Mientras estábamos en la boda de uno de mis primos no podía casi apartar la mirada de las piernas y pies de mi madre. Se había puesto para la ocasión unas sandalias de tacón alto y se había pintado las uñas de color morado oscuro. Sus pequeños pies eran extremadamente sexis y se veían muy realzados con aquel tipo de calzado. Yo estaba cautivado totalmente y analizaba cada milímetro de sus pies, fijándome bien en cómo sus sensuales curvas se adaptaban a la forma de las sandalias, que sujetaban el pie con dos tiras estrechas justo encima de los dedos y en el talón.
Desde el divorcio de mis padres, mamá había cambiado mucho. Ya no era la mujer melancólica y hastiada a causa de un matrimonio infeliz, sino jovial y risueña como una veinteañera. Su belleza, que nunca había destacado especialmente, había aumentado y ahora era una cuarentona que, aunque algo rolliza, atraía a muchos hombres. Sus salidas nocturnas eran ahora más numerosas también. Mientras estuvo casada, casi no salió, pero ahora las cosas eran muy diferentes. Salía con dos amigas suyas, las dos separadas, y volvían a las tantas de la noche los viernes. Yo comprendía que una mujer como ella, razonablemente guapa de cara, con pecho y culo grande y piernas bien formadas, tenía ciertas necesidades que debían ser satisfechas con cierta regularidad, así que no me extrañaba en absoluto que saliera los fines de semana hasta el amanecer.
Aquella noche en el convite, mamá charló y coqueteó con dos hombres jóvenes de unos treinta años, ambos amigos de mi primo. Estuvo sentada con ellos dos y también con la novia de uno de ellos y tomaron varias copas. Yo, más que a ellos, miraba a mamá, prestanado especial atención a la forma en que cruzaba las piernas y colocaba sus pequeños pies. Curiosamente, no me fijé mucho en su vestido, que era también digno de mención. Era un vestido negro con un generoso escote que dejaba a todos ver que se sentía orgullosa de su talla cien. Estaba claro que aquella noche mamá no quería pasar desapercibida.
Cuando volvíamos a casa, mamá, que no había bebido mucho para poder conducir, estaba callada. Su mirada no expresaba ninguna emoción en particular, estando centrada en la carretera. El convite había sido en Leganés, así que entramos en Madrid por la carretera de Andalucía y luego subimos por el Paseo de las Delicias hasta llegar a Atocha. Fue allí, mientras esperábamos a que un semáforo se pusiera en verde, cuando mamá habló.
-No tengo ganas de volver a casa todavía, ¿quieres que vayamos a un pub irlandés muy tranquilo que conozco? -me preguntó.
-Sí, venga -dije.
Mamá se dirigió hacia la zona de la calle Hortaleza y tuvo suerte de encontrar un sitio para aparcar el coche. No había mucha gente por la calle, así que nos dimos prisa y nos metimos en el pub. Como mamá había dicho, el ambiente era tranquilo, con sólo dos o tres parejas en las mesas y dos o tres tipos bebiendo en la barra. Nosotros nos sentamos en una mesa que había esquina y que estaba alejada de los demás. Pedimos una pinta de Guinness cada uno y nos pusimos cómodos.
-Dime, ¿por qué me mirabas tanto esta noche en el convite? Cualquiera hubiera pensado que tenía monos en la cara -me preguntó mamá enarcando las cejas en espera de mi respuesta.
-No sé, no me he dado cuenta... -mentí.
-Cielo, hasta la más tonta se hubiera dado cuenta de la forma en que me mirabas las piernas y de la forma en que me has estado mirando el escote mientras veníamos para acá.
Demonios, pensé, entonces se había dado cuenta...
-Yo, verás... es que... -empecé a decir.
-No creo que debas disculparte por algo así, aunque yo sea tu madre. Sé que me estabas comiendo con los ojos...
-Lo siento, yo...
-Te he dicho que no tienes por qué disculparte, es perfectamente normal. ¿Qué puede esperarse de un chico de dieciocho años?
-Ya, supongo que sólo eso... -dije.
