Curvas prohibidas: Cómo mi cuerpo se convirtió en un secreto que nadie pudo callar

Danysping

Virgen
Registrado
Sep 17, 2025
Mensajes
3
Likes Recibidos
2
Puntos
3
"Mierda, uno nunca se espera que la vida le meta semejante revolcón. Uno cree que lo ha visto todo, que ya pasó el susto grande, pero no, el destino es más mañoso que un culebrero en feria de pueblo".

Después de lo de Jhon, sentía el cuerpo como un vacío, un hueco que no me dejaba en paz. Él se fue pa' la USA, la mamá se lo llevó buscando una vida "mejor", y yo me quedé aquí, con el recuerdo de esos "juegos divertidos" que él solamente lo disfrute y me hacía sentir muy bien.

Extrañaba esa vaina, sí, lo admito. Esa curiosidad que él me despertó en esos juegos rico, esa forma de sentir el cuerpo que, hasta ese momento, pensaba que era normal e inocente.

Pasaron unos tres años después de eso, y en todo ese tiempo, no volví a tener esa experiencia o vivencias que sentí con jhon, con nadie más. Esa parte de mí se apagó por ese entonce, se congeló como agua en nevera. Pero el destino, que es un jodido, no había terminado conmigo.

No, señor. Cuando cumplí los once, recién celebrado mi cumpleaños, la vida me tenía preparada una sorpresita de esas que te vuelven a armar de una manera que ni te reconoces.

Mi cuerpo. Ah, mi cuerpo… De repente, esa vaina empezó a cambiar de una forma que no entendía un carajo. Mientras los otros pelados de mi edad se ponían flacos, huesudos, con hombros que les salían como espinas y músculos duros de tanto jugar fútbol, el mío era otra historia. Era como si la naturaleza hubiera querido jugarme una broma pesada, o quizás, como si tuviera un plan macabro conmigo.

Para mi cuerpo a los onc3, la cintura se me fue poniendo más delgada, como si alguien la hubiera cincelado para que se curvara hacia adentro, suave, sin una sola traza de lo que en un hombre se supone que debe ser: plano y duro. Después, la cosa se ponía más rara: las caderas se me ensanchaban de una forma que hacía que los pantalones escolares se ajustaran de más, apretándome como un embutido.

Y ni hablar de mis nalgas. Esos eran el colmo. Prominentes, redondos, como si hubieran sido diseñados para que se notaran en cualquier prenda, sin importar lo que me pusiera. Las piernas, gruesas y torneadas, con muslos que se rozaban al caminar, dándome un andar natural, sí, pero con un leve contoneo que no podía controlar, que me delataba. Y mi abdomen, ¡ay, mi abdomen! Plano y suave, sin esa definición muscular que los chicos presumían después de jugar fútbol. Era como si mi propio cuerpo estuviera gritando algo que yo aún no entendía, pero que todos los demás sí: "No soy como ellos".

Al principio, la confusión era total. Me daba una vergüenza que no podía con ella, me escondía, me miraba en el espejo como si viera a un extraño. Pero con el tiempo, eso se convirtió en parte de mí, en algo que, a pesar de todo, aprendí a amar. Pero ese amor era una mezcla rara, ¿sabes? Un amor que nacía de la aceptación, pero que convivía con el miedo y la incomprensión.

En casa, mi cuerpo se volvió un campo de batalla. Mis padres discutían todo el tiempo por mí. Mi papá, un hombre rudo, de esos que te tumban una pared con un puño y que trabajaba en construcción, no podía soportarlo. "¡Actúa como un hombre, carajo!", me gritaba con esa voz aguardentosa que me hacía temblar, cuándo me veía caminar o cuando elegía ropa que me gustaba, como camisetas ajustadas que marcaban mi figura. Él decía que yo era "afeminado", que mi "condición" era una excusa, y que necesitaba "endurecerme".

