Mariana observaba la playa desde el balcón del hotel, el mar extendiéndose ante ella como una promesa incierta. Las olas rompían con un ritmo hipnótico, pero su mente estaba en otro lugar. Camila estaba sentada detrás de ella, en el sofá, con los auriculares puestos y una expresión de indiferencia que parecía estar tallada en piedra.
El viaje había sido una apuesta. Mariana sabía que su hija no estaba feliz con la separación, y menos aún con la idea de pasar unos días en un hotel lejos de su círculo social. Pero después de meses de peleas, portazos y silencios incómodos en la casa, Mariana había decidido que algo tenía que cambiar.
—¿De verdad tenías que traernos aquí? —dijo Camila, quitándose un auricular sin mirar a su madre.
Mariana suspiró, apoyándose en la barandilla del balcón.
—Necesitábamos un respiro. Tú y yo.
Camila soltó una risa seca.
—¿Un respiro de qué? ¿De todo lo que rompiste?
Las palabras golpearon como una bofetada, pero Mariana las esperaba. Desde la separación, había aprendido a recibir las críticas de su hija con la paciencia de quien sabe que el tiempo y la perspectiva lo cambian todo.
—Sé que estás enojada, Camila —respondió con calma—. Y tienes derecho a estarlo. Pero este viaje no se trata solo de mí. También es para ti.
Camila no respondió, pero tampoco volvió a colocarse el auricular. Eso, para Mariana, ya era un avance.
Más tarde en la piscina. Camila caminaba unos pasos delante de Mariana, con la vitalidad y frescura que sólo sus diecinueve años podían otorgarle. Había heredado lo mejor de la genética de su madre: la piel tersa y radiante, los ojos brillantes que parecían guardar secretos y una figura esculpida que no pasaba desapercibida. Sin embargo, también había heredado el carácter explosivo de su padre, una chispa que encendía tanto su temperamento como su magnetismo natural.
Llevaba un bikini rosa que acentuaba su silueta juvenil. El top triangular realzaba su busto perfecto, mientras que la diminuta parte inferior dejaba al descubierto sus caderas redondeadas y piernas largas, que parecían diseñadas para atraer miradas. El kimono blanco semitransparente se deslizaba por sus brazos, flotando con cada uno de sus movimientos, como un delicado marco que destacaba su feminidad sin esfuerzo.
Camila aún no parecía consciente del efecto que causaba en los demás, o quizá lo sabía demasiado bien y jugaba con ello. Al cruzar el área de la piscina, sintió las miradas, algunas furtivas, otras descaradas, de hombres de todas las edades. Pero ella, con una sonrisa entre inocente y desafiante, parecía disfrutar el juego. Mariana observaba a su hija con una mezcla de orgullo y nostalgia, recordando cómo, a esa edad, había dominado el arte de ser mirada, aunque con menos rebeldía y más cautela.
—¿Sabes? Cuando tenía tu edad, solía venir a la playa con tus abuelos —comentó Mariana, intentando romper el hielo.
—¿Sí? ¿Y también te paseabas como si estuvieras en una pasarela? —respondió Camila, con una mirada que oscilaba entre la burla y la curiosidad.
Mariana se detuvo un instante frente a una vitrina del hotel y miró su reflejo. Su cuerpo, a sus cuarenta años, seguía siendo una declaración de feminidad. Aún conservaba las curvas que la habían hecho modelo en su juventud, aunque ahora exhibían las marcas de su historia: las delicadas estrías en sus caderas, un vientre que hablaba de la maternidad y muslos anchos que reflejaban fuerza y sensualidad.
El trikini negro que había elegido era atrevido y perfectamente ajustado a su figura, con aberturas estratégicas que dejaban entrever su piel bronceada. Las delgadas tiras doradas del diseño, que recorrían sus hombros y su cadera, añadían un toque de lujo mientras abrazaban su cintura, realzándola. Su escote pronunciado y el corte alto en las piernas transformaban su andar en una oda a la confianza.
Su trasero redondeado se balanceaba al ritmo de sus pasos, evocando la confianza que había olvidado poseer. Después de años de vivir bajo las reglas y críticas constantes de su exmarido, había recuperado el placer de vestirse para sí misma, y el resultado era innegable: una mujer que desbordaba poder y sensualidad con cada paso.
—De hecho, sí —respondió, con una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos—. Fui modelo, ¿recuerdas? Antes de que nacieras.
Camila se detuvo, girando hacia su madre con una ceja levantada.
—Siempre pensé que eso era un invento tuyo.
Mariana soltó una carcajada sincera.
—Lo entiendo. Últimamente, ni yo lo creía.
Por un momento, la tensión entre ambas pareció disiparse. Mariana decidió arriesgarse un poco más.
—¿Por qué no nos tomamos unas fotos juntas? Algo divertido.
Camila la miró con incredulidad.
—¿Fotos? ¿Tú y yo?
—Sí, ¿por qué no? —Mariana alzó los hombros, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Para qué me sigan comparando contigo? No, gracias.
Las palabras de Camila dejaron a Mariana helada.
—¿Compararte? ¿Quién hace eso?
—Todo el mundo. Papá, las tías, incluso tú. Siempre hablando de cómo eras antes, como si yo tuviera que ser igual.
Mariana quiso protestar, decir que no era cierto, pero algo en el tono de su hija le hizo guardar silencio. Había verdad en esas palabras, aunque no fuera intencional.
Así pasó la tarde, cada una sumida en su propio mundo bajo el sol abrasador. Mariana había decidido no insistir más. Desde la tumbona, observaba cómo Camila tomaba el sol junto a la piscina, con una despreocupación que parecía calculada.
Los rayos del sol acariciaban la piel de Camila, resaltando el brillo dorado que comenzaba a formarse en sus hombros. Jugaba con los tirantes de su bikini, deslizándolos lentamente por sus brazos, como si buscara evitar marcas de sol, pero el gesto tenía algo de intencional, casi provocador.
Sus pezones se marcaban sutilmente bajo la tela, endurecidos por el calor directo y la brisa ocasional, algo que no pasó desapercibido para los chicos del hotel. Camila lo sabía.
Mariana observaba desde su tumbona, siguiendo los movimientos de Camila con una mezcla de admiración y curiosidad. Notó los pequeños gestos calculados: cómo arqueaba ligeramente la espalda al estirarse, dejando que sus curvas se moldearan contra el bikini; cómo entrecerraba los ojos bajo el sol, con esa sonrisa traviesa que nunca se definía del todo; cómo sus dedos jugueteaban distraídamente con un mechón de su cabello, desordenándolo apenas, como si el desorden también fuera parte del juego.
Los chicos seguían mirándola, intentando no ser demasiado evidentes, pero Camila ya había notado cada mirada. Mariana también.
Era como un espejo del pasado: el descubrimiento de la propia sensualidad, esa mezcla de inocencia y audacia que, sin pretenderlo, enciende deseos. Mariana se sorprendió reconociéndose en ella, como si el tiempo hubiera retrocedido y, de pronto, estuviera mirando a una versión más joven de sí misma.
Esa noche, mientras ambas se arreglaban para cenar en el restaurante del hotel, Camila rompió el silencio:
—¿Qué se siente cuando un hombre deja de mirarte?
Mariana se giró hacia ella, sorprendida por la pregunta.
—¿A qué te refieres?
—Nada. Solo que… los hombres te miran diferente ahora, ¿no? —Camila hablaba, su voz suave y cargada de una curiosidad contenida, mientras retocaba su labial frente al espejo. Los movimientos de sus dedos eran delicados, casi como si estuviera acariciándose los labios, notando cómo el color resaltaba la suavidad de su boca.
Mariana se acercó lentamente, el aire denso de la habitación impregnado con el perfume cálido de su piel. Ajustó el escote de su vestido con una elegancia tranquila, permitiendo que la tela se amoldara perfectamente a la curva de su pecho.
El escote sugerente, profundo, acentuaba la suavidad de sus pechos, su piel brillante como la porcelana. El movimiento de sus manos deslizándose sobre la tela del vestido era casi hipnótico, como si estuviera celebrando la renovación de su propia sensualidad.
—Supongo que sí. —Mariana le dedicó una mirada enigmática, su tono bajo y controlado—. Pero la pregunta no es cómo me miran ellos. Es cómo me miro yo.
Su cuerpo transmitía algo más que solo madurez; irradiaba una sensualidad serena, elegante pero decidida, como si cada paso, cada gesto, hablara de una confianza que había sido conquistada con el tiempo.
Camila la observaba, sus ojos fijos en ella con una mezcla de admiración y deseo sutil, como si estuviera descubriendo algo en su madre que hasta entonces no había notado. La atmósfera entre ellas se volvió densa, cargada de una tensión de admiración silenciosa, que no necesitaba ser dicha para sentirse.
—¿Y cómo te ves ahora?
Mariana sonrió, suavemente.
—Como alguien que está empezando de nuevo.
Esa noche, cuando bajaron juntas al restaurante, Mariana sintió que algo había cambiado. No mucho, solo un pequeño paso hacia una relación más abierta.
La cena transcurría con una calma inusitada, como si el murmullo lejano del restaurante hubiese desaparecido por completo, dejando solo el sonido suave de sus voces. Camila y Mariana compartían un momento que, aunque informal, se sentía cargado de una intimidad nueva.
Entre risas y anécdotas, la distancia que había marcado el tiempo entre ellas, las diferencias generacionales, los reproches del pasado, se desvanecía poco a poco. Las palabras fluían con naturalidad, sin reservas, como si finalmente se estuvieran descubriendo de nuevo.
Mariana notó cómo su hija la observaba con una atención que no era la de una simple hija. Había en sus ojos algo más, algo que desbordaba la simple admiración. Era como si, de alguna forma, el cuerpo de Mariana, su actitud serena y poderosa, hubiera comenzado a deshacer las barreras invisibles que habían existido entre ellas.
Camila la veía ahora desde una perspectiva diferente, más cercana, como si la feminidad que su madre emanaba hubiera alcanzado una nueva dimensión, algo que antes había ignorado. Esa sensualidad madura, esa energía femenina que parecía irradiar sin esfuerzo, era hipnótica.
—No sabía que te sintieras tan segura de ti misma —comentó Camila, su voz suavemente admirada, como si no pudiera evitarlo—. Nunca te había visto así.
Mariana sonrió, un gesto lleno de complicidad y entendimiento. La mujer ante ella no era solo la madre de Camila, sino una mujer que había vivido, que había experimentado, que había aprendido a abrazar su propio poder.
La separación con su exmarido había sido como una liberación, un peso que había caído de sus hombros y le permitió redescubrir su propio ser, alejada de las expectativas y presiones que él imponía.
—Con el tiempo, te das cuenta de lo que realmente importa —respondió Mariana, su tono lleno de una seguridad cálida y reconfortante—. Y de lo que es mejor dejar ir. Me liberé de las cosas que me detenían, las que ya no sumaban, como todo lo que me ataba a tu padre. Esa liberación me dio espacio para ser quien realmente soy.
La mirada de Camila se suavizó al escuchar las palabras de su madre. Sabía que, de alguna manera, esa separación había sido más que un simple cambio de vida: había sido una catarsis para ambas, el punto de inflexión en que cada una pudo aprender a volar por sí misma.
Mientras la observaba, algo comenzó a inquietarla. Durante años, había sido dura con Mariana, sin entender completamente lo que su madre había pasado. Aunque sabía que su padre no había sido el mejor esposo, siempre lo había defendido de alguna manera.
¿Acaso había juzgado demasiado rápido? Un leve remordimiento la invadió, como si finalmente empezara a entender la valentía de Mariana al salir de esa relación. Tal vez había sido injusta, no reconociendo la fuerza que su madre siempre tuvo.
De repente, el sonido de los cubiertos en la mesa vecina interrumpió el flujo de su conversación. Un camarero se acercó a su mesa, con una sonrisa elegante y un par de copas de champagne en las manos.
—Una cortesía de los caballeros en la mesa de allí —dijo el camarero, señalando con un gesto sutil una mesa cercana, donde dos hombres morenos la observaban discretamente.
Camila alzó la vista, sus ojos captaron la imagen de los dos hombres: alrededor de treinta años, atractivos de una manera cruda y desenfadada, su mirada era fija en ellas, pero sin ser descarada. Eran más jóvenes que Mariana, pero definitivamente mayores que Camila.
Mariana, por su parte, no se sintió incómoda. Al contrario, una sonrisa ligera se asomó en sus labios, como si ya supiera lo que eso significaba. Camila se dio cuenta de cómo su madre mantenía una postura relajada, pero a la vez, un brillo travieso se reflejaba en su mirada.
—¿Quiénes son? —preguntó Camila, sorprendida por la situación, sin saber si la intriga venía de la sorpresa o de una fascinación inesperada por los hombres en la mesa.
Mariana se encogió de hombros, tomando una copa de champagne con una elegancia que solo ella sabía exudar.
—No lo sé. Pero parece que les hemos llamado la atención —dijo, mirando a los hombres con una sonrisa irónica.