-Sí. De todos modos, no creas que a mí me faltan ganas de... carne -dijo mamá sonriendo-. Tengo cuarenta y tres años, llevo dos divorciada y dos años de castidad forzosa.
Aquello no me lo creí y así se lo dejé ver con la expresión de mi cara.
-No, en serio, nada de nada -me aseguró mamá.
-¿Y todas esas noches que sales con Mari y Lucía? -le pregunté.
-Pues de copas, pero nada más que eso. Si es que tengo una suerte...
-No será porque no estás bien... -dije.
-Vaya, gracias. Soy normalita, lo que pasa es que procuro sacarme partido -admitió mamá.
-Qué va, eres muy sexy -sustuve.
-Bueno, pues sí que eres tú zalamero... -dijo mamá sonriendo.
Yo no dije nada más y tomé un buen trago de cerveza negra. Mamá hizo lo mismo y luego me miró fijamente a los ojos.
-¿Tú todavía no te has estrenado? -me preguntó.
-Eh... no, la verdad es que no -dije casi sonrojándome (aquello me abochornaba, a pesar de ser de lo más normal).
-Es normal a los dieciocho años, ¿eh? Por lo menos en los chicos, sí.
-Supongo...
Bebí más cerveza, hasta casi acabarme la pinta. Mamá bebió un poco y luego me volvió a mirar.
-Seguro que nunca se te ha ocurrido pensar que yo también te como con los ojos a veces -me dijo, dejándome fuera de combate.
-Bueno... no, nunca lo hubiera imaginado -fue lo único que acerté a decir.
-Pues es así, me gustas aunque seas mi hijo -dijo en voz baja.
Aturdido, me bebí lo que quedaba de la pinta y luego miré a mi madre algo asustado y sin creer lo que había oído.
-No quiero que te asustes, sólo que sepas que el sentimiento es mutuo.
-Lo sé, pero me ha sorprendido un poco -dije.
-¿Quieres que nos vayamos ya a casa?
-Sí, casi mejor que sí.
Cuando salimos a la calle hacía ya bastante fresco. Mamá iba con poca ropa para aquella temperatura, así que fuimos deprisa hacia el coche y, una vez dentro, frotamos las manos para entrar en calor. Mamá arrancó después el coche y subimos por la calle Hortaleza. Al llegar a Alonso Martínez tiramos por Santa Engracia y luego cogimos la calle Alonso Cano hasta llegar a las inmediaciones de la calle Orense, donde vivíamos los dos solos desde hacía dos años. Metimos el coche en el garaje subterráneo que había bajo nuestro bloque y subimos a la undécima planta, donde teníamos un amplio piso. Nada más entrar, mamá se dejó caer sobre el sofá del salón. Yo me senté en un sillón que estaba frente al sofá.
Mamá se quedó allí sentada sin decir nada durante un rato, con sus pies sexis pegados el uno al otro como sus piernas. Yo no dejaba de mirarle ambas cosas y ella sonreía.
-¿Quieres quitarme tú hoy los zapatos? -me preguntó.
Yo no contesté durante unos segundos, pero luego asentí entusiasmado.
-Pues adelante...
Tembloroso, me levanté del sillón y rodeé la mesa del salón para sentarme junto a mamá. Ella, sonriendo y con total naturalidad, cambió de postura, apoyando la espalda en el brazo del sofá y poniéndome los pies sobre los muslos. ¡Dios!, no podía creer que los tuviera tan cerca y a mi disposición. Pasé una mano por encima de uno de ellos, acariciándolo suavemente mientras sentía que una erección de dimensiones antes no conocidas se afanaba por salir a la luz. Luego acaricié el otro, mirando cada centímetro, cada lugar, desde sus uñas perfectas pintadas de morado oscuro hasta su suave talón. Muy despacio, moví la tira del talón hacia abajo y la sandalia negra y sexy quedó casi fuera. Sólo tuve que moverla paralelamente al pie para sacarla. Con la otra, hice lo mismo.
