Volvía de arar nuestro campo. El sol se estaba poniendo y todo tenía un tono dorado y marrón. Había sido una dura jornada, pero estaba satisfecho de mí mismo, porque había cumplido con mi deber. Aunque tuviera que pasarme doce o catorce horas trabajando, al final del día mi trabajo se veía recompensado con la satisfacción del trabajador que ha hecho todo lo posible por que todo vaya bien.
Divisé nuestro caserío al poco rato. Nuestro campo era grande, o al menos lo era para mi gusto, ya que tenía veinte hectáreas. Nuestro caserío estaba detrás de un recodo que había bajo un barranco y tenía una hermosa vista del campo circundante. La vida allí era muy tranquila y relajante y yo, a pesar de haber vivido allí siempre, valoraba aquello y no quería emigrar a la ciudad, como otros hacían o pretendían hacer. Yo era feliz allí, sí, y no hubiera cambiado aquel caserío por nada en el mundo.
Vivía con mi madre, mi tía y mi hermana. Mi padre y mi tío habían muerto durante la guerra y mi madre y mi tía se habían quedado allí en casa, viudas, pero no acabadas. Sus vidas eran simples, se dedicaban a las tareas del hogar, a cultivar un huerto que nos daba fruta y hortalizas y a cuidar los animales que teníamos ( tres vacas, gallinas y pavos ). El trabajo era pesado también para ellas, pero los negocios nos iban muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que la guerra había acabado sólo cinco años antes. La zona en la que vivíamos era muy segura y no había peligro de salteadores o bandoleros, de modo que vivíamos en paz a pesar de estar a más de dos kilómetros de la casa más cercana. Aquello nos daba una intimidad y un aislamiento que en nuestra comarca era muy apreciado. Claro está, aquel aislamiento también tenía sus inconvenientes. Por ejemplo, mi madre y mi tía no tenían posibilidades de rehacer sus vidas, aunque aquello, de todas formas, no estaba demasiado bien visto en nuestro entorno. Habían estado recluidas allí durante años y ya no les importaba. Yo no me daba mucha cuenta de aquello por el simple hecho de que lo llevaban muy bien y no parecían echar de menos la compañía de sus esposos pero, cuando llegué a una cierta edad, empecé a preguntarme cómo podrían vivir de aquella forma tan solitaria.
En mí, el ser solitario era algo innato. Casi toda mi vida ( al menos la vida en la que había tenido el suficiente uso de razón ) la había pasado entre aquellas colinas y sólo en contadas ocasiones iba en burro a comprar sacos de legumbres, sal, azúcar y cosas de ese tipo. Nunca había ido más allá del pueblo, pero tampoco lo había necesitado. Además, lo que había más allá del pueblo, y el pueblo en sí, lo asociaba con guerra y el sonido de disparos, así que había dsarrollado una especie de fobia. La suave brisa de los campos donde había nacido era lo que yo adoraba y la llegaba a añorar cuando permanecía en el pueblo durante dos o tres horas. Después, subía por el pedregoso camino que salía del pueblo y hacía el camino de dos horas que me conducía a casa. Siempre me llenaba de alegría al ver caserío, como aquel día en que volvía de trabajar la tierra.
Cuando llegué, mi tía estaba en el huerto de atrás cogiendo unos limones de nuestro limonero. Era el único árbol del que comíamos aparte del nogal y le teníamos mucho aprecio, porque era muy generoso con sus frutos. Mi tía se encargaba siempre de sus limones, ya que sentía una gran devoción, atribuyéndoles la curación de varios resfriados y catarros que había padecido. A mí me parecía creíble eso, pero a veces me parecía que exageraba con sus propiedades un poco.
Mi tía se llamaba Carmen y era una mujer de treinta y nueve años. Su cuerpo era el clásico cuerpo de una mujer madura entrada en carnes, aunque ella estaba bastante entrada en carnes ( sin llegar a la obesidad ). Tenía el aspecto de una ama de cría del pueblo que conocía de vista, con enormes pechos y un amplio trasero de esos que se suelen llamar "panderos". Era agradable de cara, aunque no llegaba a ser una belleza deslumbrante. Sus ojos eran marrón claro y medianos y su cutis blanco y con mejillas rosadas. Era una mujer que rezumaba salud; jamás caía enferma y no parecía cansarse nunca, aunque dormía profundamente cuando se dejaba caer sobre la cama, o al menos eso decía mi madre. Yo me llevaba muy bien con ella. En realidad, todos nos llevábamos bien los unos con los otros, quizá por el lugar en el que vivíamos.
-Has trabajado mucho, Ignacio... ¿Cómo está aquello? -me preguntó la tía al llegar yo a casa.
-Está bien, aunque todavía tengo que trabajar uno o dos días más allí -respondí.
-Eres un sol, siempre trabajando tanto... -me dijo sonriendo-. Además, el trabajo te sienta muy bien, estás fuerte y guapo.
