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Claudia, mi Madre, es una Jamona con Tendencia a Robar – Capítulo 001
Claudia acababa de cumplir los 53 años. Seguía siendo una mujer de muy buen ver. Ya se sabe: quien tuvo, retuvo. No era alta, medía alrededor de un metro sesenta, pero lo compensaba usando zapatos de tacón. A pesar de su incomodidad le encantaba llevarlos y el bamboleo que daban a sus caderas. En cuanto al aspecto podríamos decir que era lo que se dice una madura maciza con un buen pandero, algún kilito de más, pero muy bien colocado, y, su gran virtud, un excelente par de tetas que, a pesar de que le acomplejaron durante su juventud por su desproporcionado tamaño, le habían acabado encantado, sobre todo por el efecto que causaban en el sexo opuesto.
Nuestra protagonista, al margen de sus muy evidentes virtudes, tenía algún defectillo menor. Y no nos referimos a su inconfesable pasión por la pollas, no. Hablamos más bien de una cierta tendencia cleptómana que, por suerte, no le había costado nunca ningún disgusto grave. Las poquitas veces que la habían pescado hurtando algo había salvado la situación a base de pasta, pagando lo robado. En alguna que otra ocasión en las que los damnificados por sus hurtos se ponían algo más duros y amenazaban con llamar a la policía, lo solucionaba con propinillas de por medio, en forma de dinero o con alguna mamada furtiva al segurata de turno. Algo que tampoco le molestaba especialmente, a no ser que el vigilante de seguridad fuera un auténtico adefesio. A fin de cuentas, un rabo es un rabo y la cuestión es abstraerse mientas una se lo come y concentrarse en la tarea. Basta con cerrar los ojos y pensar que es la polla de Brad Pitt o algo así.
Pero aquel día fue distinto. La pescaron robando en El Corte Británico y le tocó lidiar con una agente de seguridad que resultó ser un hueso bien duro de roer. Claudia, para más inri, iba disfrazada, con una peluca rubia y gafas de sol. Aquel ridículo intento de pasar desapercibida lo único que hizo, fue poner el foco sobre ella y llamar la atención tanto de los dependientes como de los seguratas.
Así que, al salir del centro, la paró la chica de seguridad de la entrada, una joven bastante alta, fuerte, atractiva, tatuada, con aspecto de que el gimnasio era su segundo hogar y cara de muy malas pulgas. Fría y educadamente, le pidió que la acompañase. Ya nerviosa y acojonada, siguió a la chica al cuartito de intimidación que tenían cerca de la entrada, donde se encontraban dos compañeros más y una batería de pantallas de televisión en las que se cubría prácticamente todo el centro comercial.
Después de hacerla sentar en una silla, con los vigilantes contemplándola, le indicaron que mirase atentamente la pantalla de uno de los monitores. Allí pudo ver el vídeo en el que se la apreciaba, diáfanamente, llenando el bolso con todo un botín de artículos que harían avergonzarse a bastantes de sus amigos y familiares, empezando por su muy católico esposo: un par de tangas y un sujetador (tamaño king size) de alto voltaje erótico, un vibrador negro extra grande y un satisfyer último modelo. En resumen, un montón de trastos bastante curiosos para completar la cesta de la compra de una madura y honrada ama de casa.
Claudia estaba en un buen lío porque ella, tan precavida y cautelosa siempre con las cosas del parné, se había olvidado la cartera en casa. No tenía pasta para pagar lo robado, ni para sobornar. Para más inri, en esta ocasión no le iba a bastar con la mamada de rigor, la presencia de la chica abortaba la posibilidad… En fin, ni tarjeta de crédito, ni nada de nada… Para abundar más en su desgracia, nuestra protagonista no se podía permitir el lujo de que avisasen a la policía porque se vería obligada a revelar su verdadera identidad.
No lo había mencionado antes pero es el momento de decir que Claudia es la esposa de un acaudalado empresario, el presidente de la cámara de comercio local que, si las cosas no se tuercen, en breve podría llegar a dirigir la federación nacional de empresarios. En fin, si este asuntillo sin importancia, el robo de cuatro pequeñas menudencias, llegase a la opinión pública, las ambiciones de su marido se irían al garete. De paso, su matrimonio también se iría a tomar por el culo y, cómo no, el excelente tren de vida del que disfruta nuestra protagonista. Su marido ignora por completo la faceta cleptomaniaca de su modosita esposa. Ante él, Claudia es la esposa perfecta, una santa. (¡Vamos, si el hombre se entesase…!) Y, abundando en el oprobio, los objetos que roba no son precisamente los que formarían parte de la cesta de la compra de una catolicona y conservadora señora de la alta sociedad que alardea ante los medios de ser la virtuosa y perfecta esposa del candidato.
Claudia, desesperada, sin saber qué hacer, ni a quién recurrir, decidió, a punto de entrar en pánico, llamar a su hijo, ante la atenta y traviesa mirada de los vigilantes de seguridad que esperaban sonrientes ver cómo se desarrollaba el asunto y si la mujer era capaz de salvar el match point.
Santi, el hijo de Claudia, tenía 28 años, y, al margen de su carrera en la gestión de la cámara de comercio, a la protectora sombra de papá, estaba últimamente más preocupado con los planes de su próxima boda. En apenas dos meses, contraería matrimonio en la Catedral con su novia de toda la vida. Ese acontecimiento opacaba cualquier otra preocupación.
El chico, escuchó al teléfono la alucinante confesión de su madre. A regañadientes, acabó haciéndose cargo del asunto tras asimilar la situación y acudió a su rescate. No por simpatía materno-filial (bueno, un poco sí…), sino más bien por la que se podría liar si el caso caía en manos de la prensa. No solo se acabaría con la carrera de su padre, sino también con la suya, apenas iniciada.
Antes de continuar, haremos una breve puntualización acerca de Santi. El joven había heredado el mayor rasgo definitorio de su madre: la pasión desaforada por el sexo. Era algo que, por su bien y el de su familia, había mantenido oculto. De hecho, en eso era igual que su progenitora. Ni ella sabía que su hijo era un picaflor, ni Santi que lo de la cleptomanía era el vicio más venial de su madre, que lo que de verdad la definía era lo guarrilla que era en cuanto se le presentaba una oportunidad. Aunque, eso sí, Claudia era la discreción personalizada. Nadie de su círculo cercano sospechaba esa pulsión ninfómana que la dominaba.
En cuanto Santi sacó del atolladero a su humillada madre, ya en el coche camino de casa, estuvo unos minutos sorprendido y sin hablar. No podía comprender el aspecto ridículo de la mujer, con aquella estúpida peluca y las gafas de sol. Tampoco entendía que robase cosas en las tiendas, dada la excelente situación económica de la que gozaba. Y, por último, lo que le llamó más la atención y le llevó a fijarse en su madre de otro modo, era el tipo de objetos que había sustraído: la lencería de putilla, el satisfyer y, sobre todo, aquel tremendo consolador negro… Si el botín quería decir algo acerca de la puerca de su madre, estaba claro de qué se trataba.
