De Vacaciones

heranlu

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Estaba sentado en el sofá leyendo la prensa con el portátil sobre las rodillas, cuando vi a Clotilde acercarse a mí. Tenía una expresión ilusionada en sus enormes ojos azules. Hacía mucho que no la veía así.

—Luis, he vendido la casa de Ávila. Y muy bien, además.

—¿En serio? Ni siquiera sabía que estuviera en venta.

—Era tu padre quien gozaba como un crío suelto por el monte. Ya sabes que yo siempre he sido más de playa. —Me miró y arqueó una ceja—. No tengas el portátil así: genera un exceso de calor que no es conveniente para los testículos. Te vas a quedar estéril.

—No vas a tener nietos, mamá.

—¿Y eso que tiene que ver? Eres muy joven. Tú hazme caso.

Mi madre tenía una particular forma de ser. Haber sido profesora de Infantil toda su vida influía, pero nunca la recuerdo echarme sermones ni broncas de madre. Ella intentaba razonar conmigo desde que tuve edad para ello y el hecho de que viviésemos juntos no había cambiado eso. Tenía 55 años y llevaba dos viuda. Mi padre, Luis, funcionario del Cuerpo de Economistas del Estado, había fallecido decapitado por un quitamiedos metálico en un accidente de moto, otra de sus grandes pasiones junto con el senderismo. Desplazamiento corto sin casco, carretera comarcal, reunión con los amigos moteros de siempre. Exceso de confianza y… un mazazo terrible para nosotros.

Por si eso fuera poco, a mis 28 años yo llevaba varios sin pareja después de cortar con mi única novia, una chica preciosa, muy dulce, que había conocido a los 19 y con la que llegué a convivir un tiempo. Nunca me ocultó que padecía un problema psiquiátrico desde la adolescencia. La medicación le permitía hacer vida normal. La cadena de salones para la que trabajaba como esteticista quebró y al quedarse en paro algo se quebró también dentro de ella. Mi trabajo de informático nos permitía vivir sin lujos ni deudas, pero nunca volvió a ser la misma. Encadenó crisis, internamientos, depresión, más crisis… la chica dulce desapareció, absorbida por una mujer imprevisible: podía ser chillona, agresiva o abúlica varias veces en un mismo día. El Trastorno Límite de Personalidad provocaba esos oscilantes cambios, según su psiquiatra. Puede que el diagnóstico sea muy certero, pero nadie te explica lo que supone. Hice lo que pude y más, pero fue demasiado para mí. Siempre he sido tímido y la convivencia se hizo inviable. Varios meses después de nuestra ruptura, se suicidó. Todo el entorno, desde los médicos hasta mis exsuegros, se esforzó por hacerme ver que no era yo el responsable, pero su muerte me cambió. Solo pensar en socializar para conocer chicas me provocaba ansiedad. Mi madre sabía cómo llevarme. Por eso, volver a vivir en nuestra casa de Valdemorillo, en la sierra de Madrid, fue una buena decisión. De algún modo, compartir casa nos ayudaba a salir de nuestros mutuos pozos negros.

Clotilde se prejubiló a los pocos meses de enviudar. Se tomaba su responsabilidad lo suficientemente en serio como para admitir que se había quedado sin la energía que los niños demandaban. Había empezado a dar clase de jovencita en un colegio privado y siempre estuvo ligada a centros elitistas que le proporcionaron una estupenda pensión. Tuve miedo de que se deprimiera, pero se puso a aprender idiomas, ir al gimnasio, cocinar, leer. Yo doy soporte informático a varios Ministerios a través de una empresa semipública, me permiten teletrabajar y nunca he dejado de ganar un sueldo desde que me gradué. El dinero no era problema, así que supuse que en realidad no quería seguir ligada a Ávila ni al mantenimiento de la propiedad.

—Puedo acompañarte a recoger cosas que quieras conservar.

—Te lo agradezco, Luis, pero también tengo que hacer frente a la vida. El tiempo no se detiene, hay que seguir adelante.