Yo sonreí y me ruboricé un poco ante aquellos halagos tan propios de una tía. La verdad es que no se podía decir que yo fuera un alfeñique, ya que medía 1'78, era de complexión más bien fuerte ( con marcados músculos, sobre todo en los muslos, los antebrazos y el abdomen ) y no tenía una cara desagradable. Algunas mozas del pueblo me miraban de forma extraña, pero yo, a mis 17 años, no prestaba demasiada atención y no me daba cuenta de que les gustaba. Incluso la tendera a la que le compraba los sacos de legumbres me miraba de forma un tanto sospechosa.
Cuando entré en casa, mamá estaba preparando la cena y mi hermana Alicia estaba doblando la ropa de la última colada. Mamá me miró sonriendo y enseguida vino a darme un beso.
-¿Cómo te ha ido el día? -me preguntó.
-Bien, no ha ido mal -respondí.
-¿Acabarás pronto con aquello?
-Sí, mañana o pasado -dije.
-Vale, muy bien. Oye, te voy a calentar agua para echártela en el barreño.
-Vale, me va a venir bien un baño.
-Quédate en calzones y le das a tu hermana la ropa, que ella se encargará de lavarla y tenderla para que mañana esté seca y te la puedas poner.
Pasé a la habitación que compartía con mi hermana y me senté en mi cama a desnudarme. Cuando me había quedado en ropa interior ( larga ), le di a mi hermana, que tenía 19 años, la ropa. Era de lo único de lo que ella se encargaba y lo hacía bastante bien. Era una joven muy hacendosa y atractiva, aunque no era muy alta y tenía bastante más pecho del habitual. Estaba claro que había salido a mi madre, que no era muy alta y tenía el cuerpo muy similar al de mi tía. Las dos medían aproximadamente un metro sesenta y pesaban unos ochenta kilos, siendo de complexión robusta. Mi madre, no obstante, estaba ligeramente más gorda que mi tía, quizá porque tenía tres años más que ella.
Al cabo de un rato, mamá me dijo que el agua ya estaba caliente y que me metiera en casa. Hacía bastante frío en aquel mes de diciembre y se agradecía que hablara alguien de un baño caliente. Mamá pasó por mi lado con una gran cazuela roja que echaba vapor, entró en una alacena que teníamos para los sacos y para bañarnos y vertió el agua en el barreño, que ya tenía algo de agua a temperatura ambiente.
-Ya tienes eso listo, cariño. Dame tus calzones para que te los vaya lavando -me dijo mamá y, al ver que me daba la vuelta para quitármelos, añadió entre risitas: -¿Es que te da vergüenza enseñarle eso a tu propia madre? Anda, date la vuelta para vea lo grande que te estás poniendo...
Yo sentía algo de vergüenza, aunque estaba orgulloso del tamaño de mi miembro, que medía 24 cm en erección y unos 17 fláccido. En aquel momento, a causa de la conversación, lo tenía semierecto, midiendo unos 20 cm y formando un ángulo de unos 45º si se me veía de perfil. Fue así como me vio mamá cuando empecé a darme la vuelta. Luego me vio de frente y noté que se había quedado sin habla.
-Estás hecho un hombretón, ya... -fue lo único que murmuró antes de salir y cerrar la puerta.
Sabía que se había quedado alucinada con el tamaño de mi rabo, que además era muy gordo y medía 21 cm de perímetro. A mí no me importaba enseñarle la polla a mi madre, sobre todo porque me había ayudado a bañarme casi hasta los doce años, pero al principio me había costado hacerlo. De todos modos, olvidé aquello y me bañé tranquilamente, disfrutando de cada gota de agua y quitándome la mugre de encima.
Cuando terminé me di cuenta de que no tenía ni toalla ni muda, así que di una voz para que vinieran a darme esas cosas. Al poco rato, se abrió la puerta con un chirrido y apareció mi tía.
-Uy, ¡qué culo más blanco! -dijo riéndose al verme de espaldas-. Ya me ha dicho mi madre cómo te has puesto de grande. ¿Quién lo iba a decir con lo chico que tenías todo antes? Ahora nada más que tienes pelos y todo grande. A ver, enséñame eso que escondes para ver si tu madre no se está riendo de mí.
-Pero... -dije yo.
-Venga ya, no tendrás vergüenza de tu tía, que te ha visto desde que eras un mocoso...
Casi sin elección, me di la vuelta y le mostré mi pene, ahora erecto y en todo el esplendor de sus 24 cm, con el glande rojo parcialmente visible.
-¡Jesús! -fue lo único que la oí exclamar. Luego se santiguó, se dio la vuelta y se fue.
Me quedé aún más orgulloso de mi miembro, que por lo visto debía superar con creces los que ellas habían visto. De todos modos, no quise dar mucha importancia al tema y me puse unos calzones limpios y el pijama. Mamá, la tía y mi propia hermana intercambiaron risitas durante la cena. Después, aún entre risitas disimuladas, todos nos acostamos y ahí acabó la historia.
