Betty, Ama de casa. Cap-2

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CAPÍTULO 2: Noche de paz y adulterio.

Capítulo vinculado: La incestuosa vida de Lupita. CAPÍTULO 3 - Incestuosa Nochebuena

Las celebraciones navideñas ya habían comenzado, y esa noche sería Nochebuena. Lupita, la hermana de Betty, había viajado desde lejos para pasar las fiestas con la familia. En casa, el padre de Betty, Luis, un hombre de 62 años, calvo, obeso y confinado a un andador debido a su discapacidad, recibía a sus seres queridos con una mezcla de alegría y cansancio. La tía Conchita, junto con Lupita, se dirigió directamente a la cocina para preparar la cena, pero faltaban algunos ingredientes. Fue entonces cuando Conchita le pidió a Betty que fuera a la tienda a comprar lo que hacía falta. Betty entró en la tienda de abarrotes de Don Joaquín, un lugar pequeño pero repleto de estantes atestados de productos. El aire olía a especias y madera vieja. Don Joaquín, un hombre mayor de 60 años con una barba blanca bien cuidada y un sombrero desgastado, estaba detrás del mostrador. Al ver a Betty, sus ojos se iluminaron con una chispa de interés.
—Hola, Don Joaquín, ¿cómo está? —preguntó Betty con una sonrisa amable, acercándose al mostrador.
Don Joaquín sonrió, mostrando unos dientes amarillentos, y se inclinó para besar la mano de Betty con una cortesía exagerada.
—Estoy bien, mi querida. ¿Y tú? ¿Qué te trae por aquí hoy? —preguntó, su voz ronca y ligeramente áspera.
Betty se encogió de hombros, sosteniendo la lista de compras en una mano.
—Solo vine a comprar algunas cosas para la cena navideña. —Don Joaquín asintió con la cabeza, sus ojos recorriendo el cuerpo de Betty con una mirada que no pasó desapercibida.
—Ah, bien. Puedo ayudarte con eso —dijo, tomando la lista de sus manos y leyéndola con atención.
Juntos recorrieron los pasillos de la tienda, Don Joaquín señalando los productos y Betty recogiéndolos con cuidado. Sin embargo, al llegar al mostrador para pagar, Betty se dio cuenta de que no tenía suficiente dinero. Su rostro se ruborizó de vergüenza mientras revisaba su bolso una y otra vez.
—Lo siento, Don Joaquín, no tengo suficiente para pagar —dijo, evitando su mirada.
Don Joaquín la observó en silencio por un momento, sus ojos fríos y calculadores. Luego, esbozó una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—No te preocupes, Betty. Podemos arreglar algo —dijo, su voz baja y cargada de intención.
Antes de que Betty pudiera reaccionar, Don Joaquín la guió hacia la bodega, un espacio estrecho y mal iluminado lleno de cajas apiladas y olores a polvo y madera vieja. Cerró la puerta detrás de ellos, y el sonido del pestillo al cerrarse resonó en el aire.
—No te preocupes, Betty, sé cómo puedes pagar —dijo Don Joaquín, su voz ahora más grave, casi un susurro.
Betty notó la mirada lasciva del hombre, sus ojos recorriendo su cuerpo de arriba abajo con una intensidad que la hizo sentir expuesta. Su vestido, elegante pero corto y ceñido, resaltaba sus curvas generosas, especialmente sus caderas anchas y su trasero voluptuoso. Don Joaquín parecía incapaz de apartar la vista. Betty, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, esbozó una sonrisa coqueta. Sin decir una palabra, se giró lentamente, dándole la espalda al hombre. Luego, la casada mujer se inclinó hacia adelante, apoyándose en una pila de cajas mientras se levantaba la falda, revelando su monumental trasero.
—Sírvase, Don Joaquín —dijo con un tono dulce pero provocativo, mirándolo por encima del hombro.
