Historias el macho
Pajillero
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Años después, el convento no era un santuario de oración, sino una fortaleza de resistencia. La piedra, testigo de antiguos horrores, ahora guardaba un secreto brutal y necesario. Bajo el mando de la Madre Superiora Conchita, la clausura había sido sellada no para mantener el mundo fuera, sino para contener el entrenamiento dentro. Las mujeres que allí habitaban ya no eran sólo monjas; Eran soldados de carne y espíritu, preparándose para la guerra más profana.
El granero, reconvertido en un lugar de instrucción austera y funcional, olía a sudor, sexo y tierra. En el centro, sobre una espesa manta de yute extendida en el paja, yacía la Hermana Lucía. Era joven, de curvas suaves y piel de porcelana que pronto se marcaría con la memoria de la resistencia. Sus ojos, llenos de una fe inquebrantable, estaban fijos en el crucifijo de hierro que Conchita sostenía en alto, como un estandarte.
—Tu cuerpo no es tu enemigo, hermanas— declaraba Conchita, su voz áspera pero firme, recorriendo el círculo de novicias que observaban con rostros solemnes. Su propio hábito, como el de todas, era sencillo y práctico, permitiendo el movimiento. Las cicatrices en sus labios y las que se adivinaban bajo la tela eran sus medallas de guerra. —Es el templo que debe fortificarse. La fragilidad es un lujo que vuestras almas no pueden permitirse. La mortificación no viene del ayuno, sino de la preparación. Esto es un acto de fe. ¿Lo entendéis?
—Sí, Reverenda Madre— corearon las voces, un coro de determinación.
Tres hombres del pueblo, fuertes, rudos campesinos con manos callosas y miradas que oscilaban entre la devoción y una lujuria apenas contenida, esperaban su turno. Habían sido elegidos, instruidos y bendecidos para esta tarea. Para ellos, era una confusa mezcla de servicio sagrado y fantasía profana hecha realidad.
El primero, un hombre ancho de espaldas llamado Bruno, se arrodillo entre las piernas de Lucía. Su verga, ya completamente erecta, era gruesa y vascular, un martillo listo para forjar. Con un gruñido rudo, no de crueldad sino de esfuerzo concentrado, embistió. La penetró de una sola vez, llenando su virginidad con una crudeza absoluta. Lucía jadeó, sus dedos se aferraron a la manta, pero su mirada no se despegó del crucifijo. Su vulva, apretada y sin experiencia, ardió con la fricción áspera.
—Siente el ardor— instruyó a Conchita, de pie al lado de la hermana, como una cirujana en una operación crítica. —Es sólo dolor. Tu fe es más grande. Déjalo entrar. Acéptalo. Hazte amplia para él.
Bruno comenzó a moverse, un ritmo potente y monótono. El sonido húmedo y fuerte de sus muslos golpeando contra los de ella llenó el granero. Sus gruñidos eran animales. Las otras novicias observaban, impertérritas, estudiando la técnica, la resistencia, la forma en que Lucía controlaba su respiración entre jadeos.
—Su coño es estrecho, Madre— dijo Bruno, jadeando, su sudor goteando sobre el vientre blanco de la monja.
—Por eso está aquí— respondió Conchita con frialdad. —Continúa. Más rápido.
El ritmo se intensificó. Los empujes de Bruno se volvieron más profundos, más insistente. Lucía gemía con cada embestida, un sonido que mezclaba dolor y un éxtasis forzado. Bruno, excitado por la tensión, por el tabú, por la vista de la joven monja debajo de él, agarró sus nalgas y la penetró con mayor fuerza, buscando su propio clímax. Finalmente, con un rugido gutural, eyaculó dentro de ella, su semen caliente llenándola en pulsaciones gruesas. Se retiró, jadeando, y su semen, mezclado con un hilo de sangre, manchó la manta.
Sin pausa, el segundo hombre, más joven y delgado llamado Eliseo, tomó su lugar. Su mirada era de pura lujuria, incapaz de disfrazar su excitación. Donde Bruno había visto un deber, Eliseo veía una oportunidad.
—Voltea a la hermana— ordenó Conchita.
Lucía, temblorosa pero obediente, se puso a cuatro patas. Eliseo no esperó. Escupió en su mano y se frotó la verga, ya húmeda del fluido de su predecesor. Con una mano áspera, separó una de sus nalgas y guió su miembro hacia su ano.
—Relájate, hermanita— murmuró, pero su voz temblaba de deseo. —Te va a doler menos.
Era una mentira. La penetración anal fue un lento y tortuoso desgarro. Lucía gritó, un sonido agudo que se ahogó entre sus dientes apretados. Eliseo la sujetó de las caderas y la embistió con una ferocidad que no era tanto entrenamiento como violación pura. La follaba por el culo con embestidas cortas y brutales, disfrutando del gemido forzado que le arrancaba cada movimiento.