Su talante me producía admiración. Yo sabía que lo había pasado mal, porque mis padres estaban todavía enamorados, pero Clotilde tenía el ímpetu que a mí me faltaba. Se fue sola con su viudedad a Ávila, mientras yo intentaba organizar unas vacaciones de sol y playa, como a ella le gustaba. Pese a mis esfuerzos, no hallé nada por un precio razonable. Clotilde cerró la venta de la casa, regresó y al cabo de unos días me dijo mientras yo ponía la mesa para cenar:

—He encontrado alojamiento para nueve noches en Altea, en la Costa Blanca. ¿Tienes pedidas las vacaciones?

—Sí, claro… ¿Cómo lo has hecho? Una semana me he pasado mirando hoteles y solo encontré pensiones de mala muerte o cinco estrellas carísimos con suites familiares.

—Luis, existen otras opciones. Los aparthoteles, por ejemplo. He reservado uno con todas las comodidades e independencia para entrar y salir cuando queramos. Espero que no te aburras con tu madre… —sonrió sin sonar condescendiente.

—Eso nunca, Cloti. —Sonreí mientras pensaba que me gustaba la sonoridad de su nombre.

Llegó la segunda quincena de julio, me corté el pelo, me dejé barba de dos días, metimos las maletas en el coche y marchamos a la costa alicantina a disfrutar de nuestras primeras vacaciones desde la muerte de mi padre.

La zona nos encantó, la temperatura era ideal. El apartamento, exquisitamente decorado, tenía todo lo necesario: cocina completa integrada con el salón, terraza… y un único dormitorio con cama dos por dos. No pude evitar sorprenderme.

—Dormiré en el sofá.

—¿Tantas noches? Ni lo pienses. En esta cama podemos dormir a gusto sin pasar calor. Como cuando tu padre viajaba por trabajo y con seis añitos tú venías a mi cama porque eras el hombre de la casa… —Rio relajadamente.

Deshicimos las maletas y yo bajé al supermercado más cercano a por provisiones. Mientras mi madre hacía la cena, me di una ducha y me pasé la afeitadora, pues empezaba a parecer algo dejado. Voy a la cocina y la veo con su melena rubia suelta, piel lustrosa y un vestido de los que usaba para estar por casa, sin marcas de sujetador. Nunca la había visto tan guapa. Tampoco sospechaba que escondiera ese par de tetas tan bien puestas para su edad.

—Estás preciosa, mamá.

—Gracias. Tengo que decir que tú estabas más sexy con barba. Le da vidilla a esos bonitos ojos color miel que tienes…

—Oye, gracias. ¿Miel es un color? —pregunto tomando el bol de la ensalada para llevarlo a la mesita de la terraza.

Clotilde se ríe con una dulzura que no recordaba desde hacía años.

—Tu padre era moreno, piel oscura ojos casi negros. Parecía persa, me encantaba su mirada. Tú saliste intermedio: pelo castaño, ojos café con leche clarito, sin llegar a ser ni marrones ni azules. Creo que llevas mis genes diluidos por ahí…

—¿Quieres que me haga Neanderthal, todo pelo, sin afeitar? —Le sigo la broma.

—Ay, no seas bobo… Eres demasiado alto y guapo para ser un Neanderthal. —Volvió a reír.

Sin saber por qué, me entró una curiosidad irreprimible por su intimidad. ¿Follarían mucho mis padres? ¿Fui un hijo buscado o sorpresivo? ¿Cómo descubrió mi madre que estaba encinta? ¿Lo celebrarían con un buen polvo tras salir a cenar por ahí? ¿Echaría de menos el sexo? ¿Pensaría en volver a tener citas con algún señor? La idea de tener una suerte de padrastro me horrorizaba, no estaba preparado siquiera para reflexionar sobre ello.

Cuando me metí en la cama esa noche, mi madre tenía los ojos cerrados. Llevaba un camisón corto y olía deliciosamente. Yo dormía desnudo en verano, pero me dejé el bóxer puesto.

