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Alfredo Acude al Rescate de sus Padres – Capítulos 01 al 02
Alfredo Acude al Rescate de sus Padres – Capítulo 01
La vida de Alfredo transcurría de un modo tranquilo y predecible. Todo parecía conducir a una existencia de felicidad tanto personal como laboral. A sus treinta años, estaba sólidamente asentado como economista en su empresa, una multinacional de gran prestigio en la que se encargaba de la contabilidad. Esto le permitía, además de conocer las cuentas, tanto las diáfanas como las opacas, de la empresa, mangonear a su gusto e incrementar su patrimonio. Sí, claro, ya sabemos que no está bien robar, pero para Alfredo, conocedor de los trapicheos del Consejo Directivo de su empresa, nada le resultaba más fácil que racionalizar su actitud aplicando aquello de “quien roba a un ladrón…”
Por lo tanto, sin nadar en la abundancia, podía permitirse ciertos lujos como tener un buen coche (un Porsche, por más señas) y vivir en un cómodo chalet con piscina de cuatrocientos metros cuadrados en la zona más exclusiva de la ciudad.
Su vida personal y afectiva, también iba sobre ruedas. Esperaba casarse en unos meses con la preciosa hija de uno de los peces gordos del Consejo de Dirección. Un tipo bastante conservador y religioso cuya hija menor (veinte añitos, tenía el bombón) se había prendado del bueno de Alfredo, aquel encantador directivo tan amable que había ido a cenar un par de veces a su casa y que la había engatusado con sorprendente facilidad.
Alfredo, por su parte, no era inmune a los encantos de la chica, que, ciertamente, era preciosa- Pero pesó más en su decisión el cálculo de beneficios que podía obtener de una relación con ella que un interés romántico. Claro está que la chica ignoraba sus intenciones y estaba perdidamente enamorada de él. Y el padre, que lo veía como uno de los suyos, un tipo educado, elegante y conservador, todo un caballero, vamos, contemplaba a Alfredo como el perfecto candidato a yerno y, como no, futuro co-heredero de la enorme fortuna familiar.
El único hándicap del asunto era que, como ya hemos dejado entrever, se trataba de una familia extremadamente chapada a la antigua, muy religiosa. Si no eran del Opus, poco les debía faltar, y, claro, la cuestión del sexo era un tabú absoluto. Así que nuestro héroe, se fue a encontrar con una novia que, además de ser virgen, no tenía intención de hacer ningún avance en materia sexual hasta después del matrimonio. Nada más que abrazos, piquitos y algún beso con lengua cuando Alfredo se ponía verdaderamente insistente.
Alfredo, se cuidó mucho de forzar la situación. A fin de cuentas, para él aquello no era más que un matrimonio de conveniencia y, claro, podía esperar unos cuantos meses antes de consumar el matrimonio y poner mirando a Cuenca a su mujercita. No había prisa.
En cualquier caso, Alfredo, no era precisamente un tipo asexual o desinteresado por el tema, todo lo contrario. Era un depredador nato. Pero, obviamente, esto era algo que tenía que mantener oculto, tanto en la empresa, como ante su futura familia.
A Alfredo le gustaba follar, y mucho. A ser posible cada día, así que iba alternando amantes ocasionales, con folla-amigas, o con putas, cuando no tenía plan. También procuraba ir contratando “señoras” de la limpieza para su chalet, susceptibles de aceptar algún sobresueldo por una mamada o un polvo ocasional.
De hecho, en la época en la que comenzó a salir con su novia, solía venir todas las tardes al chalet una cincuentona casada que le habían recomendado que, al margen de dejar la casa como los chorros del oro, hacía unas mamadas de escándalo. Era una lástima que sólo aceptase chuparla, por una cuestión de fidelidad mal entendida hacia su esposo, porque aquel culo que se gastaba se merecía un buen par de pollazos, pero, qué le vamos a hacer. El bueno de Alfredo, con un par de billetes diarios que colocaba religiosamente entre las tetas de la guarrilla, se iba perfectamente ordeñado al encuentro de su enamorada.
Y los fines de semana, claro está, no faltaba alguna parada técnica en un puticlub o, si estaba de humor, contrataba a alguna escort para pasar la noche con ella, tras dejar a la novia en casa de sus padres.
Los gustos de Alfredo se decantaban, no sabía exactamente por qué, a las mujeres más bien opulentas. Jamonas, sería la palabra. Entradas en carnes, pero sin llegar a estar gordas, con buenas tetas y buen culo donde plantar las zarpas. Su arco de edades se movía desde los veinte a los cincuenta y tantos. Y, cuando no se trataba de putas, se interesaba especialmente por las mujeres casadas e insatisfechas, pero que no tuviesen intención de dejar a sus esposos. Es decir, no quería compromisos, ni enamoramientos. Solo sexo. Y, un sexo, cuanto más guarro y cañero, mejor.