En cuestión de minutos, Santi dejó de ver a su madre cómo tal y la valoró como una apetecible maciza madura a la que podría hincarle el diente… si era capaz de superar el tabú de la relación familiar, claro. Aunque, ya lo dice el refrán: «tiran más un par de tetas, que dos pares de carretas». Y viendo las enormes domingas empitonadas de su madre, sentada en el asiento de copiloto, que gimoteaba llorosa por la humillante situación, se dio cuenta de que, en caso de tener una posibilidad no iba a desperdiciarla de ninguna de las maneras. A fin cuentas, de algún modo se tendría que cobrar el favor que acababa de hacerle sacándola de aquel atolladero.
Así que, tras unos breves minutos conduciendo camino de casa, en silencio, mientras contemplaba de reojo las tetas y los muslazos de la puerca de su madre, decidió dar un rodeo y parar en un descampado cercano, bajo unos pinos, donde sabía que estarían a salvo de miradas indiscretas.
Su madre, sorprendida, abrió la boca para preguntar, pero, pronto cambió de opinión y supuso que su hijo querría hablar del asunto tranquilamente antes de dejarla en el domicilio familiar.
Tras aparcar, Santi se quitó el cinturón de seguridad, tiró el asiento para atrás y se giró hacia Claudia para soltar la primera pregunta que sonó como un mazado a los oídos de la mujer:
—Vamos a ver, mamá, ¿se puede saber qué coño hacías así, vestida como una furcia barata, en El Corte Británico con el bolso lleno de esas porquerías de guarra?
Claudia, boquiabierta, se quedó muda por un instante, antes de balbucear una disculpa tan poco convincente que no pudo frenar la acometida de Santi, que atacó con todas sus fuerzas:
—¡No me cuentes milongas, joder! ¡No puede ser que a la mujer del candidato a presidente de la Cámara la pesquen robando pollas y tangas de putilla en un gran almacén, ostia! ¿Te das cuenta de lo que eso supondría si se llega a saber?
—A… al menos no me han reconocido… —se atrevió a decir tímidamente nuestra jamona. Lo que no hizo más que acrecentar la ira de su hijo, que, en paralelo a su diatriba, no dejaba de analizar las vibrantes tetas de su puta madre y los muslos temblorosos con aquella ajustada falda cada vez más alta. Si seguía temblando así, en breve se le iban a ver las braguitas… Si llevaba, claro.
—¡Eso es lo que tú te crees, tonta de los cojones! —Santi acababa de romper el primer tabú insultando a su madre. Ésta agachó la cabeza, sintiéndose culpable, incapaz de contrarrestar sus atinados argumentos—. De todas formas, si sigues así cualquier día te van a descubrir… Yo creo que lo mejor será decírselo a papá, para que te ingrese en un centro de rehabilitación de ladronzuelos o algo similar si es que eso existe.
Aquí es donde ya Claudia llegó al terreno en el que quería tenerla Santi y empezó a suplicar hasta humillarse.
-¡No, por favor, Santi, no…! ¡No le digas nada, por favor…! Te juro que no lo volveré a hacer más… No volverá a pasar, nunca, nunca jamás… No le digas nada. Haré lo que sea si no se lo dices… Lo que quieras. Cualquier cosa. Me portaré bien. Iré a misa todos los días… Lo que sea.
Aquel arrebato de piedad provocó una involuntaria sonrisa en el joven que tenía pensado cobrarle a su madre por su silencio de otro modo. Así que, ni corto, ni perezoso, se desabrochó el cinturón. Esta vez no el de seguridad, sino el del pantalón y, tras bajarlo con los calzoncillos hasta los tobillos, se acomodó de nuevo en el asiento, luciendo un notable rabo semi erecto que dejó atónita a su madre. Ésta que de tonta no tenía un pelo y de guarra toda una frondosa cabellera, se dio cuenta en seguida de qué iba el cabrón de su hijo.
Podía haber seguido suplicando, discutiendo, salir del coche u optar por otras mil opciones, pero, a la postre se decidió por lo más obvio. Al final, la cabra tira al monte y las putas a las pollas. Así que decidió sellar el silencio de Santi del modo más clásico. Se quitó las gafas de sol y la molesta peluca. Lució así su media melena morena y pudo contemplar con perfecta nitidez la venosa polla de su hijo que, no nos engañemos, empezó a hacerle mojar las braguitas.
—¡Eres un cabronazo…! —dijo, antes de agachar la cabeza y empezar una húmeda, babosa y enloquecida mamada.
Santi, debatiéndose entre el asombro, ante la facilidad con que la guarra se había amorrado a su tranca, y la excitación, tardó escasos minutos en inundar de leche la boca de su madre que, sin vacilar lo más mínimo, engulló el esperma como si fuese lo más normal del mundo. Se notaba que estaba acostumbrada a devorar pollas e ingerir su contenido.
El resto del camino hasta el chalet familiar, en las afueras de la ciudad, transcurrió en un silencio absoluto Santi, con los cojones en fase de recarga, después de la brutal corrida anterior, aún mantenía la polla morcillona y era incapaz de quitarse de la cabeza la imagen de mamadora de su madre. ¡Esa forma de engullir su rabo como una ternerita que chupa las ubres de una vaca, con máxima concentración y un oficio nada desdeñables…! ¡Eso no tenía precio!
Para Santi, el concepto que tenía e su madre acababa de derrumbarse estrepitosamente. Había surgido alguien distinto, una zorra de campeonato, lujuriosa y sin prejuicios, que parecía dispuesta a entregarse a él, por una auténtica chorrada. Y, siendo sinceros, a Santi no le cabía la menor duda de que ese comportamiento casquivano y lascivo no era esporádico o puntual en absoluto. Seguro que la muy puta había follado sin tasa desde Dios sabe cuándo.
Así y todo, Santi, preso quizá de algo parecido a la tristeza post coito (en absoluto se trataba de sentimiento de culpa, dejémoslo claro), era incapaz de mirar al asiento del copiloto, donde su madre se había recostado, con los ojos entornados y la ventanilla abierta para que le diese el aire. Los labios todavía entumecidos y el agrio sabor del abundante esperma de su hijo, completaban el cuadro. La faldita dejaba a la vista sus muslos jamoneros y un botón desabrochado de la camisa mostraba su interesante canalillo y el color del sujetador negro de encaje tensado por sus potentes domingas. Santi sólo podía apreciar la imagen de reojo, trataba de conducir concentrado, evitando distracciones y todavía en shock, sorprendido por lo que acababa de ocurrir.
Claudia, con la boca entreabierta, movía el dial de la radio buscando alguna emisora con música marchosa. El silencio se le hacía pesado, tampoco era capaz de comprender por qué había tenido una reacción de esas características, ofreciendo una mamada a cambio de un silencio que podría haber obtenido con una mera súplica. Sí, es cierto que el comportamiento de Santi no había sido precisamente ejemplar, pero, a fin de cuentas se trataba de su hijo, tampoco se iba a ir de la lengua ¿no? «¡Bueno, nunca se sabe! Más vale asegurar», pensó… Además, chupar pollas u ofrecer sexo era su arma favorita cuando estaba en una apuro. No era la primera, ni la segunda vez que tenía que hacerlo y siempre le había ido la mar de bien.