—Que descanses, ma... —Le di un beso en la mejilla.

—Me gusta mucho que me llames Cloti. Llámame así. —Suspiró de gusto al sentir mis brazos rodeándola.

—A la orden. Te quiero.

—Yo también, Luis.

Justo un segundo antes de caer rendido, me di cuenta de que desde hacía un par de meses siempre me llamaba Luis. Su acompañante, su protector. El único que mitigaba su soledad. Y me gustaba.

Los días discurrían agradables. Desayunábamos y alternábamos distintas playas hasta dar con la que más nos gustara. La primera vez que la vi con un bañador negro de escote palabra de honor, me quedé atontado. Ella era de por sí agraciada, pero el gimnasio la había convertido en un pibón. Los tíos la miraban con hambre, sin importar edad. Tenía que darse cuenta, pero actuaba con una elegancia tan natural que los dejaba en ridículo. Me encantaba picarla cuando nos bañábamos y la forma en que rozaba mi mano mientras dejábamos que el sol del Mediterráneo nos secara. Una vez fuimos a la Cala del Mascarat, muy escondida, con agua cristalina. Al vernos solos, Clotilde se quitó el sujetador del bikini para broncearse sin marcas, solo con una braguita verde. Tenía un pecho precioso, grande, con dos areolas rosadas y unos pezones enormes en el centro, parecían deditos. En casa me habían educado abiertamente en temas sexuales, pero mucho que no la veía desnuda y me impactó. Evité decírselo, claro. Un extraño nerviosismo anidó en mi estómago a partir de entonces. Era incomodidad y era placer; eran maripositas y era incomprensión. Un revoltijo de sensaciones que me sentía incapaz de nombrar.

Esa noche tardé en conciliar el sueño. Mi compañera de cama lo notó, porque se giró hacia mí y susurró:

—¿Qué te pasa? Echas de menos una mujer para aliviarte, ¿verdad?

—¡No! Es que… estoy desvelado, solo eso… —suspiré.

—Vamos, cielo, no disimules. Sé que lo de Soraya te ha dejado tocado aunque haya pasado tiempo. Eres joven, es normal que todo se vaya recolocando y vuelvas a tener… deseos.

—¿Y los tuyos? ¿Tienes deseos tú? —pregunté sin reflexionar.

—Pues claro. Pero no fue algo inmediato. Los tengo y los dejo marchar. Tu padre era muy difícil de superar en ese aspecto —deslizó una risita maliciosa que me dio alas.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo llegué yo? ¿Accidente o premeditación?

—Pues… llegaste cuando te dio la gana. —Rio—. Verás, al poco de casarnos dejamos de poner impedimentos a ver si me quedaba, pero nada. Cada vez que le decía a tu padre que me había bajado la regla, era una decepción. Cuatro o cinco decepciones más tarde empezamos a olvidarnos un poco del tema. Un día, en agosto, durante unas vacaciones en una cabañita en Monte Perdido, cayó una tormenta terrible y se nos fastidió el plan de salir a caminar. Acabamos follando por partida triple. —Volvió a reír y yo con ella—. Regresamos a Madrid, empezó el curso… y náuseas todas las mañanas.

—¿Qué dijo papá?

—Como no lo esperábamos, tu padre se puso loco de contento. ¡Y yo malísima porque no me aguantaba el desayuno dentro, pero feliz también! Fuimos al médico y ya nos confirmó el embarazo. Él quería una niña, que lo sepas. —Me rozó una mejilla.

—Podríais haberla tenido…

—Yo quise esperar a que fueras mayorcito, dedicarte tiempo. Luego empezaste a ir al colegio, el trabajo, la casa, enfermaron tus abuelos… fue pasando el tiempo. Cuando tenías ocho años lo intentamos, pero no hubo suerte. Fuimos muy felices con el hijo que nos dio aquella tormenta.

