Carmela, y su yerno Rubén

heranlu

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Carmela, y su yerno Rubén

El teléfono de Carmela sonó un montón de veces, pero el cabrón de Rubén, no le permitió ni mirar quién estaba llamando. Le dijo literalmente: «Mira, cerdita, lo primero es lo primero, y lo primero es mi polla, ¿lo entiendes?». Y mientras lo decía, le apretaba las mejillas como si fuera una niña. Seguramente para humillarla un poco más. En fin, qué le vamos a hacer, hoy tenía el chico un día cañero. Por una vez que se había podido escapar del trabajo y hacer un break, como él decía, no estaba el hombre para perder el tiempo.

Dos horas antes, Carmela se estaba preparando para salir a comprar. Eran las diez y media, ya estaba lista y con el carrito en la mano, cuando sonó el telefonillo. Se acercó a contestar pensando que sería el cartero o alguien repartiendo propaganda, pero no.

—Hola, suegra, abre que soy yo, Rubén.

Al oírlo, Carmela ya se podía esperar lo peor (o quizá lo mejor: su coño, que no entendía de sutilezas, se puso a lubricar en cuanto oyó la voz del chico), de modo que dejó el carrito de nuevo en la cocina y esperó frente a la puerta a que llegase el ascensor. Tal vez, solo venía de paso, a veces tenía que hacer alguna tarea cerca y se acercaba a saludar, lo hacía incluso cuando estaba en casa Francisco, su marido, que, pobrecillo, tenía en un pedestal a su yerno. ¡Si supiese…! En esas ocasiones, Rubén, aprovechaba para pegarle un buen morreo a su suegra, a espaldas del cornudo, meterle mano y dejarla bien cachonda. Más que nada por divertirse.

Rubén salió en tromba del ascensor y Carmela franqueó la puerta, vigilando que no hubiera ninguna vecina cotilla cerca. Nada más cerrar, Rubén la sujetó con fuerza del cuello y le pegó un morreo de padre y muy señor mío, mientras le manoseaba el culo a fondo.

—¿A dónde ibas, puerca…? ¿A menear las tetas y el culazo por las obras para ponerle el rabo duro a los currantes…?

—¡Joder, qué bruto eres Rubén! —respondió Carmela, intentando zafarse del férreo marcaje del chico.

—Aunque con esta ropa tan discreta, no creo que levantes muchas pollas…

—Iba a comprar, ¿qué quieres que me ponga? ¿un vestido de noche? —respondió desafiante Carmela mientras se dirigía hacia el interior de la vivienda, deshaciéndose del holgado vestido que acababa de ponerse.

Más tarde, ya desnuda, el panorama se volvió mucho más interesante. Por lo menos para los ojos de Rubén, que contempló el enorme pandero de su suegra, moviéndose como un flan, con unas braguitas tanga que dejaban más carne fuera que dentro, y las enormes tetazas desparramadas que se apreciaban incluso viendo desde atrás a la mujer.

Rubén tampoco perdió el tiempo y se deshizo en un momento del pantalón y de la camisa, para quedarse como Dios le trajo al mundo.

Sentada en el sofá, como la maja desnuda, Carmela, que ya se había despojado de la ropa interior, se acariciaba con suavidad el liso y depilado chochito para entonarse un poco. Observó, relamiéndose, la polla enhiesta del chico y preguntó:

—Supongo que hoy no me libro, ¿no?

—Ni de coña, suegra. He dejado al compañero en la oficina cuadrando balances. Me debe un par de favores, así que tenemos una preciosa mañana de jueves por delante.

—¿Te apetece algo especial?

—Nooooo, lo de siempre, pero mejor vamos al dormitorio. El sofá va bien para una mamada o algo así, pero tampoco da para explayarse mucho.

