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Cosas entre Vecinos - Capítulos 01 al 02
Nuria y Marga eran amigas y vecinas. Vivían en un adosado de las afueras y tenían muchas cosas en común. Ambas eran cincuentonas (Nuria tenía 52 años y Marga 54), estaban casadas con hijos y, lo que es más llamativo, las dos le ponían los cuernos a sus maridos. Sin remordimientos y sin vergüenza, pero con discreción, eso sí. Hasta aquí nada que se salga de lo normal. Bueno, más o menos. Lo que sí era llamativo y le daba un plus morboso al asunto es que las dos tenían al amante viviendo en casa. Pues las dos eran las putas de sus respectivos hijos. A Nuria se la follaba Ramón, su hijo pequeño, de 24 años, que todavía vivía en casa y a Marga, Alfredo, hijo único de 28 años, que todavía no había abandonado el nido familiar, aunque por poco tiempo, ya que tenía previsto casarse en unos meses. De momento, no obstante, se dedicaba a taladrar los agujeros de Marga, día sí y día también, apurando los últimos meses de relación incestuosa con la puerca de su madre. Así y todo, no tenía la más mínima intención de terminar con el asunto incluso después de casado. Ya encontraría el modo de ir dándole caña a su puta madre en ratillos sueltos. Todo es cuestión de organizarse.
Obviamente, ni Jorge, de 58 años, ni Orlando de 63, maridos respectivos de nuestras protagonistas, tenían ni puta idea de lo que estaba ocurriendo en su hogar en cuanto se daban la vuelta. Pero eso, amigos, le daba mucho más morbo al asunto y mantenía excitados tanto a los hijos como a las adúlteras madres.
Para Ramón, por ejemplo, resultaba casi imposible no empalmarse como una viga mientras contemplaba el pandero de Nuria, su madre, haciendo las tareas de la casa, con aquella camiseta vieja y medio transparente que le llegaba a medio muslo, agachándose incitante cuando detectaba que el cornudo de Jorge empezaba a sestear frente a la tele. Se agachaba mostrando el tanga de guarra que su hijo le obligaba a usar para excitarlo, en las calurosas tardes de verano. Por supuesto, la cosa solía acabar como el rosario de la aurora, con Ramón follándose a su madre de pie en la cocina, tapándole la boca para evitar que sus gemidos alertasen a su pobre padre, y soltando una buena ración de leche en el chumino materno.
A Alfredo, por su parte, le encantaban las mamadas matutinas con las que le despertaba su madre. La jamona dejaba al viejo desayunando y subía al piso de arriba del chalet a doblar la ropa, como le decía al pobre cabrón. La muy puta tenía tanta práctica que no tardaba ni diez minutos en bajar después de deglutir una buena ración de esperma matutino de su amado hijo. Y nunca olvidaba darle un besito a su marido antes de que fuese al banco a trabajar. Más que nada para que se llevase en los labios el sabor del verdadero macho de la casa.
Sobra decir que ninguno de ambos cornudos tenía la más mínima posibilidad de ocupar la cama de sus mujeres desde hacía tiempo. Éstas habían desterrado el sexo con ellos desde que sus hijos les impusieron el exclusivo control de sus cuerpos. Los cornudos, al principio, desconocedores de la causa, se resistieron a acatar la sentencia. Pero, entre la edad, que ya les iba pesando y el poco interés que pusieron ellas en sus últimos polvos, el sexo pasó a ser un lejano recuerdo en sus vidas. Centradas en esos momentos en la televisión, el fútbol, alguna pajilla, la comida y poca cosa más.
Todo había empezado casi por casualidad, cuando ambos chicos, amigos también desde siempre, a pesar de los años que se llevaban, tuvieron una charla etílica en una despedida de soltero de otro amigo común, en la que hablaron del tipo de mujeres que les gustaban y de sus fantasías eróticas. Mejor sería decir, pornográficas…
Las jamonas maduras eran su prototipo y, cubata va, cubata viene, acabaron confesándose mutuamente el interés por la madre del otro. De ahí pasaron a un pacto etílico por el que se ayudarían a follarse a sus respectivas progenitoras.
Al día siguiente, avergonzados, con una resaca tremenda, tuvieron un intercambio de whatsapp para ver qué era exactamente lo que habían dicho de sus madres. Quizá se les había ido la olla.
Fue Ramón, el más joven, el que, mientras chateaba en la cocina, tratando de ingerir una tostada con café el que, al ver el culazo materno agachado de Nuria, su madre, limpiando el horno, embutido en un breve y elástico pantaloncito corto del que se le escapaban los cachetes del culo, el que, sin poder evitarlo, le hizo una foto y se la mandó a su amigo. De ese modo, interrumpió el amago de disculpa y retractación por la conversación del día anterior en el que se confabularon para follarse a las jamonas.
A Alfredo, al contemplar la foto, se le tensó la polla al instante. Por desgracia no pudo corresponder a su amigo con una imagen similar, porque su vieja había salido de compras. Lo que sí hizo, fue frenar ipso facto, el proceso de arrepentimiento y decir en un breve mensaje:
«¿Sabes qué, tío? ¡Seguimos adelante! Con dos cojones… ¡Ese culo pide polla!»
«¡Genial, Alfredo! Ya encontraremos la forma», respondió brevemente, Ramón, mientras seguía mordisqueando la tostada y mirando embobado el culo materno, que se agitaba rítmicamente. Ramón no tardó mucho en notar, viendo los vaivenes del gelatinoso pandero que se movía vigoroso impulsado por la mujer, que frotaba el horno con fuerza, como su polla se endurecía sin poder evitarlo.
En la cocina no podía pajearse, de modo que hizo un par de fotos más y un video cortito y se fue al lavabo, donde, tras rebuscar entre la ropa sucia, se corrió en un par de minutos olfateando las bragas king size de su madre contemplando las fotos del móvil.
Los dos jóvenes no veían la forma de conseguir su objetivo, hasta que, por pura casualidad, la suerte se les puso de cara.
Como hemos dicho, sus madres se llevaban muy bien. Formaban parte de un grupo de amigas que solían quedar para ir a cenar, al cine o actividades similares un par de veces al mes. Lo venían haciendo desde hacía años y era algo que los maridos tenían perfectamente asumido. Tampoco les venía mal a la mayoría quedarse solos en casa viendo deportes o alguna película de acción y tomando cerveza y pizza sin tasa.
