovanni. Él la esperaba, sentado tras el confesionario, su figura erguida y su expresión tranquila, casi inquisitiva. Giovanni era un hombre joven, de lentes redondos y una mirada perspicaz que parecía leer más allá de las palabras.
Beatrice se arrodilló, sus manos temblando mientras cruzaba el umbral del confesionario. Sabía lo que tenía que decir, pero las palabras se atascaban en su garganta.
—Padre, he pecado —susurró Beatrice, sintiendo cómo su voz se quebraba en la penumbra del confesionario. Las palabras parecían quemarle la lengua, pero sabía que debía decirlas.
—Habla, hija. Este es un lugar seguro —respondió el Padre Giovanni, su voz calmada y grave, envolviéndola como un manto que parecía a la vez protector y revelador.
Beatrice respiró hondo, cerrando los ojos mientras las imágenes que la perseguían desde la mañana se hacían más vívidas en su mente.
—Es Alessandro, Padre. Su imagen no me deja. Cada vez que lo veo, algo dentro de mí arde —dijo, y su voz comenzó a temblar mientras continuaba—. Hoy, mientras lo miraba en el patio, supe que estaba perdida… Su pecho desnudo… el sudor deslizándose por su piel… No pude dejar de imaginarme acercándome a él, inclinándome hacia su cuerpo. En mi mente, mis labios rozaban su piel, mis dientes mordían suavemente su cuello. Y luego… luego pasaba mi lengua por sus pezones, saboreando el calor de su cuerpo, mientras mis manos descendían por su abdomen.
Las palabras caían como un torrente, un flujo imparable de deseos que había mantenido ocultos demasiado tiempos. La figura del Padre Giovanni detrás de la rejilla permanecía inmóvil, su silencio ensordecedor mientras ella continuaba.
—Cuando estoy sola en mi celda —prosiguió, bajando la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible—, no puedo evitarlo. Mis manos… mis dedos… buscan apagar el fuego en mi interior. Me imagino a Alessandro empujándome contra la pared, tomándome sin reservas. Sus manos en mis caderas, sus labios devorándome. Padre, siento tanto deseo que me parece que mi cuerpo se rebela contra mi fe.
Su respiración se volvió más entrecortada, las palabras tambaleantes, pero no podía detenerse, atrapada entre el alivio de confesar y la vergüenza de su propia verdad.
—Anoche, mientras pensaba en él, mi cuerpo… mi cuerpo empezó a arder. Pasé la lengua por mis propios pechos, imaginando que era su boca la que me recorría. Mis dedos bajaron, buscando aliviarme, buscando algo que no puedo encontrar en mis rezos. Me toqué, Padre. Me toqué hasta que no pude más, hasta que mi cuerpo tembló y creí que iba a desmoronarme. Y después… después solo quedó la culpa.
Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, pero no intentó detenerlas. Había desnudado su alma frente a Giovanni y esperaba… algo. Perdón, tal vez. O al menos comprensión.
Giovanni permaneció en silencio, pero su presencia tras la rejilla era como un faro oscuro que la observaba. Cuando finalmente habló, su voz fue baja, cargada de una gravedad que parecía llegarle directamente al alma.
—El cuerpo es un templo, Beatrice. Pero también es una prueba. Lo que sientes no es ajeno a tu fe, porque no puedes buscar a Dios sin antes enfrentarte a quien realmente eres. Pero dime, hija, ¿qué buscas en esos actos? ¿Es solo alivio? ¿Es redención? ¿O es la verdad de lo que deseas?
Las palabras de Giovanni eran como una daga que perforaba su corazón. Cada pregunta desgarraba el fino velo con el que intentaba ocultar la verdad. Beatrice permaneció en silencio, incapaz de responder, con las lágrimas aun cayendo por su rostro.
Cuando salió del confesionario, Beatrice sintió que sus pasos eran más pesados, como si cargara con el peso de cada palabra que había pronunciado. Su corazón latía con fuerza, desbocado, y el eco de su propia voz confesando los deseos más oscuros seguía resonando en su mente, como una campana que nunca dejaba de sonar.
Había esperado encontrar alivio en la confesión, quizás una liberación de la culpa que la atenazaba, pero en su lugar solo había una mezcla inquietante de vergüenza y un anhelo que no podía ignorar. Cada paso hacia su celda era una batalla entre el arrepentimiento y un deseo latente que se negaba a desaparecer.
Beatrice cerró la puerta de su celda con cuidado, girando la llave hasta oír el leve clic que le aseguraba la privacidad necesaria. El eco de sus pasos en el pasillo había desaparecido, y ahora el silencio de la habitación se sentía como un manto que la aislaba del mundo exterior. Encendió la vela sobre la mesilla, observando cómo la luz titilante proyectaba sombras largas en las paredes encaladas. Por un instante, la penumbra y el calor que llenaban el espacio le recordaron la sacristía del convento, con su aire solemne y devocional. Pero aquí, esa solemnidad parecía teñirse de algo mucho más terrenal.
Con manos cuidadosas, retiró el paquete que Alessandro le había entregado. El papel marrón, áspero al tacto, parecía un objeto prohibido que no debería estar en sus manos, y sin embargo, era imposible apartarlo. Colocó el paquete sobre la cama como si estuviera manipulando un relicario, cada movimiento medido y cargado de intención. Sus dedos temblaron levemente mientras deshacía los nudos de la cuerda que lo mantenía cerrado, y cuando el papel se desplegó por completo, su aliento quedó atrapado en su garganta.
