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Alfonso y Rosenda, la Jamona de su Madre – Capítulos 01 al 02
Alfonso y Rosenda, la Jamona de su Madre – Capítulo 01
A Rosenda la única frase que le vino a la cabeza era aquella tan socorrida de "las eyaculaciones las carga el diablo..." Claro que la mujer era perfectamente consciente de que la frase no era exactamente así. Pero esas palabras fueron las que acudieron a su mente cuando la polla que tenía justo enfrente de su ansiosa cara de puta empezó a lanzar esperma como un géiser. Y mira que le había repetido, por activa y por pasiva, al cabrón de Alfredo que fuese con cuidado, que había ido a la pelu esa misma mañana, que no le estropearse el maquillaje, que en media hora tenía que venir el cornudo a recogerlos para ir juntos, como una modélica familia, a la cena del Consejo de Dirección de la empresa... Le puso mil excusas al muy hijo de puta para que tuviese un poco de cuidado. Se ofreció a ordeñarle bien la tranca y a tragarse hasta la última gota de leche, hasta dejarle los huevos como dos ciruelas pasas. Y el muy hijo de puta de Alfredo, pese a todo, le hizo la pirula de costumbre. Primero, se dejó hacer aquella mamada de ensueño y, a continuación, en el último momento, cuando la zorra de su madre empezaba a notar el regusto salado del líquido preseminal aflorando del capullo de su vástago, sacó la tranca de la garganta de su madre y, con un gruñido gutural, empezó a correrse como un auténtico troglodita… ¡Pasando ampliamente de todo lo que acababa de suplicarle la jamona!
Rosenda, sorprendida y con la boca todavía entreabierta, soltó un agudo gritito de asombro y, atónita, aguantó como buenamente pudo los manguerazos de Alfonso. Éste, con un rictus de rabia, y meneando furiosamente su húmeda polla, soltó un buen montón de latigazos de esperma que se repartieron por toda la jeta de la puta. Ella se vio obligada a entrecerrar el ojo izquierdo, que le escocía un montón por culpa de un espeso impacto directo que se extendía desde la ceja al párpado inferior. La frente, la barbilla goteando, y el pelo, recién arreglado, también recibieron su parte. Rosenda, asombrada, y visiblemente cabreada por el putadón que acababa de hacerle Alfonso, a diez minutos escasos de la llegada del pichafloja de Don Gerardo, a la sazón marido de Rosenda y padre de Alfonso, sólo pudo musitar, tras relamer los goterones de lefa que le habían quedado cerca de la boca:
-Pero Alfonso, hijo, ¿cómo puedes ser tan cabrón? ¡Joder, ya te vale...!
Alfonso, entre risas, guardando el pringoso rabo en la bragueta, se limitó a contestar:
-¡Te jodes, cerda! Si no fueses tan puta y no me tuvieses siempre cachondo, no te pasarían estas cosas... Además, no te quejes tanto, al menos no te he manchado el vestido...
Era cierto, milagrosamente, todo lo lejos que llegaron los perdigonazos de leche fue al escote de la guarra, a un par de centímetros escasos del recatado vestido que iba a estrenar esa noche en la gala. Un vestido que, pese a su modestia, a duras penas conseguía ocultar sus melones y ese culo jamonero que Dios le había dado.
Rosenda, todavía enfadada, ya se había levantado y avanzaba casi a tientas, con un ojo cerrado por el lechazo, hacia el lavabo, tratando de que el semen chorreante no resbalase hacia el vestido.
Tenía motivos para estar furiosa. Encima que le había hecho esa comida de rabo espectacular al sinvergüenza de su hijo, para tenerlo contento y que no le diese la brasa durante la cena, metiéndole mano por debajo de la mesa u obligándole a echar un polvo furtivo en los lavabos a la hora de los discursos, como le hizo el año anterior, el cabronazo, porque no había otra manera de decirlo, le había dejado la cara y el pelo como la radio de un pintor. Y, no contento con eso, se había reído de su aspecto y parece que disfrutaba de su humillante aspecto. Cualquiera diría que estaba orgulloso de su obra. Y así era, en efecto.
