Claudia y su Hijastro Diego

heranlu

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Claudia dejó que el agua caliente se deslizara sobre su piel, demorándose más de lo habitual en la ducha. Sabía que esa tarde tendría la casa para ella sola, o al menos eso pensaba. Desde hacía meses, la rutina había convertido el espacio en una especie de refugio temporal mientras su esposo estaba fuera por negocios. Lo único que perturbaba esa tranquilidad era Diego, su hijastro, que apenas la miraba y la trataba con el desdén típico de alguien que había decidido que ella no pertenecía allí.

Tomó una toalla y la enrolló con cuidado alrededor de su cuerpo, dejando que el tejido suave se deslizara por su piel aún húmeda. Al entrar en la habitación, dejó la puerta entreabierta sin prestar demasiada atención. El día era cálido y la luz de la mañana filtraba destellos dorados entre las cortinas, iluminando la amplia cama y el armario abierto. Claudia avanzó descalza sobre la alfombra, su andar pausado, mientras dejaba caer la toalla a sus pies.

Se inclinó hacia el interior del ropero, dejando que su espalda desnuda y sus caderas perfectamente delineadas quedaran a la vista, como si su cuerpo entero reclamara ser admirado sin siquiera proponérselo. Rebuscó un momento hasta que encontró lo que buscaba: un conjunto de lencería negra que parecía diseñado para pecar. El sujetador, adornado con pequeños corazones rojos sobre el encaje oscuro, era una combinación descarada de inocencia y perversión. Claudia lo sostuvo entre sus manos, mirando la prenda con una sonrisa apenas insinuada.

Sin prisa, lo llevó hacia su cuerpo, lo colocó con calma, acomodando la tela hasta que sus pechos se elevaron, rebosantes, ajustándose con firmeza dentro de las delicadas copas. Los tirantes resbalaron lentamente sobre su piel, deslizándose por sus hombros hasta quedar en su sitio, marcando con descaro cada curva generosa que la naturaleza le había dado.

A continuación, tomó la braguita: un pequeño trozo de tela que apenas cubría lo necesario. La deslizó por sus piernas lentamente, dejando que el encaje rozara su piel con una suavidad casi provocadora. Cuando llegó a sus muslos, tiró de ella con firmeza, acomodándola en sus caderas con precisión, como si la prenda estuviera hecha a su medida.

El encaje negro se deslizó entre sus nalgas con naturalidad, moldeándose a sus curvas. Claudia sintió el roce inesperado y, sin poder evitarlo, un leve sonrojo le cubrió las mejillas. Se mordió ligeramente el labio, un gesto coqueto y espontáneo, como si en ese momento, sin nadie más presente, pudiera permitirse disfrutar de esa sensación.

Finalmente, se sentó en el borde de la cama y tomó las medias negras. Subió la primera lentamente, deslizando la tela contra su muslo con un movimiento pausado, disfrutando del roce suave contra su piel. Repitió el proceso con la segunda, y cuando ambas estuvieron en su sitio, las alisó con las palmas de las manos, dejando que sus dedos se detuvieran apenas un segundo más en la parte alta, donde el elástico marcaba con firmeza.

Aquel simple acto cotidiano, sin pretenderlo, se había convertido en un espectáculo prohibido. Claudia era ajena a la mirada que la devoraba a través de la puerta entreabierta, a los ojos que no se perdían ni un solo movimiento, ni un solo detalle. En el pasillo, Diego apenas respiraba, clavado en su sitio, sintiendo un calor abrasador que le subía desde el estómago.

Sus ojos no parpadeaban, hipnotizados por el espectáculo involuntario que ella ofrecía sin proponérselo. Cada curva, cada pliegue de la ropa que abrazaba su cuerpo parecía una invitación muda, un golpe certero a su juventud y a su rebeldía.

Fue entonces cuando ella giró ligeramente hacia el espejo. Su mirada, distraída al principio, pronto se tornó alerta al notar algo fuera de lugar: la puerta entornada. Claudia frunció el ceño, el corazón latiéndole con fuerza. Sintió un hormigueo extraño en la nuca, una sensación que no podía ignorar.

Sin moverse demasiado, enfocó su atención en la penumbra del pasillo. Allí, a través de la ranura, dos ojos la observaban.

—¿Qué demonios...? —murmuró, girándose de golpe.

Diego, al verse descubierto, retrocedió bruscamente, tropezando y dejando escapar un ruido seco que quebró el silencio como un cristal roto.

—¡¿Qué crees que estás haciendo, Diego?! —espetó con fuerza, su voz más firme de lo habitual.

Diego, de pie en medio del corredor, no hizo ningún esfuerzo por disculparse. Su mirada era un desafío en sí mismo, como si esperara que ella no tuviera derecho a reprocharle nada. Llevaba puestos unos jeans gastados y una camiseta negra demasiado holgada, pero su pose arrogante, con las manos en los bolsillos, era lo que más exasperaba a Claudia.

—No estaba haciendo nada —respondió él con indiferencia, encogiéndose de hombros—. Si no quieres que te vean, cierra bien la puerta.

Pero, aunque su voz sonaba despreocupada, dentro de él hervía algo más difícil de controlar. Diego intentó sostenerle la mirada, plantarse firme como siempre hacía, como si le importara un carajo lo que ella pensara de él. Pero no podía apartar los ojos de su figura: del cabello aún húmedo que se pegaba a los hombros, del sujetador ajustado que dibujaba sus pechos generosos, de las medias que parecían hechas para destacar cada centímetro de sus piernas. Apretó los dientes, fingiendo una calma que no tenía.

Desde el primer día que su padre la presentó como su pareja —y poco después como su esposa—, Diego sintió que algo dentro de él se revolvía. No fue enojo, no del todo. Sí, odiaba la idea de que su padre, un hombre ya entrado en los cincuenta, pudiera estar con una mujer así, tan llamativa, tan… perfecta. Pero lo peor fue darse cuenta de que no podía dejar de mirarla.

Al principio lo negó. Se convenció de que la odiaba, de que solo le molestaba su presencia porque había llegado a ocupar un lugar que no le pertenecía. Pero la verdad era otra, y aunque nunca la admitiría en voz alta, todas sus fantasías habían empezado a girar en torno a ella. Claudia se había metido en su cabeza como un veneno dulce y silencioso.

Cada noche, cuando escuchaba sus pasos apagarse al subir las escaleras, cuando imaginaba el sonido de la puerta de su habitación cerrándose, el insomnio lo devoraba. Su mente volvía a ella: su cuerpo bajo las sábanas, el olor que dejaba en los pasillos después de ducharse, los vestidos ajustados que usaba sin proponerse seducir a nadie, pero que a él lo volvían loco.