Dentro, envuelto en un delicado papel de seda, había un conjunto de encaje negro. Era un body ceñido y audaz, con finas tiras que dejaban poco a la imaginación, diseñado para insinuar más de lo que cubría. El encaje transparente estaba bordado con pequeños detalles florales, y los cortes estratégicos revelaban una sensualidad descarada que contradecía todo lo que debía representar su vida en el convento. La suavidad del tejido entre sus dedos parecía quemarla, y sin embargo, no podía soltarlo.
Junto al body, una pequeña nota escrita con una letra tosca y desigual descansaba doblada. Beatrice la desdobló con cuidado, su mirada atrapada en las palabras que Alessandro había dejado para ella:
“Esto es para ti. Porque no aguanto más imaginándote escondida bajo ese hábito. Quiero verte, Beatrice. Ver cómo eres de verdad, toda tú. Desde el primer día no dejo de pensar en tu cuerpo, en lo que hay debajo. No te escondas más.”
El calor que ascendió desde su vientre hasta su pecho la dejó inmóvil, como si esas palabras hubieran sido pronunciadas directamente al oído. Su mente se llenó de imágenes: Alessandro, con su sonrisa ladeada, sus ojos oscuros mirándola con deseo mientras la veía usar aquel regalo. El pensamiento era tan abrumador que tuvo que sentarse en el borde de la cama para no perder el equilibrio.
Miró hacia la puerta, asegurándose de que nadie podría interrumpirla. Lentamente, comenzó a desvestirse, retirando el hábito con movimientos metódicos, como si realizara un ritual secreto. Se quedó de pie frente al pequeño espejo de su celda, con el body de encaje en las manos, y por un instante se detuvo, observando su reflejo. Su cuerpo, que tantas veces había tratado de ocultar, se veía desnudo bajo la tenue luz de la vela, sus curvas pronunciadas y su piel pálida resaltadas por las sombras.
Con dedos temblorosos, deslizó el body sobre su cuerpo. El encaje acarició su piel, abrazándola con una suavidad que la hizo estremecerse. Ajustó las tiras, dejando que el tejido se acomodara en sus caderas, delineando sus pechos generosos y dejando al descubierto su intimidad con una audacia que jamás habría imaginado. La sensación era embriagadora, como si el encaje no solo la cubriera, sino que la despojara de todo control.
Se tumbó en la cama, dejando que la vela iluminara su figura mientras su mente se llenaba de fantasías. Cerró los ojos y lo imaginó allí, en la penumbra de la celda, de pie junto a la pared, observándola en silencio. Alessandro, con su pecho desnudo, sus brazos cruzados, devorándola con la mirada. La imagen era tan vívida que Beatrice sintió cómo su cuerpo comenzaba a responder, un fuego encendiéndose entre sus piernas.
Lentamente, abrió las piernas, como si estuviera ofreciendo un espectáculo para esos ojos imaginarios. Sus dedos se deslizaron por el encaje que cubría su intimidad, presionando suavemente mientras su respiración se aceleraba.
En su mente, lo veía acercarse lentamente, inclinándose para recorrer con su boca el camino que ya ardía en su piel. Sus labios se posaban primero en su cuello, dejando un rastro húmedo hasta sus pechos. Beatrice se llevó una mano a su pecho, acariciando la curva generosa mientras su otra mano bajaba hacia su vientre, siguiendo el ritmo de la fantasía. Cuando sus dedos encontraron la tela del encaje que cubría su intimidad, un estremecimiento la recorrió por completo.
En su imaginación, Alessandro no se detenía. Sus labios rodeaban sus pezones, tirando suavemente de ellos con la boca, mientras sus manos fuertes la sostenían con firmeza por la cintura. Beatrice, presa de esa visión, dejó que su propia boca buscara sus pechos. Sacó la lengua, rodeando sus areolas grandes y sensibles, hasta que succionó con suavidad, como si quisiera sentir lo que imaginaba que Alessandro haría con ella. Un gemido escapó de sus labios, ahogado en la carne de su propio cuerpo, pero no intentó detenerlo.
En la fantasía, Alessandro bajaba por su vientre, su boca reclamando cada centímetro de su piel hasta llegar a su sexo húmedo. Allí, lo imaginaba mirándola un segundo antes de devorarla con la lengua, sus manos apartando con rudeza el encaje para dejarla completamente expuesta. Beatrice sintió que su propia mano se deslizaba más abajo, sus dedos abriendo camino entre sus labios mientras su otra mano seguía jugando con sus pezones endurecidos. La combinación de sensaciones, real e imaginada, la llevaba a un estado de abandono total.
En su mente, Alessandro se levantaba tras saborearla, sus ojos oscuros llenos de un hambre que no pedía permiso ni daba tregua. La agarraba con poca delicadeza por la cintura, levantándola como si su cuerpo no pesara nada, y la empujaba contra la puerta de la celda con un golpe seco que hacía temblar la madera. Sus manos, fuertes y ásperas, se movían con una urgencia brutal, separando sus muslos sin esperar su consentimiento, exponiéndola completamente a su dominio. Beatrice sentía cómo sus dedos se hundían en la carne de sus caderas, sujetándola con una fuerza que la inmovilizaba, manteniéndola exactamente donde él quería.
Y entonces, sin preámbulo ni aviso, Alessandro entraba en ella, con una intensidad que la hacía jadear, su espalda arqueándose contra la puerta mientras su cuerpo se ajustaba al suyo. Cada embestida era desesperada, rítmica y profunda, el sonido de sus cuerpos uniéndose llenando el espacio.