Mientras Rosenda trataba de arreglar el estropicio en el lavabo, Alfonso se limitó a servirse una copa del mejor whisky del viejo y encendió un buen habano de los que tenía escondidos en el escritorio para las visitas. Se sentó en el sofá con los pies sobre la mesita de centro y empezó a hacer zapping rascándose los cojones, visiblemente orgulloso del cuadro picassiano que acababa de pintar en el sudoroso rostro de su progenitora.
Ésta, se recompuso como pudo. A base de espuma para el pelo y una rápida capa de maquillaje, pudo salvar los trastos y adecentar su aspecto, justo cuando sonaba el timbre en el que Ricardo, el chófer, les indicaba que la limusina del cornudo estaba ya esperándoles abajo, con “el señor dentro”.
Rosenda, acrecentó su furia al ver a su hijo repantingado en el sofá, envuelto en el humo del puro.
-¡Joder, Alfonso, apaga eso y vamos ya...! ¡Qué está tu padre abajo y vamos tardísimo!
Alfonso, risueño todavía, y contento por su reciente orgasmo, dio una última calada, apuró su copa y, tras aplastar el puro en el cenicero, se levantó del sofá con toda la pachorra del mundo ante la iracunda mirada de su madre.
-Venga ya... Además, la culpa es tuya, guarrilla -le dijo-. No seas agonía, mamaíta. No le pasará nada al cabrón del viejo por esperar cinco minutos más. A fin de cuentas, hoy es su gran noche ¿no?
Rosenda, desesperada, meneo la cabeza y puso rumbo a la puerta.
-¡No sé qué hemos hecho mal...! -la frase era irónica, aunque no del todo inexacta. Ser amantes o, mejor dicho, ser la puta de su propio hijo, no era precisamente ejemplar... Pero, bueno, seguro que había cosas peores.
Alfonso, siguió con la mirada, hipnotizado, el pandero de su madre camino del ascensor. Mientras bajaban, la escrutó a fondo y comprobó que nada delataba en su rostro la calenturienta escena que había ocurrido hacía menos de veinte minutos. Tal vez, alguien con una mirada tan lasciva y retorcida como la suya podría relacionar la leve inflamación de los labios de Rosenda con las secuelas de una buena mamada. Pero eso sería hilar muy fino... y el viejo no era precisamente un lince para estas cosas.
Bajaron en silencio y, ya en la calle, avanzaron a paso rápido hasta el vehículo, donde el chófer mantenía la puerta abierta y el cornudo les metía prisa, señalándose el reloj.
Rosenda, algo adelantada, taconeaba con pasitos cortos. Llevaba unos zapatos nuevos que elevaban su escaso uno cincuenta y cinco hasta un respetable uno setenta de altura. Tras ella, Alfonso, el hijo y heredero de la dinastía y la fortuna familiar, enfundado en un esmoquin que estrenaba ese día, contemplaba embelesado el contoneo del culazo materno, volviendo a notar como la polla se le endurecía y contando los minutos hasta poder incrustar su tranca en el ojete materno. Si las cosas salían bien, mañana mismo podría estrenar el culo de la guarra. Así y todo, a ver si hoy, con un poco de suerte, el viejo pillaba una buena cogorza y podía hacer una visita al dormitorio conyugal...
Rosenda, ajena a los pensamientos de Alfonso, se acomodó en la amplia limusina y, tras saludar a su bonachón y confiado esposo, se dispuso a mirar por la ventanilla, todavía enfadada con el inconsciente de su hijo.
Pero, además de eso, había un matiz que empeoraba las cosas y que le hacía redoblar el cabreo. Era la mancha de humedad que empapaba su tanguita y que se extendía por su depilada vulva. Esa tremenda calentura que apenas si podía controlar. El hecho de estar siempre como una perra en celo, cachonda pérdida, esa era la gran victoria de Alfonso. Y la gran derrota de Rosenda. Esa lujuria constante explicaba la eterna sonrisa de suficiencia de su hijo y el eterno gesto de enfado de ella. La combinación de lujuria y sentimiento de culpa la mantenían perpetuamente en un estado extraño, una especie de purgatorio para cachondas maduras incapaces de asumir lo putas que son.