¿Pero cómo carajo? Mi cuerpo no cambiaba por más que lo intentara. Corría, hacía ejercicios hasta sudar como cochino, pero nada: las curvas seguían allí, cada vez más notorias, más obvias. Mi mamá, en cambio, era mi único refugio. Ella me defendía, me decía que era perfecto tal como era, que esa vaina no era mi culpa. "Eres mi hijo, y te amo así, mi Danielito", me susurraba cuando el viejo no estaba, abrazándome fuerte.

Pero las peleas escalaron, hasta el cielo, y un día.

Hasta que un día, reventó.
“¡No aguanto más esta mierda en mi casa!” —gritó, señalándome como un acusador —.
Y adivinen qué pasó.


SE FUE.


Dijo que no podía vivir con "eso" en casa, refiriéndose a mí, como si yo fuera una plaga. Nos dejó, a mi mamá, a mis hermanas, ya mí. Se mudó con otra vieja, y cuando se despidió, lo último que me dijo fue: “Tú tienes la culpa”.


Esa noche lloré como un maldito. ¿En serio yo era el problema? ¿Era mi cuerpo lo que había roto mi familia?
Mi mamá me abrazó fuerte. "No es tu culpa, mi amor. Tú eres perfecto así". Pero por dentro, yo me preguntaba: ¿Era yo el motivo? Llegué a pensar que todo eso también fue culpa de Jhon, que en cierto punto él me volvió más "afeminado" a mi corta edad, que lo que pasó entre nosotros me marcó de una forma que se manifestaba en mi cuerpo y en mi actitud.
Pero mi mamá me abrazó, me apretó contra su pecho y me dijo que no, que yo era su bendición.


Las vacaciones terminaron, y pronto pasaría a grado superior en la escuela, y de ahí, la vida me tenía preparadas unas cosas que me iban a volar la cabeza, que me iban a marcar para siempre.

"Danielito, ¡apúrate!" gritó mamá desde la cocina. "El uniforme nuevo te espera."

El uniforme nuevo colgaba del clavo como un traidor. Pantalón azul marino, camisa blanca. Simple, hasta que me lo puse. El uniforme me quedaba como un guante, pero no de esos que te quedan bien, sino de los que te delatan. Los pantalones se me pegaban a los muslos y a las caderas, haciendo que mis nalgas se marcaran de una forma que atraía miradas, unas miradas raras, cargadas de morbo.

Las camisas se ajustaban a la cintura, y cuando me movía, todo parecía exagerado, como si yo fuera una caricatura.
El cierre apenas subía por mis nalgas redondos, duros como piedras de río. Al agacharme por la mochila, sentí el tejido tensarse peligrosamente entre mis muslos gruesos.


"Llego el día, de mi nueva escuela y compañeros, por desgracia".

"¡Danielito, vas a llegar tarde!" gritó mamá. Su voz sonaba cansada desde la cocina, donde el olor a café quemado se mezclaba con humedad. Bajé las escaleras con ese andar que no podía evitar—un leve contoneo de caderas que hacía vibrar los peldaños de madera.



En la escuela, la vaina era peor. Pero lo más humillante para mí eran las clases de educación física.


Teníamos que ponernos shorts tipo licra, esos ajustados que supuestamente son cómodos para correr o jugar. En mi caso, me quedaban como una segunda piel: cortos, subiéndose por mis muslos gruesos, resaltando el redondeo de mis glúteos y dejando poco a la imaginación.

La camisa del gym también se pegaba al abdomen y al pecho, que aunque no era desarrollado como el de una chica, tenía una suavidad que no encajaba con los demás chicos. Me sentía expuesto, como si estuviera disfrazado de algo que no era, de algo que no debería ser.