La atmósfera se cargó de una tensión sutil, un juego de miradas entre las dos mujeres y los desconocidos. Las copas de champagne tintinearon suavemente, como si marcaran el comienzo de una nueva dinámica entre ellas, una nueva fase en la que las barreras de madre e hija comenzaban a desdibujarse.
Los hombres, que hasta entonces parecían solo un par de figuras lejanas, se acercaron con naturalidad. El más alto de ellos, un moreno de cabello corto y ojos oscuros fue el primero en romper el hielo, levantando su copa hacia ellas con una sonrisa intrigante.
—Buenas noches, soy Gabriel, —dijo con tono cálido, su voz grave, como si la noche misma lo hubiera suavizado.
Sus ojos, sin embargo, contaban otra historia. Se deslizaron lentamente sobre ambas mujeres, deteniéndose primero en el escote profundo del vestido de Mariana, donde la tela ajustada delineaba sus pechos firmes y generosos. Luego, sus pupilas saltaron hacia Camila, cuya piel brillaba bajo las luces gracias al top de lentejuelas que apenas cubría sus curvas.
Gabriel sonrió, pero no hizo nada por ocultar cómo las devoraba con la mirada.
Su compañero, más joven, de expresión más relajada y abierta, también asintió mientras se presentaba.
—Damián, un placer, —añadió, pero sus ojos traicionaron la intención de sus palabras. Se detuvieron en las piernas largas de Camila, expuestas por la minifalda que subía ligeramente cada vez que ella cruzaba las piernas.
Cuando sus miradas volvieron a subir, ambas mujeres ya los estaban observando, sonriendo con esa mezcla de complicidad y desafío que parecía haberlos dejado sin aire.
Mariana respondió con una sonrisa tranquila, sus ojos reflejando algo que no era solo cortesía, sino una invitación implícita. Se acomodó mejor en su asiento, su cuerpo se relajó en una postura más abierta, como si la situación fuera lo más natural del mundo. Camila, al principio reticente, dejó escapar una risa nerviosa, casi sin darse cuenta, contagiada por el ambiente que se estaba creando.
La conversación comenzó de manera ligera, hablando de trivialidades y luego de pequeños halagos lanzados de forma casual pero efectiva. La química era palpable, no tanto en palabras, sino en gestos y miradas. Camila, al principio sorprendida por lo fluido que todo se daba, comenzó a sentirse cómoda, a responder con la misma soltura, a jugar con las palabras sin pensarlo demasiado.
—¿Y así es como se relajan aquí? —soltó Damián, dejando que su mirada bajara descaradamente por las piernas de Camila antes de volver a subir. Su sonrisa ladeada dejaba claro que no estaba intentando ser sutil.
Camila sonrió, jugueteando con el borde de su copa.
—Depende. Algunas vienen a tomar el sol... otras prefieren probar algo más emocionante. —Mariana respondió, alzando una ceja, pero manteniendo la calma y el tono seductor, dejando que sus palabras flotaran en el aire como una invitación disfrazada.
Gabriel soltó una pequeña carcajada, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Bueno, nosotros siempre estamos dispuestos a ayudar a que la noche sea más interesante. —Sus ojos seguían fijos en Mariana, pero de vez en cuando se desviaban hacia Camila, como si le costara decidir en cuál centrarse más.
Las risas y comentarios juguetones fluyeron con naturalidad, pero pronto se fueron cargando de insinuaciones veladas. Gabriel y Damián se complementaban a la perfección, intercambiando gestos y miradas cómplices mientras hablaban, como si no necesitaran palabras para coordinarse.
Ambos exudaban confianza, cada uno proyectando un tipo distinto de atracción masculina. Gabriel, con su actitud más madura y calculada, se movía con la seguridad de alguien acostumbrado a tener el control. Damián, en cambio, irradiaba una energía más joven y desenfadada, como si disfrutara del juego sin prisas, pero con la intención clara de ganar.
Mariana y Camila notaron esa dinámica y, aunque no lo dijeron en voz alta, les divertía. Era fácil ver cómo se turnaban las atenciones, primero desnudando con la mirada a Camila, luego deslizando los ojos hacia Mariana, deteniéndose en sus curvas como si no pudieran decidir cuál de las dos preferían.
A pesar de la diferencia de edad entre ellas, algo en sus gestos y miradas revelaba un lazo inconfundible, y los hombres lo notaron. Esa dualidad—la frescura descarada de Camila y la elegancia sensual de Mariana—los encendía aún más.
Después de unos minutos de charla despreocupada, Gabriel inclinó la cabeza hacia Mariana, sosteniéndole la mirada con un aire desafiante y seductor.
—Nos encantaría seguir disfrutando de esta conversación... si no es mucha molestia, —dijo, su tono suave, pero cargado con una pregunta implícita que dejó claro lo que realmente tenía en mente—. Tenemos una suite privada... un lugar más tranquilo, si quieren seguir.
Damián no esperó a que ellas respondieran.
—Sería una pena que la noche terminara aquí, ¿no creen? —Sus ojos se movieron descaradamente entre ambas, dejando claro que su imaginación ya había adelantado la respuesta.
Mariana y Camila se miraron por un instante. No necesitaban hablar. El calor en sus cuerpos y el brillo en sus ojos ya habían tomado la decisión.
—¿Qué opinas, hija? —preguntó Mariana, alargando la palabra hija con un toque deliberado, sabiendo que la insinuación era inevitable.
—Parece entretenido, mamá —respondió con un tono juguetón —. ¿Quién sabe? Tal vez sea una buena manera de pasar el rato.
Las palabras hija y mamá flotaron en el aire, y algo en la atmósfera cambió, como si el “tabú” que lo acompañaba hubiera sido un puente entre todos ellos, algo que, aunque invisible, los había unido en un entendimiento silencioso. Camila lo notó al instante: el leve rubor en las mejillas de los hombres, la tensión palpable, sus miradas más cargadas de deseo y sonrisas disimuladas que se cruzaron entre ellos, lo delataron todo.
Mariana, con un pequeño gesto de satisfacción, observó cómo el efecto había sido inmediato. Era como si, sin querer, las dos hubieran abierto una puerta a un territorio desconocido, un territorio donde lo prohibido se volvía atractivo.
Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no fue de nerviosismo. Fue un deseo contenido, sabía lo que venía. Lo había buscado. No era la primera vez que coqueteaba con desconocidos, incluso lo había hecho mientras seguía casada. Pero nunca con su hija presente.
El pensamiento la golpeó como una descarga eléctrica, pero en lugar de detenerla, la impulsó más. Había algo en ese morbo retorcido que enceguecía su razón, que le hacía olvidar cualquier barrera moral.
Se sintió en control de la situación, casi como si estuviera guiando el juego sin esfuerzo, mientras que Camila, con una sonrisa traviesa, también percibió lo que acababa de desatarse.
Sus miradas se cruzaron brevemente. Mariana reconoció algo peligrosamente familiar en los ojos de Camila—curiosidad, excitación y hambre. Era demasiado tarde para retroceder.
—Bueno, parece que esta noche se va a poner interesante —dijo Damián, sonriendo con una mezcla de desafío y diversión, mientras se inclinaba hacia ellas, sus ojos brillando con expectación. Miró primero a Camila, luego a Mariana, como si estuviera celebrando el giro inesperado de la velada.
Gabriel sonrió, complacido, y extendió su mano hacia Mariana, quien no dudó en tomarla, sabiendo que el juego acababa de comenzar.
Con una confianza descarada, Gabriel dejó que su mano se deslizara lentamente por la espalda de Mariana, bajando con intención calculada hasta la curva de su cintura. Sus dedos rozaron el borde de su trasero, como si pusiera a prueba los límites, tanteando cuánto podía avanzar.
Mariana lo miró de reojo, con una mezcla de sorpresa y diversión, pero no se apartó. En cambio, sonrió, un gesto leve pero cargado de insinuación, dejando claro que estaba lista para seguir el juego.
Damián no perdió tiempo. Con un gesto firme y posesivo, deslizó su brazo alrededor de las caderas de Camila, atrayéndola hacia él como si ya le perteneciera. Sus dedos, sin disimulo, bajaron hasta el borde de la minifalda de cuero, jugueteando con la tela antes de deslizarse apenas bajo el dobladillo, rozando la piel expuesta de sus muslos.
La mirada que le lanzó fue descarada, hambrienta, dejando claro todo lo que quería de ella.
Camila sintió el calor subirle por el cuerpo, pero no fue por la mano de Damián en su muslo ni por la presión de su cuerpo contra el de él. Era por Mariana.
Aunque joven, ya tenía su propia colección de experiencias con hombres, incluso mayores como Gabriel y Damián. Sabía cómo moverse, cómo provocarlos, cómo mantener el control incluso cuando fingía entregarlo. Pero esto era diferente.
Saberse observada por Mariana añadía una nueva dimensión a lo que estaba sucediendo. No podía ignorar su mirada, ese brillo que oscilaba entre curiosidad y deseo. Era como si, por primera vez, Mariana no fuera la madre que siempre había conocido, sino alguien igual de vulnerable, igual de dispuesta.
Y eso, en lugar de intimidarla, la encendía.
Quería saber hasta dónde podía llevarla. Hasta dónde Mariana estaba dispuesta a llegar... y hasta dónde ella misma se atrevía a seguirla. Camila deseaba conocer esta nueva versión de su madre, más atrevida, más libre, y no pensaba quedarse atrás.
El ascensor del hotel los dejó en la suite, un espacio amplio y elegante, donde las luces tenues y la privacidad invitaban a relajarse por completo. Las parejas se formaron con una naturalidad casi instintiva: Gabriel y Mariana se acomodaron en uno de los sofás, mientras Damián y Camila se instalaron cerca de la barra, sus risas resonando en la habitación como una melodía despreocupada.
Las copas de vino fluyeron con facilidad, desinhibiendo aún más el ambiente.
Gabriel, con una actitud segura, se inclinó hacia Mariana, deslizando sus labios por la curva de su cuello mientras sus manos se movían con confianza. Primero acarició sus muslos, dejando que sus dedos rozaran la tela suave del vestido, y luego subió lentamente, explorando el contorno de sus pechos a través de la tela ajustada.
Mariana respondió con una sonrisa entreabierta y un leve arqueo de su espalda, como si su cuerpo se ofreciera de manera instintiva, dejando claro que disfrutaba del contacto
Cerca de ellos, Damián no se quedó atrás. Sus labios rozaron el cuello de Camila, dejando pequeños besos que parecían prender fuego en su piel, mientras su mano exploraba con descaro la piel descubierta bajo la minifalda de cuero. Camila reía, sus ojos brillando de diversión y deseo mientras, de reojo, cruzaba una mirada cómplice con su madre.
Mariana se inclinó hacia Camila, rompiendo la burbuja entre ellas, con una sonrisa que parecía deslizarse entre la diversión y el desafío. La diferencia de edad entre ambas era evidente; Mariana, con su elegancia madura, proyectaba una sensualidad controlada y segura, mientras que Camila irradiaba descaro juvenil, una energía que desafiaba cualquier intento de contención.
Gabriel y Damián no perdieron detalle. Gabriel apoyó un brazo detrás de Mariana, como si reclamara su espacio, mientras Damián, más relajado, pero igual de atento, dejó caer una mano sobre el muslo de Camila, acariciándola como si le perteneciera.
Pero en ese momento, ellas eran las que marcaban el ritmo. Camila, despreocupada y provocadora, aceptó el juego con una sonrisa, mientras Mariana mantenía esa mirada firme y dominante, como si ya supiera quién terminaría ganando.
Damián y Gabriel intercambiaron miradas. Sabían lo que estaba pasando. Lo habían anticipado. Pero verlas moverse tan cerca, compartiendo ese espacio reducido en el sofá, fue suficiente para que ambos tensaran las mandíbulas y se recostaran para observar.
Mariana jugó primero. Deslizó los dedos por el muslo de su hija, siguiendo la línea suave de su piel desnuda, expuesta bajo la minifalda de cuero. Sus uñas cortas y cuidadas trazaron un recorrido lento, maternal, pero cargado de intención.
—¿Siempre te vistes así para salir? —preguntó, con una sonrisa que mezclaba curiosidad y travesura.
Camila se mordió el labio, como si estuviera considerando su respuesta. Su juventud chispeaba en el descaro de su mirada, pero su cuerpo se tensó ligeramente bajo el toque de Mariana, como si no estuviera acostumbrada a ser dominada de esa manera.
—Solo cuando quiero causar problemas. —respondió, inclinándose un poco más hacia Mariana, casi como una adolescente buscando aprobación.
Mariana rio suavemente, pero no apartó la mano. Al contrario, la subió unos centímetros más, atrapando la atención de los hombres, y también la de Camila.
—Vaya... ¿y los buscas a propósito? Los problemas, digo. —Mariana arqueó una ceja, como si estuviera reprendiéndola de manera juguetona, pero su tono tenía un filo que despertó algo en Camila.
Camila rio, pero su risa sonó más nerviosa que segura.