Frente a ambos, sentado también con un esmoquin, pero a punto de reventar las costuras por su obesidad, con la sonrisa de suficiencia del que tiene dinero a espuertas y puede lucir a su lado a una jaca como Rosenda, aunque la impotencia le impida follársela, estaba el bueno de Don Gerardo, el perfecto vértice de este morboso triangulo familiar, que llevaba ya unos cuantos meses asistiendo, como ignorante comparsa, al festival de cuernos que le estaban dedicando su mujer y su hijo.
Y ahí iban nuestros protagonistas, a solas con sus pensamientos.
Poco hay que contar de la cena. Los parlamentos de cada año, las chorradas habituales, el triunfalismo de siempre y la codicia que movía a toda aquella pandilla de tiburones que formaban el Consejo de Dirección de la compañía.
Y, como acompañantes de todos los directivos, aquella panda de víboras avariciosas en que se habían ido convirtiendo las consortes de los ejecutivos. Una panda de ociosas guarrillas cuya única preocupación era cuidarse el cuerpo, operarse para retrasar los estragos de la edad y estar apetecibles para los jóvenes sementales que tenían por amantes. Sí, prácticamente todas tenían algún joven macho que las montaba. Era una venganza con efecto diferido hacía sus esposos que, sin excepción, habían tenido queridas desde que tenían uso de razón. Algunos las conservaban todavía, pero eran los menos. A la gran mayoría, los años con su inevitable deterioro físico, el estrés de los negocios o el simple tedio les habían arrugado el pajarito. Se habían convertido en gordinflones con las arterias grasientas y unas pichas que ni la más potente de las viagras, combinada con la mejor de las mamadas, podía levantar. Por lo tanto, se conformaban con pasear a sus retocadas esposas y a hacerse el loco con las canas al aire de éstas.
Don Gerardo se contaba entre el grupo de los pichaflojas, encuadrado en la pequeña sección de los cornudos absolutos. Es decir, los completos ignorantes, que lucían su cornamenta desacomplejadamente y eran la rechifla del personal. Era de los pocos que ni remotamente sospechaban que su mujer pudiera tener un amante, bien porque la considerasen leal y fiel o bien porque la viesen como una señora beata y santurrona, de confesión y misa diaria, como le pasaba Don Gerardo en relación con Rosenda.
El caso es que tenía parte de razón. Así era exactamente su mujer. Bueno, así había sido hasta que, hacía unos seis meses, su hijo. Alfonso regresó de Estados Unidos, donde estaba terminando la carrera, para hacerse cargo del emporio familiar ante la inminente jubilación del viejo.
Si bien Don Gerardo encontró a su hijo como siempre, Rosenda sí que se dio cuenta de que algo había cambiado en él, de que ya no era el mismo. Nunca supo qué era exactamente lo que había provocado ese cambio en Alfonso, pero, al poco tiempo de haber vuelto el chico, sí que pudo apreciar los resultados de esa alteración de su carácter y se encontró completamente emputecida por él. Una madura jamona de 55 tacos, sometida al poder de la polla de un joven cabroncete de 24 que la sometía a su antojo a todo tipo de juegos sexuales. Aunque, en honor a la verdad, Rosenda nunca se había sentido tan viva. Cosas que pasan.
Bien mirado, se podría decir que hasta en eso tuvo suerte el bueno de Don Gerardo. El hecho de que la polla que se estuviese beneficiando a su santa esposa fuera la de su propio hijo, algo que ni la más retorcida y morbosa de las mentes podría sospechar, lo mantenía equidistante entre el grupo de los cornudos consentidos y el de los cornudos ignorantes, situándolo en el limbo (inexistente, por otra parte) de los que todos sus amigos y conocidos consideraban matrimonios sólidos. Nadie conocía el desliz de Rosenda, aunque aquel aspecto que a veces lucía, tan lozano y feliz, hacía sospechar a todo el mundo. Pero, pruebas, no que se dice pruebas, no había ninguna.
La velada, como ya he dicho, fue bastante plácida. Lo más destacable fueron los discursos de Don Gerando, como presidente del Consejo y su emotiva despedida, en la que pasó el testigo a su hijo. Éste, por su parte, hizo un vibrante discurso de presentación de sus planes de futuro en el que incluyó un sentido y lacrimógeno homenaje a su progenitor que forzó una lagrimita tanto a su padre como a su madre, acompañada de un sentido aplauso de los asistentes.
