Conchita, concubina del diablo. Cap. 1

Historias el macho

Pajillero
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El Convento de la Dolorosa se aferraba a la ladera de la montaña como un hueso blanqueado, un lugar de silencio y piedra. Entre sus fríos muros, la Hermana Conchita era una anomalía. Mientras que las demás monjas eran demacradas, marcadas por la oración y la frugalidad, Conchita era una mujer de una presencia física profunda, casi impactante. Su piel era del blanco pálido de un pétalo de magnolia, y su hábito, por más tosco que fuera su tejido o por más ajustado que estuviera, no podía disimular la tremenda plenitud de sus pechos ni la voluptuosa curva de sus caderas. Rezaba con un fervor físico, su cuerpo temblaba con la fuerza de su devoción, una devoción que algunas de las hermanas mayores consideraban en secreto demasiado apasionada, demasiado terrenal.

La oscuridad no llegó de golpe, sino sigilosamente. Empezó como un escalofrío en el dormitorio, un leve olor a azufre y leche agria en la capilla. Luego, comenzaron las posesiones. La hermana María, una mujer de sesenta años con las manos nudosas de tanto tejer, fue encontrada una mañana en el jardín, con el hábito desgarrado, los ojos negros y vacíos, siseando obscenidades con una lengua gutural antes de intentar estrangular a la Madre Superiora con su propio rosario.

El verdadero horror, sin embargo, era nocturno. Era la Cosa que surgía tras apagarse la última vela. No se deslizaba ni flotaba; se manifestaba con un sonido como de carne húmeda golpeando piedra. Era una montaña de sombra y furia, con la piel de cuero agrietado, y de su ingle colgaba el instrumento de su blasfemia: un pene colosal y palpitante, veteado como el mármol y rematado con una malicia única. Era un falo forjado no para el placer, sino para la dominación absoluta y violenta.

El demonio elegía a una hermana, la sujetaba a su catre con garras que dejaban marcas ardientes. Le arrancaba la áspera tela del cuerpo y comenzaba el ataque. No le interesaba la seducción; le interesaba la aniquilación. Introducía su monstruoso miembro en vaginas vírgenes, abriéndolas con embestidas brutales y repetitivas. Las penetraba analmente, violando su santuario más íntimo con tal fuerza que el sonido de la carne desgarrándose resonaba en la habitación silenciosa. A algunas las obligaba a mamar su miembro hasta que se les desencajaban las mandíbulas y se asfixiaban con su fétido semen. Las hermanas morían no solo por la devastación interna, sino por un terror puro y estremecedor; sus cuerpos eran encontrados rotos y vacíos, con una expresión de horror congelado en sus rostros.

Conchita lo oyó todo. El golpe húmedo y rítmico de la carne, los gemidos guturales del demonio, los gritos ahogados y finales de sus hermanas, que fueron silenciados de inmediato. Rezó hasta que le sangraron los labios, aferrándose a su crucifijo hasta que el metal se le clavó en la palma de la mano.

Una noche, el hedor a azufre inundó su celda. El aire se volvió denso y pesado. El demonio se materializó a los pies de su catre, con sus ojos de obsidiana fijos en la curva de su pecho. No veía a una monja, sino un desafío: un receptáculo de tal plenitud humana que doblegarlo sería su mayor triunfo.

—Este va a estar dulce —gruñó, con una voz como de piedras moliendo.

Se abalanzó sobre ella. Una mano con garras le desgarró el hábito desde el cuello hasta el ombligo, dejando al descubierto sus magníficos pechos. Apretó uno, y sus garras extrajeron gotas de sangre que contrastaban crudamente con su piel blanca. Le introdujo a la fuerza su grueso y maloliente miembro entre los labios. «Mamala, puta sagrada», ordenó. Conchita sintió arcadas, con los ojos llorosos, pero no se resistió. Lo tomó, hasta el fondo de su garganta, un acto de profunda humillación que soportó, aferrándose a una sola plegaria.

Aburrido, la volteó y la puso a cuatro patas. Con una sola y brutal embestida, le hundió su colosal verga por detrás. Conchita gritó, un grito desgarrador de pura agonía. Se sentía como si una columna de hierro ardiente la partiera en dos. El demonio rugió de placer, agarrándola por las caderas para impulsarse y comenzando un ritmo salvaje. Cada embestida era un martillazo que la golpeaba contra la dura cama; el sonido del choque era obscenamente fuerte.

“Tu coño es amplio, puta”, gruñó, aumentando su ritmo. “Hecho para una buena follada.”

La penetró con una energía brutal e implacable, sus enormes testículos golpeando sus muslos. Pero Conchita, aunque la invadieron oleadas de dolor y náuseas, no se quebró. Su cuerpo, que siempre había considerado una carga pecaminosa, resultó ser su salvación. Estaba hecho para resistir. Donde los demás eran frágiles y se rompían, ella se doblegaba. Absorbió el violento y violador asalto; cada embestida no chocaba con huesos frágiles, sino con carne resistente.

Frustrado por su resistencia, el demonio se retiró, con su miembro aún húmedo de su sangre. «Entonces probaremos el otro hoyo», gruñó. Escupió en su mano y frotó la repugnante saliva sobre su ano apretado. Con una presión lenta y tortuosa, comenzó a penetrarla. El dolor era exquisito, un hierro candente de violación. Conchita se mordió el labio hasta saborear la sangre, con la vista nublada. Sintió cómo su alma misma era estirada y profanada.

Sin embargo, sobrevivió. Soportó la brutal violación anal, mientras los gruñidos de frustración del demonio se intensificaban al no lograr provocarle la agonía que tanto ansiaba. La violó de todas las maneras posibles, intentando quebrar su cuerpo, pero no pudo doblegar su espíritu. Durante todo el ataque, sus dedos se deslizaron lentamente hacia el borde de su hábito desgarrado, donde se enredaban las cuentas de su rosario.

Cuando el demonio alcanzó su clímax, rugiendo de rabia y liberación, vaciando su semilla infernal en lo más profundo de su cuerpo devastado, la mano de Conchita se cerró alrededor del crucifijo.

Se dio la vuelta, a pesar de la criatura que tenía encima, y su cuerpo gritó en protesta. Apretó el frío crucifijo de metal contra su pecho sudoroso y agitado.

“¡In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti!” gritó, su voz no era un susurro, sino una orden.

El demonio aulló, no de placer, sino de dolor. Humo se elevó de su carne donde la cruz la tocó. Intentó retroceder, pero ella se aferró con fuerza; su poder, forjado en el crisol de su violación, era ahora innegable.

“¡Exorcizo te, omnis spiritus immunde!” Su forma comenzó a tambalearse, y el cuerpo enorme y aterrador se disolvió en humo negro. “¡Vade retro, Satana!”

Con un último y ensordecedor alarido que pareció desgarrar la mismísima noche, el demonio se desvaneció. Fue absorbido por un vórtice que él mismo había creado y desapareció, dejando tras de sí solo el hedor a azufre y el gélido silencio del convento.

La hermana Conchita yacía sobre su destrozada cama, magullada, sangrando y ultrajada de todas las formas imaginables. Pero estaba viva. El suelo de piedra estaba frío bajo ella. Su cuerpo era un mapa de agonía, un testimonio de un horror que ninguna oración podía borrar por completo. Pero cuando la primera luz gris del alba se filtró por la estrecha ventana, no iluminó un cadáver, sino a una superviviente. El silencio que quedó ya no era temeroso. Era suyo.
 
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