—A veces los problemas me encuentran... como hoy. —dijo, dejando que sus palabras flotaran en el aire, cargadas de un significado tan ambiguo como provocador.
Mariana inclinó la cabeza, como si estuviera estudiándola.
—Me lo imagino. Seguro los atraes como un imán. —Mariana dejó caer la mano más abajo, sus dedos deslizándose sin prisa, hasta donde la piel caliente de Camila se encontraba con el cuero frío de la falda.
Camila tragó saliva, tensa pero inmóvil, mientras los dedos de Mariana se aventuraban más allá del borde, acariciando su intimidad con un toque lento y calculado.
Sabía que Mariana estaba jugando con ella, probándola, pero lo peor era que le gustaba... y no quería que parara.
—Y dime... ¿sabes cómo manejarlos? —preguntó Mariana, con la voz más baja, casi un susurro.
Camila sonrió, pero no respondió. En cambio, se inclinó hacia adelante, como si quisiera retar a Mariana a seguir. Los hombres observaban en silencio, pero sus respiraciones eran más pesadas, más hambrientas.
Mariana sonrió, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Tomó la barbilla de Camila entre los dedos y la sostuvo allí un segundo más, antes de soltarla.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo.
Gabriel se inclinó hacia adelante.
—No pareces muy preocupada por eso.
Camila levantó la mirada, desafiante.
—¿Y por qué lo estaría? —respondió Camila, con una sonrisa traviesa mientras se enderezaba un poco más. Se acercó a Mariana, lo suficiente para que sus pechos casi se rozaran, dejando que sus dedos jugaran con el borde de la tela del vestido ajustado de la otra mujer.
Mariana no se apartó. Al contrario, tomó la muñeca de Camila, guiándola suavemente hacia arriba, deslizándola por su propio muslo, en un gesto calculado pero firme. Camila sintió el calor de su piel bajo los dedos, tan inesperado como deliberado.
Y estaba fascinada.
No podía apartar los ojos de su madre, de la forma en que se movía con esa seguridad descarada y sensualidad controlada que nunca había visto en ella. Era como si se hubiera quitado una máscara, como si hubiera dejado atrás la actitud sumisa y callada que siempre mostró durante su matrimonio. Camila recordaba a esa otra versión de Mariana, la que se encogía un poco cuando hablaba y siempre dejaba que otros decidieran por ella.
Pero esa mujer ya no existía. La Mariana frente a ella ahora era otra. Más libre, más peligrosa.
Damián atrajo a Camila hacia él, tomándola por la cintura y obligándola a quedar sobre su regazo.
Mariana se inclinó hacia Camila, rozando apenas sus labios contra los de ella. Fue un beso rápido, cargado de intención. No necesitaban más para que los hombres entendieran lo que estaba pasando.
Las reglas habían cambiado.
Camila, todavía sentada sobre Damián, se inclinó hacia Mariana, esta vez profundizando el beso, dejando que sus lenguas se encontraran brevemente mientras las manos de Damián se deslizaban con descaro por su cuerpo.
Sus dedos bajaron hasta sus muslos, separándolos con firmeza mientras se hundía entre ellos, explorándola sin prisas, pero con la confianza de quien sabía que podía tomar más.
Camila jadeó entre el beso, pero no se apartó. Al contrario, abrió las piernas un poco más, dándole permiso sin necesidad de palabras.
Gabriel, por su parte, ya tenía las manos firmes en el trasero de Mariana, apretándolo con descaro mientras ella se inclinaba hacia adelante, dejando que la tela ajustada del vestido resaltara cada curva de manera deliciosa.
La forma en que se exponía frente a él, vulnerable y provocadora a la vez, lo hizo aferrarse más fuerte, acercándola contra su cuerpo sin interrumpir el juego ardiente que se había desatado entre las dos mujeres.
Camila se separó lentamente de los labios de Mariana, con una sonrisa traviesa y el aliento entrecortado. Sus ojos brillaban. Podía sentir las manos de Damián aventurándose con más fuerza, impaciente, mientras ella todavía jugaba bajo la falda de Mariana, como si no quisiera romper el contacto. Pero entonces giró la cabeza, volviendo su atención hacia Damián, que la miraba con una mezcla de expectativa y desafío.
—Creo que alguien está esperando más atención. —Camila le susurró al oído, deslizando una mano entre los botones abiertos de su camisa, sintiendo el calor de su piel.
Mariana y Gabriel observaron en silencio mientras Camila se inclinaba lentamente, dejando un camino de besos húmedos por el pecho de Damián hasta que sus rodillas tocaron la alfombra.
Al hacerlo, la falda corta se subió un poco más, revelando lo que Mariana ya había sentido al tocarla: no llevaba nada debajo.
La curva desnuda de su trasero quedó expuesta, apenas cubierta por el borde levantado de la tela, y cuando se acomodó entre las piernas de Damián, su postura descarada dejaba poco espacio para la imaginación y aún menos para la contención.
Gabriel se inclinó hacia Mariana, su boca rozando el borde de su oreja.
—Mira a tu hija. Está disfrutándolo.
Mariana no apartó la vista. Camila, con la lengua jugueteando alrededor del cierre del pantalón de Damián, parecía disfrutar cada segundo de la atención. Sus manos se movieron lentas, abriendo el botón y bajando la cremallera, dejando que la tensión creciera.
Damián soltó un gemido ahogado cuando Camila finalmente lo liberó, dejando que su erección se alzara, pesada y lista, en el aire cargado de deseo. Sus dedos se cerraron alrededor de él, envolviéndolo con una presión lenta y calculada, como si saboreara cada segundo ante de inclinarse hacia adelante.
Sus labios carnosos se entreabrieron, deslizándose con una facilidad provocadora mientras su lengua lo envolvía primero, húmeda y descarada, antes de dejarse hundir poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que sus mejillas se ahuecaron. Los ojos de Camila permanecieron fijos en él, desafiantes, juguetones, pero también hambrientos, disfrutando tanto de su propio control como de la manera en que Damián luchaba por mantener la compostura.
A unos pasos, Mariana se mordió el labio, incapaz de apartar la vista. El ritmo húmedo y sugerente llenaba el ambiente, haciendo eco en sus oídos mientras sentía las manos de Gabriel deslizándose más arriba por sus muslos, separándolos apenas, como si reclamara su atención, pero sin apresurarse, disfrutando de verla arder.
Mariana no podía apartar la vista de Camila. La había visto crecer, pasar de ser un bebe a una niña risueña y traviesa, hasta convertirse en una mujer descarada y magnética. Hubo un tiempo en el que la amanto, la consoló de una pesadilla e incluso la reprendido en sus momentos más más difíciles.
Pero ahora, viéndola de rodillas, con la boca ocupada y la mirada encendida, todo lo que alguna vez sintió por ella se transformaba en algo distinto. Algo crudo y prohibido, pero también irresistible.
Mariana no pudo evitar preguntarse si Camila siempre había tenido esa capacidad de desarmarla, o si simplemente nunca quiso verlo. Lo cierto era que esa noche lo veía todo. Cada movimiento, cada gesto, y la forma en que su propio cuerpo respondía.
—¿Te gusta mirarla? —susurró Gabriel contra su oído, su aliento cálido deslizándose por su piel mientras sus dedos rozaban el borde de su ropa interior, jugando con ella, provocándola.
Mariana sintió cómo el calor se acumulaba entre sus muslos, pero no apartó la vista. No podía. Camila la tenía atrapada tanto como tenía atrapado a Damián.
—No podemos dejar que se lleven todo el espectáculo, ¿verdad? —insistió Gabriel, esta vez mordiéndole suavemente el lóbulo de la oreja, antes de besarla con fuerza, haciéndola arquearse hacia él mientras su respiración se volvía más pesada.
Pero incluso mientras Mariana se entregaba al beso, sus ojos seguían fijos en su hija, como si no pudiera dejar de verla.
Mientras tanto, Camila aumentó el ritmo, dejando atrás cualquier rastro de inocencia. Sus movimientos eran descarados y seguros, como si estuviera demostrándole a su madre que ya no era una niña, sino una mujer consciente del poder que tenía sobre los hombres.
Cada gemido contenido de Damián parecía alimentar su confianza, pero lo que realmente la encendía eran las miradas hambrientas de Mariana y Gabriel.
Camila sabía que estaba dando un espectáculo, y lo hacía a propósito. Sus ojos se encontraron brevemente con los de Mariana, desafiándola, como si quisiera probarle que ahora podía jugar al mismo nivel. Y Mariana, lejos de apartar la vista, la devoraba con la mirada, lo que solo hizo que Camila se moviera con más intención y provocación.
Gabriel no esperó más. Sus manos encontraron la cremallera del vestido de Mariana, bajándola lentamente mientras sus labios devoraban el cuello de ella, dejando un rastro húmedo que hizo que Mariana se estremeciera contra su cuerpo.
El vestido se deslizó, cayendo en un susurro hasta quedar amontonado en el suelo.
Los pechos desnudos de Mariana quedaron expuestos, firmes y generosos, con un leve bronceado en la parte superior, producto del rato que había pasado con Camila tomando el sol esa mañana.
El tono dorado contrastaba con la piel más clara donde la tela del vestido los había cubierto, creando un efecto sensual e hipnótico.
Las venas finas y sutiles se marcaban delicadamente bajo su piel, testigos de una maternidad ya pasada que había dejado en su cuerpo un rastro de plenitud madura y deseo contenido. Sus pezones, ya tensos por el deseo contenido, parecían pedir atención.
Gabriel dejó escapar un gruñido bajo, como un depredador ante su presa, antes de apresarlos con las manos, acariciándolos como si fueran suyos, llenándolos por completo en sus palmas. Luego bajó la cabeza, atrapándolos con la boca hambrienta, su lengua caliente deslizándose por cada curva mientras Mariana jadeaba, arqueando el cuerpo hacia él, ofreciéndose aún más.
Mariana echó la cabeza hacia atrás, dejando que un gemido escapara de sus labios mientras sus dedos se enredaban en el cabello de Gabriel, guiándolo, apretándolo contra ella como si quisiera que no parara. Sus caderas comenzaron a moverse, frotándose contra la erección dura y palpable de él, que todavía estaba contenida en el pantalón. El roce directo la hizo jadear más fuerte, mordiéndose el labio para no gritar demasiado.
Detrás de ellos, los sonidos húmedos y rítmicos de Camila y Damián se mezclaban con las risas entrecortadas y los gemidos apagados. La suite entera olía a deseo, una mezcla embriagadora de piel caliente, vino derramado y el aroma salado de cuerpos entregándose sin pudor.
Gabriel la levantó con facilidad, sentándola sobre el sofá y separándole las piernas, dejando que Mariana se frotara más contra él. Su boca nunca dejó de moverse, marcándola, reclamándola con cada beso, cada mordida.
—Eres deliciosa... no puedo parar. —jadeó, antes de volver a succionar uno de sus pezones, haciéndola arquearse contra él.
Mariana abrió los ojos por un instante, encontrando a Camila, que todavía estaba de rodillas frente a Damián. Sus miradas se encontraron, y Camila le sonrió con descaro, como si supiera exactamente lo que sentía en ese momento.
Gabriel no esperó más. La tomó por las caderas, levantándola apenas para acomodarse entre sus muslos abiertos. Mariana sintió la punta de su verga rozarla, provocándola con movimientos cortos, tentándola mientras su respiración se volvía más frenética. La necesidad latía entre ellos, pesada y urgente.
Entonces, Gabriel empujó de golpe, penetrándola con un ímpetu inesperado que hizo que Mariana soltara un gemido agudo, mezclando sorpresa y placer. Su cuerpo se arqueó automáticamente, apretándolo más fuerte mientras él la sujetaba como si no quisiera soltarla jamás.
—Así... —jadeó él, clavando los dedos en su piel mientras se hundía otra vez, esta vez más profundo, más fuerte.
Mariana apenas podía pensar. Su cuerpo reaccionaba por instinto, buscando más de él, moviéndose al ritmo frenético que Gabriel marcaba sin dudar. Cada embestida resonaba en el sofá, en las paredes, en sus propios gemidos que ya no intentaba contener.
Mientras tanto, Camila se posicionó en el suelo, de rodillas frente a Damián. Su minifalda de cuero se deslizó hacia arriba cuando él la tomó por la cintura, exponiendo su trasero firme y desnudo. La visión arrancó un gruñido bajo de Damián, que pasó las manos por sus caderas, bajando lentamente por sus muslos antes de separarlos.
—Eres una puta, igual que tu madre... —susurró, inclinándose hacia ella mientras deslizaba sus dedos por la humedad que ya la esperaba.
Camila rio suavemente, pero el sonido se rompió en un jadeo cuando Damián comenzó a jugar con ella, despacio al principio, provocándola, antes de empujarla hacia abajo, haciendo que se apoyara en las manos, completamente expuesta para él.
Mariana, al otro lado, apenas podía concentrarse en lo que pasaba con Camila. Gabriel la mantenía atrapada en el momento, empujando con fuerza mientras sus manos recorrían todo su cuerpo, reclamándola como si fuera la única persona en la habitación.