Ahora, mientras ella lo fulminaba con la mirada, Diego intentaba contenerse. Pero el calor que sentía en el estómago seguía subiendo, mezclado con la rabia de saber que nunca tendría derecho a lo que deseaba. Que ese cuerpo no era para él, que esas curvas perfectas y esos labios suaves le pertenecían a su padre.

—¡Eres un irrespetuoso! —escuchó que decía Claudia, pero su voz parecía más lejana, como si viniera de otra parte.

Diego respiró hondo y obligó a su boca a formar otra sonrisa arrogante.

—Lo que digas —respondió con ese tono insolente que sabía que la sacaba de quicio, porque era lo único que le quedaba para disimular lo que sentía.

Se dio media vuelta antes de que su cuerpo lo traicionara más de lo debido. Caminó por el pasillo hacia su habitación, sintiendo todavía el peso de su mirada clavada en su espalda. No se atrevió a girarse de nuevo, porque sabía que, si lo hacía, no podría ocultar lo que realmente estaba pensando.

“Maldita sea”, masculló entre dientes, sintiendo el calor todavía pegado en la piel.

—Y de paso recoge ese desastre que dejaste en la sala. No soy tu sirvienta.

Diego soltó una risa sarcástica, ladeando la cabeza como si no pudiera creer lo que oía.

—No te pedí que lo hicieras. Si te molesta, no lo hagas.

Claudia lo miró, incrédula. El descaro del muchacho era agotador, pero lo peor de todo era que, en el fondo, había una chispa de algo más en esa mirada desafiante. Algo que no quería reconocer.

—No puedo creerlo… —dijo más para sí misma que para él. Su voz apenas fue un susurro, ahogado por el portazo seco con el que cerró la puerta de su habitación.

El silencio se instaló a su alrededor, aunque dentro de ella todo seguía rugiendo. Su corazón latía con fuerza, bombeando una mezcla de enojo, confusión y algo más. Se dejó caer lentamente hasta el suelo, la espalda apoyada contra la pared. Cerró los ojos un momento y respiró hondo, intentando calmarse, pero cada vez que lo hacía, la imagen de esos ojos oscuros regresaba a su mente. La mirada intensa de Diego, fija en ella como un peso invisible que llevaba semanas arrastrando, pero que hoy había sentido con una claridad punzante.

Porque Claudia ya lo había notado antes. Desde que su esposo lo presentó por primera vez, aquel chico la había observado de una forma que la desarmaba. No era solo curiosidad ni la clásica rebeldía adolescente. Era algo más. Sus ojos la recorrían entera sin ningún disimulo, ya fuera de frente o cuando creía que no lo notaba. Y aunque ella estaba acostumbrada a ser el centro de atención —especialmente para los hombres—, había algo en Diego que no se atrevía a nombrar. Algo que despertaba en ella una inquietud inesperada.

Era el hijo de su marido. Ese pensamiento la golpeó con fuerza, como si pudiera poner un límite a lo que su mente intentaba desenterrar. Pero no podía ignorar que Diego tenía todo aquello que alguna vez le llamó la atención en un hombre: la actitud de desafío, esa seguridad arrogante que a veces rozaba lo impertinente… pero, además, él lo tenía todo envuelto en juventud y vitalidad. Era como si él le mostrara lo que su esposo alguna vez fue, antes de que el tiempo lo domesticara. Y aunque amaba a su marido, las diferencias entre ellos empezaban a volverse más evidentes después de casi un año de casados.

Claudia lo había notado en los pequeños momentos, en el día a día. Cuando ella buscaba acción, salir a cenar o simplemente una noche de pasión que no acabara tan pronto, él solo suspiraba, decía estar cansado y se entregaba al sueño con facilidad. No era que no disfrutara el sexo con él, lo hacía, pero a menudo se quedaba con esa sensación agridulce de que había terminado demasiado pronto. Como si un deseo aún más profundo quedara siempre insatisfecho.

Ahora, con los recuerdos frescos de la mirada de Diego clavándose en ella, un calor extraño se le instalaba en el vientre, uno que quiso ignorar de inmediato. Porque por un instante, cuando él la miró, sintió un fuego inesperado prenderse dentro de ella. Fantasías oscuras comenzaron a asomarse, ideas que se obligó a empujar hacia las sombras.

—Es solo un niño… —se dijo en voz baja, pero sus palabras sonaron huecas, como si intentaran tapar una grieta que seguía ensanchándose.

Se levantó lentamente del suelo, como si quisiera dejar atrás aquel momento. Caminó hacia el espejo y se miró a sí misma. La lencería negra aún abrazaba cada una de sus curvas, el encaje oscuro marcado por pequeños corazones rojos. Sus pezones, marcados y prominentes contra la tela del sujetador, le llamaron la atención, como una señal irrefutable de lo que su cuerpo sentía. Intentó no pensar en ello, pero la verdad era evidente: la discusión con Diego, el descubrimiento de su mirada fija en ella, la habían excitado más de lo que quería admitir.

Recordó cómo se había sentido apenas minutos atrás, segura, atractiva, en control. Pero ahora, frente a su reflejo, lo único que podía ver era a una mujer que comenzaba a perder el equilibrio, que empezaba a ceder a un fuego que no debía arder.

“¿Qué me está pasando?”, pensó, pasando una mano por su cabello aún húmedo. Su respiración estaba entrecortada, y no podía evitar preguntarse cómo había llegado a ese punto. Giró la cabeza hacia la puerta, como si pudiera ver a través de ella, como si Diego siguiera ahí, del otro lado, esperándola.

Ese fuego tenía que apagarse, se dijo. Lo que sintió al encontrarse con su mirada debía ser olvidado. Lo que menos necesitaba era jugar con una fantasía que, si prendía, podía quemarlo todo. Sin embargo, mientras sus ojos regresaban a su reflejo, la sensación persistía, desafiándola.

Claudia apartó la vista del espejo y sacudió la cabeza, como intentando limpiar sus pensamientos. Pero incluso mientras lo hacía, en algún rincón oscuro de su mente, la idea seguía ardiendo, resistiéndose a ser olvidada.

Se puso una bata de seda ligera por encima, intentando cubrir lo que aún llevaba puesto. Necesitaba distraerse, alejarse de sus pensamientos, de aquella idea peligrosa que seguía ardiendo en su mente. Salió de la habitación y bajó las escaleras con decisión, dirigiéndose a la sala. Sin embargo, apenas puso un pie allí, se encontró con el mismo desastre que Diego había dejado: la mesa del centro llena de botellas vacías, un plato sucio con restos de comida y una chaqueta tirada sobre el respaldo del sofá.