Tenía muy claro que era algo a lo que no iba a renunciar ni después de su boda. El único problema era que todavía estaba a la espera de encontrar la cerda adecuada con la volcar toda su experiencia acumulada. Una guarra a la que pudiera moldear a su gusto. Así que, mientras llegaba, iba probando…
Alfredo procedía de una familia de clase trabajadora, de uno de los barrios más depauperados de la ciudad y, desde que salió de allí para estudiar, había mantenido el contacto justo con sus padres y sus dos hermanas. Nunca quiso volver, sólo de visita a los bautizos de sus sobrinas y alguna celebración más. En cierto sentido, se avergonzaba de sus orígenes y no quería que nadie de su vida actual entrase en contacto con su pasado. Por eso había hecho correr el rumor de que no tenía familia: ni padres, ni hermanos.
De todos modos, nunca se puede romper del todo con el pasado, y eso es lo que ocurrió aquella tarde, cuando, mientras se abrochaba los pantalones, tras la mamada diaria de la señora de la limpieza, sonó el teléfono. El caso es que era el fijo, al que nunca llamaba nadie. Alfredo no solía contestar las pocas veces que sonaba, por que solía tratarse de venta telefónica, encuestas o chorradas similares. Pero en esta ocasión, no tuvo opción. La señora de la limpieza, con algún goterón de esperma todavía resbalando por la comisura de la boca, lo había cogido por defecto y preguntado el clásico “¿Diga?”.
De inmediato le pasó el auricular, preguntaban por él. A regañadientes lo cogió y, sorprendido, reconoció la voz de Amparo, su madre, con la que no hablaba desde las navidades. Enseguida pensó en lo peor. Pero, pronto, su madre le tranquilizó y le dijo que no era un accidente, ni nada por el estilo, pero sí que tenían un problema. Un problema importante. No le quiso aclarar nada más por teléfono.
Así que, aquella tarde, haciendo de tripas corazón, Alfredo tuvo que cancelar la cita con su novia y acudir a su antiguo barrio, al diminuto piso de sus padres, para ver qué tripa se les había roto a sus ancestros.
Amparo, la madre de Alfredo, tenía 53 años y, trabajaba, sin asegurar, haciendo limpiezas por horas en pisos, en la zona alta de la ciudad. Tenía el aspecto de un ama de casa de su edad y condición. No era muy alta, apenas rozaba el metro sesenta y estaba maciza, con buenas tetas y buen culo, aunque le sobraba algún kilo, sólo tenía alguna traza de celulitis en el pandero, pero, al final, era algo que le daba bastante morbo a su aspecto en cuanto se despelotaba. Habitualmente vestía con vestidos anchos y cómodos y batas para ir a limpiar en los pisos, nada que pudiese indicar su aspecto real.
No obstante, todos estos detalles eran desconocidos para Alfredo. De niño se había hecho algún pajote husmeando las bragas de su madre o sus hermanas en el baño, pero nunca se había planteado seriamente intentar nada. El tabú se mantenía incólume.
Su padre se llamaba Ricardo y tenía 59 años. Era un prejubilado de la banca que se dedicaba a pasar los días en el bar de la esquina, jugando al dominó, o eso era lo que decía, y que, en casa, se dedicaba a ver la tele. Su colaboración máxima a las tareas del hogar era bajar la basura por las noches y, así de paso, tomar la enésima caña en el bar de la esquina.
Alfredo tenía, además, dos hermanas, una mayor, de 31 años, casada y con dos hijos y otra menor, de 28, que vivía con su pareja y acababa de quedarse embarazada. Vivían todos en el barrio, a un paso de la casa de sus padres.
Aquella tarde, al cruzar el umbral de su antiguo piso, Alfredo se encontró un panorama algo desolador. Su madre tenía aspecto de haberse pasado el día llorando y su padre estaba como atontado, sentado en el sofá, con la mirada perdida, mirando la tele y callado como un muerto.
Para no alargar mucho más el asunto, haré un brevísimo resumen de la situación. El caso es que el bueno de Ricardo, aparte de jugar al dominó, también jugaba a las tragaperras, y apostaba en las casas de apuestas, y jugaba al póker on line y un largo etcétera de desatinos. Se trataba de un ludópata de manual, que aparte de pulirse la pasta de la pensión de varios meses, había acabado hipotecando la casa para jugar. Se había llegado a una situación insostenible que Amparo, su madre, había descubierto cuando les llegó un requerimiento judicial del banco para saldar, o negociar, su deuda, antes de que se procediese al embargo del piso.
La bronca entre ambos fue de órdago y, tras sopesar las posibilidades y tantear a las dos hijas, que, evidentemente, no podían hacer frente a la deuda, bastante tenían con sus propios problemas, decidieron, bueno, en realidad lo decidió Amparo, pues Ricardo estaba completamente bloqueado, llamar a Alfredo como la única tabla de salvación posible.