Estaba mamá ahora descalza conmigo. Sus pequeños pies estaban entre mis manos, que los acariciaban como si fueran lo último que fuesen a tocar. Mamá, en un descuido, movió uno y tocó con él el bulto que mi miembro había provocado, apretándolo y jugueteando con él. Aquello me dejó tan pasmado que no podía decir nada. Sin embargo, mamá sí podía decir y hacer de todo y se incorporó, sentándose a mi lado. Me dio un breve beso en los labios y luego acarició mi pecho con ambas manos. Las fue bajando poco a poco hasta llegar a mi bulto, donde se detuvieron. A continuación, mamá me bajó la cremallera del pantalón y metió una mano dentro del mismo. No le costó mucho encontrar lo que andaba buscando, así que mi rabo estuvo fuera al instante, gordo y largo y apuntando hacia arriba. El tamaño era obviamente mayor de lo que mamá se había esperado, porque su cara era la de alguien gratamente sorprendido.
Sin ningún preámbulo, mamá se metió las manos por debajo del vestido y se bajó las bragas, tirándolas al suelo. Luego, sin pensar, se puso a horcajadas sobre mis muslos y cogió mi verga para ponerla en el lugar indicado. Luego se dejó caer despacio y fue entonces cuando sentí el placer sublime, la humedad y el calor de su vagina maternal, de su intimidad más prohibida y deseada. Mi rabo era grande para su insatisfecho chocho, pero éste se dilató lo suficiente como para alojarlo y mamá empezó a moverse de delante hacia atrás al poco tiempo. Yo acariciaba sus muslos y caderas mientras ella cabalgaba sobre mí lentamente, gozando de cada segundo.
Al cabo de tres minutos, mamá se corrió. Entonces no sabía que aquello era poco habitual en una mujer, así que no me sorprendió mucho. Yo me limité a aprovechar la confusión provocada por su placer intenso para tirar de su vestido para abajo y dejarla en sujetador y con el vestido por la barriga. Luego desabroché torpemente la última prenda que me separaba de la felicidad y sujeté sus enormes tetas colgonas con mis ávidas manos. Las magreé y manoseé mientras mi madre me follaba, ahora con más rapidez. Tanto le estaba gustando, que volvió a correrse justo cuando yo creía que no iba a poder aguantar más. Sus ojos se cerraron con fuerza y una serie de gemidos salieron de su garganta mientras agarraba mis hombros. Luego se calmó y se quedó quieta durante un rato con mi polla clavada.
Mamá se levantó un poco y mi rabo salió de su agujero aún totalmente empinado y duro. Tiró del vestido hacia abajo y se lo quitó del todo. Sus gordos y bien hechos muslos, su triangular y poblada vulva negra y sus grandes tetas de cuarentona estaban ahora ante mis ojos anonadados. Mamá me bajó los pantalones del todo y luego me puso de pie para quitarme la camisa también. Luego, abrazándome como nunca antes lo había hecho, me besó en la boca, introduciendo su lengua y explorando con ella mi húmeda boca.
Cuando acabó el beso, mamá agarró mi rabo y me dijo:
-Ahora te voy a hacer una cosa que te va a gustar...
Hizo que me sentara de nuevo en el sofá y ella se puso de nuevo medio tumbada con la espalda apoyada en el brazo del sofá. Luego, para mi sorpresa, empezó a acariciar mi rabo con sus pies sexis. Aquello al principio no parecía nada, pero poco a poco se fue convirtiendo en una paja hecha con los pies más sensuales del mundo. Mamá sabía muy bien cómo hacer aquello, o quizá a mí me lo pareció al estar tan cautivado. El caso es que los movió de arriba abajo con maestría hasta lograr su objetivo. Sin poderlo remediar, y a causa del tacto de su piel y de ver sus pies simplemente, un chorro de esperma brotó de mi duro miembro y cayó sobre el sofá. Un segundo chorro se elevó más de un metro en el aire y voló describiendo un arco hasta caer por detrás del sofá. Dos chorros más volaron y cayeron sobre otros sitios del sofá y los últimos cayeron sobre los dedos de los pies de mamá, que aún seguían en la base de mi rabo. Mi esperma los impregnó. No podía creerlo, ¡mi propio esperma pringando los pies más sexis del mundo!