Claudia apretó los labios y respiró hondo. El enojo volvió a bullir en su pecho, dándole algo concreto a lo que aferrarse.

—¡Diego! —gritó desde la sala, con la voz firme y cortante—. ¡Baja ahora mismo!

No pasó mucho tiempo antes de que él apareciera en la parte superior de las escaleras, mirando hacia abajo con esa expresión desafiante que ya le conocía demasiado bien. Iba sin camiseta, dejando al descubierto un torso marcado y juvenil.

—¿Qué quieres ahora? —respondió con fastidio, bajando los escalones lentamente, como si el tiempo le perteneciera.

—Te dije que no dejaras tu desastre en la sala. —Claudia cruzó los brazos con fuerza, tratando de mantener su postura autoritaria, aunque algo en la forma en que él caminaba hacia ella comenzaba a desconcentrarla.

Diego llegó hasta el último escalón y la miró con esos ojos oscuros, esa mirada que parecía poder desnudarla sin ningún esfuerzo. Su insolencia, mezclada con una calma peligrosa, la descolocó.

—¿Te molesta tanto? —dijo él, acercándose un poco más. Su voz había cambiado ligeramente, era más baja, más ronca—. Puedes dejarlo donde está. ¿O te molesta porque no soy como él? Porque no te hago caso.

Claudia frunció el ceño, sintiendo cómo su autoridad se resquebrajaba.

—No hables de tu padre. Esto no tiene nada que ver con él —respondió, pero su voz no sonó tan firme como quería.

Diego dio un paso más hacia ella. Estaba demasiado cerca, tanto que Claudia pudo sentir el calor de su cuerpo y notar el leve aroma a jabón que aún llevaba en la piel. No apartó la mirada ni un segundo, como si estuviera midiendo cada una de sus reacciones.

—Claro que tiene que ver con él. —Su voz era un susurro ahora, pero tan intensa que parecía retumbar entre ellos—. Siempre lo tiene.

Claudia retrocedió un paso, pero su espalda chocó con la pared. Trató de mantener la compostura, pero el aire entre ambos se había vuelto espeso, como una corriente eléctrica que zumbaba en sus oídos. Diego se inclinó un poco hacia adelante, apoyando una mano en la pared junto a su rostro, acorralándola sin tocarla.

—¿Qué haces? —logró decir ella, aunque su voz salió entrecortada, casi sin fuerza.

—Nada que tú no quieras —respondió él, y su mirada descendió lentamente por su cuerpo, deteniéndose en la bata de seda que apenas cubría la lencería que llevaba debajo.

Claudia sintió cómo el calor volvía a prenderse en su interior, más fuerte que antes. Sus pechos subían y bajaban con cada respiración agitada, y aunque su mente le decía que debía detenerlo, su cuerpo no se movía. Diego estaba tan cerca que podía sentir el leve roce de su aliento contra su piel, y eso solo avivaba el deseo que llevaba intentando enterrar.

—No deberías mirarme así —murmuró ella, casi como un ruego, sin atreverse a sostenerle la mirada.

—¿Y cómo quieres que te mire? —dijo él, su voz ahora cargada de lujuria contenida.

Sus dedos rozaron suavemente la tela de la bata, deslizándola apenas sobre su hombro, dejando la piel desnuda a la vista. Claudia cerró los ojos un instante, intentando reunir fuerzas para detenerlo, pero cuando sintió la mano de Diego deslizarse lentamente hacia su cintura, un escalofrío le recorrió el cuerpo entero.

—Esto está mal… —susurró ella, más para sí misma que para él, mientras sentía cómo sus defensas se derrumbaban una a una.

—Entonces dímelo. Dime que pare —respondió Diego, pero su voz sonaba segura, como si ya supiera cuál sería la respuesta.

—Soy tu madre… —murmuró Claudia, casi sin aliento, como si esas palabras pudieran detener lo que ya parecía inevitable.

Diego la miró con una mezcla de desafío y burla. Sus labios se curvaron en una sonrisa ladeada mientras sus ojos seguían fijos en los de ella.

—Madrastra —corrigió, su tono bajo pero cargado de intención—. No es lo mismo.

Claudia abrió los ojos y lo miró. En esa mirada, encontró la misma intensidad, la misma chispa peligrosa que había estado intentando ignorar durante tanto tiempo.

No dijo nada. Sus labios se separaron apenas un poco, y Diego no necesitó más. Su boca se encontró con la de ella en un beso voraz, hambriento, que borró cualquier duda, cualquier límite que existía entre ellos.

Claudia soltó un suspiro tembloroso cuando sintió su cuerpo presionarse contra el suyo, atrapándola entre el calor de su juventud y la pared fría a su espalda. Sus manos, temblorosas al principio, se aferraron a los brazos de Diego, sintiendo la fuerza de sus músculos tensarse bajo su toque. La bata de seda cedió lentamente bajo las manos de él, deslizándose hasta caer al suelo con un susurro suave.

La razón quedó enterrada en algún lugar oscuro de su mente, ahogada por el deseo que había estado acumulándose durante meses. Era fuego puro, y los dos estaban a punto de arder.

Claudia no supo en qué momento exacto dejó de pensar. Lo único que sentía era el peso del cuerpo de Diego contra el suyo, la firmeza de sus manos deslizándose por su piel con la urgencia de alguien que había contenido el deseo durante demasiado tiempo.

Las yemas de sus dedos la recorrieron con descaro, marcando cada curva, cada espacio, como si él estuviera reclamando un territorio prohibido. Diego no era un amante delicado ni sutil; era puro instinto, una mezcla de juventud y hambre que la encendía como nunca antes. Cada roce era fuego, cada movimiento suyo un recordatorio de lo que ella había estado ignorando durante tanto tiempo.

Claudia cerró los ojos y dejó que sus manos se aferraran a él, a sus hombros, a su cuello, como si eso pudiera anclarla a algo real mientras se perdía en aquella marea. El olor de su piel, el sonido entrecortado de sus respiraciones, todo era demasiado. Por un momento, olvidó todo lo que estaba mal, todo lo que podrían perder. Solo existía él, su calor, la manera en que su cuerpo encajaba perfectamente con el suyo.