Recordaba la vez que pinchó una rueda viniendo de tener un rollete con un amante esporádico. Cuando llegó el tipo del servicio técnico en carretera se vio obligada a hacerle un favorcito. El tío se hacía el remolón para acompañarla a casa con el rollo de que, según el seguro contratado, sólo tenía la obligación de llevarla al taller más próximo. La broma le costó una mamada, arrodillada en la cabina del camión grúa, mientras el tipo conducía, pletórico de felicidad hasta que la dejó en casa, con el coche perfectamente colocado de nuevo en el garaje. No podía permitirse el lujo de no estar en casa cuando llegase el cornudo. Si al día siguiente, el pobre pardillo se encontraba con el coche pinchado a la hora de cogerlo la pobre Claudia tendría que inventarse una excusa inverosímil o echarle la culpa a algún ratón, je, je, je…
Se remontó en sus pensamientos también a tiempos más remotos, cuando para conseguir plaza para su hijo en el colegio que le interesaba, se vio obligada a dejarse encular por el director. El muy gilipollas de Jaime, su marido, se había negado a hacer valer sus influencias, por aquello del qué dirán. ¡Menudo capullo! Pero, bueno, tan poco fue un mal trago ni nada parecido. Es verdad que el tipo era un adefesio, tonto y aburrido. Pero, bueno, tampoco fue tan complicado. Al menos el director no tenía la tranca muy grande y, además, se corrió en un plis plas.
Cada vez más ensimismada, Claudia empezó a pensar en el momento en el que se descarrió, por decirlo finamente. Fue virgen hasta su matrimonio, a los 23 años. Pasó del colegio de monjas a la universidad y allí conoció a Jaime, su primer y único novio. Un tipo amable y en el que no vio el tipo de mirada lasciva que los tíos le lanzaban en cuanto la veían y que, en aquella época, tanta repulsión le provocaba. Entonces era una chica muy inocente. No tenía la más mínima experiencia con los hombres. Así que no le sorprendió nada que su noviazgo fuera una sucesión de besos, abrazos, arrumacos y palabras cariñosas sin el mínimo ápice de sexo. Jaime era muy timorato en los sexual, religioso y bastante poco efusivo. Cuando despertó al sexo, Claudia pensó que quizá el pobre infeliz no se había hecho ni una puñetera paja en su vida. A saber.
Jaime la desvirgó con bastante esfuerzo en su noche de bodas, después de varios gatillazos y con una eyaculación precoz de padre y muy señor mío en cuanto su pollita logró traspasar el húmedo coñito de su esposa. Evidentemente, él también era virgen y, a decir verdad, no progresó demasiado durante lo que fue una precaria vida sexual matrimonial.
Claudia, así y todo, era feliz. Se quedó embarazada enseguida, a los pocos meses de casarse. Y eso que follaban más bien poco. Una vez cada quince días y gracias. Pero, claro, al no ser el sexo algo a lo que estuviera acostumbrada, no lo echaba de menos. Creía que esto del sexo era así.
Durante el embarazo su marido apenas si la tocó. Un par de veces antes de los tres meses de gestación y después nada. Tras nacer Santi, Jaime siguió sin acercarse a su esposa. Ésta que no hablaba de estos temas con ninguna de sus amigas, tan mojigatas como ella, no notaba nada extraño en ese comportamiento.
Pero todo cambió cuando el niño tenía unos seis meses. Su marido había acudido a un congreso en otra ciudad y estaba sola en casa mientras una pareja de pintores, dos chicos jóvenes, de su edad, estaban pintando el comedor del chalet.
Claudia, con toda la inocencia y candidez del mundo, acostumbraba a dar de mamar al bebé en la terraza que estaba frente a la cristalera del salón, justo donde trabajaban los pintores. La mujer, que ya de por sí cargaba un buen par de tetas, con la cosa de la lactancia había aumentado el tamaño de sus ubres considerablemente. Ni que decir tiene que el pequeño Santi se ponía las botas mamando. Afortunado bebé.
Los pintores, que ya le habían echado el ojo a la jamona, que en casa vestía una batita fina que se transparentaba un poco y no podía ocultar sus rotundas formas, ya recuperadas del embarazo, no paraban de hacer bromas y cachondearse del banquete de teta que es estaba pegando el pequeño renacuajo. Aprovechando el carácter afable de la señora de la casa, fueron haciéndola partícipe de sus chanzas y, poco a poco, éstas se fueron volviendo más directas, por así decirlo.
—¡Hay que ver señora! ¡Vaya, vaya con el niño, eh! Se está poniendo fino. Menudo banquete…
Claudia se limitaba a sonreír sonrojándose ligeramente, pero no se ofendía en absoluto. Más bien estaba orgullosa y se sentía halagada por las palabras de los chicos.
—¡A ver si deja algo para los demás, señora…! ¡Que nos gustaría probar a nosotros también!
La frase, lanzada casi sin pensar, fue replicada, también sin pensar realmente en lo que decía, ni en las consecuencias de sus actos, por Claudia que, ni corta, ni perezosa, espetó:
—¡Je, je, je…! ¡Bueeeeno, si queréis un poco, os puedo dar…! ¡Tengo de sobra, ji, ji, ji…!
Los dos muchachos bajaron ipso facto del andamio y se plantaron a ambos lados de la jamona, que ya había colocado al satisfecho bebé en la cuna. Claudia se había guardado las domingas, pero entre risas aceptó gustosa volver a exponerlas para que, a cada lado, aquel par de mamones encajaran los pezones en la boca e intentaran ordeñarla. Claudia, sin dejar de reír, se dejó hacer y aceptó gustosa las bocas de los chicos, pero no contaba con que iba a sentir algo que trascendía lo que ella estaba viviendo como una broma. La humedad empezó a extenderse como un derrame por su entrepierna. Una excitación que la sorprendió y que no acababa de identificar. Se fue poniendo como una moto y empezó a jadear. Tuvo que bajar la mano para tocarse el coño, ella, que no se había masturbado nunca, que nunca había tenido un orgasmo… Lo peor, o lo mejor, según se mire, vino después, cuando los dos tipos se bajaron la bragueta y sacaron sus respectivas pollas, unas pollas normalitas, sí, pero que, comparadas con la picha tipo blandiblú de su esposo, parecían dos rascacielos a los ojos de la inocentona Claudia. El asombro se pintó en su cara.
Lo que vino a continuación fue el descubrimiento de un nuevo mundo. Aquel día se podría decir que ocurrió su verdadero desvirgamiento, tuvo sus primeros orgasmos y chupó sus primeras pollas. Los chicos no se atrevieron con el culo, pero con todas seguridad se lo habrían petado a la jamona de haber insistido un poco.