Pero cuando Mariana abrió los ojos un instante, vio a Camila, de rodillas, mordiendo su labio mientras los dedos de Damián seguían moviéndose en ella.
Y eso la encendió más.
Gabriel lo notó.
—Mira eso... mira a tu hijita siendo follada, igual que tú. —Gabriel le susurró al oído, su voz baja y cargada de lujuria mientras seguía embistiéndola sin tregua.
Mariana gimió más fuerte, sus manos aferrándose al sofá mientras sus ojos seguían fijos en Camila. La visión de su hija, de rodillas, con Damián empujándose dentro de ella, hizo que el calor en su vientre estallara.
Damián agarró con más fuerza las caderas de Camila, marcándola con los dedos mientras la empujaba hacia él, haciendo que su trasero rebotara contra su pelvis con cada embestida. Los gemidos de Camila eran agudos, descarados, resonando en la habitación como una invitación a seguir rompiéndola.
—Mira cómo te tragas cada centímetro... tan fácil. —gruñó Damián, inclinándose sobre ella para morderle el hombro, dejando una marca roja mientras su ritmo se volvía más salvaje.
Camila se arqueó más, apoyando la cabeza contra el sofá, con el rostro girado lo suficiente para ver a Mariana. Sus ojos se encontraron.
Mariana ya estaba al límite. Gabriel seguía empujando dentro de ella con golpes profundos, su respiración caliente contra su cuello mientras sus manos no dejaban de recorrer su cuerpo.
—Vas a correrte, ¿verdad? —Gabriel le susurró, mordiendo su lóbulo, y eso fue todo lo que Mariana necesitó. Su cuerpo se tensó, temblando con el clímax que explotó dentro de ella, arrancándole un gemido casi gritado que llenó la habitación.
Camila la observó mientras sus propias manos se aferraban al sofá, empujando más fuerte hacia Damián, como si quisiera lo mismo.
—Eso es, mira a tu hija correrse para mí. —Damián gruñó entre dientes, sujetándola más fuerte mientras su ritmo se volvía errático.
Camila gimió más fuerte, sus uñas arañando la tela mientras sentía cómo Damián llenaba cada espacio, llevándola al límite. Su cuerpo se sacudió, dejándose ir por completo, perdida en el calor que la recorrió desde el vientre hasta las piernas.
Damián no tardó mucho más. Con un gruñido bajo, empujó una última vez, hundiéndose por completo antes de quebrarse dentro de ella.
La habitación quedó envuelta en jadeos pesados, con el olor de piel caliente y sexo impregnando el aire.
Mariana abrió los ojos, todavía recuperándose, mientras veía a Camila desplomarse contra el sofá, con una sonrisa satisfecha y el maquillaje un poco corrido, pero más hermosa que nunca.
Gabriel soltó un suspiro, besándole el cuello, mientras Damián se dejaba caer a un lado, todavía acariciando las caderas de Camila, como si no quisiera soltarla del todo.
La habitación olía a sexo y sudor, el aire denso con el rastro de todo lo que acababa de suceder. Las luces tenues arrojaban sombras suaves sobre los cuerpos desnudos y entrelazados, mientras el eco de los gemidos y jadeos aún parecía flotar en las paredes.
Mariana se estiró sobre el sofá, dejando que su cuerpo relajado se hundiera en el cuero frío, el contraste contra su piel caliente la hizo estremecer. Su cabello despeinado caía en ondas sobre sus hombros desnudos, y cuando giró la cabeza, vio a Camila, desnuda también, acurrucada contra Damián.
Sus miradas se encontraron y sonrieron, una sonrisa cómplice que decía más de lo que cualquiera de los hombres podría entender.
—No puedo creer que realmente hicimos esto, —murmuró Camila, con la voz todavía ronca mientras pasaba una mano por su muslo desnudo, como si estuviera recordando lo que acababa de sentir.
Mariana se rio suavemente, sentándose mientras alcanzaba una copa de vino olvidada en la mesa. El líquido rojo se deslizó entre sus labios, y por un momento sus ojos vagaron hacia Gabriel, que estaba apoyado contra el respaldo del sofá, todavía desnudo, con la piel húmeda y brillante.
—¿Y qué esperabas? —respondió Mariana, alzando la copa hacia Camila, como un brindis silencioso.
Camila sonrió, incorporándose con pereza mientras Damián la observaba como si todavía no hubiera terminado con ella.
—Supongo que esperaba un poco menos de... intensidad.
Mariana rio, esta vez con una confianza desbordante, y se levantó del sofá como una reina desnuda, sin el más mínimo intento de cubrirse.
Cada paso que daba hacia la barra estaba cargado de una fuerza sensual, como si saboreara el poder que emanaba de su cuerpo expuesto, consciente de las miradas hambrientas que la seguían.
Gabriel no apartó los ojos de ella, su deseo evidente en cada detalle de su expresión. Pero Mariana lo ignoró deliberadamente por un momento, disfrutando de su atención mientras servía otra copa para Camila, dejándole claro quién llevaba las riendas.
—Intensidad es lo que necesitábamos. —Mariana le guiñó un ojo mientras le pasaba la copa.
Camila tomó un sorbo, su cuerpo relajado pero sus ojos brillaban como si todavía estuviera procesando lo que había pasado.
Los hombres las observaban. Damián apoyado contra el sofá, Gabriel recostado pero alerta. Ninguno de los dos parecía listo para dar por terminada la noche.
Mariana levantó una ceja hacia su hija, como si estuviera leyendo sus pensamientos. Mientras una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios.
—¿Listos para un segundo asalto? —preguntó, desafiante, mientras pasaba los dedos por el borde de la copa, como si quisiera retarlos.
Gabriel y Damián intercambiaron una mirada cargada de complicidad. No necesitaban hablar para saber que ambos estaban pensando lo mismo.
—¿Cambio de parejas? —Damián sonrió, apretando suavemente el trasero de Camila antes de soltarla y levantarse. Su mirada se deslizó lentamente hacia Mariana. —Ustedes dos son tan... parecidas. Tan putas. —Sus palabras salieron roncas, crudas, como si apenas pudiera contenerse.
Camila rio, excitada por el comentario, mientras Gabriel la tomaba de la muñeca y la guiaba hacia el sofá con una sonrisa en los labios.
—Ven aquí, pequeña. Quiero ver qué tan buena eres montando.
Camila se mordió el labio, disfrutando del tono dominante, y subió a horcajadas sobre él, dejando que sus manos exploraran su pecho desnudo antes de bajar hasta la dureza entre sus piernas.
Mientras tanto, Damián arrinconó a Mariana contra la barra, empujándola suavemente, pero con firmeza para que se apoyara en el mármol frío.
—¿Así que la mamita también quiere jugar? —susurró contra su oído, mordiéndole suavemente el lóbulo mientras sus manos se deslizaban por sus caderas, separándole las piernas sin pedir permiso.
Mariana soltó un gemido ahogado al sentirlo presionarse contra ella, todavía duro y hambriento.
—Hazme olvidar que soy la mayor aquí, —susurró, mirándolo por encima del hombro mientras arqueaba la espalda, empujando sus caderas contra él, incitándolo a tomarla de una vez.
Gabriel, por su parte, ya tenía a Camila encima.
—Míralos, —dijo, mientras levantaba las caderas para entrar en ella, provocando un gemido inmediato de Camila. —¿Te gusta que nos miren? Porque a mí sí.
Camila se movía sobre él, sin reservas, sus manos aferrándose a sus hombros mientras sus pechos rebotaban con cada embestida, pesados y firmes, siguiendo el ritmo marcado por Gabriel, que la empujaba con fuerza desde abajo.
Los gemidos de Camila se mezclaban con el sonido de la piel chocando contra la piel, mientras Gabriel atrapaba su mirada, disfrutando del espectáculo de sus curvas entregándose sin pudor.
Mariana, mientras tanto, jadeaba contra la barra mientras Damián le subía una pierna, penetrándola con un solo movimiento, arrancándole un gemido que resonó en la suite.
—Eres más puta de lo que pensaba. —Damián gruñó, apretándole las caderas mientras embestía con fuerza.
La suite volvió a llenarse de sonidos húmedos y gemidos, mientras los cuerpos se movían sin pausa, intercambiando posiciones y miradas cargadas de lujuria.
Gabriel atrapó los pezones de Camila entre sus dedos, mordiéndolos suavemente, mientras ella se aferraba más fuerte a él, sintiendo cómo su clímax comenzaba a acumularse otra vez.
Damián, por su parte, sujetaba a Mariana del cabello, obligándola a mirar hacia adelante, hacia Camila.
—Mírala mientras te follo. Mírala correrse otra vez.
Damián no perdió tiempo. Levantó a Mariana, tomándola por las caderas y colocándola sobre la barra de mármol, fría contra su piel caliente. Sus piernas quedaron abiertas para él, expuesta, vulnerable, y lo supo.
Mariana apenas podía respirar. Su mirada se fijó en su hija, que seguía montando a Gabriel, los pechos rebotando descontroladamente mientras él la azotaba en el trasero, una y otra vez, provocando un grito ahogado y profundo cuando el orgasmo de Camila finalmente la sacudió por completo.
Jadeó al ver el cuerpo de su hija retorcerse, y eso fue suficiente para que Damián la penetrara sin aviso, arrancándole un gemido desgarrador mientras la empujaba contra el mármol.
—Mírala. Mira cómo se corre. —gruñó Damián, sujetándola del cabello y obligándola a mantener los ojos en Camila, mientras él se hundía en ella una y otra vez.
Mariana se aferró al borde de la barra, sintiendo cómo el frío del mármol contrastaba con el calor abrasador que ardía entre sus muslos.
Damián, sin soltarla, dejó que una de sus manos explorara más allá, deslizándose con malicia hasta su otro punto prohibido. Con un dedo, comenzó a presionar suavemente el esfínter, provocándola mientras seguía marcando el ritmo intenso de sus embestidas.
—Y ahora tú. Quiero ver cómo te corres igual. —Su voz ronca y demandante la hizo temblar, pero Mariana no se apartó. Al contrario, se arqueó más, ofreciéndose, sintiendo la doble invasión como una mezcla de placer y vulnerabilidad que la consumía por completo.
Los gritos de Camila todavía resonaban en la habitación, pero ahora se mezclaban con los jadeos entrecortados de Mariana, que sentía cómo su cuerpo se rendía, alcanzando el borde sin resistencia.
Mariana se dejó caer sobre la barra, el mármol frío contra su piel ardiente, mientras su cuerpo se sacudía en espasmos incontrolables. El orgasmo la golpeó con una intensidad que no esperaba, dejándola sin aliento, sin fuerzas, entregada por completo a las manos firmes de Damián, que todavía la sujetaba como si no quisiera soltarla.
Su respiración se mezclaba con la de Camila, que ya se había derrumbado en el sofá, sus piernas temblorosas y su pecho subiendo y bajando en un intento de recuperar el aliento. Los hombres sonreían, satisfechos, pero las mujeres compartieron una mirada diferente: una mezcla de complicidad y triunfo.
Pasaron algunos minutos en silencio, mientras el olor a sexo seguía impregnando el aire y el eco de los jadeos se desvanecía en las paredes. Mariana fue la primera en moverse, deslizándose con cuidado fuera de la barra, buscando su vestido mientras Camila también comenzaba a recoger sus cosas.
Se ayudaron mutuamente, riendo en voz baja mientras se arreglaban el cabello y alisaban las telas arrugadas, como si trataran de borrar las marcas visibles de lo que acababa de ocurrir, pero no había forma de borrar lo que habían compartido.
Antes de salir, Camila se acercó a Mariana y le susurró:
—Esto queda entre nosotras. —Sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice, pero sus ojos aún brillaban con el rastro de deseo.
Mariana asintió, ajustando la cremallera de su vestido.
—Entre nosotras. —Repitió suavemente, mientras las dos se deslizaban hacia la puerta de la suite, dejando atrás a Damián y Gabriel, satisfechos y exhaustos.
Cuando la puerta se cerró tras ellas, la noche fría del pasillo las recibió, pero ni el aire fresco pudo borrar el calor que todavía sentían en la piel.
Caminaron juntas, en silencio, pero cada paso parecía sellar un pacto invisible. Algo había cambiado entre ellas. Un vínculo nuevo, hecho de confianza, deseo y secretos compartidos.
Mariana rompió el silencio primero, alargando el paso para ponerse al nivel de Camila.
—¿Y si ahora nos tomamos una foto para el recuerdo? —dijo con una sonrisa ladeada, pero sus ojos tenían ese brillo pícaro y desafiante.
Camila giró la cabeza, levantando una ceja.
—¡Mamá! No pienso tomarme una foto contigo después de esto. —Rio, pero sus mejillas se sonrojaron, como si el peso de la noche todavía se aferrara a su piel.
Mariana también rio, pero luego la miró fijamente.
—Aún nos quedan unos días de vacaciones... —murmuró, bajando la voz.