Para Diego, sin embargo, había algo más que simple deseo. Sí, Claudia lo volvía loco; su cuerpo era la encarnación de todas las fantasías que lo habían mantenido despierto noche tras noche, pero había algo más primitivo empujándolo. Era una competencia silenciosa, una necesidad de probarse a sí mismo, a ella y al mundo que él era mejor, que podía tener todo lo que su padre poseía, y más. Tomar a Claudia, convertirla en suya, era un desafío tanto como un placer. Una forma de ganar una batalla que nunca había sido declarada, pero que ardía en lo más profundo de su ser.

Sus labios buscaron los de ella con una intensidad que la dejó sin aliento. No hubo suavidad ni ternura en ese beso; fue puro instinto, una declaración silenciosa de poder y deseo. Diego la sostuvo con firmeza, sus manos paseándose por su cuerpo como si ya le perteneciera, como si estuviera dispuesto a dejar una marca imborrable en cada centímetro de su piel.

—Eres mía —susurró contra sus labios, su voz ronca, temblando por el peso de las palabras.

Claudia no respondió, pero no necesitaba hacerlo. Su cuerpo hablaba por ella. La manera en que lo abrazaba, en que se entregaba, decía todo lo que él necesitaba saber. En ese instante, no importaba quién era él ni quién era ella; no importaban los años, los lazos familiares, ni las consecuencias. Lo único que importaba era ese fuego que los consumía a ambos, llevándolos a un lugar del que sabían que no habría regreso.

Diego la giró con un movimiento rápido, llevándola al sofá. Ella cayó sobre la superficie suave mientras él se posicionaba sobre ella, sus ojos ardiendo con una intensidad que la hacía temblar. Sus manos se movían rápidas, desnudándola, sin darle tiempo a reaccionar. Cuando llegó al sujetador, no se detuvo a desabrocharlo. En lugar de eso, lo jaló con fuerza, haciendo que la tela cediera.

Los pechos de Claudia quedaron libres, tensos, marcados por el rubor que se extendía por su piel como una llamarada. Diego los observó, inmóvil por un instante, con una mezcla de hambre y determinación que parecía devorar cada centímetro de su ser. Sus manos subieron rápidamente para abarcar esas curvas perfectas, sus dedos hundiéndose en la carne suave mientras las exploraba con movimientos firmes, casi posesivos. No había delicadeza en su toque, solo un deseo crudo que lo consumía, que lo hacía olvidar todo excepto el cuerpo de Claudia bajo el suyo.

Con una necesidad que no podía controlar, Diego se inclinó sobre ella, empujándola con suavidad contra el sofá mientras sus labios buscaban los de Claudia en un beso cargado de lujuria. Sus manos se deslizaron hacia abajo, desabrochando el botón de su propio pantalón con movimientos torpes, casi desesperados. La tela cayó hasta sus muslos, dejándolo libre, mientras su mirada permanecía fija en ella, buscando algún rastro de duda. Pero Claudia, con sus ojos entrecerrados y su pecho subiendo y bajando rápidamente, estaba completamente entregada al momento.

Diego se posicionó entre sus piernas, sus manos aferrándose con fuerza a sus muslos para separarlos con firmeza. La manera en que Claudia arqueaba la espalda, sus gemidos bajos y entrecortados, lo volvieron loco. Ya no podía pensar en otra cosa que en lo que estaba a punto de hacer. No era solo el placer, no era solo el cuerpo cálido y palpitante de Claudia bajo el suyo. Era lo que ella representaba, lo que le estaba arrebatando a su padre. Ese pensamiento lo empujaba más allá de los límites, lo llenaba de un oscuro placer que lo hacía moverse con una intensidad casi primitiva.

Con un movimiento decidido, la penetró. Claudia dejó escapar un gemido profundo, su espalda arqueándose mientras sus uñas se clavaban en los hombros de Diego, dejando marcas en su piel. El mundo alrededor desapareció: no había casa, no había esposo, no había reglas. Solo existían ellos dos, el choque de sus cuerpos, el calor que los envolvía, y el ritmo frenético que los llevaba al límite.

Diego se movía con fuerza, cada embestida cargada de esa mezcla de deseo y desafío. Su mente repetía una y otra vez la misma idea: "Es mía. No es de él. Nunca más será de él."

Claudia se perdió en la intensidad del momento, sus pensamientos ahogados por las olas de placer que la recorrían. Cada embestida, cada caricia, la llevaba más lejos de todo lo que conocía, acercándola a un punto de no retorno

Diego no se detuvo. Mientras el cuerpo de Claudia seguía respondiendo a cada movimiento, su mente era un caos de imágenes y pensamientos que ya no podía contener. Se inclinó hacia ella, sus labios cerca de su oído, dejando que su respiración caliente la envolviera antes de hablar.

—¿Sabes cuántas veces te escuché con él? —murmuró, su tono ronco, cargado de deseo y rabia contenida—. En su habitación, gimiendo como si te estuviera dando todo… pero yo sabía que no era suficiente.

Claudia abrió los ojos, el impacto de sus palabras atravesándola como una descarga. Sus mejillas se encendieron, pero no por vergüenza, sino por el morbo que esas confesiones despertaban en ella.

—Siempre pensé cómo sería ser yo en su lugar —continuó Diego, bajando sus labios hasta el cuello de Claudia, dejando una mordida que arrancó un gemido entrecortado de sus labios—. Cómo sería hacerte gritar de verdad, como lo estás haciendo ahora.

Claudia no respondió con palabras; sus uñas recorrieron la espalda de Diego, dejando un rastro que ardía mientras su cuerpo se arqueaba bajo el suyo, buscando más. Pero Diego tenía otros planes.

Con un movimiento firme, la giró, obligándola a ponerse de rodillas sobre el sofá. Sus muslos, aún cubiertos por las medias negras, se tensaron al cambiar de posición, añadiendo un contraste irresistible al cuadro que tenía frente a él. Diego dejó que sus manos recorrieran las caderas de Claudia, deslizando los dedos hacia su trasero y dejando que el encaje de las ligas y las medias rozara sus palmas.

La empujó hacia adelante, posicionándola a su antojo. El brillo seductor de las medias negras resaltaba cada línea de sus piernas, haciendo que su cuerpo pareciera aún más tentador. Sus manos se detuvieron un instante en la curva de sus nalgas, apretándolas con firmeza antes de deslizarse hacia abajo, siguiendo la suave transición entre la piel desnuda y la tela que envolvía sus muslos.

—Así… así es como siempre te imaginé —dijo, apretando con fuerza las nalgas de Claudia, marcando su piel con sus dedos mientras la observaba con una mirada hambrienta. Su respiración era pesada, y el deseo casi lo hacía perder el control.