Mamá, cuando vio que había dejado de correrme, se sentó de nuevo junto a mí y me dio un beso profundo de nuevo. Luego, sin quitar mi leche de sus pies, se puso las sandalias (sin ajustarse la tira de atrás) y se quedó de pie frente a mí, dejando su triángulo espeso ante mí, y dándose cuenta de que aún la tenía empinada.
-Vamos a seguir en mi dormitorio -me dijo sonriendo y tendiéndome una mano.
Desde el divorcio de mis padres, mamá había cambiado mucho. Ya no era la mujer melancólica y hastiada a causa de un matrimonio infeliz, sino jovial y risueña como una veinteañera. Su belleza, que nunca había destacado especialmente, había aumentado y ahora era una cuarentona que, aunque algo rolliza, atraía a muchos hombres. Sus salidas nocturnas eran ahora más numerosas también. Mientras estuvo casada, casi no salió, pero ahora las cosas eran muy diferentes. Salía con dos amigas suyas, las dos separadas, y volvían a las tantas de la noche los viernes. Yo comprendía que una mujer como ella, razonablemente guapa de cara, con pecho y culo grande y piernas bien formadas, tenía ciertas necesidades que debían ser satisfechas con cierta regularidad, así que no me extrañaba en absoluto que saliera los fines de semana hasta el amanecer.
Aquella noche en el convite, mamá charló y coqueteó con dos hombres jóvenes de unos treinta años, ambos amigos de mi primo. Estuvo sentada con ellos dos y también con la novia de uno de ellos y tomaron varias copas. Yo, más que a ellos, miraba a mamá, prestanado especial atención a la forma en que cruzaba las piernas y colocaba sus pequeños pies. Curiosamente, no me fijé mucho en su vestido, que era también digno de mención. Era un vestido negro con un generoso escote que dejaba a todos ver que se sentía orgullosa de su talla cien. Estaba claro que aquella noche mamá no quería pasar desapercibida.
Cuando volvíamos a casa, mamá, que no había bebido mucho para poder conducir, estaba callada. Su mirada no expresaba ninguna emoción en particular, estando centrada en la carretera. El convite había sido en Leganés, así que entramos en Madrid por la carretera de Andalucía y luego subimos por el Paseo de las Delicias hasta llegar a Atocha. Fue allí, mientras esperábamos a que un semáforo se pusiera en verde, cuando mamá habló.
-No tengo ganas de volver a casa todavía, ¿quieres que vayamos a un pub irlandés muy tranquilo que conozco? -me preguntó.
-Sí, venga -dije.
Mamá se dirigió hacia la zona de la calle Hortaleza y tuvo suerte de encontrar un sitio para aparcar el coche. No había mucha gente por la calle, así que nos dimos prisa y nos metimos en el pub. Como mamá había dicho, el ambiente era tranquilo, con sólo dos o tres parejas en las mesas y dos o tres tipos bebiendo en la barra. Nosotros nos sentamos en una mesa que había esquina y que estaba alejada de los demás. Pedimos una pinta de Guinness cada uno y nos pusimos cómodos.
-Dime, ¿por qué me mirabas tanto esta noche en el convite? Cualquiera hubiera pensado que tenía monos en la cara -me preguntó mamá enarcando las cejas en espera de mi respuesta.
-No sé, no me he dado cuenta... -mentí.
-Cielo, hasta la más tonta se hubiera dado cuenta de la forma en que me mirabas las piernas y de la forma en que me has estado mirando el escote mientras veníamos para acá.
Demonios, pensé, entonces se había dado cuenta...
-Yo, verás... es que... -empecé a decir.
-No creo que debas disculparte por algo así, aunque yo sea tu madre. Sé que me estabas comiendo con los ojos...
-Lo siento, yo...
-Te he dicho que no tienes por qué disculparte, es perfectamente normal. ¿Qué puede esperarse de un chico de dieciocho años?
-Ya, supongo que sólo eso... -dije.
-Sí. De todos modos, no creas que a mí me faltan ganas de... carne -dijo mamá sonriendo-. Tengo cuarenta y tres años, llevo dos divorciada y dos años de castidad forzosa.
Aquello no me lo creí y así se lo dejé ver con la expresión de mi cara.
-No, en serio, nada de nada -me aseguró mamá.
-¿Y todas esas noches que sales con Mari y Lucía? -le pregunté.