—Como guste el señor —respondió Carmela, levantándose e iniciando la marcha hacia el dormitorio matrimonial. Una putada para la pobre jamona, porque ya tenía la cama hecha y había puesto sábanas limpias. ¡Bufff! Según cómo fuese la cosa, igual las dejaba, si no se desmadraba mucho… Total, el pobre Francisco, no se iba a enterar si dormía aquella noche reposando su cuerpo sobre los restos de lefa reseca de su yerno…

Por el pasillo iba aquella breve comitiva de amantes, con Carmela, espléndida aún a sus 51 años, bajita, opulenta, algo rellena, tal vez, pero en su punto para ser empitonada por todos sus orificios, detrás, Rubén, de 28 años, alto, más de uno ochenta, le sacaba un palmo bueno a su suegra, bastante en forma (mucho gimnasio, crósfit y esas mierdas), con el rabo, largo, bastante grueso y venoso, ya erecto, la seguía de cerca.

Lo que siguió fueron un par de polvos, que dejaron derrengada a la madura, pero con ganas de un buen remate de la jornada a Rubén. Primero, puso a cabalgar a la jamona, que, sudando como una cerda, se ensartó el rabo ella misma y empezó a follar acuclillada, mientras se masajeaba el clítoris en un precario equilibrio del que era experta. Ya tenía mucha práctica. A los pocos minutos notó los borbotones de esperma saliendo del coño, con la polla de Rubén todavía dura.

Conocedora de los gustos del chico, Carmela, le limpió a fondo la polla con la boca y lo dejó descansar unos minutos. Poco, la verdad, el tío venía más salido que el pico de una plancha. Se nota que hacía más de una semana que no follaban. Y, los polvos con Marisa, la hija de Carmela, eran bastante insípidos, por decirlo finamente.

Mientras Rubén recuperaba el resuello, Carmela se relajó a su lado, con la cabeza apoyada en su pecho, lamiéndole la tetilla. Fue entonces cuando sonó el teléfono por primera vez, y, cuando Carmela hizo amago de levantarse. Rubén la sujetó con fuerza del pelo, dando a entender cuál era la prioridad en aquel momento.

Minutos después, Carmela estaba con la cabeza entre las piernas levantadas del chico, repelándole bien el ojete con la lengua y pajeando su baboseada polla para preparar el segundo plato de la mañana: la enculada.

Rubén colocó a su suegra con el culo en pompa y la cara aplastada en la almohada, Carmela sujetó con fuerza las sábanas esperando el empellón que llegó segundos después. Dos empujones, y la tranca estaba dentro del estrecho ojete de la madura. Ya estaba bastante acostumbrada, pero el primer impacto siempre le producía aquella sensación en la que el dolor y el placer se entremezclaban. Una sensación que, con el tiempo, le resultaba muy agradable. Rubén detrás de ella, empezó a manejarla como una muñeca, agarrando su culazo con fuerza y metiendo y sacando la polla a un ritmo embrutecido que hacía retumbar la cama. Menos mal que a aquellas horas los vecinos no solían estar en la finca.

A Rubén le encantaba petarle el culo a su puta suegra, y se recreaba en la suerte. Iba alternando los palmeos en las nalgas con los tirones de pelo y los empujones aplastando su cara contra la almohada. Ella, se dejaba hacer, concentrada en la presión que ejercía la polla en su ojete, tratando de contraerlo para facilitar la eyaculación. Tras diez minutos de mete y saca, se logró el objetivo. Rubén se corrió como un animalucho y se desplomó, esta vez derrotado, sobre el cuerpo de cerda, que lo aguantó estoicamente, orgullosa, eso sí, de haber proporcionado tanto placer a su macho.

Allí aplastada, con el cuerpo de Rubén sobre ella, con la boca del chico lamiéndole el lóbulo de la oreja, alzó brevemente la mirada y pudo ver, en la mesita de noche, aquella foto del día de la boda de Marisa y Rubén, cuatro años antes. Aquella sonrisa beatífica de Marisa, que contrastaba con el punto cínico de la sonrisa de Rubén, un punto cínico que Carmela descubriría a posteriori. Y, flanqueando a los novios, los padres de ella: Carmela, que en aquella época era un ama de casa modélica que en la vida se habría planteado hacer este tipo de cosas, y el pobre Francisco, que, por desgracia, tenía en esa época y seguía teniendo ahora, esa pinta de pánfilo que hacía que Rubén disfrutase el doble al ponerle los cuernos. A ver, como decía el chico: «los hay que nacen con la cabeza adaptada para llevar el casco de vikingo, y el bueno de Francisco, la tiene perfecta para ese menester, je, je».