El resto de la semana, hasta que llegó su marido, la pintura del comedor pasó a un segundo plano y las intensas sesiones de sexo sólo se veían interrumpidas cuando el pobre Santi reclamaba su ración de leche materna.
Jaime se sorprendió cuando volvió del congreso al ver que todavía no se hubiera acabado el trabajo de los pintores. Un trabajo de un par de días y que llevaba ya una semana en marcha. Pero se tragó el bolo del retraso por falta de materiales y bla, bla, bla…
Al final, todo termina. Los pintores dieron sus últimos brochazos y partieron con gran dolor de su corazón y los cojones bastante secos. Claudia, se entristeció tremendamente, pero superó la depresión en cuanto descubrió que tenía un tremendo tirón entre los hombres. Que lo de los pintores no había sido una casualidad y que su aspecto de jamona resultaba un imán para las pollas. A partir de aquella época, empezó a vencer sus inhibiciones, aumentó sus salidas y su vida social, siempre con cautela, claro. Encadenó un rosario de amantes de todo tipo que la fueron colmando de gozo al tiempo que hacían crecer la cornamenta de su esposo, el pobre Jaime, incapaz de sospechar el pedazo de guarra que tenía en casa. Menos mal que Claudia había recibido en el cole de monjas una excelente formación acerca de cómo debe comportarse una buena esposa y disimulaba como Dios.
Claudia, además, le había cogido algo de tirria física a su esposo y las pocas veces que éste intentaba un acercamiento nocturno para hacer uso de su derecho matrimonial, la mujer ponía alguna excusa peregrina o procuraba acelerar el trámite y terminar deprisa y corriendo con el coito. Algo de lo que el bueno de Jaime no era demasiado consciente, tan poco exigente era en los que a temas sexuales se refiere. De modo que, Jaime, ya poco interesado por el sexo de por sí, fue dejando de lado cada vez más el amor físico con su esposa y centrándose en los besitos cursis, las flores, las carantoñas y otras mariconadas por el estilo. Todo en plan «cariñito por aquí, monina por allá», etc. etc. A Claudia ya le iba bien eso, a aquellas alturas tenía sementales de sobra que le proporcionaban las dosis de esperma y los orgasmos necesarios para mantener esa sonrisa radiante que lucía habitualmente.
Y tenía todo el tiempo del mundo, el niño que crecía adecuadamente, acudía al colegio y tenía un sinfín de actividades extraescolares que ocupaban casi todo su tiempo y a las que se encargaba de llevarlo el personal del servicio de la casa.
Claudia no le hacía ascos a nada. Ni al sexo anal, que le encantaba, ni a tragarse con glotonería el semen de sus machos, ni a comerles el culo… Nada, para ella todo vale… Aprovechó que las posibilidades de intimar con su marido eran nulas, para depilarse perfecta y definitivamente el pubis y los molestos pelillos que rodeaban su ojete, para facilitar las enculadas. También se decoró el cuerpo con un par de discretos tatuajes uno en la parte trasera del cuello, un texto en ingles bastante explícito: I’m the best whore, y, en el pubis una pica de póker, que por lo que le había dicho uno de sus ligues, venía a ser algo así como el símbolo de las corneadoras.
La puerca, como no podía ser menos, tomaba las precauciones necesarias para no quedarse embarazada. Pero a veces hay fallos. Y de ahí vinieron las gemelas, cuando Santi tenía cuatro años. Las chicas, actualmente estudiaban internas en un College universitario del Estados Unidos y sólo acudían a casa durante las vacaciones escolares. Por lo que Claudia había podido averiguar, ninguna de ellas, que se parecían mucho a su madre en el aspecto, había heredado el amor al sexo de su progenitora. Aunque, nunca se sabe. Tal vez se manifestase posteriormente, como en su caso.
A la pobre Claudia no le preocupó tanto el hecho de quedarse embarazada como el tener que colocarle el mochuelo a su marido, con el que no follaba desde tiempos inmemoriales. Al menos, tras confirmar el embarazo, pudo suspirar aliviada al saber que el presunto padre (o los presuntos padres, porque a estas alturas Claudia solía jugar a dos o tres barajas) era blanco… Hasta hacía bien poco había estado follando con asiduidad con un chico de color que era instructor del gimnasio donde iba a ponerse en forma (y otear machos en edad de merecer para ofrecer sus encantos…). ¡Colocarle un bebé negro a su pobre cornudo sí que habría sido el colmo…! (Y bien difícil de justificar…)
La cuestión es que, en cuanto supo que estaba preñada, tuvo que idear un plan, entre maquiavélico y cutre, para convencer al pobre Jaime de que le echase uno de sus patéticos polvos… Le costó Dios y ayuda excitarlo y conseguir que la montase… Tuvo que esperar a una noche, al volver de una cena de gala a la que habían asistido, en la que el pobre infeliz había estado cómodo y alegre, además de beber por los codos, para echarle un par de viagras machacadas en la infusión que se tomaba el hombre antes de dormir. Así que con el cabroncete pichafloja medio adormilado y refunfuñando, nuestra pobre heroína tuvo que hacer de tripas corazón y reprimiendo las arcadas que a esas alturas le daba la excesiva proximidad de su esposo. Claudia confiaba en que con las pastillas y una buena estimulación manual, la pollita de Jaime consiguiera una erección suficiente como para facilitar una monta rápida. Pero la cosa no iba a tiros, seguramente, además de la poca capacidad viril del pobre hombre, el consumo de alcohol y la copiosa cena no ayudaban a estimular su libido. Después de más de media hora de darle al manubrio, cuando la muñeca de la pobre Claudia empezaba a estar insensible tras aquella infructuosa y prolongada paja, la mujer se disponía a chuparle el rabito a su esposo por vez primera, reprimiendo el asco por un beneficio mayor. Entonces se obró el milagro, un par de lametones en el cuello por parte de Claudia, antes de empezar a bajar hacía las profundidades, y el hombretón empezó a reaccionar, algo que Claudia notó inmediatamente, ya que seguía sujetando su blandengue pollita con la mano. De modo que la guarrilla, aumentó la dosis de lengua (siempre sería mejor lamer el cuello del cornudo que chupar su poco apetecible tranca) y, poco a poco, el miembro del cornudo fue recuperando la rigidez mínima necesaria como para que Claudia, con bastante agilidad y antes de que el pobre se corriese, ya que jadeaba como un gorrino, se montase sobre el bastoncito y, tras un par de impetuosos meneos, consiguiera una acuosa y débil eyaculación, pero suficiente para los intereses de Claudia.