Los comentarios empezaron pronto, como veneno. Mis compañeros me miraban raro en el vestuario, se me quedaban viendo con esos ojos que te taladran. "Oye, pareces una niña con esas curvas", decían algunos, riendo, como si mi cuerpo fuera un chiste. Otros eran más crueles, más punzantes: "¡Mira cómo camina, como una putita!". Al principio, me dolía, me quemaba por dentro.

O al ponérme en el vestuario la ropa del gym, esa cosa del tejido frío se pegó a mis glúteos como una segunda piel. "Uy, Daniel, parece que te robaste el uniforme de tu hermana", soltó Ramiro, el más grandote. Risas cortaron el aire mientras el short subía por mis muslos gruesos, dejando al descubierto demasiado.

Me escondía en el baño durante los recreos, llorando en silencio, preguntándome por qué mi cuerpo me traicionaba así de esa manera.

Pero lo peor eran los profesores. Algunos, en lugar de protegerme, de ser esos adultos que te guían, se aprovechaban. Durante las clases de gym, cuando enseñaban posturas o ejercicios, un profesor en particular se acercaba para "corregirme", pero sus manos… Ay, sus manos no eran de maestro. Me tocaba la cintura o los muslos, con una suavidad que me erizaba la piel, diciendo "así, relájate".

"Iniciado las clases de educación física"

El profesor Santana silbó para empezar. "¡Estiramientos, muchachos!". Me agaché, sintiendo cómo el short se estiraba peligrosamente entre mis nalgas. Sus pasos se acercaron. "Así no, Daniel", dijo con voz ronca. Sus manos callosas me agarraron la cintura estrecha.

"Relaja...". Sus dedos bajaron, rozando la parte alta de mis muslos, despacio, como midiendo. El aliento se me cortó. Olía a tabaco y sudor viejo. "Más suave...", murmuró, y sus palmas se deslizaron hasta mis glúteos, apretando con disimulo.

El tiempo se congeló. Sentí su dedo índice hundirse un segundo en la raya, justo donde la tela cedía. Fue un toque rápido, pero mi piel ardió como si me hubieran marcado.


Esos contactos… esa sensación, me recordaba mi vida, lo sucedido con Jhon, ese pasado que creí enterrado. Las manos del profesor se demoraban más de lo necesario, y yo permanecía congelado por el miedo, la vergüenza, no decía nada. Otros profesores murmuraban entre ellos, con miradas curiosas y despectivas, y una vez escuché a uno decir: "Ese chico tiene un cuerpo que confunde".



Recibía tocamientos sutiles en los pasillos, manoseos rápidos que me dejaban con una sensación de suciedad encima, como si me hubieran restregado por el lodo. El patio de la escuela era un infierno de miradas. Sentí los ojos clavados en mis pantalones ajustados mientras cruzaba hacia el salón. "Mira cómo le baila el culo al marica", susurró alguien.


Mis muslos se rozaban con cada paso, ese roce suave que me hacía sentir desnudo. Agarré la mochila con fuerza, las uñas hundiéndose en la tela, mientras mi cintura estrecha marcaba la camisa blanca empapada de sudor. *No mires*, me repetía, pero hasta los profesores seguían el vaivén de mis caderas con esa sonrisa rara.

Salí arrastrando los pies al pasillo, donde las risas eran cuchillos. "¡Eh, Danielita! ¿Te gustó que el profe te masajeara?" gritó Ramiro, rodeado de su manada. Sus amigos imitaron gemidos obscenos. *No mires. Respirá.* Cada paso era una batalla contra el contoneo que nacía de mis caderas anchas.

Al doblar hacia matemáticas, una mano rápida me pellizcó el glúteo derecho. "¡Uy, qué duro!" chilló una voz. Me giré, pero solo vi espaldas corriendo. El dolor punzante se mezcló con la vergüenza.

Mis shorts de licra, cortos y pegados, parecían un blanco perfecto.

Era un niño de 11 años, pero mi cuerpo atraía la atención de adultos.

Llegue a la casa sin ánimo y sin anda que hijueputa de ánimo más chimba.