—¡Sí, así, puta sagrada!— soltó Eliseo, perdido en su placer, olvidando por completo el contexto sagrado. —Qué culo más apretado para mi polla…
Conchita intervino, su voz cortante como un látigo. —Tu lengua, hijo del pueblo. Refrena tu blasfemia o no volverás a poner un pie aquí. Eres un instrumento, no un protagonista.
Eliseo asintió, avergonzado pero aún embistiendo con frenesí. Su orgasmo llegó rápido, vertiendo otra carga de semen humano en el cuerpo ya violado de la novicia.
Agotada, magullada, llena de las semillas de dos hombres, Lucía se derrumbó sobre la manta. Pero no había terminado. El tercer hombre, el mayor y más serio, se acercó. Su mirada no estaba en Lucía, sino en Conchita, buscando aprobación.
—La lección final, Madre Superiora— dijo él.
Conchita asintió. Se acercó a Lucía y le levantó la cabeza con suavidad. —Ábrelo, hermana. Fortalece tu garganta. Aprende a no ahogarte.
El hombre, llamado Arnau, colocó su miembro, grueso y duro, frente a la boca de Lucía. Ella, con lágrimas silenciosas recorriendo sus mejillas, abrió los labios. Él se la introdujo profundamente, hasta la garganta. Lucía arcó, su cuerpo se convulsionó con las náuseas, pero Arnau la sujetó de la nuca y comenzó a mover sus caderas, follándole la boca con una metódica determinación. Ella aprendió, trago tras trago, a respirar por la nariz, a relajar la mandíbula, a aceptar la asfixia controlada.
Cuando Arnau terminó, eyaculando en su paladar con un gruñido seco, Lucía se desplomó, tosiendo, jadeando, pero viva. Completo.
Conchita se arrodilló a su lado y le limpió el sudor de la frente con un paño. —Bien hecho, hija. Tu fe te ha sostenido. Tu cuerpo recordará esta fortaleza.
Esa noche, después de las oraciones de vísperas, fue el turno de Conchita. No por placer, sino por recordatorio. Para no olvidar la textura del enemigo, para mantener sus propias defensas alerta. Se tumbó en la misma manta, su cuerpo, marcado por batallas pasadas, esperando el embate.
Los mismos tres hombres la rodearon. No había lujuria en sus ojos ahora, sólo un respeto temeroso. Sabían que ella no era una novicia. Era la veterana.
Bruno fue el primero. La penetró por delante, y encontró un canal amplio, experimentado, que aceptó su horrible miembro sin una queja. Conchita no emitió un solo sonido. Su mirada estaba perdida en las vigas del granero, sus labios moviéndose en una silenciosa oración. Su cuerpo, aunque violado, era una fortaleza impasible.
Eliseo tomó su turno por detrás. Embistió con fuerza, pero la Madre Superiora ni se inmutó. Su año, ya un pasaje bien conocido, recibió la intrusión sin desgarrarse. La resistencia de su cuerpo era tan formidable como la de su espíritu.
Finalmente, Arnau se arrodilló frente a su rostro. Ella lo miró directamente a los ojos y abrió la boca. Él se deslizó dentro, y ella lo recibió con una serenidad aterradora, chupándole la verga con una técnica que era pura mecánica, vacía de cualquier emoción que no fuera la devoción a su causa.
Cuando los hombres terminaron, exhaustos y vacíos, se vieron en silencio y salieron con una reverencia. Conchita se levantó, se limpió con el paño y se vistió. Caminó hacia la ventana y observara el pueblo a lo lejos, donde las luces parpadeaban con una ignorancia que ella envidiaría por siempre.
Los hombres, camino abajo, comenzaron a hablar.
—Dios santo, ese culo de la Superiora… aún me está temblando la pierna— dijo Eliseo, encendiéndose un cigarrillo con manos temblorosas.
—Calla, idiota. Es un sacramento— murmuró Bruno, aunque no podía negar el brillo de excitación en sus propios ojos.
—Un sacramento que me la pone dura como una roca— rio Eliseo, obsceno. — ¿Os imagináis follárselas a todas a la vez? Como esas historias… una orgía santa.
Arnau, el mayor, se volvió hacia él, severo. —Respeto. Lo que hacemos es por orden de la Iglesia. Es un mal necesario. No es para tu disfrute.
Pero aun en su voz, había un eco, un título de la misma lujuria que condenaba. Porque para las monjas, era un rito de fortificación. Para los hombres, era la fantasía más sucia y gloriosa hecha realidad, una blasfemia carnal que los atormentaría y excitaría por igual el resto de sus días. Y en medio de todo, Conchita, la sobreviviente, sabía que este era el precio de la supervivencia: alimentar un demonio menor para evitar a uno mayor.