Jaime, con un aspecto de infartado tras aquel que, de momento y si no cambiaban mucho las cosas, iba a ser el último polvo de su vida con su esposa, recuperaba despacio, entre jadeos, el resuello y aceptó sudoroso, el besito y las nuevas noches de su esposa, antes de quedarse con los ojos como platos y sin poder dormir por la experiencia. Claudia, por su parte, le dio la espalda al cornudo y empezó a roncar a los pocos minutos. Estaba cansadísima, mucho más que cuando se cepillaba alguno de sus amantes. Al menos aquello resultaba más gratificante
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Claudia, mi Madre, es una Jamona con Tendencia a Robar – Capítulo 001
Claudia acababa de cumplir los 53 años. Seguía siendo una mujer de muy buen ver. Ya se sabe: quien tuvo, retuvo. No era alta, medía alrededor de un metro sesenta, pero lo compensaba usando zapatos de tacón. A pesar de su incomodidad le encantaba llevarlos y el bamboleo que daban a sus caderas. En cuanto al aspecto podríamos decir que era lo que se dice una madura maciza con un buen pandero, algún kilito de más, pero muy bien colocado, y, su gran virtud, un excelente par de tetas que, a pesar de que le acomplejaron durante su juventud por su desproporcionado tamaño, le habían acabado encantado, sobre todo por el efecto que causaban en el sexo opuesto.
Nuestra protagonista, al margen de sus muy evidentes virtudes, tenía algún defectillo menor. Y no nos referimos a su inconfesable pasión por la pollas, no. Hablamos más bien de una cierta tendencia cleptómana que, por suerte, no le había costado nunca ningún disgusto grave. Las poquitas veces que la habían pescado hurtando algo había salvado la situación a base de pasta, pagando lo robado. En alguna que otra ocasión en las que los damnificados por sus hurtos se ponían algo más duros y amenazaban con llamar a la policía, lo solucionaba con propinillas de por medio, en forma de dinero o con alguna mamada furtiva al segurata de turno. Algo que tampoco le molestaba especialmente, a no ser que el vigilante de seguridad fuera un auténtico adefesio. A fin de cuentas, un rabo es un rabo y la cuestión es abstraerse mientas una se lo come y concentrarse en la tarea. Basta con cerrar los ojos y pensar que es la polla de Brad Pitt o algo así.
Pero aquel día fue distinto. La pescaron robando en El Corte Británico y le tocó lidiar con una agente de seguridad que resultó ser un hueso bien duro de roer. Claudia, para más inri, iba disfrazada, con una peluca rubia y gafas de sol. Aquel ridículo intento de pasar desapercibida lo único que hizo, fue poner el foco sobre ella y llamar la atención tanto de los dependientes como de los seguratas.
Así que, al salir del centro, la paró la chica de seguridad de la entrada, una joven bastante alta, fuerte, atractiva, tatuada, con aspecto de que el gimnasio era su segundo hogar y cara de muy malas pulgas. Fría y educadamente, le pidió que la acompañase. Ya nerviosa y acojonada, siguió a la chica al cuartito de intimidación que tenían cerca de la entrada, donde se encontraban dos compañeros más y una batería de pantallas de televisión en las que se cubría prácticamente todo el centro comercial.
Después de hacerla sentar en una silla, con los vigilantes contemplándola, le indicaron que mirase atentamente la pantalla de uno de los monitores. Allí pudo ver el vídeo en el que se la apreciaba, diáfanamente, llenando el bolso con todo un botín de artículos que harían avergonzarse a bastantes de sus amigos y familiares, empezando por su muy católico esposo: un par de tangas y un sujetador (tamaño king size) de alto voltaje erótico, un vibrador negro extra grande y un satisfyer último modelo. En resumen, un montón de trastos bastante curiosos para completar la cesta de la compra de una madura y honrada ama de casa.
Claudia estaba en un buen lío porque ella, tan precavida y cautelosa siempre con las cosas del parné, se había olvidado la cartera en casa. No tenía pasta para pagar lo robado, ni para sobornar. Para más inri, en esta ocasión no le iba a bastar con la mamada de rigor, la presencia de la chica abortaba la posibilidad… En fin, ni tarjeta de crédito, ni nada de nada… Para abundar más en su desgracia, nuestra protagonista no se podía permitir el lujo de que avisasen a la policía porque se vería obligada a revelar su verdadera identidad.
No lo había mencionado antes pero es el momento de decir que Claudia es la esposa de un acaudalado empresario, el presidente de la cámara de comercio local que, si las cosas no se tuercen, en breve podría llegar a dirigir la federación nacional de empresarios. En fin, si este asuntillo sin importancia, el robo de cuatro pequeñas menudencias, llegase a la opinión pública, las ambiciones de su marido se irían al garete. De paso, su matrimonio también se iría a tomar por el culo y, cómo no, el excelente tren de vida del que disfruta nuestra protagonista. Su marido ignora por completo la faceta cleptomaniaca de su modosita esposa. Ante él, Claudia es la esposa perfecta, una santa. (¡Vamos, si el hombre se entesase…!) Y, abundando en el oprobio, los objetos que roba no son precisamente los que formarían parte de la cesta de la compra de una catolicona y conservadora señora de la alta sociedad que alardea ante los medios de ser la virtuosa y perfecta esposa del candidato.
Claudia, desesperada, sin saber qué hacer, ni a quién recurrir, decidió, a punto de entrar en pánico, llamar a su hijo, ante la atenta y traviesa mirada de los vigilantes de seguridad que esperaban sonrientes ver cómo se desarrollaba el asunto y si la mujer era capaz de salvar el match point.
Santi, el hijo de Claudia, tenía 28 años, y, al margen de su carrera en la gestión de la cámara de comercio, a la protectora sombra de papá, estaba últimamente más preocupado con los planes de su próxima boda. En apenas dos meses, contraería matrimonio en la Catedral con su novia de toda la vida. Ese acontecimiento opacaba cualquier otra preocupación.
El chico, escuchó al teléfono la alucinante confesión de su madre. A regañadientes, acabó haciéndose cargo del asunto tras asimilar la situación y acudió a su rescate. No por simpatía materno-filial (bueno, un poco sí…), sino más bien por la que se podría liar si el caso caía en manos de la prensa. No solo se acabaría con la carrera de su padre, sino también con la suya, apenas iniciada.
Antes de continuar, haremos una breve puntualización acerca de Santi. El joven había heredado el mayor rasgo definitorio de su madre: la pasión desaforada por el sexo. Era algo que, por su bien y el de su familia, había mantenido oculto. De hecho, en eso era igual que su progenitora. Ni ella sabía que su hijo era un picaflor, ni Santi que lo de la cleptomanía era el vicio más venial de su madre, que lo que de verdad la definía era lo guarrilla que era en cuanto se le presentaba una oportunidad. Aunque, eso sí, Claudia era la discreción personalizada. Nadie de su círculo cercano sospechaba esa pulsión ninfómana que la dominaba.
En cuanto Santi sacó del atolladero a su humillada madre, ya en el coche camino de casa, estuvo unos minutos sorprendido y sin hablar. No podía comprender el aspecto ridículo de la mujer, con aquella estúpida peluca y las gafas de sol. Tampoco entendía que robase cosas en las tiendas, dada la excelente situación económica de la que gozaba. Y, por último, lo que le llamó más la atención y le llevó a fijarse en su madre de otro modo, era el tipo de objetos que había sustraído: la lencería de putilla, el satisfyer y, sobre todo, aquel tremendo consolador negro… Si el botín quería decir algo acerca de la puerca de su madre, estaba claro de qué se trataba.