Al día siguiente me levanté a las seis, como de costumbre, y salí a trabajar con una cesta en la que llevaba queso, chorizo y fruta para cuando tocara comer. El día de trabajo fue duro, aunque no me cansé apenas y volví a casa al atardecer. Cuando lo hice, no vi a nadie fuera de casa y entré. Mi hermana estaba en la cocina y de lejos podía oír cómo murmuraban mi madre y mi tía. Era raro que hubiera tanto secretismo, pero no presté mucha atención. Mi hermana me sonrió, cosa no demasiado habitual en ella cuando estábamos solos.
-¿Te caliento el agua para el baño? -me preguntó.
-Bueno, vale -le contesté.
-Me parece que están hablando de ti... -dijo señalando hacia la habitación donde dormían mi madre y mi tía.
-Ah, ¿sí? ¿Por qué?
-No sé -dijo ella encogiéndose de hombros y sonriendo.
Yo salí afuera y tomar el aire y al rato me llamó mi hermana diciendo que el agua estaba caliente y que la iba a echar en el barreño. Yo la seguí y, cuando salió, me empecé a bañar. Nadie entró hasta que yo salí con mi pantalón de pijama y una camiseta de tirantas. Mi madre y mi tía estaban ya en camisón, y mi hermana estaba cambiándose en su cuarto. Las dos me miraron sonriendo.
-Tu madre y yo hemos estado hablando de una cosa -me dijo la tía sonriendo.
-¿Cuál?
-¿Por qué no duermes con nosotras en la cama de matrimonio esta noche?
-¿Por qué? -quise saber.
-Pues verás, hace bastante frío ahora que se acerca el invierno. Tu hermana durmió el año pasado con nosotras y estuvimos muy calentitas las tres juntas. Este año te puede tocar a ti, ¿no te apetece? Tu hermana puede echarse encima la manta de tu cama.
Me quedé un rato pensativo. Al poco, me di cuenta de que no había nada de malo en lo que proponían y que tendría gracia eso de dormir entre dos mujeres.
-Bueno, vale... No me importa -dije finalmente.
-Muy bien. Bueno, vamos a cenar -dijo mi tía.
La cena no duró mucho y, a eso de las diez de la noche, mi madre y mi tía se lavaron un poco y fueron a su alcoba. Yo las seguí al poco y las encontré bien tapadas en la cama, dejando un hueco en medio lo suficientemente grande como para que yo cupiera.
-Mejor duerme en calzones o vas a pasar calor bajo las sábanas y mantas -dijo mi madre-. En invierno lo mejor es dormir ligero de ropa y con muchas mantas encima. Si quieres, incluso puedes dormir sin calzones, estarás mucho más cómodo. Nosotras nos hemos quitado todo para estar más a gusto. Tú haz lo que te apetezca.
La cabeza me daba vueltas. ¿Qué demonios estaba pasando allí? No entendía nada en mi inocencia, así que me limité a desnudarme y a mostrales mi virilidad, que estaba en estado de semierección. Sin mayores contemplaciones ( aunque ellas me contemplaban boquiabiertas ) me subí en la cama y avancé de rodillas hasta meterme bajo las sábanas entre ellas. No vi sus cuerpos, porque estaba tan avergonzado que me había quedado medio ciego, así que me tumbé boca arriba y sentí el frescor de las sábanas bajo mi cuerpo. Mi tía, sin dudarlo, puso una mano sobre mi rabo y lo acarició hasta ponérmelo duro como el hierro.
-Esta noche te lo vas a pasar bien, hombretón... -me susurró-. ¿Tienes ganas de tocarnos?
-S... sí -respondí tartamudo.
-Pues toca... y déjanos que te toquemos a ti...
Sin saber si estaba despierto o medio dormido, me puse de lado mirando a mi tía y le toqué las tetas enormes. Luego bajé a su coño, espesamente poblado de pelo y mojado y sentí al mismo tiempo que mi madre se me pega a la espalda. Pude sentir sus enormes y blandos pechos apretados contra mí y una de sus manos acariciándome el rabo. Puso una pierna sobre las mías mientras mi tía me magreaba sin cesar.
-Ha llegado la hora de que te hagas un hombre de verdad. ¿Cuál de las dos quieres que te convierta en uno? -me preguntó mi tía.
-Mi madre...
Mi tía sonrió.
-María, vas a ser tú la afortunada... -dijo dirigiéndose a mi madre.
Yo me di la vuelta para mirar a mi madre, que sonreía y me acariciaba desde el pecho hasta la entrepierna. Yo puse una mano sobre su vulva llena de pelos y me sorprendió lo húmeda que estaba. Luego la puse sobre sus tetas grandes y ella me preguntó si realmente quería hacerlo. Le dije que sí y ella me dijo que me necesitaba. No tardé mucho en advertir que necesitaba al hombre que era su hijo para aplacar el calor que hacía hervir su entrepierna. Yo mismo necesitaba encontrar alivio para mi brutal erección, sentía esa necesidad primitiva de introducirla en un agujero y de derramar mi semen.