Volvió a sonar el teléfono por segunda vez. En esta ocasión, Carmela ni se planteó moverse. Cualquiera se quita de encima los ochenta kilos de macho que tenía… y con la polla todavía encajada en el ojal. Aunque ya algo más blandita, eso sí.

Estuvieron relajados casi veinte minutos, hasta que Rubén se decidió a quitarse de encima.

—Me estoy meando —dijo, levantándose —. Voy a tomar una cerveza en el sofá y a mirar un poco la tele. Vente para allá, anda.

—Claro, Rubén, ahora voy, yo también tengo que mear.

Carmela ya sabía que era lo que venía ahora. Siempre era la misma rutina, con alguna leve variante, pero muy parecida en cualquier caso. A ambos parecía gustarle o, por le menos, a Rubén que, a fin de cuentas era el que cortaba el bacalao. Y si Rubén estaba contento, Carmela, su suegra también, o eso parecía…

A la pobre le costó acostumbrarse a aquello. Las primeras veces solía arrugar la nariz cuando Rubén, después de haber estado un buen rato con su tranca en el culo de la guarra, le plantaba aquella polla, todavía pringosa de flujos anales en la jeta. Este solía ser el último polvo de cada encuentro, el que más placer proporcionaba a Rubén. Después de una o dos corridas, dependiendo de la ocasión, el hombre estaba relajado y bien dispuesto a disfrutar del sometimiento de aquella puerca jamona, una cerdita que, a sus cincuenta y un tacos, seguía estando como para mojar pan. Tetas grandes, culo inmenso y algún exceso de chicha perfectamente perdonable en una hembra tan voluptuosa. Era una levanta pollas de manual, parece mentira que no se hubiera fijado en ella hasta hacía tan poco tiempo.

Cuando Carmela llegó al comedor, Rubén ya estaba sentado en el sofá, en pelotas, perfectamente despatarrado y con la polla morcillona, contemplando videos porno en el enorme televisor del salón de sus suegros. Un cojín en el suelo, entre las piernas del chico, indicaba claramente cuál era el sitio que tenía que ocupar la putilla que, por supuesto, se arrodilló frente al rabo de su macho. El olorcillo la tiraba un poco para atrás. No acababa de acostumbrarse del todo a aquello. El caso es que a Rubén le divertía bastante y se recreaba contemplando la jeta de su suegra. Le encantaba observar como Carmela reprimía un gesto de asco al notar ese intenso aroma a su propio culo. Después; ante la sonrisa sardónica del chico que se burlaba de ella, retándola y desafiándola a demostrar que era lo suficientemente puta; ante la visión de aquella polla dura y venosa que volvía a estar en forma después de haberse corrido dos veces, Carmela acababa acercando su lengua con delicadeza, y, tras lamer con suavidad el tronco, limpiando aquellos efluvios, acababa engullendo el capullo. Después, procedía a realizar una felación en toda regla. Ya no tenía aquellas dudas y vacilaciones de las primeras veces. Una etapa formativa que fue superando con nota hasta llegar a este momento en el que, con rutinaria eficacia, procedía a una perfecta limpieza de sable, culminada con una nueva dosis de lefa, que dejaba a su macho plenamente satisfecho.

Aquel día, Rubén estaba especialmente expansivo, y tenía ganas de cebarse en la pobre Carmela. De modo que, mientras la buena mujer se esforzaba en conseguir extraer una nueva dosis de leche de los cojones del chico a base de meter y sacar de la garganta aquella baboseada polla cada vez más dura, le iba largando discursos para humillarla, aunque, paradójicamente, conseguían motivarla todavía más. Algo que Rubén ya había percibido: a más insultos, más puta se volvía.