Beatrice, perdida en la fantasía, movía sus dedos dentro de sí misma con la misma brutalidad que imaginaba en él, sincronizando sus movimientos con el vaivén que su mente había creado. Su otra mano, aún aferrada a su pecho, pellizcaba su propio pezón, amplificando cada sensación mientras su respiración se aceleraba, cada vez más cerca de perder el control.
Alessandro, en su mente, la sujetaba con fuerza por las caderas, empujándola contra la madera mientras sus embestidas eran profundas y desesperadas. Su respiración pesada resonaba en su oído, y Beatrice, perdida en el placer de la fantasía, movió sus dedos hasta su otro punto prohibido. La sensación de su esfínter cediendo al roce de sus dedos la hizo gemir en voz baja, su cuerpo arqueándose en la cama mientras sus piernas temblaban.
Los movimientos de sus manos se volvieron frenéticos, sincronizándose con la imagen de Alessandro empujándola al límite. En la fantasía, él le susurraba palabras que no podía comprender, pero su voz grave era suficiente para encenderla más. Beatrice mordió su propio brazo con fuerza, atrapando el grito que amenazaba con desgarrar la calma del cuarto mientras su cuerpo entero se tensaba. Sus dedos seguían dentro de ella, moviéndose con una precisión desesperada, explorando rincones que en la realidad no se atrevía a nombrar. La humedad aumentaba, derramándose entre sus muslos, y con un último movimiento, su cuerpo se arqueó bruscamente, como si todo su ser se entregara al clímax que la envolvía.
El orgasmo llegó como una ola implacable, arrasando todo pensamiento coherente. Sus piernas temblaron violentamente, y sus caderas se sacudieron con vida propia, buscando más incluso cuando parecía no poder soportarlo. Un grito ahogado se perdió contra la piel de su brazo mientras sentía la liberación explotar dentro de ella, un torrente que escapó de su cuerpo en un squirt que la sorprendió y la dejó jadeando. La vela parpadeó, las sombras danzaron en las paredes como si fueran testigos de su momento más crudo, y el calor húmedo que se extendía bajo su piel fue reemplazado lentamente por el peso implacable de la culpa.
La respiración de Beatrice era irregular, su pecho subiendo y bajando frenéticamente mientras trataba de recuperar el aliento. Pero apenas tuvo tiempo para hacerlo cuando un golpe seco en la puerta rompió el silencio. Su cuerpo se sobresaltó, y su corazón se detuvo por un instante. Con un movimiento torpe, retiró las manos de su cuerpo, sintiendo el temblor que aún la recorría, su mente atrapada entre el eco del placer que acababa de experimentar y el terror de ser descubierta.
—Hermana Beatrice, ¿está todo bien? —La voz de Clara, firme y preocupada, se escuchó desde el otro lado.
Beatrice se incorporó rápidamente, ajustándose el body de encaje como si pudiera ocultar lo que había hecho. Su voz salió entrecortada, pero trató de sonar tranquila.
—Sí, hermana Clara. Todo está bien. Solo… solo me estaba preparando para dormir.
El silencio del otro lado fue ensordecedor, pero finalmente Clara respondió con una advertencia velada.
—Bien. Que tenga una buena noche, hermana. Recuerde que el descanso es importante para las labores de mañana.
Los pasos de Clara se alejaron, pero el peso de la culpa ya se había asentado sobre Beatrice. Se dejó caer en la cama, su pecho aun subiendo y bajando con fuerza mientras el calor del encaje seguía grabado en su piel. Sus manos, que minutos antes habían buscado el éxtasis, ahora temblaban de vergüenza.
Cerró los ojos, pero las palabras de Alessandro, las imágenes que había creado en su mente, seguían presentes, pulsando en su interior como un eco que no podía ignorar. Esta lucha, supo en ese instante, apenas comenzaba.
Había sucumbido a sus propios deseos otra vez. A pesar de los rezos y las penitencias, su cuerpo parecía no obedecer las reglas que su alma intentaba imponerle. En la penumbra de la celda, con solo el sonido de su respiración como testigo, sus manos habían recorrido territorios que su mente prohibía, arrancándole suspiros que flotaban entre la culpa y el placer.
Sacudió la cabeza, buscando desterrar esos recuerdos que todavía rondaban su mente. Hoy era un nuevo día, y debía concentrarse en sus labores. Se levantó lentamente, y la luz del amanecer, filtrándose por las rendijas de la ventana, envolvía su figura. El camisón austero de algodón, delgado por el uso, permitía entrever las líneas de su cuerpo: las curvas suaves de sus caderas, la plenitud de sus pechos que se alzaban con cada respiración, las aureolas grandes y oscuras que parecían marcarse bajo la fina tela, y la firmeza de su trasero al moverse.
Al arrodillarse junto a la cama, el algodón del camisón se tensó, marcando con descaro la forma de su figura. Con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada, recitó su oración matutina, pidiendo perdón por sus debilidades y fuerza para resistir las tentaciones que la atormentaban. Pero mientras sus labios pronunciaban las palabras, una imagen fugaz atravesó su mente: Alessandro, con el pecho desnudo, el sudor deslizándose lentamente por su piel trabajada. Su respiración se entrecortó, y su rostro enrojeció al instante, un calor vergonzoso que intentó disipar con un rezo más ferviente.