Mamá estaba húmeda y yo tenía la polla mojada en su glande también. Los dos estábamos preparados para la unión como lo está la fruta madura para caer del árbol. Los dos anhelábamos aquel coito, aquella pecaminosa cópula incestuosa, cuyo principal aliciente consistía en la ruptura del tabú más increíble que existe: el sexo entre una madre y un hijo, la vuelta a la unión que durante nueve meses existió.
Mamá me besó brevemente en la boca y luego mi tía echó para atrás las mantas y sábanas para dejarnos al descubierto. Fue entonces cuando la vi desnuda y en todo su esplendor. Sí, para muchos no hubiera sido atractiva por su sobrepeso, pero a mí me excitaba con sus enormes pechos listos para volver a dar leche, su barriga gorda ( aunque no exageradamente ) y su peludo coño negro de pelo rizado. El cuerpo de mi tía, que vi en segundo lugar, era muy similar, aunque tenía un poco menos de barriga, algo casi inapreciable.
-Venga, precioso, metésela a mamá ya... -me urgió ella.
Con una mano, me indicó dónde estaba su agujero, que era fácil de localizar, de todas formas. Mamá separó las piernas bien y me ofreció su fruta prohibida, aquella apetitosa raja mojada y llena de pelos enmarañados. Una necesidad animal se apoderó de mí y me hizo reaccionar instintivamente. Me arrojé sobre ella y la besé en la boca mientras mi pelvis se ajustaba a la suya y mi polla encontraba su sitio. Apoyándome sobre los brazos ( puestos a cada lado de los brazos de mi madre ), hundí mi pelvis y, por fin, mi pene entró en la vagina de mi madre. Estaba tan mojada y caliente que casi no noté que entraba, aunque eso sí, estaba un tanto estrecha, tal vez porque mi miembro era descomunal. Mamá dejó escapar un suspiro, que expresaba que la espera de años había concluido y que había llegado la deseada unión carnal. Mi polla no entraba del todo en su agujero de placer, pero su grosor le estaba dando un placer tan grande gracias a la fricción que, cuando sólo llevaba unas diez o doce embestidas, se corrió. Su cuerpo se quedó rígido y una capa de sudor lo cubrió. Sus ojos se cerraron y sus manos me asieron con tal fuerza que creía que me traspasaría. La corrida duró casi medio minuto y mamá se quedó totalmente relajada. Yo no había eyaculado aún, pero ella me dijo que era el turno de mi tía y que ella también me necesitaba. Mamá no quería que vertiera mi líquido vital en su vagina por miedo a malformaciones en un posible hijo, pero había gozado con esa corta e intensa unión.
Mi tía se tumbó con las piernas abiertas como mi madre y, al igual que ella, me ofreció la fuente principal de placer para el ser humano. Era asombroso el parecido de su coño con el de mi madre y el de sus tetas de ama de cría lechera. Todo en ella tenía aspecto de estar maduro y en su punto, de estar esperando ese primer bocado que se da a una fruta dulce y jugosa. Ella me agarró de los brazos y me echó sobre ella. Mi polla entró con suma facilidad en su también mojada y cálida vagina y empecé a penetrarla hasta donde podía entrar. Ella se retorcía de placer, empujándome más contra ella y poniendo sus piernas sobre mi espalda. Sus tetas se movían de un lado para otro mientras mi polla entraba y salía con suma facilidad de su coño.
Así la cosas, su orgasmo no se hizo esperar. Al igual que a mi madre, la poseyó una sensación electrizante que recorrió su cuerpo de arriba abajo y que la hizo secretar más flujos vaginales, mojando más mi polla. Cuando hubo remitido su ola de placer, la saqué y me quedé sentado sobre la cama mirándolas. Mi rabo aún estaba duro, así que las dos se me acercaron y empezaron a acariciarme y a besarme. Mamá agarró mi miembro y empezó a masturbarme. Yo disfrutaba tocando sus tetas y las de mi tía mientras mi polla recibía sus atenciones. Mi orgasmo se acercaba más y más mientras, como un pulpo, tocaba cada rincón de sus cuerpos voluptuosos. Viendo sus tetas balanceándose de un lado para otro, sus barrigas, sus labios y sus negras y pilosas vulvas llegué al clímax. Un volcán entró entronces en erupción y la lava ( en este caso, blanca ) empezó a ser arrojada. La primera cayó sobre el cabecero de la cama y la almohada, mientras que la siguiente lo hizo sobre las tetas de mi madre y su barriga. Dirigí mi peculiar volcán hacia mi tía y un poco de lava blanca cayó sobre una de sus tetas y sobre sus muslos. El resto chorreó por las laderas del volcán, cuya erupción había concluido.
Mamá, mi tía y yo estábamos satisfechos. Ellas habían tenido sus agujeros bien llenos y yo había vaciado mis reservas de esperma. Su soledad, al igual que la mía, había acabado y ya nadie nos convencería de que abandonáramos nuestra vida en solitario. Fue mientras estábamos sentados sobre la cama, reponiéndonos, cuando la puerta de la alcoba se abrió y en el vano vimos a Alicia, desnuda y mostrándonos su cuerpo apetitoso de pechos turgentes y vulva también pilosa. Su virginidad no iba a durar mucho.