Sus labios rozaron los míos de manera casi imperceptible, dulce, fugaz, tierna. Ya fuera por la intimidad del momento o porque mi madre conocía mejor que yo mismo las necesidades de un hombre, se me despertó la polla. El silencio no era molesto, pero no sabía qué hacer. ¿Moverme? ¿Salir pitando al baño? ¿Fingir que no pasaba nada? Cualquiera de las tres opciones era igual de violenta para mí. Clotilde tomó el mando.

—Relájate…

—Pero ma… —farfullé azorado.

—Shhhhhhhhhh… soy Cloti… solo Cloti… cierra los ojos…

Obedecí. Su mano frotó mi verga sobre el bóxer con sumo cuidado hasta que se endureció del todo. Era delicioso. Bajó el calzoncillo y empezó a acariciarla arriba y abajo muy despacio. Me tenía en el cielo. Así estuvo cuanto quiso hasta que se descapulló. Entonces, lo sentí. Un morreo bien dado en los labios, con hambre, con amor, con lujuria. Correspondí de la misma manera con mi lengua deseosa en su boca no una, sino varias veces. La cabecita de mi polla empezó a babear. Nos separamos y solté varios gemidos que no pude contener. Ella se pegó más a mí y aceleró la paja, hasta que sentí que ya no aguantaba más. Apreté el culo:

—Me corro, me corro, aaaaahhh… —Expulsé tres sacudidas de leche que me dejaron en la gloria.

Con los ojos todavía cerrados, sentí que apartaba sus manos llenas de mi leche. Los abrí a cámara lenta para verla chuparse los dedos con deleite.

—Además de las cejas, la nariz y los pies, también has heredado la polla de tu padre, que la tenía bien grande.

Sorprendentemente, no sentí asco, miedo ni vergüenza Sentí un alivio íntimo muy reconfortante. Se levantó a lavarse las manos. Al volver del baño, vi sus piernas torneadas y su melena rubia en penumbra, apenas rota por la luz de la luna que colaban las mosquiteras de las ventanas entreabiertas.

—Quítate la ropa, no es bueno que duermas con el calzoncillo húmedo.

Me aseé, me desvestí y caí de nuevo en la cama como un bendito. No volvimos a hablar de lo sucedido; tampoco yo tenía claro si debía hacerlo. Durante las jornadas marítimas, Clotilde me deleitaba con sus pechos al aire, aunque se cortaba si íbamos a playas concurridas. Un día, después de la ducha le dije:

—Ponte guapa, te invito a cenar. —Sonreí.

—Encantada. Hace mucho que ningún caballero me pide una cita.

Me hizo esperarla media hora que se me hizo eterna, pero soporté con disciplina de adulto emancipado. Mereció la pena por lo que vi al salir: melena ondulada, pendientes largos, labios rojos, vestido largo de un verde muy oscuro con volantes en las mangas, tacones dorados. Estaba espectacular, el bronceado alicantino le daba un plus. Observó mis pantalones chinos blancos y mi camisa marrón.

—Dame el brazo, Cloti, que igual te raptan de lo hermosa que vas. —Se lo pedí con un gesto.

Rio a gusto y lo tomó al vuelo. Todavía no había anochecido del todo cuando salimos al paseo, lleno de jubilados, familias, parejas de novios. Me sentía como si me hubiera tocado la lotería con aquella rubia a mi lado.

—Hoy la noche es nuestra. Pide lo que quieras y haz lo que quieras. —La miré fijamente—. Como si no nos conociera nadie.

—Nadie nos conoce, Luis. La vida es corta como para desperdiciarla esperando por la opinión de los demás.

Había tenido la precaución de reservar en L’Airet, uno de los templos gastronómicos de Altea, según las reseñas web. Era la primera salida nocturna de ocio de mi acompañante y quería que se sintiera la reina de la fiesta. Así lo hizo, porque mientras degustábamos un arroz con boquerón típico del pueblo, un atractivo italiano algo mayor que yo, no dejaba de mirarla. Me estaba poniendo de los nervios. Supe que era del país de la bota porque se presentó como Giancarlo y era relaciones públicas de un local de copas al que quería llevarnos como fuera. Clotilde escuchaba su verborrea con aire neutro, hasta que le soltó:

—Mira, eres muy guapo, pero ya tengo plan para esta noche. Además, soy alérgica a los gatos y a los cantamañanas.