Se levantó de golpe y se dirigió al pequeño espejo colgado junto a la puerta. Beatrice era hermosa, aunque evitaba mirarse demasiado. Su piel blanca tenía un brillo suave, adornada por unas cuantas pecas que salpicaban su nariz y mejillas, dándole un aire casi infantil. Sus ojos verdes, grandes y expresivos, parecían contener un misterio que incluso ella no comprendía del todo. Su cabello castaño, ondulado y largo, se ocultaba siempre bajo el velo, pero en la privacidad de su celda caía libre, enmarcando su rostro con una calidez natural.
Su figura era una mezcla de curvas que la hacían atractiva y, al mismo tiempo, la llenaban de inseguridades. No era delgada, pero tampoco obesa; su cuerpo tenía una suavidad natural, con caderas anchas y pechos generosos que se acentuaban incluso bajo el hábito.
Desde su adolescencia, su físico había despertado el interés de los hombres, un interés que Beatrice notaba en las miradas prolongadas y los comentarios velados que la hacían sentir expuesta. Aunque a veces aquello le proporcionaba una fugaz sensación de poder, también cargaba con la culpa de pensar que era ella quien provocaba esos deseos. Beatrice siempre había sido consciente de su físico, especialmente cuando sentía las miradas ajenas posarse en ella. Pero aquí, en el convento, todo eso debía ser irrelevante. O al menos, eso se suponía.
Se ajustó el hábito con movimientos precisos, cada pliegue cayendo con la misma perfección con la que debía ocultar sus secretos. Bajo la tela austera que cubría su cuerpo, su piel era abrazada por un portaligas de encaje negro, un contraste insolente con la sobriedad de su vestimenta exterior. Las delicadas correas se sujetaban a unas medias suaves y translúcidas, que acariciaban la piel de sus muslos con un roce íntimo, tan sutil como una confesión no dicha. Más arriba, una tanga diminuta, hecha del mismo encaje oscuro, cubría apenas lo necesario. El borde del tejido se deslizaba con cada movimiento, rozando su piel en un vaivén que encendía chispas de vida en un lugar que intentaba mantener en silencio.
Cada vez que sentía el encaje contra su carne, un escalofrío la recorría, recordándole que, más allá de la devoción que debía profesar, seguía siendo una mujer con deseos y un cuerpo que no podía ignorar. Era su acto de rebeldía, un secreto que la mantenía atada a algo visceral y humano, aunque el peso de la culpa se anclara en su pecho, persistente, como un rosario que no podía dejar de apretar entre los dedos.
El día prometía ser caluroso, y eso significaba que Alessandro llegaría con las provisiones. La sola idea le provocaba un escalofrío que recorrió su espalda, encendiendo un fuego que intentaba sofocar con respiraciones profundas. Mientras caminaba hacia la puerta de su celda, las delicadas tiras del portaligas rozaban sus muslos con cada paso, un roce que enviaba pequeñas descargas por su piel. La sensación la hacía consciente de su cuerpo de una manera que no podía ignorar. El calor se intensificaba en su pecho, y sus pezones comenzaban a endurecerse bajo la tela del hábito, una respuesta involuntaria que la llenaba de una mezcla de vergüenza y placer.
Tomó aire profundamente, tratando de calmarse, y salió de su celda, obligándose a concentrarse en las tareas del huerto y la organización de la despensa. Pero incluso mientras avanzaba por los corredores, la idea de verlo, de sentir su presencia, no dejaba de arder en su mente, avivando el deseo que intentaba reprimir.
En el camino hacia el patio, el sonido de los cantos matutinos de las otras hermanas llenaba los corredores, pero para Beatrice eran solo un eco distante. Mientras avanzaba, sus manos se movían instintivamente, acomodando el velo, pero su mente vagaba hacia la imagen de Alessandro. La manera en que su camisa se pegaba a su piel cuando trabajaba, cómo sus manos fuertes levantaban los sacos con una facilidad que parecía natural. Era un campesino tosco, sí, pero había algo en su presencia que la desarmaba. Algo que parecía gritar libertad y vida, dos cosas que Beatrice no podía permitirse.
El patio estaba iluminado por el sol que ascendía lentamente, bañando las piedras gastadas y los arbustos bien cuidados con un resplandor dorado. Beatrice llegó justo a tiempo para ver a Alessandro descargar las provisiones de su carreta. Su camisa, desabotonada hasta la mitad, revelaba un pecho bronceado por el sol y trabajado por la vida dura. Los músculos de sus brazos se tensaban con cada saco que cargaba, y una fina capa de sudor brillaba sobre su piel.
Alessandro se giró y la vio. Sonrió con esa mezcla de confianza descarada y calor terrenal que lo hacía irresistible.
—Buenos días, signorina Beatrice. Siempre la más puntual —dijo, inclinando apenas la cabeza en un gesto que podría interpretarse como cortesía, pero que llevaba consigo algo más: una chispa juguetona que parecía dirigir sus palabras hacia un propósito menos inocente.
Beatrice tragó saliva, sintiendo cómo el calor en su rostro competía con el del sol. Bajó la mirada al suelo, pero no antes de notar el modo en que Alessandro la observaba, sus ojos deslizándose por ella con una lentitud que parecía deliberada.
—Buenos días, Alessandro. ¿Cómo están los campos esta semana? —preguntó, intentando mantener su voz firme, pero sin lograr que el temblor en el final de sus palabras pasara desapercibido.
Él sonrió más ampliamente, dejando a la vista un hoyuelo en su mejilla. Colocó un saco en el suelo con facilidad, sacudiendo las manos sobre su pantalón de lino desgastado.
—Trabajados, sí, pero nunca tan bien como lo que usted cuida con sus manos, signorina Beatrice. Parece que todo lo que toca florece.