AL OTRO DIA DE CLASES.

Las cosas no cambiaron, era aun mas peor que ayer.
En el salón, me senté al fondo, tratando de hacerme invisible. Pero la silla crujió bajo mis muslos gruesos. La profesora Márquez, una mujer delgada con lentes de marco dorado, pasó junto a mi pupitre. Su mirada se detuvo en mis piernas torneadas, visibles bajo el escritorio.


"Daniel, deberías usar pantalones del uniforme formal en clase", dijo en voz baja, pero lo suficiente para que todos escucharan. "Esto... no es apropiado". Calor subió por mi cuello. *¿Apropiado?* El short era reglamentario. Pero sus ojos no mentían: veían algo sucio donde solo había piel.

El timbre del recreo fue un alivio. Corrí al baño, escondiéndome en el último cubículo.


Afuera, voces de profesores hablaban mientras se lavaban las manos. "Ese niño es un problema", dijo uno. "Con ese cuerpo... atrae miradas. Santana ya tuvo que 'corregirlo' en gimnasia". Reían. Un ruido húmedo, como un beso, cortó el aire. "Pobre. Pero si se viste así, ¿qué espera?".


Apoyé la frente contra la puerta fría. Mis manos temblaban sobre los shorts negros, sintiendo donde el tejido se hundía entre mis glúteos. *¿Por qué no me crece como a los demás?* Pensé en Jhon, en sus manos calientes bajo mi ropa a los ocho años. Ahora todos querían tocarme, pero con desprecio.

Al salir, Ramiro y sus amigos bloqueaban la salida. "Oye, Danielita", dijo, mirándome de arriba abajo. Sus ojos se clavaron en mis muslos. "¿Sabes que dicen por ahí de ti? Que te gusta que te toquen".

Empujé contra él, pero era un muro.
"¡Déjame!". Su mano voló rápido, pellizcándome el glúteo izquierdo. "¡Uy, como un melocotón!". Los otros rieron. Corrí escaleras abajo, sus gritos persiguiéndome: "¡Corre, mijita!". En el patio, me refugié bajo un árbol. Un grupo de chicas de sexto me miraban.


"Pobrecito", susurró una. "Tiene más curvas que nosotras". Otra rió: "¿Será verdad que el profe Santana...?". Me abracé las piernas, sintiendo mis muslos gruesos temblar. El short subía, exponiendo demasiado piel. *Si tan solo pudiera desaparecer*.

En En la clase de arte, la profesora pidió dibujar "algo bello". Elegí el manglar. Mientras pintaba raíces retorcidas. De repente, un papel doblado cayó en mi mesa. *Abierto*. Dentro, un dibujo burdo: yo, con faldita, y el profe Santana detrás, sus manos enormes sobre mis glúteos.

Abajo, letras torpes: "PUTA". El corazón se me hundió. Alcé la vista. Ramiro sonreía, haciendo un gesto obsceno con la lengua. Rompí el papel, pero las risas ya empezaban. La profesora ni miró.

Para camino a casa fue otra mierda. Cada paso hacía que mis muslos rozaran, ese suave roce que ahora sentía como un látigo. Los shorts de licra, cortos y pegados, parecían gritar. En la esquina del parque, un grupo de chicos mayores fumaba. "¡Eh, nenita!", gritó uno. "¿Cuánto cobrás por una paliza?". Corrí, pero sus carcajadas me seguían como perros. *¿Por qué mi cuerpo los enciende así?* Pensé en papá. "Endurecete", me decía. Pero mis curvas eran de piedra, duras e inamovibles.

Ya en casa, mi mama estaba cocinando, me preguntó como me fue, yo traté de disimular, diciéndole que todo estaba muy bien, no quería decirle todo lo que vivo en la escuela, por que aún estábamos tocados con la separación reciente de papá, y no quería traerle otro problema más.