Alfonso, haciendo gala de su habitual cinismo, hizo un amago de llanto en el que aprovecho para acercar su mano al rostro con la sana intención de olfatear bien el índice. Un dedo que, minutos antes, en una breve escapada de su mano bajo el mantel había conseguido, no sin esfuerzo, introducir en el pringoso ojete de la puerca de su madre. Ese olorcillo tenía la virtud de prepararlo para la acción y le hizo redoblar sus retorcidas intenciones de culminar la velada con algún intercambio carnal con su progenitora. A ver si había suerte y podían alejarse en algún momento del cornudo… Su cerebro empezó a maquinar.
Así que, en lo que quedó del banquete, se ocupó, con la inestimable colaboración de su guarra favorita, de mantener siempre llena la copa del viejo con Rioja... Y después el cava, el coñac, un gin-tonic...
Un fin de fiesta perfecto. Menos mal que, Ricardo, el chófer les echó una mano para meter al viejo en la limusina, como si fuese un fardo. Lo dejaron en el asiento frente a ellos. Rosenda y Alfonso, de cara al sentido de la marcha fueron haciendo el precalentamiento durante el trayecto. Discretamente, eso sí: el bueno de Ricardo no tenía ni papa de lo que se cocía en esa familia tan disfuncional en la que prestaba sus servicios.
El trayecto era corto. Apenas veinte minutos de recorrido, y más a aquellas horas, sin tráfico.
Alfonso estaba sentado junto a la ventanilla, con su madre al lado. Ella recostaba la cabeza sobre su hombro acurrucada. Frente a ellos, tumbado en los asientos, como un saco de patatas, dormitaba ebrio Don Gerardo.
Ricardo conducía por las oscuras calles, concentrado en el volante y con una emisora musical de grandes éxitos de las que le gustaba a Rosenda, sonando bajita de fondo.
Alfonso, nada más arrancar el vehículo, levantó el pie y le dio una patadita a la panza de su padre. Éste gruñó brevemente y continuó con su pesada respiración de borracho.
-¡Menudo esperpento! - murmuró Alfonso con un rictus de asco.
-¡Psssss! ¡Calla, a ver si te va a oír Ricardo! - susurró su madre.
-¡Anda ya! Delante no se oye. Y menos con la música.
Alfonso acarició el muslo de su madre sobre la falda. Ella levantó la vista y le miró con desaprobación, pero Alfonso insistió:
-¡Venga, súbete el vestido, guarra! Desde delante no se ven las piernas... ¡Venga, joder! Date prisa, que el pichafloja está groggy... Hay que aprovechar…
A regañadientes, Rosenda se fue remangando el vestido, sin separar la vista del retrovisor. Pero el conductor, ajeno a lo que ocurría detrás, o, haciéndose el tonto, no separó la vista de la carretera.
Momentos más tarde, la mano de Alfonso había apartado el mínimo tanga y acariciaba el terso y lampiño coñito de su madre que chorreaba flujo sobre el asiento pidiendo polla a gritos.
Durante los quince minutos que quedaban de trayecto, la hábil zarpa de Alfonso logró dos match-points en el coño materno, que dejaron rota a la jamona, deseando pillar por banda la tiesa tranca de su hijo, que sólo pudo tantear a través de la tela del pantalón.
Hacerle una paja al chico habría sido demasiado arriesgado y para el chófer la limpieza al día siguiente de más manchas sospechosas (aparte del manchurrón de flujo del coño de Rosenda, que siempre se podría camuflar como babas del cornudo borracho) habría resultado difícil de justificar.
Mientras Ricardo maniobraba para aparcar, Rosenda aprovecho para colocarse el vestido y pegarle un cariñoso apretón a la polla de su amante, mientras éste pateaba otra vez la barriga de su padre, pero esta vez con la sana intención de despertarlo.
-¡Venga, despierta dormilón, que ya llegamos...!
Después, más bajito y dirigiéndose a su madre:
-¡Joder, va fino, el puto cabrón! Tendrá que ayudarnos Ricardo a subirlo a casa...
Subir al borrachuzo a la planta de arriba del chalet, donde estaba el dormitorio principal, fue todo un show. Menos mal que entre Ricardo que cogió de las axilas al cornudo y su hijo, que le sujetaba los pies, consiguieron colocarlo de cualquier manera sobre la cama.
