Clara y Tomas encuentro de Primos

heranlu

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Clara ajustó la gorra sobre su cabello suelto y dejó escapar un suspiro exagerado al mirar el sendero empinado frente a ella. Las mallas cortas que llevaba se adherían a sus caderas y muslos como una segunda piel, acentuando cada curva con descaro, mientras el top deportivo dejaba su abdomen expuesto, brillando con una fina capa de sudor que capturaba la luz matinal. Cada movimiento suyo era un espectáculo involuntario; el rebote de sus caderas, el contoneo natural al caminar, parecían diseñados para llamar la atención, aunque ella insistía en que era "lo más cómodo para caminar".

—No puedo creer que me hayas convencido de hacer esto —murmuró, alzando la voz lo suficiente para que Tomás, que caminaba unos pasos adelante, la escuchara.

Él se giró apenas, su rostro sereno y ligeramente burlón. Llevaba una camiseta ajustada que revelaba el trabajo constante en el gimnasio y una mochila que descansaba cómodamente sobre su espalda ancha. Sus ojos recorrieron a Clara, deteniéndose un segundo más de lo necesario en sus piernas desnudas y su cintura estrecha. Pero, como siempre, mantuvo su tono neutral.

—No es tan difícil, Clara. Solo es caminar. —Su voz era calmada, pero ella notó la ligera rigidez en su mandíbula.

Clara soltó una risa sarcástica, apoyando las manos en sus caderas. El gesto hizo que su abdomen se tensara, y el top subió apenas un poco más, dejando al descubierto la línea inferior de sus pechos. Sabía que Tomás la miraba de reojo, aunque intentara disimularlo.

—Claro, para ti no lo es. —Clara avanzó un par de pasos hasta quedar a su lado, sacudiendo la gorra para acomodarse el cabello. Sus ojos brillaban con picardía mientras inclinaba la cabeza hacia él—. Pero no todos nacimos para trepar montañas, Tarzán.

Tomás soltó una risa breve, aunque no pudo evitar desviar la mirada hacia las gotas de sudor que bajaban por su clavícula, perdiéndose entre el borde de su top deportivo. Clara se inclinó un poco hacia él, lo justo para que el perfume de su piel mezclado con el calor del esfuerzo lo envolviera.

—¿Qué te pasa? ¿Estás cansado? —provocó, viendo cómo sus ojos oscilaban entre su rostro y el borde peligroso de su escote.

—Estoy perfectamente. —La voz de Tomás sonó más grave de lo habitual, un tono que a Clara le encantaba provocar. Él aceleró el paso, como si la distancia física pudiera calmar el calor creciente en su pecho.

Clara lo siguió, sin molestarse en ocultar la sonrisa que curvaba sus labios. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sentía cómo su cuerpo capturaba la atención de Tomás, incluso cuando él se esforzaba por mantener la vista en el camino.

A medida que avanzaban, el terreno se volvía más complicado. Una sección del sendero los obligó a cruzar un arroyo estrecho pero profundo, con piedras resbaladizas que sobresalían apenas por encima del agua. Tomás pasó primero, moviéndose con la agilidad y la seguridad de alguien acostumbrado a este tipo de desafíos. Clara, en cambio, se detuvo en la orilla, mirando el agua con evidente incomodidad.

—¿Vas a quedarte ahí todo el día? —preguntó Tomás desde el otro lado, con una sonrisa burlona.

—Si me caigo, será tu culpa —respondió Clara, frunciendo el ceño antes de comenzar a cruzar.

El primer paso fue cuidadoso, pero al dar el segundo, una de sus mallas se deslizó sobre la roca húmeda, haciéndola tambalear. Tomás reaccionó al instante, saltando hacia atrás para sostenerla antes de que pudiera caer. Sus manos firmes se cerraron alrededor de su cintura, y Clara dejó escapar un jadeo entrecortado al sentir la presión cálida de su agarre.

Por un instante, quedaron muy cerca. Clara podía sentir su respiración, pesada y contenida, mientras él la miraba con una mezcla de preocupación y algo más oscuro, algo que ambos evitaban nombrar. Sus cuerpos parecían sincronizarse en ese instante, el calor de su piel atravesando las telas mojadas.

—Te dije que me esperaras —murmuró ella, aunque su voz temblaba ligeramente.

Tomás no respondió de inmediato. Sus manos permanecieron en su cintura un segundo más antes de apartarse, como si el contacto hubiera dejado un rastro invisible entre ambos.