-Pues de copas, pero nada más que eso. Si es que tengo una suerte...
-No será porque no estás bien... -dije.
-Vaya, gracias. Soy normalita, lo que pasa es que procuro sacarme partido -admitió mamá.
-Qué va, eres muy sexy -sustuve.
-Bueno, pues sí que eres tú zalamero... -dijo mamá sonriendo.
Yo no dije nada más y tomé un buen trago de cerveza negra. Mamá hizo lo mismo y luego me miró fijamente a los ojos.
-¿Tú todavía no te has estrenado? -me preguntó.
-Eh... no, la verdad es que no -dije casi sonrojándome (aquello me abochornaba, a pesar de ser de lo más normal).
-Es normal a los dieciocho años, ¿eh? Por lo menos en los chicos, sí.
-Supongo...
Bebí más cerveza, hasta casi acabarme la pinta. Mamá bebió un poco y luego me volvió a mirar.
-Seguro que nunca se te ha ocurrido pensar que yo también te como con los ojos a veces -me dijo, dejándome fuera de combate.
-Bueno... no, nunca lo hubiera imaginado -fue lo único que acerté a decir.
-Pues es así, me gustas aunque seas mi hijo -dijo en voz baja.
Aturdido, me bebí lo que quedaba de la pinta y luego miré a mi madre algo asustado y sin creer lo que había oído.
-No quiero que te asustes, sólo que sepas que el sentimiento es mutuo.
-Lo sé, pero me ha sorprendido un poco -dije.
-¿Quieres que nos vayamos ya a casa?
-Sí, casi mejor que sí.
Cuando salimos a la calle hacía ya bastante fresco. Mamá iba con poca ropa para aquella temperatura, así que fuimos deprisa hacia el coche y, una vez dentro, frotamos las manos para entrar en calor. Mamá arrancó después el coche y subimos por la calle Hortaleza. Al llegar a Alonso Martínez tiramos por Santa Engracia y luego cogimos la calle Alonso Cano hasta llegar a las inmediaciones de la calle Orense, donde vivíamos los dos solos desde hacía dos años. Metimos el coche en el garaje subterráneo que había bajo nuestro bloque y subimos a la undécima planta, donde teníamos un amplio piso. Nada más entrar, mamá se dejó caer sobre el sofá del salón. Yo me senté en un sillón que estaba frente al sofá.
Mamá se quedó allí sentada sin decir nada durante un rato, con sus pies sexis pegados el uno al otro como sus piernas. Yo no dejaba de mirarle ambas cosas y ella sonreía.
-¿Quieres quitarme tú hoy los zapatos? -me preguntó.
Yo no contesté durante unos segundos, pero luego asentí entusiasmado.
-Pues adelante...
Tembloroso, me levanté del sillón y rodeé la mesa del salón para sentarme junto a mamá. Ella, sonriendo y con total naturalidad, cambió de postura, apoyando la espalda en el brazo del sofá y poniéndome los pies sobre los muslos. ¡Dios!, no podía creer que los tuviera tan cerca y a mi disposición. Pasé una mano por encima de uno de ellos, acariciándolo suavemente mientras sentía que una erección de dimensiones antes no conocidas se afanaba por salir a la luz. Luego acaricié el otro, mirando cada centímetro, cada lugar, desde sus uñas perfectas pintadas de morado oscuro hasta su suave talón. Muy despacio, moví la tira del talón hacia abajo y la sandalia negra y sexy quedó casi fuera. Sólo tuve que moverla paralelamente al pie para sacarla. Con la otra, hice lo mismo.
Estaba mamá ahora descalza conmigo. Sus pequeños pies estaban entre mis manos, que los acariciaban como si fueran lo último que fuesen a tocar. Mamá, en un descuido, movió uno y tocó con él el bulto que mi miembro había provocado, apretándolo y jugueteando con él. Aquello me dejó tan pasmado que no podía decir nada. Sin embargo, mamá sí podía decir y hacer de todo y se incorporó, sentándose a mi lado. Me dio un breve beso en los labios y luego acarició mi pecho con ambas manos. Las fue bajando poco a poco hasta llegar a mi bulto, donde se detuvieron. A continuación, mamá me bajó la cremallera del pantalón y metió una mano dentro del mismo. No le costó mucho encontrar lo que andaba buscando, así que mi rabo estuvo fuera al instante, gordo y largo y apuntando hacia arriba. El tamaño era obviamente mayor de lo que mamá se había esperado, porque su cara era la de alguien gratamente sorprendido.