Prácticamente todas eran casadas, salvo un par de solteras y una de ellas que estaba divorciada. Fue ésta la que propició el vuelco de los acontecimientos. Se llamaba María, vivía sola, tenía dos hijas mayores ya emancipadas. Había conocido a un tipo por Tinder y, tras varios meses de relación, decidió empezar una nueva aventura… Que se casaba, vamos. El caso no sería especialmente relevante, si no fuera porque el grupo de amigas le organizó una despedida de soltera con todas las de la ley: cena, fiesta con baile y reservado con estríper masculino. Regado todo con alcohol abundante. Algo a lo que, ni Marga, ni Nuria, estaban especialmente acostumbradas, por lo que la cosa acabó como el rosario de la aurora.
Al final de la fiesta, las amigas se fueron despidiendo en los pocos taxis que podían encontrar. Nadie estaba en condiciones de conducir. Las dos amigas, que vivían en chalets vecinos, decidieron compartir taxi y tomar antes una última copa mientras el resto del grupo se iba disgregando. Cuando salieron del local y llamaron al taxi, la telefonista de Radio Tele Taxi les anunció que el tiempo de espera era de dos horas.
No podían volver al local, en aquellos instantes estaban bajando las persianas. Llamar a sus maridos lo descartaron enseguida. No les apetecía que los respectivos muermos indagasen en su forma de divertirse (y eso que no habían hecho nada seriamente reprobable… todavía). Así que, al relente de la noche, decidieron echar a suertes a cuál de sus hijos llamaban para venir a recogerlas. Le toco a Alfredo.
Éste se sorprendió al escuchar el móvil a esas horas de la noche. Todavía no estaba durmiendo. Acababa de llegar. También había salido de juerga y, no es que estuviese en condiciones de conducir, pero, como suele decirse, la ocasión la pintan calva. El escuchar la voz beoda de su madre e imaginársela con un vestidito de noche, al relente, con la jamona de Núria de acompañante, desbordó su imaginación. Había bebido, iba cachondo y el alcohol le desinhibía completamente.
Evidentemente, le dijo a Marga que, tranquilas, que en media hora pasaba a recogerlas. Eso sí, antes de ir, llamó a su colega Ramón y le contó el caso. Este, que sí que estaba durmiendo, se despejó de golpe. Se ofreció a ir con él y llevar su coche, un 4 x 4 bastante grande y con amplio espacio para ciertas cosas. Además, Ramón estaba sobrio y podía conducir.
Dicho y hecho.
Minutos más tarde los dos amigos llegaban a las cercanías del club. El local tenía las persianas bajadas y al lado, bajo la única farola con luz, estaban las dos jamonas. Ambas llevaban vestiditos cortos de noche, iban muy maquilladas y con aquel aspecto, alzadas en sus taconcitos, de lejos parecían dos putas esperando clientes. Además, aunque no hacía mucho frío, allí paradas con aquellos vestiditos tenían que apretarse entre ellas y dar saltitos para no congelarse. Después contaron que se habían quedado allí, al relente, en lugar de refugiarse en algún portal, para que los chicos las localizasen con facilidad.
—Mira, ahí están —dijo Alfredo, que ocupaba el asiento de copiloto, señalándolas—. Vaya pinta que tienen las dos guarras… —añadió.
—Igual ya se han comido alguna polla —le secundó Ramón, que iba conduciendo despacio para recrearse en el aspecto de las jamonas—. Ya sabes como son las despedidas de soltero. Y más ahora, que las tías hacen lo mismo que los hombres y se buscan gigolós y demás.
—No sé, seguro que tu madre le ha pegado algún chupetón a la polla del stripper. Ya te digo.
Alfredo lo dijo a boleo, pero la verdad es que estaba en lo cierto. Las dos habían tenido la suerte de pegarle un chupetón a la polla del maromo que había hecho un bailecito en honor a la novia. Tras desnudarse, el tipo paseó su polla morcillona entre la concurrencia femenina, embadurnándola con nata en espay para que las buenas mujeres pudieran saborear el postre. Una especie de tarea de mamporreras para enderezar bien la tranca del joven, antes de irse detrás de un biombo con la novia y echarle un polvete rápido.
Tras aparcar y los respectivos saludos, Alfredo salió caballerosamente del vehículo y abrió la puerta de atrás para que entrase Núria, la madre de Ramón, que, visiblemente borracha, se acomodó en el asiento trasero. Después, cuando su madre se disponía a seguirla la frenó en seco:
—No, no mamá, si acaso tu ve delante con Ramón, yo me encargo de Núria que parece que está un poco perjudicada.
—Bu… bueno, como quieras, hijo —le respondió Marga—. Aunque no te creas que yo estoy como para tirar muchos cohetes.
Pero obedeció y se acomodó con enfuerzo en el asiento del copiloto mostrando una panorámica de sus muslos capaz de levantar la polla de un muerto. De hecho, se apreciaba el triangulito de las braguitas. Unas bragas negras de encaje que dejaban ver un cuidado felpudo. Tras ver la lasciva mirada de Ramón, el hijo de su amiga, que indicaba bien a las claras sus intenciones, intentó sin éxito bajarse el vestido. Es más, acabó mostrando más muslo todavía. Su borrachera le impedía coordinar bien los movimientos, de modo que lo dejó por imposible. Abrió un poco la ventanilla para refrescarse y esbozó una sonrisa de circunstancias que Ramón acogió como una invitación al magreo. Aunque esperaría unos minutitos antes de iniciar el ataque.
Ramón puso algo de música para caldear un poco el ambiente. Buscó una emisora en la que estaban poniendo grandes éxitos de música de máquina, ruidosa y sincopada, que evitaran el muermo. Condujo despacio para aprovechar las vistas del muslamen de la jamona que, aunque no se ha mencionado, lucía también un escote de vértigo y estaba perfectamente empitonada por el fresquito de la espera en la calle. Lo único que desentonaba un poco era la sensación de no parecía estar muy predispuesta al folleteo. Tal vez fuese porque iba un poco pasada de priva. A saber.