En cuestión de minutos, Santi dejó de ver a su madre cómo tal y la valoró como una apetecible maciza madura a la que podría hincarle el diente… si era capaz de superar el tabú de la relación familiar, claro. Aunque, ya lo dice el refrán: «tiran más un par de tetas, que dos pares de carretas». Y viendo las enormes domingas empitonadas de su madre, sentada en el asiento de copiloto, que gimoteaba llorosa por la humillante situación, se dio cuenta de que, en caso de tener una posibilidad no iba a desperdiciarla de ninguna de las maneras. A fin cuentas, de algún modo se tendría que cobrar el favor que acababa de hacerle sacándola de aquel atolladero.
Así que, tras unos breves minutos conduciendo camino de casa, en silencio, mientras contemplaba de reojo las tetas y los muslazos de la puerca de su madre, decidió dar un rodeo y parar en un descampado cercano, bajo unos pinos, donde sabía que estarían a salvo de miradas indiscretas.
Su madre, sorprendida, abrió la boca para preguntar, pero, pronto cambió de opinión y supuso que su hijo querría hablar del asunto tranquilamente antes de dejarla en el domicilio familiar.
Tras aparcar, Santi se quitó el cinturón de seguridad, tiró el asiento para atrás y se giró hacia Claudia para soltar la primera pregunta que sonó como un mazado a los oídos de la mujer:
—Vamos a ver, mamá, ¿se puede saber qué coño hacías así, vestida como una furcia barata, en El Corte Británico con el bolso lleno de esas porquerías de guarra?
Claudia, boquiabierta, se quedó muda por un instante, antes de balbucear una disculpa tan poco convincente que no pudo frenar la acometida de Santi, que atacó con todas sus fuerzas:
—¡No me cuentes milongas, joder! ¡No puede ser que a la mujer del candidato a presidente de la Cámara la pesquen robando pollas y tangas de putilla en un gran almacén, ostia! ¿Te das cuenta de lo que eso supondría si se llega a saber?
—A… al menos no me han reconocido… —se atrevió a decir tímidamente nuestra jamona. Lo que no hizo más que acrecentar la ira de su hijo, que, en paralelo a su diatriba, no dejaba de analizar las vibrantes tetas de su puta madre y los muslos temblorosos con aquella ajustada falda cada vez más alta. Si seguía temblando así, en breve se le iban a ver las braguitas… Si llevaba, claro.
—¡Eso es lo que tú te crees, tonta de los cojones! —Santi acababa de romper el primer tabú insultando a su madre. Ésta agachó la cabeza, sintiéndose culpable, incapaz de contrarrestar sus atinados argumentos—. De todas formas, si sigues así cualquier día te van a descubrir… Yo creo que lo mejor será decírselo a papá, para que te ingrese en un centro de rehabilitación de ladronzuelos o algo similar si es que eso existe.
Aquí es donde ya Claudia llegó al terreno en el que quería tenerla Santi y empezó a suplicar hasta humillarse.
-¡No, por favor, Santi, no…! ¡No le digas nada, por favor…! Te juro que no lo volveré a hacer más… No volverá a pasar, nunca, nunca jamás… No le digas nada. Haré lo que sea si no se lo dices… Lo que quieras. Cualquier cosa. Me portaré bien. Iré a misa todos los días… Lo que sea.
Aquel arrebato de piedad provocó una involuntaria sonrisa en el joven que tenía pensado cobrarle a su madre por su silencio de otro modo. Así que, ni corto, ni perezoso, se desabrochó el cinturón. Esta vez no el de seguridad, sino el del pantalón y, tras bajarlo con los calzoncillos hasta los tobillos, se acomodó de nuevo en el asiento, luciendo un notable rabo semi erecto que dejó atónita a su madre. Ésta que de tonta no tenía un pelo y de guarra toda una frondosa cabellera, se dio cuenta en seguida de qué iba el cabrón de su hijo.
Podía haber seguido suplicando, discutiendo, salir del coche u optar por otras mil opciones, pero, a la postre se decidió por lo más obvio. Al final, la cabra tira al monte y las putas a las pollas. Así que decidió sellar el silencio de Santi del modo más clásico. Se quitó las gafas de sol y la molesta peluca. Lució así su media melena morena y pudo contemplar con perfecta nitidez la venosa polla de su hijo que, no nos engañemos, empezó a hacerle mojar las braguitas.
—¡Eres un cabronazo…! —dijo, antes de agachar la cabeza y empezar una húmeda, babosa y enloquecida mamada.
Santi, debatiéndose entre el asombro, ante la facilidad con que la guarra se había amorrado a su tranca, y la excitación, tardó escasos minutos en inundar de leche la boca de su madre que, sin vacilar lo más mínimo, engulló el esperma como si fuese lo más normal del mundo. Se notaba que estaba acostumbrada a devorar pollas e ingerir su contenido.
El resto del camino hasta el chalet familiar, en las afueras de la ciudad, transcurrió en un silencio absoluto Santi, con los cojones en fase de recarga, después de la brutal corrida anterior, aún mantenía la polla morcillona y era incapaz de quitarse de la cabeza la imagen de mamadora de su madre. ¡Esa forma de engullir su rabo como una ternerita que chupa las ubres de una vaca, con máxima concentración y un oficio nada desdeñables…! ¡Eso no tenía precio!
Para Santi, el concepto que tenía e su madre acababa de derrumbarse estrepitosamente. Había surgido alguien distinto, una zorra de campeonato, lujuriosa y sin prejuicios, que parecía dispuesta a entregarse a él, por una auténtica chorrada. Y, siendo sinceros, a Santi no le cabía la menor duda de que ese comportamiento casquivano y lascivo no era esporádico o puntual en absoluto. Seguro que la muy puta había follado sin tasa desde Dios sabe cuándo.
Así y todo, Santi, preso quizá de algo parecido a la tristeza post coito (en absoluto se trataba de sentimiento de culpa, dejémoslo claro), era incapaz de mirar al asiento del copiloto, donde su madre se había recostado, con los ojos entornados y la ventanilla abierta para que le diese el aire. Los labios todavía entumecidos y el agrio sabor del abundante esperma de su hijo, completaban el cuadro. La faldita dejaba a la vista sus muslos jamoneros y un botón desabrochado de la camisa mostraba su interesante canalillo y el color del sujetador negro de encaje tensado por sus potentes domingas. Santi sólo podía apreciar la imagen de reojo, trataba de conducir concentrado, evitando distracciones y todavía en shock, sorprendido por lo que acababa de ocurrir.
Claudia, con la boca entreabierta, movía el dial de la radio buscando alguna emisora con música marchosa. El silencio se le hacía pesado, tampoco era capaz de comprender por qué había tenido una reacción de esas características, ofreciendo una mamada a cambio de un silencio que podría haber obtenido con una mera súplica. Sí, es cierto que el comportamiento de Santi no había sido precisamente ejemplar, pero, a fin de cuentas se trataba de su hijo, tampoco se iba a ir de la lengua ¿no? «¡Bueno, nunca se sabe! Más vale asegurar», pensó… Además, chupar pollas u ofrecer sexo era su arma favorita cuando estaba en una apuro. No era la primera, ni la segunda vez que tenía que hacerlo y siempre le había ido la mar de bien.