Claudia dejó escapar un jadeo cuando sintió el primer mordisco en su trasero. Fue inesperado, un gesto tan salvaje que su cuerpo respondió al instante.

—¡Mierda…! —jadeó, su voz quebrada, pero con un tono que dejaba claro que no estaba protestando.

Diego sonrió, disfrutando de cada reacción. Volvió a morderla, esta vez con más fuerza, dejando una marca rojiza en la piel que lo hizo sentirse poderoso, dueño de cada centímetro de su cuerpo.

—¿Eso te gusta? —preguntó, su tono burlón, pero cargado de satisfacción mientras sus manos seguían explorando, apretando, marcándola como suya—. Dímelo, Claudia. Dime cuánto te gusta que sea yo quien te tenga así.

—¡Sí…! —soltó ella finalmente, su voz entrecortada mientras se aferraba al respaldo del sofá—. ¡Me encanta!

Ese fue el punto de quiebre. Diego no esperó más. Se posicionó detrás de ella, guiándose con una mezcla de urgencia y precisión. Sus manos se aferraron a sus caderas mientras volvía a penetrarla, con una intensidad aún mayor que antes.

Claudia dejó caer la cabeza hacia adelante, sus gemidos resonando en la sala mientras Diego la reclamaba una y otra vez. Sus movimientos eran rítmicos, profundos, cada embestida cargada de la rabia, el deseo y la oscura satisfacción de saber que estaba cumpliendo todas sus fantasías.

Las manos de Diego recorrieron la espalda de Claudia, deslizándose con determinación hasta encontrar sus pechos. Los apretó con la misma fuerza con la que antes había marcado sus nalgas, hundiendo los dedos en esas masas suaves que se amoldaban a su toque. Claudia arqueó la espalda al sentirlo, dejando escapar un gemido que parecía encender aún más el fuego que lo consumía.

El ritmo de las embestidas de Diego creció en urgencia, el sonido húmedo de sus cuerpos encontrándose, llenando la sala, mezclándose con los jadeos entrecortados y los suspiros cargados de placer. El aire se sentía denso, impregnado de sudor y deseo, como si cada rincón de la habitación vibrara con ellos.

Cuando sintió que el clímax estaba cerca, Diego dejó que una de sus manos se enredara en el cabello de Claudia, tirando de él con una firmeza que no dejaba espacio para delicadezas. Quería más, necesitaba más, y el tirón lo acercaba a ese punto donde sentía que podía poseerla por completo.

—Así… —gruñó, su voz cargada de deseo mientras buscaba llegar más profundo, sus movimientos llenos de una intensidad casi desesperada. Sentía cómo sus nalgas amortiguaban cada embestida, el sonido de sus cuerpos chocando, reverberando como un eco íntimo que quedaría grabado en su memoria.

Claudia se aferraba al sofá con las manos temblorosas, sintiendo cómo las embestidas de Diego se volvían más profundas, más urgentes, como si buscara alcanzar cada rincón de su ser. Su cuerpo respondía sin control, moviéndose al compás de cada movimiento, mientras el placer crecía como una llama que la consumía por dentro.

Con cada empuje, sus pechos rebotaban con fuerza, siguiendo el ritmo frenético que él marcaba. Las oleadas de placer se mezclaban con la sensación de sus pechos tensándose y moviéndose libremente, un recordatorio físico de la intensidad con la que él la estaba tomando.

Los gemidos que escapaban de sus labios eran cada vez más intensos, cada vez más desesperados. La forma en que Diego la había tomado, sin pedir permiso, con una ferocidad que nunca había conocido, despertaba algo oscuro en su interior. Un deseo prohibido que la hacía temblar, no de miedo, sino de anhelo.

—¡Mierda…! —jadeó, su voz rota mientras sentía cómo su cuerpo alcanzaba un punto de no retorno.

Cada embestida arrancaba una respuesta de ella: un gemido, un suspiro, un jadeo que llenaba la sala con una melodía que nunca había sonado entre esas paredes. El sexo con su marido era bueno, ella lo disfrutaba, pero esto era completamente distinto.

Con Diego, no había ternura ni comodidad; todo era crudo, posesivo, visceral, casi animal. La forma en que él la reclamaba la hacía perder el control de maneras que nunca habría imaginado, llevándola a un lugar donde el placer y el deseo se mezclaban con algo oscuro y prohibido.

—¡Diego! —gritó su nombre, su voz cargada de éxtasis mientras alcanzaba el clímax, su cuerpo temblando bajo el suyo.

El orgasmo la atrapó como una tormenta, violenta e incontrolable, arrancándole todo pensamiento coherente. Pero no era solo placer; era algo más profundo, algo que no se atrevía a nombrar.

Claudia sintió cómo el fuego dentro de ella se mezclaba con una culpa latente, pero no podía detenerse. En ese momento, no había lugar para el remordimiento. Solo estaba el placer, el calor de Diego, y esa conexión prohibida que hacía que cada segundo se sintiera como un acto de desafío, de rendición total.

Diego, sintiendo cómo Claudia se tensaba y temblaba bajo él, no se detuvo. Una de sus manos seguía firmemente aferrada a sus caderas, guiándola hacia el ritmo frenético que los llevaba a ambos al límite, mientras la otra mantenía su cabello tirado hacia atrás, exponiendo la curva de su cuello y obligándola a sostener esa posición de rendición absoluta.

Su mirada se fijó en ella, viendo cómo se entregaba por completo, cómo su cuerpo se arqueaba y sus gemidos llenaban el aire con una verdad que no necesitaba palabras.

Claudia se dejó caer sobre el sofá, su pecho subiendo y bajando mientras trataba de recuperar el aliento. Su piel estaba húmeda por el sudor, y el leve frío de la sala la envolvía como un recordatorio de lo que acababa de ocurrir. Su mente era un torbellino de pensamientos contradictorios: vergüenza, culpa, pero también un rastro inconfundible de satisfacción que no podía ignorar.

Diego la observaba desde arriba, su figura imponente proyectando una sombra que la hacía sentirse pequeña y vulnerable. Su respiración seguía pesada, pero su expresión no mostraba ningún rastro de arrepentimiento. Al contrario, había algo en sus ojos que la hacía estremecer: esa mezcla de orgullo y posesión que parecía reclamarla incluso después de lo que habían compartido.

—No pongas esa cara —murmuró Diego, con una sonrisa ladeada que no intentaba disimular su burla—. No me digas que no lo disfrutaste.

Claudia cerró los ojos, intentando bloquear el impacto de esas palabras. Pero no podía. Su cuerpo aún ardía, y las sensaciones que él había despertado seguían latiendo en ella, recordándole que no podía mentir. Había disfrutado cada maldito segundo, aunque no quisiera admitirlo.