Divisé nuestro caserío al poco rato. Nuestro campo era grande, o al menos lo era para mi gusto, ya que tenía veinte hectáreas. Nuestro caserío estaba detrás de un recodo que había bajo un barranco y tenía una hermosa vista del campo circundante. La vida allí era muy tranquila y relajante y yo, a pesar de haber vivido allí siempre, valoraba aquello y no quería emigrar a la ciudad, como otros hacían o pretendían hacer. Yo era feliz allí, sí, y no hubiera cambiado aquel caserío por nada en el mundo.
Vivía con mi madre, mi tía y mi hermana. Mi padre y mi tío habían muerto durante la guerra y mi madre y mi tía se habían quedado allí en casa, viudas, pero no acabadas. Sus vidas eran simples, se dedicaban a las tareas del hogar, a cultivar un huerto que nos daba fruta y hortalizas y a cuidar los animales que teníamos ( tres vacas, gallinas y pavos ). El trabajo era pesado también para ellas, pero los negocios nos iban muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que la guerra había acabado sólo cinco años antes. La zona en la que vivíamos era muy segura y no había peligro de salteadores o bandoleros, de modo que vivíamos en paz a pesar de estar a más de dos kilómetros de la casa más cercana. Aquello nos daba una intimidad y un aislamiento que en nuestra comarca era muy apreciado. Claro está, aquel aislamiento también tenía sus inconvenientes. Por ejemplo, mi madre y mi tía no tenían posibilidades de rehacer sus vidas, aunque aquello, de todas formas, no estaba demasiado bien visto en nuestro entorno. Habían estado recluidas allí durante años y ya no les importaba. Yo no me daba mucha cuenta de aquello por el simple hecho de que lo llevaban muy bien y no parecían echar de menos la compañía de sus esposos pero, cuando llegué a una cierta edad, empecé a preguntarme cómo podrían vivir de aquella forma tan solitaria.
En mí, el ser solitario era algo innato. Casi toda mi vida ( al menos la vida en la que había tenido el suficiente uso de razón ) la había pasado entre aquellas colinas y sólo en contadas ocasiones iba en burro a comprar sacos de legumbres, sal, azúcar y cosas de ese tipo. Nunca había ido más allá del pueblo, pero tampoco lo había necesitado. Además, lo que había más allá del pueblo, y el pueblo en sí, lo asociaba con guerra y el sonido de disparos, así que había dsarrollado una especie de fobia. La suave brisa de los campos donde había nacido era lo que yo adoraba y la llegaba a añorar cuando permanecía en el pueblo durante dos o tres horas. Después, subía por el pedregoso camino que salía del pueblo y hacía el camino de dos horas que me conducía a casa. Siempre me llenaba de alegría al ver caserío, como aquel día en que volvía de trabajar la tierra.
Cuando llegué, mi tía estaba en el huerto de atrás cogiendo unos limones de nuestro limonero. Era el único árbol del que comíamos aparte del nogal y le teníamos mucho aprecio, porque era muy generoso con sus frutos. Mi tía se encargaba siempre de sus limones, ya que sentía una gran devoción, atribuyéndoles la curación de varios resfriados y catarros que había padecido. A mí me parecía creíble eso, pero a veces me parecía que exageraba con sus propiedades un poco.
Mi tía se llamaba Carmen y era una mujer de treinta y nueve años. Su cuerpo era el clásico cuerpo de una mujer madura entrada en carnes, aunque ella estaba bastante entrada en carnes ( sin llegar a la obesidad ). Tenía el aspecto de una ama de cría del pueblo que conocía de vista, con enormes pechos y un amplio trasero de esos que se suelen llamar "panderos". Era agradable de cara, aunque no llegaba a ser una belleza deslumbrante. Sus ojos eran marrón claro y medianos y su cutis blanco y con mejillas rosadas. Era una mujer que rezumaba salud; jamás caía enferma y no parecía cansarse nunca, aunque dormía profundamente cuando se dejaba caer sobre la cama, o al menos eso decía mi madre. Yo me llevaba muy bien con ella. En realidad, todos nos llevábamos bien los unos con los otros, quizá por el lugar en el que vivíamos.
-Has trabajado mucho, Ignacio... ¿Cómo está aquello? -me preguntó la tía al llegar yo a casa.
-Está bien, aunque todavía tengo que trabajar uno o dos días más allí -respondí.
-Eres un sol, siempre trabajando tanto... -me dijo sonriendo-. Además, el trabajo te sienta muy bien, estás fuerte y guapo.