El aire en la bodega era pesado, cargado con el olor a madera vieja y productos almacenados. La luz tenue que se filtraba por una pequeña ventana alta iluminaba apenas el espacio, creando sombras que parecían moverse con cada respiración entrecortada. Betty se mantuvo inclinada sobre las cajas, su vestido levantado justo lo suficiente para sugerir lo que Don Joaquín anhelaba. Su sonrisa coqueta no ocultaba del todo la tensión en sus ojos, una mezcla de nerviosismo y determinación. Don Joaquín se acercó lentamente, sus pasos resonando en el suelo de madera. Su respiración se volvió más pesada, y sus manos, callosas y temblorosas, se extendieron hacia Betty. Ella contuvo el aliento, sintiendo el calor de su proximidad. La bodega, antes un lugar mundano, ahora parecía un espacio fuera del tiempo, donde las reglas normales de la vida cotidiana se desvanecían.
—Eres una tentación, Betty —murmuró Don Joaquín, su voz áspera y cargada de deseo.
Sus palabras flotaron en el aire como una promesa y una advertencia al mismo tiempo. Betty no respondió, pero su cuerpo habló por ella. Se arqueó ligeramente, invitando sin palabras a que él cerrara la distancia. Don Joaquín hipnotizado por las enormes nalgas de Betty no necesitó más persuasión.
Sus manos encontraron su cintura, y el contacto fue eléctrico, una chispa que encendió algo primitivo en ambos. Don Joaquín, de forma hábil, se baja el pantalón con todo y calzón, liberando su verga y, de golpe, la clava en el cálido y suave coño de Betty, haciéndola gemir de placer. El anciano abarrotero comenzó a embestir una y otra vez, impactando contra las gordas nalgas de Betty.
—Cielos Don Joaquín, qué rico la mete —dice entre jadeos Betty.
Don Joaquín no contestó; su mirada está atenta al gelatinoso movimiento de los glúteos, concentrado en no perder el ritmo; solo jadea. El sonido de la puerta de la tienda abriéndose en la distancia lo sacó de su trance. Por las cámaras de vigilancia desde la bodega pudieron ver que quien entró es Doña Elba, esposa de Don Joaquín. Betty se enderezó rápidamente, ajustándose el vestido con movimientos nerviosos. Don Joaquín retrocedió, su rostro una máscara de frustración.
—En otro momento será —susurró ella, su voz apenas audible.
Betty, aún con las mejillas sonrojadas, salió de la bodega con paso rápido, evitando mirar los ojos de Doña Elba directamente. Al salir a la calle, el aire frío de la noche la golpeó, recordándole la realidad de lo que acababa de suceder. Su corazón latía con fuerza, y una mezcla de emociones la invadía: culpa, excitación, confusión. Mientras caminaba de regreso a casa, la lista de compras en una mano y las bolsas en la otra, Betty no podía evitar sentirse frustrada y con deseos de más. La Nochebuena, que debería ser un momento de alegría y unión, ahora estaba teñida de lujuria que no podía compartir con nadie. Al llegar, la cena de Nochebuena estaba en pleno apogeo. La casa de Luis resonaba con risas, el tintineo de los cubiertos y el aroma de la comida recién preparada. Betty, después de entregar a su tía el encargo, se sentó a la mesa, sonriendo con desenvoltura, aunque su mente estaba lejos de allí. Su encuentro con Don Joaquín en la bodega de la tienda aún resonaba en su memoria y entre sus piernas, pero no era el único pensamiento que venía a su mente. Después de mirar a su esposo Memo platicando muy cómoda y amena mente con su concuño David, su mirada se deslizó hacia Salvador, su tío, el sacerdote de 66 años, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa, portando con orgullo su sotana, símbolo de su fe y profesional, absorto en una conversación con su hermano Luis. Salvador era un hombre de presencia imponente, con cabello canoso y una mirada que parecía ver más allá de las apariencias. Aunque su rol como sacerdote lo colocaba en un pedestal de respeto, Betty sabía que detrás de esa fachada había un hombre con deseos y debilidades. Y ella, con su naturaleza audaz y coqueta, siempre había disfrutado de explorar esos límites. Mientras la cena continuaba, Betty intercambió miradas furtivas con Salvador. Cada contacto visual era una promesa, un juego de seducción que solo ellos entendían. Cuando la conversación se volvió más animada y los demás se distrajeron, Betty se levantó con discreción y se dirigió hacia la cocina, sabiendo que Salvador la seguiría. En la cocina, el aire estaba cargado con el aroma de especias y vino. Betty se apoyó en el mostrador, esperando. No pasó mucho tiempo antes de que Salvador apareciera en la puerta, su mirada seria pero con una chispa de complicidad.