No habían pasado ni cinco minutos de trayecto, cuando las risitas que se oían en los asientos traseros habían ido decayendo hasta convertirse en un baboseo bastante evidente. Ramón echó un vistazo por el espejo retrovisor y la imagen le dejó helado. Alfredo estaba volcado sobre su madre y le estaba comiendo la boca a base de bien, mientras una mano se había introducido entre sus piernas, debajo del vestido. Se podía oír el inconfundible chapoteo de los dedos hurgando el coño de la cerdita. Ella, como no podía ser menos, correspondía a las atenciones del chico, masajeando el bulto que se dibujaba en su entrepierna y que delineaba una polla de dimensiones más que respetables. Pronto, Núria empezó a lanzar breves chillidos y gemidos ahogados cada vez más intensos, preludio de un orgasmo incontenible obtenido en unos escasos tres minutos. Estaba claro que la guarra de su madre iba más «caliente que el pico de una plancha», pensó Ramón. Después, miró a su derecha y pudo ver que Marga, que también estaba atenta a través del espejo a la escena que estaban desarrollando su hijo y su mejor amiga en los asientos traseros, empezaba, casi sin querer, a pasar su mano por el coñito, por encima de las bragas. Era un inicio de masturbación muy suave, casi disimulado, mientras su lengua relamía sus labios. Por un momento, su mirada se giró hacia el conductor y vio la atención con la que era observada por Ramón en los momentos en los que éste separaba la mirada de la carretera.
En una recta larga y desierta, Ramón puso la cuarta marcha y colocó la mano sobre el muslo de Marga que, amablemente, la llevó más arriba, hacia su chochete que el joven notó completamente húmedo y pringoso. Mientras iba masajeándolo, ella procedió a abrir su bragueta y, tras escupirse en la mano, empezó una paja lenta y suave que puso a Ramón como una moto.
Al final de la recta, cuando apenas había pasado un minuto, los borbotones de leche empezaron a salir mojando la ropa, el volante, el cambio de marchas y, claro, la manita de la guarra que sonreía encantada con su logro, mientras el pobre Ramón trataba de recuperar la concentración. Marga, saboreó la leche, espesa y salada, que mojaba su mano mirando fijamente a Ramón que, sudando copiosamente, paró en un semáforo y la sujetó con fuerza del pelo para pegarle un morreo tremendo que dejó a la madura jadeante. Ella misma culminó la pajilla que había comenzado el chico, mientras le baboseaba la cara.
Ahora eran los del asiento trasero, que habían parado un momento el lote que se estaban dando, los que contemplaban asombrados el espectáculo que se estaba desarrollando entre el conductor y su pasajera.
Semáforo verde, Ramón arranca y lanzó la propuesta:
—Oye, que os parece si en vez de ir directos a casa, nos paramos a tomar la última.
El aplauso generalizado ratificó la oferta. Ramón cambió de sentido y se dirigió a un bar del polígono industrial de los que abren las 24 horas. Marga, muy acaramelada, se apoyó en su hombro y le fue lamiendo el cuello mientras conducía. Detrás, aunque no podían verlo bien, sabían que Núria le estaba haciendo una mamada a Alfredo.
Llegando al polígono, Ramón hizo una parada técnica en una zona oscura de un parking de unos grandes almacenes tras decidir, unilateralmente, que de copa nada. «Que vamos a lo que vamos».
El cuatro por cuatro era grande, pero incómodo y las dos parejas se las vieron y desearon para echar un polvo en condiciones aunque el morbo y el deseo estaban por encima de todo. Para Ramón y Alfredo, contemplar la cara de puta de sus madres mientras eran empotradas a lo bruto por sus pollas no tenía desperdicio y para ellas, la experiencia de ser folladas en aquel estrecho habitáculo, una en la parte trasera del vehículo y la otra a horcajadas en el asiento del copiloto, era una experiencia que sobrepasaba todos sus sueños húmedos de jamonas cachondas. Hasta aquel día habían tenido algún que otro escarceo en alguna discoteca y algún polvo furtivo con jovencitos, siempre después de aquellas cenas que organizaba su grupo de amigas que, en el fondo, no era más que una tapadera para poner los cuernos a sus maridos o, por lo menos, intentarlo. Siempre, el sentimiento de culpa se interponía ante el placer que podían sentir. Las pobres disfrutaban con toda la parafernalia de la seducción y el cachondeo, pero cuando llegaba el momento de rematar la jugada les costaba horrores llegar a correrse. Algo las bloqueaba. No pasaba lo mismo con los chicos que tenían la fortuna de follárselas. Éstos solían, indefectiblemente, dejarlas bien regaditas de lefa.
Aquel día la cosa fue diferente. La pareja de puercas, precisamente el día en el que tendrían que haberse cortado más, se liberó completamente con dos jóvenes con los que compartían bastante más que con aquellos que se habían ido follando en los últimos tiempos.
El caso es que Ramón y Alfredo disfrutaron de la sesión de folleteo en el coche a base de bien. El vehículo, allí aparcado, con los vidrios empañados, moviéndose al ritmo de los meneos de las puercas, era testigo mudo de aquel espectáculo lascivo. «Menudo pestazo a sexo», pensó Ramón sin detener lo más mínimo la intensidad de los pollazos que estaba dedicando a Marga, que pegaba saltos sobre su tranca meneando las tetazas sobre la cara del chico, «mañana voy a tener que llevar el coche al túnel de lavado a primera hora, porque como lo coja el viejo…». Una cosa era que se hubiera follado a una jovencita, como hacía en ocasiones, usando condón y en plan tranqui. En esta ocasión se trataba de algo más contundente, sexo a lo bruto y esperma chorreando por el cuerpo de las sudorosas puercas cuyos coños babeaban a tope con el trasiego que les estaban dando los chicos.
Después del polvo, con las maduras todavía con los vestiditos enrollados a la cintura como si fuera una faja, con las tetas y el coño al aire, se fumaron un porro que había traído Alfredo, mientras comentaban la jugada. La noche parecía más que amortizada.
—¿Qué hora se ha hecho, Ramón? —preguntó Núria a su hijo que, seguía mirando las tetas de Marga hipnotizado, mientras ésta que, parece que todavía quería guerra, se acariciaba despacio el coño. ¡Qué salida iba la muy cabrona!
—Las tres —respondió el joven.
—¿A qué hora queréis volver? —preguntó Alfredo.
—Podemos llegar sobre las cinco —respondió Núria —. José no se despertará hasta las ocho. Así que me dará tiempo a ducharme y arreglarme un poco antes de meterme en la cama. ¡Qué pocas ganas, con el muermo de tu padre! —añadió mirando a Ramón.