—Pues sí, Carmela, en realidad tendrías que estar bien contenta de tener una hija tan mojigata como Marisa. Así puedes disfrutar tú de una polla como ésta que, modestamente, no está nada mal. Si tu hijita querida en vez de comerme el rabo con condón, lo hiciera a pelo, como toca; si me dejase follarle el culo y no pegase esos berridos cada vez que le acerco un dedo al ojete; si me comiese el culo bien comido como haces tú… Entonces no tendría que haber buscado una puta como tú. Pero, bueno, no hay mal que por bien no venga. Follar contigo es toda una bendición. No estás tan buena como tu hijita, pero tu cuerpo tiene mil veces más morbo. Y tienes ese afán por aprender, ese espíritu de superación y esa falta de moral y prejuicios… que, vamos, eso es insuperable. Y, lo de poder ponerle los cuernos al pobre tontorrón de tu marido… ¡Chapeau!

A mitad de discurso volvió a sonar el teléfono de Carmela. Ella, hizo un amago de interrumpir la mamada, pero un fuerte empellón de Rubén, culminado con un cruce de piernas inmovilizando la cabeza con la polla del chico dentro, abortaron la operación.

—¡Deja que suene joder! ¡Esto es más importante!

Rubén, después de la breve interrupción, volvió a relajarse e iba apurando la cerveza mientras contemplaba alternativamente el trabajo fino de la cerda de su suegra y los vídeos guarros que había puesto en la pantalla, una recopilación de GIF’s porno con música disco de banda sonora en la que una colección de puercas de todo tipo y condición eran folladas por todos sus orificios sin ningún tipo de miramientos, romanticismo del que le gustaba al chico, vamos.

Pero entonces el que sonó fue el teléfono de Rubén, que estaba en la mesita, junto a la lata de cerveza.

—¡Mira, qué sorpresa, llama tú hija, cerda! A ver qué quiere

Carmela, abriendo mucho los ojos y alarmada, intentó zafarse de la polla que seguía rígida en su boca. Gimiendo aparatosamente intentó hablar para suplicarle que le evitara el mal trago de tener que chuparle la polla al marido de su hija mientras éste conversaba distendidamente con ella. Pero, obviamente, del mismo modo que la situación era humillante y vergonzosa para Carmela, resultaba tremendamente morbosa para Rubén y el chico no estaba por la labor de dejar de disfrutar de una experiencia así. Correrse en la garganta o la jeta de la puta de su suegra, mientras hablaba con su esposa podía ser un hito muy, muy satisfactorio. De modo que, esperando que la llamada no tratase de ningún tema importante, contestó al teléfono con el manos libres, haciendo el gesto de silencio con los dedos a Carmela que se moderó en sus gemidos, por la cuenta que le traía.

—Hola, Marisa, ¿qué ha pasado? ¿algo grave? —Marisa nunca le llamada al trabajo, dónde se suponía que estaba ahora mismo.

—No, Rubén, bueno, creo que no. Que llevo más de una hora llamando a mi madre y no me contesta. Es para que vaya a la guardería a buscar a la niña, que sale dentro de una horita o así. Yo no puedo, porque me ha llamado la supervisora para ver cómo se organiza la limpieza de una reforma de un hotel, que es urgente…

—Vale, vale, tranquila —interrumpió Rubén, tranquilo al ver que no era nada serio, al tiempo que volvía a indicar a Carmela que continuase con su labor. Cosa que hizo obedientemente, aunque de mala gana—. ¡Joder, ya le vale a tu madre! Seguro que se habrá dejado el móvil en casa. A saber por dónde andará la muy petarda…

—Rubén, no te pases, no hables así de mi madre.

—¿Qué no hable cómo? —volvió a interrumpirla Rubén, al tiempo que forzaba al máximo la boca de la cerda con su polla—. Pero si ya has visto como se está comportando últimamente. Se debe creer que es una adolescente, vistiéndose de esa manera y pasado de tu pobre padre de esa manera. Menos mal que el hombre está tan centrado en el trabajo que ni se entera. Yo apostaría a que tiene un rollo con algún macarrilla y anda zorreando por ahí.