Casi me atraganto de la risa. Bebí un sorbo de vino antes de confesarme desarmado frente a ella.

—¿Desde cuándo eres alérgica a los gatos? Siempre quise tener uno. O mejor, gatita, para que vaya contigo.

—Cariño, estos pueblos están llenos de embaucadores de turistas. Lo he olfateado desde que nos sentamos. No necesito salir: tengo en casa toooodo lo que necesito. —Alargó las sílabas y bebió de su copa con una sensualidad que derretiría al iceberg que hundió al Titanic.

—¿Me estás proponiendo una noche loca? —Me atreví por fin sin que me temblara la voz.

—¿Por qué no? He visto un 24 horas en la esquina que tiene licorería.

Capté enseguida lo que pretendía y dediqué el resto de la noche a cocinarla a fuego suave. Compartimos una porción de tarta de mandarina de postre intercambiando dardos con segundas. Pagué la cuenta y dimos un paseo largo, pues ella misma me lo pidió para despejar el vino. Pasé por la licorería y mientras ella se hacía la rezagada compré una botella de mojito ya preparado. Todo se había acelerado en solo un par de horas. El burdo coqueteo de Giancarlo me había puesto celoso. Los calculados atrevimientos de la rubia me tenían a mil. Nada más meternos en el ascensor, sobre la una de la madrugada, fue ella la que obvió los formalismos comiéndome la boca. La miré después de saciarnos.

—Estás tan bella… no quiero que te toque ni la brisa. Te quiero solo para mí.

—Y tuya he sido siempre, cariño.

Llegamos al apartamento y ella se dejó caer en el sofá. Yo fui a la cocina, desde donde podía verla sonreírme, a buscar copas y hielo. Preparé un par que dejé sobre la mesa baja, junto con una cubitera. Encendí el hilo musical y volví a su lado.

—¿Un baile, madame? —Le tendí la mano mientras sonaba una versión instrumental de Against all odds, de Phil Collins.

En el apartamento a media luz montamos nuestro propio reservado con barra libre. Yo le sacaba unos 15 centímetros con los tacones puestos. Se pegó a mí de manera que podía inhalar su perfume. La rodeé con mis brazos y comenzamos a movernos lentamente al compás de piano, guitarra y saxo.

—No sabía que bailaras tan bien. A tu padre también le gustaba. Me robó el primer beso bailando. —Rio.

—Soraya me enseñó. Déjate llevar, Cloti…

—Uuuuummmm… me gusta tanto, cielo… —Apoyó la cabeza en mi hombro.

Terminó la pieza y sonaron unas cuantas baladas de los ochenta. Mi mano bajaba cada vez más hasta tocar tierra —o cielo, según se mire— en sus carnosas nalgas. ¡Qué delicia! Cloti suspiró. La besé suavemente y se me derritió como un helado al sol.

—Voy a quererlo todo, te lo advierto… —Me clavó esos ojos azulísimos que eran dulces y cortantes a la vez.

—Te repito lo que te dije al salir: puedes pedirme lo que quieras…

No escuché más canciones porque nos entregamos a los besos como dos novios. Saliva, perfume, sus dedos en mi espalda, los míos en su culo. Así estuvimos una eternidad hasta que me miró.

—Me molestan los zapatos… y estoy acalorada. —Sonrió.