—Esto… no debería haber pasado —dijo finalmente, su voz apenas un susurro mientras apartaba la mirada.

Diego se inclinó sobre ella, apoyando una mano firme en el respaldo del sofá, tan cerca que su aliento cálido volvió a rozar su cuello.

—Pero pasó —respondió, su tono suave, pero cargado de algo que la hacía temblar—. Y no me digas que no lo quisiste.

Claudia sintió cómo el calor volvía a subir por su pecho hasta sus mejillas. Quería discutir, decir algo que negara la verdad en sus palabras, pero las palabras se atoraban en su garganta.

Diego tenía razón, y la verdad era tan incómoda como excitante. Sin embargo, mientras lo miraba, esa mezcla de deseo y vergüenza la invadía con más fuerza. Se sentía sucia, una zorra, por permitir que eso ocurriera con el hijo de su esposo. Esa palabra resonaba en su mente, haciéndola estremecer, pero no de rechazo, sino de una perversa aceptación que no podía ignorar.

—Mírame, Claudia —dijo él, tomando su mentón con delicadeza, pero con una firmeza que no le dejaba opción. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, ella supo que no tenía escapatoria.

Diego no rompió el contacto visual mientras su mano libre se deslizaba lentamente por el costado de Claudia, marcando cada curva de su cuerpo con un toque que la hacía estremecerse. Cuando llegó a la curva de su trasero, sus dedos se detuvieron un instante, presionando ligeramente antes de continuar su recorrido. No era un gesto brusco ni urgente, sino calculado, como si supiera exactamente cómo mantenerla atrapada en esa mezcla de vergüenza y deseo.

—Conviértete en mi puta —gruñó Diego, su voz baja y cargada de una intensidad cruda que la atravesó como un cuchillo.

Claudia no respondió con palabras, pero su cuerpo habló por ella. Sus piernas se separaron ligeramente, como si esa orden rompiera las últimas barreras de su resistencia. Su pecho se alzó en un suspiro contenido, y aunque sus ojos reflejaban el conflicto interno que la desgarraba, no se apartaron de los de Diego.

El morbo de la situación la envolvió como un fuego lento. Era el hijo de su esposo, el símbolo mismo de lo prohibido y, sin embargo, ahí estaba, entregándose voluntariamente a ese deseo que no podía negar.

Diego, al notar su rendición, no pudo evitar una sonrisa contra sus labios. Había conseguido lo que quería y, esta vez, no había necesidad de apresurarse.

—Enséñame lo que le haces a él —dijo Diego, su voz ronca, cargada de una mezcla de súplica y desafío.

Claudia lo miró fijamente, sus ojos aún oscuros por el deseo. No respondió con palabras; no eran necesarias. En ese momento, cualquier resistencia moral que pudiera haber tenido se desmoronó, hundiéndose hasta el fondo de sus pensamientos, donde no podía alcanzarla. Con movimientos decididos, se colocó a horcajadas sobre Diego, sus piernas rodeándolo con una seguridad que lo dejó sin aliento.

Sus pechos, redondos y perfectos, quedaron a la altura de su rostro, tentándolo de una manera que casi lo hizo perder la cordura. Mientras Diego inclinaba ligeramente la cabeza, los pezones de Claudia rozaron sus labios, enviando un escalofrío por ambos cuerpos. El contacto, suave pero electrizante, hizo que él los atrapara por un breve instante con su boca, dejando un rastro de deseo marcado en su piel.

Diego apenas tuvo tiempo de asimilarlo cuando sintió cómo Claudia tomaba con determinación su erección, ahora completamente despierta otra vez, y la guiaba hacia su interior. El movimiento fue fluido, casi elegante, una demostración de experiencia que lo fascinó y lo enloqueció al mismo tiempo.

Claudia se apoyó en el respaldo del sofá con ambas manos, su cuerpo arqueándose mientras marcaba el ritmo con una precisión que desafiaba cualquier idea de control. Sus pechos se movían al compás de cada embestida, rebotando con una sensualidad que atrapaba a Diego en un trance hipnótico.

La forma en que lo apretaba desde dentro, los movimientos calculados de sus caderas que alternaban entre fuerza y suavidad lo desarmaban por completo. Nunca había experimentado algo así, una mujer que tomara el control de esa manera, que lo sometiera sin necesidad de palabras, solo con la intensidad de su cuerpo.

—Claudia… —murmuró Diego, su voz entrecortada por la mezcla de placer y asombro.

Ella no respondió, pero su mirada decía todo. En sus ojos había algo oscuro y desafiante, como si estuviera mostrándole no solo lo que podía hacer, sino lo que él nunca olvidaría. Sus uñas se aferraron al respaldo del sofá, su cuerpo empujándolo hacia un ritmo que lo hacía sentir atrapado y al mismo tiempo completamente libre.

Cada movimiento era una declaración, cada embestida una prueba de que ella sabía exactamente cómo controlar el momento. Diego, con las manos en las caderas de Claudia, intentó ganar algo de dominio, pero pronto entendió que no había nada que pudiera hacer más que rendirse a ella.

El sonido húmedo de sus cuerpos chocando llenaba la sala, acompañado por los jadeos y gemidos que Claudia ya no se molestaba en contener. Su cabello caía en desorden sobre sus hombros, y la expresión en su rostro era la de una mujer completamente entregada, no solo al placer, sino al poder que sabía que tenía sobre él.

Claudia se inclinó hacia él, su cabello rozándole el rostro mientras sus labios buscaban su oído. Su aliento cálido lo envolvió antes de que susurrara, su tono cargado de una provocación que lo hizo estremecer.

—¿Es esto lo que querías, Diego? —murmuró, su voz suave pero llena de un poder que él no había anticipado—. ¿Así te imaginabas que sería conmigo?

Diego no respondió; apenas podía. Sus manos se aferraban a las caderas de Claudia con una mezcla de desesperación y admiración mientras ella comenzaba a moverse de nuevo. Sus caderas trazaron un ritmo pausado, profundo, que lo hacía temblar, su cuerpo estremeciéndose con cada movimiento que parecía llegar más lejos, llevándolo al borde de su resistencia.

—Mírame —ordenó Claudia, sus manos tomando su rostro para obligarlo a abrir los ojos. Sus movimientos cambiaron de ritmo, alternando entre las embestidas lentas y calculadas que lo hacían perderse en la sensación, y un frenético sube y baja que arrancaba gemidos entrecortados de sus labios—. Quiero que me recuerdes así, siempre.