Alfredo, sentado junto a ella en el sofá, escuchó atentamente la explicación de su madre, mirando, de hito en hito, al catatónico de su padre que, como ya hemos dicho, parecía como ido. De vez en cuando, sin poder evitarlo, se fijó en el canalillo de las tetazas maternas que se veía a través del botón entreabierto de la bata. Un canalillo que recogía alguna de las gotitas de sudor, mezcladas con lágrimas que iban resbalando de la barbilla al cuello de su llorosa madre, hasta perderse entre tan prometedoras domingas. Ella, ajena a los pensamientos lascivos de su hijo, continuó con su perorata de quejas y súplicas hasta llegar al meollo de la cuestión, la petición desesperada de ayuda a Alfredo.
El hijo, hizo una pausa dramática en la que contempló el rostro de, Amparo, su madre. Era guapa, sí, a qué negarlo, con aquellos labios gruesos de potencial mamadora, sus ojos verdes rasgados y una media melena rubia teñida. Alfredo se hizo el cariñoso y la abrazó. Más que nada para olfatear su cuello y probar el sabor salado de la mezcla de sudor y lágrimas y notar el grosor de sus domingas en su pecho. Básicamente quería comprobar si había reacción directa en su tranca ante la presencia de la jamona.
El test funcionó a la perfección. La mera presión de las tetas en su pecho, así como el olorcillo a hembra que emanaba de la madura cerda, le puso la polla en posición de alerta. Prueba superada.
Así que, visto lo visto, Alfredo hizo su propuesta. Él se haría cargo de la deuda, pero quería algo a cambio. Ante la agradecida mirada de su madre y la indiferencia del viejo, desgranó sus condiciones. En primer lugar, su padre debería aceptar ser internado en un centro para el tratamiento de la ludopatía el tiempo que fuese necesario. Obviamente, su madre aceptó encantada y quedó a la espera de la segunda condición. Ésta fue:
-Y tú te vendrás a vivir a mi cada para trabajar como doncella hasta que vuelva papá del Centro de Tratamiento o yo considere que la deuda está saldada. Tendrás alojamiento, manutención, y un sueldo y tus tareas serán las de la casa. Así que ya no tendrás que ir fregando escaleras de desconocidos. ¿Qué te parece? Además, así no te quedarás sola aquí en este piso diminuto.
Tal y cómo fue desgranando la oferta, su madre pareció agradecida y satisfecha. No parecía una mala opción. Además, estaba segura de que iba a ser una cosa temporal, hasta que Ricardo se recuperase y todo volviera a la normalidad.
La respuesta no pudo ser otra que un gritito de alegría y un sí que se manifestó en un abrazo, allí sentados en el sofá, frente al pobre Ricardo que seguía ausente. Amparo cubrió de besos a su hijo y éste aprovechó para palpar a fondo el cuerpo de su madre, intentando un leve acercamiento al culazo y las tetas, pero sin asustarla, ni mostrar sus cartas. Era pronto para eso. No obstante, lo poco que pudo palpar, le resultó más que satisfactorio y su polla estuvo de acuerdo.
Al final pensó en ir al lavabo a cascarse un buen pajote antes de irse, porque empezaba a ponerse bien cachondo. Así que se levantó y tras murmurar un “voy al lavabo un momento, mamá”, se giró rápido para que ella no pudiese ver su erección y se encaminó hacia el pasillo.
No es que necesitase estimulación extra, pero ya que estaba allí, rebuscó entre el cubo de la ropa sucia para buscar alguna braga usada de su madre. ¡Y, bingo! Por la humedad y el olor, debió encontrar unas de aquella misma mañana, así que se las plantó en la pituitaria y se hizo una paja rápida. Rapidísima, vamos. Le bastaron cuatro o cinco meneos para empezar a soltar manguerazos de lefa que se esparcieron por toda la taza del WC dejándola perdida. Lo limpió todo con cuidado usando las mismas bragas, antes de volver a dejarlas en el cubo. A estas alturas le empezaba a importar un pimiento que las encontrase su madre. Si las cosas funcionaban bien, en breve la iba a tener a cuatro patas recibiendo polla en el culo.
Diez minutos después estaba en el coche mirando en el móvil los Centros para tratar adicciones en los que podía colocar al viejo y despidiendo a la señora de la limpieza que tenía actualmente. Esperaba tenerlo todo preparado en tres o cuatro días. La visita de Alfredo a la casa de sus padres se produjo un lunes. El viernes de aquella misma semana, estaba recogiendo a sus padres en el piso. Ambos le esperaban con las maletas preparadas y habían dejado el piso listo para una larga ausencia.
