Educando a Tina.

AlienHado

Virgen
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May 28, 2012
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EDUCANDO A TINA.

I




La primera vez que la vi hacerlo fue toda una sorpresa.
Eran alrededor de las seis de la tarde y yo estaba, como de costumbre, en el salón, leyendo un grueso volumen sobre el Imperio Romano. Ella estaba en su habitación, supuestamente haciendo sus deberes. Su madre trabajaba por las tardes, así que en la casa reinaba el silencio, hasta que empecé a escuchar una especie de chirrido que venía de su habitación.
Valentina era, a sus doce años, una niña inteligente y estudiosa, aunque tanto a mi esposa como a mí nos parecía que era algo infantil para su edad. Su cuerpo ya había empezado a desarrollarse, y no era difícil intuir que iba a convertirse en una jovencita exuberante, como lo había sido su madre, pero al contrario que la mayoría de niñas de su edad aun no se interesaba por los chicos, y no parecía sentir demasiada curiosidad hacia el sexo, un tema sobre el cual estábamos dispuestos a hablarle abiertamente (aunque con tacto) y sobre el que nunca nos hacía preguntas.
No eran cosas que nos preocupasen demasiado. Al fin y al cabo todavía era pequeña, y ya tendría tiempo para preocuparse de tales asuntos.
Me levanté del sillón, dejando el libro sobre la mesa. Aquel sonido cadencioso se hacía cada vez más fuerte. No me preocupaba que Tina estuviese haciendo alguna travesura, ya que no era de ese tipo de niñas, pero sentía curiosidad y caminé hasta la puerta de su habitación, abrí un poco la puerta y miré por la rendija.
Tina estaba sentada a horcajadas sobre un viejo balancín; un caballito de madera que una de sus tías le había regalado a los tres años y que no utilizaba desde que tenía cinco. Sin embargo allí estaba, balanceándose alante y atrás a buen ritmo. Todavía llevaba puesto el uniforme de la escuela y, debido a la forzada postura (aquel caballo ya era demasiado pequeño para ella) podía ver sus muslos pálidos y suaves, las pantorrillas enfundadas en sus finos calcetines verdes, con los gemelos abultados por el esfuerzo, ya que se apoyaba en el suelo con las puntas de los pies para darse impulso.
No se muy bien por qué aquella tarde me quedé allí, de pie en el pasillo, mirando a mi hija a hurtadillas, mirando los pechos pequeños y puntiagudos que crecían día a día bajo su pulcra camisa blanca, mirando los tensos bracitos que se agarraban a los asideros que brotaban a ambos lados de la cabeza del corcel, mirando la trenza de color castaño claro que caía hasta la mitad de su espalda.
Por supuesto, miré también su cara, esperando que al contemplar su rostro, el mismo que besaba cada noche en la mejilla con amor paternal, mi mente recuperase el rumbo y mi verga dejase de palpitar y crecer. Fue peor. Sus mejillas de querubín estaban más sonrosadas que de costumbre, tanto que apenas se distinguían sus graciosas pecas. Tenía los labios entreabiertos, los ojos entrecerrados, las gafas de montura azul algo caídas. Su respiración estaba agitada y su frente empezaba a brillar debido al sudor mientras sus movimientos se aceleraban, los chirridos y crujidos de la madera aumentaban de intensidad...
Entonces comprendí lo que estaba pasando. La silla de montar tallada en el caballito tenía una especie de pomo en su parte delantera, una pieza de madera redondeada que sobresalía varios centímetros, algo que yo no podía ver, oculto como estaba por los muslos y la falda de la amazona pero que recordaba perfectamente. Era evidente que mi pequeña estaba usando esa protuberancia para masturbarse, por eso se impulsaba hacia adelante y movía las caderas de forma tan extraña, haciendo que su clítoris golpease y se rozase contra ella.
Me aparté de la puerta, algo confuso. Di un par de pasos hacia el salón y me paré de nuevo, escuchando los tenues gemidos que salían del dormitorio. Hubo una especie de suspiro ahogado, una profunda inspiración, y los chirridos y crujidos cesaron de pronto. Me apresuré hacia el cuarto de baño, encerrándome con sigilo. Si Tina salía de la habitación no quería que sospechase que la había espiado, y mucho menos que viese el bulto que tenía entre las piernas. Me masturbé con rapidez, intentando pensar en mi atractiva esposa, en la preciosa camarera que me servía el café por las mañanas, en el culazo de nuestra vecina Matilde, pero los ecos del balancín resonaban dentro de mi cabeza, y cuando llegué al clímax no pude apartar de mi mente la imagen de los muslos pálidos y suaves, de las pantorrillas tensas y los calcetines verdes.