—Quizás deberías concentrarte más en el camino y menos en provocarme —dijo finalmente, con una sonrisa apenas perceptible.

Clara arqueó una ceja, sorprendida por el comentario. Pero antes de que pudiera responder, él ya se había alejado, retomando el sendero con pasos firmes.

Ella se quedó quieta un momento, mirando su espalda. Su corazón latía con fuerza, y por primera vez en mucho tiempo, no estaba segura de quién tenía el control en aquel juego. Con una sonrisa traviesa, decidió seguirlo.

El sendero se volvía más estrecho y complicado, obligándolos a caminar en fila. Clara, detrás de Tomás, sentía su mirada desviándose hacia su espalda ancha y los músculos que se tensaban bajo la camiseta ajustada cada vez que él subía un escalón natural. Aunque no quería admitirlo, había algo hipnótico en observarlo moverse, una fuerza tranquila que parecía envolverlo como una segunda piel.

—¿Recuerdas cuando me llevabas en la bici porque no quería caminar? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.

Tomás giró la cabeza hacia ella, con una leve sonrisa.

—Claro que lo recuerdo. Pero lo que nadie sabe es que a la primera subida me obligabas a bajar y caminar porque decías que pesabas mucho.

—¡Eso no es cierto! —protestó Clara, riendo mientras daba un paso en falso y se tambaleaba. Tomás extendió una mano rápidamente, ayudándola a estabilizarse.

—Siempre fuiste mandona, pero también adorable —dijo él, su tono ligero, aunque la manera en que su mano se quedó un segundo más en su brazo la hizo sentirse inquieta.

—Y tú siempre fuiste el típico hermano mayor sobreprotector —respondió Clara, aunque sus palabras se quedaron en el aire. No eran hermanos, y ambos lo sabían muy bien.

La caminata continuó, pero los recuerdos flotaban entre ellos como ecos persistentes. Clara no podía dejar de pensar en las tardes de verano en la casa de sus abuelos, cuando jugaban a las escondidas entre los árboles del jardín. Había una vez en particular, un recuerdo que siempre le venía a la mente en momentos como este.

—¡Te encontré! —Tomás la había atrapado escondida detrás de un arbusto, con las rodillas cubiertas de tierra y las manos llenas de moras que había recogido en secreto.

—No vale, estaba comiendo —protestó Clara, con los labios teñidos de púrpura.

—Eso es trampa. Se supone que debes esconderte, no ponerte a comer. —Él se sentó junto a ella, arrebatándole una de las moras.

Era uno de esos días calurosos en los que las horas parecían no tener fin. Clara, apenas una niña en ese entonces llevaba un vestido ligero que se había levantado un poco cuando se agachó a recoger las frutas. Tomás, aunque joven también, había sentido algo extraño al mirarla. Algo que no entendía del todo, pero que se quedó con él durante años.

—Sigues teniendo esa manía de quejarte por todo —comentó él, mirando de reojo cómo ella limpiaba el sudor de su frente con la gorra.

—Y tú sigues siendo un pesado —respondió Clara, pero su tono carecía de dureza.

El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de naranjas y rosas, mientras ellos llegaban a un claro donde decidieron detenerse. Tomás sacó una botella de agua y se la ofreció. Clara la aceptó, pero en lugar de beber, jugueteó con la tapa, observándolo con una intensidad que hizo que él se removiera ligeramente.

—¿Sabes qué es lo más gracioso? —preguntó Clara de repente, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

—¿Qué cosa? —Tomás alzó la vista, intrigado.

—Que ahora ya no puedes verme como esa niña molesta que escondía moras en el vestido. —Su tono era suave, pero cargado de un doble significado que él entendió de inmediato.

Tomás tragó saliva y desvió la mirada, buscando algo en el horizonte. Sabía que Clara estaba jugando, como siempre lo hacía, pero esta vez el juego tenía un borde peligroso, uno que él no sabía si quería cruzar o evitar.

—Siempre has sabido cómo llamar la atención, ¿verdad? —respondió finalmente, dejando que una sonrisa irónica suavizara la tensión que se había acumulado.

—Tal vez. —Clara se inclinó hacia él, apoyando la barbilla en una mano mientras lo miraba directamente a los ojos—. Pero no es mi culpa si alguien no puede dejar de mirarme.

La chispa que siempre había existido entre ellos estaba más viva que nunca, alimentada por la cercanía y el aislamiento del sendero, lejos de miradas ajenas. Tomás podía sentir cómo su control habitual se desmoronaba lentamente bajo el peso de las provocaciones de Clara, que parecían diseñadas para ponerlo al límite.