Recordaba la vez que pinchó una rueda viniendo de tener un rollete con un amante esporádico. Cuando llegó el tipo del servicio técnico en carretera se vio obligada a hacerle un favorcito. El tío se hacía el remolón para acompañarla a casa con el rollo de que, según el seguro contratado, sólo tenía la obligación de llevarla al taller más próximo. La broma le costó una mamada, arrodillada en la cabina del camión grúa, mientras el tipo conducía, pletórico de felicidad hasta que la dejó en casa, con el coche perfectamente colocado de nuevo en el garaje. No podía permitirse el lujo de no estar en casa cuando llegase el cornudo. Si al día siguiente, el pobre pardillo se encontraba con el coche pinchado a la hora de cogerlo la pobre Claudia tendría que inventarse una excusa inverosímil o echarle la culpa a algún ratón, je, je, je…
Se remontó en sus pensamientos también a tiempos más remotos, cuando para conseguir plaza para su hijo en el colegio que le interesaba, se vio obligada a dejarse encular por el director. El muy gilipollas de Jaime, su marido, se había negado a hacer valer sus influencias, por aquello del qué dirán. ¡Menudo capullo! Pero, bueno, tan poco fue un mal trago ni nada parecido. Es verdad que el tipo era un adefesio, tonto y aburrido. Pero, bueno, tampoco fue tan complicado. Al menos el director no tenía la tranca muy grande y, además, se corrió en un plis plas.
Cada vez más ensimismada, Claudia empezó a pensar en el momento en el que se descarrió, por decirlo finamente. Fue virgen hasta su matrimonio, a los 23 años. Pasó del colegio de monjas a la universidad y allí conoció a Jaime, su primer y único novio. Un tipo amable y en el que no vio el tipo de mirada lasciva que los tíos le lanzaban en cuanto la veían y que, en aquella época, tanta repulsión le provocaba. Entonces era una chica muy inocente. No tenía la más mínima experiencia con los hombres. Así que no le sorprendió nada que su noviazgo fuera una sucesión de besos, abrazos, arrumacos y palabras cariñosas sin el mínimo ápice de sexo. Jaime era muy timorato en los sexual, religioso y bastante poco efusivo. Cuando despertó al sexo, Claudia pensó que quizá el pobre infeliz no se había hecho ni una puñetera paja en su vida. A saber.
Jaime la desvirgó con bastante esfuerzo en su noche de bodas, después de varios gatillazos y con una eyaculación precoz de padre y muy señor mío en cuanto su pollita logró traspasar el húmedo coñito de su esposa. Evidentemente, él también era virgen y, a decir verdad, no progresó demasiado durante lo que fue una precaria vida sexual matrimonial.
Claudia, así y todo, era feliz. Se quedó embarazada enseguida, a los pocos meses de casarse. Y eso que follaban más bien poco. Una vez cada quince días y gracias. Pero, claro, al no ser el sexo algo a lo que estuviera acostumbrada, no lo echaba de menos. Creía que esto del sexo era así.
Durante el embarazo su marido apenas si la tocó. Un par de veces antes de los tres meses de gestación y después nada. Tras nacer Santi, Jaime siguió sin acercarse a su esposa. Ésta que no hablaba de estos temas con ninguna de sus amigas, tan mojigatas como ella, no notaba nada extraño en ese comportamiento.
Pero todo cambió cuando el niño tenía unos seis meses. Su marido había acudido a un congreso en otra ciudad y estaba sola en casa mientras una pareja de pintores, dos chicos jóvenes, de su edad, estaban pintando el comedor del chalet.
Claudia, con toda la inocencia y candidez del mundo, acostumbraba a dar de mamar al bebé en la terraza que estaba frente a la cristalera del salón, justo donde trabajaban los pintores. La mujer, que ya de por sí cargaba un buen par de tetas, con la cosa de la lactancia había aumentado el tamaño de sus ubres considerablemente. Ni que decir tiene que el pequeño Santi se ponía las botas mamando. Afortunado bebé.
Los pintores, que ya le habían echado el ojo a la jamona, que en casa vestía una batita fina que se transparentaba un poco y no podía ocultar sus rotundas formas, ya recuperadas del embarazo, no paraban de hacer bromas y cachondearse del banquete de teta que es estaba pegando el pequeño renacuajo. Aprovechando el carácter afable de la señora de la casa, fueron haciéndola partícipe de sus chanzas y, poco a poco, éstas se fueron volviendo más directas, por así decirlo.
—¡Hay que ver señora! ¡Vaya, vaya con el niño, eh! Se está poniendo fino. Menudo banquete…
Claudia se limitaba a sonreír sonrojándose ligeramente, pero no se ofendía en absoluto. Más bien estaba orgullosa y se sentía halagada por las palabras de los chicos.
—¡A ver si deja algo para los demás, señora…! ¡Que nos gustaría probar a nosotros también!
La frase, lanzada casi sin pensar, fue replicada, también sin pensar realmente en lo que decía, ni en las consecuencias de sus actos, por Claudia que, ni corta, ni perezosa, espetó:
—¡Je, je, je…! ¡Bueeeeno, si queréis un poco, os puedo dar…! ¡Tengo de sobra, ji, ji, ji…!
Los dos muchachos bajaron ipso facto del andamio y se plantaron a ambos lados de la jamona, que ya había colocado al satisfecho bebé en la cuna. Claudia se había guardado las domingas, pero entre risas aceptó gustosa volver a exponerlas para que, a cada lado, aquel par de mamones encajaran los pezones en la boca e intentaran ordeñarla. Claudia, sin dejar de reír, se dejó hacer y aceptó gustosa las bocas de los chicos, pero no contaba con que iba a sentir algo que trascendía lo que ella estaba viviendo como una broma. La humedad empezó a extenderse como un derrame por su entrepierna. Una excitación que la sorprendió y que no acababa de identificar. Se fue poniendo como una moto y empezó a jadear. Tuvo que bajar la mano para tocarse el coño, ella, que no se había masturbado nunca, que nunca había tenido un orgasmo… Lo peor, o lo mejor, según se mire, vino después, cuando los dos tipos se bajaron la bragueta y sacaron sus respectivas pollas, unas pollas normalitas, sí, pero que, comparadas con la picha tipo blandiblú de su esposo, parecían dos rascacielos a los ojos de la inocentona Claudia. El asombro se pintó en su cara.
Lo que vino a continuación fue el descubrimiento de un nuevo mundo. Aquel día se podría decir que ocurrió su verdadero desvirgamiento, tuvo sus primeros orgasmos y chupó sus primeras pollas. Los chicos no se atrevieron con el culo, pero con todas seguridad se lo habrían petado a la jamona de haber insistido un poco.