II



Mi mujer llegó a las nueve, como de costumbre. Mandó a Tina a ducharse mientras hacía la cena y yo bebía una cerveza sentado a la mesa de la cocina, conversando con ella como si nada extraordinario hubiese pasado. Cenamos como cualquier otro día, solo que esta vez yo no podía evitar lanzar miradas furtivas a mi hija, cosa que no había hecho hasta entonces. Su madre no se dio cuenta, ocupada en acariciarme con el pie por debajo de la mesa y lanzarme esa sonrisa lujuriosa que yo conocía tan bien.
Miré el generoso escote de mi esposa, aprovechando que nuestra hija estaba enfrascada en una lucha sin cuartel contra su tortilla, y le devolví la sonrisa. Aquella noche mandaríamos a la niña temprano a la cama, echaríamos el pestillo del dormitorio y consumaríamos el matrimonio, acariciaría su carnoso cuerpo, chuparía los grandes pezones, ella me haría una buena mamada y yo le correspondería con una no menos buena comida de coño, y la pondría a cuatro patas sobre la cama, y la penetraría con furia hasta hacerla llorar de placer, y... y no podría alejar de mi mente el cuerpo sedoso y menudo de Tina, mi pequeña amazona en su caballito de madera.
Al día siguiente intenté olvidar lo sucedido. A mis treinta y siete años nunca había tenido fantasías con niñas de esa edad, aunque como a todos me excitaban las jovencitas con coletas y uniforme escolar, pero mayores que mi hija, con cuerpos totalmente formados y actitud más madura. Si Tina se enterase de que pensar en ella me excitaba seguro que ni lo entendería, seguro que aun no era consciente de que su cuerpecito excitaba ya a muchos hombres, y el pensar en ello me sacaba de mis casillas. Si se la ponía dura, sin saberlo, a su propio padre, seguro que había más de un profesor, más de un chico de la escuela, más de un cualquiera que al verla por la calle se llevase a casa el recuerdo de sus piernas y su trenza color castaño claro.
Cuando llegó de clase aquella tarde me saludó con un beso en la mejilla y se encerró en su habitación a estudiar, como siempre. Yo intenté concentrarme de nuevo en mi libro sobre el Imperio Romano, pero mis oídos no paraban de analizar el silencio, buscando el más leve chirrido o crujido.
Tuve que esperar casi dos horas hasta que lo escuché. Dejé el libro en el sillón y caminé con sigilo por el pasillo. Abrí la misma rendija que el día anterior, con el sonido característico del balancín taladrando mi libido. Esta vez la sangre fluyó hasta mi miembro a una velocidad pasmosa.
Era un día caluroso, y Tina se había quitado el uniforme. Estaba en la misma postura que en la anterior ocasión, vestida solo con sus braguitas blancas y una camiseta de tirantes que dejaba su terso vientre al descubierto. Se había quitado los calcetines y sus piececitos desnudos se agarraban mejor al suelo, dándole mayor ímpetu a su cabalgada, tanto que el zarandeado caballo crujía como las cuadernas de un barco en medio de una tempestad.
Yo no sabía que hacer, si refugiarme de nuevo en el baño o masturbarme allí mismo, con ella, sin que lo supiese. Cuando empezó a soltar aquellos adorables gemidos metí la mano bajo mi pantalón. Su cuerpo se movía de forma endiablada, echó la cabeza hacia atrás con los ojos apretados, una de las patas del caballito crujió con fuerza y pude ver como aparecía una grieta en la madera.