Ella, con las mallas cortas que se adherían como una segunda piel a sus caderas y el top que apenas contenía el movimiento de su pecho al caminar, sabía exactamente el efecto que provocaba en él. Lo sabía por cómo sus ojos parecían luchar por mantenerse en el sendero y no en su figura, por el ligero endurecimiento de su mandíbula cada vez que ella ajustaba la gorra o se pasaba una mano por el cabello húmedo de sudor.

—¿Siempre eres tan serio cuando caminas o soy yo quien te pone así? —dijo Clara con una sonrisa ladeada, adelantándose un par de pasos para quedar justo frente a él.

Tomás soltó una risa seca, aunque no hubo humor en sus ojos.

—Tal vez solo intento mantenerme concentrado para que no tropieces otra vez. —Le devolvió la mirada, pero la intensidad de su tono delataba que había más detrás de sus palabras.

Clara giró sobre sus talones, dándole la espalda mientras avanzaba hacia una sección más empinada del camino. Movió las caderas con un contoneo exagerado, deliberado, y al mirar por encima del hombro, notó cómo los ojos de Tomás seguían el movimiento de su cuerpo.

—¿Así de concentrado? —provocó, inclinándose ligeramente hacia adelante como si evaluara la mejor manera de subir, pero dejando expuesta la curva pronunciada de su culo.

Tomás apretó los labios, sintiendo cómo su paciencia, normalmente inquebrantable, comenzaba a ceder.

—Clara… —advirtió con voz grave, pero ella solo rio suavemente y comenzó a trepar.

El terreno era desigual y pedregoso, y Clara, con su ropa ajustada y despreocupación habitual, pronto perdió el equilibrio al dar un paso en falso. Tomás, que estaba justo detrás, reaccionó al instante, pero esta vez no se limitó a un gesto práctico. Su mano se cerró firmemente sobre su cadera, los dedos curvándose con una precisión que transmitía tanto apoyo como descaro.

El contacto, que podría haber sido fugaz, se alargó lo suficiente como para volverse intencionado. Con una aparente calma, su mano descendió apenas, rozando la curva pronunciada de su trasero. La presión era firme, pero el roce de sus dedos era deliberadamente lento, como si estuviera explorando el límite entre la ayuda y algo más.

Clara se quedó quieta, su respiración agitada, aunque no del todo por el esfuerzo. El calor de su palma atravesaba la tela de las mallas como un recordatorio tangible de lo que acababa de ocurrir. No dijo nada; sus labios se entreabrieron ligeramente, y un temblor casi imperceptible recorrió su cuerpo, delatando la chispa que ese toque había encendido.

Tomás tampoco se movió de inmediato. Su mano permaneció allí un segundo más, suficiente para grabar la sensación en su memoria y para que ambos comprendieran que aquel roce no había sido un accidente.

—¿Estás bien? —preguntó Tomás, aunque su tono tenía una aspereza que no podía ocultar.

—Estoy bien. —La voz de Clara salió más baja de lo esperado, casi un susurro. No se movió de inmediato, y la mano de Tomás permaneció donde estaba, como si se negara a soltarla.

—Qué considerado. —Clara finalmente rompió el silencio, girando el rostro hacia él, sus ojos oscuros fijos en los suyos. Su sonrisa tenía un borde peligroso.

—Alguien tiene que cuidarte —replicó él, pero no se apartó. En cambio, dejó que su mano se deslizara apenas un milímetro más abajo, rozando deliberadamente el borde inferior de su cadera, tan cerca que Clara sintió un escalofrío recorrerle la columna.

—Tomás… —dijo ella, su tono ahora más serio, aunque cargado de algo que no era reproche.

Él se inclinó ligeramente, acercando su rostro al de ella, lo suficiente para que pudiera sentir el calor de su aliento contra la piel.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta jugar cuando alguien más toma la iniciativa? —Su voz era baja, grave, cargada de una intensidad que hizo que Clara se quedara sin aliento.

Ella sonrió, pero esta vez había un leve temblor en sus labios, una mezcla de desafío y algo más vulnerable. No respondió de inmediato, y el silencio entre ellos se llenó con el sonido de la naturaleza alrededor: el murmullo del viento entre las ramas, el canto distante de los pájaros.

Cuando finalmente habló, su voz salió apenas un susurro:

—Siempre supe que te gustaba jugar, pero nunca pensé que te atreverías.

Tomás dejó escapar una risa corta, cargada de ironía, antes de apartarse lo suficiente como para romper el momento.