Camila detuvo el paso un segundo, como si el significado oculto en esas palabras se asentara en su mente.
La noche podía haber terminado... pero el juego apenas estaba comenzando.
El viaje había sido una apuesta. Mariana sabía que su hija no estaba feliz con la separación, y menos aún con la idea de pasar unos días en un hotel lejos de su círculo social. Pero después de meses de peleas, portazos y silencios incómodos en la casa, Mariana había decidido que algo tenía que cambiar.
—¿De verdad tenías que traernos aquí? —dijo Camila, quitándose un auricular sin mirar a su madre.
Mariana suspiró, apoyándose en la barandilla del balcón.
—Necesitábamos un respiro. Tú y yo.
Camila soltó una risa seca.
—¿Un respiro de qué? ¿De todo lo que rompiste?
Las palabras golpearon como una bofetada, pero Mariana las esperaba. Desde la separación, había aprendido a recibir las críticas de su hija con la paciencia de quien sabe que el tiempo y la perspectiva lo cambian todo.
—Sé que estás enojada, Camila —respondió con calma—. Y tienes derecho a estarlo. Pero este viaje no se trata solo de mí. También es para ti.
Camila no respondió, pero tampoco volvió a colocarse el auricular. Eso, para Mariana, ya era un avance.
Más tarde en la piscina. Camila caminaba unos pasos delante de Mariana, con la vitalidad y frescura que sólo sus diecinueve años podían otorgarle. Había heredado lo mejor de la genética de su madre: la piel tersa y radiante, los ojos brillantes que parecían guardar secretos y una figura esculpida que no pasaba desapercibida. Sin embargo, también había heredado el carácter explosivo de su padre, una chispa que encendía tanto su temperamento como su magnetismo natural.
Llevaba un bikini rosa que acentuaba su silueta juvenil. El top triangular realzaba su busto perfecto, mientras que la diminuta parte inferior dejaba al descubierto sus caderas redondeadas y piernas largas, que parecían diseñadas para atraer miradas. El kimono blanco semitransparente se deslizaba por sus brazos, flotando con cada uno de sus movimientos, como un delicado marco que destacaba su feminidad sin esfuerzo.
Camila aún no parecía consciente del efecto que causaba en los demás, o quizá lo sabía demasiado bien y jugaba con ello. Al cruzar el área de la piscina, sintió las miradas, algunas furtivas, otras descaradas, de hombres de todas las edades. Pero ella, con una sonrisa entre inocente y desafiante, parecía disfrutar el juego. Mariana observaba a su hija con una mezcla de orgullo y nostalgia, recordando cómo, a esa edad, había dominado el arte de ser mirada, aunque con menos rebeldía y más cautela.
—¿Sabes? Cuando tenía tu edad, solía venir a la playa con tus abuelos —comentó Mariana, intentando romper el hielo.
—¿Sí? ¿Y también te paseabas como si estuvieras en una pasarela? —respondió Camila, con una mirada que oscilaba entre la burla y la curiosidad.
Mariana se detuvo un instante frente a una vitrina del hotel y miró su reflejo. Su cuerpo, a sus cuarenta años, seguía siendo una declaración de feminidad. Aún conservaba las curvas que la habían hecho modelo en su juventud, aunque ahora exhibían las marcas de su historia: las delicadas estrías en sus caderas, un vientre que hablaba de la maternidad y muslos anchos que reflejaban fuerza y sensualidad.
El trikini negro que había elegido era atrevido y perfectamente ajustado a su figura, con aberturas estratégicas que dejaban entrever su piel bronceada. Las delgadas tiras doradas del diseño, que recorrían sus hombros y su cadera, añadían un toque de lujo mientras abrazaban su cintura, realzándola. Su escote pronunciado y el corte alto en las piernas transformaban su andar en una oda a la confianza.
Su trasero redondeado se balanceaba al ritmo de sus pasos, evocando la confianza que había olvidado poseer. Después de años de vivir bajo las reglas y críticas constantes de su exmarido, había recuperado el placer de vestirse para sí misma, y el resultado era innegable: una mujer que desbordaba poder y sensualidad con cada paso.
—De hecho, sí —respondió, con una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos—. Fui modelo, ¿recuerdas? Antes de que nacieras.
Camila se detuvo, girando hacia su madre con una ceja levantada.
—Siempre pensé que eso era un invento tuyo.
Mariana soltó una carcajada sincera.
—Lo entiendo. Últimamente, ni yo lo creía.
Por un momento, la tensión entre ambas pareció disiparse. Mariana decidió arriesgarse un poco más.
—¿Por qué no nos tomamos unas fotos juntas? Algo divertido.
Camila la miró con incredulidad.
—¿Fotos? ¿Tú y yo?
—Sí, ¿por qué no? —Mariana alzó los hombros, como si fuera lo más natural del mundo.
—¿Para qué me sigan comparando contigo? No, gracias.
Las palabras de Camila dejaron a Mariana helada.
—¿Compararte? ¿Quién hace eso?
—Todo el mundo. Papá, las tías, incluso tú. Siempre hablando de cómo eras antes, como si yo tuviera que ser igual.
Mariana quiso protestar, decir que no era cierto, pero algo en el tono de su hija le hizo guardar silencio. Había verdad en esas palabras, aunque no fuera intencional.
Así pasó la tarde, cada una sumida en su propio mundo bajo el sol abrasador. Mariana había decidido no insistir más. Desde la tumbona, observaba cómo Camila tomaba el sol junto a la piscina, con una despreocupación que parecía calculada.
Los rayos del sol acariciaban la piel de Camila, resaltando el brillo dorado que comenzaba a formarse en sus hombros. Jugaba con los tirantes de su bikini, deslizándolos lentamente por sus brazos, como si buscara evitar marcas de sol, pero el gesto tenía algo de intencional, casi provocador.
Sus pezones se marcaban sutilmente bajo la tela, endurecidos por el calor directo y la brisa ocasional, algo que no pasó desapercibido para los chicos del hotel. Camila lo sabía.
Mariana observaba desde su tumbona, siguiendo los movimientos de Camila con una mezcla de admiración y curiosidad. Notó los pequeños gestos calculados: cómo arqueaba ligeramente la espalda al estirarse, dejando que sus curvas se moldearan contra el bikini; cómo entrecerraba los ojos bajo el sol, con esa sonrisa traviesa que nunca se definía del todo; cómo sus dedos jugueteaban distraídamente con un mechón de su cabello, desordenándolo apenas, como si el desorden también fuera parte del juego.
Los chicos seguían mirándola, intentando no ser demasiado evidentes, pero Camila ya había notado cada mirada. Mariana también.
Era como un espejo del pasado: el descubrimiento de la propia sensualidad, esa mezcla de inocencia y audacia que, sin pretenderlo, enciende deseos. Mariana se sorprendió reconociéndose en ella, como si el tiempo hubiera retrocedido y, de pronto, estuviera mirando a una versión más joven de sí misma.
Esa noche, mientras ambas se arreglaban para cenar en el restaurante del hotel, Camila rompió el silencio:
—¿Qué se siente cuando un hombre deja de mirarte?
Mariana se giró hacia ella, sorprendida por la pregunta.
—¿A qué te refieres?
—Nada. Solo que… los hombres te miran diferente ahora, ¿no? —Camila hablaba, su voz suave y cargada de una curiosidad contenida, mientras retocaba su labial frente al espejo. Los movimientos de sus dedos eran delicados, casi como si estuviera acariciándose los labios, notando cómo el color resaltaba la suavidad de su boca.
Mariana se acercó lentamente, el aire denso de la habitación impregnado con el perfume cálido de su piel. Ajustó el escote de su vestido con una elegancia tranquila, permitiendo que la tela se amoldara perfectamente a la curva de su pecho.
El escote sugerente, profundo, acentuaba la suavidad de sus pechos, su piel brillante como la porcelana. El movimiento de sus manos deslizándose sobre la tela del vestido era casi hipnótico, como si estuviera celebrando la renovación de su propia sensualidad.
—Supongo que sí. —Mariana le dedicó una mirada enigmática, su tono bajo y controlado—. Pero la pregunta no es cómo me miran ellos. Es cómo me miro yo.
Su cuerpo transmitía algo más que solo madurez; irradiaba una sensualidad serena, elegante pero decidida, como si cada paso, cada gesto, hablara de una confianza que había sido conquistada con el tiempo.
Camila la observaba, sus ojos fijos en ella con una mezcla de admiración y deseo sutil, como si estuviera descubriendo algo en su madre que hasta entonces no había notado. La atmósfera entre ellas se volvió densa, cargada de una tensión de admiración silenciosa, que no necesitaba ser dicha para sentirse.
—¿Y cómo te ves ahora?
Mariana sonrió, suavemente.
—Como alguien que está empezando de nuevo.
Esa noche, cuando bajaron juntas al restaurante, Mariana sintió que algo había cambiado. No mucho, solo un pequeño paso hacia una relación más abierta.
La cena transcurría con una calma inusitada, como si el murmullo lejano del restaurante hubiese desaparecido por completo, dejando solo el sonido suave de sus voces. Camila y Mariana compartían un momento que, aunque informal, se sentía cargado de una intimidad nueva.
Entre risas y anécdotas, la distancia que había marcado el tiempo entre ellas, las diferencias generacionales, los reproches del pasado, se desvanecía poco a poco. Las palabras fluían con naturalidad, sin reservas, como si finalmente se estuvieran descubriendo de nuevo.
Mariana notó cómo su hija la observaba con una atención que no era la de una simple hija. Había en sus ojos algo más, algo que desbordaba la simple admiración. Era como si, de alguna forma, el cuerpo de Mariana, su actitud serena y poderosa, hubiera comenzado a deshacer las barreras invisibles que habían existido entre ellas.
Camila la veía ahora desde una perspectiva diferente, más cercana, como si la feminidad que su madre emanaba hubiera alcanzado una nueva dimensión, algo que antes había ignorado. Esa sensualidad madura, esa energía femenina que parecía irradiar sin esfuerzo, era hipnótica.
—No sabía que te sintieras tan segura de ti misma —comentó Camila, su voz suavemente admirada, como si no pudiera evitarlo—. Nunca te había visto así.
Mariana sonrió, un gesto lleno de complicidad y entendimiento. La mujer ante ella no era solo la madre de Camila, sino una mujer que había vivido, que había experimentado, que había aprendido a abrazar su propio poder.
La separación con su exmarido había sido como una liberación, un peso que había caído de sus hombros y le permitió redescubrir su propio ser, alejada de las expectativas y presiones que él imponía.
—Con el tiempo, te das cuenta de lo que realmente importa —respondió Mariana, su tono lleno de una seguridad cálida y reconfortante—. Y de lo que es mejor dejar ir. Me liberé de las cosas que me detenían, las que ya no sumaban, como todo lo que me ataba a tu padre. Esa liberación me dio espacio para ser quien realmente soy.
La mirada de Camila se suavizó al escuchar las palabras de su madre. Sabía que, de alguna manera, esa separación había sido más que un simple cambio de vida: había sido una catarsis para ambas, el punto de inflexión en que cada una pudo aprender a volar por sí misma.
Mientras la observaba, algo comenzó a inquietarla. Durante años, había sido dura con Mariana, sin entender completamente lo que su madre había pasado. Aunque sabía que su padre no había sido el mejor esposo, siempre lo había defendido de alguna manera.
¿Acaso había juzgado demasiado rápido? Un leve remordimiento la invadió, como si finalmente empezara a entender la valentía de Mariana al salir de esa relación. Tal vez había sido injusta, no reconociendo la fuerza que su madre siempre tuvo.
De repente, el sonido de los cubiertos en la mesa vecina interrumpió el flujo de su conversación. Un camarero se acercó a su mesa, con una sonrisa elegante y un par de copas de champagne en las manos.
—Una cortesía de los caballeros en la mesa de allí —dijo el camarero, señalando con un gesto sutil una mesa cercana, donde dos hombres morenos la observaban discretamente.
Camila alzó la vista, sus ojos captaron la imagen de los dos hombres: alrededor de treinta años, atractivos de una manera cruda y desenfadada, su mirada era fija en ellas, pero sin ser descarada. Eran más jóvenes que Mariana, pero definitivamente mayores que Camila.
Mariana, por su parte, no se sintió incómoda. Al contrario, una sonrisa ligera se asomó en sus labios, como si ya supiera lo que eso significaba. Camila se dio cuenta de cómo su madre mantenía una postura relajada, pero a la vez, un brillo travieso se reflejaba en su mirada.
—¿Quiénes son? —preguntó Camila, sorprendida por la situación, sin saber si la intriga venía de la sorpresa o de una fascinación inesperada por los hombres en la mesa.
Mariana se encogió de hombros, tomando una copa de champagne con una elegancia que solo ella sabía exudar.
—No lo sé. Pero parece que les hemos llamado la atención —dijo, mirando a los hombres con una sonrisa irónica.
La atmósfera se cargó de una tensión sutil, un juego de miradas entre las dos mujeres y los desconocidos. Las copas de champagne tintinearon suavemente, como si marcaran el comienzo de una nueva dinámica entre ellas, una nueva fase en la que las barreras de madre e hija comenzaban a desdibujarse.