—Bueno, pues vamos a aprovechar una horita más, ¿no? —Marga, mientras hablaba, empezó a acariciar la polla de Ramón que estaba todavía fuera del pantalón, algo mustia después de dos corridas pero que no tardó en ponerse en posición de combate.
Núria imitó a su amiga, pero fue más directa y se colocó de lado para engullir el rabo de Alfredo que respondió al ataque con un súbito endurecimiento.
Las jamonas estuvieron mamando un buen rato, mientras los chicos les sobaban el coño. Los jóvenes aguantaron el tipo hasta ver que las cerdas se iban a correr y entonces se dejaron llevar, tratando de llenar de leche la boca de las puercas al mismo tiempo que ellas temblaban fruto de un merecido orgasmo. Un apoteósico fin de fiesta.
De vuelta a casa, tras dejar a Marga y Alfredo en su chalet, Ramón y Núria entraron, discretamente, bueno, con toda la discrección que la borrachera les permitía. En la vivienda, José, el cornudo, dormía en la planta de arriba en la habitación del matrimonio. Ramón tenía la suya en la planta baja. Cuchicheando y entre risas, Núria pensó que sería mejor ducharse en el baño de la habitación de su hijo, propuesta que éste aceptó con entusiasmo. Total, ver a su madre en pelotas no iba a ser ningún descubrimiento, dado el día que llevaban, pero sí sería un buen fin de fiesta.
Ramón se quedó en pelotas en la habitación, su madre le imitó y entró a ducharse dejando la puerta abierta, aunque antes se sentó a echar un pis. Sin saber bien por qué, Ramón se acercó a la taza y, plantando la polla delante de la cara de su madre, le dijo:
—¿No me das un besito de buenas noches?
A pesar de la noche que llevaban, ni se habían tocado. Núria respondió:
—Ramón, hijo, que soy tu madre… Una cosa es que sea un poco puta, pero esto…
A Ramón, el tono falsamente escandalizado de la jamona le pareció algo impostado y decidió jugársela. Levantó la barbilla de su madre, que seguía sentada en la taza y, agachándose, le dio un besito, un mero piquillo, que ella devolvió con timidez. La cosa se ponía tensa, como la polla de Ramón, que volvía a estar en fase de expansión.
—Pero, Ramón… —insistió Núria. Aunque ahora Ramón, sin forzarla a nada, mostraba la tranca tiesa delante de la cara de su madre que tras contemplar brevemente la oferta que tenía delante, murmuró entre dientes —: ¡Bueno, va, joder…! Pero no te acostumbres.
Primero fue un besito en el capullo. Después, sin dejar de apartar la mirada de los ojos del joven que la contemplaba desde arriba, una mamada en toda regla que provocaba chorros de baba sobre los muslos de la puerca. La situación se prolongó un par de minutos, hasta que Ramón, interrumpió la mamada, ante la mirada de decepción de su madre.
La puso de pie y se abrazó a ella para morrearla.
—Bueno, una mamada, vale, pero, más que esto ni lo sueñes… ¡que soy tu madre!
Ramón, ni contestó, le metió la lengua hasta la campanilla y, mientras apretaba su polla contra la barriga de la cerda, notando sus tetazas, bajó las manos para sobarle el culazo. Un culazo al que le tenía ganas desde que lo había visto aquella mañana, mientras su madre limpiaba. Poco a poco, fue deslizando la zarpa hasta el ojete. A Ramón le sorprendió que su madre no se resistiera lo más mínimo. Al contrario, le daba la sensación de que estaba encantada con lo que ocurría. Pero cuando probó a meter un dedo en el culo de su madre y vio que ésta, en lugar de pegar un respingo y hacerse la estrecha, como solía sucederle siempre, se dejaba hacer, fue cuando la cosa le chirrió más a nuestro héroe.
El joven se sorprendió de la facilidad con la que le entró un dedo en el culo e incluso el segundo. Ver cómo podía follar el culo de su madre con los dedos tan fácilmente, le hizo detener el morreo y tratar de saciar su curiosidad:
—Oye, oye, mamá, ¿por aquí ya has tenido visitas, no?
Su madre le miró medio avergonzada, algo sorprendente dada la noche que llevaban. Con algo de reparo y timidez respondió.
—Pues… pues, sí.
—Pues no pensaba yo que el cornudo…
—No, no que va —esta vez la mujer se rio abiertamente —. Que va, José es un inútil integral en la cama y un mojigato de padre y muy señor mío. Ni siquiera me ha pedido nunca que se la chupe, para que veas. Aunque, mejor, la verdad, con la pichilla de chichinabo que gasta…
—Entonces, si no ha sido él.
—Esto viene de antes de casarme. De un novio que tenía. El muy cabrón me convenció para entregarle el culo. Como yo me hacía la remolona para follar, por lo de llegar virgen al matrimonio y esas cosas de la época, ya sabes, el tío me desvirgó el ojete y cada semana, durante un año y pico, me echaba un polvo o dos por el culo. Y luego me hacía chupársela. Vaya personaje que estaba hecho. Lo dejamos la semana antes de casarme con tu padre.
—¿Me estás diciendo que mientras estabas prometida con mi padre te estabas tirando a otro tío?
—¡Hombre, a ver qué te parece, no iba a estar a palo seco todo ese tiempo! ¿No? Porque tu padre, de ganar dinero y esas cosas sí que entiende, pero en lo relativo a tener contenta a una mujer en la cama…
—Bueno, visto así…
—Entonces, ¿qué hacemos con esto? —Nuria había sujetado la tranca del joven, todavía más dura después de la breve confesión materna.
—Hombre, sería bonito que recordaras los viejos tiempos de soltera, ¿no? —Ramón masajeaba las nalgas de su madre, haciendo breves incursiones al culito. Después se llevó el dedo a la nariz y se lo dio a chupar a Núria que le espetó:
—¡Joder, pero que guarros sois los tíos! —aunque lo chupó —. Anda, date prisa —añadió al tiempo que salía del baño y se colocaba sobre la cama.
Se puso con el culo en pompa, abriendo las nalgas y mostrando su rosadito ojete. Ramón vio el cielo abierto.
—¿Qué hago? Te la meto así, sin lubricante o voy a por mantequilla o aceite o algo así.
—¡A pelo, cabrón! Escupe un par de veces en el culo y basta la saliva de la mamada… Tira ya, que estoy con ganas. Hace mucho que no me petan el culo.