—Hay un límite para todo, Clara. —Su tono era firme, pero la mirada que le dirigió al decirlo decía algo completamente diferente.

Ella lo observó mientras retomaba el paso, sus hombros tensos y la respiración aún agitada. Clara se quedó atrás por un instante, mordiéndose el labio mientras el calor latente en su interior se intensificaba. Sabía que había cruzado una línea, pero lo que no podía decidir era si quería retroceder o empujarlo a que cruzara con ella.

El silencio entre ambos se volvió tan denso como el aire húmedo del bosque. Los pasos de Tomás, firmes y decididos resonaban contra el suelo pedregoso mientras Clara se esforzaba por mantener el ritmo. Sin embargo, su mente estaba lejos del sendero, atrapada en el calor que seguía ardiendo en su cadera, en el recuerdo del roce descarado que la había dejado al borde de algo desconocido, peligroso y tentador.

—¿Vas a caminar así todo el rato? —preguntó Clara de repente, rompiendo el silencio con un tono que oscilaba entre la provocación y el desafío.

Tomás se detuvo abruptamente, girándose hacia ella. Su expresión era seria, pero sus ojos tenían un brillo oscuro que Clara reconoció al instante. Un destello de algo que ambos habían reprimido por años, pero que ahora parecía imposible de ignorar.

—¿Así cómo? —respondió él, su voz más grave de lo habitual.

Clara alzó una ceja, cruzándose de brazos mientras se inclinaba ligeramente hacia un lado. El gesto, casual en apariencia, hizo que sus caderas se destacaran aún más, y la fina tela de las mallas tensas atrajo la mirada de Tomás, aunque este trató de disimularlo.

—Como si estuvieras huyendo de algo —dijo ella, con una sonrisa ladeada que no alcanzaba sus ojos. Había un filo en su tono, un reproche sutil que lo hizo fruncir el ceño.

—No estoy huyendo —replicó él, aunque dio un paso hacia atrás, como si el espacio físico pudiera amortiguar el impacto de sus palabras—. Solo estoy intentando que sigamos avanzando.

—¿Avanzando hacia dónde? —Clara dio un paso al frente, acortando la distancia entre ellos. Su voz era más baja ahora, cargada de algo que Tomás no podía ignorar—. Porque, siendo honestos, tú y yo llevamos años sin movernos de donde estamos.

Tomás se quedó en silencio, pero sus puños se cerraron a los costados, los nudillos tensándose bajo la presión contenida. Clara lo conocía demasiado bien; sabía exactamente cómo provocarlo, cómo hacer que esa fachada controlada comenzara a resquebrajarse.

—Clara… —comenzó él, pero ella no lo dejó terminar.

—¿Qué? ¿No puedes decirlo? —Su tono se tornó más agudo, su pecho subiendo y bajando con respiraciones rápidas—. Todo este tiempo, fingiendo que no pasa nada. Fingiendo que somos simples primos cuando sabes tan bien como yo que hay algo más.

Tomás apartó la mirada, pero el rubor que subió por su cuello lo delató. Su mandíbula se tensó, y cuando volvió a mirarla, su expresión estaba cargada de una mezcla de frustración y deseo.

—No deberías hablar así —murmuró, pero su voz carecía de convicción.

—¿Por qué no? —Clara se acercó otro paso, lo suficiente como para que sus cuerpos casi se rozaran. Sus ojos oscuros buscaban los de él, desafiándolo a enfrentarse a lo que ambos sabían que estaba ahí—. ¿Porque es incómodo? ¿Porque te hace recordar que siempre estuviste más cerca de lo que deberías?

Tomás cerró los ojos por un instante, intentando controlar su respiración. Pero Clara no le dio tiempo. Levantó una mano y la colocó en su pecho, sintiendo el calor que emanaba de su piel a través de la camiseta. La fuerza de su corazón latiendo bajo su palma era casi violenta, y eso la hizo sonreír, aunque de forma amarga.

—¿Ves? —susurró, sus labios tan cerca de los suyos que Tomás podía sentir el calor de su aliento—. Siempre has sentido esto. Lo sé porque yo también lo he sentido.

Tomás abrió los ojos de golpe, y en ellos Clara vio el quiebre que había estado esperando. Sin pensarlo, él la tomó por la muñeca, apartando su mano de su pecho, pero en lugar de soltarla, tiró de ella, obligándola a dar un paso más hacia él. Ahora estaban tan cerca que apenas había espacio entre ellos.