El resto de la semana, hasta que llegó su marido, la pintura del comedor pasó a un segundo plano y las intensas sesiones de sexo sólo se veían interrumpidas cuando el pobre Santi reclamaba su ración de leche materna.
Jaime se sorprendió cuando volvió del congreso al ver que todavía no se hubiera acabado el trabajo de los pintores. Un trabajo de un par de días y que llevaba ya una semana en marcha. Pero se tragó el bolo del retraso por falta de materiales y bla, bla, bla…
Al final, todo termina. Los pintores dieron sus últimos brochazos y partieron con gran dolor de su corazón y los cojones bastante secos. Claudia, se entristeció tremendamente, pero superó la depresión en cuanto descubrió que tenía un tremendo tirón entre los hombres. Que lo de los pintores no había sido una casualidad y que su aspecto de jamona resultaba un imán para las pollas. A partir de aquella época, empezó a vencer sus inhibiciones, aumentó sus salidas y su vida social, siempre con cautela, claro. Encadenó un rosario de amantes de todo tipo que la fueron colmando de gozo al tiempo que hacían crecer la cornamenta de su esposo, el pobre Jaime, incapaz de sospechar el pedazo de guarra que tenía en casa. Menos mal que Claudia había recibido en el cole de monjas una excelente formación acerca de cómo debe comportarse una buena esposa y disimulaba como Dios.
Claudia, además, le había cogido algo de tirria física a su esposo y las pocas veces que éste intentaba un acercamiento nocturno para hacer uso de su derecho matrimonial, la mujer ponía alguna excusa peregrina o procuraba acelerar el trámite y terminar deprisa y corriendo con el coito. Algo de lo que el bueno de Jaime no era demasiado consciente, tan poco exigente era en los que a temas sexuales se refiere. De modo que, Jaime, ya poco interesado por el sexo de por sí, fue dejando de lado cada vez más el amor físico con su esposa y centrándose en los besitos cursis, las flores, las carantoñas y otras mariconadas por el estilo. Todo en plan «cariñito por aquí, monina por allá», etc. etc. A Claudia ya le iba bien eso, a aquellas alturas tenía sementales de sobra que le proporcionaban las dosis de esperma y los orgasmos necesarios para mantener esa sonrisa radiante que lucía habitualmente.
Y tenía todo el tiempo del mundo, el niño que crecía adecuadamente, acudía al colegio y tenía un sinfín de actividades extraescolares que ocupaban casi todo su tiempo y a las que se encargaba de llevarlo el personal del servicio de la casa.
Claudia no le hacía ascos a nada. Ni al sexo anal, que le encantaba, ni a tragarse con glotonería el semen de sus machos, ni a comerles el culo… Nada, para ella todo vale… Aprovechó que las posibilidades de intimar con su marido eran nulas, para depilarse perfecta y definitivamente el pubis y los molestos pelillos que rodeaban su ojete, para facilitar las enculadas. También se decoró el cuerpo con un par de discretos tatuajes uno en la parte trasera del cuello, un texto en ingles bastante explícito: I’m the best whore, y, en el pubis una pica de póker, que por lo que le había dicho uno de sus ligues, venía a ser algo así como el símbolo de las corneadoras.
La puerca, como no podía ser menos, tomaba las precauciones necesarias para no quedarse embarazada. Pero a veces hay fallos. Y de ahí vinieron las gemelas, cuando Santi tenía cuatro años. Las chicas, actualmente estudiaban internas en un College universitario del Estados Unidos y sólo acudían a casa durante las vacaciones escolares. Por lo que Claudia había podido averiguar, ninguna de ellas, que se parecían mucho a su madre en el aspecto, había heredado el amor al sexo de su progenitora. Aunque, nunca se sabe. Tal vez se manifestase posteriormente, como en su caso.
A la pobre Claudia no le preocupó tanto el hecho de quedarse embarazada como el tener que colocarle el mochuelo a su marido, con el que no follaba desde tiempos inmemoriales. Al menos, tras confirmar el embarazo, pudo suspirar aliviada al saber que el presunto padre (o los presuntos padres, porque a estas alturas Claudia solía jugar a dos o tres barajas) era blanco… Hasta hacía bien poco había estado follando con asiduidad con un chico de color que era instructor del gimnasio donde iba a ponerse en forma (y otear machos en edad de merecer para ofrecer sus encantos…). ¡Colocarle un bebé negro a su pobre cornudo sí que habría sido el colmo…! (Y bien difícil de justificar…)
La cuestión es que, en cuanto supo que estaba preñada, tuvo que idear un plan, entre maquiavélico y cutre, para convencer al pobre Jaime de que le echase uno de sus patéticos polvos… Le costó Dios y ayuda excitarlo y conseguir que la montase… Tuvo que esperar a una noche, al volver de una cena de gala a la que habían asistido, en la que el pobre infeliz había estado cómodo y alegre, además de beber por los codos, para echarle un par de viagras machacadas en la infusión que se tomaba el hombre antes de dormir. Así que con el cabroncete pichafloja medio adormilado y refunfuñando, nuestra pobre heroína tuvo que hacer de tripas corazón y reprimiendo las arcadas que a esas alturas le daba la excesiva proximidad de su esposo. Claudia confiaba en que con las pastillas y una buena estimulación manual, la pollita de Jaime consiguiera una erección suficiente como para facilitar una monta rápida. Pero la cosa no iba a tiros, seguramente, además de la poca capacidad viril del pobre hombre, el consumo de alcohol y la copiosa cena no ayudaban a estimular su libido. Después de más de media hora de darle al manubrio, cuando la muñeca de la pobre Claudia empezaba a estar insensible tras aquella infructuosa y prolongada paja, la mujer se disponía a chuparle el rabito a su esposo por vez primera, reprimiendo el asco por un beneficio mayor. Entonces se obró el milagro, un par de lametones en el cuello por parte de Claudia, antes de empezar a bajar hacía las profundidades, y el hombretón empezó a reaccionar, algo que Claudia notó inmediatamente, ya que seguía sujetando su blandengue pollita con la mano. De modo que la guarrilla, aumentó la dosis de lengua (siempre sería mejor lamer el cuello del cornudo que chupar su poco apetecible tranca) y, poco a poco, el miembro del cornudo fue recuperando la rigidez mínima necesaria como para que Claudia, con bastante agilidad y antes de que el pobre se corriese, ya que jadeaba como un gorrino, se montase sobre el bastoncito y, tras un par de impetuosos meneos, consiguiera una acuosa y débil eyaculación, pero suficiente para los intereses de Claudia.
Jaime, con un aspecto de infartado tras aquel que, de momento y si no cambiaban mucho las cosas, iba a ser el último polvo de su vida con su esposa, recuperaba despacio, entre jadeos, el resuello y aceptó sudoroso, el besito y las nuevas noches de su esposa, antes de quedarse con los ojos como platos y sin poder dormir por la experiencia. Claudia, por su parte, le dio la espalda al cornudo y empezó a roncar a los pocos minutos. Estaba cansadísima, mucho más que cuando se cepillaba alguno de sus amantes. Al menos aquello resultaba más gratificante
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