Continuará
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Alfonso y Rosenda, la Jamona de su Madre – Capítulos 01 al 02
Alfonso y Rosenda, la Jamona de su Madre – Capítulo 01
A Rosenda la única frase que le vino a la cabeza era aquella tan socorrida de "las eyaculaciones las carga el diablo..." Claro que la mujer era perfectamente consciente de que la frase no era exactamente así. Pero esas palabras fueron las que acudieron a su mente cuando la polla que tenía justo enfrente de su ansiosa cara de puta empezó a lanzar esperma como un géiser. Y mira que le había repetido, por activa y por pasiva, al cabrón de Alfredo que fuese con cuidado, que había ido a la pelu esa misma mañana, que no le estropearse el maquillaje, que en media hora tenía que venir el cornudo a recogerlos para ir juntos, como una modélica familia, a la cena del Consejo de Dirección de la empresa... Le puso mil excusas al muy hijo de puta para que tuviese un poco de cuidado. Se ofreció a ordeñarle bien la tranca y a tragarse hasta la última gota de leche, hasta dejarle los huevos como dos ciruelas pasas. Y el muy hijo de puta de Alfredo, pese a todo, le hizo la pirula de costumbre. Primero, se dejó hacer aquella mamada de ensueño y, a continuación, en el último momento, cuando la zorra de su madre empezaba a notar el regusto salado del líquido preseminal aflorando del capullo de su vástago, sacó la tranca de la garganta de su madre y, con un gruñido gutural, empezó a correrse como un auténtico troglodita… ¡Pasando ampliamente de todo lo que acababa de suplicarle la jamona!
Rosenda, sorprendida y con la boca todavía entreabierta, soltó un agudo gritito de asombro y, atónita, aguantó como buenamente pudo los manguerazos de Alfonso. Éste, con un rictus de rabia, y meneando furiosamente su húmeda polla, soltó un buen montón de latigazos de esperma que se repartieron por toda la jeta de la puta. Ella se vio obligada a entrecerrar el ojo izquierdo, que le escocía un montón por culpa de un espeso impacto directo que se extendía desde la ceja al párpado inferior. La frente, la barbilla goteando, y el pelo, recién arreglado, también recibieron su parte. Rosenda, asombrada, y visiblemente cabreada por el putadón que acababa de hacerle Alfonso, a diez minutos escasos de la llegada del pichafloja de Don Gerardo, a la sazón marido de Rosenda y padre de Alfonso, sólo pudo musitar, tras relamer los goterones de lefa que le habían quedado cerca de la boca:
-Pero Alfonso, hijo, ¿cómo puedes ser tan cabrón? ¡Joder, ya te vale...!
Alfonso, entre risas, guardando el pringoso rabo en la bragueta, se limitó a contestar:
-¡Te jodes, cerda! Si no fueses tan puta y no me tuvieses siempre cachondo, no te pasarían estas cosas... Además, no te quejes tanto, al menos no te he manchado el vestido...
Era cierto, milagrosamente, todo lo lejos que llegaron los perdigonazos de leche fue al escote de la guarra, a un par de centímetros escasos del recatado vestido que iba a estrenar esa noche en la gala. Un vestido que, pese a su modestia, a duras penas conseguía ocultar sus melones y ese culo jamonero que Dios le había dado.
Rosenda, todavía enfadada, ya se había levantado y avanzaba casi a tientas, con un ojo cerrado por el lechazo, hacia el lavabo, tratando de que el semen chorreante no resbalase hacia el vestido.
Tenía motivos para estar furiosa. Encima que le había hecho esa comida de rabo espectacular al sinvergüenza de su hijo, para tenerlo contento y que no le diese la brasa durante la cena, metiéndole mano por debajo de la mesa u obligándole a echar un polvo furtivo en los lavabos a la hora de los discursos, como le hizo el año anterior, el cabronazo, porque no había otra manera de decirlo, le había dejado la cara y el pelo como la radio de un pintor. Y, no contento con eso, se había reído de su aspecto y parece que disfrutaba de su humillante aspecto. Cualquiera diría que estaba orgulloso de su obra. Y así era, en efecto.