—¿Y qué quieres que haga con eso? —preguntó él, su voz rota, cargada de años de contención—. ¿Qué olvide que somos…?

—Primos —terminó Clara por él, sus labios curvándose en una sonrisa provocadora—. Esa palabra no ha significado nada durante años, Tomás. Y lo sabes.

Por un instante, ambos quedaron inmóviles, como si el aire mismo se hubiera detenido a su alrededor. Luego, de forma casi imperceptible, Tomás bajó la mirada hacia sus labios, y eso fue todo lo que Clara necesitó.

Ella inclinó la cabeza hacia él, acortando el último centímetro que los separaba, pero antes de que pudiera llegar a sus labios, Tomás la tomó por las caderas, empujándola contra el tronco de un árbol cercano con una firmeza que la dejó sin aliento.

—¿Esto es lo que querías? —susurró él, su voz tan baja que parecía un gruñido. Sus manos, firmes pero temblorosas, se deslizaron lentamente por su cintura, hasta detenerse justo donde las mallas se ceñían al contorno de su trasero.

Clara jadeó, su cuerpo arqueándose instintivamente hacia él. Sentía el calor de sus manos a través de la tela, el peso de su mirada fija en la suya, y supo que no había vuelta atrás.

—Siempre quise esto —respondió ella, con una mezcla de desafío y vulnerabilidad que hizo que Tomás se inclinara hacia ella, atrapándola con su cuerpo.

El primer contacto de sus labios fue brusco, casi desesperado. Tomás la besó como si años de contención se derrumbaran de golpe, como si estuviera reclamando algo que siempre había sido suyo. Y Clara, en lugar de resistirse, respondió con la misma intensidad, sus manos subiendo por su espalda y aferrándose a su cuello, atrayéndolo más cerca.

El tronco áspero del árbol rozaba la espalda de Clara, pero apenas lo sentía. El cuerpo de Tomás la mantenía atrapada, firme, caliente, llenándola con una intensidad que no había experimentado nunca. Sus labios se movían contra los de ella con un hambre casi desesperada, sus lenguas entrelazándose en un baile húmedo y descontrolado. El sabor de ambos se mezclaba, una combinación de sudor, deseo y el aire fresco del bosque que los rodeaba. La humedad de sus bocas se desbordaba con cada beso, las gotas de saliva escapándose entre jadeos que hacían que el pecho de Clara subiera y bajara frenéticamente.

Tomás bajó a su cuello, dejando mordiscos suaves pero firmes, mientras sus manos se aferraban a sus caderas, manteniéndola fija contra el árbol. Sus labios rozaron la piel sensible de su clavícula antes de volver a subir hacia su oído, donde su respiración cálida la hizo estremecer.

—Siempre me has gustado, Clara —murmuró, su voz ronca, entrecortada—. Desde que éramos niños, cuando no entendía por qué no podía dejar de mirarte.

Clara dejó escapar un jadeo bajo, sus dedos enterrándose en los hombros de Tomás mientras sentía cómo su cuerpo se arqueaba instintivamente hacia él. La confesión la desarmó, pero también la encendió aún más. Sus labios se encontraron de nuevo, un choque húmedo y voraz, mientras las palabras de Tomás seguían fluyendo entre cada beso.

—Eras la protagonista de todas mis fantasías —admitió, su rodilla subiendo lentamente entre las piernas de Clara, presionando con intención contra su entrepierna cubierta por las mallas.

El contacto arrancó un gemido ahogado de Clara, quien instintivamente separó más las piernas, dejando que la presión de su rodilla intensificara la fricción. Sentía cómo el calor crecía entre sus muslos, pulsando con cada movimiento que él hacía.

—¿Así te gusta? —susurró Tomás, mordiendo suavemente su labio inferior antes de tirar de él con los dientes, mientras su rodilla seguía moviéndose con un ritmo deliberado, provocándola al máximo.

—Sí… —murmuró ella, sin aliento, mientras sus caderas se movían instintivamente contra él, buscando más contacto.

Tomás se apartó ligeramente, su mirada fija en los ojos de Clara, donde vio un brillo que combinaba desafío y rendición. Sin decir una palabra, giró su cuerpo con firmeza, presionándola contra el tronco del árbol con la espalda hacia él. Clara entendió al instante, y con una sonrisa apenas contenida, arqueó las caderas hacia atrás, ofreciéndose sin reservas.

—Mierda… Clara… —murmuró Tomás, su voz teñida de incredulidad y deseo, mientras sus manos recorrían sus caderas con devoción. Sus dedos se deslizaron por la tela ajustada de las mallas, acariciándola lentamente antes de bajarlas con cuidado.