Yo sonreí y me ruboricé un poco ante aquellos halagos tan propios de una tía. La verdad es que no se podía decir que yo fuera un alfeñique, ya que medía 1'78, era de complexión más bien fuerte ( con marcados músculos, sobre todo en los muslos, los antebrazos y el abdomen ) y no tenía una cara desagradable. Algunas mozas del pueblo me miraban de forma extraña, pero yo, a mis 17 años, no prestaba demasiada atención y no me daba cuenta de que les gustaba. Incluso la tendera a la que le compraba los sacos de legumbres me miraba de forma un tanto sospechosa.
Cuando entré en casa, mamá estaba preparando la cena y mi hermana Alicia estaba doblando la ropa de la última colada. Mamá me miró sonriendo y enseguida vino a darme un beso.
-¿Cómo te ha ido el día? -me preguntó.
-Bien, no ha ido mal -respondí.
-¿Acabarás pronto con aquello?
-Sí, mañana o pasado -dije.
-Vale, muy bien. Oye, te voy a calentar agua para echártela en el barreño.
-Vale, me va a venir bien un baño.
-Quédate en calzones y le das a tu hermana la ropa, que ella se encargará de lavarla y tenderla para que mañana esté seca y te la puedas poner.
Pasé a la habitación que compartía con mi hermana y me senté en mi cama a desnudarme. Cuando me había quedado en ropa interior ( larga ), le di a mi hermana, que tenía 19 años, la ropa. Era de lo único de lo que ella se encargaba y lo hacía bastante bien. Era una joven muy hacendosa y atractiva, aunque no era muy alta y tenía bastante más pecho del habitual. Estaba claro que había salido a mi madre, que no era muy alta y tenía el cuerpo muy similar al de mi tía. Las dos medían aproximadamente un metro sesenta y pesaban unos ochenta kilos, siendo de complexión robusta. Mi madre, no obstante, estaba ligeramente más gorda que mi tía, quizá porque tenía tres años más que ella.
Al cabo de un rato, mamá me dijo que el agua ya estaba caliente y que me metiera en casa. Hacía bastante frío en aquel mes de diciembre y se agradecía que hablara alguien de un baño caliente. Mamá pasó por mi lado con una gran cazuela roja que echaba vapor, entró en una alacena que teníamos para los sacos y para bañarnos y vertió el agua en el barreño, que ya tenía algo de agua a temperatura ambiente.
-Ya tienes eso listo, cariño. Dame tus calzones para que te los vaya lavando -me dijo mamá y, al ver que me daba la vuelta para quitármelos, añadió entre risitas: -¿Es que te da vergüenza enseñarle eso a tu propia madre? Anda, date la vuelta para vea lo grande que te estás poniendo...
Yo sentía algo de vergüenza, aunque estaba orgulloso del tamaño de mi miembro, que medía 24 cm en erección y unos 17 fláccido. En aquel momento, a causa de la conversación, lo tenía semierecto, midiendo unos 20 cm y formando un ángulo de unos 45º si se me veía de perfil. Fue así como me vio mamá cuando empecé a darme la vuelta. Luego me vio de frente y noté que se había quedado sin habla.
-Estás hecho un hombretón, ya... -fue lo único que murmuró antes de salir y cerrar la puerta.
Sabía que se había quedado alucinada con el tamaño de mi rabo, que además era muy gordo y medía 21 cm de perímetro. A mí no me importaba enseñarle la polla a mi madre, sobre todo porque me había ayudado a bañarme casi hasta los doce años, pero al principio me había costado hacerlo. De todos modos, olvidé aquello y me bañé tranquilamente, disfrutando de cada gota de agua y quitándome la mugre de encima.
Cuando terminé me di cuenta de que no tenía ni toalla ni muda, así que di una voz para que vinieran a darme esas cosas. Al poco rato, se abrió la puerta con un chirrido y apareció mi tía.
-Uy, ¡qué culo más blanco! -dijo riéndose al verme de espaldas-. Ya me ha dicho mi madre cómo te has puesto de grande. ¿Quién lo iba a decir con lo chico que tenías todo antes? Ahora nada más que tienes pelos y todo grande. A ver, enséñame eso que escondes para ver si tu madre no se está riendo de mí.
-Pero... -dije yo.
-Venga ya, no tendrás vergüenza de tu tía, que te ha visto desde que eras un mocoso...
Casi sin elección, me di la vuelta y le mostré mi pene, ahora erecto y en todo el esplendor de sus 24 cm, con el glande rojo parcialmente visible.
-¡Jesús! -fue lo único que la oí exclamar. Luego se santiguó, se dio la vuelta y se fue.
Me quedé aún más orgulloso de mi miembro, que por lo visto debía superar con creces los que ellas habían visto. De todos modos, no quise dar mucha importancia al tema y me puse unos calzones limpios y el pijama. Mamá, la tía y mi propia hermana intercambiaron risitas durante la cena. Después, aún entre risitas disimuladas, todos nos acostamos y ahí acabó la historia.
Al día siguiente me levanté a las seis, como de costumbre, y salí a trabajar con una cesta en la que llevaba queso, chorizo y fruta para cuando tocara comer. El día de trabajo fue duro, aunque no me cansé apenas y volví a casa al atardecer. Cuando lo hice, no vi a nadie fuera de casa y entré. Mi hermana estaba en la cocina y de lejos podía oír cómo murmuraban mi madre y mi tía. Era raro que hubiera tanto secretismo, pero no presté mucha atención. Mi hermana me sonrió, cosa no demasiado habitual en ella cuando estábamos solos.