Carmela, atónita, escuchó el hipócrita (pero cierto) discurso de su yerno, llena de indignación, roja como un tomate y sudando la gota gorda mientras las babas de la mamada chorreaban por el sofá (después iba a tener un buen curro con la fregona, ¡vaya que sí).

—¡Vale ya Rubén! —exclamó una ofendida Marisa—. Déjate de chorradas que siempre estás igual. No haces más que criticarla, joder. Se habrá ido a comprar y se habrá dejado el móvil.

Carmela, algo aliviada por la seca respuesta de su hija, seguía estupefacta por el comportamiento de Rubén que excedía todos los límites. La mujer estaba con los vidriosos ojos como platos y la boca repleta de la carne en barra de su macho. Éste, furioso y con rabia, pero tratando de no hacer demasiado ruido, seguía sujetando con fuerza sus cabellos y moviendo su cabeza arriba y abajo. Bastante vergüenza tenía la buena mujer por ser tan guarra, poniendo los cuernos a su marido y a su propia hija al mismo tiempo, como para sumar la humillación y el desprecio que suponían aquellas frases de su yerno: «zorreando por ahí…», había dcho. Las palabras resonaban en su cabeza y un par de gruesos lagrimones empezaron a resbalar por sus mejilla, ante la cínica sonrisa e Rubén que no dejaba de mirarla mientras seguía conversando con Marisa. Pero lo que más rabia le dio a Carmela fue notar que su coño, lejos de secarse, seguía chorreando como una fuente. Estaba más cachonda que nunca y dispuesta a suplicar una piadosa caricia que le proporcionase un merecido orgasmo. Hasta ese punto estaban llegando las cosas en su desconcertada mente.

—Bueno, Marisa, vamos a hacer una cosa. A tú padre no vale la pena llamarlo porque seguro que esta liado —«soportando la cornamenta», pensó— y no le da tiempo a ir. Si acaso, sigue con tu trabajo y yo iré llamando a tu madre hasta que conteste. Si no la localizo, dejaré al compañero terminando los balances y me iré a buscar yo a la niña, ¿va bien?

—De acuerdo, gracias Rubén, eres un sol.

—Claro, cariño, un beso.

—Un beso, te quiero.

—Y yo, y yo… —dijo Rubén antes de colgar.

Después, colocó el teléfono en la mesilla y levantó la cabeza de Carmela, que babeando con los ojos llorosos, sudorosa, con los labios hinchados, le miró desconcertada. Hilos de baba unían su boca a la tiesa tranca de Rubén.

—¿Has visto?

—¿Eeeeeh? —gimió Carmela, medio atontada por la situación.

—Tú hija está encantada conmigo. Así que ya sabes, si tienes contenta mi polla, no tendremos que decirle que su madre es una puerca.

—Pe… pero, Rubén, también sabrá lo tuyo… —aludió la pobre Carmela, en relación al comportamiento adúltero de su yerno.

—A ver, ¡que pareces tonta, joder! ¿Tú te crees que en todas las fotos que te he ido haciendo en pelota picada, chupándome la polla o con el culo en pompa se me ve a mí algo? ¿o las fotos aquellas del morreo con el mindundi aquél del gimnasio?

Carmela calló y asumió que su yerno la tenía cogida por las tetas. Y bien cogida. Desde aquel aciago día, hacía ya un par de meses en el que la vio morreándose a la salida del gimnasio con aquel joven monitor con el que le ponía los cuernos a Francisco.