Continua
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Cosas entre Vecinos - Capítulos 01 al 02
Nuria y Marga eran amigas y vecinas. Vivían en un adosado de las afueras y tenían muchas cosas en común. Ambas eran cincuentonas (Nuria tenía 52 años y Marga 54), estaban casadas con hijos y, lo que es más llamativo, las dos le ponían los cuernos a sus maridos. Sin remordimientos y sin vergüenza, pero con discreción, eso sí. Hasta aquí nada que se salga de lo normal. Bueno, más o menos. Lo que sí era llamativo y le daba un plus morboso al asunto es que las dos tenían al amante viviendo en casa. Pues las dos eran las putas de sus respectivos hijos. A Nuria se la follaba Ramón, su hijo pequeño, de 24 años, que todavía vivía en casa y a Marga, Alfredo, hijo único de 28 años, que todavía no había abandonado el nido familiar, aunque por poco tiempo, ya que tenía previsto casarse en unos meses. De momento, no obstante, se dedicaba a taladrar los agujeros de Marga, día sí y día también, apurando los últimos meses de relación incestuosa con la puerca de su madre. Así y todo, no tenía la más mínima intención de terminar con el asunto incluso después de casado. Ya encontraría el modo de ir dándole caña a su puta madre en ratillos sueltos. Todo es cuestión de organizarse.
Obviamente, ni Jorge, de 58 años, ni Orlando de 63, maridos respectivos de nuestras protagonistas, tenían ni puta idea de lo que estaba ocurriendo en su hogar en cuanto se daban la vuelta. Pero eso, amigos, le daba mucho más morbo al asunto y mantenía excitados tanto a los hijos como a las adúlteras madres.
Para Ramón, por ejemplo, resultaba casi imposible no empalmarse como una viga mientras contemplaba el pandero de Nuria, su madre, haciendo las tareas de la casa, con aquella camiseta vieja y medio transparente que le llegaba a medio muslo, agachándose incitante cuando detectaba que el cornudo de Jorge empezaba a sestear frente a la tele. Se agachaba mostrando el tanga de guarra que su hijo le obligaba a usar para excitarlo, en las calurosas tardes de verano. Por supuesto, la cosa solía acabar como el rosario de la aurora, con Ramón follándose a su madre de pie en la cocina, tapándole la boca para evitar que sus gemidos alertasen a su pobre padre, y soltando una buena ración de leche en el chumino materno.
A Alfredo, por su parte, le encantaban las mamadas matutinas con las que le despertaba su madre. La jamona dejaba al viejo desayunando y subía al piso de arriba del chalet a doblar la ropa, como le decía al pobre cabrón. La muy puta tenía tanta práctica que no tardaba ni diez minutos en bajar después de deglutir una buena ración de esperma matutino de su amado hijo. Y nunca olvidaba darle un besito a su marido antes de que fuese al banco a trabajar. Más que nada para que se llevase en los labios el sabor del verdadero macho de la casa.
Sobra decir que ninguno de ambos cornudos tenía la más mínima posibilidad de ocupar la cama de sus mujeres desde hacía tiempo. Éstas habían desterrado el sexo con ellos desde que sus hijos les impusieron el exclusivo control de sus cuerpos. Los cornudos, al principio, desconocedores de la causa, se resistieron a acatar la sentencia. Pero, entre la edad, que ya les iba pesando y el poco interés que pusieron ellas en sus últimos polvos, el sexo pasó a ser un lejano recuerdo en sus vidas. Centradas en esos momentos en la televisión, el fútbol, alguna pajilla, la comida y poca cosa más.
Todo había empezado casi por casualidad, cuando ambos chicos, amigos también desde siempre, a pesar de los años que se llevaban, tuvieron una charla etílica en una despedida de soltero de otro amigo común, en la que hablaron del tipo de mujeres que les gustaban y de sus fantasías eróticas. Mejor sería decir, pornográficas…
Las jamonas maduras eran su prototipo y, cubata va, cubata viene, acabaron confesándose mutuamente el interés por la madre del otro. De ahí pasaron a un pacto etílico por el que se ayudarían a follarse a sus respectivas progenitoras.
Al día siguiente, avergonzados, con una resaca tremenda, tuvieron un intercambio de whatsapp para ver qué era exactamente lo que habían dicho de sus madres. Quizá se les había ido la olla.
Fue Ramón, el más joven, el que, mientras chateaba en la cocina, tratando de ingerir una tostada con café el que, al ver el culazo materno agachado de Nuria, su madre, limpiando el horno, embutido en un breve y elástico pantaloncito corto del que se le escapaban los cachetes del culo, el que, sin poder evitarlo, le hizo una foto y se la mandó a su amigo. De ese modo, interrumpió el amago de disculpa y retractación por la conversación del día anterior en el que se confabularon para follarse a las jamonas.
A Alfredo, al contemplar la foto, se le tensó la polla al instante. Por desgracia no pudo corresponder a su amigo con una imagen similar, porque su vieja había salido de compras. Lo que sí hizo, fue frenar ipso facto, el proceso de arrepentimiento y decir en un breve mensaje:
«¿Sabes qué, tío? ¡Seguimos adelante! Con dos cojones… ¡Ese culo pide polla!»
«¡Genial, Alfredo! Ya encontraremos la forma», respondió brevemente, Ramón, mientras seguía mordisqueando la tostada y mirando embobado el culo materno, que se agitaba rítmicamente. Ramón no tardó mucho en notar, viendo los vaivenes del gelatinoso pandero que se movía vigoroso impulsado por la mujer, que frotaba el horno con fuerza, como su polla se endurecía sin poder evitarlo.
En la cocina no podía pajearse, de modo que hizo un par de fotos más y un video cortito y se fue al lavabo, donde, tras rebuscar entre la ropa sucia, se corrió en un par de minutos olfateando las bragas king size de su madre contemplando las fotos del móvil.
Los dos jóvenes no veían la forma de conseguir su objetivo, hasta que, por pura casualidad, la suerte se les puso de cara.
Como hemos dicho, sus madres se llevaban muy bien. Formaban parte de un grupo de amigas que solían quedar para ir a cenar, al cine o actividades similares un par de veces al mes. Lo venían haciendo desde hacía años y era algo que los maridos tenían perfectamente asumido. Tampoco les venía mal a la mayoría quedarse solos en casa viendo deportes o alguna película de acción y tomando cerveza y pizza sin tasa.