Mientras Rosenda trataba de arreglar el estropicio en el lavabo, Alfonso se limitó a servirse una copa del mejor whisky del viejo y encendió un buen habano de los que tenía escondidos en el escritorio para las visitas. Se sentó en el sofá con los pies sobre la mesita de centro y empezó a hacer zapping rascándose los cojones, visiblemente orgulloso del cuadro picassiano que acababa de pintar en el sudoroso rostro de su progenitora.
Ésta, se recompuso como pudo. A base de espuma para el pelo y una rápida capa de maquillaje, pudo salvar los trastos y adecentar su aspecto, justo cuando sonaba el timbre en el que Ricardo, el chófer, les indicaba que la limusina del cornudo estaba ya esperándoles abajo, con “el señor dentro”.
Rosenda, acrecentó su furia al ver a su hijo repantingado en el sofá, envuelto en el humo del puro.
-¡Joder, Alfonso, apaga eso y vamos ya...! ¡Qué está tu padre abajo y vamos tardísimo!
Alfonso, risueño todavía, y contento por su reciente orgasmo, dio una última calada, apuró su copa y, tras aplastar el puro en el cenicero, se levantó del sofá con toda la pachorra del mundo ante la iracunda mirada de su madre.
-Venga ya... Además, la culpa es tuya, guarrilla -le dijo-. No seas agonía, mamaíta. No le pasará nada al cabrón del viejo por esperar cinco minutos más. A fin de cuentas, hoy es su gran noche ¿no?
Rosenda, desesperada, meneo la cabeza y puso rumbo a la puerta.
-¡No sé qué hemos hecho mal...! -la frase era irónica, aunque no del todo inexacta. Ser amantes o, mejor dicho, ser la puta de su propio hijo, no era precisamente ejemplar... Pero, bueno, seguro que había cosas peores.
Alfonso, siguió con la mirada, hipnotizado, el pandero de su madre camino del ascensor. Mientras bajaban, la escrutó a fondo y comprobó que nada delataba en su rostro la calenturienta escena que había ocurrido hacía menos de veinte minutos. Tal vez, alguien con una mirada tan lasciva y retorcida como la suya podría relacionar la leve inflamación de los labios de Rosenda con las secuelas de una buena mamada. Pero eso sería hilar muy fino... y el viejo no era precisamente un lince para estas cosas.
Bajaron en silencio y, ya en la calle, avanzaron a paso rápido hasta el vehículo, donde el chófer mantenía la puerta abierta y el cornudo les metía prisa, señalándose el reloj.
Rosenda, algo adelantada, taconeaba con pasitos cortos. Llevaba unos zapatos nuevos que elevaban su escaso uno cincuenta y cinco hasta un respetable uno setenta de altura. Tras ella, Alfonso, el hijo y heredero de la dinastía y la fortuna familiar, enfundado en un esmoquin que estrenaba ese día, contemplaba embelesado el contoneo del culazo materno, volviendo a notar como la polla se le endurecía y contando los minutos hasta poder incrustar su tranca en el ojete materno. Si las cosas salían bien, mañana mismo podría estrenar el culo de la guarra. Así y todo, a ver si hoy, con un poco de suerte, el viejo pillaba una buena cogorza y podía hacer una visita al dormitorio conyugal...
Rosenda, ajena a los pensamientos de Alfonso, se acomodó en la amplia limusina y, tras saludar a su bonachón y confiado esposo, se dispuso a mirar por la ventanilla, todavía enfadada con el inconsciente de su hijo.
Pero, además de eso, había un matiz que empeoraba las cosas y que le hacía redoblar el cabreo. Era la mancha de humedad que empapaba su tanguita y que se extendía por su depilada vulva. Esa tremenda calentura que apenas si podía controlar. El hecho de estar siempre como una perra en celo, cachonda pérdida, esa era la gran victoria de Alfonso. Y la gran derrota de Rosenda. Esa lujuria constante explicaba la eterna sonrisa de suficiencia de su hijo y el eterno gesto de enfado de ella. La combinación de lujuria y sentimiento de culpa la mantenían perpetuamente en un estado extraño, una especie de purgatorio para cachondas maduras incapaces de asumir lo putas que son.