Cuando la prenda cayó a sus muslos, Tomás se detuvo, su mirada descendiendo hasta quedarse fija en la diminuta tanga que apenas cubría la carne firme y generosa de su trasero. El encaje liso y oscuro se perdía entre sus curvas, marcando cada línea con una precisión que lo dejó sin aliento.

—Eres perfecta —murmuró, sus manos acariciando su piel desnuda, alternando entre suaves trazos y apretones que arrancaban suspiros de Clara.

Ella cerró los ojos, su frente apoyada en el árbol mientras dejaba que las sensaciones la envolvieran. Los dedos de Tomás bajaron hasta el borde de la tanga, tirando de ella ligeramente antes de dejarla en su lugar, como si no pudiera decidir si quería quitarla o seguir admirándola.

Entonces llegó el primer azote. Un golpe firme, que resonó en el bosque y la hizo gemir mientras su cuerpo se tensaba por un instante antes de relajarse.

—¿Así? —preguntó él, su voz cargada de lujuria y desafío.

—Sí… —jadeó Clara, moviendo las caderas hacia él, buscando más.

Tomás alternaba entre caricias y nuevos azotes, disfrutando de cómo su piel respondía al contacto, dejando un leve enrojecimiento que contrastaba con el tono dorado de su piel. Cada vez que su mano se encontraba con su trasero, Clara dejaba escapar un gemido que parecía resonar entre los árboles, mezclándose con el canto lejano de los pájaros y el crujir de las hojas bajo sus pies.

Clara, atrapada en la mezcla de dolor y placer que Tomás le provocaba, deslizó una mano con deliberada lentitud bajo su top deportivo. El movimiento liberó uno de sus pechos, que quedó colgando por la fuerza de la gravedad, su piel expuesta al aire fresco que ahora parecía acentuar cada sensación. Su pezón ya estaba endurecido, tenso, rozando contra la tela del top que aún sostenía su otro pecho. La textura de su piel, suave y cálida, contrastaba con la aspereza de sus dedos cuando los llevó a su areola, dibujando círculos en un intento de intensificar su propio placer.

El aire fresco del bosque contrastaba con el calor que emanaba de sus cuerpos, creando una atmósfera cargada, como si la naturaleza misma conspirara para intensificar el momento. Los dedos de Tomás se deslizaron finalmente entre las piernas de Clara, trazando un camino lento pero firme sobre la tela húmeda de su tanga. Mientras lo hacía, levantó la mirada un instante y notó el gesto de Clara, sus dedos jugando con el pezón descubierto. Esa visión lo encendió aún más.

—Estás empapada —susurró él, inclinándose hacia su oído mientras su otra mano volvía a acariciar sus caderas, marcando con cada toque la necesidad que había contenido durante años.

Clara no respondió con palabras, pero su cuerpo habló por ella, moviéndose hacia sus caricias, buscando más con un hambre que parecía inagotable. Tomás se inclinó hacia ella, dejando un rastro de besos y mordiscos en su cuello, mientras su mano se deslizaba por debajo de la tanga, encontrándola cálida y lista.

Clara arqueó más las caderas hacia Tomás, su cuerpo temblando mientras él continuaba jugando con sus dedos sobre la tela húmeda de su tanga. Los movimientos eran lentos, calculados, concebidos para provocarla, para llevarla justo al límite y dejarla allí. Clara gemía entre dientes, con los ojos cerrados y la frente apoyada en el tronco áspero del árbol, mientras su respiración se volvía cada vez más errática.

—Tomás… —jadeó su nombre, su voz quebrada por la necesidad—. Por favor… ya no juegues…

Él se detuvo, pero solo por un momento, acercándose lo suficiente para que el calor de su cuerpo envolviera el de Clara. Su aliento cálido acarició su oído mientras sus manos seguían explorándola con la misma paciencia tortuosa.

—¿Por favor qué? —murmuró, con un tono que mezclaba burla y deseo. Sus labios rozaron la curva de su cuello antes de morderla suavemente, arrancándole un gemido más fuerte.

—Por favor… —Clara apretó los labios, su orgullo desmoronándose—. Quiero que lo hagas… quiero que lo metas ahora.

Tomás sonrió contra su piel, complacido por su rendición. Habían sido años, toda una vida deseándola así, viéndola reír, moverse, crecer, siempre tan inalcanzable, siempre tan prohibida. Pero ahora, aquí, en este momento, Clara no era su prima. Era suya. Su hembra. Y no iba a dudar.