El comentario hizo que Beatrice levantara la vista hacia él. Había algo en su tono que no era solo admiración; era un roce verbal, un gesto que bordeaba lo prohibido. Su piel pareció encenderse, como si cada palabra de Alessandro fuera una mano invisible que recorría su cuerpo.
Alessandro sostuvo su mirada por un segundo más de lo necesario, dejando que el peso de sus palabras se asentara entre ellos. Mientras Beatrice se apresuraba a bajar la cabeza, él no pudo evitar que su mente divagara. Había algo en ella, algo que no podía explicar pero que lo mantenía atrapado. Bajo ese hábito austero que pretendía ocultarla, Alessandro imaginaba cada curva, cada línea de su cuerpo. Se preguntaba qué podría llevar debajo, si sería tan sencilla como quería aparentar o si escondía algo que desafiaba todo lo que representaba.
Esa idea lo encendía, lo provocaba. Beatrice era un enigma, y Alessandro no podía resistirse a desentrañarlo. Mientras trabajaba en el huerto esa mañana, planeó su siguiente jugada, su regalo. No sería un gesto inocente, y lo sabía. Pero tampoco podía seguir viéndola sin hacer algo que rompiera esa barrera, aunque fuera con un conjunto de encaje que ella pudiera esconder, pero que él imaginaría cada vez que sus caminos se cruzaran.
—No diga esas cosas —respondió ella, intentando sonar severa, pero Alessandro no parecía impresionado.
—¿Por qué no? Es la verdad —replicó, dándose la vuelta para tomar otra caja de frutas. Beatrice vio cómo los músculos de su espalda se movían bajo la tela húmeda de la camisa. Tragó saliva, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba contra su voluntad.
Cuando Alessandro volvió a girarse, tenía un racimo de uvas en la mano. Se acercó a ella, acortando la distancia entre ambos, hasta que el aroma de la tierra y el sudor de su piel invadió los sentidos de Beatrice. Levantó el racimo, ofreciéndoselo como si fuera un regalo.
—¿Quiere probarlas? Están dulces esta semana. —Sus palabras eran simples, pero la forma en que la miraba, como si supiera algo que ella no podía admitir, hizo que sus piernas se sintieran débiles.
Beatrice extendió la mano, pero Alessandro no la soltó de inmediato. Sus dedos rozaron los de ella, y el contacto breve fue suficiente para que su respiración se acelerara. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Los sonidos del convento se desvanecieron, y solo quedó el calor del sol y la tensión entre ellos.
—Gracias —murmuró, retirando las uvas y desviando la mirada, pero Alessandro no se movió.
—¿Está bien, signorina? —preguntó con suavidad, su voz grave y baja, como si la llamara a confesar algo que no podía decir en voz alta.
—Estoy bien —mintió, sintiendo cómo la cercanía de Alessandro la desarmaba más de lo que quería admitir. Retrocedió un paso, pero no pudo evitar mirar por última vez el sudor que bajaba por su pecho, siguiendo un camino que ella deseaba explorar con sus dedos, con sus labios.
Beatrice permaneció inmóvil, su respiración agitada y el calor subiendo por su cuerpo como una ola imparable. Alessandro continuó con su labor, pero su imagen quedó grabada en su mente con una nitidez que no podía ignorar. El sudor que descendía por su pecho parecía un río que la invitaba a seguirlo, a explorarlo con una devoción que nada tenía de santa. Cerró los ojos un instante, permitiendo que la fantasía la envolviera.
En su mente, Alessandro se volvía hacia ella, dejando caer el saco y acercándose hasta que apenas un suspiro los separaba. Beatrice extendía la mano temblorosa, recorriendo con la yema de los dedos la textura rugosa de su pecho, dibujando el camino que el sudor había marcado. Luego, inclinaba la cabeza y dejaba que sus labios se posaran en su piel caliente, besando primero con suavidad y luego con una intensidad que crecía con cada latido.
El sabor salado de su sudor se mezclaba con el calor de su piel, y Beatrice sentía cómo su lengua exploraba, bajando hasta llegar a sus pezones oscuros y endurecidos. Los rodeaba con su boca, succionándolos suavemente, arrancando gemidos que ella imaginaba brotar de la garganta de Alessandro. Su mano descendía por su abdomen, siguiendo las líneas definidas de sus músculos, hasta llegar al borde de su pantalón, donde la tela apenas contenía lo que ella deseaba descubrir.
La fantasía continuaba, un vaivén de sensaciones que la encendían por completo, pero de pronto, una voz firme la arrancó de su ensueño.
—Hermana Beatrice, la Madre Esperanza la espera en la cocina. Necesitan su ayuda con la mantequilla —anunció una voz anciana detrás de ella.
Beatrice dio un respingo, su rostro completamente encendido mientras se giraba para encontrar a la hermana Clara, una de las monjas más mayores, mirándola con una mezcla de impaciencia y curiosidad.
—Sí, claro, voy enseguida —respondió, obligándose a bajar la mirada y apartar cualquier rastro de su agitación.
Clara se marchó, pero no sin antes lanzar una última mirada inquisitiva. Beatrice apretó los labios, intentando ocultar el temblor en sus manos mientras ajustaba el velo. Alessandro seguía a unos pasos de distancia, acomodando la última caja con una lentitud que parecía deliberada. Cuando terminó, se volvió hacia ella, observándola con esos ojos oscuros y profundos que parecían saber más de lo que decían.