Los hombres, que hasta entonces parecían solo un par de figuras lejanas, se acercaron con naturalidad. El más alto de ellos, un moreno de cabello corto y ojos oscuros fue el primero en romper el hielo, levantando su copa hacia ellas con una sonrisa intrigante.
—Buenas noches, soy Gabriel, —dijo con tono cálido, su voz grave, como si la noche misma lo hubiera suavizado.
Sus ojos, sin embargo, contaban otra historia. Se deslizaron lentamente sobre ambas mujeres, deteniéndose primero en el escote profundo del vestido de Mariana, donde la tela ajustada delineaba sus pechos firmes y generosos. Luego, sus pupilas saltaron hacia Camila, cuya piel brillaba bajo las luces gracias al top de lentejuelas que apenas cubría sus curvas.
Gabriel sonrió, pero no hizo nada por ocultar cómo las devoraba con la mirada.
Su compañero, más joven, de expresión más relajada y abierta, también asintió mientras se presentaba.
—Damián, un placer, —añadió, pero sus ojos traicionaron la intención de sus palabras. Se detuvieron en las piernas largas de Camila, expuestas por la minifalda que subía ligeramente cada vez que ella cruzaba las piernas.
Cuando sus miradas volvieron a subir, ambas mujeres ya los estaban observando, sonriendo con esa mezcla de complicidad y desafío que parecía haberlos dejado sin aire.
Mariana respondió con una sonrisa tranquila, sus ojos reflejando algo que no era solo cortesía, sino una invitación implícita. Se acomodó mejor en su asiento, su cuerpo se relajó en una postura más abierta, como si la situación fuera lo más natural del mundo. Camila, al principio reticente, dejó escapar una risa nerviosa, casi sin darse cuenta, contagiada por el ambiente que se estaba creando.
La conversación comenzó de manera ligera, hablando de trivialidades y luego de pequeños halagos lanzados de forma casual pero efectiva. La química era palpable, no tanto en palabras, sino en gestos y miradas. Camila, al principio sorprendida por lo fluido que todo se daba, comenzó a sentirse cómoda, a responder con la misma soltura, a jugar con las palabras sin pensarlo demasiado.
—¿Y así es como se relajan aquí? —soltó Damián, dejando que su mirada bajara descaradamente por las piernas de Camila antes de volver a subir. Su sonrisa ladeada dejaba claro que no estaba intentando ser sutil.
Camila sonrió, jugueteando con el borde de su copa.
—Depende. Algunas vienen a tomar el sol... otras prefieren probar algo más emocionante. —Mariana respondió, alzando una ceja, pero manteniendo la calma y el tono seductor, dejando que sus palabras flotaran en el aire como una invitación disfrazada.
Gabriel soltó una pequeña carcajada, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Bueno, nosotros siempre estamos dispuestos a ayudar a que la noche sea más interesante. —Sus ojos seguían fijos en Mariana, pero de vez en cuando se desviaban hacia Camila, como si le costara decidir en cuál centrarse más.
Las risas y comentarios juguetones fluyeron con naturalidad, pero pronto se fueron cargando de insinuaciones veladas. Gabriel y Damián se complementaban a la perfección, intercambiando gestos y miradas cómplices mientras hablaban, como si no necesitaran palabras para coordinarse.
Ambos exudaban confianza, cada uno proyectando un tipo distinto de atracción masculina. Gabriel, con su actitud más madura y calculada, se movía con la seguridad de alguien acostumbrado a tener el control. Damián, en cambio, irradiaba una energía más joven y desenfadada, como si disfrutara del juego sin prisas, pero con la intención clara de ganar.
Mariana y Camila notaron esa dinámica y, aunque no lo dijeron en voz alta, les divertía. Era fácil ver cómo se turnaban las atenciones, primero desnudando con la mirada a Camila, luego deslizando los ojos hacia Mariana, deteniéndose en sus curvas como si no pudieran decidir cuál de las dos preferían.
A pesar de la diferencia de edad entre ellas, algo en sus gestos y miradas revelaba un lazo inconfundible, y los hombres lo notaron. Esa dualidad—la frescura descarada de Camila y la elegancia sensual de Mariana—los encendía aún más.
Después de unos minutos de charla despreocupada, Gabriel inclinó la cabeza hacia Mariana, sosteniéndole la mirada con un aire desafiante y seductor.
—Nos encantaría seguir disfrutando de esta conversación... si no es mucha molestia, —dijo, su tono suave, pero cargado con una pregunta implícita que dejó claro lo que realmente tenía en mente—. Tenemos una suite privada... un lugar más tranquilo, si quieren seguir.
Damián no esperó a que ellas respondieran.
—Sería una pena que la noche terminara aquí, ¿no creen? —Sus ojos se movieron descaradamente entre ambas, dejando claro que su imaginación ya había adelantado la respuesta.
Mariana y Camila se miraron por un instante. No necesitaban hablar. El calor en sus cuerpos y el brillo en sus ojos ya habían tomado la decisión.
—¿Qué opinas, hija? —preguntó Mariana, alargando la palabra hija con un toque deliberado, sabiendo que la insinuación era inevitable.
—Parece entretenido, mamá —respondió con un tono juguetón —. ¿Quién sabe? Tal vez sea una buena manera de pasar el rato.
Las palabras hija y mamá flotaron en el aire, y algo en la atmósfera cambió, como si el “tabú” que lo acompañaba hubiera sido un puente entre todos ellos, algo que, aunque invisible, los había unido en un entendimiento silencioso. Camila lo notó al instante: el leve rubor en las mejillas de los hombres, la tensión palpable, sus miradas más cargadas de deseo y sonrisas disimuladas que se cruzaron entre ellos, lo delataron todo.
Mariana, con un pequeño gesto de satisfacción, observó cómo el efecto había sido inmediato. Era como si, sin querer, las dos hubieran abierto una puerta a un territorio desconocido, un territorio donde lo prohibido se volvía atractivo.
Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no fue de nerviosismo. Fue un deseo contenido, sabía lo que venía. Lo había buscado. No era la primera vez que coqueteaba con desconocidos, incluso lo había hecho mientras seguía casada. Pero nunca con su hija presente.
El pensamiento la golpeó como una descarga eléctrica, pero en lugar de detenerla, la impulsó más. Había algo en ese morbo retorcido que enceguecía su razón, que le hacía olvidar cualquier barrera moral.
Se sintió en control de la situación, casi como si estuviera guiando el juego sin esfuerzo, mientras que Camila, con una sonrisa traviesa, también percibió lo que acababa de desatarse.
Sus miradas se cruzaron brevemente. Mariana reconoció algo peligrosamente familiar en los ojos de Camila—curiosidad, excitación y hambre. Era demasiado tarde para retroceder.
—Bueno, parece que esta noche se va a poner interesante —dijo Damián, sonriendo con una mezcla de desafío y diversión, mientras se inclinaba hacia ellas, sus ojos brillando con expectación. Miró primero a Camila, luego a Mariana, como si estuviera celebrando el giro inesperado de la velada.
Gabriel sonrió, complacido, y extendió su mano hacia Mariana, quien no dudó en tomarla, sabiendo que el juego acababa de comenzar.
Con una confianza descarada, Gabriel dejó que su mano se deslizara lentamente por la espalda de Mariana, bajando con intención calculada hasta la curva de su cintura. Sus dedos rozaron el borde de su trasero, como si pusiera a prueba los límites, tanteando cuánto podía avanzar.
Mariana lo miró de reojo, con una mezcla de sorpresa y diversión, pero no se apartó. En cambio, sonrió, un gesto leve pero cargado de insinuación, dejando claro que estaba lista para seguir el juego.
Damián no perdió tiempo. Con un gesto firme y posesivo, deslizó su brazo alrededor de las caderas de Camila, atrayéndola hacia él como si ya le perteneciera. Sus dedos, sin disimulo, bajaron hasta el borde de la minifalda de cuero, jugueteando con la tela antes de deslizarse apenas bajo el dobladillo, rozando la piel expuesta de sus muslos.
La mirada que le lanzó fue descarada, hambrienta, dejando claro todo lo que quería de ella.
Camila sintió el calor subirle por el cuerpo, pero no fue por la mano de Damián en su muslo ni por la presión de su cuerpo contra el de él. Era por Mariana.
Aunque joven, ya tenía su propia colección de experiencias con hombres, incluso mayores como Gabriel y Damián. Sabía cómo moverse, cómo provocarlos, cómo mantener el control incluso cuando fingía entregarlo. Pero esto era diferente.
Saberse observada por Mariana añadía una nueva dimensión a lo que estaba sucediendo. No podía ignorar su mirada, ese brillo que oscilaba entre curiosidad y deseo. Era como si, por primera vez, Mariana no fuera la madre que siempre había conocido, sino alguien igual de vulnerable, igual de dispuesta.
Y eso, en lugar de intimidarla, la encendía.
Quería saber hasta dónde podía llevarla. Hasta dónde Mariana estaba dispuesta a llegar... y hasta dónde ella misma se atrevía a seguirla. Camila deseaba conocer esta nueva versión de su madre, más atrevida, más libre, y no pensaba quedarse atrás.
El ascensor del hotel los dejó en la suite, un espacio amplio y elegante, donde las luces tenues y la privacidad invitaban a relajarse por completo. Las parejas se formaron con una naturalidad casi instintiva: Gabriel y Mariana se acomodaron en uno de los sofás, mientras Damián y Camila se instalaron cerca de la barra, sus risas resonando en la habitación como una melodía despreocupada.
Las copas de vino fluyeron con facilidad, desinhibiendo aún más el ambiente.
Gabriel, con una actitud segura, se inclinó hacia Mariana, deslizando sus labios por la curva de su cuello mientras sus manos se movían con confianza. Primero acarició sus muslos, dejando que sus dedos rozaran la tela suave del vestido, y luego subió lentamente, explorando el contorno de sus pechos a través de la tela ajustada.
Mariana respondió con una sonrisa entreabierta y un leve arqueo de su espalda, como si su cuerpo se ofreciera de manera instintiva, dejando claro que disfrutaba del contacto
Cerca de ellos, Damián no se quedó atrás. Sus labios rozaron el cuello de Camila, dejando pequeños besos que parecían prender fuego en su piel, mientras su mano exploraba con descaro la piel descubierta bajo la minifalda de cuero. Camila reía, sus ojos brillando de diversión y deseo mientras, de reojo, cruzaba una mirada cómplice con su madre.
Mariana se inclinó hacia Camila, rompiendo la burbuja entre ellas, con una sonrisa que parecía deslizarse entre la diversión y el desafío. La diferencia de edad entre ambas era evidente; Mariana, con su elegancia madura, proyectaba una sensualidad controlada y segura, mientras que Camila irradiaba descaro juvenil, una energía que desafiaba cualquier intento de contención.
Gabriel y Damián no perdieron detalle. Gabriel apoyó un brazo detrás de Mariana, como si reclamara su espacio, mientras Damián, más relajado, pero igual de atento, dejó caer una mano sobre el muslo de Camila, acariciándola como si le perteneciera.
Pero en ese momento, ellas eran las que marcaban el ritmo. Camila, despreocupada y provocadora, aceptó el juego con una sonrisa, mientras Mariana mantenía esa mirada firme y dominante, como si ya supiera quién terminaría ganando.
Damián y Gabriel intercambiaron miradas. Sabían lo que estaba pasando. Lo habían anticipado. Pero verlas moverse tan cerca, compartiendo ese espacio reducido en el sofá, fue suficiente para que ambos tensaran las mandíbulas y se recostaran para observar.
Mariana jugó primero. Deslizó los dedos por el muslo de su hija, siguiendo la línea suave de su piel desnuda, expuesta bajo la minifalda de cuero. Sus uñas cortas y cuidadas trazaron un recorrido lento, maternal, pero cargado de intención.
—¿Siempre te vistes así para salir? —preguntó, con una sonrisa que mezclaba curiosidad y travesura.
Camila se mordió el labio, como si estuviera considerando su respuesta. Su juventud chispeaba en el descaro de su mirada, pero su cuerpo se tensó ligeramente bajo el toque de Mariana, como si no estuviera acostumbrada a ser dominada de esa manera.
—Solo cuando quiero causar problemas. —respondió, inclinándose un poco más hacia Mariana, casi como una adolescente buscando aprobación.
Mariana rio suavemente, pero no apartó la mano. Al contrario, la subió unos centímetros más, atrapando la atención de los hombres, y también la de Camila.
—Vaya... ¿y los buscas a propósito? Los problemas, digo. —Mariana arqueó una ceja, como si estuviera reprendiéndola de manera juguetona, pero su tono tenía un filo que despertó algo en Camila.
Camila rio, pero su risa sonó más nerviosa que segura.
—A veces los problemas me encuentran... como hoy. —dijo, dejando que sus palabras flotaran en el aire, cargadas de un significado tan ambiguo como provocador.