-¿Te caliento el agua para el baño? -me preguntó.
-Bueno, vale -le contesté.
-Me parece que están hablando de ti... -dijo señalando hacia la habitación donde dormían mi madre y mi tía.
-Ah, ¿sí? ¿Por qué?
-No sé -dijo ella encogiéndose de hombros y sonriendo.
Yo salí afuera y tomar el aire y al rato me llamó mi hermana diciendo que el agua estaba caliente y que la iba a echar en el barreño. Yo la seguí y, cuando salió, me empecé a bañar. Nadie entró hasta que yo salí con mi pantalón de pijama y una camiseta de tirantas. Mi madre y mi tía estaban ya en camisón, y mi hermana estaba cambiándose en su cuarto. Las dos me miraron sonriendo.
-Tu madre y yo hemos estado hablando de una cosa -me dijo la tía sonriendo.
-¿Cuál?
-¿Por qué no duermes con nosotras en la cama de matrimonio esta noche?
-¿Por qué? -quise saber.
-Pues verás, hace bastante frío ahora que se acerca el invierno. Tu hermana durmió el año pasado con nosotras y estuvimos muy calentitas las tres juntas. Este año te puede tocar a ti, ¿no te apetece? Tu hermana puede echarse encima la manta de tu cama.
Me quedé un rato pensativo. Al poco, me di cuenta de que no había nada de malo en lo que proponían y que tendría gracia eso de dormir entre dos mujeres.
-Bueno, vale... No me importa -dije finalmente.
-Muy bien. Bueno, vamos a cenar -dijo mi tía.
La cena no duró mucho y, a eso de las diez de la noche, mi madre y mi tía se lavaron un poco y fueron a su alcoba. Yo las seguí al poco y las encontré bien tapadas en la cama, dejando un hueco en medio lo suficientemente grande como para que yo cupiera.
-Mejor duerme en calzones o vas a pasar calor bajo las sábanas y mantas -dijo mi madre-. En invierno lo mejor es dormir ligero de ropa y con muchas mantas encima. Si quieres, incluso puedes dormir sin calzones, estarás mucho más cómodo. Nosotras nos hemos quitado todo para estar más a gusto. Tú haz lo que te apetezca.
La cabeza me daba vueltas. ¿Qué demonios estaba pasando allí? No entendía nada en mi inocencia, así que me limité a desnudarme y a mostrales mi virilidad, que estaba en estado de semierección. Sin mayores contemplaciones ( aunque ellas me contemplaban boquiabiertas ) me subí en la cama y avancé de rodillas hasta meterme bajo las sábanas entre ellas. No vi sus cuerpos, porque estaba tan avergonzado que me había quedado medio ciego, así que me tumbé boca arriba y sentí el frescor de las sábanas bajo mi cuerpo. Mi tía, sin dudarlo, puso una mano sobre mi rabo y lo acarició hasta ponérmelo duro como el hierro.
-Esta noche te lo vas a pasar bien, hombretón... -me susurró-. ¿Tienes ganas de tocarnos?
-S... sí -respondí tartamudo.
-Pues toca... y déjanos que te toquemos a ti...
Sin saber si estaba despierto o medio dormido, me puse de lado mirando a mi tía y le toqué las tetas enormes. Luego bajé a su coño, espesamente poblado de pelo y mojado y sentí al mismo tiempo que mi madre se me pega a la espalda. Pude sentir sus enormes y blandos pechos apretados contra mí y una de sus manos acariciándome el rabo. Puso una pierna sobre las mías mientras mi tía me magreaba sin cesar.
-Ha llegado la hora de que te hagas un hombre de verdad. ¿Cuál de las dos quieres que te convierta en uno? -me preguntó mi tía.
-Mi madre...
Mi tía sonrió.
-María, vas a ser tú la afortunada... -dijo dirigiéndose a mi madre.
Yo me di la vuelta para mirar a mi madre, que sonreía y me acariciaba desde el pecho hasta la entrepierna. Yo puse una mano sobre su vulva llena de pelos y me sorprendió lo húmeda que estaba. Luego la puse sobre sus tetas grandes y ella me preguntó si realmente quería hacerlo. Le dije que sí y ella me dijo que me necesitaba. No tardé mucho en advertir que necesitaba al hombre que era su hijo para aplacar el calor que hacía hervir su entrepierna. Yo mismo necesitaba encontrar alivio para mi brutal erección, sentía esa necesidad primitiva de introducirla en un agujero y de derramar mi semen.
Mamá estaba húmeda y yo tenía la polla mojada en su glande también. Los dos estábamos preparados para la unión como lo está la fruta madura para caer del árbol. Los dos anhelábamos aquel coito, aquella pecaminosa cópula incestuosa, cuyo principal aliciente consistía en la ruptura del tabú más increíble que existe: el sexo entre una madre y un hijo, la vuelta a la unión que durante nueve meses existió.