En el cuarto, me quité el uniforme de gym. El espejo del armario no mentía: caderas anchas como olas, muslos que se juntaban sin espacio, glúteos altos y duros. Toqué mi abdomen—suave, sin rastro de los cuadritos que los otros chicos mostraban con orgullo. Una línea fina bajaba del ombligo, como un secreto dibujado. *¿Por qué no soy normal?* Las lágrimas llegaron cuando vi las marcas rojas donde el short me había apretado. Huellas de guerra.

Después de lavar los platos, me encerré en el baño. El agua caliente quemaba, pero no limpiaba. Me froté los muslos hasta enrojecerlos, donde Ramiro me había pellizcado. Las marcas eran lunares violáceos sobre piel dorada. Al enjabonar mis glúteos, redondos y firmes, los dedos me temblaron.

Recordé el dibujo: *PUTA*. El jabón se me resbaló, y al agacharme para recogerlo, el espejo empañado mostró mi silueta curva—caderas estrechándose, luego abriéndose como un reloj de arena. Pensé de repente. *Soy bonito*. El pensamiento me golpeó. ¿Bonito? ¿O solo un juguete?.

Al día siguiente, el uniforme de gimnasia me esperaba como un verdugo. En el vestuario, Ramiro y sus secuaces ya acechaban. "¡Uy, la putita llegó temprano para que el profe la 'ajuste'!" gritó, mientras el short de licra negra se me pegaba al sudor frío.

Al agacharme por las zapatillas, sentí el tejido estirarse peligrosamente entre mis nalgas. Un susurro recorrió el lugar: "Miren cómo se le marca todo". Santana entró silbando. "¡A formar fila, flojos!". Su mirada me rozó como un dedo sucio. "Daniel, tú primero.

Demuestra el ejercicio de abdominales". Puta madre, y ahora por que yo de nuevo, susurré en voz baja. Me tendí en la colchoneta, las piernas flexionadas. El short subió, exponiendo mis muslos internos, pálidos y temblorosos.

"Así no", dijo él, arrodillándose a mi lado. Sus manos callosas aplastaron mi vientre suave. "Aprieta aquí". Sus dedos bajaron, rozando el borde del short, tan cerca de donde no debían. Olía a alcohol barato y menta podrida. "Más fuerte", jadeó, y su pulgar se hundió en el pliegue de mi ingle. Un gemido escapó de mis labios. Los otros se rieron. Él sonrió. "Eso es, chico. Siente el fuego".

Al día siguiente.

El miedo me acompañó al colegio lo que mierda sea, pero me acompaño. En el vestuario, Ramiro ya esperaba con una sonrisa de hiena. "¿Soñaste conmigo anoche, Danielita?".

Sus amigos rieron mientras me cambiaba. Sentí sus ojos clavados cuando el short de licra subió por mis muslos. "Mirén eso—parece traje de baño", escupió uno. Agacharme para amarrar las zapatillas fue una tortura: la tela se estiró, revelando la curva completa de mis glúteos. Un silbido agudo cortó el aire. "¡Orden!" gritó Santana desde la puerta. Su mirada me desnudó lentamente.

En la cancha, hizo que todos corrieran vueltas. "¡Tú al frente, Daniel!" ordenó. Corrí sintiendo cada movimiento amplificado: los muslos rozándose, el short subiéndose, el sudor frío en la nuca. Detrás, oí a Ramiro jadear: "Miren cómo se le mueve el culo... como gelatina".

Santana no corrigió. Al terminar, me llamó aparte. "Te falta flexibilidad", dijo, palmeando mi cadera. Su mano bajó hasta el muslo. "Aquí tenso, ¿ves?". Sus dedos presionaron la piel suave cerca de la entrepierna. Olía a cigarro y desprecio. "Ven después de clases. Te doy... ejercicios especiales y pieda que te de puntos extras".

CONTINÚA...
 
Arriba Pie