Mariana inclinó la cabeza, como si estuviera estudiándola.
—Me lo imagino. Seguro los atraes como un imán. —Mariana dejó caer la mano más abajo, sus dedos deslizándose sin prisa, hasta donde la piel caliente de Camila se encontraba con el cuero frío de la falda.
Camila tragó saliva, tensa pero inmóvil, mientras los dedos de Mariana se aventuraban más allá del borde, acariciando su intimidad con un toque lento y calculado.
Sabía que Mariana estaba jugando con ella, probándola, pero lo peor era que le gustaba... y no quería que parara.
—Y dime... ¿sabes cómo manejarlos? —preguntó Mariana, con la voz más baja, casi un susurro.
Camila sonrió, pero no respondió. En cambio, se inclinó hacia adelante, como si quisiera retar a Mariana a seguir. Los hombres observaban en silencio, pero sus respiraciones eran más pesadas, más hambrientas.
Mariana sonrió, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo. Tomó la barbilla de Camila entre los dedos y la sostuvo allí un segundo más, antes de soltarla.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo.
Gabriel se inclinó hacia adelante.
—No pareces muy preocupada por eso.
Camila levantó la mirada, desafiante.
—¿Y por qué lo estaría? —respondió Camila, con una sonrisa traviesa mientras se enderezaba un poco más. Se acercó a Mariana, lo suficiente para que sus pechos casi se rozaran, dejando que sus dedos jugaran con el borde de la tela del vestido ajustado de la otra mujer.
Mariana no se apartó. Al contrario, tomó la muñeca de Camila, guiándola suavemente hacia arriba, deslizándola por su propio muslo, en un gesto calculado pero firme. Camila sintió el calor de su piel bajo los dedos, tan inesperado como deliberado.
Y estaba fascinada.
No podía apartar los ojos de su madre, de la forma en que se movía con esa seguridad descarada y sensualidad controlada que nunca había visto en ella. Era como si se hubiera quitado una máscara, como si hubiera dejado atrás la actitud sumisa y callada que siempre mostró durante su matrimonio. Camila recordaba a esa otra versión de Mariana, la que se encogía un poco cuando hablaba y siempre dejaba que otros decidieran por ella.
Pero esa mujer ya no existía. La Mariana frente a ella ahora era otra. Más libre, más peligrosa.
Damián atrajo a Camila hacia él, tomándola por la cintura y obligándola a quedar sobre su regazo.
Mariana se inclinó hacia Camila, rozando apenas sus labios contra los de ella. Fue un beso rápido, cargado de intención. No necesitaban más para que los hombres entendieran lo que estaba pasando.
Las reglas habían cambiado.
Camila, todavía sentada sobre Damián, se inclinó hacia Mariana, esta vez profundizando el beso, dejando que sus lenguas se encontraran brevemente mientras las manos de Damián se deslizaban con descaro por su cuerpo.
Sus dedos bajaron hasta sus muslos, separándolos con firmeza mientras se hundía entre ellos, explorándola sin prisas, pero con la confianza de quien sabía que podía tomar más.
Camila jadeó entre el beso, pero no se apartó. Al contrario, abrió las piernas un poco más, dándole permiso sin necesidad de palabras.
Gabriel, por su parte, ya tenía las manos firmes en el trasero de Mariana, apretándolo con descaro mientras ella se inclinaba hacia adelante, dejando que la tela ajustada del vestido resaltara cada curva de manera deliciosa.
La forma en que se exponía frente a él, vulnerable y provocadora a la vez, lo hizo aferrarse más fuerte, acercándola contra su cuerpo sin interrumpir el juego ardiente que se había desatado entre las dos mujeres.
Camila se separó lentamente de los labios de Mariana, con una sonrisa traviesa y el aliento entrecortado. Sus ojos brillaban. Podía sentir las manos de Damián aventurándose con más fuerza, impaciente, mientras ella todavía jugaba bajo la falda de Mariana, como si no quisiera romper el contacto. Pero entonces giró la cabeza, volviendo su atención hacia Damián, que la miraba con una mezcla de expectativa y desafío.
—Creo que alguien está esperando más atención. —Camila le susurró al oído, deslizando una mano entre los botones abiertos de su camisa, sintiendo el calor de su piel.
Mariana y Gabriel observaron en silencio mientras Camila se inclinaba lentamente, dejando un camino de besos húmedos por el pecho de Damián hasta que sus rodillas tocaron la alfombra.
Al hacerlo, la falda corta se subió un poco más, revelando lo que Mariana ya había sentido al tocarla: no llevaba nada debajo.
La curva desnuda de su trasero quedó expuesta, apenas cubierta por el borde levantado de la tela, y cuando se acomodó entre las piernas de Damián, su postura descarada dejaba poco espacio para la imaginación y aún menos para la contención.
Gabriel se inclinó hacia Mariana, su boca rozando el borde de su oreja.
—Mira a tu hija. Está disfrutándolo.
Mariana no apartó la vista. Camila, con la lengua jugueteando alrededor del cierre del pantalón de Damián, parecía disfrutar cada segundo de la atención. Sus manos se movieron lentas, abriendo el botón y bajando la cremallera, dejando que la tensión creciera.
Damián soltó un gemido ahogado cuando Camila finalmente lo liberó, dejando que su erección se alzara, pesada y lista, en el aire cargado de deseo. Sus dedos se cerraron alrededor de él, envolviéndolo con una presión lenta y calculada, como si saboreara cada segundo ante de inclinarse hacia adelante.
Sus labios carnosos se entreabrieron, deslizándose con una facilidad provocadora mientras su lengua lo envolvía primero, húmeda y descarada, antes de dejarse hundir poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que sus mejillas se ahuecaron. Los ojos de Camila permanecieron fijos en él, desafiantes, juguetones, pero también hambrientos, disfrutando tanto de su propio control como de la manera en que Damián luchaba por mantener la compostura.
A unos pasos, Mariana se mordió el labio, incapaz de apartar la vista. El ritmo húmedo y sugerente llenaba el ambiente, haciendo eco en sus oídos mientras sentía las manos de Gabriel deslizándose más arriba por sus muslos, separándolos apenas, como si reclamara su atención, pero sin apresurarse, disfrutando de verla arder.
Mariana no podía apartar la vista de Camila. La había visto crecer, pasar de ser un bebe a una niña risueña y traviesa, hasta convertirse en una mujer descarada y magnética. Hubo un tiempo en el que la amanto, la consoló de una pesadilla e incluso la reprendido en sus momentos más más difíciles.
Pero ahora, viéndola de rodillas, con la boca ocupada y la mirada encendida, todo lo que alguna vez sintió por ella se transformaba en algo distinto. Algo crudo y prohibido, pero también irresistible.
Mariana no pudo evitar preguntarse si Camila siempre había tenido esa capacidad de desarmarla, o si simplemente nunca quiso verlo. Lo cierto era que esa noche lo veía todo. Cada movimiento, cada gesto, y la forma en que su propio cuerpo respondía.
—¿Te gusta mirarla? —susurró Gabriel contra su oído, su aliento cálido deslizándose por su piel mientras sus dedos rozaban el borde de su ropa interior, jugando con ella, provocándola.
Mariana sintió cómo el calor se acumulaba entre sus muslos, pero no apartó la vista. No podía. Camila la tenía atrapada tanto como tenía atrapado a Damián.
—No podemos dejar que se lleven todo el espectáculo, ¿verdad? —insistió Gabriel, esta vez mordiéndole suavemente el lóbulo de la oreja, antes de besarla con fuerza, haciéndola arquearse hacia él mientras su respiración se volvía más pesada.
Pero incluso mientras Mariana se entregaba al beso, sus ojos seguían fijos en su hija, como si no pudiera dejar de verla.
Mientras tanto, Camila aumentó el ritmo, dejando atrás cualquier rastro de inocencia. Sus movimientos eran descarados y seguros, como si estuviera demostrándole a su madre que ya no era una niña, sino una mujer consciente del poder que tenía sobre los hombres.
Cada gemido contenido de Damián parecía alimentar su confianza, pero lo que realmente la encendía eran las miradas hambrientas de Mariana y Gabriel.
Camila sabía que estaba dando un espectáculo, y lo hacía a propósito. Sus ojos se encontraron brevemente con los de Mariana, desafiándola, como si quisiera probarle que ahora podía jugar al mismo nivel. Y Mariana, lejos de apartar la vista, la devoraba con la mirada, lo que solo hizo que Camila se moviera con más intención y provocación.
Gabriel no esperó más. Sus manos encontraron la cremallera del vestido de Mariana, bajándola lentamente mientras sus labios devoraban el cuello de ella, dejando un rastro húmedo que hizo que Mariana se estremeciera contra su cuerpo.
El vestido se deslizó, cayendo en un susurro hasta quedar amontonado en el suelo.
Los pechos desnudos de Mariana quedaron expuestos, firmes y generosos, con un leve bronceado en la parte superior, producto del rato que había pasado con Camila tomando el sol esa mañana.
El tono dorado contrastaba con la piel más clara donde la tela del vestido los había cubierto, creando un efecto sensual e hipnótico.
Las venas finas y sutiles se marcaban delicadamente bajo su piel, testigos de una maternidad ya pasada que había dejado en su cuerpo un rastro de plenitud madura y deseo contenido. Sus pezones, ya tensos por el deseo contenido, parecían pedir atención.
Gabriel dejó escapar un gruñido bajo, como un depredador ante su presa, antes de apresarlos con las manos, acariciándolos como si fueran suyos, llenándolos por completo en sus palmas. Luego bajó la cabeza, atrapándolos con la boca hambrienta, su lengua caliente deslizándose por cada curva mientras Mariana jadeaba, arqueando el cuerpo hacia él, ofreciéndose aún más.
Mariana echó la cabeza hacia atrás, dejando que un gemido escapara de sus labios mientras sus dedos se enredaban en el cabello de Gabriel, guiándolo, apretándolo contra ella como si quisiera que no parara. Sus caderas comenzaron a moverse, frotándose contra la erección dura y palpable de él, que todavía estaba contenida en el pantalón. El roce directo la hizo jadear más fuerte, mordiéndose el labio para no gritar demasiado.
Detrás de ellos, los sonidos húmedos y rítmicos de Camila y Damián se mezclaban con las risas entrecortadas y los gemidos apagados. La suite entera olía a deseo, una mezcla embriagadora de piel caliente, vino derramado y el aroma salado de cuerpos entregándose sin pudor.
Gabriel la levantó con facilidad, sentándola sobre el sofá y separándole las piernas, dejando que Mariana se frotara más contra él. Su boca nunca dejó de moverse, marcándola, reclamándola con cada beso, cada mordida.
—Eres deliciosa... no puedo parar. —jadeó, antes de volver a succionar uno de sus pezones, haciéndola arquearse contra él.
Mariana abrió los ojos por un instante, encontrando a Camila, que todavía estaba de rodillas frente a Damián. Sus miradas se encontraron, y Camila le sonrió con descaro, como si supiera exactamente lo que sentía en ese momento.
Gabriel no esperó más. La tomó por las caderas, levantándola apenas para acomodarse entre sus muslos abiertos. Mariana sintió la punta de su verga rozarla, provocándola con movimientos cortos, tentándola mientras su respiración se volvía más frenética. La necesidad latía entre ellos, pesada y urgente.
Entonces, Gabriel empujó de golpe, penetrándola con un ímpetu inesperado que hizo que Mariana soltara un gemido agudo, mezclando sorpresa y placer. Su cuerpo se arqueó automáticamente, apretándolo más fuerte mientras él la sujetaba como si no quisiera soltarla jamás.
—Así... —jadeó él, clavando los dedos en su piel mientras se hundía otra vez, esta vez más profundo, más fuerte.
Mariana apenas podía pensar. Su cuerpo reaccionaba por instinto, buscando más de él, moviéndose al ritmo frenético que Gabriel marcaba sin dudar. Cada embestida resonaba en el sofá, en las paredes, en sus propios gemidos que ya no intentaba contener.
Mientras tanto, Camila se posicionó en el suelo, de rodillas frente a Damián. Su minifalda de cuero se deslizó hacia arriba cuando él la tomó por la cintura, exponiendo su trasero firme y desnudo. La visión arrancó un gruñido bajo de Damián, que pasó las manos por sus caderas, bajando lentamente por sus muslos antes de separarlos.
—Eres una puta, igual que tu madre... —susurró, inclinándose hacia ella mientras deslizaba sus dedos por la humedad que ya la esperaba.
Camila rio suavemente, pero el sonido se rompió en un jadeo cuando Damián comenzó a jugar con ella, despacio al principio, provocándola, antes de empujarla hacia abajo, haciendo que se apoyara en las manos, completamente expuesta para él.
Mariana, al otro lado, apenas podía concentrarse en lo que pasaba con Camila. Gabriel la mantenía atrapada en el momento, empujando con fuerza mientras sus manos recorrían todo su cuerpo, reclamándola como si fuera la única persona en la habitación.