Mamá me besó brevemente en la boca y luego mi tía echó para atrás las mantas y sábanas para dejarnos al descubierto. Fue entonces cuando la vi desnuda y en todo su esplendor. Sí, para muchos no hubiera sido atractiva por su sobrepeso, pero a mí me excitaba con sus enormes pechos listos para volver a dar leche, su barriga gorda ( aunque no exageradamente ) y su peludo coño negro de pelo rizado. El cuerpo de mi tía, que vi en segundo lugar, era muy similar, aunque tenía un poco menos de barriga, algo casi inapreciable.
-Venga, precioso, metésela a mamá ya... -me urgió ella.
Con una mano, me indicó dónde estaba su agujero, que era fácil de localizar, de todas formas. Mamá separó las piernas bien y me ofreció su fruta prohibida, aquella apetitosa raja mojada y llena de pelos enmarañados. Una necesidad animal se apoderó de mí y me hizo reaccionar instintivamente. Me arrojé sobre ella y la besé en la boca mientras mi pelvis se ajustaba a la suya y mi polla encontraba su sitio. Apoyándome sobre los brazos ( puestos a cada lado de los brazos de mi madre ), hundí mi pelvis y, por fin, mi pene entró en la vagina de mi madre. Estaba tan mojada y caliente que casi no noté que entraba, aunque eso sí, estaba un tanto estrecha, tal vez porque mi miembro era descomunal. Mamá dejó escapar un suspiro, que expresaba que la espera de años había concluido y que había llegado la deseada unión carnal. Mi polla no entraba del todo en su agujero de placer, pero su grosor le estaba dando un placer tan grande gracias a la fricción que, cuando sólo llevaba unas diez o doce embestidas, se corrió. Su cuerpo se quedó rígido y una capa de sudor lo cubrió. Sus ojos se cerraron y sus manos me asieron con tal fuerza que creía que me traspasaría. La corrida duró casi medio minuto y mamá se quedó totalmente relajada. Yo no había eyaculado aún, pero ella me dijo que era el turno de mi tía y que ella también me necesitaba. Mamá no quería que vertiera mi líquido vital en su vagina por miedo a malformaciones en un posible hijo, pero había gozado con esa corta e intensa unión.
Mi tía se tumbó con las piernas abiertas como mi madre y, al igual que ella, me ofreció la fuente principal de placer para el ser humano. Era asombroso el parecido de su coño con el de mi madre y el de sus tetas de ama de cría lechera. Todo en ella tenía aspecto de estar maduro y en su punto, de estar esperando ese primer bocado que se da a una fruta dulce y jugosa. Ella me agarró de los brazos y me echó sobre ella. Mi polla entró con suma facilidad en su también mojada y cálida vagina y empecé a penetrarla hasta donde podía entrar. Ella se retorcía de placer, empujándome más contra ella y poniendo sus piernas sobre mi espalda. Sus tetas se movían de un lado para otro mientras mi polla entraba y salía con suma facilidad de su coño.
Así la cosas, su orgasmo no se hizo esperar. Al igual que a mi madre, la poseyó una sensación electrizante que recorrió su cuerpo de arriba abajo y que la hizo secretar más flujos vaginales, mojando más mi polla. Cuando hubo remitido su ola de placer, la saqué y me quedé sentado sobre la cama mirándolas. Mi rabo aún estaba duro, así que las dos se me acercaron y empezaron a acariciarme y a besarme. Mamá agarró mi miembro y empezó a masturbarme. Yo disfrutaba tocando sus tetas y las de mi tía mientras mi polla recibía sus atenciones. Mi orgasmo se acercaba más y más mientras, como un pulpo, tocaba cada rincón de sus cuerpos voluptuosos. Viendo sus tetas balanceándose de un lado para otro, sus barrigas, sus labios y sus negras y pilosas vulvas llegué al clímax. Un volcán entró entronces en erupción y la lava ( en este caso, blanca ) empezó a ser arrojada. La primera cayó sobre el cabecero de la cama y la almohada, mientras que la siguiente lo hizo sobre las tetas de mi madre y su barriga. Dirigí mi peculiar volcán hacia mi tía y un poco de lava blanca cayó sobre una de sus tetas y sobre sus muslos. El resto chorreó por las laderas del volcán, cuya erupción había concluido.
Mamá, mi tía y yo estábamos satisfechos. Ellas habían tenido sus agujeros bien llenos y yo había vaciado mis reservas de esperma. Su soledad, al igual que la mía, había acabado y ya nadie nos convencería de que abandonáramos nuestra vida en solitario. Fue mientras estábamos sentados sobre la cama, reponiéndonos, cuando la puerta de la alcoba se abrió y en el vano vimos a Alicia, desnuda y mostrándonos su cuerpo apetitoso de pechos turgentes y vulva también pilosa. Su virginidad no iba a durar mucho.