Prácticamente todas eran casadas, salvo un par de solteras y una de ellas que estaba divorciada. Fue ésta la que propició el vuelco de los acontecimientos. Se llamaba María, vivía sola, tenía dos hijas mayores ya emancipadas. Había conocido a un tipo por Tinder y, tras varios meses de relación, decidió empezar una nueva aventura… Que se casaba, vamos. El caso no sería especialmente relevante, si no fuera porque el grupo de amigas le organizó una despedida de soltera con todas las de la ley: cena, fiesta con baile y reservado con estríper masculino. Regado todo con alcohol abundante. Algo a lo que, ni Marga, ni Nuria, estaban especialmente acostumbradas, por lo que la cosa acabó como el rosario de la aurora.
Al final de la fiesta, las amigas se fueron despidiendo en los pocos taxis que podían encontrar. Nadie estaba en condiciones de conducir. Las dos amigas, que vivían en chalets vecinos, decidieron compartir taxi y tomar antes una última copa mientras el resto del grupo se iba disgregando. Cuando salieron del local y llamaron al taxi, la telefonista de Radio Tele Taxi les anunció que el tiempo de espera era de dos horas.
No podían volver al local, en aquellos instantes estaban bajando las persianas. Llamar a sus maridos lo descartaron enseguida. No les apetecía que los respectivos muermos indagasen en su forma de divertirse (y eso que no habían hecho nada seriamente reprobable… todavía). Así que, al relente de la noche, decidieron echar a suertes a cuál de sus hijos llamaban para venir a recogerlas. Le toco a Alfredo.
Éste se sorprendió al escuchar el móvil a esas horas de la noche. Todavía no estaba durmiendo. Acababa de llegar. También había salido de juerga y, no es que estuviese en condiciones de conducir, pero, como suele decirse, la ocasión la pintan calva. El escuchar la voz beoda de su madre e imaginársela con un vestidito de noche, al relente, con la jamona de Núria de acompañante, desbordó su imaginación. Había bebido, iba cachondo y el alcohol le desinhibía completamente.
Evidentemente, le dijo a Marga que, tranquilas, que en media hora pasaba a recogerlas. Eso sí, antes de ir, llamó a su colega Ramón y le contó el caso. Este, que sí que estaba durmiendo, se despejó de golpe. Se ofreció a ir con él y llevar su coche, un 4 x 4 bastante grande y con amplio espacio para ciertas cosas. Además, Ramón estaba sobrio y podía conducir.
Dicho y hecho.
Minutos más tarde los dos amigos llegaban a las cercanías del club. El local tenía las persianas bajadas y al lado, bajo la única farola con luz, estaban las dos jamonas. Ambas llevaban vestiditos cortos de noche, iban muy maquilladas y con aquel aspecto, alzadas en sus taconcitos, de lejos parecían dos putas esperando clientes. Además, aunque no hacía mucho frío, allí paradas con aquellos vestiditos tenían que apretarse entre ellas y dar saltitos para no congelarse. Después contaron que se habían quedado allí, al relente, en lugar de refugiarse en algún portal, para que los chicos las localizasen con facilidad.
—Mira, ahí están —dijo Alfredo, que ocupaba el asiento de copiloto, señalándolas—. Vaya pinta que tienen las dos guarras… —añadió.
—Igual ya se han comido alguna polla —le secundó Ramón, que iba conduciendo despacio para recrearse en el aspecto de las jamonas—. Ya sabes como son las despedidas de soltero. Y más ahora, que las tías hacen lo mismo que los hombres y se buscan gigolós y demás.
—No sé, seguro que tu madre le ha pegado algún chupetón a la polla del stripper. Ya te digo.
Alfredo lo dijo a boleo, pero la verdad es que estaba en lo cierto. Las dos habían tenido la suerte de pegarle un chupetón a la polla del maromo que había hecho un bailecito en honor a la novia. Tras desnudarse, el tipo paseó su polla morcillona entre la concurrencia femenina, embadurnándola con nata en espay para que las buenas mujeres pudieran saborear el postre. Una especie de tarea de mamporreras para enderezar bien la tranca del joven, antes de irse detrás de un biombo con la novia y echarle un polvete rápido.
Tras aparcar y los respectivos saludos, Alfredo salió caballerosamente del vehículo y abrió la puerta de atrás para que entrase Núria, la madre de Ramón, que, visiblemente borracha, se acomodó en el asiento trasero. Después, cuando su madre se disponía a seguirla la frenó en seco:
—No, no mamá, si acaso tu ve delante con Ramón, yo me encargo de Núria que parece que está un poco perjudicada.
—Bu… bueno, como quieras, hijo —le respondió Marga—. Aunque no te creas que yo estoy como para tirar muchos cohetes.
Pero obedeció y se acomodó con enfuerzo en el asiento del copiloto mostrando una panorámica de sus muslos capaz de levantar la polla de un muerto. De hecho, se apreciaba el triangulito de las braguitas. Unas bragas negras de encaje que dejaban ver un cuidado felpudo. Tras ver la lasciva mirada de Ramón, el hijo de su amiga, que indicaba bien a las claras sus intenciones, intentó sin éxito bajarse el vestido. Es más, acabó mostrando más muslo todavía. Su borrachera le impedía coordinar bien los movimientos, de modo que lo dejó por imposible. Abrió un poco la ventanilla para refrescarse y esbozó una sonrisa de circunstancias que Ramón acogió como una invitación al magreo. Aunque esperaría unos minutitos antes de iniciar el ataque.
Ramón puso algo de música para caldear un poco el ambiente. Buscó una emisora en la que estaban poniendo grandes éxitos de música de máquina, ruidosa y sincopada, que evitaran el muermo. Condujo despacio para aprovechar las vistas del muslamen de la jamona que, aunque no se ha mencionado, lucía también un escote de vértigo y estaba perfectamente empitonada por el fresquito de la espera en la calle. Lo único que desentonaba un poco era la sensación de no parecía estar muy predispuesta al folleteo. Tal vez fuese porque iba un poco pasada de priva. A saber.