Ella se sentó en el sofá de rinconera y bebió un sorbo de su copa, que luego me ofreció a mí. Lo saboreé con deleite y me arrodillé ante ella para descalzarla. Tenía las uñas pintadas de un rosa muy claro, casi nacarado. Aparté las sandalias y acaricié sus pies, primero con los dedos, luego con mis labios. Me gustó tanto la suavidad de su piel que seguí ascendiendo, levantando la falda de su vestido para besar sus piernas. Lo hice con avaricia, como si no hubiera cenado suficiente. Cuando alcancé sus muslos, ya suspiraba. Levanté del todo el vestido y ella me ayudó dando un saltito para dejar la lencería a la vista. Le quité la prenda exterior por la cabeza y descubrí que su escotado sujetador hacía juego con las mínimas braguitas de encaje, ligeramente húmedas. Sonreí y me desnudé yo lo más rápido que pude, dejándome solo un slip blanco puesto. Me gustaba hacer pecho y brazos en el gimnasio para compensar tantas horas de pantalla, así que Cloti no dejaba de mirarme. La besé.

—Estás preciosa… desde las uñas de los pies hasta el agujero por donde cagas…

Soltó una carcajada larga y dulce, me abrazó y me metió un morreo larguísimo. Entre risas y besos dejamos la botella de mojito por debajo de la mitad. Apenas quedaban tres o cuatro hielos en la cubitera. Tomé uno pequeñito entre dos dedos y lo pincé entre mis labios, procurando que no se derritiera. Le desabroché el sostén y sus pezones se pusieron todavía más duros en cuanto rocé su escote con el hielo. Jadeó. Apenas tuve tiempo de rozar alternativamente sus pechos con el cubito, que se licuó descendiendo en gotas por su vientre hasta el ombligo. Dos o tres gotitas traviesas se colaron por dentro de la braguita y se le escapó un gemido de hembra caliente.

—Oooooh…

Tenía el refuerzo empapado y no de agua. La morreé con ganas acariciando sus pechos un rato hasta que por fin me alimenté de ellos. Era delicioso mamar aquellos gordísimos pezones, perfumados de colonia y sudor.

—Así, así, cielo… uuuuuuuuuuuummm —jadeaba ella acariciándome la coronilla.

No me hartaba de comer las tetas que me habían dado leche cuando nací y ahora me estaban dando un festín. Ya me apretaban los calzoncillos y tenía la tela dada de sí por la erección. Me los quité, la volví a morrear y le dije al oído:

—Me tienes loco, rubia… te voy a comer el coño y a echar un polvo que vas a ver a Dios…

—Siiiiiiiiiiii, mi amor, hazme lo que quieras… soy tuya… solo tuya…

Tiré de sus braguitas hacia abajo y ella colaboró para que acabaran en el suelo. Se me abrió de piernas mostrando un triangulito de vello castaño oscuro, no tan rubio como su pelo, pero sin ser negro. La falta de bronceado era notorio en el coñito, tan perfecto como el de una muchacha.

—¡Qué belleza! —susurré—. Te mojas como una flor, me encanta…

—Es… es un tratamiento del ginecólogo mi amor… unos óvulos que me pongo por la menopausia…

—Tranquila… aquí está tu hombre para hacerte feliz…

Tomando el ombligo como punto de partida, mi boca empezó la singladura hacia abajo, al tiempo que mi anular fue enviado en exploración avanzada. Dio un respingo de gusto en cuanto lo notó dentro. Estaba caliente y empapada, era delicioso. Dejando besos sobre su monte de Venus, localicé su perla a punto de salir del capuchón. Aceleré el recorrido hasta besar con cuidado los labios mayores.

—Ooooooooooooooh… —gimió.

Froté su clítoris con el dedo y me lancé a comer aquel manjar maduro, mojado y oloroso. Lamí y chupé a mi gusto, sintiendo la verga dura como el mármol. Cloti empezó a sacudirse como poseída y lanzó un chillido al correrse:

—Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

Salí a respirar y la vi desmayada, congestionada y feliz en el sofá, que mostraba una mancha con el charquito de su goce, Volví a besarla y ella aceptó con hambre su propio sabor.

—Túmbate… —Le susurré mordiéndole el cuello.

Se me ofreció entera en la cheslón del sofá, abierta de piernas con sudor en el canalillo y ojitos suplicantes. Me coloqué sobre ella regalándole más besos. Sus manos tomaron enseguida posesión de mis nalgas.