La primera parada fue en un centro privado para el tratamiento de adicciones de todo tipo que se encontraba en un barrio de las afueras de la ciudad, donde pensaba dejar internado a su padre hasta que los responsables del centro mandasen un informe que garantizase la “curación” total del adicto. Todo indicaba que, como mínimo, estaría un par de meses. Un tiempo que Alfredo estimaba más que suficiente para convertir a su madre en una esclava sexual. Todos sus años de depredador le habían enseñado a reconocer a sus presas y clasificarlas y, durante la visita a sus padres, pudo catalogar a su madre como una víctima perfecta y propiciatoria. Parecía lo suficientemente agradecida por su apoyo, como para tragar con cualquier cosa. Además, el hecho de ser su hijo le iba a permitir preparar el terreno aprovechando que la jamona rebajaría sus defensas, por la cosa del parentesco. Por lo menos lo suficiente hasta que ella no pudiese reaccionar. En cualquier caso, si salía bien, bien y, si salía mal, pues sus padres se tendrían que buscar la vida, porque el piso pasaría a ser propiedad del banco.
Tras dejar al viejo en el centro, que costaba un pastón, dicho sea de paso, aunque Alfredo lo daba por bien empleado, puso rumbo a su chalet. Su madre no lo conocía por lo que Alfredo confiaba en que quedase impresionada. Y así fue. El lujo la deslumbró. Estaba claro que no se esperaba algo así.
Fue un fin de semana de adaptación y tanteo, que Alfredo aprovechó para espiar a su madre (la casa estaba llena de cámaras de seguridad, hasta en la habitación de la sirvienta, donde dormía ella, y los baños). Pudo ver a su madre en pelotas, cuando se duchaba en el baño y, la visión le satisfizo plenamente. Iba a bastar con recortarle un poco la pelambrera del coñete, que llevaba algo descuidada. Normal, con la falta de uso. Y, poquita cosa más. Tan sólo quizá una mejora del atuendo y la sustitución de su arcaica ropa interior por una más adecuada para la zorra en que esperaba convertirla. Y, claro está, un bikini tanga que fuese lo suficientemente excitante y no el cutre bañador que lució aquella tarde de sábado en la piscina. Aunque, bien mirado, ver aquel culo panadero y aquellas tetorras menearse como flanes, apretadas por un bañador dos tallas pequeño (era antiguo, hacía siglos que sus padres no iban a la playa…) también tenía su morbo…
Dejó que su madre se confiara y se adaptase a su nuevo entorno y el domingo por la tarde le entregó su nuevo uniforme de “doncella”, una especie de guarrada que había comprado por internet, con cofia, minifalda de vuelo, liguero, medias y demás, que dejaba bien a las claras cual tenía que ser su rol en la casa.
Amparo, que no era tonta, se percató de qué iba la historia. Pero, sorprendentemente, antes de mandar a la mierda a su hijo, sopesó las alternativas: en el mejor de los casos volver al piso con el ludópata a fregar suelos por las casas y a llevar la vida precaria de los últimos años; en el peor, a la puta calle y a buscarse la vida con los servicios sociales del ayuntamiento o algo peor si su hijo pasaba de las deuda con el banco y los dejaba con el culo al aire. Sus dudas, duraron unos segundos. Después, cogió el uniforme a instancias de su hijo y fue a cambiarse antes de mostrar su aspecto ante Alfredo.
En el baño, pensó “bueno, pues de perdidos al río” y se quitó las bragas blancas de abuela que llevaba. Como no tenía ningunas negras que hiciesen conjunto con el traje negro y blanco de criada sexi decidió dejar su coño al aire. Y, hemos de decir, que, curiosamente, al verse en el espejo, así vestida, con un escote imponente, el pelo recogido con la cofia, bien maquillada, con unas medias negras, el liguero y una faldita que apenas tapaba su culazo, se le empezó a humedecer el coño como hacía tiempo que no sucedía. No era que se excitase por su aspecto de puerca, era más bien que, en su interior, anticipaba todo lo que se avecinaba. Le costaba creer que su hijo la fuese a follar, pero, todos sus gestos, todas sus miradas, la forma de arrimarse a ella cuando la abrazada y la erección perpetua que se marcaba en su pantalón cuando la miraba… todo ello apuntaba en la misma dirección: encajar su polla en el chocho materno. Y estaba en lo cierto.