Con una mano firme, apartó la tanga, exponiendo por completo su carne húmeda y temblorosa ante él. La acarició con deliberación, disfrutando de la manera en que Clara se arqueaba hacia su toque, su cuerpo pidiendo más con un lenguaje que no necesitaba palabras.

—Siempre has sido mía… —murmuró contra su oído, su voz cargada de una posesividad que hizo que Clara cerrara los ojos con fuerza—. Y hoy voy a demostrártelo.

Lentamente, Tomás liberó su erección, sosteniéndola en su mano mientras la rozaba contra su entrada, apenas tocándola, pero suficiente para hacer que Clara temblara. La fricción ligera arrancó de su garganta un gemido bajo que se transformó en un grito sofocado cuando él finalmente empujó, llenándola con un movimiento firme y decidido.

—Dios… —jadeó Clara, aferrándose con ambas manos al tronco del árbol mientras su cuerpo se ajustaba a él, cada centímetro provocando una sensación que la hacía perderse en su propio placer.

Tomás comenzó a moverse, al principio con un ritmo lento pero profundo, cada embestida arrancando gemidos y suspiros de Clara que parecían perderse en el aire del bosque. Pero pronto, la paciencia se desvaneció. Su agarre en las caderas de Clara se hizo más firme, casi posesivo, mientras aumentaba el ritmo, entrando y saliendo de ella con más fuerza, haciendo que su cuerpo se balanceara con cada empuje.

Con una mano, Tomás alcanzó el cabello de Clara, tirando de él lo suficiente para arquear su espalda y liberar por completo sus pechos del top. Los globos desnudos rebotaron con cada movimiento, y Tomás no pudo resistir la tentación de inclinarse hacia adelante y atraparlos con sus manos, alternando entre apretarlos y pellizcar sus pezones endurecidos.

—Así, Clara… —murmuró en su oído, su voz ronca por el esfuerzo y el deseo—. Así es como siempre te he querido… entregada… solo para mí.

El aliento cálido de Tomás contra su cuello, combinado con el ritmo implacable de sus embestidas y las caricias en sus pechos, hizo que Clara se entregara completamente. Su conciencia se desconectó de la realidad, perdiéndose en las sensaciones que consumían cada rincón de su cuerpo.

—Tómame, Tomás… —gimió entrecortadamente, sus uñas arañando la corteza del árbol mientras se entregaba a su placer—. Soy tuya… siempre lo he sido.

Tomás siguió moviéndose con fuerza, cada embestida arrancándole a Clara un gemido que se mezclaba con el crujir de las hojas bajo sus pies y el susurro del viento en los árboles. Su cuerpo se arqueaba contra el tronco del árbol, completamente expuesta, completamente entregada, mientras él la tomaba con la intensidad de años de deseo reprimido. Cada empuje profundo llevaba su nombre en sus labios, un murmullo entrecortado que hacía eco en su oído.

—Siempre has sido mía, Clara… y ahora lo sabes —gruñó Tomás, hundiendo los dientes en la curva de su cuello, dejando una marca que hablaba más claro que sus palabras. Su aliento, caliente y desordenado, se derramaba contra su piel, avivando el incendio que ardía en ella.

—¡Lo soy! —jadeó Clara, su voz quebrada y cargada de desesperación. Sus uñas arañaron el tronco del árbol, clavándose como si fueran lo único que la mantenía en pie—. Hazlo, Tomás… márcame, fóllame… no quiero ser de nadie más que tuya.

Él gruñó al escucharla, su ritmo volviéndose más implacable, como si esas palabras hubieran encendido algo aún más profundo en su interior. Sus manos se movieron sobre su cuerpo con avidez, acariciando su cintura, sus caderas, hasta volver a sus pechos, que rebotaban con cada movimiento. Pellizcó sus pezones, arrancándole un grito ahogado que resonó en el bosque como un eco prohibido.

El cuerpo de Clara comenzó a temblar de forma incontrolable, sus caderas moviéndose instintivamente para encontrarse con las embestidas de Tomás. El calor entre ellos era abrasador, y la presión dentro de ella crecía rápidamente, llevándola al borde de algo que sabía que no podría contener mucho más tiempo.

—Por favor… Tomás… —suplicó, su voz cargada de necesidad mientras su cuerpo se rendía por completo a él—. No pares… no te detengas…

Tomás sabía que ella estaba al límite. Podía sentirlo en la forma en que su cuerpo lo aprisionaba, sus músculos apretándose alrededor de él con una intensidad casi desesperada, y en la forma en que sus gemidos se volvían más entrecortados, más urgentes. Era un lenguaje sin palabras, un clamor silencioso que le pedía que la llevara aún más lejos.