Sin ningún preámbulo, mamá se metió las manos por debajo del vestido y se bajó las bragas, tirándolas al suelo. Luego, sin pensar, se puso a horcajadas sobre mis muslos y cogió mi verga para ponerla en el lugar indicado. Luego se dejó caer despacio y fue entonces cuando sentí el placer sublime, la humedad y el calor de su vagina maternal, de su intimidad más prohibida y deseada. Mi rabo era grande para su insatisfecho chocho, pero éste se dilató lo suficiente como para alojarlo y mamá empezó a moverse de delante hacia atrás al poco tiempo. Yo acariciaba sus muslos y caderas mientras ella cabalgaba sobre mí lentamente, gozando de cada segundo.
Al cabo de tres minutos, mamá se corrió. Entonces no sabía que aquello era poco habitual en una mujer, así que no me sorprendió mucho. Yo me limité a aprovechar la confusión provocada por su placer intenso para tirar de su vestido para abajo y dejarla en sujetador y con el vestido por la barriga. Luego desabroché torpemente la última prenda que me separaba de la felicidad y sujeté sus enormes tetas colgonas con mis ávidas manos. Las magreé y manoseé mientras mi madre me follaba, ahora con más rapidez. Tanto le estaba gustando, que volvió a correrse justo cuando yo creía que no iba a poder aguantar más. Sus ojos se cerraron con fuerza y una serie de gemidos salieron de su garganta mientras agarraba mis hombros. Luego se calmó y se quedó quieta durante un rato con mi polla clavada.
Mamá se levantó un poco y mi rabo salió de su agujero aún totalmente empinado y duro. Tiró del vestido hacia abajo y se lo quitó del todo. Sus gordos y bien hechos muslos, su triangular y poblada vulva negra y sus grandes tetas de cuarentona estaban ahora ante mis ojos anonadados. Mamá me bajó los pantalones del todo y luego me puso de pie para quitarme la camisa también. Luego, abrazándome como nunca antes lo había hecho, me besó en la boca, introduciendo su lengua y explorando con ella mi húmeda boca.
Cuando acabó el beso, mamá agarró mi rabo y me dijo:
-Ahora te voy a hacer una cosa que te va a gustar...
Hizo que me sentara de nuevo en el sofá y ella se puso de nuevo medio tumbada con la espalda apoyada en el brazo del sofá. Luego, para mi sorpresa, empezó a acariciar mi rabo con sus pies sexis. Aquello al principio no parecía nada, pero poco a poco se fue convirtiendo en una paja hecha con los pies más sensuales del mundo. Mamá sabía muy bien cómo hacer aquello, o quizá a mí me lo pareció al estar tan cautivado. El caso es que los movió de arriba abajo con maestría hasta lograr su objetivo. Sin poderlo remediar, y a causa del tacto de su piel y de ver sus pies simplemente, un chorro de esperma brotó de mi duro miembro y cayó sobre el sofá. Un segundo chorro se elevó más de un metro en el aire y voló describiendo un arco hasta caer por detrás del sofá. Dos chorros más volaron y cayeron sobre otros sitios del sofá y los últimos cayeron sobre los dedos de los pies de mamá, que aún seguían en la base de mi rabo. Mi esperma los impregnó. No podía creerlo, ¡mi propio esperma pringando los pies más sexis del mundo!
Mamá, cuando vio que había dejado de correrme, se sentó de nuevo junto a mí y me dio un beso profundo de nuevo. Luego, sin quitar mi leche de sus pies, se puso las sandalias (sin ajustarse la tira de atrás) y se quedó de pie frente a mí, dejando su triángulo espeso ante mí, y dándose cuenta de que aún la tenía empinada.
-Vamos a seguir en mi dormitorio -me dijo sonriendo y tendiéndome una mano.