Frente a ambos, sentado también con un esmoquin, pero a punto de reventar las costuras por su obesidad, con la sonrisa de suficiencia del que tiene dinero a espuertas y puede lucir a su lado a una jaca como Rosenda, aunque la impotencia le impida follársela, estaba el bueno de Don Gerardo, el perfecto vértice de este morboso triangulo familiar, que llevaba ya unos cuantos meses asistiendo, como ignorante comparsa, al festival de cuernos que le estaban dedicando su mujer y su hijo.
Y ahí iban nuestros protagonistas, a solas con sus pensamientos.
Poco hay que contar de la cena. Los parlamentos de cada año, las chorradas habituales, el triunfalismo de siempre y la codicia que movía a toda aquella pandilla de tiburones que formaban el Consejo de Dirección de la compañía.
Y, como acompañantes de todos los directivos, aquella panda de víboras avariciosas en que se habían ido convirtiendo las consortes de los ejecutivos. Una panda de ociosas guarrillas cuya única preocupación era cuidarse el cuerpo, operarse para retrasar los estragos de la edad y estar apetecibles para los jóvenes sementales que tenían por amantes. Sí, prácticamente todas tenían algún joven macho que las montaba. Era una venganza con efecto diferido hacía sus esposos que, sin excepción, habían tenido queridas desde que tenían uso de razón. Algunos las conservaban todavía, pero eran los menos. A la gran mayoría, los años con su inevitable deterioro físico, el estrés de los negocios o el simple tedio les habían arrugado el pajarito. Se habían convertido en gordinflones con las arterias grasientas y unas pichas que ni la más potente de las viagras, combinada con la mejor de las mamadas, podía levantar. Por lo tanto, se conformaban con pasear a sus retocadas esposas y a hacerse el loco con las canas al aire de éstas.
Don Gerardo se contaba entre el grupo de los pichaflojas, encuadrado en la pequeña sección de los cornudos absolutos. Es decir, los completos ignorantes, que lucían su cornamenta desacomplejadamente y eran la rechifla del personal. Era de los pocos que ni remotamente sospechaban que su mujer pudiera tener un amante, bien porque la considerasen leal y fiel o bien porque la viesen como una señora beata y santurrona, de confesión y misa diaria, como le pasaba Don Gerardo en relación con Rosenda.
El caso es que tenía parte de razón. Así era exactamente su mujer. Bueno, así había sido hasta que, hacía unos seis meses, su hijo. Alfonso regresó de Estados Unidos, donde estaba terminando la carrera, para hacerse cargo del emporio familiar ante la inminente jubilación del viejo.
Si bien Don Gerardo encontró a su hijo como siempre, Rosenda sí que se dio cuenta de que algo había cambiado en él, de que ya no era el mismo. Nunca supo qué era exactamente lo que había provocado ese cambio en Alfonso, pero, al poco tiempo de haber vuelto el chico, sí que pudo apreciar los resultados de esa alteración de su carácter y se encontró completamente emputecida por él. Una madura jamona de 55 tacos, sometida al poder de la polla de un joven cabroncete de 24 que la sometía a su antojo a todo tipo de juegos sexuales. Aunque, en honor a la verdad, Rosenda nunca se había sentido tan viva. Cosas que pasan.
Bien mirado, se podría decir que hasta en eso tuvo suerte el bueno de Don Gerardo. El hecho de que la polla que se estuviese beneficiando a su santa esposa fuera la de su propio hijo, algo que ni la más retorcida y morbosa de las mentes podría sospechar, lo mantenía equidistante entre el grupo de los cornudos consentidos y el de los cornudos ignorantes, situándolo en el limbo (inexistente, por otra parte) de los que todos sus amigos y conocidos consideraban matrimonios sólidos. Nadie conocía el desliz de Rosenda, aunque aquel aspecto que a veces lucía, tan lozano y feliz, hacía sospechar a todo el mundo. Pero, pruebas, no que se dice pruebas, no había ninguna.
La velada, como ya he dicho, fue bastante plácida. Lo más destacable fueron los discursos de Don Gerando, como presidente del Consejo y su emotiva despedida, en la que pasó el testigo a su hijo. Éste, por su parte, hizo un vibrante discurso de presentación de sus planes de futuro en el que incluyó un sentido y lacrimógeno homenaje a su progenitor que forzó una lagrimita tanto a su padre como a su madre, acompañada de un sentido aplauso de los asistentes.