Antes de salir se levantó la faldita ante el enorme espejo del baño y miró su coño peludo. Sabía que a los jóvenes les gustaban más despoblados de pelo, así que, ni corta ni perezosa se recortó con una tijera de uñas que había por allí la pelambrera y, después, se dio un ligero repaso con la cuchilla de afeitar de Alfredo, que estaba en la encimera del lavabo. La próxima semana iría a depilarse bien. De momento quería dejar claro a su hijo quién mandaba en casa…
Continuará
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Alfredo Acude al Rescate de sus Padres – Capítulos 01 al 02
Alfredo Acude al Rescate de sus Padres – Capítulo 01
La vida de Alfredo transcurría de un modo tranquilo y predecible. Todo parecía conducir a una existencia de felicidad tanto personal como laboral. A sus treinta años, estaba sólidamente asentado como economista en su empresa, una multinacional de gran prestigio en la que se encargaba de la contabilidad. Esto le permitía, además de conocer las cuentas, tanto las diáfanas como las opacas, de la empresa, mangonear a su gusto e incrementar su patrimonio. Sí, claro, ya sabemos que no está bien robar, pero para Alfredo, conocedor de los trapicheos del Consejo Directivo de su empresa, nada le resultaba más fácil que racionalizar su actitud aplicando aquello de “quien roba a un ladrón…”
Por lo tanto, sin nadar en la abundancia, podía permitirse ciertos lujos como tener un buen coche (un Porsche, por más señas) y vivir en un cómodo chalet con piscina de cuatrocientos metros cuadrados en la zona más exclusiva de la ciudad.
Su vida personal y afectiva, también iba sobre ruedas. Esperaba casarse en unos meses con la preciosa hija de uno de los peces gordos del Consejo de Dirección. Un tipo bastante conservador y religioso cuya hija menor (veinte añitos, tenía el bombón) se había prendado del bueno de Alfredo, aquel encantador directivo tan amable que había ido a cenar un par de veces a su casa y que la había engatusado con sorprendente facilidad.
Alfredo, por su parte, no era inmune a los encantos de la chica, que, ciertamente, era preciosa- Pero pesó más en su decisión el cálculo de beneficios que podía obtener de una relación con ella que un interés romántico. Claro está que la chica ignoraba sus intenciones y estaba perdidamente enamorada de él. Y el padre, que lo veía como uno de los suyos, un tipo educado, elegante y conservador, todo un caballero, vamos, contemplaba a Alfredo como el perfecto candidato a yerno y, como no, futuro co-heredero de la enorme fortuna familiar.
El único hándicap del asunto era que, como ya hemos dejado entrever, se trataba de una familia extremadamente chapada a la antigua, muy religiosa. Si no eran del Opus, poco les debía faltar, y, claro, la cuestión del sexo era un tabú absoluto. Así que nuestro héroe, se fue a encontrar con una novia que, además de ser virgen, no tenía intención de hacer ningún avance en materia sexual hasta después del matrimonio. Nada más que abrazos, piquitos y algún beso con lengua cuando Alfredo se ponía verdaderamente insistente.
Alfredo, se cuidó mucho de forzar la situación. A fin de cuentas, para él aquello no era más que un matrimonio de conveniencia y, claro, podía esperar unos cuantos meses antes de consumar el matrimonio y poner mirando a Cuenca a su mujercita. No había prisa.
En cualquier caso, Alfredo, no era precisamente un tipo asexual o desinteresado por el tema, todo lo contrario. Era un depredador nato. Pero, obviamente, esto era algo que tenía que mantener oculto, tanto en la empresa, como ante su futura familia.
A Alfredo le gustaba follar, y mucho. A ser posible cada día, así que iba alternando amantes ocasionales, con folla-amigas, o con putas, cuando no tenía plan. También procuraba ir contratando “señoras” de la limpieza para su chalet, susceptibles de aceptar algún sobresueldo por una mamada o un polvo ocasional.
De hecho, en la época en la que comenzó a salir con su novia, solía venir todas las tardes al chalet una cincuentona casada que le habían recomendado que, al margen de dejar la casa como los chorros del oro, hacía unas mamadas de escándalo. Era una lástima que sólo aceptase chuparla, por una cuestión de fidelidad mal entendida hacia su esposo, porque aquel culo que se gastaba se merecía un buen par de pollazos, pero, qué le vamos a hacer. El bueno de Alfredo, con un par de billetes diarios que colocaba religiosamente entre las tetas de la guarrilla, se iba perfectamente ordeñado al encuentro de su enamorada.
Y los fines de semana, claro está, no faltaba alguna parada técnica en un puticlub o, si estaba de humor, contrataba a alguna escort para pasar la noche con ella, tras dejar a la novia en casa de sus padres.
Los gustos de Alfredo se decantaban, no sabía exactamente por qué, a las mujeres más bien opulentas. Jamonas, sería la palabra. Entradas en carnes, pero sin llegar a estar gordas, con buenas tetas y buen culo donde plantar las zarpas. Su arco de edades se movía desde los veinte a los cincuenta y tantos. Y, cuando no se trataba de putas, se interesaba especialmente por las mujeres casadas e insatisfechas, pero que no tuviesen intención de dejar a sus esposos. Es decir, no quería compromisos, ni enamoramientos. Solo sexo. Y, un sexo, cuanto más guarro y cañero, mejor.