Mi instinto paternal se despertó. Saqué la mano de mis pantalones y respiré hondo. Llevaba puestos unos pantalones finos de pijama sin nada debajo y mi cipote se marcaba contra la tela de forma ostensible, pero no me paré a pensar en ello. Entré en la habitación sin llamar, algo que no solía hacer, e intenté no mostrarme alterado cuando Tina saltó como un resorte y se apartó del balancín, jadeando y más roja de lo que nunca la había visto.
-¿Que estabas haciendo, Tina?- pregunté, intentando dar a mi voz un tono cariñoso pero con un pequeño porcentaje de severidad.
-Na... nada, papá. Jugando.- respondió ella con un hilo de voz, mirando al suelo y colocándose sus gafitas con el dedo.
-¿Con el caballito? Hacía mucho que no jugabas con él.
La niña se encogió de hombros y levantó un poco la vista. Intenté no enrojecer yo también cuando vi que sus ojos se detenían unos segundos en mi entrepierna, donde el largo contorno de mi verga continuaba bien definido. Me aclaré la garganta, para recuperar la compostura, y sus ojos verdes volvieron a mirar el suelo.
-¿Qué es lo que estabas haciendo de verdad?- dije, restando severidad y añadiendo ternura a mi voz.
-No... no sé.
-Claro que lo sabes. En el cole os enseñan Educación Sexual y tú sacas sobresaliente en todo, así que seguro que sabes como se llama lo que estabas haciendo.
Hubo un instante de silencio que me pareció eterno, e intuí que a ella también.
-Vamos.- insistí.- No seas cría. Yo se lo que estabas haciendo perfectamente, pero quiero que tú me lo digas.
Me miró por encima de las gafas, con esos ojitos verdes iguales que los de su abuela, dobló un pie hacia atrás, nerviosa. Yo luché conmigo mismo para que mi entrepierna no se moviese.
-Me... me estaba masturbando.- musitó al fin, agachando de nuevo la cabeza.
Emocionado y excitado a partes iguales, le acaricié la cabeza y le agarré con suavidad la barbilla, haciendo que levantase la cabeza para mirarme. Le quité las gafas y le limpié con el pulgar dos lágrimas que amenazaban con resbalar por las pecosas mejillas.
-Tranquila. No tienes por qué avergonzarte ni sentirte mal. Es algo normal a tu edad y no debes reprimirte, pero mira...
Señalé la pata del caballo, resquebrajada, y ella asintió.
-Si sigues haciéndolo con el caballito se romperá y te harás daño ¿lo ves?
Asintió de nuevo. yo soy bastante alto y ella más bien bajita para su edad así que me arrodillé para abrazarla, aspirando su embriagador aroma con disimulo. Ella me rodeó con los brazos y le di un sonoro beso en la mejilla, más cerca del cuello de lo habitual. No se si se dio cuenta de eso, o de que el abrazo duró más de lo necesario, o de que el bulto entre mis piernas había crecido un poco más y rozaba sus muslos.
Cuando nos separamos arrastró el balancín hasta el rincón donde solía estar, y mientras observaba sin recato como las braguitas se ceñían a sus prietas nalgas tuve una idea que, en aquel momento, me pareció excelente: enseñar a mi hija a masturbarse.