No habían pasado ni cinco minutos de trayecto, cuando las risitas que se oían en los asientos traseros habían ido decayendo hasta convertirse en un baboseo bastante evidente. Ramón echó un vistazo por el espejo retrovisor y la imagen le dejó helado. Alfredo estaba volcado sobre su madre y le estaba comiendo la boca a base de bien, mientras una mano se había introducido entre sus piernas, debajo del vestido. Se podía oír el inconfundible chapoteo de los dedos hurgando el coño de la cerdita. Ella, como no podía ser menos, correspondía a las atenciones del chico, masajeando el bulto que se dibujaba en su entrepierna y que delineaba una polla de dimensiones más que respetables. Pronto, Núria empezó a lanzar breves chillidos y gemidos ahogados cada vez más intensos, preludio de un orgasmo incontenible obtenido en unos escasos tres minutos. Estaba claro que la guarra de su madre iba más «caliente que el pico de una plancha», pensó Ramón. Después, miró a su derecha y pudo ver que Marga, que también estaba atenta a través del espejo a la escena que estaban desarrollando su hijo y su mejor amiga en los asientos traseros, empezaba, casi sin querer, a pasar su mano por el coñito, por encima de las bragas. Era un inicio de masturbación muy suave, casi disimulado, mientras su lengua relamía sus labios. Por un momento, su mirada se giró hacia el conductor y vio la atención con la que era observada por Ramón en los momentos en los que éste separaba la mirada de la carretera.
En una recta larga y desierta, Ramón puso la cuarta marcha y colocó la mano sobre el muslo de Marga que, amablemente, la llevó más arriba, hacia su chochete que el joven notó completamente húmedo y pringoso. Mientras iba masajeándolo, ella procedió a abrir su bragueta y, tras escupirse en la mano, empezó una paja lenta y suave que puso a Ramón como una moto.
Al final de la recta, cuando apenas había pasado un minuto, los borbotones de leche empezaron a salir mojando la ropa, el volante, el cambio de marchas y, claro, la manita de la guarra que sonreía encantada con su logro, mientras el pobre Ramón trataba de recuperar la concentración. Marga, saboreó la leche, espesa y salada, que mojaba su mano mirando fijamente a Ramón que, sudando copiosamente, paró en un semáforo y la sujetó con fuerza del pelo para pegarle un morreo tremendo que dejó a la madura jadeante. Ella misma culminó la pajilla que había comenzado el chico, mientras le baboseaba la cara.
Ahora eran los del asiento trasero, que habían parado un momento el lote que se estaban dando, los que contemplaban asombrados el espectáculo que se estaba desarrollando entre el conductor y su pasajera.
Semáforo verde, Ramón arranca y lanzó la propuesta:
—Oye, que os parece si en vez de ir directos a casa, nos paramos a tomar la última.
El aplauso generalizado ratificó la oferta. Ramón cambió de sentido y se dirigió a un bar del polígono industrial de los que abren las 24 horas. Marga, muy acaramelada, se apoyó en su hombro y le fue lamiendo el cuello mientras conducía. Detrás, aunque no podían verlo bien, sabían que Núria le estaba haciendo una mamada a Alfredo.
Llegando al polígono, Ramón hizo una parada técnica en una zona oscura de un parking de unos grandes almacenes tras decidir, unilateralmente, que de copa nada. «Que vamos a lo que vamos».
El cuatro por cuatro era grande, pero incómodo y las dos parejas se las vieron y desearon para echar un polvo en condiciones aunque el morbo y el deseo estaban por encima de todo. Para Ramón y Alfredo, contemplar la cara de puta de sus madres mientras eran empotradas a lo bruto por sus pollas no tenía desperdicio y para ellas, la experiencia de ser folladas en aquel estrecho habitáculo, una en la parte trasera del vehículo y la otra a horcajadas en el asiento del copiloto, era una experiencia que sobrepasaba todos sus sueños húmedos de jamonas cachondas. Hasta aquel día habían tenido algún que otro escarceo en alguna discoteca y algún polvo furtivo con jovencitos, siempre después de aquellas cenas que organizaba su grupo de amigas que, en el fondo, no era más que una tapadera para poner los cuernos a sus maridos o, por lo menos, intentarlo. Siempre, el sentimiento de culpa se interponía ante el placer que podían sentir. Las pobres disfrutaban con toda la parafernalia de la seducción y el cachondeo, pero cuando llegaba el momento de rematar la jugada les costaba horrores llegar a correrse. Algo las bloqueaba. No pasaba lo mismo con los chicos que tenían la fortuna de follárselas. Éstos solían, indefectiblemente, dejarlas bien regaditas de lefa.
Aquel día la cosa fue diferente. La pareja de puercas, precisamente el día en el que tendrían que haberse cortado más, se liberó completamente con dos jóvenes con los que compartían bastante más que con aquellos que se habían ido follando en los últimos tiempos.
El caso es que Ramón y Alfredo disfrutaron de la sesión de folleteo en el coche a base de bien. El vehículo, allí aparcado, con los vidrios empañados, moviéndose al ritmo de los meneos de las puercas, era testigo mudo de aquel espectáculo lascivo. «Menudo pestazo a sexo», pensó Ramón sin detener lo más mínimo la intensidad de los pollazos que estaba dedicando a Marga, que pegaba saltos sobre su tranca meneando las tetazas sobre la cara del chico, «mañana voy a tener que llevar el coche al túnel de lavado a primera hora, porque como lo coja el viejo…». Una cosa era que se hubiera follado a una jovencita, como hacía en ocasiones, usando condón y en plan tranqui. En esta ocasión se trataba de algo más contundente, sexo a lo bruto y esperma chorreando por el cuerpo de las sudorosas puercas cuyos coños babeaban a tope con el trasiego que les estaban dando los chicos.
Después del polvo, con las maduras todavía con los vestiditos enrollados a la cintura como si fuera una faja, con las tetas y el coño al aire, se fumaron un porro que había traído Alfredo, mientras comentaban la jugada. La noche parecía más que amortizada.
—¿Qué hora se ha hecho, Ramón? —preguntó Núria a su hijo que, seguía mirando las tetas de Marga hipnotizado, mientras ésta que, parece que todavía quería guerra, se acariciaba despacio el coño. ¡Qué salida iba la muy cabrona!
—Las tres —respondió el joven.
—¿A qué hora queréis volver? —preguntó Alfredo.
—Podemos llegar sobre las cinco —respondió Núria —. José no se despertará hasta las ocho. Así que me dará tiempo a ducharme y arreglarme un poco antes de meterme en la cama. ¡Qué pocas ganas, con el muermo de tu padre! —añadió mirando a Ramón.