Tenía muy claro que era algo a lo que no iba a renunciar ni después de su boda. El único problema era que todavía estaba a la espera de encontrar la cerda adecuada con la volcar toda su experiencia acumulada. Una guarra a la que pudiera moldear a su gusto. Así que, mientras llegaba, iba probando…
Alfredo procedía de una familia de clase trabajadora, de uno de los barrios más depauperados de la ciudad y, desde que salió de allí para estudiar, había mantenido el contacto justo con sus padres y sus dos hermanas. Nunca quiso volver, sólo de visita a los bautizos de sus sobrinas y alguna celebración más. En cierto sentido, se avergonzaba de sus orígenes y no quería que nadie de su vida actual entrase en contacto con su pasado. Por eso había hecho correr el rumor de que no tenía familia: ni padres, ni hermanos.
De todos modos, nunca se puede romper del todo con el pasado, y eso es lo que ocurrió aquella tarde, cuando, mientras se abrochaba los pantalones, tras la mamada diaria de la señora de la limpieza, sonó el teléfono. El caso es que era el fijo, al que nunca llamaba nadie. Alfredo no solía contestar las pocas veces que sonaba, por que solía tratarse de venta telefónica, encuestas o chorradas similares. Pero en esta ocasión, no tuvo opción. La señora de la limpieza, con algún goterón de esperma todavía resbalando por la comisura de la boca, lo había cogido por defecto y preguntado el clásico “¿Diga?”.
De inmediato le pasó el auricular, preguntaban por él. A regañadientes lo cogió y, sorprendido, reconoció la voz de Amparo, su madre, con la que no hablaba desde las navidades. Enseguida pensó en lo peor. Pero, pronto, su madre le tranquilizó y le dijo que no era un accidente, ni nada por el estilo, pero sí que tenían un problema. Un problema importante. No le quiso aclarar nada más por teléfono.
Así que, aquella tarde, haciendo de tripas corazón, Alfredo tuvo que cancelar la cita con su novia y acudir a su antiguo barrio, al diminuto piso de sus padres, para ver qué tripa se les había roto a sus ancestros.
Amparo, la madre de Alfredo, tenía 53 años y, trabajaba, sin asegurar, haciendo limpiezas por horas en pisos, en la zona alta de la ciudad. Tenía el aspecto de un ama de casa de su edad y condición. No era muy alta, apenas rozaba el metro sesenta y estaba maciza, con buenas tetas y buen culo, aunque le sobraba algún kilo, sólo tenía alguna traza de celulitis en el pandero, pero, al final, era algo que le daba bastante morbo a su aspecto en cuanto se despelotaba. Habitualmente vestía con vestidos anchos y cómodos y batas para ir a limpiar en los pisos, nada que pudiese indicar su aspecto real.
No obstante, todos estos detalles eran desconocidos para Alfredo. De niño se había hecho algún pajote husmeando las bragas de su madre o sus hermanas en el baño, pero nunca se había planteado seriamente intentar nada. El tabú se mantenía incólume.
Su padre se llamaba Ricardo y tenía 59 años. Era un prejubilado de la banca que se dedicaba a pasar los días en el bar de la esquina, jugando al dominó, o eso era lo que decía, y que, en casa, se dedicaba a ver la tele. Su colaboración máxima a las tareas del hogar era bajar la basura por las noches y, así de paso, tomar la enésima caña en el bar de la esquina.
Alfredo tenía, además, dos hermanas, una mayor, de 31 años, casada y con dos hijos y otra menor, de 28, que vivía con su pareja y acababa de quedarse embarazada. Vivían todos en el barrio, a un paso de la casa de sus padres.
Aquella tarde, al cruzar el umbral de su antiguo piso, Alfredo se encontró un panorama algo desolador. Su madre tenía aspecto de haberse pasado el día llorando y su padre estaba como atontado, sentado en el sofá, con la mirada perdida, mirando la tele y callado como un muerto.
Para no alargar mucho más el asunto, haré un brevísimo resumen de la situación. El caso es que el bueno de Ricardo, aparte de jugar al dominó, también jugaba a las tragaperras, y apostaba en las casas de apuestas, y jugaba al póker on line y un largo etcétera de desatinos. Se trataba de un ludópata de manual, que aparte de pulirse la pasta de la pensión de varios meses, había acabado hipotecando la casa para jugar. Se había llegado a una situación insostenible que Amparo, su madre, había descubierto cuando les llegó un requerimiento judicial del banco para saldar, o negociar, su deuda, antes de que se procediese al embargo del piso.
La bronca entre ambos fue de órdago y, tras sopesar las posibilidades y tantear a las dos hijas, que, evidentemente, no podían hacer frente a la deuda, bastante tenían con sus propios problemas, decidieron, bueno, en realidad lo decidió Amparo, pues Ricardo estaba completamente bloqueado, llamar a Alfredo como la única tabla de salvación posible.