Bajó una mano hacia su vientre, presionando con firmeza, casi como si quisiera sentir el eco del deseo que ardía dentro de ella, mientras su otra mano se hundía en su cabello, tirando de él con una mezcla de posesividad y ternura. La sensación de control absoluto lo embriagaba, mientras el morbo de lo que estaba a punto de decir le quemaba en los labios.

—¿Quieres que lo haga? —murmuró contra su oído, su voz ronca, profunda, impregnada de lujuria—. ¿Quieres que te preñe, Clara? ¿Qué lleves dentro de ti algo que sea completamente mío?

El impacto de sus palabras la hizo temblar. Clara jadeó, su cabeza cayendo hacia atrás mientras la oscuridad de su deseo se fundía con el placer que la estaba consumiendo. Su respuesta fue inmediata, desesperada, su cuerpo hablando antes que su voz.

—Sí… hazlo… hazme tuya —gimió, sus palabras entrecortadas, casi quebradas por el éxtasis. Su tono era suplicante, lleno de una mezcla de morbo y entrega que encendió a Tomás aún más—. Quiero que me llenes… quiero que seas todo mío…

El peso de sus palabras, esa necesidad desnuda en su voz, lo llevó al borde. Tomás aceleró el ritmo, sus movimientos profundos y decididos, cada embestida marcada por la urgencia de cumplir esa promesa implícita. Su respiración se volvió errática, y sus dedos se clavaron en su cabello mientras la poseía con una intensidad que dejaba claro que no había vuelta atrás.

—Entonces tócalo… tócalo mientras te lleno —gruñó, su voz quebrándose mientras sentía cómo su control se desmoronaba. Clara obedeció, su mano temblorosa bajando hasta su vientre, presionando justo donde él estaba más profundo. El contacto envió un choque eléctrico a través de ambos, y con un último embate, Tomás se dejó ir, hundiéndose por completo en ella mientras el clímax lo atravesaba como una descarga.

El grito de Clara rompió el aire, un sonido ahogado que combinaba placer y liberación. Su cuerpo se arqueó violentamente, temblando contra él mientras sentía la calidez derramarse dentro de ella, llenándola por completo. Era más que físico; era la culminación de algo que ambos sabían que no podrían deshacer.

Tomás se aferró a ella, enterrando su rostro en su cuello mientras sus músculos se relajaban lentamente. El calor de su liberación se mezclaba con el de su piel, dejando una sensación de intimidad abrumadora que los envolvía por completo.

Por un instante, no hubo mundo más allá de ellos. Solo el calor compartido, la respiración entrecortada y el latido frenético de sus corazones, unidos en un momento tan crudo como inquebrantable.

Cuando el eco del momento comenzó a desvanecerse, el silencio del bosque los envolvió. Ambos respiraban con dificultad, sus cuerpos aún pegados el uno al otro mientras la realidad volvía a instalarse lentamente. Clara apoyó la frente contra el tronco del árbol, sus manos relajándose después de haberlo arañado con fuerza.

—Tomás… —murmuró ella, su voz suave, casi temerosa.

Él la sostuvo por un momento más antes de separarse ligeramente, sus manos acariciando sus caderas con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de lo que acababan de hacer. La miró por encima del hombro, notando cómo su cabello caía desordenado y cómo su cuerpo aún temblaba ligeramente.

—Esto… —comenzó él, pero se detuvo, incapaz de poner en palabras lo que sentía.

Clara se giró lentamente para mirarlo, sus ojos oscuros reflejando una mezcla de emociones: satisfacción, confusión y una chispa de algo más profundo.

—Lo sé… —dijo ella, su voz un susurro. Se inclinó hacia él, dejando que sus dedos rozaran su rostro antes de trazar la línea de su mandíbula—. Pero no quiero arrepentirme de esto. No lo hagas tú tampoco.

Tomás asintió, aunque el peso de la realidad comenzaba a instalarse entre ellos. El bosque seguía siendo testigo de su momento, susurrando alrededor como si intentara envolverlos en un velo de calma. Pero sabían que, tarde o temprano, tendrían que enfrentar lo que esto significaba. Por ahora, sin embargo, decidieron aferrarse a lo que acababan de compartir, permitiéndose disfrutar de esa efímera burbuja de placer y conexión antes de que el mundo real los reclamara de nuevo.
 
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