—Bueno, pues vamos a aprovechar una horita más, ¿no? —Marga, mientras hablaba, empezó a acariciar la polla de Ramón que estaba todavía fuera del pantalón, algo mustia después de dos corridas pero que no tardó en ponerse en posición de combate.
Núria imitó a su amiga, pero fue más directa y se colocó de lado para engullir el rabo de Alfredo que respondió al ataque con un súbito endurecimiento.
Las jamonas estuvieron mamando un buen rato, mientras los chicos les sobaban el coño. Los jóvenes aguantaron el tipo hasta ver que las cerdas se iban a correr y entonces se dejaron llevar, tratando de llenar de leche la boca de las puercas al mismo tiempo que ellas temblaban fruto de un merecido orgasmo. Un apoteósico fin de fiesta.
De vuelta a casa, tras dejar a Marga y Alfredo en su chalet, Ramón y Núria entraron, discretamente, bueno, con toda la discrección que la borrachera les permitía. En la vivienda, José, el cornudo, dormía en la planta de arriba en la habitación del matrimonio. Ramón tenía la suya en la planta baja. Cuchicheando y entre risas, Núria pensó que sería mejor ducharse en el baño de la habitación de su hijo, propuesta que éste aceptó con entusiasmo. Total, ver a su madre en pelotas no iba a ser ningún descubrimiento, dado el día que llevaban, pero sí sería un buen fin de fiesta.
Ramón se quedó en pelotas en la habitación, su madre le imitó y entró a ducharse dejando la puerta abierta, aunque antes se sentó a echar un pis. Sin saber bien por qué, Ramón se acercó a la taza y, plantando la polla delante de la cara de su madre, le dijo:
—¿No me das un besito de buenas noches?
A pesar de la noche que llevaban, ni se habían tocado. Núria respondió:
—Ramón, hijo, que soy tu madre… Una cosa es que sea un poco puta, pero esto…
A Ramón, el tono falsamente escandalizado de la jamona le pareció algo impostado y decidió jugársela. Levantó la barbilla de su madre, que seguía sentada en la taza y, agachándose, le dio un besito, un mero piquillo, que ella devolvió con timidez. La cosa se ponía tensa, como la polla de Ramón, que volvía a estar en fase de expansión.
—Pero, Ramón… —insistió Núria. Aunque ahora Ramón, sin forzarla a nada, mostraba la tranca tiesa delante de la cara de su madre que tras contemplar brevemente la oferta que tenía delante, murmuró entre dientes —: ¡Bueno, va, joder…! Pero no te acostumbres.
Primero fue un besito en el capullo. Después, sin dejar de apartar la mirada de los ojos del joven que la contemplaba desde arriba, una mamada en toda regla que provocaba chorros de baba sobre los muslos de la puerca. La situación se prolongó un par de minutos, hasta que Ramón, interrumpió la mamada, ante la mirada de decepción de su madre.
La puso de pie y se abrazó a ella para morrearla.
—Bueno, una mamada, vale, pero, más que esto ni lo sueñes… ¡que soy tu madre!
Ramón, ni contestó, le metió la lengua hasta la campanilla y, mientras apretaba su polla contra la barriga de la cerda, notando sus tetazas, bajó las manos para sobarle el culazo. Un culazo al que le tenía ganas desde que lo había visto aquella mañana, mientras su madre limpiaba. Poco a poco, fue deslizando la zarpa hasta el ojete. A Ramón le sorprendió que su madre no se resistiera lo más mínimo. Al contrario, le daba la sensación de que estaba encantada con lo que ocurría. Pero cuando probó a meter un dedo en el culo de su madre y vio que ésta, en lugar de pegar un respingo y hacerse la estrecha, como solía sucederle siempre, se dejaba hacer, fue cuando la cosa le chirrió más a nuestro héroe.
El joven se sorprendió de la facilidad con la que le entró un dedo en el culo e incluso el segundo. Ver cómo podía follar el culo de su madre con los dedos tan fácilmente, le hizo detener el morreo y tratar de saciar su curiosidad:
—Oye, oye, mamá, ¿por aquí ya has tenido visitas, no?
Su madre le miró medio avergonzada, algo sorprendente dada la noche que llevaban. Con algo de reparo y timidez respondió.
—Pues… pues, sí.
—Pues no pensaba yo que el cornudo…
—No, no que va —esta vez la mujer se rio abiertamente —. Que va, José es un inútil integral en la cama y un mojigato de padre y muy señor mío. Ni siquiera me ha pedido nunca que se la chupe, para que veas. Aunque, mejor, la verdad, con la pichilla de chichinabo que gasta…
—Entonces, si no ha sido él.
—Esto viene de antes de casarme. De un novio que tenía. El muy cabrón me convenció para entregarle el culo. Como yo me hacía la remolona para follar, por lo de llegar virgen al matrimonio y esas cosas de la época, ya sabes, el tío me desvirgó el ojete y cada semana, durante un año y pico, me echaba un polvo o dos por el culo. Y luego me hacía chupársela. Vaya personaje que estaba hecho. Lo dejamos la semana antes de casarme con tu padre.
—¿Me estás diciendo que mientras estabas prometida con mi padre te estabas tirando a otro tío?
—¡Hombre, a ver qué te parece, no iba a estar a palo seco todo ese tiempo! ¿No? Porque tu padre, de ganar dinero y esas cosas sí que entiende, pero en lo relativo a tener contenta a una mujer en la cama…
—Bueno, visto así…
—Entonces, ¿qué hacemos con esto? —Nuria había sujetado la tranca del joven, todavía más dura después de la breve confesión materna.
—Hombre, sería bonito que recordaras los viejos tiempos de soltera, ¿no? —Ramón masajeaba las nalgas de su madre, haciendo breves incursiones al culito. Después se llevó el dedo a la nariz y se lo dio a chupar a Núria que le espetó:
—¡Joder, pero que guarros sois los tíos! —aunque lo chupó —. Anda, date prisa —añadió al tiempo que salía del baño y se colocaba sobre la cama.
Se puso con el culo en pompa, abriendo las nalgas y mostrando su rosadito ojete. Ramón vio el cielo abierto.
—¿Qué hago? Te la meto así, sin lubricante o voy a por mantequilla o aceite o algo así.
—¡A pelo, cabrón! Escupe un par de veces en el culo y basta la saliva de la mamada… Tira ya, que estoy con ganas. Hace mucho que no me petan el culo.
Continua
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