—Tómame, cielo… hazme el amor…

La envainé en dos tiempos, con cuidado, pues el calibre de los Alarcón era respetable a lo largo y a lo ancho. Arqueó la espalda y me recibió con complacencia.

—Te amo, te amo, Cloti… eres mi mujer perfecta… —La besé.

—Y tú mi hombreeeeeeeeeeeee… siiiiiiiiiiii… ooooohhh…

Inicié el vaivén muy suave, mamando teta cuando me apetecía. Enseguida acopló ella el compás de su cadera al mío, con el rítmico chocar de nuestros cuerpos tapando las baladas del hilo musical. Sudábamos, gemíamos, gozábamos en aquella noche tropical con las olas de Mediterráneo murmurando a lo lejos. Dos veces me apretó en orgasmos exquisitos que era como dulces antesalas de la muerte. La veía agitarse, despeinada y febril, jadeando mi nombre casi sin resuello y me sentía el ser más feliz del universo. Al fin, a la tercera notó mi agitación y susurró:

—Échala, mi rey… lléname las entrañas… date ese gusto, mi vida…

Me dejé ir. Sentí nacer el clímax en el bajo vientre, sentí latir el ano en sacudidas rítmicas que acercaban la leche a la punta. Una última contracción de su majestuoso coño me arrancó la semilla en tres oleadas gloriosas que chillé a quien quiso oír:

—Me corrooooooooo… uuuuuuuuuufff…

Caí sobre la blanda almohada de sus pechos felizmente extasiado. Nunca había experimentado un orgasmo tan sublime. Para la inmensa mayoría de la gente era algo reprobable, pero para mí fue la más pura expresión del amor. Tardamos unos minutos en volver a respirar normalmente. Sentí sollozar a mi amante en hipos contenidos que intentaba engullir. Le acaricié el pelo.

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?

—No, cielo… —Clavó sus ojos en los míos—. Ha sido maravilloso volver a sentirte dentro de mí… no quiero a un sustituto de tu padre… te quiero a ti… —Me besó.

Mi verga salió sola al perder firmeza. Nos dedicamos mimos, caricias, besos de novios recientes. El agotamiento nos sorprendió abrazadísimos y en el sofá echamos un primer sueño, hasta las seis y pico de la mañana. Nos despertamos, fuimos al baño y nos metimos en la cama. Abracé a Cloti contra mí en cucharita bien prieta:

—Te amo, Cloti y pienso dedicar el tiempo que nos quede a hacerte feliz.

La rubia dormía todavía cuando fui a preparar el desayuno y a recoger la ropa que habíamos dejado en el salón. La voz aterciopelada de Bryan Ferry susurrando la letra de Slave to love con su aura de caballero británico dentro de un traje a medida me hizo darme cuenta de que no había apagado el hilo musical. Lo hice con una sonrisa bobalicona justo antes de ir a la cocina a preparar café, tostadas y un bol de yogur griego con frutos secos. Mi amante seguía en la tierra de los sueños cuando regresé a la habitación.

—Buenos días, mi reina… —susurré al oído de la rubia para despertarla mientras le daba un piquito en los labios.

Esa mañana desayunamos con calma y después clavó sus ojos en los míos. Sin decirle nada ella solita me bajó los gayumbos y empezó una mamada lenta, de experta, que me llevó al paraíso. Yo no hacía otra cosa que gemir con aquellos labios succionando mis cojones y mi tranca como si estuviera en ayunas. Se hartó Cloti de comer polla a su gusto y al mío. Cuando la vio dura y pringosa de sus babas, me regaló un exquisito polvo a cuatro patitas, jadeando como una enferma mientras le bailaban las tetas:

—Así, así, así, mi amooooor… aaaah…

En la habitación solo se oían nuestras respiraciones y mis huevos chocando al embestir. Apretaba en orgasmos deliciosos que explicaban bien claro lo mucho que disfrutaba la nueva postura.

—Te gusta un rabo gordo bien profundo, rubia… —Plas, plas, la azotaba hasta dejarle las cachas rojas.