Antes de que Beatrice pudiera dar un paso para seguir a Clara, Alessandro se acercó, acortando la distancia entre ambos con una seguridad que la dejó sin aliento. Extendió la mano hacia ella, y por un instante, Beatrice pensó que la iba a tocar. Pero en lugar de eso, depositó un pequeño paquete envuelto en papel marrón en sus manos.
—Para usted, signorina Beatrice. Guárdelo bien —susurró, su voz baja y cargada de algo que no se atrevió a nombrar.
Sus dedos rozaron los de ella al entregárselo, y el contacto breve envió un escalofrío por su espalda. Beatrice miró el paquete, sintiendo algo suave dentro, aunque no tuvo tiempo de examinarlo. Antes de que pudiera decir una palabra, Alessandro le dedicó una sonrisa ladeada y se giró para marcharse, cargando el último saco con una facilidad que no hacía más que resaltar la fuerza de su cuerpo.
—Beatrice, ¿vienes? —llamó Clara desde la puerta que conducía a la cocina.
Beatrice asintió, apretando el paquete contra su pecho como si fuera un secreto precioso, y la siguió con pasos apresurados. Alessandro se alejó con su carreta, pero ella podía sentir su presencia como si todavía estuviera allí, sus ojos clavados en su espalda.
El resto del día transcurrió en las tareas habituales: ayudar con la mantequilla, organizar los alimentos en la despensa y limpiar los pasillos del convento. Sin embargo, su mente estaba lejos. Cada tanto, su mano buscaba inconscientemente el pequeño paquete escondido en el doblez de su hábito, preguntándose qué había dentro y por qué Alessandro se lo había dado.
Cuando finalmente llegó la noche, acudió a la capilla para su confesión habitual con el Padre Giovanni. Él la esperaba, sentado tras el confesionario, su figura erguida y su expresión tranquila, casi inquisitiva. Giovanni era un hombre joven, de lentes redondos y una mirada perspicaz que parecía leer más allá de las palabras.
Beatrice se arrodilló, sus manos temblando mientras cruzaba el umbral del confesionario. Sabía lo que tenía que decir, pero las palabras se atascaban en su garganta.
—Padre, he pecado —susurró Beatrice, sintiendo cómo su voz se quebraba en la penumbra del confesionario. Las palabras parecían quemarle la lengua, pero sabía que debía decirlas.
—Habla, hija. Este es un lugar seguro —respondió el Padre Giovanni, su voz calmada y grave, envolviéndola como un manto que parecía a la vez protector y revelador.
Beatrice respiró hondo, cerrando los ojos mientras las imágenes que la perseguían desde la mañana se hacían más vívidas en su mente.
—Es Alessandro, Padre. Su imagen no me deja. Cada vez que lo veo, algo dentro de mí arde —dijo, y su voz comenzó a temblar mientras continuaba—. Hoy, mientras lo miraba en el patio, supe que estaba perdida… Su pecho desnudo… el sudor deslizándose por su piel… No pude dejar de imaginarme acercándome a él, inclinándome hacia su cuerpo. En mi mente, mis labios rozaban su piel, mis dientes mordían suavemente su cuello. Y luego… luego pasaba mi lengua por sus pezones, saboreando el calor de su cuerpo, mientras mis manos descendían por su abdomen.
Las palabras caían como un torrente, un flujo imparable de deseos que había mantenido ocultos demasiado tiempos. La figura del Padre Giovanni detrás de la rejilla permanecía inmóvil, su silencio ensordecedor mientras ella continuaba.
—Cuando estoy sola en mi celda —prosiguió, bajando la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible—, no puedo evitarlo. Mis manos… mis dedos… buscan apagar el fuego en mi interior. Me imagino a Alessandro empujándome contra la pared, tomándome sin reservas. Sus manos en mis caderas, sus labios devorándome. Padre, siento tanto deseo que me parece que mi cuerpo se rebela contra mi fe.
Su respiración se volvió más entrecortada, las palabras tambaleantes, pero no podía detenerse, atrapada entre el alivio de confesar y la vergüenza de su propia verdad.
—Anoche, mientras pensaba en él, mi cuerpo… mi cuerpo empezó a arder. Pasé la lengua por mis propios pechos, imaginando que era su boca la que me recorría. Mis dedos bajaron, buscando aliviarme, buscando algo que no puedo encontrar en mis rezos. Me toqué, Padre. Me toqué hasta que no pude más, hasta que mi cuerpo tembló y creí que iba a desmoronarme. Y después… después solo quedó la culpa.
Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, pero no intentó detenerlas. Había desnudado su alma frente a Giovanni y esperaba… algo. Perdón, tal vez. O al menos comprensión.
Giovanni permaneció en silencio, pero su presencia tras la rejilla era como un faro oscuro que la observaba. Cuando finalmente habló, su voz fue baja, cargada de una gravedad que parecía llegarle directamente al alma.
—El cuerpo es un templo, Beatrice. Pero también es una prueba. Lo que sientes no es ajeno a tu fe, porque no puedes buscar a Dios sin antes enfrentarte a quien realmente eres. Pero dime, hija, ¿qué buscas en esos actos? ¿Es solo alivio? ¿Es redención? ¿O es la verdad de lo que deseas?
Las palabras de Giovanni eran como una daga que perforaba su corazón. Cada pregunta desgarraba el fino velo con el que intentaba ocultar la verdad. Beatrice permaneció en silencio, incapaz de responder, con las lágrimas aun cayendo por su rostro.