Parece mentira, en casi treinta años de matrimonio, nunca le había sido infiel. Ni había tenido ocasiones, ni las había buscado. Tuvo que ser aquella puñetera lumbalgia que la obligó a realizar ejercicios de rehabilitación y en la que conoció a aquel joven (apenas si superaba los veinte años) que había sido tan simpático y amable con ella, ayudándola con las máquinas del gimnasio. Marcos, se llamaba. El chico la tomó bajo su tutela y se encargó de indicarle amablemente el funcionamiento de todas aquellos extraños aparatos con los que realizaba los ejercicios para fortalecer la espalda que le había recomendado su médico de cabecera. Sí, fue muy amable. Tanto que, poco a poco, aquellas manos que sujetaban sus hombros, su cintura o su espalda se fueron deslizando, «para controlar mejor las posiciones», decía, hacia sus tetas, sus muslos o directamente su culo. Todo ante la sorpresa inicial y la complacencia posterior de la jamona. De ahí a algún besito furtivo todo fue un paso. Luego, quedar en la casa de los padres del chico cuando estos no estaban. Todavía vivía con sus padres, ¡qué tierno! Y acabar follando como mandriles en celo. Aquel chaval le desempolvó las telarañas del coño, la puso mirando a Cuenca y le desatascó a fondo las cañerías. Amén de desvirgarle el culo en una bonita ceremonia de iniciación en la que gastaron un tubo de lubricante y dejaron a la pobre Carmela sin ganas de sentarse en unos días. Bueno, pocos días, la verdad, porque la experiencia le encantó y no tardó mucho en repetir hasta volverse adicta al sexo anal.

Carmela empezó a vivir una segunda juventud que se acabó truncando abruptamente una tarde de sábado, cuando, después de una comida familiar con su hija y su yerno, éste aprovechó un momento en la cocina, mientras retiraban los platos, para enseñarle unas bonitas fotos en el móvil en las que se la veía perfectamente pegándose un buen muerdo con Marcos a las puertas del gimnasio con las zarpas del muchacho perfectamente colocadas en el culazo de Carmela, que vestía unas mallas de gimnasia bien ajustadas.

Rubén se recreó en la cara de susto de su suegra, disfrutando del instante, mientras le contaba que la había visto desde el coche, yendo a ver a un cliente. Al principio se fijó en ella porque le pareció una tía buena, con una culazo despampanante, fue después, cuando, parado en doble fila junto a un semáforo, vio su reflejo en el escaparate de un local y se dio cuenta de quién era. El morreo fue bastante intenso, porque le dio tiempo a sacar el móvil y hacer un par de fotos y un pequeño video de unos segundos, justo cuando ella se giraba despidiéndose del chico y se la reconocía a la perfección. Rubén, allí parado con las luces de emergencia, aguantó estoicamente los pitidos de los coches que le exigían que continuase su camino mientras calibraba las consecuencias de lo que acababa de contemplar.

Después de mostrarle las fotos a la pobre mujer, tras conminarla a que rompiese la relación con el pipiolo, la dejó recocerse en su salsa durante unos cuantos días antes de llevar a cabo la segunda fase de su plan.

Como Carmela había dejado el gimnasio y permanecía mustia y triste, sin una mísera polla que llevarse a la boca, Rubén apareció un día por la mañana en la casa de sus suegros. Carmela le abrió medio asustada, sin saber bien a qué venía la visita, aunque lo primero que le dijo, para curarse en salud, fue que ya había terminado con su «aventura», como le gustaba llamar a aquel zorreo con Marcos.

Rubén, seguro de sí mismo y convencido de que a Carmela, una vez probadas las mieles del sexo, el coño le debía estar pidiendo guerra nuevamente, se limitó a decirle algo así como que «vale, que muy bien, que me parece perfecto, pero sigo teniendo las fotos».

—¿Qué quieres decir? —preguntó asustada, aparentando no entender algo que estaba clarísimo.

—A ver, suegra, ¿eres tonta o te lo haces? —Rubén fue brutal en su respuesta, pero eso no fue nada, comparado con el gesto posterior. Se adentró en la vivienda y colocándose junto al sillón que solía usar su suegro. Un cómodo sillón de masaje. Allí se desabrochó el pantalón y se lo bajó junto a los calzoncillos, dejando a la vista una polla de un tamaño respetable y tiesa como un palo.

Carmela, que vestía una bata de estar por casa de tela fina y con grandes botones, se quedó boquiabierta ante la desfachatez de su yerno. Éste, se sentó en el sillón y le dijo:

—Supongo que no hace falta que te explique de qué va esto. A buen entendedor pocas palabras bastan —Carmela no decía nada, paralizada, aunque notó, sin poder controlarla una reacción física que ya había conocido con los toqueteos de Marcos. Se estaba excitando.