III
Me miró sorprendida cuando entré en su habitación de nuevo, apenas cinco minutos después de haber salido, con mi laptop en las manos y una sonrisa en el rostro que debió de parecerle extraña aunque yo me esforzase para que fuese normal, la típica sonrisa de un padre que ayuda a su hija con los deberes.
Tina había tenido tiempo de recuperar la compostura; ya no estaba tan colorada y su respiración se había normalizado, pero seguía vestida solamente con sus braguitas y la camiseta de tirantes, cosa que me alegró, porque yo ya no tenía ningunas ganas de que mi erección desapareciese, y de hecho se reforzó con solo un breve vistazo a los pezoncitos que se marcaban bajo el blanco algodón.
Me senté en la cama, puse el computador portátil sobre mis rodillas y le hice un gesto para que se sentase junto a mí. Siempre había sido una niña obediente, así que lo hizo. Se sentó tan cerca que su brazo se apretó contra el mío, su muslo desnudo contra la fina tela de mi pantalón. Miró con curiosidad la pantalla, colocándose de nuevo las gafas con el dedo.
-Voy a enseñarte algo, -dije.- pero tienes que prometerme que no se lo contarás a mamá.
Me miró extrañada. Tina no tenía secretos con su madre, y yo sabía que tenía que jugar bien mis cartas para que cumpliese su promesa.
-Vamos a hablar de cosas de las que las niñas suelen hablar con sus madres, -expliqué, mirando con seriedad sus bonitos ojos verdes.- pero a mamá le da mucha vergüenza hablar contigo de esto, porque su madre no hablaba con ella de estas cosas y no sabe como hacerlo ¿me entiendes?
Ella asintió. Desde luego que lo entendía; era la primera de su clase. Pero torció la boca de una forma que me hizo sospechar cierto recelo por su parte.
-Ya sabes como es... Si se entera de que yo he tenido que ayudarte con estas cosas, en vez de ella, se pondrá muy triste ¿me prometes que no le dirás nada?
-Te lo prometo. Pero ¿qué es lo que vas a enseñarme?
-Mira.
Abrí la ventana que tenía minimizada e hice click en el botón para que comenzase el vídeo. En él vimos a una chica de unos veinte años, una belleza de melena rubia, delgada pero con curvas en los lugares adecuados. Estaba totalmente desnuda, tumbada en un sofá verde, abierta de piernas y tocándose. Mi hija ahogó una exclamación y su mano, apoyada en mi muslo, apretó un poco.
-¿Lo ves? Así es como tienes que hacerlo, ¿lo has hecho así alguna vez?
Tina negó con la cabeza, con los ojos fijos en el vídeo y la boca ligeramente abierta.
-Lo del caballito fue casualidad.- dijo, casi en su tono de voz habitual, señal de que comenzaba a sentirse cómoda.- Estaba aburrida y me puse a jugar con él... y de pronto...
-Entonces ¿nunca te habías masturbado hasta ayer?- pregunté con tacto.
-No. A veces escucho a las chicas de la escuela hablar de eso, pero... no sabía cómo...
En la pantalla la chica rubia se escupió en la mano, se masajeó el clítoris con energía, moviendo las caderas arriba y abajo, gimiendo y pellizcándose los rosados pezones. Tina no perdía detalle. Las gafas le resbalaron de nuevo hasta la punta de su pecosa naricilla y yo se las coloqué con el dedo.
-¿Ves como se hace?
-Sí. Parece muy fácil.
-Pues venga, -la animé en tono jovial.- ¿a qué esperas?
Me miró sorprendida, como si le hubiese ordenado que saltase por la ventana. Puse el vídeo en pausa y señalé la cama con un movimiento de cabeza.
-¿A... ahora?
-¡Claro! Tengo que asegurarme de que lo haces bien. No quiero que hagas más tonterías como lo del caballito y termines haciéndote daño. Vamos, desnúdate para estar más cómoda.
Se puso de nuevo roja, pero obedeció. Con movimientos lentos y algo vacilantes se quitó la camiseta, liberando dos tetitas deliciosas, con pezones diminutos y de un rosa más claro que el de la chica del vídeo. Intenté no incomodarla, pero no podía evitar que mis ojos recorriesen su cuerpo. Ella me miraba de vez en cuando, empezaba a notar mi deseo y eso me preocupó durante un instante, hasta que se bajó las braguitas y las dejó sobre una silla. Totalmente desnuda, la pobre no sabía que hacer con las manos, se metió detrás de la oreja un mechón de pelo rebelde, se colocó las gafas. Mis ojos no podían apartarse de su imberbe rajita, la más hermosa que había visto nunca.
-Túmbate en la cama.- le dije, mezclando ternura y autoridad.- Y abre las piernas como la chica del vídeo.
Algo reticente, sin dejar de mirarme, se encaramó al lecho y se colocó con la espalda sobre los mullidos cojines que había encima de la almohada, apartando varios animales de peluche, con las piernas juntas y los pies cruzados. Yo estaba sentado todavía al borde de la cama, girado hacia la derecha para verla bien, tapando con el laptop la erección más descomunal que había tenido en mi vida.
-Vaaamos.- apremié.- Separa las piernas.
-Es que... me da vergüenza.
-¿Vergüenza por qué? Solo estamos tú y yo, y ya estás desnuda ¿no?
Tras unos segundos de duda obedeció de nuevo, exhibió ante mí su tesoro, la virginal gruta cuya fragancia, aunque tenue, inundó mis fosas nasales.