Cuando salió del confesionario, Beatrice sintió que sus pasos eran más pesados, como si cargara con el peso de cada palabra que había pronunciado. Su corazón latía con fuerza, desbocado, y el eco de su propia voz confesando los deseos más oscuros seguía resonando en su mente, como una campana que nunca dejaba de sonar.
Había esperado encontrar alivio en la confesión, quizás una liberación de la culpa que la atenazaba, pero en su lugar solo había una mezcla inquietante de vergüenza y un anhelo que no podía ignorar. Cada paso hacia su celda era una batalla entre el arrepentimiento y un deseo latente que se negaba a desaparecer.
Beatrice cerró la puerta de su celda con cuidado, girando la llave hasta oír el leve clic que le aseguraba la privacidad necesaria. El eco de sus pasos en el pasillo había desaparecido, y ahora el silencio de la habitación se sentía como un manto que la aislaba del mundo exterior. Encendió la vela sobre la mesilla, observando cómo la luz titilante proyectaba sombras largas en las paredes encaladas. Por un instante, la penumbra y el calor que llenaban el espacio le recordaron la sacristía del convento, con su aire solemne y devocional. Pero aquí, esa solemnidad parecía teñirse de algo mucho más terrenal.
Con manos cuidadosas, retiró el paquete que Alessandro le había entregado. El papel marrón, áspero al tacto, parecía un objeto prohibido que no debería estar en sus manos, y sin embargo, era imposible apartarlo. Colocó el paquete sobre la cama como si estuviera manipulando un relicario, cada movimiento medido y cargado de intención. Sus dedos temblaron levemente mientras deshacía los nudos de la cuerda que lo mantenía cerrado, y cuando el papel se desplegó por completo, su aliento quedó atrapado en su garganta.
Dentro, envuelto en un delicado papel de seda, había un conjunto de encaje negro. Era un body ceñido y audaz, con finas tiras que dejaban poco a la imaginación, diseñado para insinuar más de lo que cubría. El encaje transparente estaba bordado con pequeños detalles florales, y los cortes estratégicos revelaban una sensualidad descarada que contradecía todo lo que debía representar su vida en el convento. La suavidad del tejido entre sus dedos parecía quemarla, y sin embargo, no podía soltarlo.
Junto al body, una pequeña nota escrita con una letra tosca y desigual descansaba doblada. Beatrice la desdobló con cuidado, su mirada atrapada en las palabras que Alessandro había dejado para ella:
“Esto es para ti. Porque no aguanto más imaginándote escondida bajo ese hábito. Quiero verte, Beatrice. Ver cómo eres de verdad, toda tú. Desde el primer día no dejo de pensar en tu cuerpo, en lo que hay debajo. No te escondas más.”
El calor que ascendió desde su vientre hasta su pecho la dejó inmóvil, como si esas palabras hubieran sido pronunciadas directamente al oído. Su mente se llenó de imágenes: Alessandro, con su sonrisa ladeada, sus ojos oscuros mirándola con deseo mientras la veía usar aquel regalo. El pensamiento era tan abrumador que tuvo que sentarse en el borde de la cama para no perder el equilibrio.
Miró hacia la puerta, asegurándose de que nadie podría interrumpirla. Lentamente, comenzó a desvestirse, retirando el hábito con movimientos metódicos, como si realizara un ritual secreto. Se quedó de pie frente al pequeño espejo de su celda, con el body de encaje en las manos, y por un instante se detuvo, observando su reflejo. Su cuerpo, que tantas veces había tratado de ocultar, se veía desnudo bajo la tenue luz de la vela, sus curvas pronunciadas y su piel pálida resaltadas por las sombras.
Con dedos temblorosos, deslizó el body sobre su cuerpo. El encaje acarició su piel, abrazándola con una suavidad que la hizo estremecerse. Ajustó las tiras, dejando que el tejido se acomodara en sus caderas, delineando sus pechos generosos y dejando al descubierto su intimidad con una audacia que jamás habría imaginado. La sensación era embriagadora, como si el encaje no solo la cubriera, sino que la despojara de todo control.
Se tumbó en la cama, dejando que la vela iluminara su figura mientras su mente se llenaba de fantasías. Cerró los ojos y lo imaginó allí, en la penumbra de la celda, de pie junto a la pared, observándola en silencio. Alessandro, con su pecho desnudo, sus brazos cruzados, devorándola con la mirada. La imagen era tan vívida que Beatrice sintió cómo su cuerpo comenzaba a responder, un fuego encendiéndose entre sus piernas.
Lentamente, abrió las piernas, como si estuviera ofreciendo un espectáculo para esos ojos imaginarios. Sus dedos se deslizaron por el encaje que cubría su intimidad, presionando suavemente mientras su respiración se aceleraba.
En su mente, lo veía acercarse lentamente, inclinándose para recorrer con su boca el camino que ya ardía en su piel. Sus labios se posaban primero en su cuello, dejando un rastro húmedo hasta sus pechos. Beatrice se llevó una mano a su pecho, acariciando la curva generosa mientras su otra mano bajaba hacia su vientre, siguiendo el ritmo de la fantasía. Cuando sus dedos encontraron la tela del encaje que cubría su intimidad, un estremecimiento la recorrió por completo.
En su imaginación, Alessandro no se detenía. Sus labios rodeaban sus pezones, tirando suavemente de ellos con la boca, mientras sus manos fuertes la sostenían con firmeza por la cintura. Beatrice, presa de esa visión, dejó que su propia boca buscara sus pechos. Sacó la lengua, rodeando sus areolas grandes y sensibles, hasta que succionó con suavidad, como si quisiera sentir lo que imaginaba que Alessandro haría con ella. Un gemido escapó de sus labios, ahogado en la carne de su propio cuerpo, pero no intentó detenerlo.