Roja como un tomate, se dispuso a arrodillarse frente a la tranca de su yerno, pero éste le hizo una última petición.

—Un momento. Antes de nada, quítate la bata y lo que lleves debajo. Te quiero en pelotas.

Carmela, obediente, se quedó como Dios la trajo al mundo, mostrando sus grandes tetas, algo caídas y su coñito, todavía depilado, como le había indicado Marcos que le gustaba. Aunque ya le estaba empezando a crecer algo de pelusilla.

La polla de Rubén dio un respingo. Aunque nada comparable a lo que sintió cuando la tibia boca de Carmela la engulló con la experiencia adquirida y bien asimilada de los últimos tiempos con su joven amante e instructor. Ahora, con Rubén, iba a empezar para Carmela una nueva espiral de perversión, bastante más sucia y morbosa. Nada que ver con la inocente y romántica relación que mantuvo con el que fue su primer amor. Porque lo de Francisco, su marido, aparte de pertenecer a la prehistoria, no se podía considerar que tuviera ningún tipo de entidad sexual. Para ella, su virginidad se la habían arrebatado primero Marcos y ahora Rubén, lo de antes no fue sexo. Pero todo esto quedaba en la intimidad de su mente. Eran pensamientos que nunca había verbalizado, ni iba a hacerlo.

La mente de Carmela abandonó las ensoñaciones, volvió al presente y, contemplando la caliente, ensalivada y palpitante polla de Rubén, decidió corresponder a «las atenciones» de su amante proporcionándole una buena corrida. De modo que se abalanzó sobre el rabo del joven y consiguió que la tercera dosis de leche de aquel día se deslizase por su garganta.

Rubén rugió como un animal y Carmela, contenta, le miró con una sonrisa de oreja a oreja mostrándole la leche que le quedaba en la boca antes de tragársela con un gesto de satisfacción.

El joven la contempló orgulloso y acercó la mano para acariciarle la mejilla. Ella se dejo hacer y esperaba que le dejase acurrucarse a su lado en el sofá, para recuperarse, pajeándose mientras miraba el videoclip porno junto a su cuerpo, pero Rubén tenía otros planes.

—Muy bien, cerdita, has hecho un trabajo estupendo.

Un tímido «gracias, Rubén» salió de la boca de la jamona que, trabajosamente después de tanto rato arrodillada se había levantado ya. Se acercó para sentarse junto a su macho, pero éste la detuvo y, tras darle un par de fuertes palmadas en el culo, que quedaron marcadas, bien rojas, le dijo:

—¡Hala, bonita, espabila, ya te puedes ir vistiendo! Que tienes que ir a buscar a tu nieta que sale en diez minutos de la guardería. Ya le diré a Marisa que te pude localizar al final. Mientras la vas a buscar yo recojo un poco el comedor. La habitación vuestra la arreglas tú cuando tengas a la niña viendo dibujos…

Carmela, algo contrariada, recogió la ropa interior del suelo se alejó con cara de malas pulgas camino del baño para adecentarse un poco. «¡Menudo cabrón!», pensó, «pero cómo me pone…»

Estaba terminando de vestirse y se disponía a salir de casa, cuando Rubén, que todavía estaba despelotado en el sofá, tomando ahora una copa del whisky caro de su suegro, le dijo:

—¡Eh, putilla! —Carlota se detuvo con la mano en el picaporte— ¿No se te olvida algo?

Carlota se acercó para darle un beso, contenta por la atención prestada.

—¡No, coño, dónde vas! —Rubén se apartó de la cara de Carmela, que ya se agachaba a darle un pico —¡Vete a lavar los dientes, joder! No pretenderás darle un beso a tu nieta con la boca sabiendo a polla, ¿no?

Enfurecida, Carmela se dirigió al baño a lavarse los dientes, mientras Rubén se reía de su gracia convencido de que, en un par de días el cabreo pasaría a la historia y Carmela estaría lista para volver a las andadas. Vamos, a la jamona le gustaba más una polla que a un tonto un lápiz, como suele decirse.



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