Diego cerró los ojos por un instante, su rostro tensándose mientras trataba de mantener el control. No quería parecer inexperto, no frente a ella, pero cada vez que sus caderas cambiaban de ritmo, sentía que iba a desmoronarse. Su pecho subía y bajaba con fuerza, y el sudor perlaba su frente, marcando la intensidad con la que estaba viviendo ese momento.

—No te detengas… —murmuró él, su voz rota, casi una súplica que Claudia recibió con una sonrisa triunfante.

Pero en Claudia también había algo que despertaba, un fuego que la consumía desde dentro. Mientras lo montaba, su mirada se oscureció al pensar en todas las chicas jóvenes que seguramente habían disfrutado de esa energía, de esa fuerza juvenil que ahora la llenaba por completo. La idea de esas mujeres, de esas manos ajenas sobre el cuerpo de Diego, la hizo estremecer, pero no de placer, sino de celos.

No quería que nadie más lo tuviera. Ahora era suyo, al menos en ese momento, y estaba dispuesta a dejar una marca que ninguna otra podría superar. Era la señora de esa casa, y aunque su esposo la había traído a ese lugar como una esposa joven y deseada, Claudia sentía que el poder real estaba en sus manos. Tanto el hombre como el hijo le pertenecían; eran suyos para dominar, para reclamar, y no permitiría que ninguna otra mujer, joven o vieja, se interpusiera en eso.

Con esa idea en mente, su ritmo se volvió más intenso. Sus caderas se movían con una precisión que solo alguien con experiencia podía lograr, llevando a Diego al borde de la locura. Cada movimiento era una declaración silenciosa, un recordatorio de que ella era quien controlaba el momento, de que nadie más podría hacerle sentir lo que ella estaba haciendo.

Sus uñas marcaron su piel con la intención de dejar rastros, como si quisiera asegurarse de que Diego entendiera lo que había despertado en ella. Cada movimiento de sus caderas, cada gemido que escapaba de sus labios, era una confesión silenciosa de un deseo que no sabía que existía hasta que él lo desató.

—¿Te han hecho esto antes? —preguntó, su tono burlón mientras se inclinaba aún más, atrapando su mirada con la suya.

Diego no pudo responder. Sus manos se aferraron a los muslos de Claudia, sintiendo la textura suave pero ajustada de las medias negras que envolvían su piel. Sus uñas casi se clavaban en el delicado material, hundiéndose ligeramente en la carne firme debajo mientras su cuerpo reaccionaba al ritmo frenético que ella imponía. Cada embestida arrancaba un gemido de sus labios, cada movimiento lo acercaba más al límite, pero era su mirada, su voz, lo que lo hacía perder el control.

Claudia sabía que estaba logrando su objetivo. Podía ver cómo Diego luchaba por mantenerse firme, por no dejar que su inexperiencia lo delatara. Pero ella quería más. Quería que él entendiera lo que significaba estar con una mujer, no con una niña.

—Eres mío ahora —susurró, su voz firme mientras bajaba una mano para aferrarse al respaldo del sofá, impulsándose con más fuerza—. Ninguna va a hacerte sentir esto.

Diego abrió los ojos, su mirada perdida entre el deseo y el asombro. Claudia lo tenía completamente a su merced, y ella lo sabía. Su ritmo alcanzó un clímax perfecto, el choque de sus cuerpos llenando la sala con un sonido húmedo y rítmico que parecía resonar en cada rincón.

Claudia sonrió para sí misma, sabiendo que, en ese instante, lo había reclamado como suyo.

Claudia, completamente envuelta en el momento, dejó que el pensamiento más oscuro la consumiera. Era el hijo de su esposo. Ese hombre al que había prometido lealtad, al que había compartido sus días más monótonos y sus noches más tibias, nunca podría darle lo que Diego le estaba dando ahora. Esa idea, lejos de detenerla, la encendía aún más. Había algo profundamente perverso en entregarse de esa manera a alguien tan cercano y, al mismo tiempo, tan diferente.

—¿Qué pensaría tu padre si te viera ahora? —susurró Claudia, bajando la voz hasta convertirla en un susurro cargado de provocación.

Diego la miró con los ojos entreabiertos, perdido entre la intensidad del placer y el impacto de sus palabras.

—¿Qué pensaría si supiera que me estás follando como a una puta? —añadió, sus labios curvándose en una sonrisa que mezclaba burla y lujuria.

El comentario fue como gasolina en un fuego ya descontrolado. Diego dejó escapar un gruñido bajo, sus manos apretando los muslos de Claudia con una fuerza que la hizo estremecer. Pero antes de que pudiera responder, ella se inclinó hacia adelante, sus labios rozando los de él con un toque apenas perceptible.

—Vamos, Diego. Muéstrame que eres mejor que él —lo retó, su aliento cálido contra sus labios mientras comenzaba a moverse de nuevo, lenta y profundamente, llevándolo al límite.

La intensidad del momento lo superó. Con un movimiento brusco, Diego tomó a Claudia por las caderas y la levantó, girándola con una destreza que solo su fuerza juvenil podía lograr. Ella dejó escapar un jadeo de sorpresa cuando él la empujó contra la mesa de centro de la sala, inclinándola hacia adelante mientras una de sus manos recorría su espalda, presionándola ligeramente hacia abajo.

—¿Así? —preguntó Diego, su voz grave, cargada de deseo mientras su otra mano se deslizaba hasta las caderas de Claudia, alineándose con ella una vez más.

Claudia arqueó la espalda, su cuerpo respondiendo antes que sus palabras.

—Más fuerte —dijo, su voz ronca mientras apoyaba las manos sobre la superficie de la mesa, su respiración entrecortada.

Diego no necesitó más instrucciones. La penetró con un movimiento firme, profundo, arrancándole un gemido que resonó en la sala. Desde esa posición, podía ver cómo su espalda se arqueaba con cada embestida, cómo sus caderas respondían al ritmo que él imponía.

Claudia se aferró al borde de la mesa, el contraste entre la dureza de la madera y el calor de Diego detrás de ella intensificando cada sensación. No podía evitarlo; su mente volvía una y otra vez al mismo pensamiento. Era el hijo de su esposo. La línea que habían cruzado era tan prohibida, tan impensable, que el simple hecho de estar ahí, con Diego tomándola de esa manera, despertaba algo que nunca había sentido.

—Así, no pares… —murmuró, su voz quebrándose mientras sentía cómo él aceleraba el ritmo.