—Siiiiii… me encantaaaaaa ohhh… siiii… cariñooooo… —berreó antes de sacarme la leche.

Hicimos el amor durante las cuatro noches restantes como una pareja más. Buscamos calas perdidas, poco accesibles, donde poder bañarnos en pelotas y relajarnos lejos de curiosos. La última noche, mi amante me regaló una exquisita cubana y recibió mi esperma en su cara y en sus pechos.

Valdemorillo seguía igual cuando volvimos, aunque nosotros ya no. Me dejé bigote y barba recortada, me reincorporé al trabajo, a la rutina, a la vida madrileña que cada vez nos gustaba menos. Cloti venía a dormir a mi cama los fines de semana para compartir placeres inacabables. Muchos domingos gloriosos me despertaba con una mamada que acababa en un par de polvos. Yo solía llevar luego el desayuno a la habitación para recuperar las energías gastadas en joder como animales. Un día, despeinada y agotada de correrse, se incorporó luciendo sus preciosas tetas y me dijo:

—Llevo tiempo pensando en algo importante… ¿y si nos vamos a vivir a la costa? Tú y yo. Solos. Como ahora, pero con una nueva vida. Una vida elegida por nosotros.

La miré con detenimiento, fijándome en sus patas de gallo que, lejos de avejentarla, otorgaban personalidad a su mirada. Habían pasado tres años y el dolor seguía acompañándonos, pero sin ahondar la herida. Formaba parte de lo que llevábamos a cuestas en forma de recuerdos, vivencias, aprendizajes. Portar esa mochila empezaba a ser bonito, no traumático. El tiempo, al fin, cicatrizaba nuestras almas a su modo, dándonos permiso para sonreír.

—Papá y tú erais polos opuestos: tú de mar, él de montaña; tú calmada, él nervioso, tú de letras, él de números. Aún me pregunto cómo funcionó lo vuestro. —Me reí.

—Nos complementábamos. En las cosas fundamentales de la vida, éramos dos gotas de agua. ¡También en la cama! —Soltó una carcajada—. Nunca voy a olvidar a tu padre, fue mi amor, me lo dio todo. Pero hay tantas cosas aquí que me recuerdan a él… a veces, tengo la sensación de que nunca saldré del duelo si no…

—…si no sales de Madrid —completé para evitarle el mal trago—. Entiendo lo que quieres decir. Y me parece estupendo.

Siete meses después de aquella conversación, en marzo, encontramos un ático con terraza y vistas al mar en Cabo de las Huertas, uno de los mejores barrios de Alicante capital. Setenta metros cuadrados, paredes blancas, cocinita de revista con encimeras de mármol. Fue un golpe de suerte, pues estaba en manos de un banco y le urgía deshacerse de él. No lo pensamos dos veces. Pusimos en alquiler la casa de Valdemorillo y el primer día de julio nos mudamos. Cada día que pasa estamos más satisfechos de haber tomado la decisión, que además nos permite vivir aún más desahogadamente que antes.

Hace por estas fechas justamente un año que afincamos en el Levante. Puertas afuera somos Luis Alarcón y su madre viuda Clotilde García, pero puertas adentro compartimos gastos, vida, cama, clímax. Yo me he dejado barba, que luzco bien recortada para poner cachonda a ni amante. El segundo dormitorio es mi despacho, donde trabajo y guardo mis cosas. Muchas mañanas pasea por mi teclado Laly, nuestra gata siamesa. Viajo a Madrid una vez al mes, pero me las apaño para no pasar ninguna noche lejos de mis hembras. Felina y humana son bellas, mimosas, complacientes, pero la segunda saca las uñas si al entrar en celo no está su macho para satisfacerla. Hace poco, empezamos a rastrear oportunidades en el norte para pasar los veranos al fresco, también a pie de playa. Este año vamos a ir a ver una casita con jardín en la costa cantábrica que nadie quiere por considerarla pequeña: 85 metros de vivienda y 600 de terreno
 
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