Alfredo, sentado junto a ella en el sofá, escuchó atentamente la explicación de su madre, mirando, de hito en hito, al catatónico de su padre que, como ya hemos dicho, parecía como ido. De vez en cuando, sin poder evitarlo, se fijó en el canalillo de las tetazas maternas que se veía a través del botón entreabierto de la bata. Un canalillo que recogía alguna de las gotitas de sudor, mezcladas con lágrimas que iban resbalando de la barbilla al cuello de su llorosa madre, hasta perderse entre tan prometedoras domingas. Ella, ajena a los pensamientos lascivos de su hijo, continuó con su perorata de quejas y súplicas hasta llegar al meollo de la cuestión, la petición desesperada de ayuda a Alfredo.
El hijo, hizo una pausa dramática en la que contempló el rostro de, Amparo, su madre. Era guapa, sí, a qué negarlo, con aquellos labios gruesos de potencial mamadora, sus ojos verdes rasgados y una media melena rubia teñida. Alfredo se hizo el cariñoso y la abrazó. Más que nada para olfatear su cuello y probar el sabor salado de la mezcla de sudor y lágrimas y notar el grosor de sus domingas en su pecho. Básicamente quería comprobar si había reacción directa en su tranca ante la presencia de la jamona.
El test funcionó a la perfección. La mera presión de las tetas en su pecho, así como el olorcillo a hembra que emanaba de la madura cerda, le puso la polla en posición de alerta. Prueba superada.
Así que, visto lo visto, Alfredo hizo su propuesta. Él se haría cargo de la deuda, pero quería algo a cambio. Ante la agradecida mirada de su madre y la indiferencia del viejo, desgranó sus condiciones. En primer lugar, su padre debería aceptar ser internado en un centro para el tratamiento de la ludopatía el tiempo que fuese necesario. Obviamente, su madre aceptó encantada y quedó a la espera de la segunda condición. Ésta fue:
-Y tú te vendrás a vivir a mi cada para trabajar como doncella hasta que vuelva papá del Centro de Tratamiento o yo considere que la deuda está saldada. Tendrás alojamiento, manutención, y un sueldo y tus tareas serán las de la casa. Así que ya no tendrás que ir fregando escaleras de desconocidos. ¿Qué te parece? Además, así no te quedarás sola aquí en este piso diminuto.
Tal y cómo fue desgranando la oferta, su madre pareció agradecida y satisfecha. No parecía una mala opción. Además, estaba segura de que iba a ser una cosa temporal, hasta que Ricardo se recuperase y todo volviera a la normalidad.
La respuesta no pudo ser otra que un gritito de alegría y un sí que se manifestó en un abrazo, allí sentados en el sofá, frente al pobre Ricardo que seguía ausente. Amparo cubrió de besos a su hijo y éste aprovechó para palpar a fondo el cuerpo de su madre, intentando un leve acercamiento al culazo y las tetas, pero sin asustarla, ni mostrar sus cartas. Era pronto para eso. No obstante, lo poco que pudo palpar, le resultó más que satisfactorio y su polla estuvo de acuerdo.
Al final pensó en ir al lavabo a cascarse un buen pajote antes de irse, porque empezaba a ponerse bien cachondo. Así que se levantó y tras murmurar un “voy al lavabo un momento, mamá”, se giró rápido para que ella no pudiese ver su erección y se encaminó hacia el pasillo.
No es que necesitase estimulación extra, pero ya que estaba allí, rebuscó entre el cubo de la ropa sucia para buscar alguna braga usada de su madre. ¡Y, bingo! Por la humedad y el olor, debió encontrar unas de aquella misma mañana, así que se las plantó en la pituitaria y se hizo una paja rápida. Rapidísima, vamos. Le bastaron cuatro o cinco meneos para empezar a soltar manguerazos de lefa que se esparcieron por toda la taza del WC dejándola perdida. Lo limpió todo con cuidado usando las mismas bragas, antes de volver a dejarlas en el cubo. A estas alturas le empezaba a importar un pimiento que las encontrase su madre. Si las cosas funcionaban bien, en breve la iba a tener a cuatro patas recibiendo polla en el culo.
Diez minutos después estaba en el coche mirando en el móvil los Centros para tratar adicciones en los que podía colocar al viejo y despidiendo a la señora de la limpieza que tenía actualmente. Esperaba tenerlo todo preparado en tres o cuatro días. La visita de Alfredo a la casa de sus padres se produjo un lunes. El viernes de aquella misma semana, estaba recogiendo a sus padres en el piso. Ambos le esperaban con las maletas preparadas y habían dejado el piso listo para una larga ausencia.