Diego, perdido en el momento, no respondió. Su mirada estaba fija en el cuerpo de Claudia, en la forma en que ella se movía contra él, en cómo su piel húmeda brillaba bajo la luz tenue de la sala. El sonido de sus cuerpos chocando, los gemidos de Claudia, el aroma del sudor y del deseo llenaban el aire, envolviéndolos en un acto que parecía desafiar cualquier lógica.

—Me estoy follando a mi madrastra —jadeó Diego finalmente, sus manos aferrándose con más fuerza a las caderas de Claudia mientras se inclinaba hacia adelante, mordiendo suavemente su hombro.

Claudia sonrió para sí misma, el morbo de sus palabras alimentando aún más su propio deseo. No quería que Diego pensara en otra cosa. No quería que recordara a ninguna mujer más joven, más fresca. Quería que, cada vez que cerrara los ojos, fuera ella la única imagen que lo invadiera.

Con un movimiento rápido, Claudia giró la cabeza para mirarlo, sus labios entreabiertos y sus ojos encendidos.

—Termina conmigo, Diego —dijo, su voz cargada de lujuria y desafío—. Hazlo como solo tú puedes hacerlo.

Diego aceleró el ritmo, sus embestidas se volvieron más salvajes, impulsadas no solo por el placer, sino por algo más profundo: una furia contenida que llevaba años acumulándose. No era solo el deseo, era el resentimiento hacia su padre, un hombre que siempre había tenido todo, y ahora, incluso ella. Pero no esta vez. No aquí, no con él. Claudia era suya en ese momento, de una manera que su padre jamás podría imaginar, y eso lo volvía loco.

—Eres maravillosa —gruñó, su voz ronca mientras apretaba con más fuerza las caderas de Claudia, clavando los dedos en su piel como si quisiera dejar marcas imborrables—. Pero no voy a detenerme.

Claudia, atrapada entre la dureza de la mesa y el fuego que Diego encendía en su interior, no respondió. Sus gemidos eran cada vez más intensos, entrecortados, llenando el aire con una melodía de puro abandono. Su cuerpo vibraba con cada embestida, y aunque podía sentir la rabia en los movimientos de Diego, también sentía algo más: el deseo desesperado de poseerla por completo.

Entonces, en un movimiento inesperado, Diego deslizó una mano hacia abajo, recorriendo la curva de sus nalgas. Claudia sintió el cambio en su intención incluso antes de que él actuara. Se tensó ligeramente, un temblor recorriendo su cuerpo cuando el toque de Diego se volvió más firme, más atrevido.

—Diego… —jadeó, su voz quebrándose, pero sin detenerlo.

—Déjame —respondió él, su tono cargado de una mezcla de súplica y orden—. Déjame tenerte toda, Claudia.

Ella se congeló al sentir cómo él dirigía su atención hacia el lugar que nunca nadie había explorado antes. Su respiración se detuvo por un instante, pero no lo apartó. Hubo una pausa, un momento donde el tiempo pareció detenerse, antes de que ella, con un movimiento casi imperceptible de su cabeza, le diera su consentimiento.

—Hazlo —murmuró finalmente, su voz apenas un susurro, pero lo suficientemente clara como para que Diego la escuchara.

Ese fue el punto de quiebre. Diego, consumido por el deseo y la rabia que le nublaban la razón, se posicionó con cuidado. Su mano derecha siguió firme en su cadera, manteniéndola en su lugar, mientras la otra trazaba un camino lento pero decidido.

El primer contacto fue una mezcla de tensión y desafío, tanto para él como para ella. Claudia dejó escapar un jadeo agudo, su cuerpo ajustándose lentamente al intruso que rompía una barrera que nunca había sido cruzada. El dolor inicial se mezcló con algo más, una sensación nueva y extraña que la hizo aferrarse con fuerza al borde de la mesa.

Diego estaba al borde de la locura. Sentía cómo cada músculo de Claudia lo envolvía, apretándolo de una manera que lo hacía perder el control. Era una sensación única, un lugar prohibido que ahora reclamaba como suyo. Cada movimiento era un desafío, una mezcla de fuerza y cuidado mientras ambos exploraban este límite.

—Eres la mejor —gruñó Diego, sus movimientos ganando ritmo mientras la sujetaba con más fuerza—. Nadie más va a tenerte así. Solo yo.

Claudia cerró los ojos, su mente un torbellino de sensaciones. El dolor inicial se desvaneció lentamente, reemplazado por una ola de placer extraño, diferente a todo lo que había conocido antes. Sus gemidos, ahora más profundos, resonaban en la sala, mezclándose con el sonido húmedo y rítmico de sus cuerpos chocando.

Diego aceleró, cada embestida más intensa que la anterior, mientras el clímax se acercaba con una fuerza imparable. Su respiración era pesada, sus jadeos llenos de necesidad, y la mirada fija en Claudia, que ahora estaba completamente a su merced.

—Claudia… —murmuró, su voz apenas un gruñido antes de que el orgasmo lo atravesara con una intensidad que casi lo hizo perder el equilibrio.

El calor de Diego llenándola la llevó al límite, su propio clímax explotando como una ola que la hizo temblar desde la cabeza hasta los pies. Su cuerpo se arqueó, su respiración se cortó, y un gemido largo y quebrado escapó de sus labios mientras ambos quedaban atrapados en ese momento, consumidos por el deseo y el morbo que los había llevado hasta ahí.

Claudia se dejó caer sobre la mesa, su cuerpo aún temblando mientras el aire cargado de sudor y deseo llenaba sus pulmones. Diego, de pie detrás de ella, respiraba con dificultad, sus manos todavía en sus caderas como si se negara a soltarla, como si temiera que este momento pudiera desvanecerse si lo hacía.

El silencio que los envolvió no fue de calma, sino de tensión. Claudia giró lentamente la cabeza, buscando sus ojos. Lo encontró mirándola con una intensidad que le hizo estremecer. En esos ojos no había arrepentimiento, solo una mezcla peligrosa de satisfacción y algo más oscuro, algo que le decía que esto no había terminado.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó ella, su voz suave pero cargada de significado.

Diego esbozó una sonrisa ladeada, una que no ofrecía respuestas claras, solo promesas veladas.

—Eso depende de ti —respondió, antes de inclinarse para dejar un beso en la curva de su espalda desnuda, como si marcara su territorio una vez más.

Claudia cerró los ojos, su mente atrapada entre el deseo y el remordimiento. Sabía que esto había cambiado todo. Y cuando Diego se alejó finalmente, ella quedó sola, el eco de sus pasos resonando por la casa, dejando tras de sí más preguntas que respuestas.
 
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