-Qué ricura.- murmuré.
-¿Qué?
-Nada, nada. Venga, ahora tócate.
-Está... algo mojado.
-Claro. Es por lo que estabas haciendo en el caballito... y por haber visto a la chica del vídeo.
Me hubiese gustado añadir: “y por ver la polla de tu padre marcándose contra sus pantalones”, pero no me atreví, en parte porque no quería usar con ella palabras malsonantes y en parte porque no sabía si era verdad. Dejé la computadora sobre la silla, encima de sus braguitas.
-Más despacito, sin prisa.
-Mmmm... ¿así?
-Muy bien, ahora tócate el botoncito con dos dedos.
-!Ja ja ja! El botoncito.
-Me refiero a tu clítoris.
-Ya lo se, papá, que no soy tonta.
-Claro que no. Eres la niña más lista y más guapa del mundo.
Se relajó un poco más, hundiéndose en los cojines, estiró una de sus piernas y su pie tocó mi mano, que estaba apoyada en la cama. Le acaricié el empeine, el tobillo, la pantorrilla, me detuve antes de llegar al muslo. Tina respiraba profundamente, se aceleraba, algún tímido gemido se fraguaba en su garganta. Sus manos adquirían destreza por momentos, y mi otra mano, la que no acariciaba su pierna, se metió bajo los pantalones y comenzó a moverse a un ritmo parecido al de las suyas. Notó la vibración de la cama, la que no causaba ella, y me miró.
-¿Qué haces papá?
-Nada... tú sigue.
-¿Tu... tu también te estás...?
-No pasa nada. Sigue, cariño.
Pude verlo es sus ojos. Sabía que aquello no estaba bien, que no era normal, pero yo no podía parar. Apreté con fuerza su trémulo muslo, conteniéndome para no pasar la frontera, para no hundir mis dedos en la calidez de su coñito enrojecido y húmedo. Ella tampoco se detuvo, se metió dos dedos de una mano mientras con la otra pulsaba el “botoncito”. Apoyando los pies en la cama elevó las caderas, como la chica del vídeo, como ella pero con más suavidad gimió y jadeó, me miró con ojos desorbitados cuando me puse de pie y me bajé los pantalones.
-No... no papá ¿que vas a hacer?
-Nada, no te voy a hacer nada, tranquila.
De pie junto a la cama continué meneándomela. Tina, mi pequeña Valentina, la miraba, la miraba con una mezcla de miedo y algo que no llegaba a ser deseo, pero estaba cerca. Su mano se volvió borrosa, tan deprisa se movía entre los muslos pálidos, suaves, sudorosos. Las gafas se le cayeron cuando empezó a mover la cabeza hacia los lados, loca de placer, temblando de los pies a la cabeza. Mordió uno de los cojines para ahogar el tremendo grito que acompañó a un intenso y prolongado orgasmo, una sacudida sísmica de placer que hizo moverse la cama del sitio y me traspasó desde la columna hasta el cerebro, haciéndome perder la razón.
Me incliné hacia adelante, gruñendo como un animal, agarré sus tobillos y la hice girar, colocándola en una posición que le hizo temer lo peor.
-¡No papá! ¡No, por favor!
Pero no había perdido la cabeza hasta ese punto. Cerré sus piernas, me agaché un poco e introduje la verga, enorme y venosa, entre sus muslos, más cerca de sus rodillas que de su sexo. Bastaron un par de sacudidas, un par de besos frenéticos en sus piececitos, en sus tobillos, y bramé como una bestia en celo, derramando sobre su vientre, su pecho y su rostro una cantidad bestial de esperma, el mismo que la había engendrado y que ahora se mezclaba con su sudor, sobre la temblorosa piel.
-¡Uuuugh! ¡Papá! ¿Pero... pero que haces?
No respondí, porque realmente no sabía lo que hacía. Exhausto, me dejé caer en la cama, junto a ella. Nos quedamos tumbados en silencio no se cuanto tiempo, recuperando el aliento y el dominio de nosotros mismos. Busqué su manita con la mía y la apreté. El hecho de que me devolviese el apretón me tranquilizó.
De pronto se levantó, cubierta con mi semen y con los ojos verdes brillantes como estrellas, y me demostró que realmente era una niña muy lista.
-Será mejor que me duche.- dijo.- Mamá llegará pronto.
Desde luego, pensé, eso será lo mejor.

 
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davisonte

Virgen
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Interesante relato.... espero lo termines pronto.... gracias.
 
H

hotsverga

Guest
chido relato muy weono a ver cuando sigesel rellato como lla sigues educando y cuando suves fotos claro sinque sele vea la cara si tu quieres je weno aver cuando la presentas
 

estrellalinda

Virgen
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muy buen relato, como me hubiese gustado que me enseñaras a mi tambien.
 

el angel

Virgen
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muy bueno pero me gustaria tambien educarla si no te molesta
 

bakloc0

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Muy bueno, bastante interesante, te va adentrando de a poco en esa atmósfera de excitación además tiene esa pizca de morbo que lo vuelve aun mejor. Espero sigas en esa linea y lo concluyas pronto!! Éxito ;)
 

riscko

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mmmm y el continuara habitual??? no piezas dar continuidad a tu relato
 
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