En la fantasía, Alessandro bajaba por su vientre, su boca reclamando cada centímetro de su piel hasta llegar a su sexo húmedo. Allí, lo imaginaba mirándola un segundo antes de devorarla con la lengua, sus manos apartando con rudeza el encaje para dejarla completamente expuesta. Beatrice sintió que su propia mano se deslizaba más abajo, sus dedos abriendo camino entre sus labios mientras su otra mano seguía jugando con sus pezones endurecidos. La combinación de sensaciones, real e imaginada, la llevaba a un estado de abandono total.
En su mente, Alessandro se levantaba tras saborearla, sus ojos oscuros llenos de un hambre que no pedía permiso ni daba tregua. La agarraba con poca delicadeza por la cintura, levantándola como si su cuerpo no pesara nada, y la empujaba contra la puerta de la celda con un golpe seco que hacía temblar la madera. Sus manos, fuertes y ásperas, se movían con una urgencia brutal, separando sus muslos sin esperar su consentimiento, exponiéndola completamente a su dominio. Beatrice sentía cómo sus dedos se hundían en la carne de sus caderas, sujetándola con una fuerza que la inmovilizaba, manteniéndola exactamente donde él quería.
Y entonces, sin preámbulo ni aviso, Alessandro entraba en ella, con una intensidad que la hacía jadear, su espalda arqueándose contra la puerta mientras su cuerpo se ajustaba al suyo. Cada embestida era desesperada, rítmica y profunda, el sonido de sus cuerpos uniéndose llenando el espacio.
Beatrice, perdida en la fantasía, movía sus dedos dentro de sí misma con la misma brutalidad que imaginaba en él, sincronizando sus movimientos con el vaivén que su mente había creado. Su otra mano, aún aferrada a su pecho, pellizcaba su propio pezón, amplificando cada sensación mientras su respiración se aceleraba, cada vez más cerca de perder el control.
Alessandro, en su mente, la sujetaba con fuerza por las caderas, empujándola contra la madera mientras sus embestidas eran profundas y desesperadas. Su respiración pesada resonaba en su oído, y Beatrice, perdida en el placer de la fantasía, movió sus dedos hasta su otro punto prohibido. La sensación de su esfínter cediendo al roce de sus dedos la hizo gemir en voz baja, su cuerpo arqueándose en la cama mientras sus piernas temblaban.
Los movimientos de sus manos se volvieron frenéticos, sincronizándose con la imagen de Alessandro empujándola al límite. En la fantasía, él le susurraba palabras que no podía comprender, pero su voz grave era suficiente para encenderla más. Beatrice mordió su propio brazo con fuerza, atrapando el grito que amenazaba con desgarrar la calma del cuarto mientras su cuerpo entero se tensaba. Sus dedos seguían dentro de ella, moviéndose con una precisión desesperada, explorando rincones que en la realidad no se atrevía a nombrar. La humedad aumentaba, derramándose entre sus muslos, y con un último movimiento, su cuerpo se arqueó bruscamente, como si todo su ser se entregara al clímax que la envolvía.
El orgasmo llegó como una ola implacable, arrasando todo pensamiento coherente. Sus piernas temblaron violentamente, y sus caderas se sacudieron con vida propia, buscando más incluso cuando parecía no poder soportarlo. Un grito ahogado se perdió contra la piel de su brazo mientras sentía la liberación explotar dentro de ella, un torrente que escapó de su cuerpo en un squirt que la sorprendió y la dejó jadeando. La vela parpadeó, las sombras danzaron en las paredes como si fueran testigos de su momento más crudo, y el calor húmedo que se extendía bajo su piel fue reemplazado lentamente por el peso implacable de la culpa.
La respiración de Beatrice era irregular, su pecho subiendo y bajando frenéticamente mientras trataba de recuperar el aliento. Pero apenas tuvo tiempo para hacerlo cuando un golpe seco en la puerta rompió el silencio. Su cuerpo se sobresaltó, y su corazón se detuvo por un instante. Con un movimiento torpe, retiró las manos de su cuerpo, sintiendo el temblor que aún la recorría, su mente atrapada entre el eco del placer que acababa de experimentar y el terror de ser descubierta.
—Hermana Beatrice, ¿está todo bien? —La voz de Clara, firme y preocupada, se escuchó desde el otro lado.
Beatrice se incorporó rápidamente, ajustándose el body de encaje como si pudiera ocultar lo que había hecho. Su voz salió entrecortada, pero trató de sonar tranquila.
—Sí, hermana Clara. Todo está bien. Solo… solo me estaba preparando para dormir.
El silencio del otro lado fue ensordecedor, pero finalmente Clara respondió con una advertencia velada.
—Bien. Que tenga una buena noche, hermana. Recuerde que el descanso es importante para las labores de mañana.
Los pasos de Clara se alejaron, pero el peso de la culpa ya se había asentado sobre Beatrice. Se dejó caer en la cama, su pecho aun subiendo y bajando con fuerza mientras el calor del encaje seguía grabado en su piel. Sus manos, que minutos antes habían buscado el éxtasis, ahora temblaban de vergüenza.
Cerró los ojos, pero las palabras de Alessandro, las imágenes que había creado en su mente, seguían presentes, pulsando en su interior como un eco que no podía ignorar. Esta lucha, supo en ese instante, apenas comenzaba.