La primera parada fue en un centro privado para el tratamiento de adicciones de todo tipo que se encontraba en un barrio de las afueras de la ciudad, donde pensaba dejar internado a su padre hasta que los responsables del centro mandasen un informe que garantizase la “curación” total del adicto. Todo indicaba que, como mínimo, estaría un par de meses. Un tiempo que Alfredo estimaba más que suficiente para convertir a su madre en una esclava sexual. Todos sus años de depredador le habían enseñado a reconocer a sus presas y clasificarlas y, durante la visita a sus padres, pudo catalogar a su madre como una víctima perfecta y propiciatoria. Parecía lo suficientemente agradecida por su apoyo, como para tragar con cualquier cosa. Además, el hecho de ser su hijo le iba a permitir preparar el terreno aprovechando que la jamona rebajaría sus defensas, por la cosa del parentesco. Por lo menos lo suficiente hasta que ella no pudiese reaccionar. En cualquier caso, si salía bien, bien y, si salía mal, pues sus padres se tendrían que buscar la vida, porque el piso pasaría a ser propiedad del banco.
Tras dejar al viejo en el centro, que costaba un pastón, dicho sea de paso, aunque Alfredo lo daba por bien empleado, puso rumbo a su chalet. Su madre no lo conocía por lo que Alfredo confiaba en que quedase impresionada. Y así fue. El lujo la deslumbró. Estaba claro que no se esperaba algo así.
Fue un fin de semana de adaptación y tanteo, que Alfredo aprovechó para espiar a su madre (la casa estaba llena de cámaras de seguridad, hasta en la habitación de la sirvienta, donde dormía ella, y los baños). Pudo ver a su madre en pelotas, cuando se duchaba en el baño y, la visión le satisfizo plenamente. Iba a bastar con recortarle un poco la pelambrera del coñete, que llevaba algo descuidada. Normal, con la falta de uso. Y, poquita cosa más. Tan sólo quizá una mejora del atuendo y la sustitución de su arcaica ropa interior por una más adecuada para la zorra en que esperaba convertirla. Y, claro está, un bikini tanga que fuese lo suficientemente excitante y no el cutre bañador que lució aquella tarde de sábado en la piscina. Aunque, bien mirado, ver aquel culo panadero y aquellas tetorras menearse como flanes, apretadas por un bañador dos tallas pequeño (era antiguo, hacía siglos que sus padres no iban a la playa…) también tenía su morbo…
Dejó que su madre se confiara y se adaptase a su nuevo entorno y el domingo por la tarde le entregó su nuevo uniforme de “doncella”, una especie de guarrada que había comprado por internet, con cofia, minifalda de vuelo, liguero, medias y demás, que dejaba bien a las claras cual tenía que ser su rol en la casa.
Amparo, que no era tonta, se percató de qué iba la historia. Pero, sorprendentemente, antes de mandar a la mierda a su hijo, sopesó las alternativas: en el mejor de los casos volver al piso con el ludópata a fregar suelos por las casas y a llevar la vida precaria de los últimos años; en el peor, a la puta calle y a buscarse la vida con los servicios sociales del ayuntamiento o algo peor si su hijo pasaba de las deuda con el banco y los dejaba con el culo al aire. Sus dudas, duraron unos segundos. Después, cogió el uniforme a instancias de su hijo y fue a cambiarse antes de mostrar su aspecto ante Alfredo.
En el baño, pensó “bueno, pues de perdidos al río” y se quitó las bragas blancas de abuela que llevaba. Como no tenía ningunas negras que hiciesen conjunto con el traje negro y blanco de criada sexi decidió dejar su coño al aire. Y, hemos de decir, que, curiosamente, al verse en el espejo, así vestida, con un escote imponente, el pelo recogido con la cofia, bien maquillada, con unas medias negras, el liguero y una faldita que apenas tapaba su culazo, se le empezó a humedecer el coño como hacía tiempo que no sucedía. No era que se excitase por su aspecto de puerca, era más bien que, en su interior, anticipaba todo lo que se avecinaba. Le costaba creer que su hijo la fuese a follar, pero, todos sus gestos, todas sus miradas, la forma de arrimarse a ella cuando la abrazada y la erección perpetua que se marcaba en su pantalón cuando la miraba… todo ello apuntaba en la misma dirección: encajar su polla en el chocho materno. Y estaba en lo cierto.
Antes de salir se levantó la faldita ante el enorme espejo del baño y miró su coño peludo. Sabía que a los jóvenes les gustaban más despoblados de pelo, así que, ni corta ni perezosa se recortó con una tijera de uñas que había por allí la pelambrera y, después, se dio un ligero repaso con la cuchilla de afeitar de Alfredo, que estaba en la encimera del lavabo. La próxima semana iría a depilarse bien. De momento quería dejar claro a su hijo quién mandaba en casa…
Continuará
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