Pero cuando Mariana abrió los ojos un instante, vio a Camila, de rodillas, mordiendo su labio mientras los dedos de Damián seguían moviéndose en ella.
Y eso la encendió más.
Gabriel lo notó.
—Mira eso... mira a tu hijita siendo follada, igual que tú. —Gabriel le susurró al oído, su voz baja y cargada de lujuria mientras seguía embistiéndola sin tregua.
Mariana gimió más fuerte, sus manos aferrándose al sofá mientras sus ojos seguían fijos en Camila. La visión de su hija, de rodillas, con Damián empujándose dentro de ella, hizo que el calor en su vientre estallara.
Damián agarró con más fuerza las caderas de Camila, marcándola con los dedos mientras la empujaba hacia él, haciendo que su trasero rebotara contra su pelvis con cada embestida. Los gemidos de Camila eran agudos, descarados, resonando en la habitación como una invitación a seguir rompiéndola.
—Mira cómo te tragas cada centímetro... tan fácil. —gruñó Damián, inclinándose sobre ella para morderle el hombro, dejando una marca roja mientras su ritmo se volvía más salvaje.
Camila se arqueó más, apoyando la cabeza contra el sofá, con el rostro girado lo suficiente para ver a Mariana. Sus ojos se encontraron.
Mariana ya estaba al límite. Gabriel seguía empujando dentro de ella con golpes profundos, su respiración caliente contra su cuello mientras sus manos no dejaban de recorrer su cuerpo.
—Vas a correrte, ¿verdad? —Gabriel le susurró, mordiendo su lóbulo, y eso fue todo lo que Mariana necesitó. Su cuerpo se tensó, temblando con el clímax que explotó dentro de ella, arrancándole un gemido casi gritado que llenó la habitación.
Camila la observó mientras sus propias manos se aferraban al sofá, empujando más fuerte hacia Damián, como si quisiera lo mismo.
—Eso es, mira a tu hija correrse para mí. —Damián gruñó entre dientes, sujetándola más fuerte mientras su ritmo se volvía errático.
Camila gimió más fuerte, sus uñas arañando la tela mientras sentía cómo Damián llenaba cada espacio, llevándola al límite. Su cuerpo se sacudió, dejándose ir por completo, perdida en el calor que la recorrió desde el vientre hasta las piernas.
Damián no tardó mucho más. Con un gruñido bajo, empujó una última vez, hundiéndose por completo antes de quebrarse dentro de ella.
La habitación quedó envuelta en jadeos pesados, con el olor de piel caliente y sexo impregnando el aire.
Mariana abrió los ojos, todavía recuperándose, mientras veía a Camila desplomarse contra el sofá, con una sonrisa satisfecha y el maquillaje un poco corrido, pero más hermosa que nunca.
Gabriel soltó un suspiro, besándole el cuello, mientras Damián se dejaba caer a un lado, todavía acariciando las caderas de Camila, como si no quisiera soltarla del todo.
La habitación olía a sexo y sudor, el aire denso con el rastro de todo lo que acababa de suceder. Las luces tenues arrojaban sombras suaves sobre los cuerpos desnudos y entrelazados, mientras el eco de los gemidos y jadeos aún parecía flotar en las paredes.
Mariana se estiró sobre el sofá, dejando que su cuerpo relajado se hundiera en el cuero frío, el contraste contra su piel caliente la hizo estremecer. Su cabello despeinado caía en ondas sobre sus hombros desnudos, y cuando giró la cabeza, vio a Camila, desnuda también, acurrucada contra Damián.
Sus miradas se encontraron y sonrieron, una sonrisa cómplice que decía más de lo que cualquiera de los hombres podría entender.
—No puedo creer que realmente hicimos esto, —murmuró Camila, con la voz todavía ronca mientras pasaba una mano por su muslo desnudo, como si estuviera recordando lo que acababa de sentir.
Mariana se rio suavemente, sentándose mientras alcanzaba una copa de vino olvidada en la mesa. El líquido rojo se deslizó entre sus labios, y por un momento sus ojos vagaron hacia Gabriel, que estaba apoyado contra el respaldo del sofá, todavía desnudo, con la piel húmeda y brillante.
—¿Y qué esperabas? —respondió Mariana, alzando la copa hacia Camila, como un brindis silencioso.
Camila sonrió, incorporándose con pereza mientras Damián la observaba como si todavía no hubiera terminado con ella.
—Supongo que esperaba un poco menos de... intensidad.
Mariana rio, esta vez con una confianza desbordante, y se levantó del sofá como una reina desnuda, sin el más mínimo intento de cubrirse.
Cada paso que daba hacia la barra estaba cargado de una fuerza sensual, como si saboreara el poder que emanaba de su cuerpo expuesto, consciente de las miradas hambrientas que la seguían.
Gabriel no apartó los ojos de ella, su deseo evidente en cada detalle de su expresión. Pero Mariana lo ignoró deliberadamente por un momento, disfrutando de su atención mientras servía otra copa para Camila, dejándole claro quién llevaba las riendas.
—Intensidad es lo que necesitábamos. —Mariana le guiñó un ojo mientras le pasaba la copa.
Camila tomó un sorbo, su cuerpo relajado pero sus ojos brillaban como si todavía estuviera procesando lo que había pasado.
Los hombres las observaban. Damián apoyado contra el sofá, Gabriel recostado pero alerta. Ninguno de los dos parecía listo para dar por terminada la noche.
Mariana levantó una ceja hacia su hija, como si estuviera leyendo sus pensamientos. Mientras una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios.
—¿Listos para un segundo asalto? —preguntó, desafiante, mientras pasaba los dedos por el borde de la copa, como si quisiera retarlos.
Gabriel y Damián intercambiaron una mirada cargada de complicidad. No necesitaban hablar para saber que ambos estaban pensando lo mismo.
—¿Cambio de parejas? —Damián sonrió, apretando suavemente el trasero de Camila antes de soltarla y levantarse. Su mirada se deslizó lentamente hacia Mariana. —Ustedes dos son tan... parecidas. Tan putas. —Sus palabras salieron roncas, crudas, como si apenas pudiera contenerse.
Camila rio, excitada por el comentario, mientras Gabriel la tomaba de la muñeca y la guiaba hacia el sofá con una sonrisa en los labios.
—Ven aquí, pequeña. Quiero ver qué tan buena eres montando.
Camila se mordió el labio, disfrutando del tono dominante, y subió a horcajadas sobre él, dejando que sus manos exploraran su pecho desnudo antes de bajar hasta la dureza entre sus piernas.
Mientras tanto, Damián arrinconó a Mariana contra la barra, empujándola suavemente, pero con firmeza para que se apoyara en el mármol frío.
—¿Así que la mamita también quiere jugar? —susurró contra su oído, mordiéndole suavemente el lóbulo mientras sus manos se deslizaban por sus caderas, separándole las piernas sin pedir permiso.
Mariana soltó un gemido ahogado al sentirlo presionarse contra ella, todavía duro y hambriento.
—Hazme olvidar que soy la mayor aquí, —susurró, mirándolo por encima del hombro mientras arqueaba la espalda, empujando sus caderas contra él, incitándolo a tomarla de una vez.
Gabriel, por su parte, ya tenía a Camila encima.
—Míralos, —dijo, mientras levantaba las caderas para entrar en ella, provocando un gemido inmediato de Camila. —¿Te gusta que nos miren? Porque a mí sí.
Camila se movía sobre él, sin reservas, sus manos aferrándose a sus hombros mientras sus pechos rebotaban con cada embestida, pesados y firmes, siguiendo el ritmo marcado por Gabriel, que la empujaba con fuerza desde abajo.
Los gemidos de Camila se mezclaban con el sonido de la piel chocando contra la piel, mientras Gabriel atrapaba su mirada, disfrutando del espectáculo de sus curvas entregándose sin pudor.
Mariana, mientras tanto, jadeaba contra la barra mientras Damián le subía una pierna, penetrándola con un solo movimiento, arrancándole un gemido que resonó en la suite.
—Eres más puta de lo que pensaba. —Damián gruñó, apretándole las caderas mientras embestía con fuerza.
La suite volvió a llenarse de sonidos húmedos y gemidos, mientras los cuerpos se movían sin pausa, intercambiando posiciones y miradas cargadas de lujuria.
Gabriel atrapó los pezones de Camila entre sus dedos, mordiéndolos suavemente, mientras ella se aferraba más fuerte a él, sintiendo cómo su clímax comenzaba a acumularse otra vez.
Damián, por su parte, sujetaba a Mariana del cabello, obligándola a mirar hacia adelante, hacia Camila.
—Mírala mientras te follo. Mírala correrse otra vez.
Damián no perdió tiempo. Levantó a Mariana, tomándola por las caderas y colocándola sobre la barra de mármol, fría contra su piel caliente. Sus piernas quedaron abiertas para él, expuesta, vulnerable, y lo supo.
Mariana apenas podía respirar. Su mirada se fijó en su hija, que seguía montando a Gabriel, los pechos rebotando descontroladamente mientras él la azotaba en el trasero, una y otra vez, provocando un grito ahogado y profundo cuando el orgasmo de Camila finalmente la sacudió por completo.
Jadeó al ver el cuerpo de su hija retorcerse, y eso fue suficiente para que Damián la penetrara sin aviso, arrancándole un gemido desgarrador mientras la empujaba contra el mármol.
—Mírala. Mira cómo se corre. —gruñó Damián, sujetándola del cabello y obligándola a mantener los ojos en Camila, mientras él se hundía en ella una y otra vez.
Mariana se aferró al borde de la barra, sintiendo cómo el frío del mármol contrastaba con el calor abrasador que ardía entre sus muslos.
Damián, sin soltarla, dejó que una de sus manos explorara más allá, deslizándose con malicia hasta su otro punto prohibido. Con un dedo, comenzó a presionar suavemente el esfínter, provocándola mientras seguía marcando el ritmo intenso de sus embestidas.
—Y ahora tú. Quiero ver cómo te corres igual. —Su voz ronca y demandante la hizo temblar, pero Mariana no se apartó. Al contrario, se arqueó más, ofreciéndose, sintiendo la doble invasión como una mezcla de placer y vulnerabilidad que la consumía por completo.
Los gritos de Camila todavía resonaban en la habitación, pero ahora se mezclaban con los jadeos entrecortados de Mariana, que sentía cómo su cuerpo se rendía, alcanzando el borde sin resistencia.
Mariana se dejó caer sobre la barra, el mármol frío contra su piel ardiente, mientras su cuerpo se sacudía en espasmos incontrolables. El orgasmo la golpeó con una intensidad que no esperaba, dejándola sin aliento, sin fuerzas, entregada por completo a las manos firmes de Damián, que todavía la sujetaba como si no quisiera soltarla.
Su respiración se mezclaba con la de Camila, que ya se había derrumbado en el sofá, sus piernas temblorosas y su pecho subiendo y bajando en un intento de recuperar el aliento. Los hombres sonreían, satisfechos, pero las mujeres compartieron una mirada diferente: una mezcla de complicidad y triunfo.
Pasaron algunos minutos en silencio, mientras el olor a sexo seguía impregnando el aire y el eco de los jadeos se desvanecía en las paredes. Mariana fue la primera en moverse, deslizándose con cuidado fuera de la barra, buscando su vestido mientras Camila también comenzaba a recoger sus cosas.
Se ayudaron mutuamente, riendo en voz baja mientras se arreglaban el cabello y alisaban las telas arrugadas, como si trataran de borrar las marcas visibles de lo que acababa de ocurrir, pero no había forma de borrar lo que habían compartido.
Antes de salir, Camila se acercó a Mariana y le susurró:
—Esto queda entre nosotras. —Sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice, pero sus ojos aún brillaban con el rastro de deseo.
Mariana asintió, ajustando la cremallera de su vestido.
—Entre nosotras. —Repitió suavemente, mientras las dos se deslizaban hacia la puerta de la suite, dejando atrás a Damián y Gabriel, satisfechos y exhaustos.
Cuando la puerta se cerró tras ellas, la noche fría del pasillo las recibió, pero ni el aire fresco pudo borrar el calor que todavía sentían en la piel.
Caminaron juntas, en silencio, pero cada paso parecía sellar un pacto invisible. Algo había cambiado entre ellas. Un vínculo nuevo, hecho de confianza, deseo y secretos compartidos.
Mariana rompió el silencio primero, alargando el paso para ponerse al nivel de Camila.
—¿Y si ahora nos tomamos una foto para el recuerdo? —dijo con una sonrisa ladeada, pero sus ojos tenían ese brillo pícaro y desafiante.
Camila giró la cabeza, levantando una ceja.
—¡Mamá! No pienso tomarme una foto contigo después de esto. —Rio, pero sus mejillas se sonrojaron, como si el peso de la noche todavía se aferrara a su piel.
Mariana también rio, pero luego la miró fijamente.
—Aún nos quedan unos días de vacaciones... —murmuró, bajando la voz.
Camila detuvo el paso un segundo, como si el significado oculto en esas palabras se asentara en su mente.
La noche podía haber terminado... pero el juego apenas estaba comenzando.