—¿Qué haces aquí, Betty? —preguntó en voz baja, cerrando la puerta detrás de él.
—Te estaba esperando, tío —respondió ella, con una sonrisa coqueta.
Salvador se acercó lentamente, su presencia llenando el espacio entre ellos.
—Sabes que esto no está bien —dijo él, aunque su voz carecía de convicción.
—¿Y qué es lo correcto, tío? —preguntó Betty, inclinándose ligeramente hacia él. —¿No somos todos humanos, con deseos y necesidades? —El silencio que siguió fue elocuente.
Salvador miró a Betty, su conflicto interno evidente en su rostro. Pero antes de que pudiera responder, el sonido de risas provenientes del comedor los devolvió a la realidad. Betty se enderezó y tomó a su tío de la mano.
—Vamos, tío —y lo guío hasta el fondo en el patio, detrás de las macetas y la ropa tendida.
Ahí, en una silla curiosamente dispuesta, Betty se inclinó hacia adelante apoyándose en ella; el voluminoso trasero apenas cubierto por el diminuto vestido llamó la atención del sacerdote de inmediato, quien comenzó a acariciarlo y a estrujarlo. Las barreras de tío-sobrina ya se habían desvanecido, el conflicto moral que su profesional le generó ya se estaba disipando. Salvador estaba totalmente entregado a la lujuria. Al poco tiempo, Betty ya tenía abajo la tanga con su tío lamiendo las arrugas de su ano; parecía poseído.
—Tío, ya no aguanto más, por favor, ya métemela —externó Betty con tono desesperado.
Salvador, no se hizo del rogar, se puso de pie, levantó su sotana y enterró su endurecido miembro en el babeado culo de su sobrina.
—Bendita seas, cariño, haces a este viejo muy feliz —le dice Salvador a Betty con la voz quebrada de placer.
Los testículos de Salvador golpeaban el húmedo coño de Betty con cada embestida, liberando gemidos y jadeos de los cuales sólo un par de perras amarradas en ese patio eran testigos.
—No sabes, tío, las ganas que tenía de sentir una buena verga adentro —confesó Betty entre gemidos.
Los minutos pasaron. El coro de jadeos por fin llegó a su fin con un último gemido más ronco y prolongado que delató la llegada de un gran orgasmo. Salvador vació todo el contenido de sus huevos en el recto de su sobrina, que parecía disfrutar de la sensación. Un par de minutos después, con la lujuria ya satisfecha, Salvador regresa a la fiesta. —Voy a regresar primero, cariño, para no levantar sospechas. —Le dice Salvador a Betty mientras camina de regreso ajustando su sotana.
—Está bien, tío. —responde Betty intentando acomodarse la tanga, evitando que el exceso de semen de su tío escurra.
Minutos más tarde, Betty regresó a la mesa como si nada hubiera pasado. Lupita, que había estado observando a su hermana con curiosidad, le lanzó una mirada cómplice.
—¿Y tú qué haces, hermana? —preguntó Lupita con una sonrisa traviesa.
—Parece que no puedes estar quieta ni un momento. —agregó.
Betty se rió y se sonrojó recordando lo sucedido.
—Solo estoy disfrutando de la noche, Lupita. ¿Y tú?, Pareces… relajada. —contestó Betty.
Lupita sonrió, recordando sus propios secretos.
—Oh, ya sabes cómo son estas fiestas. Siempre hay algo que hacer. —Ambas voltearon a ver a sus respectivas parejas, que seguían platicando con emoción totalmente ajena a los acontecimientos de esa noche.
Las dos hermanas intercambiaron una mirada de complicidad, sabiendo que ambas guardaban secretos que nunca saldrían a la luz.
 
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