Alfonso, haciendo gala de su habitual cinismo, hizo un amago de llanto en el que aprovecho para acercar su mano al rostro con la sana intención de olfatear bien el índice. Un dedo que, minutos antes, en una breve escapada de su mano bajo el mantel había conseguido, no sin esfuerzo, introducir en el pringoso ojete de la puerca de su madre. Ese olorcillo tenía la virtud de prepararlo para la acción y le hizo redoblar sus retorcidas intenciones de culminar la velada con algún intercambio carnal con su progenitora. A ver si había suerte y podían alejarse en algún momento del cornudo… Su cerebro empezó a maquinar.
Así que, en lo que quedó del banquete, se ocupó, con la inestimable colaboración de su guarra favorita, de mantener siempre llena la copa del viejo con Rioja... Y después el cava, el coñac, un gin-tonic...
Un fin de fiesta perfecto. Menos mal que, Ricardo, el chófer les echó una mano para meter al viejo en la limusina, como si fuese un fardo. Lo dejaron en el asiento frente a ellos. Rosenda y Alfonso, de cara al sentido de la marcha fueron haciendo el precalentamiento durante el trayecto. Discretamente, eso sí: el bueno de Ricardo no tenía ni papa de lo que se cocía en esa familia tan disfuncional en la que prestaba sus servicios.
El trayecto era corto. Apenas veinte minutos de recorrido, y más a aquellas horas, sin tráfico.
Alfonso estaba sentado junto a la ventanilla, con su madre al lado. Ella recostaba la cabeza sobre su hombro acurrucada. Frente a ellos, tumbado en los asientos, como un saco de patatas, dormitaba ebrio Don Gerardo.
Ricardo conducía por las oscuras calles, concentrado en el volante y con una emisora musical de grandes éxitos de las que le gustaba a Rosenda, sonando bajita de fondo.
Alfonso, nada más arrancar el vehículo, levantó el pie y le dio una patadita a la panza de su padre. Éste gruñó brevemente y continuó con su pesada respiración de borracho.
-¡Menudo esperpento! - murmuró Alfonso con un rictus de asco.
-¡Psssss! ¡Calla, a ver si te va a oír Ricardo! - susurró su madre.
-¡Anda ya! Delante no se oye. Y menos con la música.
Alfonso acarició el muslo de su madre sobre la falda. Ella levantó la vista y le miró con desaprobación, pero Alfonso insistió:
-¡Venga, súbete el vestido, guarra! Desde delante no se ven las piernas... ¡Venga, joder! Date prisa, que el pichafloja está groggy... Hay que aprovechar…
A regañadientes, Rosenda se fue remangando el vestido, sin separar la vista del retrovisor. Pero el conductor, ajeno a lo que ocurría detrás, o, haciéndose el tonto, no separó la vista de la carretera.
Momentos más tarde, la mano de Alfonso había apartado el mínimo tanga y acariciaba el terso y lampiño coñito de su madre que chorreaba flujo sobre el asiento pidiendo polla a gritos.
Durante los quince minutos que quedaban de trayecto, la hábil zarpa de Alfonso logró dos match-points en el coño materno, que dejaron rota a la jamona, deseando pillar por banda la tiesa tranca de su hijo, que sólo pudo tantear a través de la tela del pantalón.
Hacerle una paja al chico habría sido demasiado arriesgado y para el chófer la limpieza al día siguiente de más manchas sospechosas (aparte del manchurrón de flujo del coño de Rosenda, que siempre se podría camuflar como babas del cornudo borracho) habría resultado difícil de justificar.
Mientras Ricardo maniobraba para aparcar, Rosenda aprovecho para colocarse el vestido y pegarle un cariñoso apretón a la polla de su amante, mientras éste pateaba otra vez la barriga de su padre, pero esta vez con la sana intención de despertarlo.
-¡Venga, despierta dormilón, que ya llegamos...!
Después, más bajito y dirigiéndose a su madre:
-¡Joder, va fino, el puto cabrón! Tendrá que ayudarnos Ricardo a subirlo a casa...
Subir al borrachuzo a la planta de arriba del chalet, donde estaba el dormitorio principal, fue todo un show. Menos mal que entre Ricardo que cogió de las axilas al cornudo y su hijo, que le sujetaba los pies, consiguieron colocarlo de cualquier manera sobre la cama.
Continuará
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